Hay momentos en los que un intercambio aparentemente banal revela tensiones profundas en la cultura contemporánea. Eso es lo que ocurre con la reciente polémica alrededor de Matthieu Ricard —el “hombre más feliz del mundo”— y el artículo de Javier Cercas en El País,[i] donde salió en su defensa tras la crítica del historiador neerlandés Rutger Bregman.[ii] A primera vista, la discusión gira en torno a la meditación, el altruismo y la felicidad personal. Pero, en realidad, lo que está en juego es la manera en que pensamos el sufrimiento y, sobre todo, cómo ciertas figuras públicas europeas despolitizan estructuralmente la injusticia mediante una retórica moral de la neutralidad.
La controversia se originó cuando Rutger Bregman cuestionó la figura de Ricard, señalando que su mensaje de transformación interior evade las estructuras económicas y políticas que producen sufrimiento. Para Bregman, el énfasis en la felicidad personal —por más bienintencionado que sea— termina funcionando como un dispositivo de adaptación al orden vigente, un modo de neutralizar la indignación moral frente a la injusticia. Cercas respondió defendiendo a Ricard y acusando a Bregman de caricaturizarlo: sostuvo que la vida monástica y la práctica compasiva de Ricard constituyen una forma de ejemplaridad personal y no un proyecto político, y que exigirle acción social sería desconocer la naturaleza de su compromiso espiritual. El problema, sin embargo, no reside en la sinceridad de Ricard ni en la buena fe de Cercas, sino en el marco conceptual desde el que ambos piensan el sufrimiento.
En 2014 participé en un Summer Research organizado por Mind & Life Europe, la rama europea de la fundación creada décadas atrás por el líder budista tibetano Dalai Lama y el científico Francisco Varela. Había regresado a Europa tras cuatro años enseñando en la Universidad del Salvador, un período marcado por mi encuentro con la filosofía de la liberación y por una conciencia más aguda sobre la responsabilidad histórica de los intelectuales. Ricard era uno de los invitados principales. Acababa de volver de Chile y presentaba con entusiasmo su propuesta de Inner Revolution, invitando a cultivar una transformación interior como vía decisiva para cambiar el mundo.
Tras su exposición, me acerqué para preguntarle si no le había resultado problemático hablar de “revolución interior” en un país que aún se debatía con el legado del golpe militar de 1973: una dictadura de diecisiete años, la instauración de un régimen que funcionó como laboratorio pionero del neoliberalismo y, todavía en 2014, expresiones persistentes de desigualdad e injusticia estructural. Le señalé que, en ese contexto, la apelación a la transformación espiritual podía adquirir sentidos ambiguos, especialmente cuando las heridas históricas seguían abiertas y cuando la violencia económica, social y cultural continuaba marcando la vida cotidiana de millones de personas.
La reacción fue evasiva. Pero lo más revelador no fue su respuesta, sino la lógica subyacente del discurso: el sufrimiento social quedaba reducido a un asunto de interioridad, a lo que Ricard llama mindprint, es decir, a la suma de motivaciones, visiones y disposiciones mentales de los individuos. En ese marco, los procesos históricos —la violencia estatal, la desigualdad estructural, el laboratorio neoliberal en que se convirtió Chile tras 1973— se desdibujaban hasta convertirse en un simple telón de fondo moral. Lo que era una trama de fuerzas políticas y económicas aparecía reinterpretado como un déficit de claridad interior, como si la transformación social dependiera ante todo de ajustar nuestras actitudes y no de confrontar las estructuras que producen la injusticia.
A esto habría que añadir algo que para mí es fundamental. Soy de los que piensan que la política exige que prestemos atención a nuestras motivaciones y que seamos leales a nuestras visiones del bien; la acción pública no puede separarse de la integridad moral. Pero no soy tan ingenuo como para creer que basta transformarnos individualmente para producir un mundo más justo. La historia demuestra, una y otra vez, que la virtud privada puede coexistir sin fricción con las formas más ominosas de explotación y dominación; que la moral individual, incluso cuando es sincera, no garantiza la justicia, ni altera por sí sola la lógica de las estructuras que producen desigualdad y sufrimiento. Por eso no hay manera de disociar una dimensión de la otra: sin motivación interior no hay compromiso político, pero sin transformación estructural la ética se vuelve un lujo de privilegiados. La dificultad en el discurso de Ricard —como veremos— es precisamente su tendencia a reducir la injusticia a un problema de claridad interior y a menospreciar, o cuando menos atenuar, la dimensión histórica y material del daño.
Una anécdota que ilumina el modelo ético de Ricard procede de una serie de conversaciones que el Dalai Lama mantuvo con científicos, intelectuales y activistas comprometidos con la crisis climática. Estas jornadas, celebradas en su residencia oficial en McLeod Ganj, en Dharamsala, reunieron a especialistas de diversas disciplinas para examinar la relación entre ética, ecología y responsabilidad global. En una de las sesiones, dedicada a explorar la diferencia entre la “huella ecológica” y la “huella positiva” y a evaluar herramientas rigurosas para medir el impacto ambiental, el investigador en sostenibilidad Gregory Norris presentó un análisis detallado sobre cómo cuantificar el daño y diseñar intervenciones estructurales que mitigaran la crisis climática. Fue en ese contexto, orientado al estudio técnico de métricas y políticas públicas, donde Ricard introdujo la anécdota del heredero de Mars, la corporación familiar estadounidense conocida por sus productos de confitería —M&M’s, Snickers, Milky Way— y por ser una de las mayores empresas privadas del sector alimentario.
Al concluir la presentación de Norris, Ricard tomó la palabra para desplazar el énfasis de la sesión hacia un terreno distinto: el de la motivación individual. En lugar de continuar examinando las dinámicas estructurales que producen impactos ecológicos, ofreció una historia que —según él— demostraba que la transformación auténtica comienza en la esfera interior. Relató la experiencia del dueño de Mars, el heredero multimillonario que habría adoptado un modelo de triple bottom line —personas, planeta, beneficios— y reducido voluntariamente los márgenes de ganancia de la empresa para mejorar las condiciones de los trabajadores en Ghana y disminuir su impacto ambiental. Para Ricard, este gesto ilustraba lo que denomina mindprint: la “huella mental” o disposición interior que precede a toda acción ética. En su lectura, cuando la visión interior es la correcta —compasiva, lúcida— incluso quienes ocupan posiciones de enorme poder económico pueden reorientar sus prácticas y generar transformaciones significativas en el mundo.[iii]
Sin embargo, cuando el Dalai Lama interviene a continuación, no responde directamente al ejemplo, sino al marco conceptual que lo sostiene. Retoma el eje original de la conversación —el análisis sistémico del sufrimiento ecológico— y ofrece una observación que, sin confrontación explícita, corrige a Ricard:
“Desde una perspectiva más amplia —dice—, el capitalismo, con su énfasis en el beneficio y la avidez, crea enormes problemas. Si pensamos en otras teorías socioeconómicas, como el marxismo o el socialismo, al menos en su ideal, se preocupan más del bienestar común.”
La intervención del Dalai Lama es amable en la forma, pero contundente en su contenido. No cuestiona la buena voluntad del empresario mencionado por Ricard, pero desplaza la conversación hacia el plano que Ricard había dejado de lado: la estructura. Allí donde Ricard propone un modelo moral centrado en la motivación individual, el Dalai Lama recuerda que los problemas ecológicos, sociales y económicos no pueden comprenderse sin atender a las condiciones sistémicas que generan el sufrimiento. Y añade un matiz crucial: el hecho de que los regímenes que se autoproclamaron socialistas hayan destruido ecosistemas o reproducido formas autoritarias no invalida el ideal, sino que muestra cómo las ideologías pueden instrumentalizarse para el control político cuando no se encarnan en prácticas justas. Lo que está diciendo, en realidad, es que sin una transformación de las formas de organización económica y política —sin una crítica de la lógica de acumulación y del poder corporativo— ninguna intención individual, por luminosa o sincera que sea, resulta suficiente.[iv]
La intervención del Dalai Lama, lejos de la neutralidad espiritual con la que se le suele asociar en Occidente, es un recordatorio de que la compasión sin política es una coartada. También es una refutación indirecta a la ligereza con la que Ricard suele tratar la relación entre ética y estructura.
Esto es especialmente evidente en el contexto chileno. Muchos de los discípulos chilenos de Ricard, como ocurrió en su momento con Humberto Maturana y Francisco Varela, reproducen una forma particular de equidistancia: ponen en el mismo plano al gobierno constitucional de Allende y a la dictadura militar, como si se tratara de dos “errores simétricos”. Esa lectura no es una opinión política: es el resultado de una ontología. La teoría de la clausura operativa —en la que ambos científicos fueron pioneros— tiende, cuando se traslada al ámbito social, a neutralizar la alteridad y a disolver el conflicto: la injusticia se convierte en “perturbación”, la violencia en “desacople”, y la historia en un problema de observación.[v]
Ricard, desde otro registro, reproduce exactamente ese movimiento. Su idea de “revolución interior” —tan celebrada por las élites culturales europeas como sus equivalentes neocoloniales latinoamericanos— desplaza la transformación social hacia la perfección de la mente individual. Y lo hace mediante un lenguaje que, al despolitizar el sufrimiento, lo vuelve culturalmente aceptable, estéticamente luminoso y moralmente confortable: un sufrimiento sin historia, sin estructuras y sin responsables, reducido a un problema de visión o de disposición interior.
En ese punto entra Javier Cercas. En El País, en un artículo titulado “La verdad sobre el monje Ricard”, Cercas responde a Bregman, cuyo propio artículo —“El hombre más feliz del mundo, un monje budista, no movió un dedo por los demás”— apareció días antes en el mismo diario. La estrategia retórica de Cercas es sutil, pero transparente: desplaza la crítica estructural hacia un debate sobre la virtud individual. ¿No sería —pregunta— la felicidad personal condición para la felicidad colectiva? ¿No habría dedicado Ricard suficientes esfuerzos a los demás en forma de libros, fotografías o proyectos humanitarios?
El problema no es la defensa que Cercas hace de Ricard. El problema es el modelo intelectual que activa para hacerlo. Cercas convierte una crítica política —la omisión sistemática de la injusticia estructural en el discurso espiritual contemporáneo— en un examen moral sobre la virtud individual. Ese desplazamiento, que presenta la neutralidad como lucidez y la moderación como profundidad, coincide con un patrón más amplio de su intervención pública: la tendencia a proteger a determinadas figuras culturales mediante un lenguaje que se declara “equilibrado” o “matizado”, pero que en la práctica refuerza posiciones fuertemente ideológicas.
Ese es exactamente el caso de Mario Vargas Llosa. Desde hace años, Cercas celebra y defiende al novelista peruano no solo por su obra literaria, sino —y esto es decisivo— como referente ético y político. En su libro El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina, el politólogo argentino Atilio Borón desmonta el papel del Nobel como intelectual orgánico del neoliberalismo latinoamericano. El prólogo del volumen, escrito por Ana María Ramb, permite comprender con mayor nitidez la lógica ideológica en juego. Ramb describe a Vargas Llosa como un “hechicero”, no por su talento narrativo, sino por su función cultural: un intelectual que actúa como legitimador del orden neoliberal, en abierta contraposición con la tradición crítica de Zola, Cortázar o García Lorca. Lejos de asumir una postura comprometida con la justicia o la emancipación, Vargas Llosa opera —según Ramb— como un vocero elegante de un sistema que perpetúa la dominación en América Latina.[vi] Su figura cumple una tarea precisa: naturalizar el capitalismo realmente existente, presentar la desigualdad como un efecto “inevitable” del progreso, y desactivar toda imaginación política que apunte a transformarlo.[vii]
Esa caracterización ilumina la perspectiva de Cercas. Su defensa moral de Ricard repite, a otra escala, el mismo movimiento de neutralización ideológica que Borón identifica en el caso del escritor peruano. Lo que se presenta como matiz, prudencia o equilibrio no es neutralidad; es una forma de encubrimiento. Es un modo de traducir conflictos históricos, económicos y sociales en dilemas de carácter, y de sustituir la crítica estructural por una pedagogía moral reconfortante.
El capítulo I de El hechicero de la tribu lo muestra con claridad: Vargas Llosa no es simplemente un novelista con opiniones políticas, sino un operador cultural del neoliberalismo, alguien cuya trayectoria —como demuestra Borón— va del entusiasmo inicial por la Revolución Cubana a una adhesión casi religiosa al mercado, acompañada de un rechazo sistemático a toda forma de pensamiento crítico. Borón reconstruye este recorrido como un proceso de transfiguración ideológica: del joven comunista al liberal militante, del escritor comprometido a un agente que, desde su prestigio literario, legitima privatizaciones, políticas de shock, desigualdades estructurales y hasta golpes de Estado. Sus intervenciones públicas, analizadas por Borón en detalle, no buscan comprender los procesos históricos sino desactivarlos, convirtiendo la conflictividad social en un problema de mentalidad, responsabilidad individual o moralidad cívica.[viii]
Esta operación —el desplazamiento de lo estructural a lo moral— es exactamente lo que Cercas reproduce en su defensa de Ricard. En ambos casos, el sufrimiento se traslada al ámbito de la interioridad y las causas históricas que lo producen quedan difuminadas. La injusticia aparece como un problema de actitudes o valores personales, mientras las estructuras de explotación, desigualdad y violencia política son relegadas a un segundo plano o directamente invisibilizadas. La figura del intelectual queda así reducida a un trabajo de armonización, no de crítica; a una pedagogía de la virtud, no a una confrontación con el orden que genera el daño.
Pero este gesto no es accidental: responde a una infraestructura intelectual que, en el caso de Vargas Llosa, tiene un linaje preciso. Su pertenencia durante años a la Mont Pelerin Society —el círculo fundado en 1947 por Friedrich Hayek y Milton Friedman— lo sitúa en la tradición más influyente del neoliberalismo contemporáneo. Desde la perspectiva reconstruida por Philip Mirowski, la Mont Pelerin no fue un simple foro académico, sino unlaboratorio transnacional dedicado a reconfigurar el sentido común moderno, articulando economistas, filósofos, juristas y empresarios para producir un nuevo régimen de verdad: la idea de que la libertad individual solo es viable dentro de un orden de mercado desregulado, y que toda intervención estatal en defensa de la igualdad constituye una amenaza civilizatoria.[ix]
Conviene subrayar que esta lectura no pretende desmerecer la obra literaria de Vargas Llosa, cuya calidad y relevancia estética no están aquí en cuestión, como tampoco lo están —en el caso de Ricard— su compromiso religioso ni su prolongada dedicación monástica. Mi análisis se limita al lugar que ambos ocupan en la constelación intelectual contemporánea y al modo en que ciertas orientaciones éticas, políticas y epistemológicas se articulan en su intervención pública. La distinción entre la producción literaria o espiritual y el posicionamiento ideológico resulta indispensable para evitar confundir planos heterogéneos y, al mismo tiempo, para comprender cómo determinadas configuraciones de autoridad cultural pueden funcionar como vectores involuntarios de legitimación del orden dominante.
Philip Mirowski ha mostrado con detalle cómo este grupo operó como una red de pensamiento estratégico destinada a: (1) desmantelar la legitimidad intelectual del Estado social; (2) convertir el mercado en principio ontológico y moral; y (3) adiestrar a una generación de “intelectuales orgánicos” capaces de trasladar ese credo al espacio público. Vargas Llosa —como señala Borón— cumple ese papel a la perfección: traduce la doctrina de la Mont Pelerin al lenguaje de la moderación y la sensatez, convirtiendo una arquitectura de dominación económica en una ética de la responsabilidad individual.
Este proceso no puede comprenderse sin atender a la infraestructura institucional que acompañó al proyecto neoliberal. Mirowski ha demostrado que dicha red no solo produjo ideas: configuró mecanismos de consagración, diseñó premios, reforzó jerarquías académicas y construyó dispositivos internacionales para otorgar autoridad epistémica a sus representantes. El ejemplo paradigmático es el llamado “Premio Nobel de Economía” —creado en 1968 por el Banco de Suecia—, cuyo propósito no fue reconocer un campo científico consolidado, sino dotar de legitimidad pública a una visión particular de la economía, estrechamente vinculada a la tradición de Hayek, Friedman, Buchanan, Stigler y Becker. Esta operación de ingeniería simbólica transformó un premio que no es parte del legado Nobel en un instrumento de consagración global, capaz de sellar, ante el público, la naturalidad del mercado, la racionalidad competitiva y la idea de que la economía constituye una ciencia exacta separada de la historia y la política.
El caso de Vargas Llosa debe leerse dentro de esta misma lógica. Su visibilidad internacional —incluido el Nobel de Literatura— forma parte de un ecosistema cultural donde las instituciones que otorgan prestigio consagran, a menudo sin declararlo explícitamente, un horizonte neoliberal que convierte la libertad en mercado, la subjetividad en empresa de sí y la desigualdad en un problema moral. El modo en que Vargas Llosa se presenta como heredero de Hayek —a quien dedica uno de los capítulos centrales de La llamada de la tribu— coincide con este movimiento: no es solo afinidad intelectual, sino inscripción en una constelación institucional global que reconoce, premia y amplifica voces capaces de traducir el ideario neoliberal al lenguaje de la cultura democrática liberal.[x]
Es aquí donde la transición con Cercas se vuelve nítida. La defensa que el novelista español realiza de Ricard reproduce, en miniatura, la misma gramática: la sustitución de la historia por la psicología, de la estructura por la virtud, del conflicto por el matiz. Lo que en Vargas Llosa opera como una maquinaria político-cultural —instituciones, think tanks, redes de influencia, organizaciones como la Fundación Internacional para la Libertad[xi]— en Cercas funciona como un reflejo discursivo: el gesto retórico de transformar toda disputa material en un ejercicio de ponderación moral.
Cuando Cercas defiende a Vargas Llosa —como cuando defiende a Ricard— no está simplemente reivindicando una obra o una biografía. Está preservando un lugar simbólico: el lugar del intelectual que se presenta como neutral, pero cuya neutralidad sirve para proteger el centro ideológico del neoliberalismo cultural. Una neutralidad que se pronuncia contra los extremos, pero no contra la desigualdad; que celebra la moderación, pero no la justicia; que se conmueve ante la belleza de la serenidad interior, pero no ante el sufrimiento estructural.
Cercas y Ricard forman así un espejo perfecto. Uno espiritualiza la política; el otro estetiza la neutralidad. Ambos desplazan la pregunta por el sufrimiento hacia la interioridad moral. Y ambos consolidan, sin decirlo, una pedagogía cultural en la que el conflicto real desaparece bajo la superficie pulida de la virtud privada.
Frente a esa tendencia, la filosofía de la liberación —de Dussel a Fanon, de Ambedkar a Federici— nos recuerda que la política comienza donde la neutralidad se vuelve imposible. Que el sufrimiento no es una “perturbación” ni una “motivación”, sino el efecto de estructuras que privilegian a unos y despojan a otros. Que la ética no es autorrealización, sino responsabilidad hacia la víctima. Que la felicidad, sin mundo, es una ficción cómoda.
Es ahí donde la intervención del Dalai Lama adquiere sentido pleno. No es una anécdota espiritual: es un recordatorio. El sufrimiento humano no se alivia solo con estados mentales. Se alivia con justicia. Y eso exige transformar estructuras, no únicamente conciencias.
La pregunta, por tanto, no es si Ricard es altruista, ni si Cercas tiene razón en defenderlo. La pregunta es otra: ¿qué cultura queremos producir en un mundo devastado por desigualdades, crisis ecológica y violencia estructural? Una cultura que celebra la serenidad interior del privilegiado, o una cultura que escucha la verdad del sufrimiento y reconoce su origen histórico.
La neutralidad —esa virtud tan europea— no es un refugio. Es una posición política. Y como toda posición, tiene consecuencias.
Notas
[i] Javier Cercas, “La verdad sobre el monje Ricard”, El País, sección Ideas. https://elpais.com/eps/2025-11-08/la-verdad-sobre-el-monje-ricard.html
[ii] Rutger Bregman, “El hombre más feliz del mundo, un monje budista, no movió un dedo por los demás”, El País, sección Ideas. https://elpais.com/ideas/2025-10-14/el-hombre-mas-feliz-del-mundo-un-monje-budista-no-movio-un-dedo-por-los-demas-a-que-dedicaras-tu-tu-larga-carrera.html
[iii] Dunne, J. D., & Goleman, D. (Eds.). (2017). Ecology, ethics, and interdependence: The Dalai Lama in conversation with leading thinkers on climate change (pp. 101). Wisdom Publications.
[iv] Dunne, J. D., & Goleman, D. (Eds.). (2017). Ecology, ethics, and interdependence: The Dalai Lama in conversation with leading thinkers on climate change (pp. 102). Wisdom Publications.
[v] En una conversación con Cornelius Castoriadis, Francisco Varela justificó su neutralidad política del siguiente modo: distinguió entre la posición que ocupa como científico y la que ejerce como ciudadano, señalando que el trabajo científico opera en un plano metodológico que exige prudencia y distancia respecto de cualquier toma de partido. Según Varela, la biología y la teoría de la autonomía no pueden, por sí mismas, producir una política; sus categorías pertenecen a un nivel distinto del que rige la acción colectiva y las instituciones. Por esa razón —sostenía— la intervención política debe apoyarse en una intuición ciudadana, no en los modelos o hipótesis que la ciencia elabora para describir la vida.
Pero esta distinción, legítima en el plano epistemológico, se vuelve problemática cuando se utiliza para justificar una neutralidad más amplia que incluye también la esfera pública. Lo que se confunde entonces son dos registros heterogéneos: el de la neutralidad metodológica que la ciencia exige para comprender ciertos fenómenos, y el de la responsabilidad política que incumbe a todo ciudadano frente a la injusticia histórica. Como sugieren también algunas tradiciones budistas, es una confusión entre la verdad convencional —que rige la ética, la acción y el sufrimiento concreto— y la verdad última —que orienta la investigación sobre la mente y la experiencia. La neutralidad necesaria para la segunda no puede convertirse en una coartada para suspender la primera. Véase, Castoriadis, C. (2011). Life and creation. En G. Rockhill (Ed. y Trad.), Postscript on insignificance: Dialogues with Cornelius Castoriadis (pp. 58–73). Continuum.
[vi] Las crónicas que Mario Vargas Llosa escribió tras sus viajes a Palestina en 2005 y 2015 —publicadas en El País y recogidas posteriormente en Israel/Palestina. Paz o guerra santa— constituyen un ejemplo paradigmático de la mirada que convierte un conflicto colonial en un drama moral simétrico. En Los justos (2005), el escritor describe la ocupación en términos de “fanatismos de uno y otro lado”, “vecinos irreconciliables”, “tragedias humanas”, categorías que, lejos de nombrar la estructura de dominación, reinscriben la violencia en una gramática de dos demonios que deshistoriza el conflicto y diluye la asimetría radical entre una población ocupada y un Estado que ejerce una política sistemática de colonización, segregación y desposesión.
Aunque Vargas Llosa reconoce la existencia de abusos, la figura de los “justos” israelíes —periodistas, activistas y académicos que denuncian la ocupación— funciona como eje ético que reorganiza la lectura: la estructura colonial desaparece, reemplazada por un relato de conciencia individual, valentía moral y testimonio. La pregunta política es sustituida por la categoría del carácter. La dominación se convierte en un paisaje ético.
En 2016, el reportaje de Juan Cruz sobre el viaje del Nobel a Hebrón refuerza este marco. Cruz enfatiza la entrega de Vargas Llosa al oficio de reportero —la libreta, la escucha, la voluntad testimonial— y recoge incluso el elogio de Gideon Levy, figura central del periodismo crítico israelí. Pero el relato vuelve a organizarse sobre una matriz humanista: el conflicto aparece como un duelo de “odios” y “heridas”, un enfrentamiento moral entre sujetos equivalentes. La estructura colonial se reabsorbe en la estética del equilibrio. El sufrimiento palestino se vuelve materia narrativa; la violencia de Estado, paisaje.
Leído a la luz del genocidio posterior en Gaza, este marco adquiere un significado más preciso: la estética liberal de la equidistancia produce un borramiento sistemático de las condiciones materiales e históricas que generan el daño. Lo que se presenta como imparcialidad periodística es, en realidad, un dispositivo de neutralización política. La ocupación deja de ser un régimen de apartheid para convertirse en un drama humano cuya solución dependería de la buena voluntad, la ética individual o el despertar de la conciencia.
Esta operación coincide con el movimiento que Javier Cercas reproduce en su defensa de Matthieu Ricard. En ambos casos, la crítica estructural se desplaza hacia una pedagogía moral; el conflicto histórico se convierte en dilema de carácter; la violencia política se suaviza como problema de sensibilidades, motivaciones o actitudes. Se trata, en esencia, de un gesto ideológico: convertir la injusticia en un asunto de interioridad. Vargas Llosa lo practica en el registro del gran reportero; Cercas, en el registro del intelectual literario. El resultado es el mismo: el sufrimiento es estetizado y despolitizado.Véase, Cruz, J. (2016, 30 de junio). Vargas Llosa cuenta “los estragos de la ocupación” [Video documental]. El País. En: https://elpais.com/internacional/2016/06/29/actualidad/1467229536_250513.html; Vargas Llosa, M. (2005, 30 de julio). Los justos. El País. En: https://elpais.com/diario/2005/07/30/ultima/1122664802_850215.html; Vargas Llosa, M. (2006). Israel, Palestina: Paz o guerra santa. Aguilar.
[vii] Ramb, A. M. (2019). Prólogo. En A. A. Borón, El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (pp. xi–xiv). Ediciones Akal México.
[viii] Borón, A, (2019). El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina. Ediciones Akal México, pp. 11-32.
[ix] El capítulo que Mario Vargas Llosa dedica a Hayek en La llamada de la tribu constituye una defensa explícita del liberalismo hayekiano como epistemología y como horizonte normativo. Allí adopta sin reservas la tesis central de Hayek según la cual ninguna autoridad puede reunir el conocimiento disperso necesario para dirigir una sociedad compleja, y por ello todo intento de “construcción deliberada” desemboca en coerción. Esta idea se articula con la distinción entre nomos —el orden espontáneo que surge de prácticas no planificadas como el mercado, el derecho o el lenguaje— y taxis, el orden construido, caracterizado por la intencionalidad y, para Hayek, por la inevitable ignorancia que acompaña toda planificación estatal. Vargas Llosa asocia este nomos con libertad, legalidad, individualismo, propiedad privada, mercado libre, derechos humanos y paz, presentándolo como el fundamento de la civilización moderna.
El capítulo subraya también el papel de Hayek como fundador de la Mont Pelerin Society, concebida como un núcleo intelectual destinado a contener el avance del colectivismo en la posguerra. Vargas Llosa lee este gesto como un compromiso moral con la causa de la libertad y reconoce su influencia en su propia trayectoria política. Sin embargo, la identificación entre orden espontáneo y libertad que propone Hayek —y que Vargas Llosa reproduce— oculta un punto crítico: las políticas inspiradas en esta epistemología, desde Chile en 1973 hasta múltiples programas de ajuste estructural, requirieron Estados fuertes, a menudo autoritarios, para imponer las condiciones institucionales del mercado. La paradoja es evidente: el liberalismo presentado como condición de los derechos humanos se apoyó históricamente en la suspensión sistemática de esos mismos derechos. Esta tensión no es exterior a la teoría, sino inherente al dispositivo conceptual que convierte toda intervención pública en un “espejismo constructivista” y toda estructura de explotación en un producto “espontáneo” de la cooperación humana. Véase, Vargas Llosa, M. (2018). La llamada de la tribu. Alfaguara.
[x] Sobre la estructura epistémica e institucional del proyecto neoliberal, véanse los análisis de Philip Mirowski. En “Defining Neoliberalism”, el autor reconstruye la Mont Pelerin Society como un “thought collective” orientado a producir un orden donde el mercado opera como principio de verdad y el Estado es reconfigurado para asegurar la competencia como forma de vida. Véase, Mirowski, P. (2009). Defining neoliberalism. En P. Mirowski & D. Plehwe (Eds.), The road from Mont Pèlerin: The making of the neoliberal thought collective (pp. 417–455). Harvard University Press. En “The Neoliberal Ersatz Nobel Prize”, Mirowski muestra cómo el llamado Premio Nobel de Economía fue concebido como un dispositivo de legitimación destinado a consagrar la ortodoxia neoliberal como ciencia, reforzando jerarquías académicas que favorecieron a figuras del círculo de Hayek y Friedman. Estos mecanismos institucionales permiten comprender, en un plano más amplio, la dinámica mediante la cual intelectuales como Vargas Llosa han sido incorporados y celebrados en espacios culturales que naturalizan el ideario neoliberal bajo la apariencia de universalidad literaria o neutralidad analítica. Véase, Mirowski, P. (2020). The neoliberal ersatz Nobel Prize. En D. Plehwe, Q. Slobodian & P. Mirowski (Eds.), Nine lives of neoliberalism (pp. 243–280). Verso.
[xi] La Fundación Internacional para la Libertad (FIL), creada y presidida por Mario Vargas Llosa desde 2003, es un think tank iberoamericano articulado en torno al ideario neoliberal global —en la línea de la Mont Pelerin Society y la Atlas Network— cuyo objetivo declarado es defender el “libre mercado”, combatir el “populismo” y promover políticas públicas orientadas a la desregulación, la austeridad fiscal y la reducción del Estado social. Su patronato y redes asociadas reúnen a figuras centrales del liberalismo conservador transatlántico: José María Aznar (Fundación FAES), Álvaro Vargas Llosa, Enrique Ghersi, Andrés Pastrana, Luis Alberto Lacalle Herrera y referentes contemporáneos como Axel Kaiser (Fundación para el Progreso, Chile) o Héctor Schamis. La FIL mantiene vínculos operativos con think tanks latinoamericanos como CEDICE Libertad (Venezuela), Fundación Libertad (Argentina) y Libertad y Desarrollo (Chile), así como con redes empresariales españolas.
Hay momentos en los que un intercambio aparentemente banal revela tensiones profundas en la cultura contemporánea. Eso es lo que ocurre con la reciente polémica alrededor de Matthieu Ricard —el “hombre más feliz del mundo”— y el artículo de Javier Cercas en El País,[i] donde salió en su defensa tras la crítica del historiador neerlandés Rutger Bregman.[ii] A primera vista, la discusión gira en torno a la meditación, el altruismo y la felicidad personal. Pero, en realidad, lo que está en juego es la manera en que pensamos el sufrimiento y, sobre todo, cómo ciertas figuras públicas europeas despolitizan estructuralmente la injusticia mediante una retórica moral de la neutralidad.
La controversia se originó cuando Rutger Bregman cuestionó la figura de Ricard, señalando que su mensaje de transformación interior evade las estructuras económicas y políticas que producen sufrimiento. Para Bregman, el énfasis en la felicidad personal —por más bienintencionado que sea— termina funcionando como un dispositivo de adaptación al orden vigente, un modo de neutralizar la indignación moral frente a la injusticia. Cercas respondió defendiendo a Ricard y acusando a Bregman de caricaturizarlo: sostuvo que la vida monástica y la práctica compasiva de Ricard constituyen una forma de ejemplaridad personal y no un proyecto político, y que exigirle acción social sería desconocer la naturaleza de su compromiso espiritual. El problema, sin embargo, no reside en la sinceridad de Ricard ni en la buena fe de Cercas, sino en el marco conceptual desde el que ambos piensan el sufrimiento.
En 2014 participé en un Summer Research organizado por Mind & Life Europe, la rama europea de la fundación creada décadas atrás por el líder budista tibetano Dalai Lama y el científico Francisco Varela. Había regresado a Europa tras cuatro años enseñando en la Universidad del Salvador, un período marcado por mi encuentro con la filosofía de la liberación y por una conciencia más aguda sobre la responsabilidad histórica de los intelectuales. Ricard era uno de los invitados principales. Acababa de volver de Chile y presentaba con entusiasmo su propuesta de Inner Revolution, invitando a cultivar una transformación interior como vía decisiva para cambiar el mundo.
Tras su exposición, me acerqué para preguntarle si no le había resultado problemático hablar de “revolución interior” en un país que aún se debatía con el legado del golpe militar de 1973: una dictadura de diecisiete años, la instauración de un régimen que funcionó como laboratorio pionero del neoliberalismo y, todavía en 2014, expresiones persistentes de desigualdad e injusticia estructural. Le señalé que, en ese contexto, la apelación a la transformación espiritual podía adquirir sentidos ambiguos, especialmente cuando las heridas históricas seguían abiertas y cuando la violencia económica, social y cultural continuaba marcando la vida cotidiana de millones de personas.
La reacción fue evasiva. Pero lo más revelador no fue su respuesta, sino la lógica subyacente del discurso: el sufrimiento social quedaba reducido a un asunto de interioridad, a lo que Ricard llama mindprint, es decir, a la suma de motivaciones, visiones y disposiciones mentales de los individuos. En ese marco, los procesos históricos —la violencia estatal, la desigualdad estructural, el laboratorio neoliberal en que se convirtió Chile tras 1973— se desdibujaban hasta convertirse en un simple telón de fondo moral. Lo que era una trama de fuerzas políticas y económicas aparecía reinterpretado como un déficit de claridad interior, como si la transformación social dependiera ante todo de ajustar nuestras actitudes y no de confrontar las estructuras que producen la injusticia.
A esto habría que añadir algo que para mí es fundamental. Soy de los que piensan que la política exige que prestemos atención a nuestras motivaciones y que seamos leales a nuestras visiones del bien; la acción pública no puede separarse de la integridad moral. Pero no soy tan ingenuo como para creer que basta transformarnos individualmente para producir un mundo más justo. La historia demuestra, una y otra vez, que la virtud privada puede coexistir sin fricción con las formas más ominosas de explotación y dominación; que la moral individual, incluso cuando es sincera, no garantiza la justicia, ni altera por sí sola la lógica de las estructuras que producen desigualdad y sufrimiento. Por eso no hay manera de disociar una dimensión de la otra: sin motivación interior no hay compromiso político, pero sin transformación estructural la ética se vuelve un lujo de privilegiados. La dificultad en el discurso de Ricard —como veremos— es precisamente su tendencia a reducir la injusticia a un problema de claridad interior y a menospreciar, o cuando menos atenuar, la dimensión histórica y material del daño.
Una anécdota que ilumina el modelo ético de Ricard procede de una serie de conversaciones que el Dalai Lama mantuvo con científicos, intelectuales y activistas comprometidos con la crisis climática. Estas jornadas, celebradas en su residencia oficial en McLeod Ganj, en Dharamsala, reunieron a especialistas de diversas disciplinas para examinar la relación entre ética, ecología y responsabilidad global. En una de las sesiones, dedicada a explorar la diferencia entre la “huella ecológica” y la “huella positiva” y a evaluar herramientas rigurosas para medir el impacto ambiental, el investigador en sostenibilidad Gregory Norris presentó un análisis detallado sobre cómo cuantificar el daño y diseñar intervenciones estructurales que mitigaran la crisis climática. Fue en ese contexto, orientado al estudio técnico de métricas y políticas públicas, donde Ricard introdujo la anécdota del heredero de Mars, la corporación familiar estadounidense conocida por sus productos de confitería —M&M’s, Snickers, Milky Way— y por ser una de las mayores empresas privadas del sector alimentario.
Al concluir la presentación de Norris, Ricard tomó la palabra para desplazar el énfasis de la sesión hacia un terreno distinto: el de la motivación individual. En lugar de continuar examinando las dinámicas estructurales que producen impactos ecológicos, ofreció una historia que —según él— demostraba que la transformación auténtica comienza en la esfera interior. Relató la experiencia del dueño de Mars, el heredero multimillonario que habría adoptado un modelo de triple bottom line —personas, planeta, beneficios— y reducido voluntariamente los márgenes de ganancia de la empresa para mejorar las condiciones de los trabajadores en Ghana y disminuir su impacto ambiental. Para Ricard, este gesto ilustraba lo que denomina mindprint: la “huella mental” o disposición interior que precede a toda acción ética. En su lectura, cuando la visión interior es la correcta —compasiva, lúcida— incluso quienes ocupan posiciones de enorme poder económico pueden reorientar sus prácticas y generar transformaciones significativas en el mundo.[iii]
Sin embargo, cuando el Dalai Lama interviene a continuación, no responde directamente al ejemplo, sino al marco conceptual que lo sostiene. Retoma el eje original de la conversación —el análisis sistémico del sufrimiento ecológico— y ofrece una observación que, sin confrontación explícita, corrige a Ricard:
“Desde una perspectiva más amplia —dice—, el capitalismo, con su énfasis en el beneficio y la avidez, crea enormes problemas. Si pensamos en otras teorías socioeconómicas, como el marxismo o el socialismo, al menos en su ideal, se preocupan más del bienestar común.”
La intervención del Dalai Lama es amable en la forma, pero contundente en su contenido. No cuestiona la buena voluntad del empresario mencionado por Ricard, pero desplaza la conversación hacia el plano que Ricard había dejado de lado: la estructura. Allí donde Ricard propone un modelo moral centrado en la motivación individual, el Dalai Lama recuerda que los problemas ecológicos, sociales y económicos no pueden comprenderse sin atender a las condiciones sistémicas que generan el sufrimiento. Y añade un matiz crucial: el hecho de que los regímenes que se autoproclamaron socialistas hayan destruido ecosistemas o reproducido formas autoritarias no invalida el ideal, sino que muestra cómo las ideologías pueden instrumentalizarse para el control político cuando no se encarnan en prácticas justas. Lo que está diciendo, en realidad, es que sin una transformación de las formas de organización económica y política —sin una crítica de la lógica de acumulación y del poder corporativo— ninguna intención individual, por luminosa o sincera que sea, resulta suficiente.[iv]
La intervención del Dalai Lama, lejos de la neutralidad espiritual con la que se le suele asociar en Occidente, es un recordatorio de que la compasión sin política es una coartada. También es una refutación indirecta a la ligereza con la que Ricard suele tratar la relación entre ética y estructura.
Esto es especialmente evidente en el contexto chileno. Muchos de los discípulos chilenos de Ricard, como ocurrió en su momento con Humberto Maturana y Francisco Varela, reproducen una forma particular de equidistancia: ponen en el mismo plano al gobierno constitucional de Allende y a la dictadura militar, como si se tratara de dos “errores simétricos”. Esa lectura no es una opinión política: es el resultado de una ontología. La teoría de la clausura operativa —en la que ambos científicos fueron pioneros— tiende, cuando se traslada al ámbito social, a neutralizar la alteridad y a disolver el conflicto: la injusticia se convierte en “perturbación”, la violencia en “desacople”, y la historia en un problema de observación.[v]
Ricard, desde otro registro, reproduce exactamente ese movimiento. Su idea de “revolución interior” —tan celebrada por las élites culturales europeas como sus equivalentes neocoloniales latinoamericanos— desplaza la transformación social hacia la perfección de la mente individual. Y lo hace mediante un lenguaje que, al despolitizar el sufrimiento, lo vuelve culturalmente aceptable, estéticamente luminoso y moralmente confortable: un sufrimiento sin historia, sin estructuras y sin responsables, reducido a un problema de visión o de disposición interior.
En ese punto entra Javier Cercas. En El País, en un artículo titulado “La verdad sobre el monje Ricard”, Cercas responde a Bregman, cuyo propio artículo —“El hombre más feliz del mundo, un monje budista, no movió un dedo por los demás”— apareció días antes en el mismo diario. La estrategia retórica de Cercas es sutil, pero transparente: desplaza la crítica estructural hacia un debate sobre la virtud individual. ¿No sería —pregunta— la felicidad personal condición para la felicidad colectiva? ¿No habría dedicado Ricard suficientes esfuerzos a los demás en forma de libros, fotografías o proyectos humanitarios?
El problema no es la defensa que Cercas hace de Ricard. El problema es el modelo intelectual que activa para hacerlo. Cercas convierte una crítica política —la omisión sistemática de la injusticia estructural en el discurso espiritual contemporáneo— en un examen moral sobre la virtud individual. Ese desplazamiento, que presenta la neutralidad como lucidez y la moderación como profundidad, coincide con un patrón más amplio de su intervención pública: la tendencia a proteger a determinadas figuras culturales mediante un lenguaje que se declara “equilibrado” o “matizado”, pero que en la práctica refuerza posiciones fuertemente ideológicas.
Ese es exactamente el caso de Mario Vargas Llosa. Desde hace años, Cercas celebra y defiende al novelista peruano no solo por su obra literaria, sino —y esto es decisivo— como referente ético y político. En su libro El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina, el politólogo argentino Atilio Borón desmonta el papel del Nobel como intelectual orgánico del neoliberalismo latinoamericano. El prólogo del volumen, escrito por Ana María Ramb, permite comprender con mayor nitidez la lógica ideológica en juego. Ramb describe a Vargas Llosa como un “hechicero”, no por su talento narrativo, sino por su función cultural: un intelectual que actúa como legitimador del orden neoliberal, en abierta contraposición con la tradición crítica de Zola, Cortázar o García Lorca. Lejos de asumir una postura comprometida con la justicia o la emancipación, Vargas Llosa opera —según Ramb— como un vocero elegante de un sistema que perpetúa la dominación en América Latina.[vi] Su figura cumple una tarea precisa: naturalizar el capitalismo realmente existente, presentar la desigualdad como un efecto “inevitable” del progreso, y desactivar toda imaginación política que apunte a transformarlo.[vii]
Esa caracterización ilumina la perspectiva de Cercas. Su defensa moral de Ricard repite, a otra escala, el mismo movimiento de neutralización ideológica que Borón identifica en el caso del escritor peruano. Lo que se presenta como matiz, prudencia o equilibrio no es neutralidad; es una forma de encubrimiento. Es un modo de traducir conflictos históricos, económicos y sociales en dilemas de carácter, y de sustituir la crítica estructural por una pedagogía moral reconfortante.
El capítulo I de El hechicero de la tribu lo muestra con claridad: Vargas Llosa no es simplemente un novelista con opiniones políticas, sino un operador cultural del neoliberalismo, alguien cuya trayectoria —como demuestra Borón— va del entusiasmo inicial por la Revolución Cubana a una adhesión casi religiosa al mercado, acompañada de un rechazo sistemático a toda forma de pensamiento crítico. Borón reconstruye este recorrido como un proceso de transfiguración ideológica: del joven comunista al liberal militante, del escritor comprometido a un agente que, desde su prestigio literario, legitima privatizaciones, políticas de shock, desigualdades estructurales y hasta golpes de Estado. Sus intervenciones públicas, analizadas por Borón en detalle, no buscan comprender los procesos históricos sino desactivarlos, convirtiendo la conflictividad social en un problema de mentalidad, responsabilidad individual o moralidad cívica.[viii]
Esta operación —el desplazamiento de lo estructural a lo moral— es exactamente lo que Cercas reproduce en su defensa de Ricard. En ambos casos, el sufrimiento se traslada al ámbito de la interioridad y las causas históricas que lo producen quedan difuminadas. La injusticia aparece como un problema de actitudes o valores personales, mientras las estructuras de explotación, desigualdad y violencia política son relegadas a un segundo plano o directamente invisibilizadas. La figura del intelectual queda así reducida a un trabajo de armonización, no de crítica; a una pedagogía de la virtud, no a una confrontación con el orden que genera el daño.
Pero este gesto no es accidental: responde a una infraestructura intelectual que, en el caso de Vargas Llosa, tiene un linaje preciso. Su pertenencia durante años a la Mont Pelerin Society —el círculo fundado en 1947 por Friedrich Hayek y Milton Friedman— lo sitúa en la tradición más influyente del neoliberalismo contemporáneo. Desde la perspectiva reconstruida por Philip Mirowski, la Mont Pelerin no fue un simple foro académico, sino unlaboratorio transnacional dedicado a reconfigurar el sentido común moderno, articulando economistas, filósofos, juristas y empresarios para producir un nuevo régimen de verdad: la idea de que la libertad individual solo es viable dentro de un orden de mercado desregulado, y que toda intervención estatal en defensa de la igualdad constituye una amenaza civilizatoria.[ix]
Conviene subrayar que esta lectura no pretende desmerecer la obra literaria de Vargas Llosa, cuya calidad y relevancia estética no están aquí en cuestión, como tampoco lo están —en el caso de Ricard— su compromiso religioso ni su prolongada dedicación monástica. Mi análisis se limita al lugar que ambos ocupan en la constelación intelectual contemporánea y al modo en que ciertas orientaciones éticas, políticas y epistemológicas se articulan en su intervención pública. La distinción entre la producción literaria o espiritual y el posicionamiento ideológico resulta indispensable para evitar confundir planos heterogéneos y, al mismo tiempo, para comprender cómo determinadas configuraciones de autoridad cultural pueden funcionar como vectores involuntarios de legitimación del orden dominante.
Philip Mirowski ha mostrado con detalle cómo este grupo operó como una red de pensamiento estratégico destinada a: (1) desmantelar la legitimidad intelectual del Estado social; (2) convertir el mercado en principio ontológico y moral; y (3) adiestrar a una generación de “intelectuales orgánicos” capaces de trasladar ese credo al espacio público. Vargas Llosa —como señala Borón— cumple ese papel a la perfección: traduce la doctrina de la Mont Pelerin al lenguaje de la moderación y la sensatez, convirtiendo una arquitectura de dominación económica en una ética de la responsabilidad individual.
Este proceso no puede comprenderse sin atender a la infraestructura institucional que acompañó al proyecto neoliberal. Mirowski ha demostrado que dicha red no solo produjo ideas: configuró mecanismos de consagración, diseñó premios, reforzó jerarquías académicas y construyó dispositivos internacionales para otorgar autoridad epistémica a sus representantes. El ejemplo paradigmático es el llamado “Premio Nobel de Economía” —creado en 1968 por el Banco de Suecia—, cuyo propósito no fue reconocer un campo científico consolidado, sino dotar de legitimidad pública a una visión particular de la economía, estrechamente vinculada a la tradición de Hayek, Friedman, Buchanan, Stigler y Becker. Esta operación de ingeniería simbólica transformó un premio que no es parte del legado Nobel en un instrumento de consagración global, capaz de sellar, ante el público, la naturalidad del mercado, la racionalidad competitiva y la idea de que la economía constituye una ciencia exacta separada de la historia y la política.
El caso de Vargas Llosa debe leerse dentro de esta misma lógica. Su visibilidad internacional —incluido el Nobel de Literatura— forma parte de un ecosistema cultural donde las instituciones que otorgan prestigio consagran, a menudo sin declararlo explícitamente, un horizonte neoliberal que convierte la libertad en mercado, la subjetividad en empresa de sí y la desigualdad en un problema moral. El modo en que Vargas Llosa se presenta como heredero de Hayek —a quien dedica uno de los capítulos centrales de La llamada de la tribu— coincide con este movimiento: no es solo afinidad intelectual, sino inscripción en una constelación institucional global que reconoce, premia y amplifica voces capaces de traducir el ideario neoliberal al lenguaje de la cultura democrática liberal.[x]
Es aquí donde la transición con Cercas se vuelve nítida. La defensa que el novelista español realiza de Ricard reproduce, en miniatura, la misma gramática: la sustitución de la historia por la psicología, de la estructura por la virtud, del conflicto por el matiz. Lo que en Vargas Llosa opera como una maquinaria político-cultural —instituciones, think tanks, redes de influencia, organizaciones como la Fundación Internacional para la Libertad[xi]— en Cercas funciona como un reflejo discursivo: el gesto retórico de transformar toda disputa material en un ejercicio de ponderación moral.
Cuando Cercas defiende a Vargas Llosa —como cuando defiende a Ricard— no está simplemente reivindicando una obra o una biografía. Está preservando un lugar simbólico: el lugar del intelectual que se presenta como neutral, pero cuya neutralidad sirve para proteger el centro ideológico del neoliberalismo cultural. Una neutralidad que se pronuncia contra los extremos, pero no contra la desigualdad; que celebra la moderación, pero no la justicia; que se conmueve ante la belleza de la serenidad interior, pero no ante el sufrimiento estructural.
Cercas y Ricard forman así un espejo perfecto. Uno espiritualiza la política; el otro estetiza la neutralidad. Ambos desplazan la pregunta por el sufrimiento hacia la interioridad moral. Y ambos consolidan, sin decirlo, una pedagogía cultural en la que el conflicto real desaparece bajo la superficie pulida de la virtud privada.
Frente a esa tendencia, la filosofía de la liberación —de Dussel a Fanon, de Ambedkar a Federici— nos recuerda que la política comienza donde la neutralidad se vuelve imposible. Que el sufrimiento no es una “perturbación” ni una “motivación”, sino el efecto de estructuras que privilegian a unos y despojan a otros. Que la ética no es autorrealización, sino responsabilidad hacia la víctima. Que la felicidad, sin mundo, es una ficción cómoda.
Es ahí donde la intervención del Dalai Lama adquiere sentido pleno. No es una anécdota espiritual: es un recordatorio. El sufrimiento humano no se alivia solo con estados mentales. Se alivia con justicia. Y eso exige transformar estructuras, no únicamente conciencias.
La pregunta, por tanto, no es si Ricard es altruista, ni si Cercas tiene razón en defenderlo. La pregunta es otra: ¿qué cultura queremos producir en un mundo devastado por desigualdades, crisis ecológica y violencia estructural? Una cultura que celebra la serenidad interior del privilegiado, o una cultura que escucha la verdad del sufrimiento y reconoce su origen histórico.
La neutralidad —esa virtud tan europea— no es un refugio. Es una posición política. Y como toda posición, tiene consecuencias.
Notas
[i] Javier Cercas, “La verdad sobre el monje Ricard”, El País, sección Ideas. https://elpais.com/eps/2025-11-08/la-verdad-sobre-el-monje-ricard.html
[ii] Rutger Bregman, “El hombre más feliz del mundo, un monje budista, no movió un dedo por los demás”, El País, sección Ideas. https://elpais.com/ideas/2025-10-14/el-hombre-mas-feliz-del-mundo-un-monje-budista-no-movio-un-dedo-por-los-demas-a-que-dedicaras-tu-tu-larga-carrera.html
[iii] Dunne, J. D., & Goleman, D. (Eds.). (2017). Ecology, ethics, and interdependence: The Dalai Lama in conversation with leading thinkers on climate change (pp. 101). Wisdom Publications.
[iv] Dunne, J. D., & Goleman, D. (Eds.). (2017). Ecology, ethics, and interdependence: The Dalai Lama in conversation with leading thinkers on climate change (pp. 102). Wisdom Publications.
[v] En una conversación con Cornelius Castoriadis, Francisco Varela justificó su neutralidad política del siguiente modo: distinguió entre la posición que ocupa como científico y la que ejerce como ciudadano, señalando que el trabajo científico opera en un plano metodológico que exige prudencia y distancia respecto de cualquier toma de partido. Según Varela, la biología y la teoría de la autonomía no pueden, por sí mismas, producir una política; sus categorías pertenecen a un nivel distinto del que rige la acción colectiva y las instituciones. Por esa razón —sostenía— la intervención política debe apoyarse en una intuición ciudadana, no en los modelos o hipótesis que la ciencia elabora para describir la vida.
Pero esta distinción, legítima en el plano epistemológico, se vuelve problemática cuando se utiliza para justificar una neutralidad más amplia que incluye también la esfera pública. Lo que se confunde entonces son dos registros heterogéneos: el de la neutralidad metodológica que la ciencia exige para comprender ciertos fenómenos, y el de la responsabilidad política que incumbe a todo ciudadano frente a la injusticia histórica. Como sugieren también algunas tradiciones budistas, es una confusión entre la verdad convencional —que rige la ética, la acción y el sufrimiento concreto— y la verdad última —que orienta la investigación sobre la mente y la experiencia. La neutralidad necesaria para la segunda no puede convertirse en una coartada para suspender la primera. Véase, Castoriadis, C. (2011). Life and creation. En G. Rockhill (Ed. y Trad.), Postscript on insignificance: Dialogues with Cornelius Castoriadis (pp. 58–73). Continuum.
[vi] Las crónicas que Mario Vargas Llosa escribió tras sus viajes a Palestina en 2005 y 2015 —publicadas en El País y recogidas posteriormente en Israel/Palestina. Paz o guerra santa— constituyen un ejemplo paradigmático de la mirada que convierte un conflicto colonial en un drama moral simétrico. En Los justos (2005), el escritor describe la ocupación en términos de “fanatismos de uno y otro lado”, “vecinos irreconciliables”, “tragedias humanas”, categorías que, lejos de nombrar la estructura de dominación, reinscriben la violencia en una gramática de dos demonios que deshistoriza el conflicto y diluye la asimetría radical entre una población ocupada y un Estado que ejerce una política sistemática de colonización, segregación y desposesión.
Aunque Vargas Llosa reconoce la existencia de abusos, la figura de los “justos” israelíes —periodistas, activistas y académicos que denuncian la ocupación— funciona como eje ético que reorganiza la lectura: la estructura colonial desaparece, reemplazada por un relato de conciencia individual, valentía moral y testimonio. La pregunta política es sustituida por la categoría del carácter. La dominación se convierte en un paisaje ético.
En 2016, el reportaje de Juan Cruz sobre el viaje del Nobel a Hebrón refuerza este marco. Cruz enfatiza la entrega de Vargas Llosa al oficio de reportero —la libreta, la escucha, la voluntad testimonial— y recoge incluso el elogio de Gideon Levy, figura central del periodismo crítico israelí. Pero el relato vuelve a organizarse sobre una matriz humanista: el conflicto aparece como un duelo de “odios” y “heridas”, un enfrentamiento moral entre sujetos equivalentes. La estructura colonial se reabsorbe en la estética del equilibrio. El sufrimiento palestino se vuelve materia narrativa; la violencia de Estado, paisaje.
Leído a la luz del genocidio posterior en Gaza, este marco adquiere un significado más preciso: la estética liberal de la equidistancia produce un borramiento sistemático de las condiciones materiales e históricas que generan el daño. Lo que se presenta como imparcialidad periodística es, en realidad, un dispositivo de neutralización política. La ocupación deja de ser un régimen de apartheid para convertirse en un drama humano cuya solución dependería de la buena voluntad, la ética individual o el despertar de la conciencia.
Esta operación coincide con el movimiento que Javier Cercas reproduce en su defensa de Matthieu Ricard. En ambos casos, la crítica estructural se desplaza hacia una pedagogía moral; el conflicto histórico se convierte en dilema de carácter; la violencia política se suaviza como problema de sensibilidades, motivaciones o actitudes. Se trata, en esencia, de un gesto ideológico: convertir la injusticia en un asunto de interioridad. Vargas Llosa lo practica en el registro del gran reportero; Cercas, en el registro del intelectual literario. El resultado es el mismo: el sufrimiento es estetizado y despolitizado.Véase, Cruz, J. (2016, 30 de junio). Vargas Llosa cuenta “los estragos de la ocupación” [Video documental]. El País. En: https://elpais.com/internacional/2016/06/29/actualidad/1467229536_250513.html; Vargas Llosa, M. (2005, 30 de julio). Los justos. El País. En: https://elpais.com/diario/2005/07/30/ultima/1122664802_850215.html; Vargas Llosa, M. (2006). Israel, Palestina: Paz o guerra santa. Aguilar.
[vii] Ramb, A. M. (2019). Prólogo. En A. A. Borón, El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (pp. xi–xiv). Ediciones Akal México.
[viii] Borón, A, (2019). El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina. Ediciones Akal México, pp. 11-32.
[ix] El capítulo que Mario Vargas Llosa dedica a Hayek en La llamada de la tribu constituye una defensa explícita del liberalismo hayekiano como epistemología y como horizonte normativo. Allí adopta sin reservas la tesis central de Hayek según la cual ninguna autoridad puede reunir el conocimiento disperso necesario para dirigir una sociedad compleja, y por ello todo intento de “construcción deliberada” desemboca en coerción. Esta idea se articula con la distinción entre nomos —el orden espontáneo que surge de prácticas no planificadas como el mercado, el derecho o el lenguaje— y taxis, el orden construido, caracterizado por la intencionalidad y, para Hayek, por la inevitable ignorancia que acompaña toda planificación estatal. Vargas Llosa asocia este nomos con libertad, legalidad, individualismo, propiedad privada, mercado libre, derechos humanos y paz, presentándolo como el fundamento de la civilización moderna.
El capítulo subraya también el papel de Hayek como fundador de la Mont Pelerin Society, concebida como un núcleo intelectual destinado a contener el avance del colectivismo en la posguerra. Vargas Llosa lee este gesto como un compromiso moral con la causa de la libertad y reconoce su influencia en su propia trayectoria política. Sin embargo, la identificación entre orden espontáneo y libertad que propone Hayek —y que Vargas Llosa reproduce— oculta un punto crítico: las políticas inspiradas en esta epistemología, desde Chile en 1973 hasta múltiples programas de ajuste estructural, requirieron Estados fuertes, a menudo autoritarios, para imponer las condiciones institucionales del mercado. La paradoja es evidente: el liberalismo presentado como condición de los derechos humanos se apoyó históricamente en la suspensión sistemática de esos mismos derechos. Esta tensión no es exterior a la teoría, sino inherente al dispositivo conceptual que convierte toda intervención pública en un “espejismo constructivista” y toda estructura de explotación en un producto “espontáneo” de la cooperación humana. Véase, Vargas Llosa, M. (2018). La llamada de la tribu. Alfaguara.
[x] Sobre la estructura epistémica e institucional del proyecto neoliberal, véanse los análisis de Philip Mirowski. En “Defining Neoliberalism”, el autor reconstruye la Mont Pelerin Society como un “thought collective” orientado a producir un orden donde el mercado opera como principio de verdad y el Estado es reconfigurado para asegurar la competencia como forma de vida. Véase, Mirowski, P. (2009). Defining neoliberalism. En P. Mirowski & D. Plehwe (Eds.), The road from Mont Pèlerin: The making of the neoliberal thought collective (pp. 417–455). Harvard University Press. En “The Neoliberal Ersatz Nobel Prize”, Mirowski muestra cómo el llamado Premio Nobel de Economía fue concebido como un dispositivo de legitimación destinado a consagrar la ortodoxia neoliberal como ciencia, reforzando jerarquías académicas que favorecieron a figuras del círculo de Hayek y Friedman. Estos mecanismos institucionales permiten comprender, en un plano más amplio, la dinámica mediante la cual intelectuales como Vargas Llosa han sido incorporados y celebrados en espacios culturales que naturalizan el ideario neoliberal bajo la apariencia de universalidad literaria o neutralidad analítica. Véase, Mirowski, P. (2020). The neoliberal ersatz Nobel Prize. En D. Plehwe, Q. Slobodian & P. Mirowski (Eds.), Nine lives of neoliberalism (pp. 243–280). Verso.
[xi] La Fundación Internacional para la Libertad (FIL), creada y presidida por Mario Vargas Llosa desde 2003, es un think tank iberoamericano articulado en torno al ideario neoliberal global —en la línea de la Mont Pelerin Society y la Atlas Network— cuyo objetivo declarado es defender el “libre mercado”, combatir el “populismo” y promover políticas públicas orientadas a la desregulación, la austeridad fiscal y la reducción del Estado social. Su patronato y redes asociadas reúnen a figuras centrales del liberalismo conservador transatlántico: José María Aznar (Fundación FAES), Álvaro Vargas Llosa, Enrique Ghersi, Andrés Pastrana, Luis Alberto Lacalle Herrera y referentes contemporáneos como Axel Kaiser (Fundación para el Progreso, Chile) o Héctor Schamis. La FIL mantiene vínculos operativos con think tanks latinoamericanos como CEDICE Libertad (Venezuela), Fundación Libertad (Argentina) y Libertad y Desarrollo (Chile), así como con redes empresariales españolas.
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