¿QUÉ HACER?

 Una entrevista con el filósofo Juan Manuel Cincunegui, autor de «Miseria planificada: Derechos humanos y neoliberalismo» (Dado Ediciones, 2019)

Por Josu Azcona Latasa

El colapso de la globalización neoliberal ha dado paso a una nueva era de fragmentación y competencia imperial. En este mundo «posglobal», las antiguas categorías del pensamiento político y filosófico resultan insuficientes para captar la magnitud del cambio. Los derechos humanos, concebidos como un lenguaje universal de emancipación, han perdido su poder movilizador, cooptados por las estructuras de poder y transformados en instrumentos de gobernanza más que de resistencia. Mientras tanto, el pensamiento político contemporáneo parece atrapado entre dos extremos: un relativismo paralizante que disuelve cualquier horizonte normativo y un cientificismo determinista que reduce la agencia humana a meros mecanismos biopolíticos. Este escenario ha allanado el camino para un conservadurismo reaccionario, que canaliza el malestar social a través de narrativas autoritarias y excluyentes.

En este contexto, el filósofo Juan Manuel Cincunegui ha desarrollado un diagnóstico crítico del presente, integrando dimensiones políticas, epistemológicas y existenciales. En sus libros Miseria Planificada: Derechos Humanos y Neoliberalismo (Madrid: Dado Ediciones, 2019) y Mente y Política: Dialéctica y Realismo desde la Perspectiva de la Liberación (Madrid: Dado Ediciones, 2024), sostiene que la crisis que enfrentamos no es solo política o institucional, sino también una crisis del pensamiento mismo: de las formas en que el pensamiento crítico ha sido absorbido por las mismas estructuras de poder que debería cuestionar.

Hablamos con él sobre la era posglobal, el colapso de la democracia formal, la crisis de los derechos humanos como dispositivo de legitimación del orden neoliberal y el problema del burocratismo como una estructura que paraliza la acción política y bloquea la imaginación de alternativas. Discutimos la necesidad de recuperar una filosofía de la liberación que no solo desafíe la lógica de la globalización y la exclusión, sino que también explore nuevas estrategias de resistencia que nos permitan salir de las órbitas de confrontación predeterminadas y abrir espacios donde lo inesperado pueda emerger. Todo esto en un contexto donde el pensamiento crítico se enfrenta al reto de reinventarse en un mundo donde el horizonte de universalidad parece haberse desmoronado.

El fin de la globalización neoliberal y los derechos humanos transnacionales

Tus dos últimos libros parecen responder al mismo diagnóstico del presente, pero desde ángulos distintos. ¿Cómo definirías el momento actual?

Estamos en una era posglobal, un momento en el que la globalización neoliberal ya no es el horizonte inevitable de la política y la economía. Hasta hace algunos años, se asumía que el mundo avanzaba hacia una integración creciente, con mercados libres, democracia liberal y derechos humanos como lenguajes universales.

Eso ha colapsado. La globalización ha dado paso a un mundo de fragmentación y competencia imperial, donde los Estados han recuperado un papel central y las grandes potencias —Estados Unidos, China, Rusia, la Unión Europea, India, Brasil— compiten por consolidar sus esferas de influencia.

Este cambio ha desorientado tanto a la derecha como a la izquierda. La derecha, que durante décadas defendió los mercados libres, ahora se inclina hacia el proteccionismo y el nacionalismo. La izquierda, que se había acomodado a la idea de que los derechos humanos y el orden internacional eran herramientas de justicia, ahora enfrenta un escenario en el que esas instituciones han sido absorbidas por las estructuras de poder global.

Este es el punto de partida de mis últimos dos libros: analizar cómo esta transformación ha reconfigurado la política y el pensamiento crítico, y qué posibilidades quedan para la emancipación en este nuevo escenario.

En Miseria Planificada, argumentas que los derechos humanos han sido cooptados por el neoliberalismo. ¿Cómo ocurrió esto?

El problema de los derechos humanos es que fueron diseñados para operar dentro del sistema, no en su contra. Desde los años 70, su institucionalización ha coincidido con la expansión del neoliberalismo, y en lugar de desafiar las estructuras de poder, se han convertido en una herramienta para gestionar la miseria dentro de los márgenes permitidos por el sistema.

Esto se hizo evidente en los años 90: los derechos humanos se presentaban como el lenguaje moral de la globalización, pero en la práctica se usaban para justificar guerras, intervenciones económicas y sanciones que beneficiaban a las potencias occidentales.

Ahora que este orden global está en crisis, los derechos humanos caen con él. Por un lado, han perdido legitimidad entre amplios sectores de la población, que los ven como un discurso burocrático sin impacto real. Por otro lado, la extrema derecha ha sabido apropiarse del descontento público y presentar los derechos humanos como una herramienta de las élites globalistas.

El desafío es desligar los derechos humanos del orden neoliberal y reconstruirlos como un lenguaje de lucha, no como un instrumento de gestión del poder.

Pero en Mente y Política amplías esta crítica y preguntas cómo ha sido posible esta captura ideológica. ¿Cómo se vincula la crisis de los derechos humanos con una crisis epistemológica?

Porque el problema no es solo político, sino también epistemológico. Nos han convencido de que no hay alternativa al sistema porque hemos aceptado marcos de pensamiento que bloquean la posibilidad de imaginar algo distinto.

En las últimas décadas, hemos oscilado entre dos extremos igualmente paralizantes. Por un lado, el relativismo posmoderno nos dice que todo es una construcción discursiva, que no hay estructuras reales que podamos transformar. Por otro lado, el cientificismo determinista nos reduce a meros engranajes de sistemas impersonales, sin agencia real.

Ambas posiciones han debilitado nuestra capacidad de pensar la transformación. Si todo es solo un relato infundado, la lucha política no es más que un juego de palabras. Y si todo está determinado por estructuras inmutables, la acción política es inútil.

Lo que propongo en Mente y Política es recuperar una dialéctica realista, que reconozca la existencia de estructuras materiales que moldean nuestras vidas, pero que también entienda que estas estructuras no son absolutas y pueden transformarse.

En la era posglobal, pensar la emancipación significa reconstruir una filosofía de la liberación que no sea solo política, sino también epistemológica y existencial.

En el libro tomas la noción de exterioridad de Enrique Dussel y la desarrollas contrastando el concepto de «figuras del límite» con «figuras de la liberación». ¿Cómo funciona esta idea en tu diagnóstico del presente?

El pensamiento moderno siempre ha operado bajo la idea de «totalidad», el supuesto de que el mundo puede entenderse como un sistema cerrado. Desde Hegel hasta el marxismo vulgar, esta lógica ha dominado nuestra forma de pensar la historia y la política.

Pero el problema de la idea de totalidad es que borra la posibilidad de exterioridad. Si todo está determinado desde dentro del sistema, ¿de dónde puede surgir la transformación? Hoy, esta lógica de la totalidad ha alcanzado su apoteosis epistemológica con la inteligencia artificial, y su traducción sociopolítica en el feudalismo tecnológico del que habla Yannis Varoufakis.

Dussel nos muestra que la verdadera crítica no proviene desde dentro de la totalidad, sino desde los márgenes, desde aquellos sujetos que han sido excluidos de su lógica. En Mente y Política, desarrollo esta idea contrastando el concepto de «figuras del límite» —un concepto negativo que señala instancias que no encajan dentro de la estructura dominante pero cuya mera existencia la desestabiliza— con las «figuras de la liberación», que nos invitan a imaginar otro mundo posible.

Un ejemplo de una figura del límite se encuentra en lo que Wendy Brown describe como «Estados amurallados»: entidades políticas que, mientras afirman protegernos de amenazas externas, simultáneamente nos convierten en prisioneros de su propia lógica de clausura y exclusión. Estas estructuras no resuelven las contradicciones del sistema; más bien, exponen sus límites al revelar la imposibilidad de alcanzar la seguridad y soberanía que prometen.

En contraste, las figuras de la liberación emergen en espacios que apuntan hacia una imaginación y una acción comunitaria alternativa. Ejemplo de ello son las experiencias comunitarias —religiosas o no religiosas— que, en lugar de alterar directamente las estructuras del capitalismo y la burocracia, crean espacios de solidaridad donde otro mundo se vuelve imaginable. Estas experiencias sugieren formas de organizar la vida más allá de las restricciones impuestas por la racionalidad mercantil y burocrática, abriendo fisuras en el sistema a través de prácticas que encarnan valores y relaciones sociales diferentes.

En este sentido, la idea de exterioridad no es solo una cuestión estructural y política, sino también epistemológica e incluso existencial. Como ha mostrado Charles Taylor en su análisis de la modernidad secular, el marco inmanente —es decir, la estructura cerrada y autosuficiente de significado que caracteriza la modernidad— tiende a oscurecer la posibilidad de la trascendencia. Sin embargo, mantener este marco abierto a la trascendencia es crucial para resistir el cierre del significado impuesto por las ideologías dominantes.

Por lo tanto, si queremos una transformación política y económica de nuestras formas de vida, necesitamos nuevas maneras de comprendernos a nosotros mismos y al mundo, lo que implica estar abiertos a lo inesperado, a aquello que está más allá de lo conocido.

Así, pensar la liberación en la era posglobal no significa solo rechazar sistemas políticos y económicos cerrados, sino también resistir clausuras epistémicas y existenciales, manteniendo abierta la posibilidad de formas alternativas de ser, conocer y actuar. Implica dejar de buscar soluciones dentro de los marcos tradicionales y, en su lugar, aprender a pensar desde la exterioridad, desde las fracturas que disrumpen la totalidad y permiten que surjan nuevos horizontes.

La consolidación de Estados amurallados en todo el mundo y el surgimiento de nuevos imperialismos son respuestas puramente negativas ante los malestares producidos por el propio orden moderno-capitalista. No ofrecen alternativas reales, sino que refuerzan las mismas estructuras de dominación contra las que pretenden protegernos. Nuestra propia supervivencia depende de nuestra capacidad para ir más allá de estas respuestas reaccionarias, para imaginar y poner en práctica formas de vida que no estén dictadas por el miedo, el control o la exclusión, sino por nuevas posibilidades de liberación.

La crisis de las democracias liberales

Dado el colapso del horizonte de la globalización neoliberal y la crisis de legitimidad de sus formas institucionales, ¿cómo ves el futuro de nuestra democracia? ¿Cuál sería, a tu entender, la estrategia política que debemos adoptar?

Es difícil imaginar en este momento una respuesta electoral viable. Tampoco parece posible lograr un consenso amplio que no esté marcado o influenciado por el impulso de la agenda reaccionaria. Las fuerzas reaccionarias han sabido capitalizar el fracaso de la democracia formal y han entendido que la verdadera disputa no es solo electoral o institucional, sino cultural y simbólica. No buscan simplemente gestionar el orden existente, sino una reconfiguración institucional de raíz, lo que les permite operar con una visión estratégica más amplia que sus adversarios.

Han logrado construir un sentido común alternativo, sustentado tanto en una crítica, legítima a mi entender, a la tecnocracia neoliberal, como en un aparato mediático-tecnológico que refuerza esta nueva hegemonía cultural y política. Esta batalla cultural no es un fenómeno espontáneo, sino el resultado de una intervención sistemática en los imaginarios colectivos, donde los marcos de referencia neoliberales han sido desplazados por narrativas autoritarias que ofrecen certezas frente a la crisis del orden liberal.

Frente a este escenario, la estrategia no puede depender únicamente de alternativas electorales, ni del intento vano de recuperar las instituciones tal como las concebimos, ya que estas últimas han sido vaciadas de contenido democrático real. El problema del burocratismo es central en este sentido.

¿A qué te refieres con «burocratismo»?

Cuando hablo de burocratismo, no me refiero solo a la existencia de trámites o regulaciones, sino a una lógica de gestión que ha invadido todas las esferas de la vida y que ha vaciado de contenido la política, la democracia y hasta la propia experiencia humana. Es lo que ocurre cuando las instituciones dejan de estar al servicio de la sociedad y se convierten en estructuras cerradas que funcionan más para autopreservarse que para resolver problemas reales. Es lo que pasa cuando la democracia ya no es un espacio de disputa y decisión, sino un entramado de reglas y procedimientos diseñados para que nada cambie, donde cada problema se gestiona sin que nunca se resuelva.

El burocratismo ha convertido la política en una administración de lo posible, donde los gobiernos ya no gobiernan, sino que gestionan lo que el mercado o las instituciones supranacionales les permiten. Se toman decisiones en comités técnicos, en despachos cerrados, en reuniones con expertos que no responden ante nadie, mientras la ciudadanía apenas juega el papel de espectador. No hay deliberación real, no hay margen para la transformación, solo una maquinaria que mantiene el sistema en funcionamiento, aunque ese sistema esté en ruinas.

Pero esta lógica no solo atraviesa la política, sino que también se ha vuelto el modelo organizativo del capitalismo contemporáneo. Lejos de ser un mercado libre, el capitalismo de hoy funciona como una gigantesca burocracia privada, donde los bancos, las corporaciones y las plataformas digitales establecen sus propias normativas y procesos, muchas veces más rígidos y opacos que los de cualquier Estado. El feudalismo tecnológico, como lo llama Varoufakis, es eso: un sistema de control basado en algoritmos, plataformas y burocracias invisibles que regulan nuestra vida sin que podamos intervenir en ellas. Hoy no tenemos soberanía sobre nuestra economía ni sobre nuestra información; todo pasa por estructuras de poder que nadie eligió y que se presentan como inevitables.

Lo mismo ocurre en el mundo del conocimiento. El pensamiento crítico ha sido sofocado por métricas, índices de impacto y normativas administrativas que han convertido la producción de ideas en una carrera de acreditaciones y publicaciones. No importa qué se piensa o qué se descubre, sino cuántos papers publicas, en qué revistas y con cuántas citas. Las universidades, que deberían ser espacios de pensamiento libre y formación crítica, se han transformado en fábricas de datos donde la reflexión está subordinada a procedimientos burocráticos.

Y esto se refleja también en la vida cotidiana. Cada vez más trámites, más regulaciones, más protocolos absurdos que convierten cualquier actividad en un proceso interminable. Pedir un turno médico, resolver un problema con un banco, incluso hacer una compra online—todo está mediado por formularios, contraseñas, contratos llenos de letra chica y respuestas automáticas que no solucionan nada. Es un modelo de organización que consume nuestro tiempo, nuestra energía y nuestra paciencia, y que, al final del día, solo genera frustración y desamparo.

Pero lo más peligroso del burocratismo es que despolitiza y paraliza. Cuando todo se reduce a procesos administrativos, la gente deja de creer que es posible cambiar algo, deja de ver la política como un espacio de transformación y empieza a buscar salidas en discursos más radicales, en quienes prometen romper con todo. Y ahí es donde entran las fuerzas reaccionarias. Han sabido canalizar la rabia contra este sistema inoperante y convertirla en una ofensiva contra la democracia misma. La gente está harta de que todo sea un trámite sin sentido, de que cada problema se disuelva en un mar de procedimientos sin resultados, y es ahí donde el discurso autoritario encuentra terreno fértil.

¿Eso significa que debemos abandonar la contienda electoral?

No, lo que significa es que tenemos que reconocer que una renovación democrática a esta altura exige mucho más que un triunfo electoral de las llamadas «fuerzas progresistas». En primer lugar, hoy la izquierda y la derecha operan en el mismo espacio de sentido, aunque sus órbitas parezcan radicalmente opuestas. De hecho, operan en una misma órbita, y por ello están necesariamente destinadas a colisionar. Lo que necesitamos entender es que tenemos que salir de esta órbita, que debemos dejar de operar dentro de este espacio aparentemente predeterminado.

Por ese motivo, como decía más arriba, es imprescindible que busquemos respuestas en lo desconocido. Déjame que te cuente una historia. A comienzos de la década de 1990 tuve la fortuna de conocer a los tibetanos en McLeod Ganj, India. Compartí con ellos, y con muchos occidentales conversos al budismo, casi diez años de mi vida. Conoces la historia, seguramente. En la década de 1960, una gran ola de exiliados tibetanos migró a Nepal, India y los países occidentales con la invasión china de Tíbet que trajo consigo el exilio del Dalai Lama.

Lo que más me sorprendió de ese exilio fue la decisión de las autoridades religiosas tibetanas. Se dieron cuenta de que no podían luchar contra las fuerzas chinas, de modo que se concentraron en preservar su tradición. No es que dejaran de denunciar la invasión y los abusos de la ocupación, que fue, por cierto, brutal, pero el corazón de su trabajo como exiliados fue convertir la cultura religiosa tibetana en su fuerza y sustento.

Aquí lo que me interesa remarcar es el modo en el cual una derrota puede servir para reformular una identidad, eludiendo el peligro de ser cooptado por nuestros antagonistas y enemigos al ser forzados a adoptar su propia lógica. Es un poco lo que ocurre con artes marciales como el yudo: en lugar de enfrentarse directamente a la fuerza del adversario, se aprende a redirigir su energía, aprovechando su propio impulso para desestabilizarlo. Para ello, es imprescindible renunciar a responder frontalmente al ataque y, en cambio, encontrar un punto de apoyo en su propia fuerza para hacer que caiga por su propio peso.

¿No crees que este llamado al repliegue puede interpretarse como una apuesta resignada frente a una derrota en toda regla?

No, en absoluto. Lo primero que tenemos que entender es que estamos operando en el tiempo, en la historia. No somos los primeros ni seremos los últimos en enfrentarnos a ciclos de regresión y progreso, y si algo nos enseña la historia es que la derrota solo es definitiva para quien la acepta como tal. La idea de repliegue no es un acto de resignación, sino una estrategia consciente. No se trata de abandonar la lucha, sino de no malgastarla en un terreno donde estamos en desventaja absoluta.

En segundo término, el sufrimiento no se reducirá porque reaccionemos con desesperación, con gestos vacíos o con enfrentamientos que solo refuerzan la lógica del enemigo. No necesitamos más respuestas viscerales, sino racionalidad estratégica. Tenemos que seguir cultivando la forma democrática en la construcción de sentido, manteniendo viva la posibilidad de otros horizontes sin perder de vista el sentido último que inspira nuestra concepción de la vida y la política. No es solo una cuestión de resistencia, sino de preservación y regeneración.

Y tercero, debemos asumir que nuestras identidades políticas no son fijas, que la historia es un proceso abierto y que los roles pueden cambiar. Los enemigos de hoy pueden ser aliados mañana, del mismo modo que los aliados pueden volverse traidores. La historia nos lo muestra una y otra vez. En la tradición cristiana, Pablo de Tarso pasó de ser perseguidor de cristianos a uno de sus principales apóstoles, mientras que Judas Iscariote, que estuvo entre los más cercanos, terminó traicionando. Esto nos obliga a pensar la política con mayor complejidad, más allá de oposiciones rígidas y relatos simplistas.

Por eso, el repliegue no es una renuncia ni una capitulación. Es una forma de resistencia estratégica que busca evitar ser absorbidos por la lógica de confrontación que nos impone el adversario. No es una retirada sin más, sino la construcción de un espacio donde podamos recuperar fuerza, claridad y sentido, para volver con mayor profundidad y capacidad de transformación cuando el momento lo exija.

La «batalla cultural»

Para terminar, me gustaría que comentaras la idea que han planteado algunos analistas, como Pérez-Reverte entre otros muchos, de que la deriva autoritaria que estamos viviendo es, en gran medida, una reacción a una década de wokismo. Se argumenta que el exceso de corrección política, la radicalización de las luchas identitarias y la intolerancia al disenso dentro de ciertos espacios progresistas han generado un clima de polarización que ha terminado por fortalecer las respuestas reaccionarias. ¿Crees que esta lectura es acertada, o estamos ante un fenómeno más complejo?

No, creo que un análisis de este tipo es superficial y peca de una suerte de idealismo culturalista, es decir, de la idea de que los cambios históricos están determinados exclusivamente por transformaciones en el ámbito de las ideas, sin considerar las condiciones materiales que los hacen posibles. Creer que la deriva autoritaria es el resultado directo de eso que llamamos wokismo supone desconocer los factores estructurales y materiales que han moldeado la crisis actual, reduciendo un fenómeno complejo a una mera reacción cultural sin atender a las dinámicas económicas, políticas y sociales que han generado este escenario.

Si por wokismo entendemos un conjunto de movimientos identitarios que han centrado su activismo en la interseccionalidad y la política de reconocimiento, entonces es cierto que su presencia en el debate público ha sido significativa. Sin embargo, reducir la crisis democrática a una reacción contra estos movimientos es una simplificación extrema.

Lo que estamos viviendo no es solo un ajuste cultural, sino un reacomodo estructural del capitalismo global. La deriva autoritaria no surge simplemente como un rechazo al wokismo, sino como una respuesta a la descomposición del orden neoliberal, a la incapacidad de las instituciones democráticas para canalizar el malestar social y al ascenso de nuevas formas de poder económico y tecnológico que buscan redefinir las reglas del juego.

Como ha ocurrido con los regímenes de derechos humanos, el problema no es únicamente la radicalidad de ciertas luchas identitarias, sino su asociación con el establishment neoliberal, que ha instrumentalizado estas reivindicaciones mientras consolidaba un modelo económico excluyente. Este vínculo ha convertido al wokismo en un blanco fácil para la reacción, al ser percibido no como una fuerza de transformación social, sino como un dispositivo legitimador del statu quo. Nancy Fraser advirtió sobre esto hace casi una década al hablar del «progresismo neoliberal», es decir, un progresismo que enarbola causas culturales mientras sostiene la lógica de acumulación del capital, generando un profundo rechazo en sectores que han visto frustradas sus expectativas económicas y políticas.

Por supuesto, hay una parte de verdad en la teorización de estos autores. No cabe duda de que la polarización es real y atraviesa profundamente el orden social. Sin embargo, cuando el conflicto se reduce únicamente a cuestiones culturales e identitarias, sin considerar su dimensión material, se vuelve ineficaz e incluso funcional al sistema. La fragmentación de la lucha política en identidades aisladas impide construir un proyecto de transformación estructural, facilitando que el neoliberalismo incorpore demandas simbólicas sin alterar las relaciones de poder económico.

Un ejemplo claro de esto es el «capitalismo woke», donde grandes corporaciones adoptan discursos progresistas sobre diversidad e inclusión mientras mantienen prácticas económicas explotadoras. Empresas que celebran el mes del orgullo con campañas publicitarias, pero al mismo tiempo precarizan a sus trabajadores, tercerizan su producción en países con condiciones laborales inhumanas y evaden impuestos. Esto demuestra que la reivindicación de derechos sin un cuestionamiento del sistema económico puede ser fácilmente asimilada y neutralizada por el mercado.

Esto no significa que género y raza no sean cuestiones fundamentales. Lo son, y deben ser abordadas con toda su complejidad. Pero si se tratan de forma desligada de las estructuras económicas que las perpetúan, corren el riesgo de convertirse en demandas domesticadas, absorbidas por el mercado y utilizadas como herramientas de legitimación del sistema. La cuestión central no es sustituir unas luchas por otras, sino comprender cómo las desigualdades de género, raza y clase están entrelazadas y se refuerzan mutuamente.

Más que oponer una lucha a otra, lo que se necesita es una perspectiva que permita entender la relación entre estas opresiones y construir un horizonte político que no solo responda a la exclusión simbólica, sino también a las condiciones materiales que la sostienen. Esta es la perspectiva marxista en su mejor versión: no una visión reduccionista de la clase como única estructura de dominación, sino una herramienta para comprender cómo las desigualdades sistémicas se entrecruzan y se refuerzan dentro del capitalismo.

Por lo tanto, el wokismo no puede interpretarse como la causa sustancial del giro autoritario. A lo sumo, es un elemento cultural más dentro de un proceso mucho más amplio, cuyo origen real se encuentra en la crisis estructural del capitalismo global y en la crisis de legitimidad que atraviesan las instituciones liberales, cada vez más desacreditadas y percibidas como instrumentos que protegen intereses corporativos y tecnocráticos en lugar de representar a la ciudadanía.

La reacción contra el wokismo no es causal, sino sintomática; es decir, refleja un malestar más profundo que ha encontrado en estos discursos una excusa conveniente, pero que en realidad está ligado a la incapacidad institucional para gestionar la creciente incertidumbre social. Esta crisis no es meramente de gobernabilidad, sino el resultado de un proceso en el que el propio liberalismo ha erosionado su legitimidad al desligarse de cualquier horizonte de justicia material y al priorizar la estabilidad del mercado sobre la democracia.

En este contexto, la deriva autoritaria no es simplemente una reacción cultural, sino una reestructuración del orden político para administrar un capitalismo en crisis, donde el control social y la represión suplen la falta de respuestas materiales para las mayorías.

Como señala la pensadora marxista Ellen Meiksins Wood, si las democracias liberales realmente existentes han sido los vehículos institucionales del capitalismo neoliberal, entonces una crisis de este último supone necesariamente una crisis de las democracias liberales. Dicho de otro modo, la quiebra del modelo económico que sustentaba el consenso liberal no solo ha deslegitimado el proyecto neoliberal, sino que ha arrastrado consigo a las instituciones democráticas que lo administraban. La creciente deriva autoritaria es menos una reacción a los excesos de los movimientos progresistas y más el efecto de un reacomodo estructural, en el que el Estado se reconfigura para gestionar una crisis sistémica que no puede resolverse dentro de los marcos tradicionales de la gobernabilidad liberal.

O, para decirlo de otro modo, si el wokismo fuera realmente el factor clave, entonces deberíamos poder explicar fenómenos como el giro mercantilista y proteccionista, el resurgimiento del nacionalismo económico o el desmantelamiento del Estado social en función de su influencia. Pero ¿qué relación tiene el wokismo con los nuevos aranceles, la guerra comercial entre China y Estados Unidos, o el avance de los conglomerados tecnológicos en la regulación de nuestras vidas? Ninguna. Estos procesos obedecen a dinámicas estructurales mucho más profundas, vinculadas a la crisis del capitalismo global y a la reconfiguración del poder en la era posneoliberal.

El relato de que «el wokismo provocó el autoritarismo» es, en el mejor de los casos, una distracción conveniente, y en el peor, una coartada ideológica que desvía la atención de las verdaderas fuerzas económicas y políticas que están moldeando el mundo posglobal. En lugar de analizar las fracturas reales del capitalismo contemporáneo, se nos ofrece una narrativa que culpa a las luchas culturales por una crisis que tiene raíces mucho más profundas.

«Pese a todo, el futuro aún está en nuestras manos»

Para terminar, me gustaría que reflexionaras sobre «lo que viene después». Dada la profundidad de la crisis actual—del capitalismo, de la democracia, e incluso de los marcos mismos con los que damos sentido al mundo—¿qué crees que se necesita para salir de este estancamiento? ¿Qué tipo de transformaciones intelectuales, políticas y éticas serían necesarias para imaginar y construir un horizonte diferente?

Primero, creo que debemos tomarnos en serio los desafíos que plantea la extrema derecha, o como queramos llamarla. No basta con descartarla como un simple fenómeno irracional, una manipulación mediática o un resurgimiento de fuerzas reaccionarias del pasado. Necesitamos entender por qué su discurso resuena tan profundamente en una parte significativa de la población. Esto significa identificar qué elementos de verdad hay en su narrativa, qué malestares y frustraciones está canalizando. La extrema derecha capitaliza problemas reales: la erosión de la representación democrática, la precariedad de la vida bajo el neoliberalismo, la desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía. Si nos negamos a reconocer esto, quedaremos atrapados en una condena moralista que no hace nada por contrarrestar su atractivo.

Segundo, creo que es evidente que la solución no puede ser volver al orden anterior. La agenda progresista neoliberal está muerta, para bien o para mal. Intentar revivir el gobierno tecnocrático, el globalismo basado en el mercado y el liberalismo institucional que dominaron las últimas décadas no solo es inviable, sino que también es indeseable. Ese modelo no resolvió las crisis materiales y existenciales que afectan a la mayoría de la población y, de hecho, contribuyó a generar las condiciones del actual giro autoritario.

El desafío no es restaurar un consenso roto, sino forjar uno nuevo, uno que supere las contradicciones del neoliberalismo y las insuficiencias de sus justificaciones progresistas. Esto implica repensar la democracia, la economía y la vida en común de una manera que no sea solo una reacción defensiva ante la extrema derecha, sino una auténtica reimaginación de lo que podría ser un mundo justo y habitable. La crisis de legitimidad que enfrentamos no es solo sobre las instituciones, sino sobre el fracaso de un sistema político y económico para proporcionar sentido, seguridad y dignidad.

Tercero, esto nos lleva al punto más difícil. La seguridad, la dignidad y el sentido, en términos absolutos, no están a nuestra disposición dentro de un marco inmanente cerrado. La modernidad tardía ha convertido la seguridad en un bien escaso: la inestabilidad económica, la precarización del trabajo, el colapso ecológico y el giro autoritario han generado un estado de incertidumbre permanente, donde la sensación de desprotección es cada vez más profunda. Pero la crisis no se detiene ahí. No basta con garantizar la seguridad si la dignidad se ve erosionada. Un mundo en el que las personas son tratadas como medios y no como fines, donde los individuos son reducidos a su función dentro del mercado o de la burocracia, es un mundo que ha perdido el reconocimiento del valor intrínseco de la existencia humana.

Sin embargo, incluso si se restauraran ciertas condiciones de seguridad y dignidad, la crisis del sentido persistiría. No se trata solo de aceptar los límites de nuestra existencia, nuestra finitud y la incertidumbre que nos define, sino de abrirnos a lo desconocido, de permitir que nos interpele aquello que aún no podemos comprender. La crisis de sentido que atraviesa nuestra época no es simplemente una falta de relatos colectivos, sino la incapacidad del propio sistema para ofrecer algo que trascienda su lógica interna. Se trata, entonces, de responder a la invitación de una novedad radical, de una posibilidad que no está determinada por el presente ni atrapada en la racionalidad instrumental que nos ha traído hasta aquí.

Abrirse al otro significa reconocer nuestra vida más allá de nosotros mismos, su continuidad más allá de nuestro tiempo y nuestro mundo. Y abrirse a lo otro—al más allá de esta vida—es abrirse a la posibilidad de otra vida, de otro horizonte, de otro sentido aún por descubrir.

En definitiva, una civilización como la nuestra, que tiene en sus manos tanto su propia autodestrucción como la de otras especies que habitan este hermoso planeta, debe comenzar por asumir su propia finitud. Sin esta conciencia, seguimos avanzando hacia un posible colapso nuclear o medioambiental, guiados por la ilusión de que podemos sostener indefinidamente nuestro modelo de dominio y expansión. Pero reconocer nuestra finitud no es rendirse, ni resignarse al declive, sino aceptar que el futuro no nos pertenece en exclusiva, que nuestra historia es solo una parte dentro de una trama más amplia, donde otras formas de vida y otros tiempos futuros se despliegan con independencia de nuestra voluntad.

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Juan Manuel Cincunegui es Licenciado y Doctor en Filosofía por la Universitat Ramon Llull, Doctor en Ciudadanía y Derechos Humanos por la Universitat de Barcelona, y Doctor en Sociología por la Universitat de Barcelona. Es autor de Miseria planificada: Derechos humanos y neoliberalismo (Madrid: Dado Ediciones, 2019) y Mente y política: Dialéctica y realismo desde la perspectiva de la liberación (Madrid: Dado Ediciones, 2024), y Constelaciones de la identidad. Charles Taylor y sus interlocutores (en prensa).

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