REDUCIR LA DEMOCRACIA PARA EXTENDER LA IN(I)QUIDAD



Que el gobierno de Mauricio Macri es un gobierno cuyo objetivo exclusivo es aumentar las rentas de los más ricos en detrimento de los pobres no es un tropo inventado por los opositores con el fin de menoscabar la legitimidad del gobierno votado en las últimas elecciones generales y refrendado en las últimas elecciones de medio término. Las modificaciones a la ley previsional, en el contexto de una fiscalidad regresiva en términos sociales, y la generosidad que el gobierno muestra hacia las corporaciones y la timba financiera, demuestran claramente que estamos ante una verdad, a esta altura, incuestionable. 

Desde tiempos inmemoriales, la desigualdad en democracia ha sido un tema relevante para los filósofos y analistas políticos. Noam Chomsky, en Requiem for the American Dream, nos recordaba recientemente que, desde el origen fundacional de los Estados Unidos, pugnan dos concepciones radicalmente antagónicas entre los constituyentes: la de los oligarcas y la de los demócratas. Los primeros pretendían recortar la democracia para proteger a los ricos frente a los pobres, mientras que los demócratas defendían que la condición de posibilidad de una democracia genuina era la reducción de la desigualdad. El propio Aristóteles, milenios antes, en su Política, conmina a los gobernantes de la democracia a actuar de modo de reducir la desigualdad, en vez de recortar la democracia para proteger a los ricos frente a los genuinos y legítimos anhelos de los más pobres. 



Esas tendencias existen hasta el día de hoy, aunque es evidente que tanto en los Estados Unidos, como en el resto del globo, la perspectiva oligárquica es la gran triunfadora. Lo cual ha impulsado las políticas nacionales e internacionales a una gran inestabilidad, fruto de las guerras, la desigualdad y el deterioro medioambiental que impulsan de manera concertada, en su huida hacia adelante, en su búsqueda de ganancias sin tregua, en un contexto de competencia salvaje, las élites económicas. 



Mientras los periodistas oficialistas enfatizan la acción de grupos minúsculos frente al congreso militarizado por el ejecutivo para “proteger la casa del pueblo”, justificando oblicuamente la represión a mansalva y las detenciones irregulares que han suscitado el descontento popular, la narrativa oficial pone en evidencia hacia qué concepción de la política se inclina el actual gobierno argentino. Como Madison hace más de 200 años en los Estados Unidos, Macri y sus secuaces tienen un único objetivo, proteger a los ricos de los pobres, o mejor, protegerlos de los más pobres. Pobreza e indigencia que en Argentina alcanzan, nada más y nada menos, que el 32% de la población. 

Ante esta situación, la pregunta sobre la violencia, tal como es planteada en el debate actual en Argentina, está claramente desencaminada. El intento por parte del oficialismo de circunscribir la violencia a las imágenes de “radicales” apedreando a la policía federal, y a la policia metropolitana, descontextualizando el evento, tiene un objetivo claro: ocultar otras formas de violencia más corrosivas y perdurables, que el gobierno ha ido alimentando con el cúmulo de situaciones opacas e injustas que ha ido creando desde el primer día, impulsado por la propia inercia de las violencias manufacturadas por el aparato mediático-comunicacional que lo llevaron al poder. 

La pregunta, en todo caso, tiene que llevarnos más allá de la violencia evidente manifestada en las calles, para pensar las abigarradas violencias simbólicas, institucionales y sistémicas que conducen a esas violencias puntuales. La estigmatización de las piedradas es de muy limitada utilidad. Los violentos son la punta del iceberg de una violencia que tiene en su epicentro la concepción oligárquica de una democracia sitiada que avanza a los atropellos en su afán de saqueo de los bienes colectivos. 



En ese contexto, la pregunta no es cómo desactivar la violencia, sino cómo conducirla. La represión la devuelve al corazón de las clases populares, indignadas ante el maltrato y el desprecio que se les depara, y si no se dirige directamente hacia los perpetradores de la injustica (el gobierno y sus socios financieros y empresariales), se traduce al lenguaje del racismo, la xenofobia, la delincuencia, la lucha a muerte de pobres contra pobres. 



En nuestras manos está no olvidar quiénes son nuestros genuinos antagonistas, los perpetradores del daño moral que padecemos, los criminales que hambrean al pueblo con sus políticas de ajuste y represión, y recordarnos los unos a los otros hacia dónde debemos dirigir de manera concertada y rotunda nuestra indignación. La oposición debe asumir en su conjunto la violencia que el gobierno ejercita sobre la ciudadanía indefensa y acompañar al pueblo en sus actos de genuina defensa.