Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía política. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Filosofía política. Mostrar todas las entradas

MÁS ALLÁ DE LA DEFINICIÓN: SOBRE EL FASCISMO Y LA CLAUSURA DEL SENTIDO

 El fascismo no vuelve. En realidad, nunca se ha ido. Cambia de rostro, de léxico y de escenario, pero mantiene intacta su estructura moral: la negación organizada de la alteridad.

Frédéric Lordon publicó recientemente en Le Monde Diplomatique un artículo titulado “Fascismo, una definición” (abril de 2025), en el que propone devolver al término su fuerza conceptual. Frente a quienes lo reducen a una reliquia histórica, o a una caricatura estética —uniformes, brazaletes, desfiles—, Lordon recuerda que el fascismo no es una imagen del pasado, sino una forma recurrente de organización del miedo y de movilización del resentimiento. Su advertencia es imprescindible: sin palabras precisas no hay resistencia posible.

Pero el mérito de su texto no oculta la paradoja que lo atraviesa. Lordon busca definir el fascismo desde dentro del mismo horizonte racional que lo engendra. Cree que una definición puede salvarnos del caos, cuando, tal vez, lo que necesitamos es salir del marco que hace del caos una amenaza. El fascismo no es sólo una crisis política: es el síntoma de una civilización agotada, de una “organización del sentido” que se repliega sobre sí hasta asfixiar todo lo que no cabe en su forma.

Lordon distingue tres elementos: un Estado autoritario que monopoliza la producción simbólica y refuerza la represión; una manipulación de las “angustias identitarias” de los dominados, que vuelven su frustración contra otros aún más dominados; y una doctrina jerárquico-civilizatoria, de tono apocalíptico, que legitima la violencia en nombre de la supervivencia. Es un esquema tan preciso, como inquietante. Describe con exactitud el escenario del presente. Sin embargo, lo decisivo no es la descripción, sino lo que esta revela: el cierre histórico de la racionalidad moderna en torno a sí misma, el enroque ante el fin del relato.

En el primer elemento —el Estado autoritario— se manifiesta la conversión del poder en administración total de la vida. No se trata sólo de control político, sino de captura del pensamiento. Educación, investigación, cultura, medios. El aparato se orienta a la uniformización de todos los criterios del sentido. En nombre de la neutralidad liberal, se impone una despolitización generalizada que hace imposible cualquier juicio exterior al sistema. Lo que aparece como libertad de opinión es, en realidad, una homogeneidad sin fisuras. La clausura del lenguaje adopta la forma distópica de la tolerancia.

El segundo rasgo —la manipulación de las pasiones— es el núcleo afectivo del fascismo. Donde el sufrimiento social podría devenir conciencia, resulta en resentimiento. Las masas heridas son convocadas a recomponerse movilizándose contra un enemigo interior: el migrante, la feminista, el disidente, el pobre —pero también el “comunista”, el “populista”, el “zurdo”. El malestar se vuelve odio y el odio, pertenencia. Esa inversión afectiva —el dolor que se transmuta en exclusión— es el mecanismo que sostiene la maquinaria fascista. No hay ideología que se imponga sin antes haber colonizado el cuerpo y sus emociones.

El tercer rasgo —la doctrina de la amenaza existencial— culmina el proceso. El fascismo es una “teología del miedo” que deriva, casi inevitablemente, en una “teología de la crueldad”. Todo se justifica en nombre de la supervivencia —no de la mera vida, sino de un privilegio imaginario del que se cree despojado—: deportaciones, guerras preventivas, genocidios. La mera vida deja de ser lo que se defiende para convertirse en aquello que se impone frente a la vida del otro, para poder seguir llamándose verdaderamente humana. La humanidad se divide entre quienes merecen vivir humanamente y quienes encarnan el peligro mismo para la vida humana. De ahí su carácter religioso: no hay política más teológica —ni teología más política— que la que decide quién es humano y quién no.

Ahora bien, en este punto conviene dar un paso más allá de Lordon. El fascismo no es un retorno del pasado, sino la persistencia de una lógica civilizatoria: la de un mundo que sólo supo constituirse y afirmarse negando al otro. La modernidad colonial, el racismo estructural y el patriarcado fueron sus laboratorios históricos. Lo que hoy se presenta como “crisis de identidad” liberal es, en realidad, la crisis de un sistema que ha agotado su capacidad de afirmarse mediante el “reconocimiento” y se preserva, cada vez más, en la apoteosis del desprecio moral. Cuando todo lo que es exterior se percibe como amenaza, la historia se convierte en paranoia.

La definición de Lordon puede, por tanto, leerse como el diagnóstico de una razón que se ha vuelto contra sí. Su llamado a pensar el fascismo conceptualmente es legítimo, pero tal vez insuficiente. No basta con definir: hay que desactivar la matriz que produce las condiciones del fascismo. Esa matriz es la clausura del sentido moderno, la pretensión de que el mundo puede comprenderse y gobernarse desde un único centro —sea el Estado, la Nación o el Mercado—. El fascismo no inventa esa clausura: la hereda y la lleva a su extremo.

Frente a ello, la tarea política y ética consiste en derrumbar los muros que pretendidamente nos protegen, pero que en verdad nos aprisionan; sin que ello suponga, en modo alguno, pretender un regreso a la tolerancia liberal —demasiado complaciente con el orden que la engendra—, sino una conversión del sentido. Significa, en un primer nivel, escuchar a los cuerpos y a las voces que la historia ha excluido: los pueblos colonizados, las víctimas de la guerra, los cuerpos explotados o racializados no son los márgenes de la historia, sino su condición de posibilidad. Allí donde la modernidad ve peligro, hay fuente de sentido. Pero también debemos aprender a escuchar a nuestros propios cuerpos que se pudren y se mueren, invisibilizados por una cultura que niega la vida vulnerable, el sufrimiento ontológico y existencial ineludible, en nombre de lo etéreo y lo insignificante.

Nombrar el fascismo es, antes que cualquier otra cosa, una operación ética. Consiste en reconocer que toda clausura frente a la alteridad es el inicio de la barbarie. De nada sirve multiplicar diagnósticos si no se transforma la relación entre saber-conocer y vida, entre política y vulnerabilidad. El antifascismo no puede limitarse a una defensa institucional; ha de convertirse en una forma de sensibilidad lúcida, en una disposición interior a reconocerse afectado y ser afectado.

Lordon tiene razón en que sin definición no hay acción. Pero sin una apertura existencial radical, sin una ontología de la vulnerabilidad, no hay humanidad. El fascismo, en su raíz, es la negación del afuera. Por eso, la resistencia comienza por restaurar ese afuera: por volver a sentir la vida como presencia compartida, por aprender a decir “nosotros” sin borrar la diferencia. Pero también en reconocer que ese “nosotros” es siempre provisional, porque la separación y la muerte nos acechan desde el mismo día en que ingresamos en ese mundo del “nosotros” familiar que hoy nos define.

Tal vez el antifascismo del siglo XXI consista menos en erigir muros conceptuales que en aprender a escuchar el silencio que viene del más allá. Allí donde el poder político grita “amenaza existencial”, comienza el espacio de la responsabilidad. Sin responsabilidad sólo queda el miedo. Y el miedo, como bien sabemos por la historia, siempre termina organizándose en connivencia con la barbarie.

El reciente triunfo electoral de Javier Milei en Argentina, pese a los escándalos de corrupción, a los estallidos de violencia y a un entreguismo colonial ya sin disimulo, confirma hasta qué punto la maquinaria afectiva que Lordon describe está plenamente activa. El resentimiento se ha transformado en programa de gobierno y la crueldad en espectáculo. El mismo dispositivo que moviliza el miedo en Europa bajo consignas xenófobas opera en el Sur global como una sumisión voluntaria a las potencias económicas, acompañada del desprecio de los más débiles. El pueblo, despojado de horizontes, en una guerra de todos contra todos, en una suerte de revival hobbesiano, ha sido inducido a confundir la destrucción creativa con la libertad —la receta es bien conocida—. En esa destrucción creativa, sin miramientos ni escrúpulos, se revela la dimensión global del fascismo contemporáneo: una alianza entre desesperación y cinismo que ya no necesita brazaletes ni marchas, sino pantallas y mercados.

La verdadera pregunta, más urgente que nunca, no es cómo definir el fascismo, sino cómo reaprender a sentir la vida antes de que todo significado haya sido reemplazado por su caricatura digital. Eso significa que el problema ya no está simplemente allí fuera, en las palabras y en las cosas, sino en nosotros, en cada uno de nosotros, como agentes involuntarios de la barbarie. Garantizar que esto no ocurra forma parte de la educación de la militancia del siglo XXI. No podemos enfrentar la barbarie con barbarie, ni someternos a las exigencias de un liberalismo político de cuyo seno emerge cíclicamente eso que llamamos fascismo.

© 2025 Juan Manuel Cincunegui
Creative Commons Attribution–NonCommercial 4.0 International (CC BY-NC 4.0)
Se permite la reproducción citando al autor. No se permite uso comercial.

"STAND STILL": ZIZEK Y LA REVOLUCIÓN CUBANA


En una entrevista concedida a la televisión rusa, el filósofo esloveno Slavoj Zizek volvió a intervenir en el debate público golpeando el panal de abejas.

La razón por la cual lo entrevistaron fue para que ofreciera algún pensamiento acerca de la muerte del líder cubano, Fidel Castro, y el futuro de Cuba. Zizek prefirió unirse al coro de detractores de la Revolución, y marcar la ocasión con el desprecio.

Haciendo caso omiso del entrevistador, se preguntaba Zizek a sí mismo: “Seamos honestos, ¿qué ha hecho la Revolución en el ámbito de la cultura, la economía o la política en los últimos años?”, e inmediatamente se respondía: nada, o prácticamente nada, no ha podido crear nada nuevo (y eso, nos confiesa Zizek, le molesta enormemente). Según Zizek, Cuba es un país que se encuentra a la espera, "las calles están rotas y los edificios demacrados" - o algo por el estilo - un país que se auto-justifica sufriendo.

El problema con estas ideas es que resultan muy familiares. Mi vecina, una jubilada catalana que viaja tres o cuatro veces al año a diferentes lugares del mundo con los ahorros de su jubilación, llegó [unos días antes de la muerte de Fidel] de La Habana. Cuando le preguntamos qué pensaba de todo aquello, la buena mujer nos dijo algo semejante a lo que expresó Zizek en la conferencia como si estuviera ofreciendo un descubrimiento asombroso: "las calles están rotas y los edificios demacrados". "Pero la gente es majísima - agrega la señora - aunque los médicos que encontré en el malecón me dijeron que no podían comprarse unas zapatillas Nike."

El problema es, justamente, que la mejor respuesta a Zizek no puede ser una respuesta marxista, la cual erraría completamente el blanco. La respuesta solo puede ser "teológica". Porque si hay algo que podemos ponderar de la Revolución cubana y de lo que vino  después (50 años de vida cotidiana) es su profunda devoción a “San Benito”: oración y trabajo. 


Lo que podemos admirar de esa Cuba tan despreciada "por sus calles rotas y sus edificios demacrados", es justamente la paciencia. Y, con ella, la firme decisión de preservar ciertos “valores” socialistas que la revolución conservadora, primero; la derrota del comunismo soviético, después; la apuesta hiper-capitalista china, a continuación; y el triunfo de los posmodernismos de derecha y de izquierda al  estilo Zizek (pese a su renuencia a aceptarlo) que allanaron el camino para el triunfo del neoliberalismo, amenazaban con liquidar. 

En las últimas cinco décadas, hemos visto de qué manera el mundo se tropezaba con una serie de promesas que acabaron siendo, no sólo un callejón sin salida, sino el detonante de una serie de amenazas que ahora se asoman como insuperables (cambio climático, desigualdad extrema y exclusión, guerra fratricida y amenaza nuclear, retorno de los totalitarismo y los genocidios étnicos, etc.)


Y al contrario de lo que nos dice Zizek, Cuba supo construir una alternativa visible y viable (pese a sus límites, en buena parte debidos a su realidad constitutiva: es una pequeña isla sin petróleo en el Caribe, cuyo fracaso fue largamente anunciado y que, sin embargo, sobrevivió cincuenta largos años de ataques feroces de toda la comunidad internacional). Una alternativa que no encajaba con un sistema que, bien mirado, se ha ido comiendo muchos de los logros sociales que se ganaron con sangre, sudor y lágrimas durante los últimos dos siglos, o que se encuentran en franco retroceso, incluso los logros civiles y políticos, sociales y económicos, que surgieron como fruto obligado del sufrimiento colectivo que produjo la Segunda Guerra Mundial en Europa. 


Jean-Paul Sartre y Ernesto "Che" Guevara

Preguntarse acerca de lo que hizo y lo que no hizo la Revolución cubana, sin prestar atención a la realidad geopolítica de la isla y el contexto histórico en el cual la Revolución cubana (y todo lo que vino después) permitía y no permitía [fácticamente] es una forma grosera de ignorancia o de muy mala fe.

El otro tema que aparece en la entrevista gira en torno al juego de palabras que despliega Zizek, con el cual pretende asociar a la Revolución cubana con una suerte de "castración" del pueblo cubano, que necesitaba un líder llamado "Castro" para llevarla a cabo. Castro y castración, dice Zizek con muy mal gusto, y el desprecio hacia un pueblo que juzga "idiota". 


¡¿Qué decir sobre esta pasión "lacaniana" de Zizek en este caso?! Cuanto menos, que si estuviera siendo fiel a Lacán, su prosa lacaniana tiene profundas limitaciones. Poco más puede agregarse al respecto. 

Por eso me vuelvo a la teología para hablar de su compulsión (siguiéndole el juego psicoanalítico) para mostrarle su incapacidad de entender eso que él mismo define tan bien: el arte del "stand still" (quedarse quieto o estarse quieto), que sólo puede practicar quien ha llegado al final de un camino y comprende lo Real de suyo, que Zizek siempre acaba eludiendo a través de su imaginario conceptual compulsivo. 

Porque si el "fidelismo" fue un "stand still" (quedarse quieto, estarse quieto) ante una realidad que amenazaba con su aniquilación. También fue la fidelidad a una promesa: la de no renunciar a la Revolución. Por eso, diría yo, contra Zizek que, más que asociar la Revolución con el "Castro" de la castración, deberíamos asociarla a la fidelidad a la justicia social, a un humanismo universalista que el talante posmoderno de zizek es incapaz de aceptar o siquiera entender. Quizá, como señalan algunos filósofos de la liberación latinoamericana, como Dussel o incluso Castro Gómez, en Zizek anida un eurocentrismo, que el mismo se ha encargado de bordar sobre las charreteras de su uniforme teatral.

Finalmente, me gustaría detenerme en la pasión de Zizek por la novedad. Aquí es donde es más evidente el límite de su retórica posmodernista. Y es en Walter Benjamin (y en la noción de Baudelaire de la moda, y la gravedad de la frivolidad) donde podemos encontrar la clave para interpretar su compulsión. 


Porque si hay algo que caracteriza a Zizek, eso es la "repetición", el "eterno retorno" de sus textos. Pero, entiéndase bien, aquí repetición es hastío, enmascarado en su forma novedad-entretenimiento. Zizek es un filósofo-entretenimiento, un filósofo de moda y a la moda. Y la moda tiene eso, es la eterna repetición del hastío, enmascarado en la pretensión de la novedad. Y ese es su límite, y la clave de su éxito comercial. Lo que lo lleva a ser tan exitoso es justamente el poder hacer creer a sus lectores que están ante algo extraordinariamente novedoso.

Ahora bien, esa es justamente la caracterización que hace Baudelaire a la hora de definir la "decadencia burguesa". Y esta es la decadencia contra la cual Benjamin arremete en su obra, adoptando una perspectiva mesiánica que consiste, justamente, en reconocer en el origen (la Revelación), su horizonte de sentido (la Revolución). 

Ese reconocimiento, esa promesa, se traduce en una espera extraordinariamente inteligente, en la preservación (aquí es donde entra San Benito: oración y trabajo) de aquello que es amenazado con ser desaparecido en la oscuridad.  

En este sentido, la Revolución cubana tuvo y tiene una suerte de "carácter monacal", el cual Zizek confunde con "castración". Lo que olvida Zizek es la transmutación que produjo la Revolución en el pueblo cubano: el goce de una castidad militante y utópica. Y aquí la castidad es lo opuesto a la castración. La castidad es una contención inteligente y devota frente a la compulsión, que en el caso del discurso, se traduce en la capacidad de reservarnos de la verbalización desbocado, del acto masturbatorio de "hablar por hablar". Obviamente: una revolución anticapitalista debe ser casta, inteligente y devota. La inteligencia consiste en de-contruir el fetiche. La devoción es a la libertad. 

Pero no quisiera que esta entrada se entendiera como un argumento ad hominem contra Zizek. Su estilo y su inteligencia nos ha llenado de alegría a muchos de nosotros. Sin embargo, su compulsión es su síntoma; y su impaciencia, una muestra clara de que su prosa “revolucionaria” no deja de ser una pose sin consecuencia alguna más allá de las fronteras de las marquesinas de las grandes avenidas de las metrópolis del primer mundo y los chismorreos académicos de quienes se cruzan con las divas y los divos de Hollywood. 


En los tiempos que corren, y ante las amenazas, el sufrimiento evidente que nos rodea, y el desconcierto reinante, ese “stant still” que produjo la Revolución cubana es una virtud; y la compulsión de Zizek, su búsqueda incesante de novedad, "más de lo mismo". 


ANEXO

¿Por qué incluir una foto de Sartre y del Che? Quizá porque hay que pensar el exabrupto de Zizek a la luz de otros debates en los cuales participaron intelectuales y militantes sociales y políticos. 

Por ese motivo esta entrada podría haberse titulado, quizá: "Zizek y los intelectuales orgánicos", pero las circunstancias le impusieron otro título. 

Mi tentación, en este anexo, es agregar otra pareja de intelectuales-militantes que reflejan esta disputa en el corazón de la izquierda. 

Por ese motivo, agrego al final un documento audiovisual muy querido, en línea con las últimas "discordias" protagonizadas por Zizek.  Esta vez con Noam Chomsky, con quien el filósofo de Luibliana ha mantenido recientemente una curiosa (lacanianamente hablando) confrontación adolescente. 

Recordamos, entonces, a la manera de un "cortocircuito" - como diría el propio Zizek, aquel extraordinario debate entre Noam Chomsky y Michel Foucault, en torno a la naturaleza humana y el sentido de la justicia, en donde se evidencian los límites del intelecto, y los sacrificios que impone la lucha por la justicia en el mundo real.  




MISIÓN IMPOSIBLE: MÁS ALLÁ DE LA CRÍTICA INMANENTE

  Una ficción banal puede iluminar la arquitectura del pensamiento social contemporáneo. La saga Misión Imposible pertenece a ese tipo de...