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MÁS ALLÁ DE LA DEFINICIÓN: SOBRE EL FASCISMO Y LA CLAUSURA DEL SENTIDO

 El fascismo no vuelve. En realidad, nunca se ha ido. Cambia de rostro, de léxico y de escenario, pero mantiene intacta su estructura moral: la negación organizada de la alteridad.

Frédéric Lordon publicó recientemente en Le Monde Diplomatique un artículo titulado “Fascismo, una definición” (abril de 2025), en el que propone devolver al término su fuerza conceptual. Frente a quienes lo reducen a una reliquia histórica, o a una caricatura estética —uniformes, brazaletes, desfiles—, Lordon recuerda que el fascismo no es una imagen del pasado, sino una forma recurrente de organización del miedo y de movilización del resentimiento. Su advertencia es imprescindible: sin palabras precisas no hay resistencia posible.

Pero el mérito de su texto no oculta la paradoja que lo atraviesa. Lordon busca definir el fascismo desde dentro del mismo horizonte racional que lo engendra. Cree que una definición puede salvarnos del caos, cuando, tal vez, lo que necesitamos es salir del marco que hace del caos una amenaza. El fascismo no es sólo una crisis política: es el síntoma de una civilización agotada, de una “organización del sentido” que se repliega sobre sí hasta asfixiar todo lo que no cabe en su forma.

Lordon distingue tres elementos: un Estado autoritario que monopoliza la producción simbólica y refuerza la represión; una manipulación de las “angustias identitarias” de los dominados, que vuelven su frustración contra otros aún más dominados; y una doctrina jerárquico-civilizatoria, de tono apocalíptico, que legitima la violencia en nombre de la supervivencia. Es un esquema tan preciso, como inquietante. Describe con exactitud el escenario del presente. Sin embargo, lo decisivo no es la descripción, sino lo que esta revela: el cierre histórico de la racionalidad moderna en torno a sí misma, el enroque ante el fin del relato.

En el primer elemento —el Estado autoritario— se manifiesta la conversión del poder en administración total de la vida. No se trata sólo de control político, sino de captura del pensamiento. Educación, investigación, cultura, medios. El aparato se orienta a la uniformización de todos los criterios del sentido. En nombre de la neutralidad liberal, se impone una despolitización generalizada que hace imposible cualquier juicio exterior al sistema. Lo que aparece como libertad de opinión es, en realidad, una homogeneidad sin fisuras. La clausura del lenguaje adopta la forma distópica de la tolerancia.

El segundo rasgo —la manipulación de las pasiones— es el núcleo afectivo del fascismo. Donde el sufrimiento social podría devenir conciencia, resulta en resentimiento. Las masas heridas son convocadas a recomponerse movilizándose contra un enemigo interior: el migrante, la feminista, el disidente, el pobre —pero también el “comunista”, el “populista”, el “zurdo”. El malestar se vuelve odio y el odio, pertenencia. Esa inversión afectiva —el dolor que se transmuta en exclusión— es el mecanismo que sostiene la maquinaria fascista. No hay ideología que se imponga sin antes haber colonizado el cuerpo y sus emociones.

El tercer rasgo —la doctrina de la amenaza existencial— culmina el proceso. El fascismo es una “teología del miedo” que deriva, casi inevitablemente, en una “teología de la crueldad”. Todo se justifica en nombre de la supervivencia —no de la mera vida, sino de un privilegio imaginario del que se cree despojado—: deportaciones, guerras preventivas, genocidios. La mera vida deja de ser lo que se defiende para convertirse en aquello que se impone frente a la vida del otro, para poder seguir llamándose verdaderamente humana. La humanidad se divide entre quienes merecen vivir humanamente y quienes encarnan el peligro mismo para la vida humana. De ahí su carácter religioso: no hay política más teológica —ni teología más política— que la que decide quién es humano y quién no.

Ahora bien, en este punto conviene dar un paso más allá de Lordon. El fascismo no es un retorno del pasado, sino la persistencia de una lógica civilizatoria: la de un mundo que sólo supo constituirse y afirmarse negando al otro. La modernidad colonial, el racismo estructural y el patriarcado fueron sus laboratorios históricos. Lo que hoy se presenta como “crisis de identidad” liberal es, en realidad, la crisis de un sistema que ha agotado su capacidad de afirmarse mediante el “reconocimiento” y se preserva, cada vez más, en la apoteosis del desprecio moral. Cuando todo lo que es exterior se percibe como amenaza, la historia se convierte en paranoia.

La definición de Lordon puede, por tanto, leerse como el diagnóstico de una razón que se ha vuelto contra sí. Su llamado a pensar el fascismo conceptualmente es legítimo, pero tal vez insuficiente. No basta con definir: hay que desactivar la matriz que produce las condiciones del fascismo. Esa matriz es la clausura del sentido moderno, la pretensión de que el mundo puede comprenderse y gobernarse desde un único centro —sea el Estado, la Nación o el Mercado—. El fascismo no inventa esa clausura: la hereda y la lleva a su extremo.

Frente a ello, la tarea política y ética consiste en derrumbar los muros que pretendidamente nos protegen, pero que en verdad nos aprisionan; sin que ello suponga, en modo alguno, pretender un regreso a la tolerancia liberal —demasiado complaciente con el orden que la engendra—, sino una conversión del sentido. Significa, en un primer nivel, escuchar a los cuerpos y a las voces que la historia ha excluido: los pueblos colonizados, las víctimas de la guerra, los cuerpos explotados o racializados no son los márgenes de la historia, sino su condición de posibilidad. Allí donde la modernidad ve peligro, hay fuente de sentido. Pero también debemos aprender a escuchar a nuestros propios cuerpos que se pudren y se mueren, invisibilizados por una cultura que niega la vida vulnerable, el sufrimiento ontológico y existencial ineludible, en nombre de lo etéreo y lo insignificante.

Nombrar el fascismo es, antes que cualquier otra cosa, una operación ética. Consiste en reconocer que toda clausura frente a la alteridad es el inicio de la barbarie. De nada sirve multiplicar diagnósticos si no se transforma la relación entre saber-conocer y vida, entre política y vulnerabilidad. El antifascismo no puede limitarse a una defensa institucional; ha de convertirse en una forma de sensibilidad lúcida, en una disposición interior a reconocerse afectado y ser afectado.

Lordon tiene razón en que sin definición no hay acción. Pero sin una apertura existencial radical, sin una ontología de la vulnerabilidad, no hay humanidad. El fascismo, en su raíz, es la negación del afuera. Por eso, la resistencia comienza por restaurar ese afuera: por volver a sentir la vida como presencia compartida, por aprender a decir “nosotros” sin borrar la diferencia. Pero también en reconocer que ese “nosotros” es siempre provisional, porque la separación y la muerte nos acechan desde el mismo día en que ingresamos en ese mundo del “nosotros” familiar que hoy nos define.

Tal vez el antifascismo del siglo XXI consista menos en erigir muros conceptuales que en aprender a escuchar el silencio que viene del más allá. Allí donde el poder político grita “amenaza existencial”, comienza el espacio de la responsabilidad. Sin responsabilidad sólo queda el miedo. Y el miedo, como bien sabemos por la historia, siempre termina organizándose en connivencia con la barbarie.

El reciente triunfo electoral de Javier Milei en Argentina, pese a los escándalos de corrupción, a los estallidos de violencia y a un entreguismo colonial ya sin disimulo, confirma hasta qué punto la maquinaria afectiva que Lordon describe está plenamente activa. El resentimiento se ha transformado en programa de gobierno y la crueldad en espectáculo. El mismo dispositivo que moviliza el miedo en Europa bajo consignas xenófobas opera en el Sur global como una sumisión voluntaria a las potencias económicas, acompañada del desprecio de los más débiles. El pueblo, despojado de horizontes, en una guerra de todos contra todos, en una suerte de revival hobbesiano, ha sido inducido a confundir la destrucción creativa con la libertad —la receta es bien conocida—. En esa destrucción creativa, sin miramientos ni escrúpulos, se revela la dimensión global del fascismo contemporáneo: una alianza entre desesperación y cinismo que ya no necesita brazaletes ni marchas, sino pantallas y mercados.

La verdadera pregunta, más urgente que nunca, no es cómo definir el fascismo, sino cómo reaprender a sentir la vida antes de que todo significado haya sido reemplazado por su caricatura digital. Eso significa que el problema ya no está simplemente allí fuera, en las palabras y en las cosas, sino en nosotros, en cada uno de nosotros, como agentes involuntarios de la barbarie. Garantizar que esto no ocurra forma parte de la educación de la militancia del siglo XXI. No podemos enfrentar la barbarie con barbarie, ni someternos a las exigencias de un liberalismo político de cuyo seno emerge cíclicamente eso que llamamos fascismo.

© 2025 Juan Manuel Cincunegui
Creative Commons Attribution–NonCommercial 4.0 International (CC BY-NC 4.0)
Se permite la reproducción citando al autor. No se permite uso comercial.

¿POR QUÉ NECESITAMOS IR DE LA RESISTENCIA A LA RADICALIDAD?



Tal vez ha llegado el momento, después de 11 meses de gobierno de Cambiemos, de dejar de lloriquear por nuestra suerte y comenzar a darle forma a una ofensiva. Obviamente, muchas cosas están peor, otras están muchísimo peor, y otras están horrorosamente mal. Sin embargo, como ocurre siempre, podemos alegrarnos de un puñado de cosas que, contrariamente a lo que pudiera creerse, son verdaderamente importantes como punto de arranque de un programa político radical.

A lo primero que quisiera referirme es al hecho, bastante incontrovertible, por cierto, que el triunfo de la coalición Cambiemos ha sido el detonante de una tensión de larga data dentro del planeta kirchnerista. Especialmente, a partir del momento en el cual Cristina Fernández se hizo cargo de su conducción.

La tensión se daba entonces entre dos líneas diferenciadas que hoy son fácilmente identificables en el Congreso. Por un lado, quienes acompañaron el proceso de recuperación de la Argentina que condujo Néstor Kirchner, pero consideraban necesario un giro a partir del 2011 que regresara al kirchnerista a los titubeos del peronismo más conservador.

Y, por otro lado, quienes apostaban por una radicalización de las políticas redistributivas, e incluso coqueteaban (aunque más no fuera "imaginariamente") con una transformación más profunda de las estructuras económicas de la Argentina, con el fin de confluir en un proyecto de izquierdas latinoamericano que pudiera convertirse en una alternativa real frente al capitalismo neoliberal.

Esta tensión en el interior del movimiento era evidente hace 5 años, y el triunfo de la coalición Cambiemos fue, en su mayor parte, el efecto no deseado de esa tensión subyacente que, a pocas horas del triunfo apretado en las urnas, escenificó un grotesco efecto “panqueque” pocas veces visto en la historia argentina. En vista de esto, uno debería preguntarse qué alternativas tenemos.

Como señalaba hace unos días un historiador de la órbita popular, la palabra “resistencia” es totalmente inadecuada como consigna para la situación presente. Si hace unos años, en pleno enfrentamiento con el poder corporativo, y con las dificultades de trabajar con una tropa propia auto-silenciada de cara a las galerías, pero intimando de manera sospechosa detrás de bambalinas con los antagonistas, parecía un despropósito apostar al radicalismo de izquierda, hoy es imprescindible no dejarse cooptar por el más peligroso de los subterfugios de Cambiemos, el que está llevándonos a una transformación de nuestro paradigma cultural, del cual nos será muy difícil escapar si se arraiga.

Cambiemos está transformando nuestro "mundo", nuestro horizonte de sentido, nuestros rituales y costumbres, llevándonos a su terreno: el de la mercantilización absoluta de todas las esferas de la vida, y haciéndonos cómplices de todas sus vergüenzas, sellando un contrato tácito con la sociedad civil que resultará difícil romper a corto plazo. Frente a esto, cualquier “resistencia conservadora” acaba haciéndole el juego a Cambiemos.

Pero, ¿a qué me refiero cuando hablo de “resistencia conservadora”? Me refiero a todas las posiciones que están adoptando el PJ, el Frente Renovador, la CGT, y el conjunto de movimientos sociales que aceptan el “chantaje democrático” que desde el 10 de diciembre nos impone Cambiemos.

Ese chantaje comenzó con la dramatización de la discontinuidad simbólica de la historia democrática post-dictadura, que se produjo al insertar entre Cristina Fernández y Mauricio Macri un presidente fantasma (Pinedo) que escenificara la posibilidad de una “refundación de la patria”. Había que representar que la presidencia de Mauricio Macri no formaba parte de esa continuidad, y de ese modo (sintomáticamente) se lo asociaba a otros momentos "fundacionales" de nuestro pasados, marcados también por ser rupturas radicales.

Cambiemos llegó al poder con los votos, pero teatralizó un golpe de Estado. Necesitaba hacerlo por la enorme asimetría que se evidenciaba entre un gobierno entrante, fruto de una coalición que confluía en su oposición, que había alcanzado su propósito con un porcentaje mínimo de distancia contra un candidato secundario, y un gobierno saliente que era capaz de llenar la Plaza de Mayor, recibir la expresión de alegría y agradecimiento por parte de su militancia, después de 12 años de ajetreos, avances y retrocesos.
¿En qué consiste el "chantaje democrático"? En dividir el campo político en dos bandos. Uno de los cuales es acusado de atentar contra la democracia por su cuestionamiento ideológico al gobierno entrante, y al hacerlo excluirlo, aislarlo, estigmatizarlo, judicializarlo y reprimirlo para escarmentar y disciplinar a todo el espectro político que se sabe amenazado por el ejercicio arbitrario del poder. La oposición conservadora, por lo tanto, observa desde las gradas en ceremonioso silencio, temiendo caer en la volteada.

En la última semana hemos visto ilustrada esta estrategia de manera desnuda. Primero fue Margarita Stolbizer llamando a una proscripción de su hipotética contrincante electoral, Cristina Fernández, en las próximas elecciones legislativas; y luego advirtiendo: "Cristina no debe regresar de ningún modo en 2019". Es imperativo convertirla en una "muerta civil". A esto siguieron varias solicitadas que circularon en las redes sociales llamando a su proscripción de por vida.

Luego se produjo la escena en Comodoro Py. Patricia Bullrich apostó entre 300 y 500 agentes de seguridad (policías y gendarmes) alrededor del juzgado donde debía presentarse la expresidente, y franco tiradores en las terrazas, como si se tratara de un operativo para custodiar al "Chapo" Guzmán. La escena acabó con represión (algunos legisladores fueron golpeados por la policía), y la expresidenta se bajó del automóvil para interponer su cuerpo entre los militantes y los antidisturbios. El resultado fue una frase que pasará a la historia: “Péguenme a mí, cobardes”.

Sin embargo, todo esto no debería desanimarnos. Ni siquiera una hipotética detención de Cristina Fernández debería hacerlo. A juzgar por la escena anterior, Cristina Fernández ha asumido la posibilidad de su detención y está preparada para afrontarla. Incluso puede que su detención resulte significativa (aunque desde el punto de vista personal el costo sea terrible), como lo es la detención ilegal de Milagros Sala en Jujuy, que ha producido ya la primera denuncia y conminación internacional de Naciones Unidas al gobierno de Mauricio Macri a cumplir sus compromisos con los derechos humanos.

Y digo todo esto, que puede parecer descarnado, porque creo sinceramente que el principal problema que tenemos por delante es cómo dar un paso “más allá” de la resistencia. Porque en la mera resistencia aceptamos (reactivamente) el juego del otro.

Slavoj Zizek recordaba recientemente una anécdota que viene a cuento. En un momento determinado, un periodista le preguntó a Margaret Thatcher cuál había sido su mayor logro, a lo que ella contestó de inmediato: “El nuevo laborismo”. Lo que Margaret Thatcher había logrado era mucho más peligroso y duradero que ganar una elección, había logrado que sus enemigos políticos adoptaran sus políticas económicas básicas, y se atuvieran a las normas que ella había impuesto a todo el campo del lenguaje político.

El verdadero logro del Macrismo no consistirá entonces en su victoria electoral, ni siquiera en la habilidad que tenga a la hora de implementar su programa de ajuste. El verdadero triunfo del macrismo ocurrirá cuando acabe de conquistar nuestros imaginarios sociales fundamentales. Tiene a su favor el "viento de cola" de un neoliberalismo Re-loaded a nivel global, y una ciudadanía cansada y aturdida, lo cual le ha permitido, primero, hacerse con el control del radicalismo, y que ahora está comenzando a convertir en muñecos de ventrílocuo al PJ, el Frente Renovador y a los líderes sindicales de la CGT, quienes discuten los detalles del programa, pero dejan intacto su fondo.

Lo mismo ocurre con los avances culturales que la sociedad argentina logró durante estos años, en los cuales las fuerzas de izquierda y el kirchnerismo convirtieron los derechos humanos en la columna vertebral de nuestra identidad colectiva: apostando por más democracia y más justicia social.

El paradigma de los derechos humanos retrocede en nuestro horizonte cotidiano a pasos agigantados. La retórica macrista los desprestigia, como desprestigia a las organizaciones históricas que hicieron posible su hegemonía en nuestro espacio político durante las últimas décadas. Pero lo que es aún más problemático es que no sólo nuestros antagonistas, sino incluso aquellos a quienes confiamos el liderazgo de nuestros espacios, como ocurre con el Senador Miguel Pichetto, parecen haberse mimetizado con el ideario macrista hasta el punto de expresar a través de sus bocas los más oscuros prejuicios que caracterizan a nuestros enemigos.

LA DESDIBUJADA OROGRAFÍA DE LA GRIETA





Deberíamos preguntarnos: ¿a qué se debe este enorme malentendido entre nosotros, esta grieta profunda que atraviesa toda la historia de nuestro país? Sólo la miopía histórica o el cinismo puede hacer creer a alguien que la última versión de esta pugna protagonizada por el Kirchnerismo es el origen de esta “eterna” disputa identitaria.

Por supuesto, podemos seguir echándonos los trastos a la cabeza los unos a los otros. Y es probable que eso sea lo que tengamos que seguir haciendo durante mucho tiempo.

Primero, porque la pugna entre nosotros es asimétrica. Ha habido anomalías, por supuesto, pero poniendo en la balanza las décadas y los siglos, la violencia de los poderosos (la violencia de las armas, pero también de las palabras cautivas) ha sido la gran triunfadora de la mayoría de las batallas. Y la prueba de ello es la desigualdad, crónica, brutal: la verdadera grieta que caracteriza a nuestra sociedad.

En segundo término, porque la política, mal que nos pese, incluso en el marco de los consensos mínimos, se caracteriza por la pugna agonística entre los contrincantes que escenifican la pluralidad de medios y de fines en una sociedad.

Incluso en casos como el nuestro, después de una década de éxitos notorios, de avances impensables en circunstancias extremas, de festejos genuinos por derechos conquistados, cada uno de esos logros, cada una de esas metas alcanzadas, cada milímetro ganado a la injusticia, puede convertirse en causa de nuestra propia sepultura. Así ocurrió en el '55, en el '76, en el '89, y aquí estamos.

Todo en la vida termina: también el ímpetu de las naciones, y el coraje de los rebeldes.

Por eso, más que nunca, toca hacerle frente a la adversidad con inteligencia. La adversidad requiere, no sólo voluntad y lucidez, sino también imaginación.

De este lado, quien puede dudarlo, están los explotadores, los amos, los victimarios, los opresores. De este otro, los explotados, los esclavos, los excluidos y expulsados, las víctimas, los oprimidos. Ese es el mundo en el que vivimos, el mundo con su grieta de hoy y de siempre. 

Ahora bien, más allá de las banderas políticas, más allá de las siglas partidarias, más allá de los reconocimientos superficiales de los unos y de los otros y las falsas lealtades, hay quienes luchan por una Patria Grande y un mundo más justo que nos incluya a todos.

Hay también quienes sólo piensan en salvar el pellejo o apropiarse de un privilegio a costa de los otros. Es aquí donde la orografía de esa grieta de la que tanto  hemos hablado en estos últimos años resulta ambigua, difícil de dibujar con precisión: los hay  de esta estirpe traicionera en todos lados, a la izquierda y a la derecha de las baterías, en el centro también y más allá. Los egoístas se pasean engreídos entre quienes explícitamente se vanaglorian de ser brutalmente eficientes e inescrupulosos, pero también se camuflan entre los que se resisten a la injusticia. Hay egoístas que pasan de todo y otros que se ufanan de servir a la humanidad. 

En estos días de transición le hemos visto la cara a muchos expresando con sus muecas la ambición que los anima.

Esa es también la historia de nuestra Argentina inmigrante: historia de socialistas convertidos en conservadores, de radicales convertidos en liberales, de peronistas reconvertidos al menemismo y de  dictadores convertidos en demócratas republicanos. Hay parias de todos los colores y de todas las formas.

Es la historia de un país que lucha por encontrarse a sí mismo, darle forma a una identidad más allá del folclore de su fútbol mundialista, su mate y su dulce de leche. Un país que todavía pugna por enumerar el canon de sus próceres. Un país desconsolado ante la paradoja de su retórica fundacional de libertad, igualdad y fraternidad, y sus cíclicas recaídas en la barbarie de la opresión, la explotación y la crueldad. 

Por supuesto, yo elijo a los desposeídos, a los explotados, a las víctimas. No me atraen las astucias y estéticas de los explotadores, ni su moral travestida: ilustrada, católica, budista o posmoderna. Yo no acompaño los proyectos eficientes a costa de la gente, ni los discursos del orden que afilan los instrumentos de la tortura.

Puede que nuestra vida humana sea sólo un instante de inteligencia fortuita en la inmensidad de la nada de un universo inerte y despiadado.

O, quizá, el obsequio de un Dios todopoderoso y bondadoso.

O, tal vez, la oportunidad inconcebible de autoconsciencia en la historia de una evolución azarosa.

Sea cual sea el trasfondo narrativo que contiene nuestro presente, las preguntas que ahora nos conciernen son:
¿Para qué esta vida humana?
¿Para qué la cultura?
¿Para que la política?
Cuando la vida no es solo biología, sino también "construcción colectiva", cultura, política, lo que nos incumbe no es sólo nuestro yo separado, independiente, atrincherado, sino el "nosotros" que nos regala un nombre y un lugar en la historia. 

Desde esta perspectiva, la única política que vale la pena es una política de la inclusión: la política del amor y del "cuidado de sí como cuidado del otro", como condición de posibilidad de la justicia.

El amor y la justicia en términos políticos significa se traducen del siguiente modo:
1. Honrar con el reconocimiento los derechos inalienables de todos.
2. Acogernos mutuamente en nuestra diferencia.
3. Ofrecer las condiciones educativas que nos hagan capaces de restringir nuestras tendencias dañinas, dar sentido a nuestras vidas individualmente y permitirnos servir al bien común.

El cuidado del otro comienza con el reconocimiento del dolor ineludible de la vida (con sus pérdidas y fracasos inherentes), la profundidad de la insatisfacción y la impotencia que nos afecta a todos. En ese contexto, la política se esfuerza por hacer nuestra convivencia pacífica, y construye un marco de libertad y justicia que le permita a nuestra comunidad contribuir con el bien común de la humanidad en su conjunto.

La alternativa a una política de este tipo es aquella que se desentiende de aquellos que se quedan en el camino, o asume su costo a regañadientes, negándose a honrar los derechos a una justa redistribución de la riqueza, apostando enteramente a la eficiencia y al éxito como valores absolutos, sin tomar en cuenta los desequilibrios y la injusticias constitutivas de un sistema que se nutre y agiganta empobreciendo y explotando.

En democracia tenemos (todos) el derecho, pero también la obligación, de juzgar qué políticas expresan el amor y el cuidado que anhelamos, y qué políticas, por el contrario, expresan el espíritu prometeico y suicida que nos está llevando a la desintegración de nuestros lazos de identidad, y a la destrucción de nuestra casa común.

Los argentinos se han puesto en manos de Mauricio Macri y sus asociados. La decisión del pueblo es soberana. El voto popular, sin embargo, no es un cheque en blanco a sus gobernantes. A quienes no lo votamos, se nos exige respeto a la democracia. Lo cual no implica que estemos obligados a silenciar nuestras desavenencias, nuestras críticas a las políticas implementadas, o el rumbo que se le impone al país. El presidente electo, por su parte, debe respetar el parejo balance de las urnas, ceñirse al mandato constitucional y a las instituciones de la República, tal como proclamó con estridencia  durante los años en los cuales actuó como opositor.  

A quienes lo votaron se les exige estar alertas. La democracia no es flor de temporada. Se hace todos los días. La política de la mercadotecnia en la que estamos sumidos nos obliga a precavernos: los envases discursivos no siempre coinciden con los contenidos de las políticas implementadas, y no todo lo que aparece en los periódicos o se anuncia en los grandes medios es palabra santa.

No es hora de juzgar que hizo el kirchnerismo en los últimos doce años.  De hacerlo, lo adecuado es asumir de manera generosa su herencia y actuar en consecuencia. Más allá de las disputas por los gestos y las formas que marcaron la agenda mediática de los últimos años, si contrastamos el presente con el fresco recuerdo de la debacle sabemos que ha sido una etapa de crecimiento, de expansión de derechos, de multiplicación de oportunidades. Entre otras cosas, hemos aprendido a querer la democracia como no supimos quererla durante muchos años, a pensar genuinamente en términos de derechos humanos, a asumir críticamente los discursos políticos y mediáticos, a mirar a nuestros hermanos y hermanas del continente con humildad y cercanía. Hemos dejado atrás la vergüenza de nuestras agachadas y silencios cómplices. Hemos abierto la puerta a la posibilidad (impensable en el 2003) de vivir en un país normal. 


El 10 de diciembre, Mauricio Macri será el nuevo presidente de los argentinos. El Kirchnerismo es la fuerza política que ha conducido al país a la posibilidad de esta transición político-institucional de envergadura. 

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