Al día siguiente de las elecciones legislativas en la Argentina, estaba escuchando Radio M... a través del ordenador. No suelo hacerlo. Vivo muy lejos de la Argentina como para que sea mi preocupación política exclusiva. Sin embargo, no regateo la atención cuando la ocasión lo precisa.
Al aire, un periodista conducía una entrevista al consultor político del “Colorado” De Narváez, flamante triunfador en la provincia de Buenos Aires.
La primera pregunta giró en torno a la cuestión de los consejos que había ofrecido el consultor al candidato. La honestidad del ecuatoriano (el consultor es ecuatoriano) resultó esclarecedora. Mantenga las buenas maneras- le dijo. No haga del contrincante objetivo de su discurso. Sea positivo y optimista. No haga ningún tipo de apreciación ideológica: no hay izquierdas ni derechas.
La pregunta siguiente fue aún más interesante. El consultor, según supimos, fue en sus años mozos un activista político de izquierda. El periodista sacó a relucir la información que sus colaboradores habían encontrado en Google. El consultor dijo no sentirse avergonzado de su militancia de juventud. Sin embargo, aclaró, había servido a lo largo y ancho del continente durante una pila de años, y había tenido la fortuna de tener como clientes a toda clase de candidatos del amplio espectro que posibilita eso que llamamos las izquierdas y las derechas.
De acuerdo, dijo el periodista, pero ahora entre nosotros, ¿Digame si existen o no la izquierda y la derecha política?
El consultor hizo una pausa que parecía bien pensada y concluyó: Decir que uno es de izquierdas o de derechas no sirve para ganar votos. Eso es lo único importante respecto a mi trabajo. Mi función es asesorar al cliente para que gane una elección. Para eso me pagan.
Muy bien, apuró el periodista que con su entrenada intuición había comprendido que algo interesante se perfilaba por debajo de la respuesta del consultor, pero ahora dígame: estamos de acuerdo que las definiciones ideológicas no ganan votos, pero para usted ¿existe la derecha y la izquierda en la “realidad”, o se trata de etiquetas vacías?
El consultor volvió a hacer una pausa, y sentenció: Claro que existen, como no van a existir, a quién se le ocurre, pero con la ideología no se sacan votos.
¡Entonces, existen!, exclamó el periodista con cierta alegría. Claro, respondió el otro, pero al votante común no le importan ya esas cosas. Que sea de izquierda o de derechas es importante para la gente que piensa, para el votante informado, para aquel que lee, para el intelectual. Para el votante común lo importante es que el candidato sea próximo, íntimo, conectar con la imagen que ofrece, que su discurso sea próximo a sus preocupaciones. Yo le aconsejé a De Narvaez que dijera lo que la gente quiere escuchar.
El periodista estaba encantado con la honestidad del consultor. Aprovechó la euforia del buen hombre para sacarle más confidencias: Digame otra cosita, si usted tuviera que definir a De Narvaez, cómo lo haría. Bueno, dijo el consultor, De Narváez es un ejemplo de esta nueva clase de políticos que no necesitan ser de izquierdas o derechas, que saben acomodarse perfectamente a las circunstancias. ¿Y Macri?, interrogó hambriento el entrevistador. Bueno, Macri comenzó siendo un poquitín más inflexible, muy a la derecha, pero su experiencia en la Ciudad le está enseñando a ser flexible, a acomodarse sin preocuparse del perfil ideológico que pueda transmitir. Lo importante es seducir y dar tranquilidad a la gente.
¿Cree usted - siguió preguntando el periodista - que la confusión creada por los candidatos de Unión-Pro en la recta final, cuando De Narváez propuso la estatización de empresas privadas como YPF, y Macri por su parte señalaba la necesidad de re-privatizar las AFJP y Aerolineas Argentinas, causó alguna confusión en el electorado? No, no lo creo -respondió el consultor, sabiendo lo que decía. Esas cosas no son importantes para la gente común. Como le dije, eso le importa a la gente que piensa, que lee, que se informa, pero eso es un porcentaje muy pobre del electorado. Para el resto esas cosas son intrascendentes.
Muy bien, continuó el periodista, dígame en qué falló la campaña de Kirchner. En las maneras, respondió contundente el consultor. La verdad es que no es lo más importante el contenido de lo que se dice. Lo crucial es el modo. Kirchner sonó autoritario, no transmitió esperanza, fue muy negativo y se enfrentó con sus opositores con demasiada vehemencia. La gente quiere escuchar otra cosa. Es decir, quiere escuchar cualquier cosa, pero de otra manera.
(Esta entrevista que acabo de parafrasear no es una ficción literaria, es real como la palma de su mano o la palma de la mía)
Acabé de tomar nota en mi libreta de lo que había escuchado y bajé a la cocina a tomar un café.
Cuando regresé al ordenador había dejado de ser yo mismo. Estuve hasta la noche mirando como atontado como titilaba el cursor sobre la pantalla. No me salían las palabras.
Bajé a eso de las nueve y me encontré con mi mujer charlando con su madre sobre “cosas”. Habían llevado a los chicos a la cama y en la casa reinaba el feliz sociego que trae consigo el final de la jornada. Había olor a pan casero, a cocina de campo. Afuera llovía despacito. No llegué a sentarme cuando mi mujer me preguntó algo.
Quise responderle, pero no pude. Me había quedado mudo.
No podía hablar, no podía decir nada. Intenté articular alguna cosa, pero fue inútil, del fondo de la garganta me salía un ronquido incomprensible que no significaba nada.
Comprobé primero si podía pensar con cierta coherencia. Aparentemente estaba pensando. No sabría explicar como lo supe, pero lo supe. Recité mentalmente los primeros versos de la Divina Comedia; la primera entrada del Tractatus Logico Philosophicus de Wittgenstein; y una estrofa del Martín Fierro.
Pienso, sentencié.
Pero la lengua estaba hecha un nudo, y las cuerdas vocales se habían partido como una guitarra. No había manera de hacer que mis pensamientos salieran de mí.
Insistí durante unos minutos, pero ante el enojo de la familia que no creyó divertida mi bufonada, desistí.
Me metí en el baño.
Durante un rato largo me quedé ahí parado frente al espejo mirándome sin atreverme a nada. Se me escapó una lágrima, pero supe que ya no significaban nada. Las lágrimas ya no significan nada, pensé. Tampoco significa nada la risa. Tampoco el olvido. Tampoco ser.
Varias veces llamaron a la puerta, pero no quise abrirles. No me atrevía. Todo había dejado de ser real: todo estaba pérdido, hasta la importancia de la pérdida, hasta el pensamiento de la importancia de la pérdida y su contrario.
Una idea cruzó delante del escenario de mi mente como un pájaro frente a la ventana.
Maldije a Nietzsche.
Maldije a Platón.
Maldije a todos mis maestros de Oriente y Occidente.
Me maldije a mí mismo por haber creído en las malas palabras, en las palabras idiotas y no haber visto la verdad desde el principio.
Lo único que importa es ganar, ganar, ganar...
CONDENA MORAL PREVENTIVA
En una ocasión Noam Chomsky ofreció la siguiente imagen a fin de explicar la dificultad que existe para ofrecer cualquier punto de vista alternativo en un medio de comunicación convencional del siguiente modo. Supongamos, decía Chomsky, que fuera entrevistado por una cadena televisiva estadounidense y dijera, por ejemplo, que el gobierno de los Estados Unidos de América es la principal organización terrorista del planeta. Lo más lógico sería que me permitieran explicar una afirmación de este tipo que se contrapone de forma tan dramática con el modo en el cual el televidente medio concibe a su gobierno y comprende la noción de “terrorismo”. Sin embargo, si sólo puedo presentar mi tesis sin argumentación alguna que la sustente, es decir, si no se me concede el tiempo suficiente para desplegar los argumentos necesarios para contraponer mi posición con la opinión general, mi afirmación sonará más o menos como la siguiente: “He tenido una reunión secreta con agentes marcianos”. Es decir, será absolutamente descabellada.
Algo similar ocurriría si en un medio europeo se me ocurriera decir, por ejemplo, que los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y de los Kirchner en Argentina, son los mejores gobiernos que ha tenido Latinoamérica en muchas décadas.
Lo que me propongo, a continuación, es ofrecer una muy breve explicación de un mecanismo de condena moral a priori (la he llamado preventiva en alusión a la tesis defendida en su momento por la administración Bush) que tiene el propósito, en ciertos círculos, de evitar cualquier posibilidad de debatir racionalmente ciertas posiciones políticas, ciertos argumentos históricos, a fin de preservar el status quo.
El ejemplo que utilizaré a continuación es la concertada resistencia que existe a discutir ciertas cuestiones relevantes del devenir histórico y social (y por ende cultural) de Latinoamérica con la llegada al poder, en los últimos años, del conjunto de gobiernos llamados “progresistas” o "populista de izquierda", dependiendo de lo que se pretanda con ello, que han sido capaces, en una década, de redescribir y reconfigurar el escenario político haciendo factible la posibilidad “impensable” en otras épocas de establecer y dar continuidad a gobiernos populares que tengan como principal objetivo hacer partícipes a los desheredados, de los frutos que el continente tiene para ofrecer a sus habitantes. Estos frutos, apropiados durante siglos y de modo exclusivo por una élite, que aseguró su dominio hegemónico a través de la fuerza bruta y el apoyo explícito recibido de las grandes potencias que a través del poder de dichas élites defendían sus propios intereses, son ahora el objeto sobre el cual pugnan las fuerzas políticas y sociales.
No me considero una persona con una inteligencia inferior a la del común de la gente, ni pervertida moralmente de tal modo que mis opiniones deban ser puestas entre paréntesis como medida preventiva. Sin embargo, antes de ofrecer mi parecer sobre el asunto en cuestión, la mayoría de nosotros estamos obligados a realizar un largo preámbulo en el cual presentamos nuestro curriculum vitae a fin de probar que no somos descerebrados o aventureros del pensamiento, y a continuación, debemos ofrecer sonadas muestras de nuestra decencia moral, para evitar que de golpe y porrazo se nos acuse de desviados o trasnochados decadentes.
Una condena moral preventiva pone el onus de la prueba en los contrincantes en el debate hasta el punto que hace el mismo inexistente, y por lo tanto, interrumpe toda posibilidad de argumentación racional entre las partes a fin de hacer primar exclusivamente la visceralidad, el instinto, la piel, por sobre la razón. Quienes se encuentran encantados con el asunto son aquellos que tienen en sus manos el poder mediático, y a través de éste son capaces de hacer aflorar las reacciones más superficiales de la gente, aquellas que se fundan en el temor y el deseo.
En vista de la proximidad de las elecciones legislativas en la Argentina, y con el fantasma de la “chavización” que algunos medios han instalado en el escenario, quisiera ofrecer mi punto de vista, explorando, muy brevemente, si están sustentados en alguna razón objetiva (en contraposición a proyección meramente subjetiva) los dos odios que congregan y alimentan a muchos adherentes del movimiento anti-K, en cualquiera de sus versiones:
(1) Su profunda repulsión hacia el matrimonio K, y la acusación de que su gobierno es antidemocrático y autoritario; y
(2) la extendida opinión de que el gobierno de Hugo Chávez es una tiranía encubierta que amenaza a extenderse en el continente si no impedimos que el populismo vuelva a plantar su pie desnudo sobre nuestra tierra.
Mi tesis de fondo es la siguiente:
No me atrevería a sostener que los gobiernos K o el de Hugo Chávez han sido buenos gobiernos. Qué sea un buen gobierno, en términos generales, es algo difícil de responder. Sin embargo, si utilizamos el contraste como medida, la cosa se vuelve más asequible. Hay infinitas cuestiones que podemos reprochar a ambos ejecutivos, pero en vista a nuestra historia deberíamos ser capaces de reconocer que ambos gobiernos, en sus respectivos países, han sido los mejores que hemos tenido en muchas, pero muchas décadas.
Lo que pretendo es revertir el mecanismo argumentativo utilizado, y por una vez poner el onus (el peso) de la prueba en mis contrincantes en el debate. De este modo, pregunto:
¿Puede usted nombrar en la Argentina o en Venezuela, algún gobierno en los últimos cincuenta años que pueda competir con los logros de independencia, fortaleza institucional y logros sociales y culturales que han obtenido estos dos gobiernos después de sus respectivas catástrofes "neo-liberales"?
Con esto no pretendo convencer a nadie al Chavismo o al Kirchnerismo. Yo mismo no formo parte del clan Chavista, ni tengo afinidad con la ideología K. Lo que propongo es deconstruir un falso dilema, el que nos dice que estos gobiernos son un cáncer, un retroceso absoluto, una pérdida completa de perspectiva, o como pretende Vargas Llosas, un regreso a algo que creíamos superado.
Yo me opongo a esa lectura perversa de estos movimientos sociales que nos hacen creer que estamos asistiendo a la restauración de algo ya conocido y superado a partir de nuestra experiencia liberal y republicana recién consumada. Estos movimientos se nutren del pasado, pero son portadores de nuevos idearios morales, de nuevos órdenes de significación, y de prácticas sociales novedosas que no pueden compararse sin problematicidad con las que con tanta facilidad se las emparienta.
Lo que la oposición debería ofrecer son mejores programas para la Argentina del futuro. Lo que vemos, en cambio, son lustrosas políticas cosméticas, acompañadas de la denuncia concertada y el llamado a exorcizar el fantasma: una fantasma como el que anunciaba Marx en el Manifiesto, ese espectro espantoso que entonces recorría Europa asustando a la burguesía reinante, y que ahora parece hacer temblar a los hombres y mujeres de bien que se horrorizan ante los modales de los nuevos anti-héroes.
Me entusiasma que el siglo XXI haya comenzado en mi tierra con la promesa de una transformación que en el siglo que me vio nacer parecía sólo viable a través de las armas. Hoy, las instituciones democráticas, en plena forma, en contra de lo que proclaman los opositores con pocos argumentos, permiten a la izquierda latinoamericana ejercitar sin complejos su anhelo de construir sociedades más justas e igualitarias.
Estoy convencido de ello. ¿Acaso soy un ideólogo fanatizado, un pervertido moral o estoy ciego a la realidad por creer estas cosas?
Por supuesto, mis simpatías no son paralelas respecto a estos países. El respeto que me produce el proceso revolucionario venezolano es más profundo que el contenido reconocimiento que me produce la inteligente labor de la Presidenta Cristina Fernandez en algunos asuntos y los modestos logros (algunos destacables, como ha sido el tratamiento del pasado y la recuperación de estabilidad y fortalecimiento institucional) que ha tenido su gobierno y el de su marido en importantes áreas. Queda mucho por hacer, y desde mi perspectiva, habría razones para creer que este gobierno, en vista de sus propios postulados, no estaría capacitado para llevar a cabo dichas transformaciones o no estaría dispuesto a ello. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué alternativas reales existen para que nuestras aspiraciones sean cumplidas, lo cual equivale a interrogarse acerca de las intencionalidades de las propuestas opositoras y la viabilidad última de aquellas que coinciden con nuestros anhelos.
Aún así, lo que pretendo es más acotado: un debate político se lleva a cabo entre partes que se reconocen iguales. La acusación de populismo (que pretende deslegitimar a las bases representadas por dichos gobiernos) o de autoritarismo, que se despliega con cierta sospechosa sistematicidad en los medios de comunicación, y que con tanta facilidad repiten los despistados o cretinos de turno, promueve al menos la sospecha, de que lo que se pretende es desacreditar a priori todo argumento racional que soporte la labor de estos gobiernos de modo global, endilgando para ello a sus adherentes un carencia moral que impide que los tomemos en serio.
Creo que habiendo visto el modo en el cual esa condena moral a priori es injustificada, no es descabellado sospechar que quienes la aducen, o bien, (1) no conocen la realidad de la que hablan, (2) o están obstinados en que no la conozcamos nosotros.
Algo similar ocurriría si en un medio europeo se me ocurriera decir, por ejemplo, que los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y de los Kirchner en Argentina, son los mejores gobiernos que ha tenido Latinoamérica en muchas décadas.
Lo que me propongo, a continuación, es ofrecer una muy breve explicación de un mecanismo de condena moral a priori (la he llamado preventiva en alusión a la tesis defendida en su momento por la administración Bush) que tiene el propósito, en ciertos círculos, de evitar cualquier posibilidad de debatir racionalmente ciertas posiciones políticas, ciertos argumentos históricos, a fin de preservar el status quo.
El ejemplo que utilizaré a continuación es la concertada resistencia que existe a discutir ciertas cuestiones relevantes del devenir histórico y social (y por ende cultural) de Latinoamérica con la llegada al poder, en los últimos años, del conjunto de gobiernos llamados “progresistas” o "populista de izquierda", dependiendo de lo que se pretanda con ello, que han sido capaces, en una década, de redescribir y reconfigurar el escenario político haciendo factible la posibilidad “impensable” en otras épocas de establecer y dar continuidad a gobiernos populares que tengan como principal objetivo hacer partícipes a los desheredados, de los frutos que el continente tiene para ofrecer a sus habitantes. Estos frutos, apropiados durante siglos y de modo exclusivo por una élite, que aseguró su dominio hegemónico a través de la fuerza bruta y el apoyo explícito recibido de las grandes potencias que a través del poder de dichas élites defendían sus propios intereses, son ahora el objeto sobre el cual pugnan las fuerzas políticas y sociales.
No me considero una persona con una inteligencia inferior a la del común de la gente, ni pervertida moralmente de tal modo que mis opiniones deban ser puestas entre paréntesis como medida preventiva. Sin embargo, antes de ofrecer mi parecer sobre el asunto en cuestión, la mayoría de nosotros estamos obligados a realizar un largo preámbulo en el cual presentamos nuestro curriculum vitae a fin de probar que no somos descerebrados o aventureros del pensamiento, y a continuación, debemos ofrecer sonadas muestras de nuestra decencia moral, para evitar que de golpe y porrazo se nos acuse de desviados o trasnochados decadentes.
Una condena moral preventiva pone el onus de la prueba en los contrincantes en el debate hasta el punto que hace el mismo inexistente, y por lo tanto, interrumpe toda posibilidad de argumentación racional entre las partes a fin de hacer primar exclusivamente la visceralidad, el instinto, la piel, por sobre la razón. Quienes se encuentran encantados con el asunto son aquellos que tienen en sus manos el poder mediático, y a través de éste son capaces de hacer aflorar las reacciones más superficiales de la gente, aquellas que se fundan en el temor y el deseo.
En vista de la proximidad de las elecciones legislativas en la Argentina, y con el fantasma de la “chavización” que algunos medios han instalado en el escenario, quisiera ofrecer mi punto de vista, explorando, muy brevemente, si están sustentados en alguna razón objetiva (en contraposición a proyección meramente subjetiva) los dos odios que congregan y alimentan a muchos adherentes del movimiento anti-K, en cualquiera de sus versiones:
(1) Su profunda repulsión hacia el matrimonio K, y la acusación de que su gobierno es antidemocrático y autoritario; y
(2) la extendida opinión de que el gobierno de Hugo Chávez es una tiranía encubierta que amenaza a extenderse en el continente si no impedimos que el populismo vuelva a plantar su pie desnudo sobre nuestra tierra.
Mi tesis de fondo es la siguiente:
No me atrevería a sostener que los gobiernos K o el de Hugo Chávez han sido buenos gobiernos. Qué sea un buen gobierno, en términos generales, es algo difícil de responder. Sin embargo, si utilizamos el contraste como medida, la cosa se vuelve más asequible. Hay infinitas cuestiones que podemos reprochar a ambos ejecutivos, pero en vista a nuestra historia deberíamos ser capaces de reconocer que ambos gobiernos, en sus respectivos países, han sido los mejores que hemos tenido en muchas, pero muchas décadas.
Lo que pretendo es revertir el mecanismo argumentativo utilizado, y por una vez poner el onus (el peso) de la prueba en mis contrincantes en el debate. De este modo, pregunto:
¿Puede usted nombrar en la Argentina o en Venezuela, algún gobierno en los últimos cincuenta años que pueda competir con los logros de independencia, fortaleza institucional y logros sociales y culturales que han obtenido estos dos gobiernos después de sus respectivas catástrofes "neo-liberales"?
Con esto no pretendo convencer a nadie al Chavismo o al Kirchnerismo. Yo mismo no formo parte del clan Chavista, ni tengo afinidad con la ideología K. Lo que propongo es deconstruir un falso dilema, el que nos dice que estos gobiernos son un cáncer, un retroceso absoluto, una pérdida completa de perspectiva, o como pretende Vargas Llosas, un regreso a algo que creíamos superado.
Yo me opongo a esa lectura perversa de estos movimientos sociales que nos hacen creer que estamos asistiendo a la restauración de algo ya conocido y superado a partir de nuestra experiencia liberal y republicana recién consumada. Estos movimientos se nutren del pasado, pero son portadores de nuevos idearios morales, de nuevos órdenes de significación, y de prácticas sociales novedosas que no pueden compararse sin problematicidad con las que con tanta facilidad se las emparienta.
Lo que la oposición debería ofrecer son mejores programas para la Argentina del futuro. Lo que vemos, en cambio, son lustrosas políticas cosméticas, acompañadas de la denuncia concertada y el llamado a exorcizar el fantasma: una fantasma como el que anunciaba Marx en el Manifiesto, ese espectro espantoso que entonces recorría Europa asustando a la burguesía reinante, y que ahora parece hacer temblar a los hombres y mujeres de bien que se horrorizan ante los modales de los nuevos anti-héroes.
Me entusiasma que el siglo XXI haya comenzado en mi tierra con la promesa de una transformación que en el siglo que me vio nacer parecía sólo viable a través de las armas. Hoy, las instituciones democráticas, en plena forma, en contra de lo que proclaman los opositores con pocos argumentos, permiten a la izquierda latinoamericana ejercitar sin complejos su anhelo de construir sociedades más justas e igualitarias.
Estoy convencido de ello. ¿Acaso soy un ideólogo fanatizado, un pervertido moral o estoy ciego a la realidad por creer estas cosas?
Por supuesto, mis simpatías no son paralelas respecto a estos países. El respeto que me produce el proceso revolucionario venezolano es más profundo que el contenido reconocimiento que me produce la inteligente labor de la Presidenta Cristina Fernandez en algunos asuntos y los modestos logros (algunos destacables, como ha sido el tratamiento del pasado y la recuperación de estabilidad y fortalecimiento institucional) que ha tenido su gobierno y el de su marido en importantes áreas. Queda mucho por hacer, y desde mi perspectiva, habría razones para creer que este gobierno, en vista de sus propios postulados, no estaría capacitado para llevar a cabo dichas transformaciones o no estaría dispuesto a ello. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué alternativas reales existen para que nuestras aspiraciones sean cumplidas, lo cual equivale a interrogarse acerca de las intencionalidades de las propuestas opositoras y la viabilidad última de aquellas que coinciden con nuestros anhelos.
Aún así, lo que pretendo es más acotado: un debate político se lleva a cabo entre partes que se reconocen iguales. La acusación de populismo (que pretende deslegitimar a las bases representadas por dichos gobiernos) o de autoritarismo, que se despliega con cierta sospechosa sistematicidad en los medios de comunicación, y que con tanta facilidad repiten los despistados o cretinos de turno, promueve al menos la sospecha, de que lo que se pretende es desacreditar a priori todo argumento racional que soporte la labor de estos gobiernos de modo global, endilgando para ello a sus adherentes un carencia moral que impide que los tomemos en serio.
Creo que habiendo visto el modo en el cual esa condena moral a priori es injustificada, no es descabellado sospechar que quienes la aducen, o bien, (1) no conocen la realidad de la que hablan, (2) o están obstinados en que no la conozcamos nosotros.
EDUCAR EN LA COMPASIÓN (2): La mosca y la cuestión de la deliberación moral.
Quiero continuar con el tema de la mosca.
Las respuestas que he recibido en privado sobre la nota anterior han sido curiosas. Algunos estaban sorprendidos; otros creían que se trataba de una broma; otros sugirieron que era de mal gusto mezclar asuntos tan dispares: ¿moscas y niños? ¿acaso te has vuelto loco?
Me acuerdo que Jeffrey Hopkins, un famoso tibetólogo de la Universidad de Virginia, explicó las diferencias culturales de su país recordando que durante la guerra contra Vietnam abundaban en los medios de comunicación norteamericanos los retratos chauvinistas de los vietnamitas en los que se pretendía ridiculizar las costumbres de los “amarillos” dentro del marco de justificación de la guerra. En una ocasión, un articulista llamó la atención de la absurda y supersticiosa creencia sostenida por los budistas de ese país de que la vida de las moscas debían ser respetadas, que como nosotros los seres humanos tienen derecho a ser felices y no sufrir. Por otro lado, esa mosca concreta a la que intentamos dar muerte, dicen los budistas, ha sido en alguna ocasión entre las innumerables vidas pasadas que hemos tenido, nuestra madre.
Lo absurdo de la creencia desaparece cuando uno comprende lo que resulta de dicha creencia, el tipo de prácticas sociales y de formas que establece una sociedad que nos conmina a reflexionar acerca de la relación íntima que existe entre nosostros (cada uno de nosotros) y el resto de los seres vivos que habitan el cosmos.
Habiendo vivido en proximidad con la comunidad budista tibetana durante más de una década he visto el modo en el cual se ufanan de atrapar una mosca sin hacerle daño, cuando deben sacarla fuera de la habitación. La habilidad que aplauden es la de proteger y nutrir la vida de otros seres sentientes. Quien haya vivido en proximidad con culturas de este tipo, comprenderá lo que estoy diciendo. Yo mismo soy un experto en atrapar arañas, hormigas, moscas y otros insectos sin hacerles daño cuando invaden mi casa. Cuando por descuido o falta de habilidad mato uno de estos insectos, me apeno. ¿Por qué? Bueno, como decía en el artículo anterior, qué necesidad tenemos de quitar la vida gratuitamente.
Por otro lado, creo que una cultura que no entrena a sus niños en el respeto a la vida de otras especies vivas, le será infinitamente más difícil convencerlos del valor de la vida de otros seres humanos o la importancia de considerar instancias de existencia problemáticas, como es la existencia prenatal, las instancias de vulnerabilidad extrema o las vidas de generaciones futuras.
Por supuesto, habrá quienes piensen que todas estas son patrañas de la "Nueva Era". Sin embargo, una buena parte de nuestros problemas ecológicos, para poner sólo un ejemplo, giran en torno a nuestra incapacidad de ofrecer un relato más amplio que incluya en la consideración de nuestras actividades no sólo los resultados prácticos inmediatos para nosotros, los seres humanos de esta era, sino también, los seres humanos de generaciones futuras que no podrán habitar un planeta sano. ¿Por qué no incluir en nuestros cálculos a otras especies animales? ¿Acaso reduce el horror y el repudio que nos causa la utilización de bombas de uranio empobrecido informar que junto a decenas de miles de seres humanos asesinados, millones de organismos no humanos han sido aniquilados y que complejos ecosistemas han desaparecido para siempre?
Seguramente, esto resulte absurdo para las personas formadas en culturas ajenas a la tradición budistas u otras culturas análogas en este respecto, pero ¿Acaso prueba esto que debamos pasar por alto el asunto sin darle un segundo pensamiento?
Cuando criticamos las costumbres de otras civilizaciones lo hacemos porque consideramos que es posible contrastar las nuestras con las suyas; y a partir de esa contrastación, iniciar un proceso deliberativo para determinar cuál de ellas resulta más apropiada para nosotros con la vista puesta en el tipo de sociedad con la que estamos comprometidos.
Vivimos en un mundo plural, en el que ya no podemos afirmar con sencillez, como habríamos hecho en el pasado premoderno: “este es el modo en que nosotros hacemos las cosas, y sanseacabó”. Y esto porque el “nosotros” antes invocado, se ha convertido en un fenómeno complejo, el producto de múltiples maridajes. Nuestras convicciones, aún cuando nuestras lealtades sean firmes e inconmovibles, no pueden ya articularse del modo axiomático en que solían estarlo en el pasado. Nuestros valores habitan un campo de fuerzas contrapuestas que los fragiliza y los pone continuamente en cuestión. Con ello no me refiero a una “relativización” de los valores, sino al hecho de que dichos valores, los valores que admiramos y respetamos, se encuentran siempre en proceso de revisión y corrección, siempre estamos ante la posibilidad de que un evento, o un encuentro, o un argumento, nos obligue a repensar nuestros postulados y de este modo, nos fuerce a modificar nuestras prácticas.
Aquellos que hemos tenido la fortuna de vivir otras prácticas sociales, de estar sujetos a argumentaciones morales ajenas a la esfera de la matriz judeocristiana en la cual se asienta nuestra civilización, que hemos podido contrastar in situ diversas cosmovisiones; sino en otras cosas, al menos en esta, creemos que que no deberíamos matar porque sí, que no deberíamos causar sufrimiento inutilmente, que vale la pena el esfuerzo eludir el daño evitable.
Después de todo, bastaba llamar a alguna de las decenas de personas que rodean día y noche al presidente y pedir que sacara a la mosca de la habitación por la ventana. Hubiera sido un gesto bienvenido. Para ello solo es necesario una bolsa de plástico, y con cierta práctica resulta más gratificante verla volar fuera, que hacerla añicos.
Las respuestas que he recibido en privado sobre la nota anterior han sido curiosas. Algunos estaban sorprendidos; otros creían que se trataba de una broma; otros sugirieron que era de mal gusto mezclar asuntos tan dispares: ¿moscas y niños? ¿acaso te has vuelto loco?
Me acuerdo que Jeffrey Hopkins, un famoso tibetólogo de la Universidad de Virginia, explicó las diferencias culturales de su país recordando que durante la guerra contra Vietnam abundaban en los medios de comunicación norteamericanos los retratos chauvinistas de los vietnamitas en los que se pretendía ridiculizar las costumbres de los “amarillos” dentro del marco de justificación de la guerra. En una ocasión, un articulista llamó la atención de la absurda y supersticiosa creencia sostenida por los budistas de ese país de que la vida de las moscas debían ser respetadas, que como nosotros los seres humanos tienen derecho a ser felices y no sufrir. Por otro lado, esa mosca concreta a la que intentamos dar muerte, dicen los budistas, ha sido en alguna ocasión entre las innumerables vidas pasadas que hemos tenido, nuestra madre.
Lo absurdo de la creencia desaparece cuando uno comprende lo que resulta de dicha creencia, el tipo de prácticas sociales y de formas que establece una sociedad que nos conmina a reflexionar acerca de la relación íntima que existe entre nosostros (cada uno de nosotros) y el resto de los seres vivos que habitan el cosmos.
Habiendo vivido en proximidad con la comunidad budista tibetana durante más de una década he visto el modo en el cual se ufanan de atrapar una mosca sin hacerle daño, cuando deben sacarla fuera de la habitación. La habilidad que aplauden es la de proteger y nutrir la vida de otros seres sentientes. Quien haya vivido en proximidad con culturas de este tipo, comprenderá lo que estoy diciendo. Yo mismo soy un experto en atrapar arañas, hormigas, moscas y otros insectos sin hacerles daño cuando invaden mi casa. Cuando por descuido o falta de habilidad mato uno de estos insectos, me apeno. ¿Por qué? Bueno, como decía en el artículo anterior, qué necesidad tenemos de quitar la vida gratuitamente.
Por otro lado, creo que una cultura que no entrena a sus niños en el respeto a la vida de otras especies vivas, le será infinitamente más difícil convencerlos del valor de la vida de otros seres humanos o la importancia de considerar instancias de existencia problemáticas, como es la existencia prenatal, las instancias de vulnerabilidad extrema o las vidas de generaciones futuras.
Por supuesto, habrá quienes piensen que todas estas son patrañas de la "Nueva Era". Sin embargo, una buena parte de nuestros problemas ecológicos, para poner sólo un ejemplo, giran en torno a nuestra incapacidad de ofrecer un relato más amplio que incluya en la consideración de nuestras actividades no sólo los resultados prácticos inmediatos para nosotros, los seres humanos de esta era, sino también, los seres humanos de generaciones futuras que no podrán habitar un planeta sano. ¿Por qué no incluir en nuestros cálculos a otras especies animales? ¿Acaso reduce el horror y el repudio que nos causa la utilización de bombas de uranio empobrecido informar que junto a decenas de miles de seres humanos asesinados, millones de organismos no humanos han sido aniquilados y que complejos ecosistemas han desaparecido para siempre?
Seguramente, esto resulte absurdo para las personas formadas en culturas ajenas a la tradición budistas u otras culturas análogas en este respecto, pero ¿Acaso prueba esto que debamos pasar por alto el asunto sin darle un segundo pensamiento?
Cuando criticamos las costumbres de otras civilizaciones lo hacemos porque consideramos que es posible contrastar las nuestras con las suyas; y a partir de esa contrastación, iniciar un proceso deliberativo para determinar cuál de ellas resulta más apropiada para nosotros con la vista puesta en el tipo de sociedad con la que estamos comprometidos.
Vivimos en un mundo plural, en el que ya no podemos afirmar con sencillez, como habríamos hecho en el pasado premoderno: “este es el modo en que nosotros hacemos las cosas, y sanseacabó”. Y esto porque el “nosotros” antes invocado, se ha convertido en un fenómeno complejo, el producto de múltiples maridajes. Nuestras convicciones, aún cuando nuestras lealtades sean firmes e inconmovibles, no pueden ya articularse del modo axiomático en que solían estarlo en el pasado. Nuestros valores habitan un campo de fuerzas contrapuestas que los fragiliza y los pone continuamente en cuestión. Con ello no me refiero a una “relativización” de los valores, sino al hecho de que dichos valores, los valores que admiramos y respetamos, se encuentran siempre en proceso de revisión y corrección, siempre estamos ante la posibilidad de que un evento, o un encuentro, o un argumento, nos obligue a repensar nuestros postulados y de este modo, nos fuerce a modificar nuestras prácticas.
Aquellos que hemos tenido la fortuna de vivir otras prácticas sociales, de estar sujetos a argumentaciones morales ajenas a la esfera de la matriz judeocristiana en la cual se asienta nuestra civilización, que hemos podido contrastar in situ diversas cosmovisiones; sino en otras cosas, al menos en esta, creemos que que no deberíamos matar porque sí, que no deberíamos causar sufrimiento inutilmente, que vale la pena el esfuerzo eludir el daño evitable.
Después de todo, bastaba llamar a alguna de las decenas de personas que rodean día y noche al presidente y pedir que sacara a la mosca de la habitación por la ventana. Hubiera sido un gesto bienvenido. Para ello solo es necesario una bolsa de plástico, y con cierta práctica resulta más gratificante verla volar fuera, que hacerla añicos.
EDUCAR EN LA COMPASIÓN (1)
Quisiera decir algunas palabras en favor de la mosca. Puede que el asunto resulte para muchos una frivolidad, pero creo que es importante dedicarle al menos unos minutos para comprender el significado último de toda la escena. Como se habrán dado cuenta, estoy hablando de la entrevista en la que el presidente Obama, sin conmiseración, mató una mosca que le estaba causando problemas.
He dicho que muchos considerarán un artículo sobre esta triste escena un pasatiempo, o incluso puede que me acusen de haber convertido el blog en un espacio para la prensa rosa o amarilla. Sea como sea, el tema es muchísimo más serio de lo que a primera vista podría imaginarse. En realidad es tan serio que a partir de este momento, millones de personas en el planeta que de un modo u otro habían alimentado esperanzas respecto a Barack Obama, la habrán perdido para siempre.
Hemos visto el peor rostro del presidente usamericano y no creo en modo alguno que debamos olvidar lo más esencial del asunto: el modo en la cual se deshizo del insecto porque lo molestaba, y la manera en que se ufanó de haber acabado con la vida de ésta de modo chulesco y prepotente. La escena es ilustrativa. Deja a la vista un talante, un orden moral, una manera de concebir el mundo y el trato que este merece por parte del personaje en cuestión.
Aquellos que no hayan encontrado reprobable la actitud del mandatario, de seguro no comparten una imaginario existencial semejante con aquellos que en los próximos días protesten ante el evento. Para estos, la actitud del presidente Obama es una prueba de una falta de educación y violencia gratuita intolerable. Pero para que esto sea comprendido será preciso que ofrezca una explicación acerca de las razones por las que juzgamos profundamente desconsolador que el presidente del país más poderoso de la tierra, comandante en jefe de las fuerzas armadas más sofisticadas y destructivas del planeta, haya cometido el sacrilegio de arrebatar la vida de un ser viviente sin necesidad alguna, gratuitamente, y para colmo de males, que haya acompañado el asesinato enorgulleciéndose con su eficacia destructiva.
Los invito a que vuelvan a visionar el video. Verán que el periodista, los camarógrafos y sonidistas que presenciaron la escena, cómplices patoteros de la acción, festejaron la eficacia de su presidente con una vulgaridad obsecuente y obsena. El presidente, orgulloso de haber causado muerte con un golpe certero, conminaba a uno de los camarógrafos a filmar el cadáver para dar prueba de su heróico gesto, como si se tratara de un triunfo de caza.
Pues bien, si estas pocas frases no son suficientes para convencerles de lo que digo, deberé afilar mis argumentos para demostrar que el señor Obama, como otros responsables políticos, no poseen la compasión indispensable para ser conductores legítimos de un planeta como el nuestro, acosado por la destrucción, la inequidad y la injusticia.
Sin embargo, mi propósito no es sólo crítico, sino también constructivo. Lo que pretendo es que tomemos consciencia de nuestra falta de educación en la compasión, del enorme agujero educativo que nuestro sistema de enseñanza esta produciendo enfocados como estamos, exclusivamente, en la formación instrumental y en valores etnocéntricos [centrados exclusivamente en nuestra cultura] y especie-céntricos [centrados únicamente en nuestra especie], como señalaba Peter Singer. Si a esto sumamos que la persona en cuestión tiene en sus manos los instrumentos destructivos y coactivos más poderosos de la humanidad, deberíamos exigir, por sobre todas las cosas, compasión entre sus cualidades, es decir, una profunda aspiración y compromiso en la preservación, en la nutrición y cuidado de la vida.
Las guerras de la "Era Bush" nos enseñaron que a los poderosos no les tiembla el pulso en su cometido aún cuando este represente extensos "daños colaterales". "Daños colaterales" es el mantra que los servicios de noticias afines a la prepotencia han aprendido a repetir cada semana para evitar hablar de las personas inocentes, niños, mujeres, ancianos que no merecen por parte nuestra, ciudadanos de países poderosos, consideración alguna. Seres humanos cuyas muertes no influyen en exceso en los cálculos electorales o los índices de popularidad de los gobiernos de nuestros respectivos paises.
¿Qué es lo que nos dice todo esto?
Que nuestros políticos, nuestros dirigentes empresariales, nuestros comunicadores, banqueros y economistas, para hablar de unos pocos, no están educados en la compasión, no están educados en el respeto a la vida. Lo que cuenta y lo que premian es exclusivamente la habilidad estratégica. Y con el mismo descaro con que Obama se ufanó de matar a un ser, gratuitamente, estas gentes poderosas se burlan del sufrimiento ajeno con la indiferencia de esos dioses macabros de la antigüedad que eran capaces de enviar pestes y mortandades indiscriminadamente para demostrar quien mandaba.
Hemos visto cientos de cadáveres de niños, mujeres y ancianos en Oriente Medio, en Irak, en Pakistán a través de las pantallas de nuestras televisiones. Y hemos escuchado las explicaciones de los responsables militares sobre la imprecisión de sus bombas y misiles inteligentes como si se trataran las víctimas de monigotes virtuales en la pantalla de un ordenador. Hemos aprendido también que la memoria de los muertos en esta pantalla global en la que vivimos, es como una nube en un cielo ventoso que atraviesa la escena para desaparecer por completo, como si el drama de esas familias no significara nada.
Detrás de cada asesinato, el mismo gesto, la misma chulería, idéntica falta de compasión.
Los budistas creen que es imprescindible reconocer que todos los seres vivientes, independientemente de la forma de vida en las que se manifiestan, buscan satisfacción y rechazan el sufrimiento. No hace falta demasiada inteligencia, sino una observación paciente y cariñosa para comprender esta verdad de perogrullo. Tampoco se necesita especial sensibilidad para comprender que es sobre la base de esta comprensión esencial que se educa a una persona decente, es decir, alguien que ha toda costa intenta evitar la crueldad. Quienes se divierten maltratando otros seres vivos, quienes son incapaces de reconocer el sufrimiento que estos experimentan o defienden teorías que reducen la experiencia subjetiva que hay detrás de todo organismo vivo a mero mecanismo, sólo pueden articular una moralidad incompleta.
Eso no implica, por supuesto, hacer caso omiso de las enormes diferencias entre los seres vivos que habitan el universo. No es lo mismo un perro que una mosca. Tampoco podemos equiparar a un animal humano con un chimpancé. Sin embargo, a lo que este reconocimiento a la existencia sentiente pretende señalar, lisa y llanamente, es al deber que tenemos de honrar la búsqueda de felicidad o satisfacción y la evitación del sufrimiento en el que se encuentran embarcados todos los seres vivos. Puede que el modo en que articulemos esa búsqueda como animales humanos dotados de racionalidad y de un sofisticado sentido de la significación sea muy diferente a la de esos otros animales no humanos con los cuales compartimos el planeta, pero aún así, ese telos tiene una raíz común.
Es probable que Aristóteles y Santo Tomás compartieran está comprensión en nuestra civilización. No hay razón para creer que el lugar preponderante que otorgaron al ser humano en el cosmos ordenado que habitaban pueda traducirse en un desprecio gratuito por otras formas de existencia no humana. Más bien todo lo contrario, tanto Aristóteles como Tomás reconocían perfecciones a los animales no humanos. En especial, el aquinate, como ha mostrado recientemente el filósofo Alasdair MacIntyre, señalaba la continuidad inextricable entre la existencia de los animales no humanos y nuestra existencia animal racional que, según él, echaba sus raíces en ese animal que fuimos en nuestra primera infancia (filogénetica y ontogenética) y que no dejamos de ser por el hecho de haber desarrollado nuestras virtudes sociales y racionales.
Pero incluso en otras filosofías seculares, como el utilitarismo y el kantismo, se reconoce que la crueldad hacia otros seres vivientes no hacen un buen ser humano.
Parte del drama de la existencia sentiente, es decir, del hecho de que existamos con un cuerpo que nace y muere y se nutre de lo viviente, es el hecho de que nuestra vida, a fin de ser preservada, depende de incontables maneras de elementos que sólo podemos adquirir sometiendo a otras especies y produciéndoles daño.
Por esa razón, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer sufrir gratuitamente a otro ser, qué sentido tiene matar por matar, o matar por una insignificancia, y pero aún, matar ufanándose del poder que ejercitamos sobre los indefensos. ¿Qué necesidad había de matar a la mosca? ¿Qué necesidad de ufanarse de ello, de festejar de modo tan chavacano?
En breve, se trata de una enorme ignorancia, una ignorancia "moralmente reprochable", una verdadera falta de educación, no en el sentido superficial con que solemos usar la expresión; sino una falta de educación esencial: educación en la compasión.
He dicho que muchos considerarán un artículo sobre esta triste escena un pasatiempo, o incluso puede que me acusen de haber convertido el blog en un espacio para la prensa rosa o amarilla. Sea como sea, el tema es muchísimo más serio de lo que a primera vista podría imaginarse. En realidad es tan serio que a partir de este momento, millones de personas en el planeta que de un modo u otro habían alimentado esperanzas respecto a Barack Obama, la habrán perdido para siempre.
Hemos visto el peor rostro del presidente usamericano y no creo en modo alguno que debamos olvidar lo más esencial del asunto: el modo en la cual se deshizo del insecto porque lo molestaba, y la manera en que se ufanó de haber acabado con la vida de ésta de modo chulesco y prepotente. La escena es ilustrativa. Deja a la vista un talante, un orden moral, una manera de concebir el mundo y el trato que este merece por parte del personaje en cuestión.
Aquellos que no hayan encontrado reprobable la actitud del mandatario, de seguro no comparten una imaginario existencial semejante con aquellos que en los próximos días protesten ante el evento. Para estos, la actitud del presidente Obama es una prueba de una falta de educación y violencia gratuita intolerable. Pero para que esto sea comprendido será preciso que ofrezca una explicación acerca de las razones por las que juzgamos profundamente desconsolador que el presidente del país más poderoso de la tierra, comandante en jefe de las fuerzas armadas más sofisticadas y destructivas del planeta, haya cometido el sacrilegio de arrebatar la vida de un ser viviente sin necesidad alguna, gratuitamente, y para colmo de males, que haya acompañado el asesinato enorgulleciéndose con su eficacia destructiva.
Los invito a que vuelvan a visionar el video. Verán que el periodista, los camarógrafos y sonidistas que presenciaron la escena, cómplices patoteros de la acción, festejaron la eficacia de su presidente con una vulgaridad obsecuente y obsena. El presidente, orgulloso de haber causado muerte con un golpe certero, conminaba a uno de los camarógrafos a filmar el cadáver para dar prueba de su heróico gesto, como si se tratara de un triunfo de caza.
Pues bien, si estas pocas frases no son suficientes para convencerles de lo que digo, deberé afilar mis argumentos para demostrar que el señor Obama, como otros responsables políticos, no poseen la compasión indispensable para ser conductores legítimos de un planeta como el nuestro, acosado por la destrucción, la inequidad y la injusticia.
Sin embargo, mi propósito no es sólo crítico, sino también constructivo. Lo que pretendo es que tomemos consciencia de nuestra falta de educación en la compasión, del enorme agujero educativo que nuestro sistema de enseñanza esta produciendo enfocados como estamos, exclusivamente, en la formación instrumental y en valores etnocéntricos [centrados exclusivamente en nuestra cultura] y especie-céntricos [centrados únicamente en nuestra especie], como señalaba Peter Singer. Si a esto sumamos que la persona en cuestión tiene en sus manos los instrumentos destructivos y coactivos más poderosos de la humanidad, deberíamos exigir, por sobre todas las cosas, compasión entre sus cualidades, es decir, una profunda aspiración y compromiso en la preservación, en la nutrición y cuidado de la vida.
Las guerras de la "Era Bush" nos enseñaron que a los poderosos no les tiembla el pulso en su cometido aún cuando este represente extensos "daños colaterales". "Daños colaterales" es el mantra que los servicios de noticias afines a la prepotencia han aprendido a repetir cada semana para evitar hablar de las personas inocentes, niños, mujeres, ancianos que no merecen por parte nuestra, ciudadanos de países poderosos, consideración alguna. Seres humanos cuyas muertes no influyen en exceso en los cálculos electorales o los índices de popularidad de los gobiernos de nuestros respectivos paises.
¿Qué es lo que nos dice todo esto?
Que nuestros políticos, nuestros dirigentes empresariales, nuestros comunicadores, banqueros y economistas, para hablar de unos pocos, no están educados en la compasión, no están educados en el respeto a la vida. Lo que cuenta y lo que premian es exclusivamente la habilidad estratégica. Y con el mismo descaro con que Obama se ufanó de matar a un ser, gratuitamente, estas gentes poderosas se burlan del sufrimiento ajeno con la indiferencia de esos dioses macabros de la antigüedad que eran capaces de enviar pestes y mortandades indiscriminadamente para demostrar quien mandaba.
Hemos visto cientos de cadáveres de niños, mujeres y ancianos en Oriente Medio, en Irak, en Pakistán a través de las pantallas de nuestras televisiones. Y hemos escuchado las explicaciones de los responsables militares sobre la imprecisión de sus bombas y misiles inteligentes como si se trataran las víctimas de monigotes virtuales en la pantalla de un ordenador. Hemos aprendido también que la memoria de los muertos en esta pantalla global en la que vivimos, es como una nube en un cielo ventoso que atraviesa la escena para desaparecer por completo, como si el drama de esas familias no significara nada.
Detrás de cada asesinato, el mismo gesto, la misma chulería, idéntica falta de compasión.
Los budistas creen que es imprescindible reconocer que todos los seres vivientes, independientemente de la forma de vida en las que se manifiestan, buscan satisfacción y rechazan el sufrimiento. No hace falta demasiada inteligencia, sino una observación paciente y cariñosa para comprender esta verdad de perogrullo. Tampoco se necesita especial sensibilidad para comprender que es sobre la base de esta comprensión esencial que se educa a una persona decente, es decir, alguien que ha toda costa intenta evitar la crueldad. Quienes se divierten maltratando otros seres vivos, quienes son incapaces de reconocer el sufrimiento que estos experimentan o defienden teorías que reducen la experiencia subjetiva que hay detrás de todo organismo vivo a mero mecanismo, sólo pueden articular una moralidad incompleta.
Eso no implica, por supuesto, hacer caso omiso de las enormes diferencias entre los seres vivos que habitan el universo. No es lo mismo un perro que una mosca. Tampoco podemos equiparar a un animal humano con un chimpancé. Sin embargo, a lo que este reconocimiento a la existencia sentiente pretende señalar, lisa y llanamente, es al deber que tenemos de honrar la búsqueda de felicidad o satisfacción y la evitación del sufrimiento en el que se encuentran embarcados todos los seres vivos. Puede que el modo en que articulemos esa búsqueda como animales humanos dotados de racionalidad y de un sofisticado sentido de la significación sea muy diferente a la de esos otros animales no humanos con los cuales compartimos el planeta, pero aún así, ese telos tiene una raíz común.
Es probable que Aristóteles y Santo Tomás compartieran está comprensión en nuestra civilización. No hay razón para creer que el lugar preponderante que otorgaron al ser humano en el cosmos ordenado que habitaban pueda traducirse en un desprecio gratuito por otras formas de existencia no humana. Más bien todo lo contrario, tanto Aristóteles como Tomás reconocían perfecciones a los animales no humanos. En especial, el aquinate, como ha mostrado recientemente el filósofo Alasdair MacIntyre, señalaba la continuidad inextricable entre la existencia de los animales no humanos y nuestra existencia animal racional que, según él, echaba sus raíces en ese animal que fuimos en nuestra primera infancia (filogénetica y ontogenética) y que no dejamos de ser por el hecho de haber desarrollado nuestras virtudes sociales y racionales.
Pero incluso en otras filosofías seculares, como el utilitarismo y el kantismo, se reconoce que la crueldad hacia otros seres vivientes no hacen un buen ser humano.
Parte del drama de la existencia sentiente, es decir, del hecho de que existamos con un cuerpo que nace y muere y se nutre de lo viviente, es el hecho de que nuestra vida, a fin de ser preservada, depende de incontables maneras de elementos que sólo podemos adquirir sometiendo a otras especies y produciéndoles daño.
Por esa razón, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer sufrir gratuitamente a otro ser, qué sentido tiene matar por matar, o matar por una insignificancia, y pero aún, matar ufanándose del poder que ejercitamos sobre los indefensos. ¿Qué necesidad había de matar a la mosca? ¿Qué necesidad de ufanarse de ello, de festejar de modo tan chavacano?
En breve, se trata de una enorme ignorancia, una ignorancia "moralmente reprochable", una verdadera falta de educación, no en el sentido superficial con que solemos usar la expresión; sino una falta de educación esencial: educación en la compasión.
LA IMAGINACIÓN ALTERNATIVA
Lo que me propongo a continuación es una muy breve reflexión en torno al modo en el cual podría efectuarse un tránsito a otro modelo de convivencia terrestre.
En realidad se trata de pensar cuáles son las condiciones de posibilidad para que dicha transición pudiera llevarse a cabo. Creo que hay elementos suficientes para ponderar la posibilidad de una mutuación, pero también obstáculos y resistencias profundas que dificultan la consecución de dichas transformaciones.
Lo primero es recordar que una transformación política de cualquier tipo necesita, fundamentalmente, de una comprensión e internalización teórica por parte de los actores, del significado de dicha transformación. Pero como bien se ha indicado, la comprensión teórica significa en este caso la puesta en práctica de dicha teoría en el mundo.
Por lo tanto, de lo que aquí estamos hablando es de una serie de prácticas que tienen sentido para los implicados en la transformación política. Como ha indicado el filósofo canadiense Charles Taylor, lo que da sentido a las prácticas es el imaginario social en el cual dichas prácticas se encuentran intrincadas.
¿A qué se refiere Taylor cuando habla de “imaginarios sociales”?
No a los esquemas intelectuales que la gente defiende, sino a las maneras en las cuales imaginamos nuestra existencia social, el modo en el cual nos relacionamos con los otros, las expectativas, nociones normativas e imágenes que subyacen a dichas expectativas.
Por tanto, aquí hablamos de imaginación en contraposición a teoría no sólo en cuanto se trata de algo que no es objeto explícito, necesariamente, de nuestra actividad intelectual, y por tanto, actividad exclusiva de una minoría, sino de las comprensiones comunes que hacen posible nuestras prácticas y el modo en el cual compartimos cierto sentido de legitimidad.
Eso que hemos llamado “la crisis”, y que con tanto esmero los medios corporativos se esfuerzan en circunscribir al ámbito económico-financiero, es en realidad el desenlace de un prolongado proceso de deslegitimación de las prácticas básicas y comunes de las llamadas sociedades democráticas liberales.
Los imaginarios sociales que subyacen y dan legitimidad a las prácticas que definen nuestras democracias se han ido deteriorando paulatina y sistemáticamente hasta convertirse, para una mayoría creciente de las comunidades planetarias (aquellas que viven bajo su reinado, y aquellas otras que forman parte de la periferia aun no “iluminada” por las ventajas y justicia de dicho sistema de pensamiento y acción) en escenografías vacías utilizadas por el poder fáctico para mantener a la población alejada de las verdaderas decisiones que se consideran demasiado importantes para que estén en manos de las masas.
Veamos que ha ocurrido con tres formas esenciales de nuestro imaginario social moderno.
El ejercicio democrático aparece, a la mayoría de la población, amañado por las grandes corporaciones que ejecutan una ruidosa puesta en escena que colabora en la producción de alienación perpetua de los individuos, principal factor de pujanza en las economías de mercado.
Dicha puesta en escena se caracteriza por una fingida pugna de alternativas que en modo alguno ponen en entredicho la estructura subyacente de nuestro modo de vida, pero que sirve como válvula de escape, como mecanismo catártico, para vehicular las frustaciones de la población.
En cuanto a la esfera pública, llamada a ser el ámbito extra-político e ilustrado que pusiera coto y articulara el sentir y comprensión “del pueblo” a través del ejercicio de sus intelectuales, el poder corporativo, a través de la producción, multiplicación, frivolización, relativización y distribución de opinión ha acabado por transformar dicha esfera en un dominio del mandarinato. Algo similar ha ocurrido y se está agudizando en nuestras universidades. La mayoría de la población se encuentra prevenida ante la multiplicación de falsedades producidas por los medios, y la vaciedad del pensamiento académico. Aún así, el desconcierto sirve para mantener a la población a raya, en cuanto el poder aliena por medio del exceso.
La actividad económica ha dejado de ser lo que nuestros ancestros imaginaron y pretendieron, una práctica civilizadora, promotora de la paz entre los pueblos, debido a la asunción de una prosperidad común que los intereses privados estaban destinados a promover pese a las motivaciones egoístas subyacentes de los individuos, para convertirse en una forma de guerra por otros medios, en los que la barbarie y el canibalismo son resultado visible.
La indiferencia electoral, el desprestigio de la clase gerencial y el abultado descrédito de los medios de comunicación de masas muestran los signos de una alarmante situación de deslegitimación de nuestras prácticas sociales.
Aún así, es evidente que la deslegitimación no es suficiente como alternativa. La actividad revolucionaria necesita positivar modelos alternativos: plasmar en el mundo su teoría.
Debemos revisitar las diversas experiencias revolucionarias que se encuentran en el origen de nuestros imaginarios sociales occidentales, los modos en los cuales nuestros antepasados redescribieron sus identidades, a fin de enaltecer nuestro derecho a la rebelión, nuestro derecho al cambio.
Latinoamerica es hoy un laboratorio revolucionario. Busca dar forma a ese interrogante que dirige el sentido de los pueblos: ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos llamados a ser?
El retrato derogatorio y caricaturesco que de este experimento ofrecen las grandes corporaciones mediáticas que nutren informativamente a nuestras democracias liberales no hace más que acentuar la evidente peligrosidad que dicha experiencia alternativa representa para el modelo dominante. Un modelo, como decíamos más arriba, que el imaginario social subyacente considera ya ilegítimo de manera amplia. Aún así, esta población, sometida a una sangrante alienación, es incapaz de imaginar siquiera una alternativa. Para muchos, el mito del fin de la historia anunciado por Fukuyama que auguraba el advenimiento del paraíso en la tierra a través del maridaje idílico entre el capitalismo y la democracia liberal, se ha convertido en la profecía de un infierno terrestre: totalitarismo blando (como nos prevenía Tocqueville) y profundas desigualdades.
No sabemos de antemano cuáles serán los resultados de esta apuesta histórica que los sudamericanos están llevando a cabo. Sin embargo, sea cual sea el derrotero de esta experiencia, es imprescindible enfrentarse al fenómeno con simpatía hermenéutica, es decir, intentando escuchar las voces que alimentan este desafío, las autointerpretaciones que promueven, conteniendo nuestros prejuicios, evitando las trampas que la propaganda fácil ofrece a fin de cegarnos a los auténticos bienes que subyacen a esas apuestas políticas y sociales.
Una transformación radical de nuestras prácticas no implica, necesariamente, una ruptura radical con nuestras convicciones, sino una recuperación de los imaginarios originales que promovieron las transformaciones pasadas y su rearticulación actual en vista a los bienes que aún nos inspiran.
Eso significa, para decirlo de modo torpe y problemático, volver a pensar la libertad, la igualdad y la fraternidad tomando en consideración los malestares que la sociedad disciplinaria ha traído consigo.
O, si preferimos una formulación diferente, por ejemplo, buscar en la noción cristiana de agapé, los orígenes de nuestro profundo compromiso (siempre frustrado) con la benevolencia práctica, la justicia, y la igualdad, que en este caso implican ofrecer las condiciones para que cada uno de nosotros tenga ocasión para descubrir/inventar el sentido último de nuestra existencia.
En realidad se trata de pensar cuáles son las condiciones de posibilidad para que dicha transición pudiera llevarse a cabo. Creo que hay elementos suficientes para ponderar la posibilidad de una mutuación, pero también obstáculos y resistencias profundas que dificultan la consecución de dichas transformaciones.
Lo primero es recordar que una transformación política de cualquier tipo necesita, fundamentalmente, de una comprensión e internalización teórica por parte de los actores, del significado de dicha transformación. Pero como bien se ha indicado, la comprensión teórica significa en este caso la puesta en práctica de dicha teoría en el mundo.
Por lo tanto, de lo que aquí estamos hablando es de una serie de prácticas que tienen sentido para los implicados en la transformación política. Como ha indicado el filósofo canadiense Charles Taylor, lo que da sentido a las prácticas es el imaginario social en el cual dichas prácticas se encuentran intrincadas.
¿A qué se refiere Taylor cuando habla de “imaginarios sociales”?
No a los esquemas intelectuales que la gente defiende, sino a las maneras en las cuales imaginamos nuestra existencia social, el modo en el cual nos relacionamos con los otros, las expectativas, nociones normativas e imágenes que subyacen a dichas expectativas.
Por tanto, aquí hablamos de imaginación en contraposición a teoría no sólo en cuanto se trata de algo que no es objeto explícito, necesariamente, de nuestra actividad intelectual, y por tanto, actividad exclusiva de una minoría, sino de las comprensiones comunes que hacen posible nuestras prácticas y el modo en el cual compartimos cierto sentido de legitimidad.
Eso que hemos llamado “la crisis”, y que con tanto esmero los medios corporativos se esfuerzan en circunscribir al ámbito económico-financiero, es en realidad el desenlace de un prolongado proceso de deslegitimación de las prácticas básicas y comunes de las llamadas sociedades democráticas liberales.
Los imaginarios sociales que subyacen y dan legitimidad a las prácticas que definen nuestras democracias se han ido deteriorando paulatina y sistemáticamente hasta convertirse, para una mayoría creciente de las comunidades planetarias (aquellas que viven bajo su reinado, y aquellas otras que forman parte de la periferia aun no “iluminada” por las ventajas y justicia de dicho sistema de pensamiento y acción) en escenografías vacías utilizadas por el poder fáctico para mantener a la población alejada de las verdaderas decisiones que se consideran demasiado importantes para que estén en manos de las masas.
Veamos que ha ocurrido con tres formas esenciales de nuestro imaginario social moderno.
El ejercicio democrático aparece, a la mayoría de la población, amañado por las grandes corporaciones que ejecutan una ruidosa puesta en escena que colabora en la producción de alienación perpetua de los individuos, principal factor de pujanza en las economías de mercado.
Dicha puesta en escena se caracteriza por una fingida pugna de alternativas que en modo alguno ponen en entredicho la estructura subyacente de nuestro modo de vida, pero que sirve como válvula de escape, como mecanismo catártico, para vehicular las frustaciones de la población.
En cuanto a la esfera pública, llamada a ser el ámbito extra-político e ilustrado que pusiera coto y articulara el sentir y comprensión “del pueblo” a través del ejercicio de sus intelectuales, el poder corporativo, a través de la producción, multiplicación, frivolización, relativización y distribución de opinión ha acabado por transformar dicha esfera en un dominio del mandarinato. Algo similar ha ocurrido y se está agudizando en nuestras universidades. La mayoría de la población se encuentra prevenida ante la multiplicación de falsedades producidas por los medios, y la vaciedad del pensamiento académico. Aún así, el desconcierto sirve para mantener a la población a raya, en cuanto el poder aliena por medio del exceso.
La actividad económica ha dejado de ser lo que nuestros ancestros imaginaron y pretendieron, una práctica civilizadora, promotora de la paz entre los pueblos, debido a la asunción de una prosperidad común que los intereses privados estaban destinados a promover pese a las motivaciones egoístas subyacentes de los individuos, para convertirse en una forma de guerra por otros medios, en los que la barbarie y el canibalismo son resultado visible.
La indiferencia electoral, el desprestigio de la clase gerencial y el abultado descrédito de los medios de comunicación de masas muestran los signos de una alarmante situación de deslegitimación de nuestras prácticas sociales.
Aún así, es evidente que la deslegitimación no es suficiente como alternativa. La actividad revolucionaria necesita positivar modelos alternativos: plasmar en el mundo su teoría.
Debemos revisitar las diversas experiencias revolucionarias que se encuentran en el origen de nuestros imaginarios sociales occidentales, los modos en los cuales nuestros antepasados redescribieron sus identidades, a fin de enaltecer nuestro derecho a la rebelión, nuestro derecho al cambio.
Latinoamerica es hoy un laboratorio revolucionario. Busca dar forma a ese interrogante que dirige el sentido de los pueblos: ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos llamados a ser?
El retrato derogatorio y caricaturesco que de este experimento ofrecen las grandes corporaciones mediáticas que nutren informativamente a nuestras democracias liberales no hace más que acentuar la evidente peligrosidad que dicha experiencia alternativa representa para el modelo dominante. Un modelo, como decíamos más arriba, que el imaginario social subyacente considera ya ilegítimo de manera amplia. Aún así, esta población, sometida a una sangrante alienación, es incapaz de imaginar siquiera una alternativa. Para muchos, el mito del fin de la historia anunciado por Fukuyama que auguraba el advenimiento del paraíso en la tierra a través del maridaje idílico entre el capitalismo y la democracia liberal, se ha convertido en la profecía de un infierno terrestre: totalitarismo blando (como nos prevenía Tocqueville) y profundas desigualdades.
No sabemos de antemano cuáles serán los resultados de esta apuesta histórica que los sudamericanos están llevando a cabo. Sin embargo, sea cual sea el derrotero de esta experiencia, es imprescindible enfrentarse al fenómeno con simpatía hermenéutica, es decir, intentando escuchar las voces que alimentan este desafío, las autointerpretaciones que promueven, conteniendo nuestros prejuicios, evitando las trampas que la propaganda fácil ofrece a fin de cegarnos a los auténticos bienes que subyacen a esas apuestas políticas y sociales.
Una transformación radical de nuestras prácticas no implica, necesariamente, una ruptura radical con nuestras convicciones, sino una recuperación de los imaginarios originales que promovieron las transformaciones pasadas y su rearticulación actual en vista a los bienes que aún nos inspiran.
Eso significa, para decirlo de modo torpe y problemático, volver a pensar la libertad, la igualdad y la fraternidad tomando en consideración los malestares que la sociedad disciplinaria ha traído consigo.
O, si preferimos una formulación diferente, por ejemplo, buscar en la noción cristiana de agapé, los orígenes de nuestro profundo compromiso (siempre frustrado) con la benevolencia práctica, la justicia, y la igualdad, que en este caso implican ofrecer las condiciones para que cada uno de nosotros tenga ocasión para descubrir/inventar el sentido último de nuestra existencia.
PLATÓN Y EL SENTIDO COMÚN

En una ocasión afirmé: "El sentido común es pura ideología". Un lector me ha indicado que la expresión es pretenciosa. Me ha conminado a justificar con mayor detalle mi intención.En estas líneas pretendo apuntar algunas razones que legitimen mi pensamiento.
Aquí “sentido común” es lo que se nos presenta como evidente en un lugar del mundo, en una época determinada.
“Ideología” es lo que pretende pasar por verdadero y, sin embargo, es un constructo histórico y social. La relevancia en cada época histórica de reconocer que el sentido común es ideología es la base sobre la cual se articula nuestro anhelo básico de emancipación.
El ejemplo que voy a utilizar para justificar las afirmaciones anteriores es un fenómeno del mundo natural. El ejemplo tiene como propósito exponer la estructura del argumento. El objeto propio al que el argumento debe aplicarse son los seres humanos y, en particular, el ser humano que cada uno de nosotros es.
Pasemos al ejemplo. En este caso es un árbol. Lo que el árbol evidencia, es decir, lo que deja a la vista, son una serie de características relevantes para que lo que tenemos delante sea un árbol y no otra cosa. Elevándose con su sólida estatura, extiende su ramaje hacia el firmamento sin complejos. Ofrece sombra al paseante e intimidad a los enamorados campestres. La instantánea del árbol en el prado, o el bosque, resulta definitiva: todo confirma lo que tenemos delante como tal. No cabe poner en duda la evidencia.
Sin embargo, no es suficiente para comprender plenamente al árbol en cuanto árbol, lo que éste tiene para decirnos en su apariencia. A menos que utilicemos nuestra capacidad imaginativa y escapemos a la contundencia antes mentada de lo que tenemos delante, la semilla y el tallo naciente, el agua que lo alimenta, los nutrientes minerales de la tierra, los rayos solares, la atmósfera terrestre y la cartografía galáctica donde el árbol se localiza, desaparecerán de nuestra consideración.
Por esa razón se dice que el árbol, al mostrarse, esconde su verdad más verdadera. Esconde en su apariencia su naturaleza, que a diferencia de aquella, no es un hecho puntual al que podemos acceder a través de las instantáneas perceptivas o la mera abstracción.
Lo que se esconde a la mirada es su constitución genética. El hecho de que ser árbol, de que tal ente se muestre como tal árbol, con su contundencia y firmeza característica, es el resultado de la conjunción y congregación de lo no-árbol. El árbol, siendo un ente devenido tal, no está en la semilla, ni en la tierra, ni en el agua, ni en los rayos solares y nutrientes que lo alimentan, pero tampoco puede distinguirse de estos.
Los budistas dicen que el árbol está vacío de existencia inherente. Se refieren a la apariencia del árbol que dice ser algo que no es: una entidad sólida y definitiva, cuando en realidad es el producto efímero de las conjunciones y congregaciones mentadas. De este modo, el sentido común, el que nos otorga nuestra conexión inmediata con las cosas, el que nos ofrece el trato impensado con el mundo, oculta la verdad última del ser de las cosas. Hacia algo semejante apuntaba Heidegger.
Lo que ocurre con los árboles ocurre con las personas. No sólo somos objetos devenidos orgánicamente, sino que además, debido a nuestra constitución lingüística y autointerpretante, participamos en una dimensión semántica que da forma a diversas visiones del ser, a diversas versiones del mundo habitado por nosotros.
Recordemos a Platón: en el fondo de la caverna se proyectan verdades fragmentarias de las cosas que ocultan lo que éstas son en última instancia: apariencias construidas por los prestidigitadores que pasean estatuas de piedra y madera delante de una fogata para animar a los prisioneros encadenados con la vista puesta sobre la pared del fondo.
Emancipación es recorrer el camino que lleva de la sombra hacia la luz, que hace posible el engaño, para regresar con nuestros compañeros a fin de desvelar el secreto de nuestra existencia esclava.
Por lo tanto, las cosas no son lo que parecen. Pese a que los prisioneros se prodigan honores y reconocimientos mútuos y establecen jerarquías entre ellos en dependencia de la habilidad en la predicción y manipulación de las sombras, éstas no pasan de ser lo que son: proyecciones falsificadas de lo real de suyo. Son el sentido común de todos nosotros: lo que se ve y lo que se toca, lo que dicen los periódicos y enseñan los televisores, lo que estamos condenados a padecer como verdadero en nuestras perversas sociedades democráticas en las que hemos suplantado el control del pensamiento, por el despliegue totalitario de la alienación.
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Al amigo Fabián Girolet «Se emancipa el hijo para ser como su padre, para llegar a ser lo que ya era ; Se libera el esclavo, para estar e...