PERVERSIDADES: ética comunicacional y complicidad ciudadana. La cuestión del glifosato.

Supongamos que se descubre que cierto producto (le llamaremos “Producto X”) es el causante de una enfermedad que afecta, sobretodo, no a los usuarios de dicho producto, sino a personas inocentes que circunstancialmente viven su vida en los entornos donde el producto se utiliza.

Imaginemos que se abre un debate para decidir si el Producto X, que está dañando seriamente la salud y la vida de individuos que no se benefician con la utilización del mismo, debe seguir siendo utilizado por sus consumidores. Es decir, se discute la prohibición o no de dicho producto.

Ahora imaginemos el debate que se sucita:

1.Aquellos que batallan por la prohibición del producto ofrecen como prueba un conjunto de testimonios corroborados por expertos nacionales e internacionales, que declaran las malformaciones y enfermedades como efecto directo de la exposición a dicho producto X. Se acumulan casos, y se alerta a la población a fin de evitar un crimen prolongado que ha sido silenciado por los productores y usuarios del producto X, pese a las muchas sospechas que la utilización del mismo había levantado desde el comienzo. Se pide la prohibición cautelar de dicho producto hasta que se demuestre fehacientemente que no produce los daños mentados.

2.A continuación, imaginemos que toman la palabra los usuarios y representantes de los productores de X. En esta ocasión, no se habla de modo alguno de los efectos nocivos del producto. Incluso puede que se ignoren completamente los informes, se los tergiverse o intente deslegitimar los mismos anunciando que sus autores y defensores están motivados en la fabricación de las mentiras debido a que son envidiosos del progreso de otros.

Lo que si se enfatiza es lo siguiente: el producto X nos ofrece toda clase de beneficios materiales, nos ha hecho crecer como nunca antes, somos más ricos y modernos, y estamos a las puertas de la prometida república en la que soñamos convertirnos. Es decir, la prohibición del producto X sería una calamidad. No debemos dejamos engañar por quienes postulan 1.

¿Quiénes somos el “todos nosotros” en esta ocasión a quienes se dirigen los defensores de 2?
¿A quiénes les hablan los fabricantes y usuarios del producto X que se enriquecen gracias, dicen, gracias al milagroso invento?
¿Quiénes serán sus cómplices esta vez?

Los usuarios del producto X nos hablan a nosostros, los no usuarios del producto X, que sin embargo, no creemos sentirnos directamente afectados por los efectos nocivos de dicho producto.

Nos dicen:

“Señores, no hagan caso de las quejas de esta gente que dice estar aquejada por la utilización del producto X. Si lo hacen, será peor para ustedes, porque el país entrará en la bancarrota y sus vidas serán miserables. Volveremos al pasado, a la miseria, a no ser nadie, perderemos todos los logros que hemos conseguido (de lo que se desprende que las cosas no han estado tan mal para esta gente) Y continuan: ¡Escuchar a los defensores de 1 es equivalente a renunciar al progreso y al futuro!

Muy bien. Hemos entendido el ultimatum. También hemos entendido el dilema moral.

Por un lado tenemos a una parte de la población que debe pagar con sus vidas, con su calidad de vida y con sus órganos (literalmente) el sometimiento a un entorno envenenado.

Por el otro, una población (Productos y usuarios del producto X, y otros no usuarios que creen beneficiarse indirectamente del progreso de los Productores y usuarios de X) que no están dispuestos a hipotecar su futuro debido a la debilitante benevolencia tonta y compasión idiota de izquierdistas y naturalistas sin cerebro que no aprecian el beneficio que los sacrificios de hoy nos deparan en el futuro. (Claro que los sacrificios no son nuestros, sino de esta pobre gente que nunca cuenta en nuestros cálculos)

En vista de los “argumentos” ofrecidos, la población vuelve a ofrecer el veredicto solicitado por Pilatos. No hay que prohibir X. ¡Que se crucifique al inocente!

Para evitar la vergüenza es posible que se administre alguna medida “cosmética”. Lo importante es el futuro, nuestro futuro, “el futuro de todos”.

Ahora nos toca imaginar al niño A con sus riñones destrozados para toda la vida.

O al niño B con los miembros deformes para toda la vida.

O al feto C destrozada para siempre su promesa de ser alguien en este mundo debido a los efectos del producto X.

También concedamos que muchos de los defensores de la postura 2, pese a ser los privilegiados que se benefician con la utilización de tan sospechoso producto, son los mismos que se niegan a colaborar impositivamente a las arcas públicas con el fin de expandir servicios básicos como la salud de la población que ellos mismos ponen en peligro, mientras se rasgan las vestiduras por los despilfarros del Estado que no hace otra cosa más que robarles lo que han logrado con el duro trabajo.

¿Quién será entonces responsable de la maldad? ¿Quién será responsable de la barbarie?

La historia se repite. Los poderosos nos engañan, nos hacen cómplices de sus porquerías. Así fue en el pasado: ocurrió con los muchachos de Chicago, en la época menemista y vuelve ha ocurrir ahora. Como rebaños de imbéciles y cretinos nos dirigimos sin desvío al corral de nuestra perdición moral. No escarmentamos.


Recordemos:

Hace algunas décadas, se argumentaba que no se podía establecer la relación causal entre el consumo de cigarrillo y enfermedades como el cáncer de pulmón. Las políticas sanitarias se enfrentaron a las poderosas empresas tabacaleras cuando el porcentaje de los "fallecimientos por lo obvio" comenzó a convertirse en un problema para las arcas públicas. En aquella época lejana, los maridos fumaban en los pasillos de los hospitales mientras esperaban el nacimiento de sus hijos; fumaban las embarazadas; fumaban los niños porque todos fumábamos sin darle un segundo pensamiento al humo que pese a producir vozarrones pastosos, debía fingirse inocuo.

Con lentitud, se han ido implementando políticas para reducir el consumo de la nociva droga, amputando sus beneficios a través de impuestos, reduciendo su presencia publicitaria y restringiendo su consumo en los espacios públicos, a fin de revertir décadas de voluntaria ceguera por parte del poder político inducida generosamente por los interesados. Hay quienes se resisten, pero no hay quien niegue los males que produce.

Algo similar ocurrió con las políticas ecológicas. Durante muchos años fue obsesión de “radicales” desvariado y enemigos del progreso. Hoy, periodistas, estrellas de cine y políticos retirados se dedican a hacer campaña por preservar la naturaleza. Incluso las empresas que contaminan se adhieren publicitariamente a un bien que todos reconocemos: un planeta verde. Sin embargo, hace algunas décadas, algunas de esas empresas eran las que articulaban para las masas un discurso que denunciaba la disparatada creencia de que la actividad humana pudiera producir un efecto de deterioro en el ecosistema.

Estos ejemplos deberían ser suficientes para quienes, actualmente, se encuentran vacilantes ante cuestiones análogas.

No deberíamos dejarnos engañar por las campañas mediáticas-publicitarias que periodistas, analistas, técnicos de toda índole, aportan. La mayoría sostienen como argumento a su favor la ausencia de evidencias en su contra para justificar la legalidad de los productos que promueven, como si la política sanitaria estuviera obligada a someterse a garantías procesales a la hora de prevenir y proteger a la población.

En este caso me estoy refiriendo a los efectos criminales que la utilización de los desfoliantes utilizados en la producción de la soja transgénica están produciendo en algunas poblaciones argentinas y el carácter expoliador que el modelo de producción actual tiene si lo pensamos desde la perspectiva de las hipotéticas generaciones futuras.

Pese a que los dos grandes empresas de noticias de la Argentina (La Nación y Clarín, próximos al negocio agroindustrial en sus intereses) hayan silenciado importantes informaciones de interés público, hemos sabido que los estudios del CONICET (no son los primeros) han demostrado que existe una relación causal directa entre la exposición de mujeres embarazadas a dosis tres mil veces inferiores a las habituales en zonas de producción y las malformaciones a sus embriones y fetos. Aunque existen innumerables testimonios de los habitantes de algunos poblados que denuncian los efectos nocivos de estas prácticas y la ilegalidad de las mismas en vista a que atentan al derecho a habitar un entorno saludable, los grandes medios han preferido silenciar dichas cuestiones.

La nota que sigue a continuación fue editada por el diario La Nación en su campaña por aterrorizar a la población ante la posibilidad de que se sepa la verdad largamente anunciada.

http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1121563

EL VERDADERO SIGNIFICADO DE LA ESPERANZA

Hace muchos años, Platón imaginó que el universo estaba compuesto por tres esferas de realidad: (1) La esfera Ideal; (2) la esfera del devenir; (3) y el receptáculo material donde la Inteligencia demiúrgica imprimía su imitación del paradigma de las Ideas. El cosmos platónico era un orden óntico en el cual el ser humano participaba y alcanzaba su perfección por medio de la contemplación del mismo.

A finales del siglo XIX, Nietzsche ofreció su relato de la historia de la cultura occidental en el que pretendía haber superado la tradición metafísica clausurando el mundo de las Ideas como mera fabricación, a fin de afirmar el devenir en la forma del Eterno retorno de lo mismo y la Voluntad de Poder.

Nietzsche fue, en muchos sentidos, la culminación de un largo proceso orientado a liberar al hombre de toda determinación teleológica para hacerlo dueño absoluto de sí mismo. Sin Dios, ni Ideas Eternas, sin la autoridad de la tradición, ni el ejemplo paradigmático de un orden natural, el hombre, abandonado en la encrucijada de los fríos silencios espaciales, sólo tenía a su disposición el poder de su voluntad y la creatividad de su inteligencia para asegurarse un destino.

La democracia, el libre mercado y la ciencia moderna son tres de los productos de esa revolución. Sin embargo, a principios del siglo XXI nos encontramos con desafíos que ponen en entredicho la viabilidad del proyecto de emancipación al que habíamos apostado.

Como nos advirtiera Tocqueville en su momento, la fascinación por la acumulación, el enriquecimiento y el comfort privado han acabado por transformar la democracia en una suerte de "despotismo blando". Las campañas políticas recuerdan la llegada de los circos a los pueblos de antaño. La población parece entregada, a veces con escepticismo, otras veces con rabia y muchas veces con indiferencia, al poder de los más audaces buitres de la pirotecnia mediática. Asistimos a la orientalización de la política: El soberano es ahora una sociedad anónima.

La promesa del equilibrio económico, de la armonía que la pujanza de los egoísmos prometía llevar al planeta, ha sido desmentida por la desmesura de la inequidad en lo que respecta a la distribución de oportunidades para el logro de los bienes humanos, la extensión de la corrupción, y el carácter virtual del progreso que nos ha llevado a una bancarrota planetaria.

La ciencia moderna, convertida en cientificismo, y sometida a los mandatos de la tecnología y el mercado, ha alcanzado sus más sofisticados logros en el terreno de la industria de la muerte y la instrumentalización de la vida. Al servicio de la biopolítica, la ciencia amenaza con reducir definitivamente lo viviente a mero recurso. Junto a la destrucción del cuerpo y el entorno asistimos a la imposición de una disciplina de lo superficial que se concentra en la frivolización de todos nuestros logros espirituales.

Frente a las amenazas y desafios que tenemos delante, diversas modalidades de respuesta se ejercitan:

1.Hay quienes creen que es posible que la propia actividad del hombre "deshumanizado" y sus prácticas (consensuadas democráticamente, fieles al modelo de "crecimiento" liberal y su racionalidad desvinculada e instrumental) ofrezcan la solución que el mundo necesita.

2.Hay quienes consideran esta posición una arrogancia que ilustra a la perfección el espíritu de nuestra propia incapacidad y ponen su esperanza en un ser trascendente o un designio invisible que nos redima de nuestra propia ignorancia.

3.Hay, finalmente, quienes consideran que nuestra suerte está echada, y que deberíamos, contrariamente a lo que los “esperanzados” pretenden, preparar a la humanidad para una catástrofe ineludible.

Cualquiera sea la respuesta a la que uno se adhiera (probablemente fruto de nuestro temperamento y no el ejercicio de nuestra racionalidad práctica), resulta frívolo, en todo caso, creer que podemos desechar las restantes sin ofrecer una seria reflexión a las mismas, considerando la gravedad de lo que nos atañe.

CONTRA EL NARCISISMO DEL AHORA

Existimos en una matriz de discursos siempre perimidos. Siempre llegamos tarde a nuestro tiempo. Eso es lo que tiene vivir bajo el imperio de la moda. Abocados a lo novedoso (que siempre viene desde el futuro), cuando finalmente reconocemos lo actual, este ya pertenece al pasado.

Se ha instalado en la Argentina, una reivindicación intransigente de la oportunidad de hoy (de lo que ahora tenemos entre manos, de la ocasión histórica) que el pasado y el futuro dan la impresión de poner en entredicho, incluso boicotear.

El 'ahora' reivindicado por algunos, quiere ser un ahora absoluto, radical, quiere ser un ahora libre, autónomo. Por un lado, escindido de las ataduras y obligaciones que tenemos con el pasado, con aquellos que nos han precedido, con quienes han sido 'heridos en su integridad corporal y personal'. Por el otro, libre de las demandas de responsabilidad que nos llegan desde el futuro por parte de aquellos aun no nacidos que exigen condiciones apropiadas para su existencia hipotética.

El pasado fue un presente pleno de promesas. Promesas incumplidas que aun exigen cumplimiento. Algunos ciudadanos de la patria actual pretenden no cumplir con su deber para con aquellos que se han ido o para con aquellos que sufren las injusticias de ayer.

Estar en el presente significa ser destinatario de un pasado, beneficiario de una heredad que trae consigo responsabilidades ineludibles. Pero para muchos ese pasado quiere ser clausurado: el pasado se condena por ser pasado, por ser historia.
"La Argentina es hoy", repiten. "Dejemos que el pasado sea pasado", es decir, que se convierta en olvido.

La memoria es dar ciudadanía a quienes ya no están, darles el lugar que les pertenece en el relato de lo que somos.

Pero eso no es todo. Quienes reivindican este "ahora" desvinculado, autónomo, irresponsable, no sólo pretenden silenciar el pasado sino también el futuro. No quieren que hablen los que nos precedieron, ni quieren que hablen los que aun no han llegado a nuestro mundo, porque unos y otros parecen complotar contra las promesas narcisistas del ahora.

Las identidades tiene algo de eterno que sólo se pone de manifiesto en el tiempo. Ningún instante es la totalidad, pero 'cada segundo, como señalaba Walter Benjamin, es una pequeña puerta por la que podría aparecer el Mesias'.

El 'nosotros' que somos no es como los objetos de ubicación simple estudiados por las ciencias naturales. Argentina no es un lugar, ni la suma de sus ciudadanos, ni el conjunto de las instancias históricas que la protagonizan como tal, aunque tampoco es algo diferente. Argentina es una entidad irreductible, no por ello menos real, en la que participamos ofreciendo nuestro relato en ese proceso siempre inacabado de auto-interpretación en el que intentamos decir lo que somos en vista de lo que fuimos y aquello a lo que aspiramos a convertirnos.

Contra aquellos que pretenden desentenderse del pasado, cabe esgrimir las promesas que no llegaron a ver la luz del día y por las cuales se sacrificaron nuestros antepasados. Contra aquellos que pretenden desentenderse del futuro, cabe esgrimir la posibilidad del no-ser que imponemos a las generaciones futuras.
De este modo, el pasado y el futuro se solidarizan contra el presente narcisista que pretende absolutizarse.

Voy a señalar dos cuestiones que ilustran esto que estoy intentando torpemente plantear ahora mismo y que ejemplifican esta fascinación obnubilada y destructiva que reina en nuestra patria.

La primera cuestión gira en torno al intento reiterado por desprestigiar la reescritura de la historia reciente con la excusa de que dicha reescritura, dicha memoria creativa, se ha convertido en un obstáculo para 'crecer'.

La segunda cuestión es el silenciamiento concertado ante la apuesta codiciosa de la agro-industria que se niega a participar en cualquier tipo de debate en torno al patrimonio común de las generaciones, "la tierra viva", que se encuentra en peligro de convertirse en "tierra muerta".

¿ARGENTINA PARA QUÉ?

Quisiera decir dos cosas sobre la cuestión de la identidad o auto-definición de la Argentina. Comenzaré explicando la pregunta que figura en el título de la nota: ¿Para qué algo como la Argentina?
O para decirlo de otro modo: ¿Qué sentido tiene seguir creyendo en la existencia de la nación Argentina?
O de otra manera: ¿Qué hay en el fondo de la argentinidad que merezca la pena ser preservado?
O: ¿Por qué razón no deberíamos, como propugnan algunos, reducir Argentina a una marca, un envoltorio vacío que sirva a los particulares a alcanzar sus fines privados?

La supervivencia de Argentina depende (ineludiblemente) de un tipo de lealtad que supere los intereses sectoriales que dividen al país. Pero esa lealtad sólo puede ser articulada si somos capaces de ofrecer respuesta a la pregunta acerca del por qué la nación, por qué y para qué la patria.

Ahora bien, si nos preguntamos ahora mismo cuáles son los factores que ponen en peligro la continuidad identitaria de la Argentina, su capacidad de auto-definirse de modo tal que sea factible la proyección de un futuro común en un escenario internacional caníbal como en el que nos encontramos, creo que debemos conceder que los mayores obstáculos giran en torno a dos cuestiones:
1.El modelo de Estado
2.El modelo de distribución de riqueza

Aunque los fantasmas golpistas permanecen en el imaginario colectivo, y en los discursos de los representantes políticos como acusación o amenaza, no parece que podamos regresar, de momento al menos, a la época de los cuartelazos. Eso no significa que no haya otros modelos destituyentes que puedan cumplir funciones análogas.

Sin embargo, lo que se encuentra en el camino (como obstáculo) para la construcción de una lealtad más amplia (es decir, la articulación de una identidad común que nos preserve) son las respuestas dispares con las que nos enfrentamos al '¿Para qué la Argentina?'.
Es decir, una vez que hemos asegurado acuerdo respecto a la cuestión del estado de derecho, lo que sigue es preguntarnos acerca de lo que nos motiva a participar en la construcción nacional.

La política, en última instancia, debe ofrecernos la ocasión de responder a las preguntas más sencillas. Pese al ruido mediático que la rodea, la persona ajena a los entreveros del poder tiene que ser capaz de decidir su propia lealtad eludiendo las cortinas de humo, la actividad panfletaria y las zancadillas que mutuamente se imponen unos a otros los candidatos.

Es por esa razón que empiezo por lo más sencillo, por una pregunta ingenua:
¿Argentina para qué?
O para decirlo de otro modo. ¿Por qué razón preferimos ser un 'nosotros' en contraposición a un 'cada cual a lo suyo'?
¿Qué razones nos impulsan a compartir una identidad a chaqueños, catamarqueños, santacruceños y porteños de mestizajes diversos?
¿Qué es lo que nos motiva a imaginarnos ciudadanos de una misma patria?
¿Qué es lo que nos conduce a imaginar y cultivar una proximidad con esos otros desconocidos que viven bajo una misma denominación nacional?

Una manera de decidir al respecto es la que ofrecen los diversos modelos 'ultra-liberales', que pretende reducir la nación a la suma exclusiva de los intereses particulares. El 'para qué Argentina' se responde de manera puramente instrumental. Somos argentinos porque es lo que nos toca y nos conviene por las razones que fueren. La Argentina es un nosotros fragmentado, un conjunto de átomos en pugna por lograr sus conveniencias: crecimiento económico, seguridad personal, educación y status social, etc.

Sin embargo, la explicación adolece de raigambre en la experiencia. ¿Es así como vivimos nuestra patria? ¿Es de ese modo como imaginamos lo que somos? Si esto es cierto, nos da lo mismo ser argentinos u otra cosa. Pero basta con ver la tristeza y la alegría que estampamos en nuestro rostro cuando la selección nacional gana o pierde un partido (algo tan futil como un partido de fútbol) para comprender que no experimentamos nuestra nacionalidad como un medio para el logro de nuestros fines particulares. No podemos reducir lo que somos a lo que nos conviene. Pero, si no es así, ¿Cómo entendernos a nosotros mismos: los argentinos?

Para empezar, recordemos lo más obvio: nosotros pasaremos, pero nuestros hijos estarán aquí cuando hallamos dejado de ser. Nuestros padres y abuelos, venidos de donde sea, y por las razones que fueran, hicieron posible nuestra existencia en esta tierra. Además de los emprendimientos materiales, nos regalaron una lengua y un sentido, un escenario que muchas veces transitamos indiferentes, como si nos hubiera caído del cielo. En eso que llamamos la argentinidad de la Argentina, la esencia de lo que somos, se aglutina el pasado y el futuro, y transversalmente hace iguales a un desposeido analfabeto del impenetrable chaqueño, un estirado de Recoleta y un ciudadano con plenos derechos de la villa 31.

Por eso, la primera pregunta que debemos hacernos a la hora de hacer política, a la hora de participar como ciudadanos del modo que sea en el quehacer nacional, es para quién hacen política nuestros políticos, o para decirlo de otro modo ¿Cuál es el 'nosotros' al que sirven?

La derecha vernácula siempre ha tenido algo de 'perverso' cosmopolitismo. Habrá que ver si hay una alternativa que pueda imaginar una Argentina para todos, que anteponga los intereses particulares de hoy, en pos de un mañana que nunca está asegurado; una cesión en los privilegios circunstanciales en pos de aquello que nos congrega.

G-20: EL FUTURO DE TODOS

La foto debía ser como los daguerrotipos que recuerdan una fecha ilustre en la que el mundo cambió de dirección irremediablemente.

Dicen que Hegel vio pasar a Napoleón bajo su ventana en Jena, y supo que presenciaba el final de la historia.

Sin embargo, pese a los artilugios mediáticos, el G-20 no acaba de convencernos, a nosotros que miramos desde la ventana el paso del tiempo. ¿Por qué? Puede que sea como dice Atilio Borón, a la reunión del G-20 que debía destronar una manera de hacer el mundo, le ha faltado lo más fundamental: la filosofía.

Es conocido el interrogante, pero no está de más reiterarlo para ponernos frente a los ojos aquello que es más esencial:
¿Por qué el ser y no la nada?
O para decirlo de otro modo, ¿qué es lo que nos mueve a la preservación?
y ya puesto en la faena, ¿qué bienes son los que nos convocan? ¿a qué Dioses sirven nuestros gobiernos?
Siempre hay un Dios (visible o invisible) detrás de los mandatos de los gobernantes terrestres.

Hay momentos en los que el lenguaje dice mucho más acerca de nuestras creencias implícitas que nuestras explícitas articulaciones.
¿Salvar la economía? ¿Salvar el sistema financiero?

El reinado de lo económico parece resistir las embestidas de la plebe. Da que pensar que la crisis en torno a la cual nos jugamos el destino, además de económica, sea medioambiental, alimentaria, laboral, hídrica, institucional, y un largo etcétera.

Ahora hay que preguntar de verás:
¿Para qué y para quién se toman las medidas que se toman?
¿Quiénes son los destinatarios reales de nuestros planes de ayuda?
¿Cuáles son los bienes a los que nos aferramos?

Asomados a las ventanas, ajenos a los cálculos de tecnócratas y abanderados, recibimos las decisiones con una mezcla de incredulidad e impaciencia. Mientras el sufrimiento de lo muchos se expande y el futuro de todos se estrecha, nos preguntamos a quién representan estas gentes que dicen representarnos.

Esa es la pregunta más sencilla y más urgente de la política, la única que debería incumbir a los hipotéticos ciudadanos libres de las presuntas sociedades democráticas en las que vivimos.
No es baladí la cuestión cuando el barco se hunde y no hay botes salvavidas para todos.

Hace muchos años Soren Kierkegaard habló alegóricamente de nuestro mundo como de un gran navío que avanza alocado a través de peligrosas aguas nocturnas mientras su capitán, indiferente al peligro, festeja con el resto de los pasajeros en las salas de juego. De nada valen las suplicas, nos dice Kierkegaard, de un único pasajero que sospecha y anuncia el peligro.

La alegoría se convirtió en un acorde de realidad con el hundimiento del Titanic. El pretendido progreso que se nos inculcaba, supimos, podía llevarnos a una catastrofe.

'A toda máquina', exclamaban.
'Llegaremos a Nueva York antes de lo previsto'.

La arrogancia de los ingenieros, la imbecilidad cómplice de los oficiales y la pretensión de los inversores, unidos, produjeron aquel crimen atroz.

Una nueva catástrofe, un nuevo acorde de la alegoría kierkegaardiana estamos viviendo en estos días. Mientras escribimos estas líneas, hay ya muchos que se han ahogado, y otros han caído al agua y patalean sin esperanza. No saldrán con vida del evento.

Mientras tanto, los ricos en la cubierta organizan los botes salvavidas para escapar al desastre. No veo por qué razón deberíamos permanecer como entonces, a la espera de que los oficiales organicen la escapatoria.

Sabemos lo que nos toca teniendo en cuenta el lugar que se nos han asignado en el barco.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...