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NOSOTROS, ESOS DESCONOCIDOS

 En Quién sabe dónde vive, publicado en El País el 31 de octubre de 2025, Martín Caparrós convierte el desconcierto político en una reflexión sobre la imposibilidad de conocernos como comunidad. El texto sugiere que toda nación se construye sobre una ficción compartida: una imagen del “nosotros” que nunca coincide con su realidad múltiple. Esto no es una novedad —Benedict Anderson lo señaló hace más de cuatro décadas en Comunidades imaginadas—, pero adquiere hoy una nueva fuerza en un tiempo en que las ficciones nacionales ya no logran sostener la experiencia común.

Caparrós reactualiza así una intuición que atraviesa toda la teoría moderna de la nación: la comunidad política no se funda en un vínculo real, sino en la creencia compartida de pertenecer a un mismo relato. En mi propia experiencia, esa tensión entre relato y realidad adopta otra forma. Pertenezco a una generación distinta, marcada por la violencia estatal y por la complicidad civil que la sostuvo, pero obligada a vivir esa violencia sin cita previa. Cuando se produjo el golpe no era siquiera un púber; y no solo crecí bajo el peso de la historia, sino que la violencia, el ocultamiento y la hipocresía fueron el pan nuestro de cada día de mi niñez. Comprendí más tarde que mi grupo social no solo había legitimado discursivamente la dictadura, sino que había integrado el aparato burocrático que hizo posible la desaparición y el expolio de miles de personas. Esa conciencia me expulsó del país y definió mi vida entera. Pero la distancia no borra la pertenencia: uno sigue siendo del lugar donde aprendió a callar. Desde entonces mi relación con Argentina es la de una lealtad quebrada, una pertenencia en disputa entre la memoria y el desencanto.

Esa experiencia temprana me hizo comprender, años después, lo que Caparrós expresa con agudeza: que la imagen que cada uno tiene de su país no coincide con lo que ese país es. Todos proyectamos nuestra parte —nuestro entorno, nuestras lecturas, nuestros valores— sobre una totalidad imaginaria que llamamos “Argentina”. Pero esa totalidad es contingente: una composición inestable de instituciones, lenguas, territorios, burocracias y afectos sostenida apenas por un nombre. En esa palabra se condensa una aspiración de unidad que nunca se cumple y que, sin embargo, necesitamos creer posible para seguir habitando juntos una ficción de comunidad.

Y el nombre es el problema. Todo nombre produce una totalidad: un círculo de sentido que delimita lo que pertenece y lo que queda fuera. “Argentina” designa una comunidad, pero también excluye todo lo que no encaja en el imaginario que la nombra. La identidad nacional no es un hecho sino una operación: una frontera trazada con palabras. Cada nombre encierra su negación constitutiva: afirmar lo argentino es negar lo que queda fuera de lo argentino.

El problema, sin embargo, no se limita, como nos gustaría creer, al caso argentino. Remite a una cuestión más amplia: la relación entre las palabras y las cosas, entre los signos y aquello que pretenden nombrar. Los nombres, y especialmente los nombres colectivos —“pueblo”, “nación”, “identidad”—, no describen una realidad previa: la producen. En ese sentido, todo discurso sobre la identidad está ya implicado en una forma de poder. De ahí la pregunta que recorre, explícita o implícitamente, este texto: ¿podemos seguir haciendo política de identidad de manera significativa o coherente cuando el propio acto de nombrar constituye la exclusión que dice combatir?

De ahí que la nación sea, por definición, una dialéctica entre totalidad y parte. La totalidad aspira a englobar la diversidad bajo un mismo signo —una bandera, una lengua, una memoria—, mientras las partes resisten o exceden esa integración. Los autoritarismos intentan realizar la unidad suprimiendo la diferencia; las democracias la administran, tolerando su conflicto sin resolverlo. Cada elección nos lo recuerda: el todo al que creíamos pertenecer nunca fue homogéneo. Lo que llamamos “nosotros” no es una esencia, sino una coincidencia transitoria de intereses y expectativas, una ficción de unidad que solo se sostiene mientras nadie pregunta demasiado por sus límites.

El ascenso de Milei no crea esa fractura: la exhibe. Su discurso de odio y exclusión reactualiza una vieja pulsión argentina —la fascinación por la fuerza, la búsqueda del enemigo interno— que atraviesa nuestras instituciones desde su origen colonial. Pero esa lógica ya no proviene del poder hacia abajo; se reproduce desde abajo, entre iguales, cuando una parte del pueblo se levanta contra otra parte del pueblo. En esa inversión del conflicto —cuando los excluidos reproducen el lenguaje del amo— se revela el colapso del lazo simbólico que alguna vez sostuvo la idea de comunidad nacional.

Pero a esto hay que agregar un elemento inédito en su explicitación, aunque constitutivo de nuestro ser colonial. Por primera vez, la subordinación histórica de la Argentina —esa mezcla de fascinación y obediencia ante el poder imperial— se declara sin disimulo. La explicitación es “nuestra”: la de una sumisión voluntaria al proyecto imperialista y colonial estadounidense e israelí. El presidente Milei lo dijo con todas las letras mientras “negociaba” un salvataje financiero diseñado a la medida de la voluntad imperial: su compromiso con Estados Unidos e Israel es incondicional, porque esa es nuestra voluntad e identidad geopolítica y civilizatoria. En esa confesión, que adopta el tono de una entrega orgullosa, se manifiesta la forma contemporánea de nuestra dependencia: no ya impuesta, sino asumida como identidad.

Hace años intento comprender, desde la filosofía política latinoamericana, qué significa hoy la palabra pueblo. En nuestra tradición —de Mariátegui a Dussel, de Fanon a Rodolfo Kusch— el pueblo no es un dato demográfico ni una categoría sentimental, sino una forma de conciencia histórica: el sujeto de los excluidos, la negatividad viva de la nación. El pueblo nombra la herida de la totalidad, no su cumplimiento.

Por eso lo que vivimos no es solo la derrota del peronismo, sino algo más profundo: la fractura del pueblo mismo. Los excluidos se enfrentan entre sí. Hay una parte del pueblo que celebra la crueldad contra otra parte del pueblo, que aplaude la violencia verbal y simbólica dirigida a quienes comparten su misma precariedad. Cuando los pobres se odian entre sí, el lazo moral que sostenía la palabra pueblo se disuelve, y el poder ya no necesita reprimir: le basta con administrar el odio.

Esta lógica del enfrentamiento social no es un accidente argentino; forma parte de una racionalidad política más amplia. Como han mostrado Christian Laval, Pierre Dardot, Pierre Sauvêtre y Haud Guéguen en La opción por la guerra civil. Otra historia del neoliberalismo (Traficantes de Sueños, 2024), el neoliberalismo se funda en la elección deliberada de la guerra civil como forma de gobierno. No se trata de una metáfora: la guerra, en su acepción neoliberal, es el dispositivo que permite organizar la sociedad desde el conflicto permanente, convertir la competencia en virtud y la enemistad en motor de la vida social. La paradoja, señalan los autores, es que el neoliberalismo, mientras proclama la libertad individual y el mercado como horizonte de emancipación, necesita del Estado y de su poder de coerción para sostener esa guerra interna.

La crisis actual revela así los límites del imaginario político que organizó nuestra vida democrática. No basta con denunciar el neoliberalismo ni con añorar un pasado de justicia social: ambos gestos permanecen presos del mismo horizonte agotado. Necesitamos nuevas categorías para pensar la comunidad, la justicia y la exclusión. Tal vez haya llegado el momento de aceptar que la totalidad no puede volver a unirse, y que la política ya no puede fundarse en la promesa de reconciliación. Una democracia viva debería reconocer la disonancia como condición, no como error: aprender a habitar el conflicto sin convertirlo en enemistad, a sostener un nosotros fracturado sin buscar su falsa unidad.

Si el nombre “Argentina” ha dejado de designar un vínculo real, no es porque el país haya cambiado de esencia, sino porque nunca tuvo una. Las naciones son invenciones que se sostienen en pie mientras creemos en ellas. Pero ese fracaso del nombre no es necesariamente una tragedia: puede ser la oportunidad de pensar otra forma de comunidad. Una comunidad que no se funde en la identidad sino en la responsabilidad; que no busque unidad, sino hospitalidad; que sepa convivir con su propia fractura.

Quizás ese sea el sentido más hondo de la frase final de Caparrós: “no sabemos quiénes somos ni dónde vivimos”. No saber puede ser una forma de saber: la conciencia de que toda identidad es contingente, de que todo nombre encubre una exclusión, de que el “nosotros” es siempre incompleto. Tal vez el futuro de la democracia —y, con ella, el de la esperanza— dependa de asumir esa ignorancia sin miedo. Solo renunciando a la ilusión de unidad podremos empezar, por fin, a pensar en serio la justicia.


© 2025 Juan Manuel Cincunegui
Creative Commons Attribution–NonCommercial 4.0 International (CC BY-NC 4.0)
Se permite la reproducción citando al autor. No se permite uso comercial.

"VOLVER AL MUNDO"

human-rights
Poster de Amnistía Internacional 

Hay momentos y sucesos especialmente interesantes porque desnudan de manera notoria el entramado ideológico y los prejuicios que subyacen a un determinado grupo político o gobierno, pese a la “cosmética comunicacional” que practiquen. 


En este caso, quiero referirme brevemente a lo que desnuda la detención de Milagro Sala y la rabia que el macrismo empieza a acumular frente a las denuncias de los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales que están transparentando el poco apego que tiene el gobierno a los asuntos relativos a la institucionalidad. 

Recordemos brevemente a qué nos referimos: primero fue el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Detención Arbitraria; luego la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH); también, la Mesa Directiva del Parlasur; diversas organizaciones internacionales por la defensa de los derechos humanos como Amnistía Internacional o el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS); y el actual titular de la Organización de Estados Americanos (OEA). También han denunciado la detención: el Primer Ministro de Canadá Justin Trudeau en su reciente visita a la Argentina, como científicos, investigadores universitarios y rectores de todo el país.

Para cualquier observador más o menos objetivo, esto es un lugar común desde el día 1 del mandato de Mauricio Macri, que comenzó con la teatralizada ruptura de la continuidad democrática, imponiendo un presidente ad hoc durante un día, para escenificar la refundación del país (me refiero a Federico Pinedo, el presidente de 24 horas); y siguió con la imposición (a dedo) y por Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) de dos magistrados de la Corte Suprema; y continuó, con otro sin número de medidas extraordinarias que debilitan gravemente la institucionalidad de la República, como el veto ostentoso a leyes fundamentales, como la ley anti-despido; y más recientemente, y más escandalosamente, con la promulgación de un decreto que se salta la letra de la ley de blanqueo para incluir a familiares de funcionarios (contra todas las opiniones, incluidas las de sus propios legisladores) con el fin de beneficiar al presidente y su familia que se encuentran investigados por lavado de dinero, asociados a uno de los escándalos más resonados internacionalmente, como los Panama Papers.

Pero lo de Milagro Sala pone sobre el tapete otra cuestión. Recordarán ustedes que uno de los leitmotiv de la propaganda PRO durante su campaña fue: “Vamos a volver al mundo”. La idea era que la Argentina había estado aislada durante la década pasada y que era hora de hacer a la Argentina un país entre otros países importantes, sacándola de la esfera de influencia tercermundista latinoamericana. El estribillo era acompañado con el desprecio a Venezuela, Cuba, Bolivia, Ecuador, y también Brasil. “Volver al mundo”, era volver a los Estados Unidos y Europa.

Con ese argumento como punto de arranque, el gobierno presionó al congreso para promulgar los instrumentos que necesitaba para un arreglo (muy flojo para la Argentina) con los fondos buitres; y con esa misma lógica, impuso un nuevo entramado administrativo que favorece a las corporaciones en detrimento de la economía local; y con esa misma coherencia ideológica, eliminó retenciones y modificó la legislación y la reglamentación administrativa para seducir a los inversionistas que, por el momento, se conforman con los regalos financieros especulativos que el país le sirve en bandeja, mientras nos hundimos en un nuevo ciclo de endeudamiento.

Lo que el gobierno no parece haber entendido, o no está dispuesto a admitir, es que volver al mundo no significa solamente “volver a los mercados” y “volver a la timba financiera”. Quiere decir, también, volver a un entramado de instituciones, leyes, organizaciones, a una esfera pública internacional, a un poder blando que se ejerce a través de medios, redes sociales, activismo, etc., que en la jerga llamamos “regímenes de derechos humanos”.

La reacción del gobierno es preocupante, como son preocupantes las opiniones de intelectuales y periodistas del establishment que, en un reflejo autoritario, vuelven a repetir los viejos eslóganes del pasado, negándose a aceptar los reclamos internacionales con excusas banales que ponen al desnudo la ideología imperante.




MISIÓN IMPOSIBLE: MÁS ALLÁ DE LA CRÍTICA INMANENTE

  Una ficción banal puede iluminar la arquitectura del pensamiento social contemporáneo. La saga Misión Imposible pertenece a ese tipo de...