LOS LÍMITES DE LA POLÍTICA
Introducción
Vale la pena pensar qué hay detrás del giro global a la derecha que se extiende a lo largo y ancho del planeta, en un momento en el cual parece urgente articular una respuesta mancomunada para enfrentar la crisis que afecta de manera transversal a la humanidad en su conjunto, aunque cebándose especialmente con las poblaciones más vulnerables.
En este contexto, pese a las dificultades que implica, las fuerzas populares progresistas necesitan resucitar un proyecto genuinamente internacionalista, capaz de hacer frente a la globalización neoliberal y sus alternativas neoconservadoras (cuyo rol consiste en proteger el actual orden de privilegio por medio de una estrategia anti-política). Esto conlleva la formulación consensuada de una alternativa factible que nos permita avanzar hacia una transformación radical. Algunas de las razones generales han sido expuestas en algunas de mis notas anteriores. Aquí quiero referirme a los límites de la política. Más específicamente, quiero hacer algunos apuntes acerca de los límites de la democracia representativa en tiempos de neoliberalismo y tecno-feudalismo.
El odio a la democracia
La crisis de legitimidad de las instituciones democráticas, «el odio a la democracia», como diría Rancière, juega indudablemente un papel central en la actual dispensación. Este odio debe entenderse como la expresión consumada de la lucha de clases.
Ahora bien, para entender este odio a la democracia como expresión de la lucha de clases necesitamos sortear el obstáculo o trampa que nos ha dejado la epistemología posmoderna, al colonizar el trasfondo de comprensión de las ciencias humanas y sociales, para infiltrarse luego a la sociedad en su conjunto gracias a la promoción de un sentido común en el cual las espiritualidades gnósticas, en alianza con el cientificismo y el constructivismo, han acabado haciendo desaparecer las demarcaciones que imponen las relaciones sociales de explotación y desposesión, deslegitimando con ello a las formulaciones sustantivas que justifican una política radical.
En este sentido, no es de extrañar la alianza secreta que emparenta a los neoliberales y a los neoconservadores. Esta alianza tiene larga data, y se puede rastrear echando un vistazo a la formulación ética de sus pioneros. Hayek o Friedman son ejemplos elocuentes de los vasos comunicantes entre los ideales del fundamentalismo del mercado y una sociedad disciplinada en los cánones del más estricto conservadurismo.
Mientras que los primeros (los neoliberales) se han servido de una epistemología reduccionista que ha hecho del mercado y del agente económico las claves explicativas de la realidad social y política – es decir: mientras que el neoliberalismo ha logrado hacer «desaparecer» a la sociedad (con sus pobres y excluidos) y a la política (con sus reivindicaciones de reconocimiento, distribución y genuino internacionalismo) en favor de relaciones sociales basadas exclusivamente en el interés económico, la competencia y el mérito individual como ethos; la estrategia neoconservadora ha servido para redibujar los esquemas sociales y políticos que visibilizan la explotación y la desposesión, como los estadistas imperiales redibujaron las cartografías de sus posesiones para despojar a los pueblos de sus identidades históricas, forjar nuevas alianzas interclasistas, incluso si esas alianzas conducían a la guerra y el exterminio mutuo, si ello servía para garantizar el orden de privilegios y su perpetuación en el tiempo.
Efectos de la pandemia
La pandemia no hizo más que exacerbar los síntomas de los problemas constitutivos del capitalismo global, cuyo funcionamiento desbocado a partir del fin de la guerra fría aceleró los procesos de acumulación, y con ello, la desigualdad y la violencia, debido a la rendición incondicional de toda resistencia sustantiva al proyecto de clase impuesto como «armisticio» con la caída del muro de Berlín, en el cual, como en tiempos del Tratado de Versalles, el ganador pretendía ganarlo todo, y los perdedores estaban llamados a perderlo todo o sucumbir ante el poder imperial.
El resentimiento global que exacerbó el «nuevo imperialismo» dio lugar al terrorismo global, la «Guerra contra el terror» y un proceso de deterioro de los derechos sociales y ecológicos que la llamada crisis de las subprime hizo patente a las sociedades centrales, cuando las periferias extracomunitarias en Europa, se replicaron en su territorio, y la «invasión de migrantes y refugiados» se convirtió veladamente en el principal supuesto bélico al que debían hacer frente las sociedades ricas, debido al «efecto llamada» que produce el hambre, la miseria y la desigualdad lacerante.
En este marco histórico, la pandemia no hizo más que visibilizar lo que ya estaba presente en la sociedad, pero conduciendo la situación a un nivel superior, entre otras cosas, debido al grado de paranoia y frustración que impuso la amenaza de un enemigo minúsculo e invisible que ningún muro, ni régimen de vigilancia estaba preparado a contener.
El virus venía de este modo a suplantar al terrorista suicida que durante los últimos años había mantenido en vilo a las sociedades centrales, causando estragos en los territorios en conflicto en la periferia, y animando un conjunto de medidas de vigilancia y control social impensadas en la dispensación previa, cuando las celebraciones por la libertad hipotéticamente reconquistada con el triunfo del capitalismo estaban aún en su apogeo, y nuestros intelectuales articulaban odas a los nuevos héroes de la democracia digital que, según decían, estaban construyendo una aldea global en la que reinaría la paz y la prosperidad por siempre jamás.
En esos mismos años, sin embargo, el nuevo imperialismo fue manufacturando con prisas al enemigo que le serviría de espejo para cuando las crisis de acumulación, primero localizadas, luego abiertamente globales, se manifestaran. El neoliberalismo allanó el camino deshaciendo las identidades colectivas sobre la base de las diferencias de clase, y el neoconservadurismo, a la estela de las reivindicaciones identitarias, inventó su nueva cruzada, manufacturada a la medida de las reivindicaciones del neoliberalismo progresista.
«Comunismo o libertad»
Hoy los ricos y las clases medias acomodadas están atemorizadas ante el desorden y el caos que los circunda. Las certidumbres se han desvanecido. El orden institucional, aquí y allá, pende de un hilo. El descrédito de la democracia es generalizado. Los Estados están atados de pies y manos ante el todopoderoso accionar corporativo que impone límites de hierro a los gobiernos de turno, además de manufacturar alternativas recalcitrantes para bloquear las iniciativas populares. Frente a las necesidades extremas que sufren amplios sectores de la población, el empobrecimiento generalizado de los sectores medios precarizados, la falta de horizonte que viven las nuevas generaciones, la violencia generalizada que afecta el tejido social especialmente en su base, la respuesta de clase consiste en enroscarse de modo beligerante sobre sí misma al grito de «comunismo o libertad».
Ahora bien, es importante entender qué significa aquí la palabra «comunismo». No se trata simplemente de denunciar a la «bruja» de turno, sino de lograr, una vez más, disciplinar a la sociedad en su conjunto a través del linchamiento mediático y los escarmientos judiciales. No son solo los espectros soviético, cubano, venezolano o nicaragüense a lo que se apunta. Estos son solo emblemas que expresan de manera sintética un odio que se extiende de manera indiscriminada – como los mismos pioneros de la filosofía política neoliberal expresaron en su momento – a todas las iniciativas volcadas a construir un proyecto comunitario sustantivo que reconozca «lo común» como esfera de lo in-apropiable para el capital y exija su protección y dignidad. Lo común es la vida misma, y lo que hace posible la vida en nuestra Tierra.
Subjetividad y política
Sin embargo, esta descripción estaría totalmente desencaminada si no sumamos un condimento al análisis etiológico de nuestra situación presente. El elemento clave es la frustración reinante, que afecta al corazón mismo de la subjetividad contemporánea en grado sustantivo.
El sujeto contemporáneo se encuentra acosado de manera ininterrumpida por fantasías que conducen, aparentemente de una manera ineludible, a una rendición incondicional del mismo ante la insatisfacción inherente y la pulsión de muerte que resultan de nuestra existencia condicionada. Insatisfacción y odio, basados en una aprehensión fetichizada de nuestras circunstancias presentes, se traducen en respuestas viscerales que el capitalismo ha convertido en las energías fundamentales que mueven la rueda de la vida y de la muerte de la que se alimenta, imponiendo un ritmo cada vez más acelerado para lograr la realización del proceso de valoración que lo define.
Este proceso de alienación y aceleración impuesto por el capital desemboca cada vez y de manera más frecuente, en sus crisis sistémicas, debido a las contradicciones entre las ilimitadas «ansias» de acumulación y disfrute instantáneo, y los cuerpos naturales y sociales finitos que habitamos.
La libertad
Entonces, hay que preguntarse que es esa «libertad» que se contrapone al «comunismo». Tal vez, solo ansia de ser y pulsión de muerte concomitante, competencia y mérito, desigualdad y aceptación indiferente ante el sufrimiento de aquellos que quedan en el camino o sirven para forjar nuestro proyecto individual a cualquier costo.
«Comunismo», en cambio, es el reconocimiento y el nombre circunstancial que damos a nuestra individualidad condicionada, vulnerable, dependiente, y las respuestas colectivas que damos a esta condición común, basada en la convicción de la igual dignidad de todas y todos, que debemos extender a cada ser viviente y sufriente que habita nuestra Tierra.
El odio a la democracia es la expresión de esta voluntad de poder que pretende ignorar el trasfondo que hace posible la misma libertad. Ese trasfondo, en términos sociales, políticos y medioambientales es aquello que no cuenta en el cálculo de clase: los grupos esclavizados, explotados, despreciados, las realidades subalternas aptas para la explotación y la desposesión, y la naturaleza misma, fuente de recursos baratos y basurero gratuito al servicio del consumo irracional y la acumulación sin límites.
La pandemia, lejos de hacernos mejores, ha puesto de manifiesto nuestras tendencias más arraigadas, fruto de las diligentes y violentas pedagogías que nos han convertido en el tipo de sujetos que somos. El capitalismo, pese a las piruetas discursivas de sus defensores, es abiertamente el mayor enemigo de la democracia. Ha logrado imponer regímenes electorales que simulan a través de un republicanismo de masas (masas precarias y desinformadas) una democracia caracterizada por la impotencia, debido a la servidumbre del poder político frente al poder del mercado.
En este marco, las buenas intenciones de los líderes populares encuentran su techo de cristal en el hiper-individualismo y la atomización social impuesta a la política democráctica, por el ethos anti-político neoliberal.
En este océano de individualidades alienadas, desorientadas dentro de un régimen de relaciones sociales marcado por la precariedad, la frustración y el miedo, se acrecienta la dificultad por parte de la política partidaria a dar forma a un proyecto común que no esté planteado exclusivamente en términos individualistas y, por ende, replique el mandato anti-político.
De este modo, la única libertad relevante es la libertad negativa: la libertad de cada uno a no ser coercitivamente obligado a hacer lo que no le place, o forzado a no hacer lo que le place.
Tal vez, el ejemplo más notorio de esta anti-política caprichosa y egoísta se puso de manifiesto en la manera en la cual, pasado el shock inicial, las oposiciones políticas, aquí y allá, y la sociedad civil enrabietada, respondieron con infantil negacionismo y la difusión histérica de teorías conspirativas, a la tragedia que supuso para millones de persona la pandemia del Covid-19.
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