5 abr 2022

TALANTES FILOSÓFICOS

Sobre el realismo y el antirrealismo

 

 

Introducción

 

Uno de los debates filosóficos más encendidos del momento gira en torno a cuestiones relativas a lo real y respecto al acceso al mismo – es decir, acerca de la verdad. Fenómenos en la esfera pública como la llamada «posverdad» le otorgan al debate una apariencia de manifiesta actualidad. Lo cierto, sin embargo, es que en este caso estamos hablando de un tema que está en el origen de la filosofía misma, que, hasta cierto punto, define el marco de la filosofía teórica, y pone las bases para cualquier discusión en la esfera de la filosofía práctica. 

 

En los últimos años, primero a partir de mis estudios en torno a la obra de Charles Taylor y Alasdair MacIntyre, y posteriormente, en mi esfuerzo por comprender a los llamados «nuevos realistas» (Quentin Meillassoux, Graham Harman, Maurizio Ferraris y Markus Gabriel) y sus críticas al posmodernismo, me he inclinado, con cada vez más empeño, por presentar mi especulación filosófica en términos «realistas». Esto es especialmente significativo teniendo en cuenta que mi formación filosófica no es solo occidental, sino también oriental (he pasado los últimos treinta años de mi vida familiarizándome con la tradición inaugurada por el pandita indio Nāgārjuna y sus seguidores tibetanos). En este contexto, he llegado, contra una extensa bibliografía académica y de divulgación, a interpretar a Nāgārjuna como un «realista consumado», en contraposición a muchos autores que tienden a leerlo como un antirrealista. 



El marco y el debate


Lo primero que quisiera advertir en esta nota es que mi aproximación al problema que tenemos entre manos no es partisana. Es cierto que, en apariencia, este tipo de debates suelen presentarse de ese modo, como una competencia deportiva (o incluso guerrera), pero mi defensa circunstancial de realistas o antirrealistas no tiene el objetivo de legitimar una escuela por sobre otra, o afianzar la autoridad intelectual de una «iglesia». Es justo reconocer que en general los debates filosóficos se plantean de ese modo, o adoptan dicha apariencia, pero esto está muy lejos del ideal filosófico que epitomizan Sócrates y sus discípulos. A mi modo de ver, el carácter «agonista» de la discusión filosófica tiene más que ver con la vinculación entre filosofía teórica y filosofía práctica (tema al que volveré más abajo), es decir, con las posibles consecuencias en cada circunstancia histórica de adoptar una posición realista o antirrealista para la ética y la política, que con la cuestión teórica en sí misma. 

 

En el la filosofía budista, como hemos señalado, existen paralelismos estrechos y semejanzas en las posiciones defendidas a los que en nuestras latitudes académicas definimos en el marco del debate realismo vs. antirrealismo. En el caso de la tradición inaugurada por Nāgārjuna, como he señalado, todo el andamiaje de su argumentación está organizado en función de dar respuesta a las posturas antirrealistas de quienes le antecedieron en el debate, en el marco de un rechazo primario a cualquier forma de realismo esencialista. A diferencia de otros intérpretes, yo juzgo la labor de Nāgārjuna como la de un realista consumado, que ha sido capaz de «recuperar el realismo», integrando las objeciones y descubrimientos antirrealistas de sus contrincantes en el debate en el seno de su propia tradición. 

 

De manera semejante, en la filosofía occidental contemporánea, deberíamos leer el giro realista de las últimas décadas como un correctivo. Por lo tanto, no creo que debamos tirar por la borda los descubrimientos antirrealistas de la posmodernidad, ni de quienes inspiraron en la historia de las ideas el giro antirrealista. Muy por el contrario, nuestra tarea es profundizar dichos descubrimientos, llevándolos hasta sus últimas consecuencias. Por mi parte, considero que, como defenderé en una entrada futura, los argumentos antirrealistas conducen, si uno tiene temor a errar, como decía Hegel, a un realismo radical, que es lo opuesto al realismo especialista, pero igualmente se opone al antirrealismo nihilista al que estamos acostumbrados. 

 

Puestos a pensar, de inmediato caemos en la cuenta de que las etiquetas «realismo» y «antirealismo» son meras convencionalidades. Sabemos (porque así lo demuestran las ciencias naturales modernas y contemporáneas, y así lo han mostrado las ciencias sociales también) que no existe una realidad sólida «allí fuera» que pueda aprehenderse de una vez para siempre. No sólo porque nuestro aparato perceptivo-cognitivo es limitado, sino porque la realidad misma es un tipo de «sustancia» compleja, que se despliega dialéctica, procesualmente, y está constituida de manera interdependiente. Este es, en síntesis, el problema que debemos resolver: (1) por un lado, tenemos la certeza de que no hay «una realidad sólida, concreta, objetiva, a la que podamos tener acceso de una vez para siempre; (2) por el otro lado, que en buena medida nosotros somos copartícipes en la construcción de eso que llamamos «la realidad» a través de nuestra propia actividad como seres vivientes, cognoscentes. No obstante, ¿significan (1) y (2) que (3) no hay realidad alguna, que todo es «mera» construcción humana, cultural, individual, y que, por ello, (4) incluso si hubiera una realidad no-humana, nunca podríamos tener acceso a ella porque todo acceso está mediado ineludiblemente por nuestras representaciones?  

 

Quizá lo que hemos hecho al adoptar argumentos antirrealistas es refutar ciertas visiones inadecuadas de la realidad, sin que ello suponga en modo alguno refutar lo real de suyo. 


Por otro lado, hemos argumentado contra la posibilidad de acceder directamente, de manera no mediada a través del conocimiento representacional a lo real de suyo, pero hemos dejado intacto y para futura exploración, la posibilidad de un acceso «no representacional». 


Qué puede querer decir «acceder de manera no representacional» a lo real de suyo es algo que deberemos explorar con detalle en el futuro. Baste, por el momento, recordar que la alternativa no pasa por una mera crítica a la subjetividad, sino que exige la afirmación de una subjetividad encarnada para la cual toda representación emerge a posteriori de un contacto directo con lo real, o si se quiere, más radicalmente, el ojo y lo que el ojo ve forman ambos parte de lo real de suyo aún en los casos en los que, aplicando un sofisticado dispositivo cognitiva, somos capaces de mirar el mundo desde la tercera persona

 

«La comunidad que viene»

 

Lo anterior es sólo un aspecto del problema que enfrentamos, relativo exclusivamente a la dimensión teorética del mismo. Pero esta dimensión está ineludiblemente engranada en nuestra vida humana con el aspecto práctico del problema. Con ello me refiero, en última instancia, a la vinculación inevitable entre epistemología y política. 

 

Una admirable historiadora marxista explicaba esta vinculación del siguiente modo. Cuando al leer a los clásicos de la filosofía política moderna (especialmente) nos encontramos con un pasaje oscuro que exige clarificación, tal vez la respuesta a nuestras dudas no la encontraremos en los mismos textos políticos del autor, sino en el tipo de posiciones que él defiende en el ámbito de la epistemología, la filosofía de la mente, o en su teoría de la identidad. De igual modo, cuando en la lectura de los textos teoréticos encontramos un pasaje oscuro, tal vez la mejor clarificación la encontraremos en su teoría práctica, en su ética o filosofía política. 

 

Esto no sólo dice algo sobre el modo en el cual estas posiciones están vinculadas o engranadas dentro de un sistema filosófico particular, sino que dice algo sobre la realidad misma. Los objetos que estudian la epistemología, la ontología, la ética y la política están constitutivamente imbricados y, por ello, la solidez de un argumento no se prueba exclusivamente en el modo en el cual dicho argumento se despliega en su particular campo, sino en las consecuencias e implicaciones que supone en otros campos disciplinares. Porque la realidad, da pena tener que repetirlo, no está segmentada a través de las líneas que impone la investigación académica. 

 

Mis definiciones del realismo y del antirrealismo, por lo tanto, no pretenden ni pueden ser absolutas. Las posiciones realistas y antirrealistas son relativas, sencillamente, porque existen en un campo de relaciones en las que los extremos son (1) cualquier forma de realismo ingenuo, no dialéctico, que entroniza esencias inmutables; y (2) cualquier versión nihilista que, a ultranza, niega la realidad misma con el fin de defender que todo es ilusión, basado en la voluntad de dominio o voluntad de poder. 

 

Una ilustración puede ayudar a entender qué quiero decir cuando me refiero al realismo y al antirrealismo como nominalidades, y por ello ambas posiciones son relativas. Como en la esfera de la política, en donde las llamadas «izquierda» y «derecha» se definen exclusivamente en el marco de posiciones relativas en un campo de disputas y antagonismos, la pregunta que debemos hacernos es la siguiente: 

 

«¿Frente a qué argumentos me inclino por tratar el tema como un realista, y frente a qué otros necesito argumentar como un antirrealista?» Como diría Nāgārjuna, necesitamos encontrar un «camino medio» entre la eternidad y la nada. Por ello, seré un realista frente a toda pretensión nihilista, y seré un antirrealista ante todo esencialismo. 

 

Dicho esto, sin embargo, hay una manera en la cual uno es realista o antirrealista “temperamentalmente”. 


Al comienzo de cualquier investigación filosófica comenzamos eligiendo el objeto que pretendemos explorar y el método que utilizaremos para hacerlo.  En el caso que estamos analizando, descubrimos que podemos adoptar, en función de nuestro talante, dos puntos de partida alternativos: (1) o bien salir a buscar la realidad, y en nuestra búsqueda de la misma descubrir que es mucho más compleja e indefinible de lo que pensábamos; o bien (2) imponernos la tarea de demostrar la irrealidad de todo aquello que nos rodea. Ambos proyectos son provechosos, indudablemente. 


Sin embargo, aunque en el primer caso la realidad siempre está un paso por delante de nosotros, y a lo máximo que podemos aspirar es a encontrar verdades provisionales, siempre discutibles, podemos avanzar en pos de "una mejor explicación" en la que integramos cada más aspectos o dimensiones de la misma y descartamos malentendidos. En el segundo caso, en cambio, nuestro apuro por cerrar la discusión, aunque más no sea con un veredicto irrealista, nos deja con las manos vacías.

 

La filosofía madhyamika, el aristotelismo, el marxismo y la filosofía de la liberación latinoamericana, las cuatro fuentes centrales de inspiración que cultivo como filósofo, me han enseñado que esta última alternativa, pese a las ventajas que supone para nuestro proyecto de liberación o libertad personal, es inconsecuente, e incluso puede acabar siendo un obstáculo, para la construcción de una comunidad virtuosa. 

 

Dicho de otro modo, en las presentes circunstancias, cuando lo que está en juego es crear «otro mundo posible» (una comunidad ecológica, pospatriarcal, poscapitalista y transmoderna), es decir, si queremos verdaderamente cambios sustantivos o superar enteramente el orden vigente, el antirrealismo no servirá nuestros propósitos. 


Los argumentos antirrealistas son valiosos en términos deconstructivos, críticos, pero ninguno de ellos será de utilidad para crear, en palabras de Giorgio Agamben, «La comunidad que viene». 

 

22 mar 2022

LOS LÍMITES DEL MORALISMO

SOBRE LA GUERRA EN UCRANIA Y LA CRISIS DE DEUDA EN ARGENTINA


Sobre los principios universales

 

En este artículo quiero referirme al fenómeno del «moralismo». Especialmente, lo que me interesa es el moralismo en la política y en la vida académica e intelectual. Para articular mi argumento utilizaré como ilustración las dos circunstancias que he tratado en mis artículos anteriores: la guerra de Ucrania, y la crisis de deuda que vive hoy Argentina. 

 

Comencemos definiendo el moralismo. La definición se la debo a Alasdair MacIntyre, quien, en su más reciente obra, Ethics in the Conflicts of Modernity, señala que el moralismo gira alrededor de una comprensión de la obligación que requiere la adopción de una perspectiva impersonal y universal que interpela a todos por igual y, por tanto, resulta hipotéticamente ineludible. Dice MacIntyre: 

 

«Las exigencias impuestas por sus principios son imperativas y coherentes, tanto como principios como en su aplicación a los casos particulares. Violarlos es incurrir en la culpa de los agentes con mentalidad correcta» [1].

 

El moralismo, por lo tanto, se funda en la certeza, en primer lugar, de que existen principios universales, pero a esto se le suma una caracterización de dichos principios que resulta enormemente problemática: estos principios son impersonales, y de ello se desprende que nadie puede escapar de los mismos. La obligación que imponen sobre los agentes es absoluta. Cuando son incumplidos, estos merecen una reprobación sin cortapisas por parte de aquellos que tienen una mentalidad alineada (decente) en relación con dichos principios impersonales.

 

 

El derecho internacional y los derechos humanos

 

La guerra en Ucrania y el modo en el cual eso que llamamos «Occidente» está reaccionando es una muestra evidente de este tipo de moralismo exacerbado. Es evidente que las tropas rusas están perpetrando un enorme e injustificable sufrimiento a la población ucraniana. Es evidente que la decisión de Putin de invadir el país vecino viola el derecho internacional y que la invasión, como no podía ser de otro modo, conlleva la violación ineludible de los derechos humanos. Todo eso está claro. 

 

El problema, sin embargo, es que el comportamiento de Putin, y el modo de actuación de las tropas rusas en el terreno, en nada se distingue de acciones semejantes realizadas por la OTAN y los Estados Unidos en otros escenarios bélicos en la historia reciente. Estas actuaciones también cabe caracterizarlas como violaciones sistemáticas del derecho internacional y los derechos humanos.  

 

En este marco, la denuncia indignada de la prensa occidental resulta doblemente incómoda, porque sus argumentos contra Rusia ponen a los propios Estados Unidos y a la Unión europea en entredicho. 

 

A esta altura, todos sabemos que los Estados Unidos y la OTAN violan sistemáticamente el derecho internacional y los derechos humanos cuando sus intereses geopolíticos o económicos lo requieren y las circunstancias lo permiten. De manera análoga ocurre con los principios del «libre comercio», el tercer pilar institucional del orden vigente. A través de las agencias internacionales, o como resultado de las intervenciones militares, los Estados más débiles son obligados a abrir sus mercados, modificar sus órdenes jurídicos para acomodar los intereses extranjeros, ajustar las economías para garantizar la ganancia extraordinaria corporativa lograda a través del endeudamiento y la competencia desleal. 

 

Sin embargo, ni la apertura de «nuestros mercados», «ni la inviolabilidad del derecho de propiedad», «ni la obligación de saldar nuestras deudas o cumplir con los compromisos contractuales» son imperativos cuando dichas obligaciones no están alineadas con «nuestros intereses». Algo semejante podríamos decir acerca de la libertad de expresión y el resto de los principios universales e impersonales que afirmamos defender. Solo resultan legítimos reclamos de justicia cuando no entran en colisión con «nuestros intereses».

 

Cabe preguntarse entonces qué rol juegan nuestros juicios morales si consideramos la evidente arbitrariedad y parcialidad en la que se basan. La indignación moral, tal como se ejercita en el espacio público occidental es el arma privilegiada que utilizamos para desconocer el dispositivo profundo que explica nuestras presentes circunstancias. 


O, dicho en otras palabras, sin la indignación moral de por medio, los Estados Unidos y Europa deben reconocer, sin más, que Rusia está actuando siguiendo las reglas de juego que ellos mismos han impuesto al mundo desde la caída del Imperio soviético, al establecer el entonces llamado «nuevo orden de la globalización», en el cual podían distinguirse, por un lado, a los Estados decentes – aquellos que aceptaban las reglas escritas y no escritas del nuevo orden mundial; y por el otro, a los Estados canallas, aquellos que se daban licencia para actuar desoyendo las «reglas no escrita» del nuevo orden. 

 

¿Cuáles son esas reglas no escritas? La más importante de todas en este contexto es que los derechos universales e impersonales que hipotéticamente obligan a todos por igual pueden, en ciertas circunstancias (definidas generalmente en términos de intereses o seguridad geopolítica) ser violadas por «nosotros», sin que ello suponga que podamos ser equiparados a los llamados «Estados canallas».   

 

De modo que, mientras el resto de la humanidad debe ser condenada en los más rigurosos términos y sujeta a las más estrictas sanciones, o incluso puede ser legítimamente intervenida y arrasada si el caso así lo exigiera, los Estados Unidos, la Unión Europea y sus socios más próximos en los cinco continentes, pueden argüir excepciones frente a la obligación absoluta que impone el derecho internacional, los principios universales de los derechos humanos, y los supuestos «derechos naturales» de libre comercio. 

 

La invasión rusa de Ucrania no hace más que replicar la lógica de la excepcionalidad aducida por los Estados occidentales a la hora de actuar en sus propios «patios traseros». Que Rusia se ha cargado el derecho internacional y los derechos humanos no cabe la menor duda. Lo que resulta sorprendente es el moralismo con el cual los violadores sistemáticos del derecho internacional y los derechos humanos responden ante estos hechos. 

 

Esto se explica, sin embargo, cuando caemos en la cuenta de que el moralismo es un dispositivo efectivo a la hora de ahorrarnos la difícil e inconveniente tarea de tener que enfrentarnos al problema de fondo. Aquí no se trata de decidir quiénes son los buenos y quiénes son los malos en esta película. Por el contrario, lo que aquí tenemos que decidir es cómo explicar de facto nuestras relaciones internacionales.

 

Lo cierto es que, ni el derecho internacional impuesto por el imperio estadounidense y la Unión Europea a partir de 1991 de manera arrogante y violenta, ni los derechos humanos, cuyo mito hegemonizó nuestra cultura posmoderna, han logrado poner coto a las penurias causadas por las muchas guerras que hemos emprendido para garantizar nuestra seguridad y bienestar, o las «guerras humanitarias» que hemos emprendido para corregir nuestros pecados. La crisis del derecho internacional y de los derechos humanos no debe explicarse como la falta de voluntad política de ajustarnos a dichos derechos, sino a la pretensión moralista de que existen verdaderamente principios universales e impersonales sobre los cuales podamos basar nuestras relaciones con los otros, independientemente de las situaciones concretas y personales de poder que articulan dichas relaciones. 

 

 

Más allá del liberalismo y la «socialdemocracia» peronista

 

Algo semejante ocurre en la Argentina de hoy. El «modelo liberal» que encarnan, aunque parezca extraño decirlo de este modo, tanto la derecha neoliberal, como la socialdemocracia argentina - tanto el peronismo, como el antiperonismo), se manifiesta en la crisis interna que vive hoy el frente electoral que llevó a la presidencia a Alberto Fernández. La respuesta que ofrecen los actores en esta crisis tiene características claramente moralistas. Ambos ajustan sus reclamos y acusaciones a la contraparte en la disputa haciendo alusión a criterios universales e impersonales contrapuestos que hacen imposible un entendimiento. Por ejemplo, ambos aceptan los principios liberales, republicanos de gobierno en términos universalistas e impersonales, y disputan en la arena pública sobre la base de dichos criterios como se ajustan los comportamientos de unos y otros a dichos principios. 

 

A esta falta de entendimiento, y a las implicaciones electorales que la misma supone, responde el poder mediático oficialista (alineado al actual gobierno) con un exigencia semejante a la que en su momento el diario La Nación y el diario Clarín le impuso a la fuerza gobernante presidida por Mauricio Macri: «Pónganse de acuerdo». Dando a entender que lo que divide las aguas son, exclusivamente, cuestiones de índole «personal», en el sentido peyorativo del término, cuando el acuerdo debe versar, justamente, sobre las cuestiones universales e impersonales que el moralismo impone como lo real de suyo. 

 

El problema, sin embargo, es que no estamos hablando de un aspecto puramente circunstancial. La contradicción no es meramente retórica, sino que es una contradicción in res, en la cosa misma. El modelo liberal-socialdemócrata ha llegado a su fin. No puede ya renovarse en los términos imaginarios que las crisis anteriores aún permitían articular por medio de correcciones ad hoc. Estamos ante una crisis terminal del modelo de gobernabilidad en todas las dimensiones de nuestra vida social, política, ecológica.

 

Ahora bien, por fuera de estos modelos encontrados lo que está en cuestión es la alternativa entre dos posiciones que, aunque desdibujadas en el debate político visible, son los que determinan el trasfondo real de la disputa actual.  


Por un lado, observamos una tendencia creciente de la ciudadanía hacia imaginarios autoritarios, basados, (1) o bien en la defensa a ultranza de la lógica inherente que impone el capital, es decir, garantizando de este modo los privilegios ya adquiridos de los sectores acomodados de la sociedad, (2) o bien a través del ataque beligerante por parte de una ciudadanía que expresa el hartazgo y la frustración de las múltiples crisis vividas en los últimos años adoptando una deriva antipolítica (contra la representación política al uso) y apuesta, en cambio, por un aparente oxímoron: «un anarquismo de mano dura». La confluencia de estas dos tendencias en el universo que representa Juntos por el Cambio, logra el tan anhelado efecto del populismo de derecha: unir a los ricos y a los pobres en una cruzada que convertirá a los ricos en más ricos, y a los pobres en más pobres, pero con la satisfacción compensatoria de poder machacar a quienes se encuentran más cerca de ellos en la actual estratificación de clase, y que por ello representan el espejo que los espanta: el espejo de la exclusión. 


Esto explica, en buena medida, la insistencia, por parte de quienes se resisten a esta deriva neoliberal y neofascista, de que es indispensable para una transformación genuina y sostenible, modificar el «hardware» sobre el cual se articula el «software» de la vida cultura y política. Ese hardware está compuesto, como nos enseñaron tanto Hayek o von Mises, en la transparencia de sus escritos militantes, como Marx en su obra política, por una estructura jurídico-institucional basada en el orden moral hiperindividualista e instrumentalista que es el trasfondo de la modernidad. Esto está acompañado por un rechazo belicoso de toda noción sustantiva de comunidad. O lo que es lo mismo, por la defensa de una concepción atomista del orden social que impide introducir, ni tan siquiera de manera correctiva, un horizonte en el cual pueda considerarse el «bien común». Y esto, por la sencilla razón de que lo que se pretende es eludir cualquier escollo al flujo del capital a través de sus ciclos de producción, circulación y realización.  


Frente a esta alternativa compleja y esquizofrénica que aúna a los defensores a ultranza del capitalismo y los sectores más radicalizados que encarnan el autoritarismo y la mano dura, hay otros sectores de la población que alimentan la esperanza de una genuina democracia, es decir, una democracia del pueblo que no sea continuamente jaqueada por la «democracia de los mercados» (en la que la decisiones no son manufacturadas por los electores, sino por la voluntad mancomunada de los grandes accionistas y especuladores) [3]. Este sector de la población imagina, de un modo u otro, que es posible recuperar  eso que llamamos «los bienes comunes».

 

La llamada disputa por «la mesa de los argentinos», es decir, por el pan, la tierra y el trabajo de los argentinos, es el modo en el cual se expresa en nuestro país esa esperanza por recuperar lo que se considera de todos. 


En este contexto, el Frente de todos, como Juntos por el Cambio, se enfrentan a la misma tensión irresoluble que los vio nacer. Si la resolución 125/08 (Proyecto de Ley de Retenciones y Creación del Fondo de Redistribución Social, presentado en el 2008) simbolizó el punto álgido de esta disputa durante el gobierno de Cristina Fernández, la respuesta mediocre del gobierno de Alberto Fernández a la crisis social que vive a la Argentina en la actualidad, y su rendición incondicional ante al FMI y las corporaciones que operan en el país, muestran en dónde está el nudo del problema que enfrentamos. 


En este marco, lo importante es dejar el moralismo de lado y ver con claridad el escenario en el que nos movemos. Si lo hacemos, descubriremos que, bajo la farsa de la pugna en torno al posibilismo, la voluntad política, o la gobernabilidad, nos enfrentamos a circunstancias que pueden tener un desenlace trágico. 


En el presente marco no hay espacio ya para una solución de compromiso. Necesitamos un nuevo marco para que un «genuino compromiso democrático» pueda establecerse. Ahora estamos ante una guerra fratricida, multidimensional, cuyo desenlace, de acuerdo con la lógica inherente de la actual dispensación, solo conducirá a la vida y la plus-vida de los triunfadores y la sub-vida o muerte de los derrotados. Es todo o nada. La alternativa a este escenario ominoso, del cual ya tuvimos un anticipo durante el anterior gobierno de Mauricio Macri, es construir un nuevo marco y vivir bajo la lógica de un nuevo designio. 


Hay quienes aducirán, tal vez con tono socarrón, que es hora de  realismo político, y por ello defienden a capa y espada al gobierno nacional, pese a su ineficiencia y manierismos. Otros señalan, con razón, que las condiciones objetivas no permiten imaginar una alternativa semejante. El problema con este «derrotismo de la imaginación» es que ni la biología oficial, ni la economía ortodoxa están de nuestro lado. Vivimos en un orden darwinista y neoliberal que se ríe de nuestras aspiraciones igualitarias y nuestros anhelos por encaminarnos hacia el bien común [3]. 


Ahora bien, más allá de la discusión en torno a la viabilidad o no de un proyecto genuinamente alternativo, basado en una «radicalización de la democracia» y la «reivindicación de los comunes», solo hay la nada. Una inmensa nada. La muerte y la nada.


A esa nada hay que contraponer algo más que la mera esperanza. No podemos sentarnos a esperar que el tiempo nos dé la razón. Hay que tener fe. La fe, a diferencia de la esperanza, es la acción: esa que mueve montañas. 


_______________


[1] Alasdair MacIntyre. Ethics in the Conflicts of Modernity. An Essay on Desire, Practical Reasoning and Narrative. Cambridge: Cambridge University Press, 2016.


[2] Wolfgang Streeck. Buying Time. The Delayed Crisis of Democratic Capitalism. London: Verso, 2017.


[3] Andreas Weber. Enlivenment. Toward a Poetics for the Anthropocene. Cambridge, Mass: The MIT Press, 2019.

19 mar 2022

«OTRA VEZ SOPA». Sobre la superficialidad de la política representativa en tiempos de crisis


Sobre la ilegitimidad de la deuda

En este artículo quiero referirme, a través de un par de anotaciones, (1) a la deuda contraída por Mauricio Macri y sus acólitos con la banca privada y el Fondo Monetario Internacional, y (2) a la legitimación que, en los días pasados, el gobierno de la Nación argentina encabezado por el presidente Alberto Fernández, acompañado por las dos Cámaras del Congreso de la Nación, hicieron de esos préstamos espurios al autorizar el acuerdo de refinanciación con el organismo internacional. 

Como ya se ha explicado de manera reiterada y es de público conocimiento, sin que ninguno de los involucrados intentara en modo alguno refutar dicha denuncia pública, el endeudamiento contraído por el gobierno de Mauricio Macri fue ilegítimo en un doble sentido. 

Por un lado, para lograrlo se incumplió la legislación local, con la complicidad manifiesta de algunos que hoy ocupan los más altos cargos gubernamentales en el oficialismo.

Por el otro, y lo que es aún más importante para nuestra argumentación, también se incumplieron las normativas del propio FMI, que facilitó el préstamo por motivaciones políticas y geopolíticas – la reelección de un halcón neoliberal en la región – permitiendo, además, la fuga deliberada y vertiginosa de divisas, con el fin de satisfacer los intereses de los especuladores, y establecer las bases de reformas estructurales que favorecen y favorecerán los intereses extranjeros en el país.


«No volver al pasado»

En estos días, hemos escuchado por activa y por pasiva por parte de los funcionarios gubernamentales y los periodistas alineados al relato oficial que el acuerdo con el FMI era la única alternativa. También se ha argumentado con creciente impaciencia que el acuerdo por firmarse es el mejor acuerdo posible. A continuación, se han enumerado de manera sospechosa y recalcitrante los usuales malos augurios si se hace caso a las opiniones extravagantes de los radicalizados de siempre: el ultrakirchnerismo, la izquierda alucinada y la extrema derecha.

Obviamente, los argumentos planteados por los opositores kirchneristas y la izquierda merecen una consideración sería, y el intento por asociarlos con los que ofrece la extrema derecha o el llamado frente libertario es solo una argucia de mala fe. 

Quienes acompañaron la decisión de Alberto Fernández enumeran las virtudes del acuerdo subrayando la posibilidad de lograr «estabilidad para empezar a crecer», y rechazan de plano cualquier planteamiento «contrafáctico» (así lo llaman) acerca del modo en el cual se llevó a cabo todo el proceso de negociación. La clausura del juicio histórico, en muchos sentidos, se hace eco de la exigencia macrista de «no volver al pasado». 

En este caso, nos dice el oficialismo, no estamos autorizados ni siquiera a echar la vista atrás al pasado inmediato para estudiar por qué motivo lo mejor que pudimos conseguir es, en muchos sentidos, peor de lo que recibimos del gobierno de Macri, pese a las relamidas expresiones de triunfo que articuló el ministro Guzmán, el propio presidente y todo el elenco que acompaña, en muchos casos con incomodidad evidente, el fracaso rotundo de la negociación, debido a una mezcla de negligencia, mala fe, y perversión ideológica del equipo presidencial. 


La solución albertista: explotación y desposesión

Ahora bien, la cuestión que nos incumbe es sencilla de explicar. Lo que los opositores al acuerdo han estado preguntando de manera insistente durante estas últimas semanas al ejecutivo, especialmente cuando los detalles del acuerdo se mantenían aún en secreto, es de qué modo se piensa saldar la deuda con el organismo internacional. 

La pregunta es pertinente, y tiene implicaciones éticas y políticas que no podemos soslayar. En primer lugar, convengamos que ha quedado meridianamente claro que ni el FMI, ni los grandes grupos económicos de la Argentina, ni las corporaciones extranjeras que operan en el país están dispuestos, pese a ser los principales beneficiados de la estafa perpetrada, a pagar los platos rotos. Eso simplifica enormemente el panorama, porque si no es así, la deuda solo puede ser saldada a través de dos vías. 

La primera vía es el ajuste, que afectará primariamente a los trabajadores y a la ciudadanía en general, de donde se extraerá el plusvalor que irá a parar a las arcas del FMI. Es decir, a través de la explotación concertada de la población, que el Estado argentino, administrado en este caso por un frente peronista, se ocupará de garantizar a través del robo concertado a los trabajadores y la ciudadanía en general para cumplir con las exigencias del FMI, dejando intacta la ganancia neta de quienes cometieron el crimen. 

La otra vía es la desposesión sistemática de los recursos del país. Sabemos que nos encontramos en una encrucijada global de competencia desbocada de las grandes potencias y las poderosas corporaciones por los recursos naturales y los mercados. Argentina es una presa deseada. Sus recursos alimentarios, mineros, energéticos, etc., son codiciados por los especuladores internacionales y las potencias globales. 

En este marco cabe preguntarse por qué motivo el gobierno de Alberto Fernández se entregó sin protestar a las exigencias de sus acreedores sin utilizar ninguno de los derechos que lo asistían para ejercitar un reclamo de justicia que hubiera ahorrado al pueblo argentino la indefensión y el oprobio, la miseria y la indignidad de la explotación, y la denigrante experiencia de ver su soberanía pisoteada. 


¿Una alianza de clases contra los sin-clase?

Todo indica que la «casta» político-burocrática de nuestro sistema democrático representativo, apoyada por las clases medias-medias y acomodadas del país, han entregado como moneda de cambio a las clases populares para salvarse. ¿O, quizá, sería mejor llamar a los miembros de la clase de los traicionados «la clase de los sin-clase», porque no pertenecen ya a esa totalidad que llamamos «Argentina» en las que sólo cuentan los subconjuntos de «las clases que cuentan», en la que «los que no cuentan» no tienen cabida? 

Es en este marco, en el debemos interpretar que, para quienes defienden la «estabilidad» como virtud en sí misma (y la consideran «la condición de posibilidad» para un futuro indeterminado de crecimiento) la pobreza extrema, la indigencia generalizada, la exclusión, la violencia social introyectada o expresada en el crimen, el cercenamiento de un  horizonte de futuro para las generaciones que vienen (generaciones perdidas) no son verdaderas «urgencias». 

Es como si creyeran que el hambre de hoy puede esperar a mañana para ser saciado. Como si las vidas truncadas en el presente, resucitarán entre los muertos cuando el programa diseñado con el FMI, finalmente, dé sus frutos. 

La desnutrición actual, y la profundización de los registros de la desigualdad y la exclusión, no se revierten con el tiempo, se cronifican en los cuerpos y en las almas, incapacitan de por vida. No comer hoy, no educarse hoy, no sanarse hoy, no se soluciona imaginando un mañana de oportunidades fruto de la estabilidad lograda en el presente a través de un programa de ajuste y legitimación de la injusticia. El país no necesita estabilidad, necesita transformaciones radicales. Necesita verdad y justicia.


Estabilización versus radicalización

En este contexto, entonces, si se piensa en términos de «estabilidad» lo que se reconoce es el rol en el mundo de la Argentina como país subdesarrollo, pobre, y a su gobierno como administrador de la exclusión y la pobreza crónica, con el fin de contener estos dos obstáculos que impiden (en la narrativa oficial) el «crecimiento» que exigen las élites locales y el poder corporativo internacional para su beneficio.

Reconozcámoslo: el discurso de Alberto Fernández y su política es «neoliberalismo con rostro humano», y su disposición y talante político es «neocolonial» en toda regla. 

Las clases medias y la casta burocrática ha aceptado con este acuerdo las reglas del juego impuestas por eso que algunos llaman sin pudor el poder «real». El Frente de Todos ha entregado a las clases populares, a los sin-clase, a los que no cuentan, y se prepara para defender la cuota de privilegio que supone la pertenencia, la propia inclusión en la totalidad social, a cualquier costo.  

El Frente de Todos ganó las elecciones con un promesa en la que daba cuenta de esta tensión entre los que cuentan y los que no cuentan. Prometió un país con «todos adentro». La negociación que llevó a cabo el gobierno con el FMI, y la complacencia que muestra con los poderes concentrados en el país, contradice esa promesa.

Esta nueva crisis nos recuerda, una vez más, que los problemas últimos a los que se enfrenta cíclicamente la Argentina, y con ella Latinoamérica en su conjunto y todos las naciones periféricas del mundo, no pueden definirse exclusivamente bajo el  término pretendidamente omniabarcante de «pueblo». Porque «pueblo» no es una entidad sustantiva, sino una composición o agregación de clases, construidas en el marco de relaciones sociales y ecológicas de explotación y desposesión. Entre todas las clases, la más destacada y paradójica es la clase de los «sin-clase». Es decir, la clase de los que no cuentan, quienes siempre acaban convirtiéndose en la moneda de cambio, justamente, del pueblo. 

Aquí las analogías teológicas son extraordinariamente educativas. El pueblo es quien, finalmente, crucifica a Jesús de Nazareth, el hombre-Dios que simboliza de manera sustantiva a los sin-clase, a los excluidos, a la «infinita exterioridad» que aterra al orden vigente o totalidad social que la política normal representa. 

Los que no tienen clase, los sin-clase, esa porción negada del «pueblo» cíclicamente traicionado, expulsado del reino, siempre ha sido el límite de ese entente que es, en términos peronistas, la «comunidad organizada».

Por ese motivo, hoy más que nunca, tenemos que mirar a esa parte del pueblo ninguneado por la política representativa, por la totalidad socialmente construida, para evitar una nueva crucifixión para que el resto vivamos. Hay que ser más cristianos que nunca, más anticapitalista que nunca, más decolonial que nunca. 

En ese sentido, nada es más arriesgado en tiempos de peligro como los que transitamos que permitir que las nuevas formas de fascismo que se asoman en el horizonte acaben cautivando la imaginación de los excluidos con la solución de la violencia y la voluntad de poder. De seguro, no lo evitaremos haciendo «odas a la política representativa», y denuncias contra la «antipolítica», como hicimos hasta el hartazgo en la época «luminosa» del kirchnerismo. Lo que necesitamos es radicalizarnos. Es decir, ir a la raíz de los problemas, dejar de ser «superficiales».



18 mar 2022

TIEMPO DE REVUELTA


Es difícil evitar la calificación «traición» al referirse a Alberto Fernández. Sin embargo, no parece haber otro calificativo más ajustado a la realidad [1]. El presidente ha traicionado al pueblo argentino. Un pueblo golpeado por cuatro años traumáticos de neoliberalismo desacomplejado, una pandemia global, más de cien mil muertos, una inflación crónica que supera el 50% anual desde hace ya cuatro años, una pobreza en ascenso que ha convertido el alimento en un bien de lujo, y a ello hay que sumarle la decepción y frustración de la población ante un gobierno que se decía nacional y popular, llegado a través de un dispositivo electoral frentista formado por enemigos explícitos hasta hacía muy poco, unidos exclusivamente ante el espanto que supuso tener a Macri y a sus acólitos en la Casa de gobierno, endeudando al país para facilitar la desposesión sistemática a través de la fuga, y la persecución de opositores políticos y sociales, por medio de una organización delictiva en el seno del Estado, que en todos los sentidos es equiparable al accionar de la ominosa dictadura militar genocida.  

 

Cómplice de esa traición (tal vez involuntaria) es la vicepresidenta Cristina Fernández, quien eligió a dedo a un personaje oscuro de la política nacional, figura reconocida por su proximidad a los sectores corporativos y monopólicos que atentan diariamente contra el pueblo argentino y, en su momento, crítico ácido y (otra vez) traicionero de la mujer de quién él dice fue «un amigo»: Néstor Kirchner [2]. 

 

Ahora bien, el calificativo, en muchos sentidos, sobra y no viene al caso. Porque lo verdaderamente importante al fin de cuentas es que el kirchnerismo, y el peronismo en el cual el kirchnerismo encontró cabida en su momento, se encuentra en estas horas con su límite. Lo que necesita el país no es salvar al peronismo de su debacle, sino salvar al país, y para ello es hora de que las fuerzas políticas dentro de la actual coalición o frente electoral que se oponen a la entrega deshonrosa a la que nos condujo Alberto Fernández de la mano del ministro Guzmán, imaginen un nuevo marco de lucha. Ese marco de lucha no puede ya construirse con la «socialdemocracia» peronista, radical o «independiente». Lo que necesitamos es una radicalización del espectro político hacia la izquierda, que empuje al centro de manera decidida hacia el polo opuesto al que lo ha llevado la extrema derecha mal llamada «libertaria» en la que se encuentran cómodamente los halcones (y también las palomas) de JxC y el Partido radical. 

 

Eso que llamamos durante muchos años kirchnerismo necesita hoy a la izquierda, y la izquierda necesita al kirchnerismo para formar una nueva alianza que permita enfrentar el peligro que hoy nos acecha como ningún otro peligro ha acechado al país a lo largo de su historia: el hambre. Alberto Fernández ha decidido priorizar a los acreedores internacionales por sobre el pueblo argentino, postergando para un futuro incierto, no ya el plus-bienestar de la población, sino su propia supervivencia, y los poderes concentrados están respondiendo a la generosa rendición incondicional del Estado frente al FMI y los endeudadores y fugadores asociados al ilícito del endeudamiento, con la arrogancia que muestran los poderosos ante los cobardes: pateándolos en el suelo. 

 

Cristina Fernández es responsable por su elección de Alberto Fernández [3]. El pueblo argentino, el pueblo peronista, el pueblo kirchnerista, debe honrar a Cristina por los meritorios esfuerzos que ha hecho por la patria durante todos estos años, pero es hora de pasar página. El kirchnerismo se ha encontrado con su límite. El pueblo pide que imaginemos otra Argentina posible. El pueblo ya está perdido, de modo que no tiene ya nada que perder. 


_______________


[1] Voces contra el acuerdo con el FMI. “Fernández cometió una doble traición”, afirmó Toussaint. Entrevista a Éric Toussaint por Gustavo Giménez: https://www.cadtm.org/Voces-contra-el-acuerdo-con-el-FMI-Fernandez-cometio-una-doble-traicion-afirmo


[2]  «Cristina fue instigadora: el día en que Alberto Fernández lapidó el Pacto con Irán».Youtube: 10 de Julio de 2019. https://www.youtube.com/watch?v=U_V_27Q_v9U


[3] «Así le contó Cristina a Alberto Fernández que era su candidato a presidente». Youtube: 19 de mayo de 2020. https://www.youtube.com/watch?v=lDyiaq6qsWU

16 mar 2022

TEORIA Y PRAXIS

Sobre intelectuales y expertos


Como investigador estoy obligado a responder ciertas preguntas previas a mi actividad investigadora: ¿para qué investigo? ¿Por qué quiero saber ciertas cosas? ¿Por qué me empeño en encontrar respuestas a ciertas preguntas? ¿Por qué quiero resolver ciertos problemas?

Obviamente, cuando digo que estas preguntas son «previas» a la actividad investigadora que desempeño, no quiero decir que primero tengo que resolver estas preguntas (o incluso formularlas), antes de poder llevar a la práctica la investigación. Generalmente ocurre justamente lo contrario. Descubro el por qué y el para qué en el proceso mismo de la práctica investigadora. O, para decirlo de otro modo, soy capaz de articular plenamente lo que me motiva, el genuino objeto que anima mi voluntad de saber, a medida que avanzo en mi tarea. 

Actualmente estoy embarcado en un proyecto de investigación en el cual me guían los siguientes intereses: 

 

1) ¿Qué relación existe entre nuestra «mente», y todo lo relacionado con nuestra subjetividad y nuestra construcción identitaria a nivel individual y colectivo en la modernidad, y la cultura política de nuestras mal llamadas «sociedades democráticas modernas»? Me interesa entender hasta qué punto nuestras autocomprensiones, que incluyen no solo nuestra manera de concebir quiénes somos, sino también el modo en el cual encajamos en el mundo social y en la naturaleza, determinan nuestras concepciones y prácticas de la política, en el sentido clásico del término. Es decir, no solo como un dispositivo de administración estatal, sino nuestra comprensión de eso que en otro tiempo llamábamos de manera no problemática «el bien común». 

 

2) El segundo interés gira en torno al modo en el cual encajan nuestras maneras de entender la ética y la política en el seno del sistema de relaciones sociales y políticas que llamamos «capitalismo». Aquí lo que llama mi atención es la separación, que uno podría juzgar como «radical» en nuestra época, entre las esferas de la ética, la política y la economía. Lo cual resulta doblemente sorpresivo, porque si uno piensa en términos clásicos, por ejemplo, echando una mirada retrospectiva, por ejemplo, a la obra de Aristóteles, uno descubre que la ética, la política y la economía formaban parte de una totalidad engranada, mientras que, en nuestra época, como ilustran, por ejemplo, las obras de John Rawls o Jürgen Habermas, esta vinculación se ha interrumpido. Hay una ruptura entre las tres esferas: ética (privada), política (pública) y economía (trasfondo último de nuestro orden social), que aparece como irremediable y «natural», debido al carácter sistémico en el que se aprehenden las respectivas esferas.  

 

3) En tercer lugar, me pregunto: ¿cómo pensar y qué hacer con las «víctimas» que produce nuestro sistema de relaciones sociales y ecológicas capitalistas?, y junto a ello, ¿cómo pensar y qué hacer con nuestros ideales de bondad y justicia que hipotéticamente informan nuestro orden moral, cuando evidentemente se encuentran en flagrante contradicción con nuestra praxis societal, especialmente con nuestros comportamientos en la esfera de la economía.  En este marco emerge la «vida» como fuente última de todo valor y, por ende, fundamento de toda praxis y criterio de legitimidad a partir del cual debemos juzgar nuestra actual dispensación. 

 

Volvamos, entonces, al comienzo. ¿Por qué y para qué buscar respuestas a estas cuestiones que considero cruciales para entender nuestra situación presente y trazar una posible alternativa frente a nuestra encrucijada actual? 


El sistema de investigación académica tiene limitaciones constitutivas que están íntimamente vinculadas con la tierra donde echa sus raíces. El dispositivo evaluativo basado exclusivamente en criterios cuantitativos y los regímenes competitivos que impone son solo el aspecto visible de su degradación. Menos visible es el hecho de que el sistema de educación institucional se ha convertido en un dispositivo dedicado exclusivamente a garantizar los procesos de acumulación capitalista, y por ello es inmune a cualquier ética, política o «económica» crítica del sistema vigente. 


Las exigencias del mercado laboral universitario, en el cual las prácticas de explotación y desposesión alcanzan cotas que rondan el absurdo de una meritocracia formal y el ridículo de la competencia cuantitativa que emula el sistema financiero y produce crisis análogas a las del capital ficticio, promueve entre los investigadores «actitudes pervertidas» que hacen imposible el pensamiento crítico, o lo convierte en simulacro o «puesta en escena», emulando en nuestras tareas la cultura de la propaganda que hoy denominamos «posverdad».


Por ese motivo, resulta imprescindible aclarar lo que motiva a la investigación, dejando atrás con un gesto de desprecio el pueril y deprimente esfuerzo por hacernos una «carrera» como investigadores. 


En mi caso, lo que me mueven son las siguientes consideraciones: 

 

1.     Como ya he dejado entrever, creo firmemente, después de haber analizado la cuestión con esmero y durante un largo período de tiempo, que nuestro régimen actual de relaciones sociales y ecológicas, no solo es in-sostenible (en el sentido que plantea el medioambientalismo), es decir, que nos conduce inevitablemente al colapso civilizacional, sino que está fundado en la superproducción de sufrimiento innecesario (insatisfacción, o satisfacción compensatoria estéril) que hurta a los seres humanos del extraordinario potencial transformador que caracteriza a nuestra especie, al tiempo que condena al resto de las especies que habitan el planeta a una existencia miserable o su extinción.  

 

2.     En esta misma línea, considero que los niveles de injusticia, opresión, explotación y desposesión que vivimos en la actualidad superan con creces cualquier otra experiencia histórica previa cuando la observamos sin las anteojeras que imponen los avances científicos y tecnológicos que maquillan la violencia, la desigualdad y la miseria y la destrucción medioambiental que afecta principalmente a las grandes mayorías subalternas de la humanidad y al resto de las especies que habitan el planeta en nuestra «sociedad del espectáculo».

 

3.     Finalmente, estoy convencido de que nuestro destino no está sellado de una vez para siempre, o que estamos predeterminados a la extinción. Creo firmemente que podemos hacerlo mejor, podemos ser mejores. Para ello necesitamos educarnos ética, política y ecológicamente: lo cual implica estar decididos a poner en cuestión los dispositivos burdos y sutiles que disciplinan nuestro espíritu en la microfísica de nuestras relaciones sociales y ecológicas, con el fin de derrotar al sistema de explotación y desposesión en el que estamos cautivos. Como investigadores, la Universidad, la organización académica, el sistema de evaluación y competencia deben ser nuestros primeros objetivos a batir. La única tarea decente en el momento que vivimos es utilizar todos nuestros recursos disponibles, materiales e intelectuales, para dar respuesta a la evidencia de injusticia y maldad intrínseca que expresa el sistema en el cuerpo de todas sus víctimas.

10 mar 2022

LA GUERRA Y EL CAMINO DE LA VERDAD


 

1

 

¿Cómo pensar la verdad en relación con esta guerra? Lo primero es el dato duro: las vidas truncadas, las muertes, los refugiados, el miedo, las hostilidades, eso que llamamos “la realidad objetiva” en su dimensión “superficial”, aparente, inmediata. 

 

Luego, tenemos la “realidad subjetiva”, aquello que pensamos que está pasando al observar la realidad en su dimensión superficial, aquello que, interpretamos, está oculto bajo la inmediatez de los hechos desnudos. 

 

Ahora bien, ¿qué vinculación existe entre la realidad objetiva y la realidad subjetiva? En nuestra época en la que el arte del marketing, de la propaganda, de la posverdad, como le llaman algunos, ese vínculo parece roto. Por ese motivo, hay una urgencia por pensar una vez más la verdad, para poder decir la realidad y actuar en ella. Esa es la genuina vocación del filósofo. Como nos enseñó Marx, no se trata de interpretar el mundo, sino de transformarlo. 

 

2

 

En este artículo quiero explorar brevemente cuatro dimensiones de la realidad, a partir de las cuales es posible formular cuatro aproximaciones a la verdad que, conjuntamente, nos ofrecen un camino o itinerario para su realización plena.  

 

Comencemos con la dimensión “superficial” de la realidad a la que hemos hecho referencia en la introducción. El término “superficial” no debe confundirnos. Aquí la superficialidad se dice respecto a lo que es inmediatamente accesible a través de nuestros sentidos y nuestra consciencia, aquello que se presenta de manera rotunda frente a nosotros y llamamos, en general, los “hechos objetivos”. 

 

Por lo tanto, no hablamos de superficialidad despectivamente. Aquí “superficial” no es sinónimo de “frívolo”. Lo superficial es lo concreto-inmediato, lo que innegablemente es el punto de partida y de llegada de cualquier reflexión seria acerca de lo real de suyo. Aquí, la guerra es, antes que cualquier otra cosa, “ese monstruo grande” y despiadado que se come las vidas humanas, destruyéndolo todo a su paso. 

 

Sin embargo, lo inmediato-concreto exige explicaciones si pretendemos una genuina comprensión. Necesitamos saber, por ejemplo, cómo hemos llegado hasta aquí, cómo hemos pasado de eso que llamamos “la paz”, a eso otro que llamamos la abominable “guerra”. No es fácil decidirlo.  

 

¿Cuándo se inició el conflicto? ¿Acaso cuando las tropas rusas cruzaron la frontera de Ucrania? Pero, entonces, ¿qué había antes de la invasión? ¿Acaso la paz? No parece serio plantearlo de ese modo si uno echa un vistazo a la historia reciente. 

 

Por otro lado, ¿quiénes son los que combaten en el campo de batalla? Los rusos, por supuesto, también los ucranianos. Sin embargo, ¿qué papel juegan otras potencias u organizaciones? Por ejemplo, los Estados Unidos, la Unión Europea, la OTAN, China, India, Irán, y el resto de los Estados del mundo, quienes, a través de sus gobiernos, no han podido ni pueden permanecer ajenos frente al peligro que nos acecha a todos. 

 

Pero, además, esos nombres se dicen o establecen sobre diversidades muchas veces antagónicas. Se dice y se espera, por ejemplo, que la oposición rusa se enfrente al gobierno de Putin, e incluso que fuerce su derrocamiento. En Estados Unidos, las palabras de Trump ponen en entredicho al gobierno demócrata de Biden, y se multiplican las voces disidentes aunque la inmensa mayoría apoyaría una nueva empresa guerrerista. No hay una Unión Europea, sino muchas, y en pugna entre ellas. Alemania y Polonia tienen intereses contrapuestos, lo mismo Francia con los miembros de la Europa del Este. Lo mismo ocurre con todas y cada una de las configuraciones restantes que llamamos Estados.  

 

De este modo, cuando los analistas políticos e internacionales serios se enfocan en la guerra, “descuartizan” nuestra percepción inmediata del conflicto. En este nivel, si no estamos haciendo propaganda, los “buenos” y los “malos” se distribuyen de manera desigual en el escenario político. 

 

Detrás del campo de batalla en el que personas de carne y hueso padecen las miserias de la guerra, hay una complejidad de particularidades e intereses en pugna que convierte el problema en intratable y explica el desenlace de las hostilidades. Es justamente la imposibilidad de resolver las contradicciones entre las muchas partes lo que conducen finalmente a una resolución violenta. A esta dimensión de la realidad es a la que hace referencia un tipo de verdad que llamaré “relativa”. 

 

A la tercera dimensión la denominaré “profunda”. Aquí la clave no la encontramos en el análisis discriminativo de lo que con-forma esa masa aparentemente caótica que es la guerra cuando la aprendemos superficialmente. Como hemos visto, hay bloques en pugna, que a su vez se articulan o engranan de manera compleja y contradictoria. En los primeros días, por ejemplo, todo era odas a la unidad de los “libres” contra la nueva expresión del “imperio del mal”. Pasados diez días, las contradicciones y las pugnas de intereses entre las potencias aliadas se han vuelto transparente. 

 

En lo que nos enfocamos en esta tercera dimensión, en cambio, es en la energía o poder (Kraft) que moviliza el proceso causal que se cristaliza en la guerra. Es decir, el trasfondo, generalmente tácito, innominado en el relato oficial, que explica en última instancia todos estos movimientos que conducen a la erupción de las hostilidades. 

 

Obviamente, detrás está la vida misma, la voluntad de vida, convertida patológicamente, en voluntad de dominio. Sin embargo, en nuestra época, esta voluntad de dominio se manifiesta en su forma más extrema y hegemónica en la voluntad de explotación y dominio por parte del capital, que instaura el sistema de relaciones sociales y ecológicas dentro del cual vivimos nuestra existencia concreta e inmediata: el capitalismo. Permítanme que cite el texto de David Foster Wallace para ilustrar mi punto: 

 

Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice, “Buen día muchachos ¿Cómo está el agua?” Los peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta “¿Qué demonios es el agua?”

 

El capitalismo es el agua en la que vivimos. Es un sistema de clases, que se articula también a través de discriminaciones raciales, sexuales, étnicas, nacionales y religiosas, basado en la explotación de las inmensas mayorías de la población planetaria, y a la desposesión y apropiación sistemática de los bienes comunes de la humanidad por parte de una minoría, que además es indiferente a los efectos perversos que la extracción indiscriminada de recursos naturales y la libre disposición de los desperdicios que produce su actividad productiva, supone para el bienestar colectivo de la humanidad y el resto de seres que habitan el planeta. El resultado del sistema capitalista está a la vista de todos. Sus emblemas son la guerra, la pobreza y la destrucción medioambiental.  

 

 3

 

Hace unos días, en la ciudad de Buenos Aires, en uno de sus barrios acomodados, Palermo, seis jóvenes violaron a una joven de 20 años en un automóvil, a plena luz del día. La ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, se refirió a los acusados de la violación grupal del siguiente modo en un twitter:

 

Es tu hermano, tu vecino, tu papá, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo. No es una bestia, no es un animal, no es una manada ni sus instintos son irrefrenables. Ninguno de los hechos que nos horrorizan son aislados. Todos y cada uno responden a la misma matriz cultural. 

 

Y horas más tarde, en una entrevista televisiva, señaló: 

 

No se trata de hechos aislados, ni de hechos que estén vinculados a personas, varones, con algún problema en particular […] Crecimos y nos socializamos sobre las bases de una masculinidad que nos enseña que los varones tienen derecho a decidir, solos o en grupo, sobre los cuerpos de las mujeres y LGBTI+ como quien dispone de una propiedad o de una cosa. 

 

La presidenta del principal partido político de la oposición, pidió de inmediato la renuncia de la ministra acusándola de justificar el crimen. De acuerdo a Patricia Bullrich, establecer un vínculo entre el trasfondo cultural machista y la violación grupal implica necesariamente socavar nuestro orden moral basado en la autonomía individual, en el que cada persona responde libremente, en vez de predeterminada por la cultura. 

 

La conclusión es transparente. No hay conexión o vínculo entre la violación de los jóvenes y nuestra cultura machista. De modo que la única alternativa explicativa que nos queda es la “monstruosidad”, en el sentido de anomalía y excepcionalidad. El crimen no debe poner en cuestión nuestro rumbo actual, nuestro orden vigente. La perspectiva conservadora, en este sentido, previene ante cualquier transformación sistémica. 

 

 

4

 

Volvamos a la guerra en Ucrania. En el nivel subjetivo, superficial, la guerra se reduce a sus consecuencias inmediatas: el dolor, la muerte, la destrucción, y su perpetrador: Vladimir Putin, que el establishment político y mediático occidental tilda como “monstruo”. Eso explica la difusión hasta el hartazgo de retratos biográficos y psicológicos del líder ruso, como explicación última de las hostilidades. 

 

En el nivel objetivo, relativo, la guerra se explica en un contexto geopolítico complejo que la precede, una guerra comercial, tecnológica, financiera, cultural y territorial que involucra a un imperio en decadencia, los Estados Unidos, una potencia en alza, China, y otra repetidamente humillada, y que además se siente acorralada, Rusia, y una Unión Europea prisionera de sus vacilaciones pasadas, una burocracia institucional inoperante internacionalmente, y una dependencia cruzada respecto a Estados Unidos (dependencia militar) y Rusia (energética y comercial). Ucrania es el escenario donde se libra una batalla de esta guerra global. 

 

Obviamente, en este nivel de análisis, la guerra no puede entenderse como el resultado caprichoso del carácter de un líder político como Putin. Aquí lo que está en juego son lógicas estructurales del orden geopolítico global actual, en el que las potencias se topan con límites que se dirimen finalmente de manera violenta, produciendo toda clase de consecuencias en el orden vigente, de manera análoga a que la crisis financiera es el resultado de contradicciones inherentes que acaban, al llegar al climax de su evolución, a instancias de destrucción masiva que empujan a la miseria a pueblos enteros para reconfigurar nuevos órdenes de acumulación. 

 

Como han señalado diversos analistas, el modelo que estamos dejando atrás es el anunciado por George Bush en 1991 – el orden mundial unipolar en el cual Estados Unidos tenía un lugar hegemónico indiscutido. Primero Donald Trump, y ahora Vladimir Putin son los anunciadores del nuevo orden mundial multipolar en el cual las potencias en alza reclaman reconocimiento e intentan fijar sus zonas de influencia. 

 

En este caso, ya no podemos seguir hablando de la guerra como una anomalía. No existe, como diría Žižek, un grado 0 de violencia, la paz, que es de pronto interrumpido por la acción extraordinaria de un agente, el cual nos traslada a un escenario bélico. Solo en el paisaje que nos ofrece la perspectiva subjetiva el tránsito entre la paz y la guerra se percibe en términos absolutos, como una ruptura radical. Desde la perspectiva objetiva, existe una continuidad palpable, en un proceso cuyos hitos son visibles y documentados. En el caso que estamos analizando, la cronología de los hechos muestra que el comienzo de las hostilidades, no solo estaba largamente anunciado, sino que en mucho precedió al momento de la invasión, como prueban los sucesos de 2014 y la guerra civil dentro del país entre la Ucrania prooccidental y las regiones separatistas rusas. 

 

Ahora bien, estas explicaciones, por muy detalladas y comprensivas que puedan ser, exigen, como decíamos, que se aclare un elemento clave del entramado: la fuerza, potencia o energía que moviliza las pugnas geopolíticas hasta alcanzar la cristalización superficial que contemplamos en forma de guerra. Más allá del nacionalismo ruso o el imperialismo estadounidense, como decíamos, el trasfondo es la lógica inherente del capitalismo global que se manifiesta en sus límites cristalizando guerras, crisis socioeconómicas y política y destruyendo el medioambiente.  

 

5

 

En este último apartado quiero referirme al problema de la verdad, y responder a dos posibles objeciones. 

 

Lo primero es notar que la dimensión subjetiva es aquella en la que nuestra racionalidad se encuentra en su nivel más bajo y, por ello, la más proclive a la manipulación emocional por parte de la propaganda. Es un lugar en el que las verdades están comprometidas, por eso mismo, debido a la parcialidad a la que nos inclinan nuestros afectos y pasiones. 

Eso no significa, como ya hemos dicho, que el nivel subjetivo deba descartarse. No estoy proponiendo que extirpemos nuestros sentimientos morales de la ecuación. Lo que estoy diciendo es que esos sentimientos morales (como la indignación, por ejemplo), deben realizar un viaje dialéctico cuyo objetivo es el acoplamiento de las emociones con la razón. En el nivel puramente subjetivo, o bien las emociones están completamente desvinculadas de la razón, o la racionalidad está al servicio de la justificación de la experiencia emocional espontánea que se produce ante las circunstancias que vivimos. 

 

Este viaje dialéctico comienza, efectivamente, con la “verdad subjetiva-superficial”, que nos conduce espontáneamente al rechazo moral visceral frente a la guerra, nuestra simpatía natural hacia las víctimas, y la aprehensión espontánea del agente dañino primario como “malo” o “monstruoso”. Sin embargo, no se detiene allí. El siguiente paso es analizar la trama causal que hace posible el crimen o el acto violento. En este marco, descubre que el “monstruo”, lejos de tal cosa (una anomalía) es el efecto cristalizado de ciertos procesos causales, de ciertos actos que tuvieron lugar en el pasado, que voluntaria o involuntariamente precipitaron el efecto presente. 

 

En este punto pueden plantearse dos objeciones análogas a las articuladas por la presidenta del PRO, Patricia Bullrich, a la ministra de la Mujer, géneros y diversidad de la Argentina.

 

La primera objeción apunta a que una explicación de este tipo puede conducir a una exculpación del criminal. La respuesta es negativa. De lo que se trata es de ampliar el sentido de responsabilidad a otros agentes partícipes, que directa o indirectamente, voluntaria o involuntariamente, son cómplices del crimen. 

 

La segunda objeción es más difícil de responder. ¿Acaso todos somos culpables? La respuesta es, sin embargo, un rotundo “no”, porque existen las víctimas, que expresan en su piel la injusticia de ciertas relaciones y entramados causales específicos. En el caso concreto que estamos analizando, además de Rusia, los Estados Unidos, la Unión Europea, y el propio gobierno de Ucrania, son responsables, en diferentes medidas, de la tragedia humanitaria que se está produciendo. Ninguno de estos agentes es un espectador inocente, pese a la fingida indignación que expresan y ajetreo humanitario desplegado. Basta recordar la huida y abandono de civiles de la OTAN en Afganistán hace unos meses para saber que la preocupación central, más allá del desafío geopolítico que plantea la invasión, y las devastadoras consecuencias socioeconómicas que traerá consigo, lo que se intenta con estos gestos es proteger la legitimidad del poder burocrático-político ante la crisis. 

 

El viaje, sin embargo, no ha terminado. El siguiente paso es reconocer el trasfondo último, la energía o potencia, que explica estas apariencias y configuraciones cristalizadas de los niveles 1 y 2. Como ya indicamos de pasada, esta energía, que en nuestra época se cristaliza en las formas institucionales y en las formas de vida que impone el capitalismo, puede entenderse universalmente en relación con nuestra condición finita, y por ende, con nuestra lucha por la supervivencia y el poder, que se traduce en explotación, apropiación, guerras y conquistas que hemos vivido a lo largo de nuestra historia, y cuyas raíces pueden seguramente rastrearse en nuestra biología. Todas las tradiciones religiosas mundiales, todas las filosofías y éticas humanistas del mundo han formulado articulaciones dirigidas a disciplinar a los individuos para poner coto a los efectos perniciosos de esta voluntad de vida, convertida patológicamente en voluntad de poder. 

 

Los budistas, por ejemplo, hablan de una confusión básica, que nos hace aprehendernos a nosotros mismos como entidades autosuficientes, dotadas de una existencia inherente, separada del resto del cosmos. Esto es, nos dicen los budistas, lo que subyace a nuestro afán de apropiación y dominio: la cosificación, la fetichización de las personas y las cosas, y nuestras emociones negativas. 

 

O, como dicen los teístas, el origen del dolor, de la guerra, de la injusticia, debemos buscarlo en nuestro olvido de nuestro vínculo filial con Dios, nuestro padre, nuestro origen común, nuestra fraternidad como criaturas, con toda la creación humana y no humana. 

 

Ahora bien, esta tendencia universal a la confusión primordial o al olvido de nuestro origen común nos lleva a percibir nuestra suerte individual desacoplada de la suerte del resto de las criaturas. Sin embargo, el modo en el cual se articula históricamente esta tendencia es peculiar en cada época. En nuestra época, esa tendencia adopta la forma del capitalismo neoliberal, en camino de convertirse, según algunos pensadores, en una suerte de neofeudalismo corporativo digital, militarizado y financiarizado.

 

Lo que distingue al capitalismo de otros órdenes y sistemas de relaciones sociales y ecológicas previas es el hecho de que la ignorancia básica, el olvido, es el fundamento del sistema, y las prácticas de competencia, apropiación y desposesión sistemáticas, las claves de su funcionamiento. Las vidas humanas y no humanas están al servicio del capital, convertido en una suerte de genio maligno que ha transformado nuestras existencias en imágenes ilusorias en las pantallas de nuestros ordenadores, o datos numéricos en sus documentos de Excel. 

 

Con esta visión como trasfondo, damos el último paso en nuestro camino hacia la verdad, en la que ésta coincide, por fin, con la realidad. Regresamos al nivel 1, a la experiencia superficial de la guerra, de los refugiados, de la muerte. Los sentimientos morales siguen ahí, pero ahora sabemos que una solución exige mucho más que una condena emotivista, emblemas, emoticones o banderas en nuestras cuentas de Instagram. Necesitamos una revolución, una transformación radical, un nuevo comienzo, otro mundo posible. 

 

TALANTES FILOSÓFICOS

Sobre el realismo y el antirrealismo     Introducción   Uno de los debates filosóficos más encendidos del momento gira en torno a cuestiones...