DEBATES (1): apuntes sobre aborto, fertilización asistida y capitalismo


En las próximas semanas la ciudadanía participará en una serie de discusiones y debates en torno a cuestiones sensibles que involucran aspectos cruciales en el ámbito de la bioética. La sociedad civil movilizada pugna por imponer sus diversos criterios en la arena política. Asuntos como el aborto o la fertilización asistida exprimirán los minutos televisivos y radiales desplegando argumentos y ofensivas de diversos tenores para convencer a la ciudadanía adónde buscar el bien que anhelamos. Mi intención en este post no consiste en marcar una posición definitiva. Más interesante, a esta altura del debate, es intentar pensar por qué razón las estrategias discursivas de los contendientes acaban por encontrarse con el muro de inconmensurabilidad que suscitan ontologías dispares.

En los dos asuntos que mentamos más arriba, aborto y fertilización asistida, lo que levanta ampollas es el estatuto de los embriones involucrados. De manera semejante, aquellos que pretenden impulsar la legalización, como aquellos otros que se esfuerzan por mantener el status quo ofrecen sus razones con el fin de justificar o condenar la práctica en cuestión. Lo curioso del asunto es que en un debate típico sobre el tema, ambos contendientes citarán estadísticas científicas, se referirán a las declaraciones de personajes eminentes que acompañaron su propuesta, o citarán con grandilocuencia las promulgaciones internacionales para apuntalar sus edificios retóricos. Los derechos humanos servirán para justificar a ambos contendientes, poniendo en evidencia, una vez más, los problemas que suscita cualquier ética exclusivamente procedimentalista.

Parte del inconveniente a la hora de echar luz sobre la discusión es la inarticulación en el seno del relato de los contendientes. Cuando un cristiano, por ejemplo, afirma sin cortapisas que su posición se debe a una convicción religiosa que puede y debe traducirse en términos filosóficos con el fin de guiar racionalmente nuestra praxis humana, no hace falta darle más vueltas al asunto. La personalidad que se mienta en el embrión no necesita explicarse científicamente, sino dar cuenta de la propia cosmología, de la cual se deriva una ética y una antropología dada. De manera análoga, la afirmación feminista que sostiene el derecho absoluto de la mujer sobre su cuerpo, no puede justificarse con la retórica positivista que hace referencia a la empiria. Hace falta una hermenéutica para neutralizar la materia con el fin de convertirla en objeto absoluto de nuestro dominio. Aquí también nos vemos confrontados con una cosmología, una antropología y una ética determinada.

Desde luego, si queremos resolver el asunto o, al menos, dirimir los extremos de la disputa, debemos comenzar apartando las interpretaciones más groseras. Una de las más trilladas explicaciones de los “antiabortistas” gira, como decíamos, en torno al estatuto del embrión. Esto se vuelve elocuente cuando en el fragor de los debates los militantes de este signo se refieren a los embriones como “niños” o “bebés”. En este sentido es importante recordar que las definiciones que hacemos de las entidades en todos los órdenes de la existencia se encuentran estrechamente atadas a sus caracterizaciones funcionales. Pongamos un ejemplo: cuando distinguimos entre una semilla, un árbol y una manzana, todas ellas entidades que pertenecen a un mismo continuo, lo hacemos porque tomamos en consideración, no sólo la disparidad entre sus respectivas apariencias, sino también, su diversidad funcional. Una semilla no es lo mismo que un árbol y este no es lo mismo que una manzana. Lo comprobamos cuando pensamos en lo que podemos o no podemos hacer con cada una de esas entidades. Con la madera de un manzano podemos hacer muebles, pero no una ensalada de frutas. De la madera no crecerán árboles. Sin embargo, sin semillas no hay árboles; sin árboles, no hay manzana. En breve: los embriones no son bebés, aunque evidentemente pertenecen al mismo continuo, y por lo tanto, sin embriones no hay niños.

Los “legalistas” ortodoxos, por su parte, insisten en considerar el cuerpo femenino donde se produce el embarazo como una propiedad exclusiva de la madre sobre la cual ésta tiene un derecho absoluto. Detrás de esta concepción absolutista asoma una aprehensión reduccionista de la corporalidad que es neutralizada con el fin de preservar un derecho. Se reconoce: el embrión es mera materia viva, no es un ser humano. Por lo dicho anteriormente, es claro que, a menos que nos apoyemos en un relato religioso, no podemos equiparar al embrión con un niño, pero tampoco es el caso de que estemos hablando de “mera” materia viva. Es claro que las células que conforman el hígado y las células embrionarias no son equivalentes. Las células embrionarias pertenecen al continuo de la madre de manera contingente y están llamadas, en algunos casos, a formar parte de un continuo que no pertenece a la madre. En breve: el embrión no es un niño, pero tampoco es nada. Tiene una entidad compleja, controversial, que debe tomarse en consideración sin extremismos.

Todo esto en lo que respecta al estatuto del embrión. A esto sigue una segunda discusión que gira en torno a otra complejidad que involucra a la madre, evidentemente, pero no ya en relación exclusiva con su embrión, sino en su relación con la sociedad en su conjunto. Aquí el debate se torna multifacético. Si encaramos la cuestión sin prejuicios, estamos obligados a dar cuenta de dos extremos interrelacionados evidentemente, pero no reducibles uno en el otro. Me refiero, por un lado, a las cuestiones que giran en torno al reconocimiento. En este caso el estatuto de la mujer en nuestras sociedades, pero también, como se plantea entre los ecologistas, el de las generaciones futuras. Resulta, cuando menos curioso, que aquellos que se afanan por reconocer derechos a los hipotéticos habitantes del futuro, eludan cualquier consideración a los embriones presentes. En segundo término, es obligado hacer referencia a las cuestiones distributivas y a todo lo que ello implica desde el punto de vista de la justicia social.

Ahora bien, si nuestra intención es pensar hasta sus últimas consecuencias lo que nos jugamos en los casos que ahora discutimos (aborto y fertilización asistida) y en muchos otros emparentados con estos, no tenemos otra opción sino encarar una discusión seria sobre las raíces morales del capitalismo. De eso se ocupa primordialmente la filosofía, de dar cuenta de los marcos inarticulados sobre los cuales damos forma a los modos de existencia contingente que habitamos, naturalizándolos de tal modo que ocultamos con ello toda alternativa.

Frente a esta complejidad, lo que resulta evidente, de nuevo, es lo inoportuno de cualquier dogmatismo. De igual modo, resulta inoportuno, en vista al tamaño estadístico de nuestras prácticas sociales eludir el asunto. Por supuesto, la solución jurídica que ofrezcamos será siempre imperfecta éticamente, pero eso no nos exime de intentar la mejor legislación posible en las presentes circunstancias.

Comentarios

  1. En esta considerada oficialmente España, donde convergen distintos pueblos con sus creencias, valores culturales y políticas diferenciadas, el ordenamiento jurídico común, no reconoce la figura jurídica del naciente hasta 24 horas después de su alumbramiento ( herencia de la entrada en la modernidad, donde se protege con ello la figura del profesional asistente al parto).

    Esto lleva a que ante cualquier acción que se cometa contra el recién nacido no puede perseguirse como atentado contra el derecho a la vida, es como máximo, una infracción contra un objeto.
    Más de trescientos mil bebes desde el final de la querra civil hasta hoy computados en desaparecidos, u otorgados a otros padres y declarados legalmente fallecidos, sustraídos en hospitales y clínicas, sin que la justicia pueda desde los ordenamientos perseguir a sus cautores e involucrados en los casos.


    En el aborto se generaliza la hipocresía de rechazarlo, pero los buenos pudientes cristianos llevan a sus hijas a practicarlo a Londres, en clínicas de alto standing y gran rendimiento económico, con el silencio o disfraz de todas las partes implicadas.

    Esto acontece en un territorio declarado como de primer mundo, sin un generalizado debate y pronunciamiento.

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