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NOSOTROS, ESOS DESCONOCIDOS

 En Quién sabe dónde vive, publicado en El País el 31 de octubre de 2025, Martín Caparrós convierte el desconcierto político en una reflexión sobre la imposibilidad de conocernos como comunidad. El texto sugiere que toda nación se construye sobre una ficción compartida: una imagen del “nosotros” que nunca coincide con su realidad múltiple. Esto no es una novedad —Benedict Anderson lo señaló hace más de cuatro décadas en Comunidades imaginadas—, pero adquiere hoy una nueva fuerza en un tiempo en que las ficciones nacionales ya no logran sostener la experiencia común.

Caparrós reactualiza así una intuición que atraviesa toda la teoría moderna de la nación: la comunidad política no se funda en un vínculo real, sino en la creencia compartida de pertenecer a un mismo relato. En mi propia experiencia, esa tensión entre relato y realidad adopta otra forma. Pertenezco a una generación distinta, marcada por la violencia estatal y por la complicidad civil que la sostuvo, pero obligada a vivir esa violencia sin cita previa. Cuando se produjo el golpe no era siquiera un púber; y no solo crecí bajo el peso de la historia, sino que la violencia, el ocultamiento y la hipocresía fueron el pan nuestro de cada día de mi niñez. Comprendí más tarde que mi grupo social no solo había legitimado discursivamente la dictadura, sino que había integrado el aparato burocrático que hizo posible la desaparición y el expolio de miles de personas. Esa conciencia me expulsó del país y definió mi vida entera. Pero la distancia no borra la pertenencia: uno sigue siendo del lugar donde aprendió a callar. Desde entonces mi relación con Argentina es la de una lealtad quebrada, una pertenencia en disputa entre la memoria y el desencanto.

Esa experiencia temprana me hizo comprender, años después, lo que Caparrós expresa con agudeza: que la imagen que cada uno tiene de su país no coincide con lo que ese país es. Todos proyectamos nuestra parte —nuestro entorno, nuestras lecturas, nuestros valores— sobre una totalidad imaginaria que llamamos “Argentina”. Pero esa totalidad es contingente: una composición inestable de instituciones, lenguas, territorios, burocracias y afectos sostenida apenas por un nombre. En esa palabra se condensa una aspiración de unidad que nunca se cumple y que, sin embargo, necesitamos creer posible para seguir habitando juntos una ficción de comunidad.

Y el nombre es el problema. Todo nombre produce una totalidad: un círculo de sentido que delimita lo que pertenece y lo que queda fuera. “Argentina” designa una comunidad, pero también excluye todo lo que no encaja en el imaginario que la nombra. La identidad nacional no es un hecho sino una operación: una frontera trazada con palabras. Cada nombre encierra su negación constitutiva: afirmar lo argentino es negar lo que queda fuera de lo argentino.

El problema, sin embargo, no se limita, como nos gustaría creer, al caso argentino. Remite a una cuestión más amplia: la relación entre las palabras y las cosas, entre los signos y aquello que pretenden nombrar. Los nombres, y especialmente los nombres colectivos —“pueblo”, “nación”, “identidad”—, no describen una realidad previa: la producen. En ese sentido, todo discurso sobre la identidad está ya implicado en una forma de poder. De ahí la pregunta que recorre, explícita o implícitamente, este texto: ¿podemos seguir haciendo política de identidad de manera significativa o coherente cuando el propio acto de nombrar constituye la exclusión que dice combatir?

De ahí que la nación sea, por definición, una dialéctica entre totalidad y parte. La totalidad aspira a englobar la diversidad bajo un mismo signo —una bandera, una lengua, una memoria—, mientras las partes resisten o exceden esa integración. Los autoritarismos intentan realizar la unidad suprimiendo la diferencia; las democracias la administran, tolerando su conflicto sin resolverlo. Cada elección nos lo recuerda: el todo al que creíamos pertenecer nunca fue homogéneo. Lo que llamamos “nosotros” no es una esencia, sino una coincidencia transitoria de intereses y expectativas, una ficción de unidad que solo se sostiene mientras nadie pregunta demasiado por sus límites.

El ascenso de Milei no crea esa fractura: la exhibe. Su discurso de odio y exclusión reactualiza una vieja pulsión argentina —la fascinación por la fuerza, la búsqueda del enemigo interno— que atraviesa nuestras instituciones desde su origen colonial. Pero esa lógica ya no proviene del poder hacia abajo; se reproduce desde abajo, entre iguales, cuando una parte del pueblo se levanta contra otra parte del pueblo. En esa inversión del conflicto —cuando los excluidos reproducen el lenguaje del amo— se revela el colapso del lazo simbólico que alguna vez sostuvo la idea de comunidad nacional.

Pero a esto hay que agregar un elemento inédito en su explicitación, aunque constitutivo de nuestro ser colonial. Por primera vez, la subordinación histórica de la Argentina —esa mezcla de fascinación y obediencia ante el poder imperial— se declara sin disimulo. La explicitación es “nuestra”: la de una sumisión voluntaria al proyecto imperialista y colonial estadounidense e israelí. El presidente Milei lo dijo con todas las letras mientras “negociaba” un salvataje financiero diseñado a la medida de la voluntad imperial: su compromiso con Estados Unidos e Israel es incondicional, porque esa es nuestra voluntad e identidad geopolítica y civilizatoria. En esa confesión, que adopta el tono de una entrega orgullosa, se manifiesta la forma contemporánea de nuestra dependencia: no ya impuesta, sino asumida como identidad.

Hace años intento comprender, desde la filosofía política latinoamericana, qué significa hoy la palabra pueblo. En nuestra tradición —de Mariátegui a Dussel, de Fanon a Rodolfo Kusch— el pueblo no es un dato demográfico ni una categoría sentimental, sino una forma de conciencia histórica: el sujeto de los excluidos, la negatividad viva de la nación. El pueblo nombra la herida de la totalidad, no su cumplimiento.

Por eso lo que vivimos no es solo la derrota del peronismo, sino algo más profundo: la fractura del pueblo mismo. Los excluidos se enfrentan entre sí. Hay una parte del pueblo que celebra la crueldad contra otra parte del pueblo, que aplaude la violencia verbal y simbólica dirigida a quienes comparten su misma precariedad. Cuando los pobres se odian entre sí, el lazo moral que sostenía la palabra pueblo se disuelve, y el poder ya no necesita reprimir: le basta con administrar el odio.

Esta lógica del enfrentamiento social no es un accidente argentino; forma parte de una racionalidad política más amplia. Como han mostrado Christian Laval, Pierre Dardot, Pierre Sauvêtre y Haud Guéguen en La opción por la guerra civil. Otra historia del neoliberalismo (Traficantes de Sueños, 2024), el neoliberalismo se funda en la elección deliberada de la guerra civil como forma de gobierno. No se trata de una metáfora: la guerra, en su acepción neoliberal, es el dispositivo que permite organizar la sociedad desde el conflicto permanente, convertir la competencia en virtud y la enemistad en motor de la vida social. La paradoja, señalan los autores, es que el neoliberalismo, mientras proclama la libertad individual y el mercado como horizonte de emancipación, necesita del Estado y de su poder de coerción para sostener esa guerra interna.

La crisis actual revela así los límites del imaginario político que organizó nuestra vida democrática. No basta con denunciar el neoliberalismo ni con añorar un pasado de justicia social: ambos gestos permanecen presos del mismo horizonte agotado. Necesitamos nuevas categorías para pensar la comunidad, la justicia y la exclusión. Tal vez haya llegado el momento de aceptar que la totalidad no puede volver a unirse, y que la política ya no puede fundarse en la promesa de reconciliación. Una democracia viva debería reconocer la disonancia como condición, no como error: aprender a habitar el conflicto sin convertirlo en enemistad, a sostener un nosotros fracturado sin buscar su falsa unidad.

Si el nombre “Argentina” ha dejado de designar un vínculo real, no es porque el país haya cambiado de esencia, sino porque nunca tuvo una. Las naciones son invenciones que se sostienen en pie mientras creemos en ellas. Pero ese fracaso del nombre no es necesariamente una tragedia: puede ser la oportunidad de pensar otra forma de comunidad. Una comunidad que no se funde en la identidad sino en la responsabilidad; que no busque unidad, sino hospitalidad; que sepa convivir con su propia fractura.

Quizás ese sea el sentido más hondo de la frase final de Caparrós: “no sabemos quiénes somos ni dónde vivimos”. No saber puede ser una forma de saber: la conciencia de que toda identidad es contingente, de que todo nombre encubre una exclusión, de que el “nosotros” es siempre incompleto. Tal vez el futuro de la democracia —y, con ella, el de la esperanza— dependa de asumir esa ignorancia sin miedo. Solo renunciando a la ilusión de unidad podremos empezar, por fin, a pensar en serio la justicia.


© 2025 Juan Manuel Cincunegui
Creative Commons Attribution–NonCommercial 4.0 International (CC BY-NC 4.0)
Se permite la reproducción citando al autor. No se permite uso comercial.

LOS DISCURSOS


Cuando escuchamos un discurso político, especialmente en el momento de una asunción presidencial como la que presenciamos o visionamos ayer, esperamos ver y escuchar algo sustancial. Todos los argentinos, supongo, esperábamos alguna definición, alguna respuesta a la pregunta que todos nos hacemos: ¿Y ahora qué? ¿Hacia dónde vamos?

Un presidente es el representante del pueblo. No está allí para mandar, sino para obedecer el mandato de su pueblo. Suponemos que ha escuchado la voluntad popular y ha tomado las riendas del gobierno para servirlo, conduciéndolo hacia el propósito que explícita o implícitamente ha expresado con su voto el soberano (el pueblo).

En ese sentido, esperamos que en una discurso inaugural se desplieguen, aunque más no sea de manera imprecisa, los grandes ejes de la política por venir. En ese sentido, ¿cómo no incluir en el discurso algún elemento utópico? Aunque la utopía sea eso: un no-lugar. Y, por ello, un fin inalcanzable, irrealizable, es en esa mística utópica donde los pueblos abrevan sus esperanzas y alimentan su voluntad de autogobierno.  

El objetivo de la democracia no es establecer una serie de mecanismos procedimentales que nos permitan elegir a un gestor experimentado para nuestra empresa. En la práctica democrática los ciudadanos ejercitan y construyen su identidad colectiva y su diferencia, dándole forma a su destino común. Por esa razón, la pregunta “¿hacia dónde vamos ahora?” es tan importante, y el impasse retórico tan perturbador e incisivo. Queremos saber, imaginar, cual es el horizonte de nuestra travesía colectiva.

Los discursos políticos, como ocurre también con la expresiones artísticas, exigen una especial sensibilidad.  De la misma manera que hay que entrenar la mirada y el oído para disfrutar de un cuadro o una sonata, debemos entrenar nuestra sensibilidad para apreciar la retórica política.  

En muchos sentidos, vivimos en una época en la que el arte y la política están de capa caída. En muchos sentidos hemos perdido esas habilidades, tan prominentes en otras épocas. Con el arte y la política ha pasado algo semejante a lo ocurrido con el lenguaje religioso. La distancia entre el espectador u oyente y la expresión a la que se le invita, es análoga a la distancia entre amplias masas de la ciudadanía y la retórica política.

¿Cómo suplimos en nuestro tiempo este vacío? El crítico de arte se ha convertido en el sacerdote de nuestro tiempo en el ámbito de la expresión artística. Consumimos más crítica, más comentario literario, que arte mismo. De manera semejante, consumimos más periodismo que política, y más terapia que espiritualidad. Pero ni lo que dice el critico es arte, ni lo que dice el periodista es política, ni lo que expresa el terapeuta es religión o espiritualidad.

Ahora bien, si nuestro anhelo es ser verdaderamente, genuinamente, auténticamente libres, tenemos que aprender a mirar, a escuchar, a interpretar por nosotros mismos, a participar en primera persona en todas estas esferas. En la esfera política, que es la que aquí nos interesa, se trata de volver a las fuentes. Leo Strauss nos animaba a volver a las fuentes de la filosofía política. Es decir, a los pensadores y a los discursos de los dirigentes. En nuestro caso, tenemos que prestar atención a las expresiones de nuestros líderes, aprender a interpretarlas, a leer entrelíneas. Es decir, educarnos a trabajar con la textura de la política allí donde se producen sus expresiones más elocuentes.

De lo contrario, estamos condenados a ser prisioneros de la frivolidad que manufactura el lenguaje publicitario y el corsé de las redes sociales.

Por su puesto, de manera análoga a lo que ocurre con el arte contemporáneo y la espiritualidad terapéutica que desacreditan el arte mayúsculo y la genuina espiritualidad, una parte importante del descrédito de la política se la debemos a los propios políticos que han traicionado su esfera de acción poniéndose en manos de periodistas, asesores de imagen y publicistas.

Pero eso no significa que el arte, la espiritualidad o la política en sí mismas sean esferas a descartar a favor de un modo más pragmático de comunicación, como el que nos propone la política de gestión empresarial (la cual, por definición, no puede ser auténticamente democrática, sino sólo “formalmente” democrática). La política de gestión propone un orden funcional jerarquizado que sólo prevé el alineamiento de la ciudadanía, y no la discusión abierta de los asuntos públicos en un plano horizontal.

El discurso del nuevo presidente fue una clara expresión de este tipo de política de gestión empresarial. Las discusiones importantes no se llevan a la plaza pública. Como vimos en los últimos días, las negociaciones se realizan de espaldas a la ciudadanía, entre expertos o actores preeminentes que en todos los sentidos están exentos de la vigilancia a la cual se somete cualquier funcionario público en un régimen democrático. La política de peso se hace de espaldas al pueblo.

En la plaza se escenifica el voto de confianza, se hace un llamado a una falsa unidad que se nutre del des-empoderamiento de las diferencias. Se personifica una profesionalidad que asegure la eficacia a la hora de cumplir con los mandatos de los accionistas y votantes del nuevo proyecto en el cual la democracia, como ideal utópico, está subordinado a la geopolítica corporativa.

La escenificación política que vimos el día anterior a la asunción, en la despedida a Cristina Fernández de Kirchner, es la política que ha expresado de mejor o peor modo el kirchnerismo durante los últimos doce años. La política entendida, con sus más o con sus menos, como camino de liberación.

En este sentido, y pensando en los tiempos que corren, el kirchnerismo pretende ser un antídoto que nos libere del cautiverio del branding.

Por supuesto, hay siempre algo de “branding” en la política. Los políticos están siempre en campaña. Al elegir un candidato o una fuerza política, estamos eligiendo un estilo de vida, estamos sumando una dimensión clave en nuestra narrativa existencial.

Definirnos como radicales, peronistas, kirchneristas, macristas, troskistas, ecologistas, feministas o simplemente “apolíticos” viene acompañado con estilos y caracterizaciones distinguibles en muchas otras esferas de nuestra existencia.

No es lo mismo que elegir un par de zapatillas o jeans, o el lugar donde vacacionamos, pero no hay duda que hay una oscura (y tal vez indescifrable) conexión entre las diversas dimensiones de nuestra vida. Eso no significa, evidentemente que vivamos coherentemente, ni siquiera que podamos o debamos hacerlo.

Sin embargo, la comunicación política no puede reducirse al branding sin dejar de ser política y convertirse en una forma de despotismo soft.

Por esa razón, nuestra responsabilidad es aprender a leer la retórica política, aproximarnos a ella filosófica, incluso espiritualmente. Una educación democrática de calidad, una educación auténticamente liberal o libertaria exige ese componente. Necesitamos aprender política como necesitamos aprender a leer y escribir o hacer deportes, yoga o meditación. Una vida sin educación política es una vida de esclavitud.

Una aproximación de este tipo es lo que nos permitirá liberarnos de la dominación que el mercado ejerce sobre nuestra subjetividad, al mismo tiempo que nos ayuda a participar de esa tarea loable y necesaria que implica liberar  a la propia política de la dominación que ejercen sobre ella los medios de comunicación masivos.  

En esta dirección quisiera rescatar el fragmento final del discurso pronunciado por Cristina Fernández de Kirchner el día 9 de diciembre en la histórica Plaza de Mayo, en el cual la exmandataria señala el camino de construcción en el cual debemos comprometernos durante los próximos años aquellos que nos paramos en la vereda opositora.


Dice Cristina Fernández:

"Decirles mis queridos compatriotas, que cada uno de ustedes, cada uno de los 42 millones de argentinos, tiene un dirigente adentro. Que cuando cada uno de ustedes, cada uno de esos 42 millones de argentinos, sienta que aquellos en los que confió y depositó su voto lo traicionaron, tome su bandera, y sepa que él es el dirigente de su destino, y el constructor de su vida, que esto es lo más grande que le he dado al pueblo argentino, el empoderamiento popular, el empoderamiento ciudadano, el empoderamiento de las libertades, el empoderamiento de los derechos.
Gracias por tanta felicidad, gracias por tanta alegría, gracias por tanto amor. Los quiero. Los llevo siempre en mi corazón.
Y sepan que siempre estaré junto a ustedes.
Gracias a todos.”

LA MEDITACIÓN PRO. Sobre economía, política y espiritualidad.


(1)

En estos días, la ciudad de Buenos Aires se prepara para recibir a un supuesto "maestro espiritual", a quien se conoce como Sri Sri Ravi Shankar. La serie de espectáculos organizados, entre otros, por el PRO del Ingeniero Mauricio Macri, ha concitado debates que merecen nuestra atención. Rodriguez Larreta ha anunciado que Buenos Aires se prepara para convertirse en “la ciudad del amor” y convoca a los porteños a participar en una maratón meditativa que haga frente a la crispación política reinante, y a la violencia que nos rodea. Mientras tanto, supimos que además de los famosos locales, quienes imitando las veleidades de los iconos de Hollywood confiesan su admiración hacia el Gurú, muchos otros personajes políticos y sociales se anotan en la partida.

La iniciativa de Macri no es una estrategia desprolija de última hora. El proyecto forma parte del ADN de la política amarilla, con el cual se identifican los militantes y simpatizantes de esta agrupación que hoy gobierna la ciudad de Buenos Aires, convertida en la principal referencia opositora al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. La legisladora Hotton y el Rabino Bergmann, entre otros, son dos referentes emblemáticos de la agrupación que pueden cómodamente ubicarse en el panteón de los “espirituales” PRO.

Lo que no voy a hacer en este post  es meterme con Ravi Shankar. Creo que erramos si ofrecemos como argumento la estrategia de desacreditar al personaje. Ni el valor de las entradas del evento, ni las credenciales del guruji deberían formar parte de nuestra reflexión. Mucho más interesante resulta explicar en qué consiste la práctica meditativa, qué entendemos por espiritualidad, dónde ubicar las cuestiones que se suscitan en este ámbito en el espectro de otros intereses y actividades humanas, etcétera. Y desde allí, tratar de explicar por qué no compartimos la pasión que ha suscitado entre algunos esta visita y otras por el estilo.

En breve, en esta entrada no nos sumaremos a las campañas proselitistas que promueve la farándula, ni enfrentaremos el asunto utilizando argumentos ad hominem. Lo que haremos es intentar clarificar las cuestiones de fondo.

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Empecemos con el marco de referencia. Para ello, de manera exclusivamente propedéutica, dibujemos un mapa que nos permita orientarnos en estos temas. 

Aristóteles nos animó a distinguir entre dos esferas de la actividad humana. La primera esfera, a la que podemos considerar infraestructural, es aquella en la cual los seres humanos se ocupan de la economía, entendida ésta en sentido amplio. Es decir, se ocupa de las relaciones familiares y de los negocios, de la supervivencia y la reproducción. Sobre la base de estas actividades, Aristóteles identificó las esferas de la Política y la Filosofía, en las cuales los seres humanos se dedican, fundamentalmente, al logro del Bien y la Verdad.

Ahora, hablemos de la relación entre estas esferas:
  1. Con respecto a la relación entre la economía y la política, muchas cosas hemos dicho ya en este blog.  En resumidas cuentas, si pensamos en esta relación en el contexto de la discusión en torno a la llamada “antipolítica” (uno de los aspectos preeminentes del trasfondo neoliberal) la cuestión resulta claramente discernible. Para nuestros contrincantes en el debate, la política debe estar supeditada a los mercados. El rol del político es meramente subordinado y “policial”. Se ocupa exclusivamente de atender a la “espacialidad y temporalidad”  que configuran los fines y las variables económicas. Si pensamos el asunto en clave weberiana, como nos enseñó MacIntyre, la contrafigura del político es el CEO, gerente o empresario, quien le marca la agenda al poder político, define las metas y establece los medios que el poder político ejecuta, persuadiendo, disuadiendo o reprimiendo.  Si ahora nos fijamos en la concepción de los individuos en este contexto, nos encontramos con una comprensión atomística de los mismos. Los individuos son eso, átomos sociales, en interacción con otros átomos sociales, conformando a partir de esa interacción configuraciones epifenoménicas que ofrecen ocasión para la conformación de diversas identidades solapadas, al tiempo que se los entiende como mero recurso humano de las redes de producción, servicio y consumo que conforman el orden sistémico de la economía. Frente a la antipolítica, se esgrime, en clave aristotélica (también marxista), la siguiente pregunta: ¿Qué vida vale la pena de ser vivida? Y a partir de ella, se articula una pugna en torno a la verdad, el bien y el poder que define a los contrincantes a partir de principios como la libertad y la igualdad, por un lado, pero en función de su comprensión y su extensión. Es decir, quiénes merecen ser libres y cómo se define la igualdad, y entre quiénes se distribuyen los beneficios de la misma. La política es la esfera que define lo que se incluye o se excluye en la definición de la imaginada comunidad en la que establecemos un “nosotros”.
  2. La siguiente distinción es entre política, por un lado, y la filosofía, la religión y la espiritualidad por el otro. En este caso me ciño a algunas ideas muy interesantes que surgieron a partir de la lectura de Leo Strauss, en especial, en sus consideraciones respecto al Platón de Al Farabi. En breve, la relación entre la filosofía y la política es una relación compleja en la cual, aparentemente, la política tiene preeminencia. Sin embargo, la pregunta por la vida buena que guía al filósofo, no puede ser respondida de manera plena por la política. Hay muchas maneras de presentar las razones de por qué la política se queda a mitad de camino, pero, fundamentalmente, podemos decir que el filósofo, de manera análoga a lo que hizo el político en relación con sus compromisos “íntimos”, superándolos al hacerse cargo del bien común, (el filósofo) se encuentra compelido por un compromiso universalista que interroga, cuestiona, asume críticamente una resistencia frente al “nosotros”  que la soberanía política constituye por medio de la exclusión. La pregunta filosófica acerca de la vida buena se encuentra siempre en tensión o incluso en oposición al poder. Por supuesto, en relación al poder económico y, en este contexto, al intento de las élites por marcarle la agenda al poder político, el filósofo se encuentra del lado de la comunidad política, porque la subordinación de la política a la economía siempre va en detrimento de la vida buena, de la vida que merece la pena vivirse. Pero también es cierto que la política es capaz de matar al filósofo o desterrarlo cuando este se convierte en una amenaza a su legitimidad.
  3. La relación entre la filosofía, por un lado, y la religión y la espiritualidad, por el otro, se define a partir de la consideración de la trascendencia, del más allá, y se pone de manifiesto, especialmente, en ocasiones como la enfermedad y la muerte, en la experiencia del fracaso y en vista a los límites inherentes al florecimiento humano. De nuevo, la religión, la espiritualidad y la filosofía comparten una posición no reduccionista en lo que concierne a los individuos frente a la economía y la política. La identidad humana no es meramente funcional a los mecanismos de reproducción y producción, pero tampoco se resuelve en los círculos identitarios políticos y sociales de pertenencia. Hay instancias como la muerte, la enfermedad, el fracaso, etcétera, en los cuales el ser humano reconoce unas instancias de su realidad que lo iguala a otros al trascender las especificidades culturales y las asociaciones ideológicas que lo definen.
  4. Con respecto a la distinción entre la religión y eso que se llama “espiritualidad”, digamos que las diferencias son más difíciles de establecer. De manera preliminar, digamos que a diferencia de la religión, estrechamente asociada a una expresión, a una lengua específica, para decir el más allá de esta vida y lo que eso implica en última instancia para esta vida nuestra de todos los días, la espiritualidad pretende asociarse con una experiencia y comprensión de lo real (“lo místico”) que va más allá de la palabra humana, en todo caso se trata de experiencias y comprensiones que se modelan en la escucha de un logos prearticulado que expresa lo sagrado, o el silencio como fuente de una verdad no condicionada.

(3)

En vista a esta introducción, me gustaría decir algo sobre la “espiritualidad" en boga, y la propuesta meditativa que el gobierno de la ciudad de Buenos Aires promueve y comercializa en estos días.

Esta fascinación PRO con los asuntos "espirituales" asociados al "marketing de la buena vida" (que no es lo mismo que los ideales de la "vida buena") y a la estética de lo privado, se encuentra asociada a una concepción de lo público que atrae a las derechas planetarias. Se trata de prácticas empobrecidas y distorsionadas que se nutren con antiguas recetas de auténticas pedagogías que no deberíamos menospreciar, pero que las élites de las finanzas, algunos empresarios famosos, estrellas del espectáculo y sobre todo las clases medias, en su afán mimético, asiduamente exploran, en su afán de estetizar sus rutinas con la intención, en palabras del filósofo Ernst Tugendhat, de descansar de sus respectivas egocentricidades mediante una suerte de olvido de sí.  

En este sentido, la meditación promovida se ofrece como un puente que une la actividad meramente económica con la más sutil de las bases a partir de la cual los individuos establecen su identidad. El resultado es una espiritual que queda vaciada de sentido al concebir al ser humano como mero agente económico y a la espiritualidad como una actividad vacacional frente a las obligaciones del homo economicus.

Como señaló de manera apropiada el pensador católico Jacques Maritain, el horizonte de formación al que aspiramos es "el hombre integral", un hombre que resuelve o se enfrenta a sus conflictos sin eludirlos ni esconderlos. La práctica espiritual siempre debe comenzar con el reconocimiento explícito de la condición humana, es decir, con la asunción del sufrimiento y la injusticia. A partir de este diagnóstico es preciso establecer las causas y condiciones de nuestra condición presente, evaluando la posibilidad de una auténtica liberación/curación. La hipótesis de la libertad y la justicia debe ir acompañada por un itinerario formativo que nos lleve de la esclavitud presente y la injusticia reinante, a la libertad y la igualdad.

Estos factores fundacionales de la práctica espiritual están, a mi entender, ausentes en las iniciativas que promueve la ciudad de Buenos Aires y sus socios, quienes, pese al rimbombante llamado al amor y a la verdad con el cual presentan sus productos, se adhieren sin escrúpulos a una concepción cuasi-darwinista de las relaciones humanas, justificando de esta manera la opresión y las desigualdades, al tiempo que se asocian a una filosofía neoliberal, utilitarista y antipolítica, que convierte a las antiguas sabidurías en otro ornamento curricular diseñado a la medida de aquellos que viven una existencia acrítica y cultivan posiciones conservadora respecto al status quo.

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