LA DISCUSIÓN PÚBLICA Y EL RUIDO MEDIÁTICO: Sarlo y Forster sobre la sociedad del espectáculo en la era del terror.


Hace un par de días, asistió al programa de la televisión pública 6-7-8 la escritora y periodista Beatriz Sarlo. Nos hemos ocupado de ella en un post anterior en el cual advertimos que el brillante análisis de La audacia y el cálculo, su libro dedicado a dilucidar la naturaleza del Kirchnerismo, era de lectura obligada para aquellos que comulgan con el actual modelo político. Pero también decíamos entonces que poco jugo iban a poder extraer del mismo los fanáticos antiK, que harían oídos sordos al reconocimiento explícito de los importantes logros de este gobierno por parte de la señora Sarlo, para poner su atención exclusivamente en sus suspicacias. El ruido mediático ha logrado, hasta cierto punto, eludir la discusión pública. El propósito de este post es recuperar el contenido de la discusión. Para ello voy a centrarme en dos cuestiones centrales que se encuentran en el corazón del debate actual.

En lo que se refiere a la opinión de la señora Sarlo respecto al formato y calidad del programa al que fue invitada – el mismo que permitió una hora y media de un debate reflexivo entre Sarlo, el filósofo de Carta Abierta, Ricardo Forster, y el resto de los invitados y panelistas del día – creo que debe analizarse en términos relativos en función, no sólo del medio en cuestión – la televisión – en contraposición a otros medios como son los medios escritos o radiales, sino también en contraposición a la oferta informativa y crítica que nos ofrece la televisión pública y privada en general. Teniendo esto en cuenta, creo que los apuntes de Sarlo sobre el programa en vista a los criterios formales que rigen sus informes son interesantes. Aún así, no cabe duda que con todas sus imperfecciones, 6-7-8, como la propia Sarlo reconoce, se ha convertido en un fenómeno clave a la hora de entender el debate público que se libra actualmente en este país.

Pasemos, ahora así, a esas dos cuestiones a las que quiero referirme en este post. Por un lado, voy a hablar sobre la política de Derechos humanos del actual gobierno tomando como punto de partida la reflexión de la propia Sarlo. En segundo lugar, voy a referirme a la cuestión de la Ley de Medios promovida por el gobierno nacional a partir de las discrepancias que se pusieron de manifiesto entre Beatriz Sarlo y Ricardo Forster en lo que respecta a la relación entre poder y medios.

En los últimos días, a raíz del debate parlamentario en torno a la Ley de Caducidad desatado por el Frente Amplio en Uruguay, con el fin de derogar una ley que imposibilita el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad durante la época del terror militar, y en vista a la posición adoptada por el presidente de nuestro país hermano, Mujica, se ha escuchado con insistencia la opinión de que Argentina debe tomar como ejemplo la madurez de nuestros vecinos. Lo cual significa, en breve, depositar el asunto de los crímenes de lesa humanidad en el cajón de la memoría, guardar la historia en un desván, archivando o congelando de ese modo las acciones judiciales al respecto. A nadie le cabe la menor duda a esta altura del partido, y en vista a las sentencias y procesos en marcha que las cuestiones que preocupan no son ya los juzgamientos que se realizan a los ejecutores materiales de los horrendos crímenes. Ahora mismo, la mayor preocupación en lo que respecta a estos crímenes gira en torno a la posibilidad real que se extienda la investigación más allá de las responsabilidades militares hacia la sociedad civil. Asuntos de actualidad como son Papel Prensa o la supuesta apropiación de Marcela y Felipe Noble Herrera que involucra a la dueña de la principal corporación mediática del país son los que verdaderamente preocupan a quienes insisten en archivar las causas. Exceptuando una muy reducida minoría recalcitrante, con escaso peso político, la actitud generalizada de la población frente a los juicios por delitos de lesa humanidad a los dictadores, asesinos, apropiadores y torturadores es, o bien de aprobación ante los mismos, o de indiferencia. Por lo tanto, es lícito sospechar que buena parte del barullo y la indignación mediática o la franca invisibilización de estos asuntos que las dos grandes corporaciones mediáticas concertadamente realizan en relación se debe, no tanto a cuestiones de carácter estrictamente ideológicas, sino más bien a fundados temores ante la posibilidad de ser sentados en el banquillo de los acusados por delitos aberrantes.

La posición de Sarlo fue más o menos contundente. En primer lugar, comparó la solución Argentina con otras soluciones a la transición realizadas por nuestros vecinos en el continente a la luz de la diversidad de situaciones que debían enfrentar cada uno de esos países. La conclusión de Sarlo es que la decisión inicial de sentar a los comandantes en jefe frente a la justicia durante el alfonsinismo es el puntapié inicial de una política frente al pasado criminal que nos distingue de nuestros vecinos. Con avances y retrocesos, esa política iniciada en los años ochenta ha seguido avanzando. El actual juzgamiento es parte de ese proceso. Puesta a elegir entre el modelo argentino y otros modelos de la región, nos dice Sarlo, ella prefiere la solución argentina. Pero además, nos dice, la revisión histórica no debe circunscribirse a los campos de concentración y a los asesinatos. Es imprescindible discutir la responsabilidad que tuvo la sociedad civil en estos asuntos. Y puso como ejemplo dos instancias en las cuales el pueblo argentino puede juzgar su propia responsabilidad: el mundial ’78 y la guerra de Malvinas. Sobre el primer acontecimiento, nos dice Sarlo, hay que recordar que a sólo diez cuadras de la cancha de River, donde Argentina disputó la final contra Holanda en la que se coronó campeona del mundo, estaba el centro de detención de la Esma. Respecto a Malvinas, Sarlo señaló que debemos recordar a los soldados muertos en el hundimiento del General Belgrano como los “mártires” que precipitaron el advenimiento de la democracia en la Argentina. Ahora bien, eso en lo que se refiere a la responsabilidad colectiva. Individualmente, la posición de Sarlo también fue contundente. Los “hijos” de la Señora Ernestina Herrera de Noble – nos dijo – deben hacerse los análisis de ADN. Lo cual implica que los involucrados en la causa de apropiación deben responder ante la justicia. En conclusión, con matices, la señora Sarlo comparte y aplaude el rumbo de la actual política de Derechos Humanos. En todo caso, sostiene que el Kirchnerismo pretende apropiarse de la cuestión, cuando en realidad la política de Derechos humanos del actual gobierno se encuentra en línea de continuidad, y tiene su origen, en la decisión inicial tomada durante el gobierno alfonsinista, de juzgar a la junta militar. Aunque el argumento es atendible, creemos que es importante recordar que las leyes de Punto final y Obediencia debida, así como las innumerables chicanas judiciales y mediáticas de estos años, muestran claramente que era necesaria una enorme voluntad política para anular dichas leyes y superar los obstáculos que el poder fáctico impuso con el fin de perpetuar su impunidad. Esa voluntad política es lo que caracteriza al Kirchnerismo en este asunto.

La segunda cuestión gira en torno a la ley de medios. Pero se articula alrededor de una discusión sobre el poder, en la cual la señora Sarlo no quiso participar. De acuerdo con Ricardo Forster, es bien poco lo que podemos decir acerca de los medios de comunicación si no hablamos del poder. ¿Dónde está el poder? – se pregunta Forster, y con ello hace referencia al encubrimiento de la injusticia y la justificación del horror a las que nos tienen acostumbradas las corporaciones mediáticas. La postura de Sarlo al respecto es la de una procedimentalista liberal. Su atención está dirigida exclusivamente a la constatación de la presencia o ausencia de ciertas formalidades que definen a la llamada “prensa libre”. Pero ante la pregunta acerca del poder, acerca de a quién sirven, que esconde o promueven los medios analizados, Sarlo permanece explícitamente en silencio. Su tesis central es que la discusión sobre el rol de los medios en la conformación del sentido común está sacada de quicio. Y cita estudios que han demostrado que un 70% de la población del país jamás incluye en sus temas de conversación la política. La respuesta de Forster es que las cuestiones políticas no pasan exclusivamente por las posiciones explícitas de los participantes. Forster cree, y nosotros compartimos su posición, que existe un trasfondo tácito a partir del cual actuamos. En este sentido, los medios de comunicación cumplen un rol crucial que no puede medirse, como bien afirma Sarlo, en términos de causalidad inmediata. El rol de los medios es la conformación del “sentido común”, la conformación del trasfondo de significación que da sustento a nuestro carácter de agentes humanos. A diferencia de Sarlo, Forster cree que en las presentes circunstancias, lo que se ha puesto en cuestión, lo que se revisa, deconstruye y articula es justamente el sentido común de los argentinos. Esa deconstrucción y rearticulación del sentido común es resistida por las élites. Lo cual se pone de manifiesto en la embestida mediática que ha sufrido este gobierno que ha encarnado, primero a través de Néstor Kirchner y ahora a través de Cristina Fernández, esa revuelta contra el sentido común hegemónico de la Argentina. Sarlo pretende, contrariamente, que el rol de los medios de comunicación no es tan importante. Que no nos preocupemos tanto. Es difícil coincidir con ella, habitando, como lo hacemos, una sociedad del espectáculo en esta "Era del Terror".

MULTITUD, NUEVA ERA Y POSTMODERNIDAD


Sigo con la lectura de Schmitt. Esta vez me gustaría hacer referencia a su obra titulada Romanticismo político, introducida en la edición castellana por el Dr. Jorge Dotti y editada por la Universidad de Quilmes.

Para comenzar voy a citar extensamente a Schmitt. Dice en el prólogo a la edición de 1924:

“Sólo en una sociedad disuelta por el individualismo la productividad estética del sujeto pudo ponerse a sí misma como centro espiritual, sólo en un mundo burgués, que aísla al individuo espiritualmente, lo remite a sí mismo y carga sobre él todo el peso que, de otro modo, estaba repartido jerárquicamente entre las distintas funciones de un orden social. En esta sociedad está abandonado al individuo privado ser su propio sacerdote, pero no sólo eso, sino también – a causa del significado central de lo religioso – ser poeta, el propio filósofo, el propio rey, el propio arquitecto en la catedral de la personalidad. En el sacerdocio privado se encuentra la raíz última del romanticismo y del fenómeno romántico.”

Cualquier observador puede notar la relevancia que tienen las palabras de Schmitt al prestar atención a dos fenómenos oscuramente relacionados de nuestra cultura contemporánea como son el postmodernismo y la llamada Nueva Era. No voy a detenerme en los detalles diferenciales. En todo caso, voy a intentar muy brevemente, utilizando las palabras del jurista alemán como punto de partida y algunas otras ideas significativas que puedan servirme como soporte reflexivo, decir dos palabras sobre la significación que las posturas postmodernas y espiritualistas de la Nueva Era tienen para la esfera política.

Creo que es un asunto interesante plantear esta cuestión por dos razones. En primer lugar, porque hace comprensible la extendida aunque relativa desaprensión que ha mostrado la ciudadanía de las naciones democráticas frente a los signos elocuentes de deterioro político-institucional que han sufrido durante las últimas décadas, permitiendo de ese modo la colonización progresiva de la esfera estatal por parte de las corporaciones capitalistas hasta convertir los regímenes liberales en infraestructuras plutocráticas. En segundo lugar, porque la llamada “crisis” financiera desatada durante el 2008 ha puesto de manifiesto, no sólo el resultado de una política desreguladora perniciosa para la salud económica del mercado mundial, sino también, y lo que es más importante, un tipo de connivencia por parte de la dirigencia política mundial que ha demostrado estar cautiva hasta el punto de estar dispuesta a disponer y sacrificar a sus respectivas poblaciones en beneficio de los poderosos. Ante la evidencia de ello, la sociedad civil se encuentra obligada a dar un giro cultural que le impone la búsqueda de elementos representativos que le aseguren una decisión fundacional que transforme la situación de servidumbre actual, devolviendo a los pueblos su autogobierno.

Pero para ello, los ciudadanos deben renunciar a la idolatría hacia esos dos espíritus perniciosos que han colaborado en la construcción cultural del yo contemporáneo. Me refiero, como decía, al espíritu postmoderno y a la cultura de la Nueva Era, que han colonizado el sentido común, colándose como trasfondo de comprensión, corroyendo de manera silenciosa nuestras prácticas sociales y nuestras autocomprensiones comunitarias.

Recuperar el autogobierno, apostar a una “Democracia real”, en contraposición a la democracia formal que nos ofrece el neoliberalismo fáctico que gobierna las democracias liberales actuales, implica, en primer lugar, renunciar al subjetivismo exacerbado que ha promovido la cultura hiperindivualista que ha facilitado el hiperconsumismo del capitalismo avanzado, en el cual la libertad se ha reducido a mera libertad de mercado, y la orientación moral se ha ofrecido en trueque a cambio de una cultura de valores.

“La democracia real” no la construyen los caceroleros indignados que en acción sumatoria confluyen como “multitud” indignada. La historia ha demostrado que los movimientos sociales que se resisten a articular y exponerse a la decisión fundacional de la política están llamados, o bien a disolverse a medida que la fuerza del evento originario que los dio a luz se aleja en el tiempo, o bien a ser instrumentalizados por el propio adversario al cual dicen combatir. La historia de connivencias de algunas organizaciones no-gubernamentales y los poderes fácticos directos e indirectos debería precavernos de las falsas utopías postmodernas de una emancipación cosmopolita no jerarquizada políticamente.

La decisión política que está detrás de la fundación de una soberanía popular, implica el alineamiento jerárquico que reorienta a las multitudes atomizadas hacia un horizonte moral común, es decir, hacia un realineamiento de las fuerzas individuales operantes que se pliegan a un “nosotros” renunciando a la inercia subjetivista y estetizante que se encuentra en la base de los imaginarios sociales que nos gobiernan.

El fetichismo de la independencia absoluta de criterio, el fetichismo de la autonomía radical, el fetichismo de una religiosidad universal que no conoce fronteras ni criterios diferenciales, es el caballo de Troya que ha acabado convirtiendo en ruinas nuestros logros civilizacionales planetarios.

Como ha señalado recientemente la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, además de la profunda crisis ecológica y social que vive el planeta, otra crisis silenciosa pero de consecuencias descomunales amenaza nuestro futuro, y esta consiste en una crisis “pedagógica”, cultural, que ha acabado en la convicción de que la única educación necesaria es la educación económica-tecnológica, en detrimento de eso que llamábamos las artes y las humanidades. No estoy muy de acuerdo con Nussbaum acerca de sus recetas. Ni siquiera estoy muy de acuerdo con los ideales que ella misma promueve. Pero me atrevo a decir que compartimos una común preocupación acerca de lo que implica educar un ser humano. Una mujer u hombre al que no le interesa la política, y se ufana de ello; una persona que desiste del pasado, de su historia y apuesta por la desmemoria; un individuo que evita pensar en el futuro colectivo, en las generaciones que nos heredarán; aunque salga a la calle a dar golpes de cucharón sobre la cacerola cuando le tocan el bolsillo, no es un ciudadano pleno, es decir, o bien no es una persona educada o ha recibido una educación fallida. En todo caso, es un usuario explícito o implícito del discurso postmoderno con el cual ha ido dando forma a su yo, un usuario de la Nueva Era que se ha convertido, sin saberlo, en una amenaza para la continuidad de nuestras más preciadas tradiciones, por un lado; y al mismo tiempo, a la auténtica voluntad revolucionaria que nos permita cambiar de rumbo para hacer viable nuestra supervivencia planetaria.

ENEMISTAD POLÍTICA Y TRASCENDENCIA: Carl Schmitt y el concepto de lo político.


En este artículo quiero explorar una cuestión cuya incomprensión, a mi modo de ver, ha traído consigo muchos problemas a la política democrática. Voy a plantear el tema teniendo presente el reciente asesinato de Osama Bin Laden, que ha venido acompañado de un conjunto de declaraciones oficiales y festejos ciudadanos que no hacen más que sumar un capítulo a la larga historia de eso que Noam Chomsky llama “la excepcionalidad estadounidense”. Dice Chomsky:

“Se trata de la doctrina según la cual Estados Unidos es diferente de otras grandes potencias, pasadas y presentes, porque tiene un “propósito trascendental”, que es “el establecimiento de la igualdad y la libertad en América” y, más aún, en el mundo entero, ya que “la arena dentro de la cual Estados Unidos debe defender y promover su propósito tiene ya dimensiones mundiales.”

Ahora bien, es justamente esa noción de excepcionalidad la que ha permitido a los Estados Unidos justificar sus transgresiones a los propios ideales que dice encarnar. La labor encomendada a la gran nación del norte es tan excepcional, nos dicen, que los crímenes cometidos con el fin de promocionar dichos ideales resultan insignificantes.

No voy a detenerme ahora mismo a enumerar las violaciones a los principios elementales del derecho que ha cometido el gobierno de Obama al ordenar la ejecución del terrorista, ni tampoco me detendré en las consecuencias jurídicas que los hábitos transgresores de la potencia militarista han producido y continúan produciendo con su pretensión de excepcionalidad. Me he permitido referirme a esta cuestión únicamente para fijar el marco circunstancial en el cual se desarrollan los argumentos que siguen a continuación.

A lo que voy a referirme, en todo caso, y en línea con las reflexiones que he ofrecido en entradas anteriores, es a una cuestión que Carl Schmitt ha señalado de manera brillante en las primeras páginas de El concepto de lo político que gira en torno a la definición de la enemistad política.

La tesis central de Schmitt es la siguiente. Si queremos entender lo político, tenemos que definir cuáles son las categorías dicotómicas que establecen su realidad. De la misma manera que las dicotomías de lo bello y lo feo, del bien y del mal, de lo útil y lo dañoso instauran respectivamente las esferas de la estética, la moral y la economía, Schmitt señala que en la base de lo político encontramos la distinción amigo-enemigo.

Ahora bien, una afirmación de estas características ha hecho correr ríos de tinta, como el propio Schmitt señala en el prefacio de la edición de 1963 de la obra en cuestión, debido a la resistencia “moral” que una afirmación de estas características supone para los proponentes liberales. Mi intención no es atajar estas objeciones. Mi propósito es bien modesto. Quiero abordar la cuestión de lo político a la luz de las enseñanzas cristianas y budistas del ágape y karuna (bondad amorosa).

Creo que es preciso tomar nota sobre esta cuestión porque las enseñanzas espirituales han servido en los últimos siglos de modernización para promover un tipo de despolitización que ha acabado sirviendo al modelo de hegemonía unipolar que representa el capitalismo global. Por lo tanto, debemos encarar las tensiones que existen entre una concepción cuasipesimista de la naturaleza humana, que atribuye, al menos en la existencia relativa de los hombres, una enemistad radical que funda la politicidad, y las enseñanzas espirituales de budistas y cristianos que nos convocan o bien a una superación de la fijación identitaria que se encuentra en la base de emociones negativas como el odio y el apego, o a un descentramiento del yo en dirección a Dios que tiene como consecuencia la promoción de un amor al prójimo que supere los condicionamientos identitarios que nos separan a los unos de los otros.

Creo que en la propia obra de Schmitt encontramos un argumento que puede ayudarnos a sortear con éxito esta tensión aparentemente inconquistable. Me refiero a la manera en la cual Schmitt distingue entre el hostis, el enemigo público, el enemigo político, y el inimicus, el enemigo privado.

El tibetólogo Jeffrey Hopkins, en sus enseñanzas sobre el cultivo de la compasión solía ejemplificar el modo en el cual la ignorancia opera precipitando emociones como el odio o la aberración radical haciendo referencia a la manera en la cual el gobierno de los Estados Unidos y la corporación mediática presentaban a sus villanos favoritos antes de ser atacados y eventualmente aniquilados. En aquel momento, el malvado de moda era Saddam Hussein cuyo retrato público debía ser desfigurado hasta convertirlo en un monstruo, es decir, algo menos que humano, para justificar su destrucción.

Pero Schmitt nos dice que el enemigo político no debe necesariamente concebirse como un enemigo privado. No debe ser concebido como un ser moralmente malo o estéticamente feo, o incluso como un obstáculo para nuestra codicia económica. Por supuesto, desde el punto de vista psicológico, suele ocurrir que se equipara al enemigo público, es decir, aquel que estrictamente amenaza la unidad identitaria de nuestra pertenencia, y el enemigo privado, aquel que es percibido y tratado como malo o feo. Pero, desde el punto de vista estrictamente político, esta equiparación acaba siendo un obstáculo a la hora de identificar la especificidad de la relación política con nuestros adversarios.

Por lo tanto, podemos y debemos distinguir dos dimensiones en nuestras relaciones con los otros.

Por un lado, desde un punto de vista “trascendente”, como señala el Dalai Lama, podemos encontrarnos con los otros tomando en consideración, por ejemplo, que todos somos criaturas de Dios, o, si lo planteamos en términos cuasiutilitaristas, aceptar que somos iguales en vista a la aspiración común a lograr la felicidad y evitar el sufrimiento. Este reconocimiento básico puede ayudarnos, a través de diversas vías argumentativas a priorizar el bien del otro, promover el logro de sus aspiraciones, etc.

Pero eso no significa que podamos eludir los mecanismos relativos a través de los cuales establecemos nuestras identidades transitorias.

Aún si, como es el caso del budismo, negamos la existencia inherente de toda identidad. Es decir, aún si reconocemos que no existe un sustrato último sobre el cual podemos fundar sólidamente nuestra identidad individual y colectiva, debemos reconocer que la coyuntura, el entramado circunstancial, hace surgir de manera interdependiente una identidad. La pregunta es, en todo caso, cómo, de qué manera, están constituidas esas identidades. Lo que vemos es que dichas identidades (especialmente las identidades políticas) se encuentran ineludiblemente articuladas a partir de las relaciones adversariales que colaboran en la cohesión, en la unidad interna del ente en cuestión.

Esto tiene importantes consecuencias. Cuando leemos la historia del cristianismo o la historia del budismo, nuestro espíritu liberal se indigna ante lo que consideramos una profunda hipocresía. Esa gente que hablaba del amor a Dios y del amor al prójimo se embarcaba en proyectos como las cruzadas o en guerras fraticidas que resultan, desde nuestra perspectiva actual, absolutamente contradictorias con el espíritu de los ideales exaltados.

Sin embargo, lo que debemos observar es el tipo de enemistad del que estamos hablando en uno y otro caso. La guerra que ha invisibilizado la distinción categorial y que acaba promoviendo un pacifismo global militarizado, acaba siendo una guerra de aniquilación total. El otro es percibido, como decíamos, no sólo como un enemigo público, un enemigo político, que aún así merece mi respeto, e incluso mi amor desde el punto de vista privado, sino que se convierte en un enemigo absoluto, alguien a quien debo dejar fuera del concierto humano para ocultar la contradicción revulsiva que produce en el contexto del resto de mis ideales espirituales.

Cuando Obama, por ejemplo, nos habla de la bestia sobre la cual finalmente los Estados Unidos triunfaran, no utiliza una metáfora, sino que se hace eco de una comprensión literal de sus enemigos. Para los estadounidenses, sus enemigos son menos que humanos, incluso otros que humanos, y por esa razón, y en vista a la excepcionalidad de la misión que le ha sido otorgada, están justificadas las transgresiones sobre aquellos individuos o pueblos que amenazan la promoción de los ideales enaltecidos.

Hacer un llamado a la paz mundial que no tome en consideración la realidad fáctica de nuestras pugnas políticas, se convierte en un ejercicio vacuo que, como decía, sólo puede promover una utopía global que acaba deslegitimando cualquier otra alternativa existencial que no se ajuste a la hegemonía del capitalismo corporativo.
Como ha ocurrido con otras ideologías milenaristas en el pasado, el camino hacia el cosmopolitismo capitalista tiene como contracara la persecución y aniquilación despiadada de todos sus enemigos, en cualquier sitio en el que se escondan y a través de cualquier medio. Esa es la excepcionalidad de las potencias civilizadas y "civilizadoras"; y esa, y no otra, debe ser nuestra mayor preocupación ahora mismo.

BEATRIZ SARLO: El kirchnerismo, los medios y la nueva derecha


A diferencia de otras publicaciones políticas, el libro de Sarlo, La audacia y el cálculo, es brillante. Los militantes kirchneristas tienen el deber de leerlo. En sus páginas hay mucho material para masticar antes que sus críticas puedan ser digeridas y respondidas. Por esa razón, recomiendo que se lea y se debatan sus ideas.

Sin embargo, no creo que la lectura del mismo por parte de los habituales antiK pueda ser de mucha utilidad. Todo lo contrario, el libro sólo puede servir para continuar enquistando el fundamentalismo antipopulista que profesan la mayoría de los lectores de La Nación y Clarín.

Una demostración de ello es la respuesta que tuvo hoy el artículo de Luís Majul en el diario de los Mitre. En breve, el artículo mentado sonaba más o menos a rendición. Era un reconocimiento, atragantado, de la derrota cultural que han sufrido los bienpensantes de siempre, debido a los importantes aciertos del actual “modelo. En la última frase, un poco para salvar los papeles, Majul realizó una suerte de admonición a la actual presidenta, pidiendo, como es habitual, un cambio de formas (dialogismo y consenso).

Dicho esto, y habiendo declarado mi entusiasmo con el libro del que estamos tratando, cabe preguntarse quiénes son los destinatarios de la obra. A diferencia de otras escrituras sobre la cuestión, da la impresión que Sarlo escribe especialmente para sus contrincantes políticos.

Intenta decirnos quiénes somos, qué pensamos, cómo lo hacemos. En breve, intenta trazar una suerte de genealogía de nuestra esperanza. Una genealogía que explique nuestro voto de confianza al kichnerismo. Y lo hace, con talento, dibujando las circunstancias y los cálculos que llevaron al ex gobernador de Santa Cruz a convertirse en Presidente de la República y acertar en el tramado y acumulación de poder, a partir de la asunción de un legado “progresista” que, según nos dice la autora, nadie había reclamado como propio hasta el 2003.

Sarlo reconoce, más allá de sus hipótesis de maquiavelismo político, que Néstor Kirchner supo interpretar el momento que vivía la Argentina y asumir un discurso de compromiso con sectores postergados por el Estado, en buena medida, además de la falta de voluntad política, debido a la imposibilidad de movilizar a la ciudadanía detrás de esas banderas, y un contexto internacional que parecía abocado sin desvío a una interpretación postpolítica de la realidad social de aquellos días.

Lo mejor del libro de Sarlo, más allá de su apuesta por un “progresismo” más auténtico, consiste en el intento por tender un puente que permita transitar el abismo, percibido cada vez con mayor acentuación como infranqueable por una parte de la ciudadanía, entre la militancia K y una parte de la oposición que se ha quedado pegada (un poco debido a la estrategia comunicativa del oficialismo, pero también por la llamada funcionalidad a la que esos mismos grupos han sucumbido al apuntarse, con ambigüedades que no resultan exculpatorias, a la carroza del “todo vale” contra el gobierno nacional).

En este sentido, el libro de Sarlo resulta hoy mismo imprescindible. Lo cual no significa que uno coincida con el análisis que realiza sobre algunas cuestiones fundamentales que son cruciales a la hora de marcar el terreno donde nos jugamos el debate. Por ello, de manera preliminar, quisiera ofrecer algunas ideas que ya han aparecido en otras entradas del blog.

En primer lugar, me gustaría decir dos palabras sobre el análisis que realiza sobre los medios de comunicación. Aunque es posible coincidir en algunos aspectos de su crítica en lo que concierne al estilo comunicacional inaugurado por programas como 6-7-8, al que dedica un extenso capítulo, parte de su argumentación insiste en representar el contenido mediático como el producto de una estrategia paranoica, o meramente manipuladora, que insiste en leer la historia de nuestro país (y Latinoamérica en general) de manera conspirativa. Es difícil, sin embargo, pasar por alto la sucesión de fraudes periodísticos a los que nos ha acostumbrado la prensa hegemónica. No voy a enumerar los casos. Me remito a las palabras de Sarlo quien, citando con aprobación a un colega nos dice que es comprensible y prudente no hablar contra la corporación que a uno le paga. En vista a que una buena parte del conflicto gira en torno a la política de medios, la confesión de Sarlo suena más a denuncia encubierta que a justificación.

Aunque es posible (desde cierta perspectiva) aceptar la existencia de una cuota de oportunismo en algunos productores, conductores, actores y contertulios que se han subido a la estrategia gubernamental, parece muy complicador articular una argumentación seria a partir de aquí. Adoptar una estrategia discursiva de estas características no hace más que divertir el núcleo del debate, que no es otro que los hechos puntuales que se denuncian, que en su mayor parte han sido directamente ignorados por eso que llaman “la corpo” mediática.

A esta altura del partido, creer con sinceridad que los grupos mediáticos hegemónicos no se encuentran comprometidos con una agenda política que responde a intereses corporativos que han colaborado en la corrupción de la democracia y amenazan con sustraer a la ciudadanía su poder decisoria es, cuanto menos, grotesco.

Pero no es casual que una intelectual como Sarlo se niegue a reconocer este tipo de evidencia. Como no se ha cansado de repetir el lingüista y activista político Noam Chomsky durante los últimos cincuenta años, aquellos que han ascendido a una posición de privilegio mediático, como en su caso, han aprendido a moverse con destreza dentro del marco en el cual han sido adiestrados a debatir. Aquello que sale de ese marco es interpretado, sencillamente, como algo de lo que no se habla, algo que se ignora rotundamente, algo frente a lo cual nos tenemos que hacer los distraídos.

Por supuesto, frente al éxito cultural del kirchnerismo (siempre frágil, como todo lo que ocurre en los actuales escenarios sociales), no está demás cierta prevensión. Cualquier hegemonía es, de un modo u otro amenazante para la verdad, y es fuente de exclusiones. En parte, porque lo político, es esencialmente una construcción que se funda en cierta forma de exclusión. En parte por conflictos de los que hablaremos internos de los que hablaremos a continuación. Pero ahora mismo, lo que importa es observar la resistencia que las transformaciones culturales están produciendo en los sectores tradicionalmente hegemónicos, que han impuesto, a veces a sangre y fuego, y otras veces con pan y circo, el relato maestro de nuestros imaginarios sociales.

Finalmente, y con el fin de cumplir con la promesa del título, quisiera decir dos cosas sobre algo de lo que ya hablamos en un post anterior y que Sarlo nos ayuda a observar con mayor claridad. Como dijimos hace bien poco, el debate interesante ahora mismo (especialmente en vista a la claudicación paulatina de los aspirantes a la sucesión presidencial) está ocurriendo, veladamente, dentro del mismo “conglomerado” kirchnerista.

Después de una aguda caracterización de lo que Sarlo, siguiendo a la politóloga Chantal Mouffe, llama “la nueva derecha", se pregunta hasta qué punto, aspirantes como Scioli o Massa no se ajustan al modelo que claramente representan políticos como Macri o De Narváez en nuestro país, o Sarkozy y Berlusconi en Europa. Esto le sirve a Sarlo para cuestionar el supuesto “progresismo” de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, aludiendo, más allá de las políticas promovidas, a la sostenibilidad de un hipotético modelo que se encuentra articulado por cuadros que sólo responden a la dirección tomada debido a la capacidad de conducción vertical de sus mentores.

Creo que esta es una discusión interesante a la que debería prestarse debida atención. Por un lado, tenemos los aspectos funcionales, el entramado de poder, que permite continuidad de gobierno a los cuadros formales. Por otro lado, tenemos la orientación ideológica. No cabe duda que, pese a la coherencia que ha tenido en algunos aspectos cruciales de su gestión, especialmente aquellos de contenido fuertemente identitario, el legado kirchnerista es simultáneamente, como afirma Sarlo, fruto de la audacia que llevó a Néstor Kirchner a la recuperación de convicciones para muchos olvidadas, y el cálculo ante los avatares de una nación enfrentada con vivacidad y a veces de manera crispada, a la transformación de sí misma en algo que había soñado ser, pero que siempre se le resistía.

LITERATURA POLÍTICA: Horacio González y James Neilson sobre el Kirchnerismo



En este post voy a referirme a dos libros: Kirchnerismo: una controversia cultural, de Horacio González; y el libro del periodista argentino-escocés (de acuerdo con su propia autodefinición), James Neilson, titulado Los años que vivimos con K. Mi intención no es ofrecer una reseña completa de los libros en cuestión. Lo que me interesa es ejemplificar la "literatura política" que en estos días ocupa un lugar tan destacado en nuestras librerías.

Por lo pronto, se trata de dos libros muy diferentes. En el primer caso, el tratamiento que realiza González sobre Néstor Kirchner y el kirchnerismo se propone como una reflexión sobre la creencia. González se pregunta a sí mismo y nos pregunta a quienes de un modo u otro simpatizamos con el actual gobierno, qué es lo que nos ha llevado a creer. Qué hay detrás de nuestra militancia. Qué es lo que sostiene nuestro convencimiento, pese a la multiplicación de denuncias, las acusaciones del carácter dictatorial del gobierno K, y las reiteradas profecías de catástrofe.

Enfundada en una prosa rica, sinuosa, abierta de manera esmerada a la fluidez de la historia que nos toca vivir. Comprometida con eludir lo meramente panfletario, la estultificación de los contenidos, la reificación de la verdad, González intenta, desde una filosofía de raigambre sociológica, dar respuesta al trasfondo del advenimiento de esa “anomalía argentina”, en palabras de Ricardo Forster, que ha significado para una militancia desilusionada, el advenimiento de Néstor Kirchner.

A través de un análisis cuidadoso del circunstancial y fragmentado ideario de Néstor y Cristina, y una fina sensibilidad para medir las palabras y los gestos, González nos propone regresar al entusiasmo sorpresivo que suscitó en 2003 el recién llegado a la Casa Rosada quien, debido a la traición política de su contrincante, Carlos Menem, debió asumir con el porcentaje cosechado en la primera vuelta electoral. De acuerdo con González, contrariamente a lo que sostienen sus más firmes opositores, el gobierno de Kirchner estuvo marcado desde el comienzo por la fragilidad, pero también por una lucidez. La de entender el don de la fortuna, la inesperada responsabilidad presidencial, como una ocasión para darle la vuelta a una historia que había amenazado con acabar para siempre con los mejores sueños y aspiraciones del pasado.

Pese al evidente talante kirchnerista, la escritura de González avanza con sigilo y de manera serpenteante a través de las ideas y de los hechos que refleja. Detrás de su encomio hay siempre exigencias. No se trata de un cheque en blanco y no siente opacada su creencia política cuando advierte los peligros que toman forma como fantasmas en el foro interno de los responsables directos y los militantes de la actual conducción. El pensamiento de González no puede ser utilizado como panfleto, aunque es un testimonio del compromiso honesto de un intelectual con la comprensión de su tiempo a la luz de sus más firmes convicciones igualitaristas y libertarias.

Muy diferente es el libro de Neilson. Se trata de una escritura apurada, decididamente panfletaria, definida por la inminencia electoral. Desde el principio hasta el final el empeño de Neilson es convencernos que nada bueno hubo en el mandato del matrimonio K. Organizado con aspiración omnicomprensiva de la gestión de ambos mandatarios, Neilson ofrece una ilustración despiada que no le hace asco a la mitología más burda del ideario antiK. Desde el comienzo, nos señala que existe una estrecha semejanza entre el fundamentalismo islamista y el autoritarismo de la pareja presidencial, y a lo largo de los capítulos reitera su estribillo condenatorio aludiendo a las semejanzas con otras dictaduras truculentas que ha conocido la historia. La diferencia con estas, en todo caso, es meramente de grado.

Su intepretación de la historia universal es de una arbitrariedad ofensiva al sentido común. Asistido por la tosca literatura liberal-conservadora de nuestro tiempo, se empeña en hacernos creer que cualquier crítica al status quo es producto de las actitudes rencorosas e irresponsables de los individuos. Como Vargas Llosa, a quien se empeña en citar de tanto en cuando, cree que las desigualdades y las injusticias, cuando conciernen a las sociedades capitalistas libres, son el resultado de la araganería de los pobres y su adictiva fascinación por diversas formas de populismo.

En el imaginario de Neilson, los K son autoritarios, rotundamente inmorales, decididamente ineficientes y peligrosos. Pero no son los únicos. Para Neilson, el mal que ha aquejado a este país desde siempre ha sido haberse creído objeto de una conspiración internacional para saquearlo. Según nos dice, todas las potencias mundiales y organizaciones internacionales se han sentido siempre muy apesadumbradas por los sucesivos fracasos de la economía argentina. Creer lo contrario es fruto de una visión paranoica de la realidad. La solución a los problemas del país, de acuerdo con Neilson, son el ajuste y la apertura irrestricta de los mercados.

Pese a que Neilson insiste en tildar a los K de idealista hasta el punto de acusarlos de ser aficionados a la filosofía de George Berkeley (de acuerdo con el periodista, los K han estado convencidos que bastaba con inventar un buen relato para eludir la dura materialidad de la realidad), la socarronería no ha hecho más que volvérsele en su contra. Un lector atento cae en la cuenta a las pocas páginas que la proeza del escribiente no ha sido otra que sumar ordenadamente, con destreza, los lugares comunes que todos conocemos, lugares comunes a los que todo buen antiK alude a la hora de tomar el té. El mundo que nos describe Neilson es, ahora sí, un mundo inexistente, un mundo que sólo puede concebir un espíritu reduccionista anglosajón, hijo fiel de esa tradición prodigiosa inaugurada por Berkeley, Hume y Locke.

En su relato, todo se reduce a individuos y psicología. La política democrática, para Neilson, no es más ni menos que la ciencia donde se congregan la economía y la ética. Todo lo demás, nos dice con fruición descubridora de otros mediterráneos, no es más que metafísica

Toda mención a las identidades nacionales es interpretada por el heredero escocés como signo de un primitivismo mal curado. Eso le permite mofarse de cualquier reivindicación soberana, lo cual lo lleva a recomendarnos encarecidamente, por nuestro bien, que aceptemos nuestro legado europeo y dejemos de pelearnos con nuestros fantasmas. Para Neilson, la patria es el campo, y la industria un invento populista que tiene los días contados.

Neilson es un neoconservador, que en muchos momentos suena con estridencia un fiel hijo prodigo de la corona. A través de sus páginas se vislumbra con claridad la admiración que le regala a los integrantes del panteón que honran los de su ideología. Pero aún así, Neilson insiste en promover un mundo des-ideologizado, un mundo sin fronteras, un mundo donde los científicos sociales al servicio de las corporaciones (que su relato con fidelidad periodística invisibiliza) determinen el rumbo de la economía, mientras los políticos adoptan un aire moralizante mientras sirven sus funciones notariales.

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