EN EL ESPEJO «TRUMP». LECCIONES LOCALES

La discriminación no tiene dueño. Se manifiesta de muchas y variadas maneras. En nuestra época, la ejercita especialmente el rico contra el pobre, pero ha tenido históricamente innumerables iteraciones: religión, género, origen étnico, nacional, usos lingüísticos, costumbres, etc. Es fácil ver la paja de la discriminación en el ojo ajeno, pero más difícil asumir la barra que ciega nuestro propio aparato ocular. 

Hace un par de años pasé unos días en un pequeño pueblo de las Alpujarras, en la provincia de Granada: Capileira. Allí conocí a una madrileña que vive en la zona desde hace más de cuarenta años. Mientras me paseaba por los bares de la localidad, fue deshilvanando su historia personal. Un día, como muchos, la vida dio un vuelco. Dejó su piso en el centro de la capital y se mudó a un cortijo para ayudar a una amiga holandesa que estaba montando un emprendimiento equino para excursionista. Lo que se anunciaba como un evento efímero, se convirtió en la pasión de toda una vida por la Sierra Nevada y sus entornos. 

Entre copa y copa, me confesó que ella siempre será para la gente del lugar una madrileña, incluso para los capilurros y capilurras migrantes que han inventado sus vidas en otras latitudes de la península ibérica o más allá, que hoy solo pasan en el pueblo unas pocas semanas al año, y para sus hijos, que al llegar a la adolescencia empiezan a distanciar aún más sus visitas debido a la somnolencia pueblerina. 

Cuando en los veranos llegan los de «Barcelona», capilurrios y capillurias que migraron hace décadas a Catalunya para buscarse la vida, la tratan a ella como una extranjera. Llegan a la localidad como los dueños de la tierra. La gente del lugar los llama, sencillamente, «los de Barcelona», pero ellos mismos se reconocen como los verdaderos y genuinos herederos del pueblo. 

Pese a que ella ha hecho más por Capileira en todos estos años que cualquiera de ellos, que ha contribuido con sus emprendimientos cotidianos al mantenimiento de los tejidos sociales que hacen posible la existencia de la localidad, ella sigue siendo la de Madrid, y siempre será la de Madrid, con los derechos de opinión solapadamente coartados por la tácita discriminación de origen que imponen las reglas del juego. 

El cuento tiene miga, si uno se imagina el modo en el cual los capilurrios y capilurrias expresan sus indignaciones ante los catalanistas más fundamentalistas que, como ellos, establecen criterios de genuinidad y legitimidad entre los habitantes del país. Por más que lo nieguen las usinas mediáticas al servicio de la causa, es un lugar común la discriminación explícita o solapada basada en la cultura, la lengua o el origen de los ciudadanos. 

Sin embargo, como ocurre con el capilurro y la capilurra de mi anécdota es más fácil ver la semilla xenófoba o racista en el otro que ser capaz de identificarla en uno mismo. Como los peces, uno vive su atmósfera sin tener que pensar en ella. 

En cierta ocasión, el novelista estadounidense David Foster Wallace, hablando de la educación liberal, contó una anécdota sobre dos peces jóvenes que se encontraban animadamente discutiendo los acontecimientos de su arrecife coralino, cuando un pez adulto pasó a su lado y los saludos preguntándoles: «¿Cómo la están pasando en el agua esta tarde?» Una vez el pez adulto siguió su camino, los peces jóvenes se miraron atónitos preguntándose: «¿El agua? ¿Qué es eso?»

No cuesta mucho imaginarse a esos capilurros y capilurras despotricando contra la discriminación catalanista que les afecta, pero también imaginar a muchos de ellos coqueteando con las fórmulas xenófobas de Vox para afianzar sus privilegios locales. De igual modo, es habitual escuchar a muchos votantes de la ANC despotricando contra la xenofobia y el fascismo que anima a los votantes de Vox, pero más difícil que asuman su propia pasión como sujetos de privilegio en sus tierras.

Algo de eso nos pasa a todos cuando escuchamos a personajes como Trump, Salvini, Bolsonaro, Modo o Macri lanzando sus dardos envenenados contra minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, afirmando una esencia nacional o un pedigrí histórico que permite distinguir entre ciudadanos de primera y de segunda clase. Siempre hay alguien frente a quien nuestros compromisos democráticos parece poder suspenderse justificarse en vista de las siempre sospechosas razones que aducimos. 

Como hemos visto, entre algunos capilurros y capilurras de Granada y algunos catalanistas de fuste que ondean las banderas de sus privilegios, no parece que podamos establecer una diferencia sustantiva, sino más bien reconocer en ambos una común pasión humana: la de querer ser más que nuestro vecino a cualquier costo, incluso si para ello tienes que abrazarte a tu explotador o romper las lanzas con quien te ha ayudado a construir tu casa. Donald Trump acaba de mandar a varias congresistas a sus «países de origen». No es algo frente a lo que deberíamos indignarnos. Sería mejor aprender la lección en su espejo y actuar en consecuencia. 

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