Este texto se escribe el día de las elecciones presidenciales en Chile. El resultado aún no es conocido. Lo que aquí se examina no depende de ese desenlace, sino de las transformaciones estructurales del sistema político chileno y del contexto internacional en el que se inscriben.
Primera parte
El escenario político chileno ha cambiado de manera significativa durante los últimos años. La posibilidad real de que José Antonio Kast llegue a la presidencia no puede interpretarse como un fenómeno estrictamente electoral. Indica un desplazamiento más profundo que afecta al modelo institucional heredado de la dictadura, al modo en que la transición configuró la gobernabilidad democrática y a la capacidad del sistema político para procesar conflictos estructurales. Este desplazamiento se inscribe además en un entorno internacional caracterizado por tensiones geopolíticas que impactan sobre las opciones políticas disponibles en la región.
La transición chilena estableció un régimen democrático condicionado por enclaves autoritarios: una Constitución diseñada para limitar la acción del gobierno civil, un sistema electoral que favorecía la continuidad de los pactos institucionales y un conjunto de dispositivos destinados a restringir la intervención política sobre el modelo económico. Este diseño produjo una forma de estabilidad basada en el consenso. Las diferencias existían, pero se organizaban dentro de un marco que privilegiaba acuerdos amplios y evitaba modificaciones de fondo. Mientras el crecimiento económico permitió sostener expectativas de movilidad y protección social, este modelo funcionó con relativa eficacia.
El deterioro de las condiciones materiales y la persistencia de desigualdades profundas tensionaron progresivamente este equilibrio. La política de consensos no estaba preparada para abordar conflictos que no podían resolverse mediante negociación. En ese contexto, el estallido social de 2019 reveló que había una parte significativa de la sociedad situada fuera del marco institucional. No se trataba de un déficit de representación ni de una demanda susceptible de canalización mediante procedimientos participativos. Expresaba un desacuerdo estructural sobre el orden político y económico que la transición había consolidado.
La respuesta institucional fue convocar un proceso constituyente. Esta decisión buscaba reconducir el malestar hacia un procedimiento capaz de producir un acuerdo renovado. Sin embargo, la magnitud del conflicto excedía las capacidades del mecanismo. La primera Convención incorporó una diversidad amplia de demandas, pero enfrentó límites derivados tanto de su diseño como de la distancia entre las expectativas sociales y el alcance real del proceso. Su rechazo mostró que el conflicto no podía traducirse sin revisar los fundamentos del modelo de gobernabilidad que había guiado la vida política desde 1990.
El gobierno de Gabriel Boric asumió el poder en medio de este cuadro. Su estrategia se apoyó en el diálogo, el gradualismo y la ampliación de la participación. Esta orientación era coherente con la lógica de la transición, que había interpretado los problemas sociales como déficits de representación o como fallas de comunicación. Pero el conflicto presente no respondía a esa estructura. No era un desacuerdo programático susceptible de ser procesado mediante reforma progresiva, sino una disputa sobre los límites de la acción política, sobre el rol del Estado y sobre la capacidad del sistema para modificar condiciones materiales ampliamente percibidas como injustas.
Las dificultades económicas, la percepción de inseguridad y el deterioro de la confianza en las instituciones reforzaron la idea de que los mecanismos tradicionales carecían de eficacia. En este escenario, Kast emergió como una figura capaz de canalizar la demanda por orden y control. Su discurso no requiere ofrecer un proyecto detallado. Su fuerza proviene de su capacidad para alinearse con una percepción social extendida: que el sistema político no está en condiciones de responder a los problemas cotidianos ni de ofrecer estabilidad en un entorno incierto.
Este fenómeno no es exclusivamente chileno. Se inscribe en un contexto global en el que la rivalidad entre Estados Unidos y China redefine las alianzas, en el que proliferan discursos que privilegian la seguridad sobre la deliberación y en el que proyectos autoritarios han regresado con fuerza en países centrales y periféricos. El ascenso de Javier Milei en Argentina y el retorno de Donald Trump en Estados Unidos muestran que este clima político no es local, sino parte de una reconfiguración más amplia. En este marco, la deriva autoritaria chilena no representa una excepción, sino la convergencia entre condiciones internas y un entorno internacional que favorece opciones orientadas al control.
El punto central es que la democracia chilena enfrenta un límite estructural: su modelo participativo, diseñado para gestionar diferencias moderadas, no puede procesar conflictos que cuestionan el marco institucional en su totalidad. Cuando la participación se concibe como mecanismo de integración y no como reconocimiento de desacuerdos no integrables, pierde capacidad para responder a situaciones en las que el sistema mismo es objeto de disputa. La encrucijada actual no consiste únicamente en determinar quién gobernará, sino en establecer si las instituciones existentes pueden sostener la tensión constitutiva que hace posible la vida democrática.
Segunda parte
Las transformaciones que atraviesan la democracia chilena pueden situarse dentro de un marco teórico más amplio que permite comprender por qué ciertos conflictos no pueden procesarse mediante participación ampliada ni mediante reformas institucionales incrementales. Las teorías contemporáneas del reconocimiento, del desacuerdo y de la representación ofrecen tres modos de aproximarse a esta cuestión. Su contraste ayuda a identificar los límites de los modelos participativos y a precisar las condiciones necesarias para sostener la tensión constitutiva de la vida democrática.
La teoría del reconocimiento, representada de manera destacada por Charles Taylor, parte de la premisa de que las identidades individuales y colectivas requieren validación. La estabilidad social depende de que las instituciones sean capaces de reconocer el valor y la dignidad de los sujetos. En este marco, los conflictos aparecen cuando las prácticas o estructuras vigentes denigran, invisibilizan o subordinan a ciertos grupos. La respuesta consiste en ampliar los mecanismos jurídicos y simbólicos de reconocimiento. Se trata de integrar a quienes han sido excluidos mediante reformas que fortalezcan la igualdad y la participación (Taylor, 1992).
Axel Honneth desarrolla esta perspectiva al sostener que las luchas sociales son luchas por reconocimiento en distintos niveles: afectivo, jurídico y social. Cuando el reconocimiento falla o se distribuye de manera desigual, surgen conflictos que pueden resolverse si el sistema incorpora las demandas de aquellos que han sido vulnerados. Desde este prisma, la democracia se concibe como un proceso continuo de expansión del reconocimiento, en el que la legitimidad proviene de la capacidad del orden institucional para integrar nuevas formas de identidad y reparar injusticias simbólicas (Honneth, 1995).
Este enfoque ha permitido comprender la importancia de la dignidad y de la igualdad en sociedades plurales. No obstante, presenta límites cuando se enfrenta a conflictos que no buscan integración ni ampliación de derechos dentro del marco vigente, sino transformación del marco mismo. En estos casos, el conflicto no surge solo del déficit de reconocimiento. Surge porque la estructura que organiza la vida social distribuye posiciones de manera tal que algunas voces no pueden ser incorporadas sin modificar los criterios que definen quién puede hablar y qué asuntos se consideran relevantes.
Aquí se vuelve pertinente la perspectiva de Jacques Rancière. Para él, la política no surge como proceso de reconocimiento, sino como irrupción de quienes no estaban incluidos en el reparto institucional desde el cual se decide quién pertenece, quién puede intervenir y cuáles son los términos del debate. El desacuerdo no es una diferencia de opinión. Es una ruptura en la distribución de posiciones. La política aparece cuando quienes no tienen parte en el orden existente se presentan como sujetos capaces de intervenir. Este tipo de conflicto no puede resolverse mediante participación ampliada, porque cuestiona la base misma del orden político (1999).
La perspectiva de Nancy Fraser introduce un tercer elemento. Para ella, la injusticia se despliega en tres dimensiones: la desigualdad económica, el menosprecio cultural y la exclusión política. No basta con redistribuir bienes materiales si persisten formas de estigmatización; tampoco es suficiente con ampliar el reconocimiento simbólico si mantienen estructuras de desigualdad; y, sobre todo, no es posible resolver injusticias profundas si el marco que define quién pertenece al demos y quién tiene capacidad de decisión permanece intacto. Fraser subraya que la representación —entendida como la estructura que delimita la comunidad política y organiza su espacio de intervención— es una dimensión central del conflicto contemporáneo (Fraser, 2008).
La integración de estas perspectivas permite comprender un punto fundamental: no todos los conflictos son integrables. Hay situaciones en las que la disputa afecta al propio marco que organiza la vida política. En estos casos, ampliar la participación no es suficiente, porque el conflicto no se sitúa en el nivel de las demandas, sino en el de los criterios que determinan quién puede hacerlas valer (Dussel, 1998; Fanon, 2004; Ambedkar, 2014; Federici, 2004).
Esto conduce a una cuestión más amplia relativa a la democracia. La vida democrática se sostiene sobre una tensión entre individualidad y totalidad. Esta tensión no debe resolverse. Si la totalidad absorbe a las partes, se elimina la autonomía y la diferencia. Si las individualidades se vuelven autosuficientes, se pierde el espacio común. La democracia requiere mantener abiertos ambos polos. Esta apertura es la condición para que exista desacuerdo real y para que posiciones no integrables puedan sostener su lugar.
En el contexto actual, algunas corrientes del pensamiento sistémico, de las ciencias cognitivas y de la inteligencia artificial conciben a los sujetos como nodos de procesos colectivos. Desde este prisma, el conflicto tiende a interpretarse como perturbación del sistema. Si estas categorías se trasladan al campo político de manera directa, el riesgo es reducir la democracia a un problema de coordinación y ajuste. Sin embargo, la democracia no consiste en la preservación de una coherencia sistémica. Consiste en la capacidad de las instituciones para sostener desacuerdos que no se resuelven mediante interacción cooperativa.
El punto crucial es que las diferencias no solo deben poder expresarse. Deben poder modificar el estado de cosas, cuestionar los criterios de decisión y, llegado el caso, sostener una posición que no se deje absorber por el marco vigente. Esta posibilidad es incompatible con modelos que interpretan el conflicto como desajuste o desviación. La democracia exige reconocer la legitimidad de posiciones que no buscan integración, sino revisión del orden.
Este marco teórico permite comprender por qué ciertos conflictos, como los que atraviesa Chile, no pueden procesarse mediante ampliación participativa ni mediante reformas graduales. También permite entender por qué los modelos orientados a la coordinación, la interacción o la regulación sistémica resultan insuficientes para capturar la dimensión estructural de la disputa política contemporánea. La estabilidad democrática depende de instituciones capaces de sostener la tensión constitutiva entre partes y totalidad, y de reconocer la legitimidad de quienes no pueden o no quieren participar en los términos establecidos.
Con este trasfondo teórico, las limitaciones del modelo participativo chileno se comprenden no como anomalías, sino como expresión de la incapacidad del sistema para sostener conflictos que afectan su estructura básica. El desafío no consiste en ampliar la participación, sino en revisar el marco que determina sus posibilidades. Esto requiere pensar la democracia no como un mecanismo de integración, sino como un régimen que reconoce la exterioridad y sostiene la tensión que hace posible la vida común.
Coda dirigida a los enactivistas
La teoría enactivista, en sus diversas formulaciones, surgió parcialmente en el contexto intelectual chileno. Primero con la autopoiesis de Maturana y Varela (1980), luego con la expansión fenomenológica y budista impulsada por Varela, Thompson y Rosch (1991), y más recientemente con los intentos de Di Paolo, De Jaegher y Thompson (2018) por elaborar un enfoque capaz de abordar la dimensión social y política de la vida humana. Esta genealogía otorga al caso chileno un valor particular: el país donde nació la noción de clausura operativa es también el país donde sus límites se vuelven más visibles.
El enactivismo parte de la idea de que los sistemas vivos constituyen su propio dominio de sentido mediante dinámicas de autonomía, acoplamiento y regulación. Esta ontología, fértil para la biología y para la fenomenología, adquiere complejidad adicional cuando se proyecta sobre la vida social. La propuesta de «participatory sense-making» sostiene que las normatividades colectivas emergen de prácticas de coordinación entre agentes autónomos. Bajo esta perspectiva, el conflicto se entiende como desajuste en las dinámicas interactivas, algo que puede ser corregido mediante reconfiguración o ampliación de la participación.
Sin embargo, cuando se analizan situaciones políticas concretas —como el estallido social chileno de 2019, la persistencia de desigualdades estructurales o la actual polarización— resulta evidente que muchos conflictos no pueden describirse como fallas de coordinación. Son expresiones de estructuras históricas que no se ajustan porque fueron diseñadas para no hacerlo. El conflicto no surge de la interacción, sino de la posición que ciertos actores ocupan en una arquitectura institucional que distribuye las posibilidades de acción de manera desigual. En estos casos, la autonomía no es recíproca y la participación no constituye un espacio común.
El marco enactivista enfrenta aquí un límite ontológico. Su noción de clausura operativa tiende a disolver la exterioridad. La relación con el entorno —biológico o social— aparece siempre mediada por las dinámicas internas del sistema. Cuando esta idea se traslada a la política, el resultado es una tendencia a interpretar las tensiones sociales como perturbaciones internas que deben ser reabsorbidas mediante ajustes en la interacción. Esta neutralización del conflicto impide reconocer la existencia de posiciones que no pueden ser integradas sin alterar los fundamentos del orden vigente.
La democracia, sin embargo, requiere exactamente lo contrario. Necesita instituciones capaces de sostener la tensión entre totalidad e individualidad, así como la presencia de sujetos que no buscan ser integrados en los términos existentes. La política aparece cuando quienes no tienen parte interrumpen el marco vigente y obligan a reconsiderar los criterios de pertenencia. Esta exterioridad —ética, material, histórica— no puede ser reducida a una dinámica de coordinación sin perder su significado.
Los intentos recientes de los enactivistas por abordar la dimensión social, especialmente en Linguistic Bodies, elaboran una teoría según la cual la normatividad surge del ajuste entre cuerpos lingüísticos que co-constituyen sus mundos. Aunque esta propuesta describe con precisión fenómenos de interacción cotidiana, presenta dificultades cuando se enfrenta a conflictos estructurales. La presuposición de un horizonte lingüístico compartido es insostenible allí donde el problema político consiste precisamente en que no existe lenguaje común posible dentro del marco vigente.
El caso chileno muestra esta insuficiencia con claridad. La protesta social de 2019 no buscaba integración ni ajuste. Señalaba la existencia de una exterioridad que no podía traducirse sin transformar la arquitectura institucional establecida. La respuesta no podía consistir en ampliar la participación, porque el conflicto afectaba a los criterios que definían quién podía participar y en qué condiciones. El enactivismo, tal como está formulado, carece de una ontología adecuada para reconocer estos fenómenos.
El desafío teórico es evidente: si el enactivismo pretende ofrecer un marco para comprender la vida social, debe abandonar la suposición de que el sentido es siempre co-constitutivo y reconocer que existen conflictos en los que no hay coordinación posible. La autonomía puede ser asimétrica. La normatividad puede ser impuesta. La exterioridad no es un déficit de interacción, sino una condición irreductible de la vida política.
Si el enactivismo no incorpora esta dimensión, seguirá siendo útil para describir dinámicas cooperativas, pero permanecerá inoperante frente a situaciones políticas reales como las que hoy atraviesan Chile y buena parte del mundo. La democracia exige una ontología del conflicto que reconozca la posibilidad de sujetos no integrables. Esta exigencia es incompatible con un modelo que entiende la vida social únicamente como coordinación y ajuste. Una reconsideración profunda de los presupuestos ontológicos del paradigma es necesaria si se pretende que tenga alcance más allá del ámbito fenomenológico y biológico.
Bibliografía
Ambedkar, B. R. (1936/2014). Annihilation of Caste (A. Roy, Ed.). Navayana.
Di Paolo, E. A., Cuffari, E., & De Jaegher, H. (2018). Linguistic Bodies: The Continuity Between Life and Language. MIT Press.
Cincunegui, J. M. (2019). Miseria planificada. Derechos humanos y neoliberalismo. Dado Ediciones.
Cincunegui, J. M. (2024). Mente y política. Dialéctica y realismo desde la perspectiva de la liberación. Dado Ediciones.
Cincunegui, J. M. (2026). La vida en la historia. Más allá de la biología, la fenomenología y las ciencias cognitivas. (En prensa).
Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión. Trotta.
Fanon, F. (1961/2004). The Wretched of the Earth. Grove Press.
Federici, S. (2004). Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation. Autonomedia.
Fraser, N. (2008). Scales of Justice: Reimagining Political Space in a Globalizing World. Polity Press.
Honneth, A. (1995). The Struggle for Recognition: The Moral Grammar of Social Conflicts. MIT Press.
Maturana, H., & Varela, F. J. (1980). Autopoiesis and Cognition: The Realization of the Living. D. Reidel.
Rancière, J. (1999). Disagreement: Politics and Philosophy. University of Minnesota Press.
Taylor, C. (1992). Multiculturalism and “The Politics of Recognition”. Princeton University Press.
Varela, F. J., Thompson, E., & Rosch, E. (1991). The Embodied Mind: Cognitive Science and Human Experience. MIT Press.
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