BUDISMO, FILOSOFÍA Y POLÍTICA (1): Una introducción



En muchas ocasiones, el Dalai Lama ha dicho que percibe a la gente con la cual se encuentra como amigos, incluso como a miembros de su propia familia. No es mi caso, evidentemente. En realidad, cuando ponemos atención al modo en el cual nos relacionamos con el resto de los mortales caemos en la cuenta que estas relaciones están articuladas, en buena medida, por nuestra desconfianza. Desconfiamos de todo el mundo. Es un hecho. Excepto el selecto grupo de personas que forman parte de nuestro círculo íntimo, e incluso ellos mismos, son organizados sobre el criterio de un estricto catálogo de categorías y prejuicios.

Además, nuestras relaciones gravitan, en buena medida en torno a las emociones que determinan nuestra existencia subjetiva. Sentimos celos, envidia o simplemente adoptamos frente a nuestro prójimo una actitud meramente instrumental. Los aprehendemos como oportunidades u obstáculos para el logro de nuestros propósitos.

Mientras tanto, la inmensa mayoría de los otros, se nos aparece, cuando eso ocurre, de manera indiferente. Por lo tanto, o bien somos ignorantes acerca de la condición de otros seres, acerca de su suerte o su desgracia, acerca de los padecimientos o virtudes que cultivan, o bien nos aproximamos a esos pocos con quienes compartimos nuestra intimidad con una mezcla de paranoia y neurosis. Por momentos, son mis amigos, pero ante el menor gesto, vuelven a convertirse en nuestros enemigos.

Por supuesto, parte de esta inestabilidad en nuestras relaciones con los otros está determinada por la propia naturaleza de la existencia en eso que los budistas llaman “la existencia cíclica” – el escenario donde transcurren nuestras vidas. Basta con echar un vistazo a cualquier programa del corazón, a la prensa amarilla o rosa, para darse cuenta hasta qué punto las relaciones se construyen sobre eso que el filósofo argentino, José Pablo Feinmann, llama “el barro de la historia”, es decir, lejos de la apetecida transparencia con la que soñamos todos.

Pero además de las razones “objetivas” de esta inestabilidad, están las razones “subjetivas” de la misma. En cierto modo, las primeras son producto de las segundas. Lo que ocurre “ahí fuera”, en el mundo que ilustran las novelas y las películas y los retorcidos textos rosas de la prensa de los chimentos, no es otra cosa que un reflejo de lo que está ocurriendo en nuestra propia mente, sujeta a las turbulencias de las emociones y las imaginaciones desbordadas.

Ahora bien, cuando el Dalai Lama dice que todas las personas con las cuales se encuentra son percibidas por él como amigas, está diciendo algo acerca de la cualidad de su mente. Pero además, está diciendo algo acerca de la cualidad de nuestra propia mente. Por supuesto, me gustaría tener esa percepción de mis congéneres. Estoy seguro que una conciencia de esas características debe resultar encantadora para quien la porta, como tranquilizadora debe ser para sus interlocutores. Sin embargo, es evidente que vivimos en el “barro de la historia”, y que nuestras aspiraciones no deben darle la espalda a la facticidad existencial que nos toca vivir.

Mientras escribo estas páginas, ha estallado un escándalo en la Argentina. Una de las organizaciones no gubernamentales más prestigiosas por los derechos humanos, Madres de Plaza de mayo, que dirige Hebe de Bonafini, se encuentra sospechada de haber incurrido en delitos de defraudación y lavado de dinero. Los principales acusados son Sergio Schoklender, su hermano y otra decena de personas que aparentemente conformaron una asociación ilícita dentro de la propia organización con el fin de desviar dinero destinado a la construcción de viviendas sociales y la promoción de proyectos de inclusión social. En su juventud, los hermanos Schoklender fueron protagonistas de un sonado crimen que conmovió a la opinión pública: asesinaron a sus padres. Bonafini los conoció en la cárcel. Los visitaba con cierta asiduidad. Habiendo cumplido su condena, la organización, por medio de Hebe de Bonafini, les ofreció trabajo. Durante los años en los cuales los Schoklender estuvieron conectados con Madres, Sergio fue el apoderado de la Fundación “Sueños compartidos”, dedicada, como decíamos, a la construcción de viviendas sociales. En una entrevista que Hebe de Bonafini concedió al periodista Victor Hugo Morales, la responsable de Madres se refirió a los imputados del siguiente modo: “Nosotros confiamos en ellos. Habían cometido un delito espantoso en su juventud, pero creímos que merecían una oportunidad. Les dimos trabajo y una responsabilidad. Pero nos traicionaron. Nos hicieron mucho daño. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Dejar de confiar? No puedo dejar de confiar. Nosotros luchamos por un mundo donde las personas confíen entre sí.”

Evidentemente, el asunto es complicado. El Dalai Lama se encuentra desde hace más de medio siglo tratando con oficiales chinos que lo pintan como un criminal, un terrorista separatista, cuya intención – sostienen – es atentar contra la soberanía China. En sus negociaciones, no tiene otra alternativa que mantener una actitud suspicaz. Tiene una gran responsabilidad. Su pueblo ha sido masacrado y su tierra ha sido colonizada por los comunistas chinos. No puede adoptar una postura ingenua. Pero esta suspicacia no se circunscribe a los funcionarios, diplomáticos y agentes chinos. Durante los años de exilio, el Dalai Lama ha tenido que lidiar con muchos tibetanos que han comparten el proyecto chino sobre Tibet. En McLeod Ganj, la pequeña estación de montaña donde se ha instalado el gobierno en el exilio, se han producido atentados e incluso espantosos asesinatos, como el ocurrido contra el Venerable Lama Lobsang Gyatso, que fue acuchillado junto a otros nueve monjes en sus habitaciones a finales de los noventa. Por lo tanto, cuando uno sale de su cojín de meditación, las cosas no son fáciles. Sin embargo, pese a las dificultades inherentes de la vida política, económica y social, especialmente en sociedades como la nuestra, en la cual la mayor parte de los individuos adoptan una actitud agresiva y competitiva frente al resto, es posible hacer una diferencia a la hora de relacionarnos con ellos.

Pero, como bien dice un dicho catalán: no es cuestión de soplar y hacer botellas. Es decir, no vamos a cambiar las cosas si creemos que se trata de un acto de pura voluntad. Por supuesto, decidirse a confiar es decisivo, pero la transformación de nuestras actitudes básicas sólo puede llevarse a buen puerto adoptando un riguroso entrenamiento, aplicado de manera concertada, durante un prolongado período de tiempo. Probablemente, el entrenamiento sistemático del pensamiento sea una tarea tan ardua, o incluso más ardua, que el que enfrentan los atletas deportivos. Se trata, en última instancia de habituar la mente a la práctica de la virtud, hasta el punto que esta se convierta en nuestra segunda naturaleza. Eso, y no otra cosa, es la meditación. Al contrario de lo que mucha gente cree, meditar no consiste en sentarse en una esquina de la habitación, en silencio, mirándose el ombligo, poniendo la mente en blanco e intentando que los pensamientos no nos molesten. Como decía, la meditación es una suerte de entrenamiento en el que nos preparamos para adoptar ciertas actitudes que consideramos beneficiosas.

Ahora bien, cuando el Dalai Lama nos dice que las personas con las que se encuentra se le aparecen como amigos o familiares, agrega que esto es así porque, en buena medida, todas estas personas, que en un primer momento resultan desconocidas, son en realidad muy próximas a nosotros. En cierto modo, ya las conocemos, nos dice. Sabemos de ellas algo fundamental. Sabemos que, como nosotros, cada una quiere ser feliz y no quiere sufrir.

Bien pensado, un argumento de este tipo, filosóficamente hablando, es muy endeble. Desde el punto de vista práctico, en cambio, si le agregamos algunos otros argumentos que le den sustento, puede resultar muy poderoso. Digo esto porque existen otras perspectivas filosóficas o cosmovisiones que hacen hincapié en este deseo común de los seres vivientes por alcanzar la autosatisfacción. Por ejemplo, todas las formas de darwinismo social dan cuenta de ello, pero utilizan ese fragmento discursivo para demostrar hasta qué punto es importante como antecedente de la lucha despiadada entre los individuos por triunfar en la carrera social del más apto. Por lo tanto, hay que tener cuidado con los argumentos, con esos fragmentos discursivos, porque pueden servir para muchas cosas. Por esa razón es tan importante adoptar un pensamiento sistemático. En la ética utilitarista, por ejemplo, se pone mucho énfasis en la búsqueda individual por la felicidad, y las filosofías del mercado, utilizan al utilitarismo ético como punto de partida para explicar fenómenos como el “comercio libre” e imaginan entidades metafísicas como “la mano invisible” para dar cuenta de un orden engranado como el mercado que se nutre, como creía Mandeville, de los vicios individuales para producir virtudes públicas.

No es el caso del budismo. La frase: “Todos los seres vivientes quieren ser felices y no quieren sufrir”, se encuentra encuadrada por un coherente sistema de pensamiento que está en las antípodas del individualismo moderno occidental.

Por el momento, recordemos que existe una diferencia enorme entre el modo en el cual concebimos la felicidad, la satisfacción, en el occidente moderno, y el modo en que la entienden los antiguos sistemas espirituales. Nosotros habitamos una cosmovisión en la cual la felicidad o, más bien, los objetos que pueden ofrecernos la felicidad que buscamos son un bien escaso. Lo primero que tenemos que reconocer es que, para los budistas y los adherentes de otras grandes tradiciones religiosas, hay felicidad suficiente a disposición de todos. El logro de mi felicidad no va en detrimento del logro de la felicidad de nuestro prójimo. Creo que este punto es muy importante. Puestos a pensar, parece mentira lo profundamente asentada que está la noción economicista de la felicidad. Lo valioso, para nosotros, es aquello que es escaso. Como el oro, que hay en pocas cantidades. O la información secreta, en contraposición a la información pública que está al alcance de todos y en abundancia. Parece que si todos pueden conseguirlo, no debe ser tan valioso. Esto es un prejuicio muy perjudicial para nuestro empeño espiritual. Cuando pensamos en la realización del Budadharma, de las enseñanzas del Buda y otras enseñanzas espirituales, debemos recordar que se trata de un tipo de logro muy diferente al que se alcanza, por ejemplo, en una competición deportiva. Cuando participamos en un torneo, todos queremos ganar. Pero es imposible que todos nos llevemos el premio. Sólo uno se llevará la copa, y lo hará en detrimento del resto. Por lo tanto, es importante notar que el tipo de felicidad de la que estamos hablando es muy diferente del tipo de felicidad por la cual competimos en la vida cotidiana.

Esto nos lleva a una distinción muy importante. Podemos decir, a grosso modo, que hay dos caminos hacia la felicidad. O, quizás, que en vista a que hay dos concepciones de la felicidad, hay dos caminos que podemos transitar en nuestra vida.

Uno de ellos es el camino externo, que consiste, fundamentalmente, en obtener cosas. Y cuando digo cosas no sólo me refiero a bienes materiales, sino también a conseguir amigos, compañeros, maridos, esposas, hijos, amantes, admiradores, etc. Todas aquellas cosas que nos produzcan satisfacción. Si pensamos con detenimiento veremos que el 100% de nuestras actividades están dirigidas a conseguir ese tipo de cosas que nos produce ese tipo de satisfacción exterior.

En contraposición, tenemos un camino que podemos llamar de “autotransformación”, un camino que involucra muchas cosas. En primer lugar, una transformación ética de todas nuestras actividades de cuerpo, palabra y mente, es decir, una transformación de nuestras acciones en vista a las necesidades de quienes nos rodean y un horizonte de sentido determinado. Por otro lado, una transformación de nuestras potencialidades innatas. En este contexto, hablamos de extender nuestra atención, afilar nuestra concentración, desarrollar nuestras diversas “sensibilidades”, nuestro sentido de la realidad. Es decir, profundizar nuestra educación abordando cuestiones capitales como aquella que gira en torno a la naturaleza última de la realidad. El camino espiritual implica un compromiso fuerte por encontrar una respuesta a preguntas acerca de quiénes somos y acerca de la naturaleza del mundo que habitamos. O para decirlo de otro modo, nos preguntamos acerca de la condición humana en general, en relación a los diversos escenarios cosmológicos que habitamos a medida que la ciencia nos confronta con sus descubrimientos en el macro y micro cosmos. Pero además, estamos comprometidos con la historicidad de nuestra especie: ¿Qué significa habitar está época en particular? ¿Qué es lo que tiene de peculiar el hombre y la mujer del Occidente moderno? Aunque eso tampoco es suficiente para nosotros. Habitamos un país del “fin del mundo”. Por lo tanto, debemos interrogarnos acerca de nuestra condición periférica, nuestra situación como hijos e hijas de la era del capitalismo neocolonial de comienzos del siglo XXI. Todas estas cuestiones no nos son ajenas. Porque el budismo, como otras tradiciones espirituales del planeta no puede reducirse, como pretenden algunos, a formar parte de ese capitalismo desaforado que se ha adueñado del sentido común. No puede reducirse a convertirse en una técnica más o menos adecuada para enfrentar nuestro tiempo libre. El budismo es una tradición religiosa, y por tanto, cuando uno se enfrenta a ella con cierta lucidez, descubre que es una crítica penetrante a nuestro modo de vida, a las sociedades industriales que habitamos. O para decirlo de otro modo, en el budismo encontramos una respuesta a todos esos malestares que aquejan a estas sociedades tardomodernas en las que vivimos con una sensación de inevitabilidad y desconsuelo permanente.

Por lo tanto, una de las posturas que adoptamos respecto a nuestro anhelo de felicidad está enfocada en el logro de ciertas satisfacciones que sólo pueden ocurrir en dependencia de la adquisición de ciertos bienes o personas que, en principio, están dotadas de una cualidad que produce dicha satisfacción en nosotros. Se trata, entonces, de una felicidad o satisfacción peculiar asociada a un bienestar o placer exterior. Pensemos, por ejemplo, en el placer que nos produce una persona o una comida. Ese placer depende enteramente de las circunstancias que permiten o no la presencia de tal o cual persona o el consumo de tal o cual alimento.

En cambio, hipotéticamente, existe un tipo de felicidad que surge como resultado de una transformación del propio sujeto. Aquí, lo que cuenta, es que el sujeto que busca la felicidad haga algo consigo mismo para adecuarse a las circunstancias de tal modo que las mismas no sean un obstáculo para el logro de su propósito.

En el primer caso estamos orientados enteramente hacia los objetos en cuanto tales, en tanto objetos. El agente comprometido con este tipo de felicidad está convencido que el sentido de la vida consiste en obtener cosas y personas – cosas que no se encuentran necesariamente en nuestra posesión, sino que deben ser adquiridas, conquistadas, a través de diversos métodos (persuasión, fuerza, habilidad, etc.). Los objetos que codiciamos no son parte nuestra, no forman parte de nuestra constitución. Por supuesto, podemos sentir, por ejemplo, que nuestros hijos, nuestra pareja, nuestros bienes, son una extensión de nosotros mismos. Pero la realidad es que ellos pueden desaparecer en cualquier momento y dejarnos con su ausencia. Si esa es nuestra apuesta, entonces nuestra felicidad depende enteramente de su presencia, porque en cuanto desaparecen de nuestra vida los objetos que nos producen felicidad, con ello desaparece la felicidad largamente anhelada y “construida” por medio de nuestro cálculo y nuestra audacia.

Todo esto significa que, si nuestro propósito es la felicidad, la satisfacción personal, pero para lograrlo adoptamos exclusivamente un camino, que es el camino de los objetos que tanto ansiamos conquistar, el resultado será, al fin y al cabo, decepcionante. Entre otras cosas, porque la satisfacción que nos producen los objetos y las personas no dura demasiado, especialmente cuando nuestra perspectiva es estrecha o nuestras expectativas son descabelladas, es decir, cuando nuestras expectativas no concuerdan con la realidad de las cosas.

En contraposición, vemos que es posible disfrutar de instancias en principio difíciles cuando somos capaces de mantenernos en calma para enfrentarlas con entereza, buen humor, paz mental y una pizca de auténtica sabiduría.

Por lo tanto, la felicidad no es algo que pueda medirse exclusivamente a partir de criterios predeterminados como son la cantidad de bienes que los individuos poseen, o la media de sus salarios, o el PBI per cápita de una sociedad determinada. Todas estas variables, como mucho, pueden servirnos para señalar cuál es el nivel de satisfacción puntual que tienen los individuos en un momento concreto de su experiencia, pero no puede servirnos para realizar una valoración global acerca de la satisfacción que dichas personas tienen respecto a la totalidad de sus vidas, acerca del sentido de sus vidas, acerca del modo en el cual se explican por qué se esfuerzan tan denodadamente desde el comienzo de sus días en este planeta.

Por supuesto, eso no significa que tengamos que minimizar la importancia que tienen para el desarrollo del ser humano el acceso a ciertos bienes materiales y circunstancias sociales favorables. Incluso las prácticas espirituales más extremas en lo que concierne al renunciamiento reconocen la importancia que tienen para el desarrollo de los individuos la satisfacción de ciertos mínimos que permiten una subsistencia digna.

No olvidemos que pese a habitar una época histórica que se ufana de haber creado más riqueza que ninguna otra, una época histórica que prometía acabar con la pobreza alcanzando a través de la democracia liberal y el capitalismo global el paraíso en la tierra, una quinta parte de los ciudadanos de este mundo sufren de extrema pobreza, mientras otras especies animales son desbastadas hasta su desaparición debido al avance brutal de una tecnología controlada por una razón instrumental que se mantiene sorda a los interrogantes últimos de su propia actividad productiva.

Es cierto, de todas maneras, que hay muchas personas en posesión de una gran cantidad de bienes y el prestigio que otorga, por ejemplo, el haber recibido una extensa educación, es decir, personas lo suficientemente acomodadas y sofisticadas como para tener al alcance de su mano toda clase de recursos que podrían servir como objetos de satisfacción, felicidad, etc., que en cambio se encuentran siempre atormentadas, histéricas, neuróticas, sufriendo hasta el punto de necesitar tratamientos psicológicos o tratamientos químicos para pasar los días con cierta calma. Mientras que otras personas, cuyos recursos son escasos, y a los que su educación no les ha entrenado para degustar la variedad de placeres al alcance de los más ricos, son capaces de desplegar una experiencia de satisfacción envidiable.

Por supuesto, con esto no quiero decir que debamos desentendernos enteramente de la materialidad de nuestras vidas. Creo que en eso podemos estar de acuerdo. Por otro lado, si adoptamos una posición diferente podemos caer en la tentación de mantener una actitud desconsiderada respecto a la lucha de muchos individuos y grupos sociales que se encuentran bregando por acceder a bienes básicos como son una educación de calidad, una vivienda digna, una alimentación nutritiva y equilibrada, tener acceso a la información, una trabajo digno y un reconocimiento de su persona y su condición de ciudadanos iguales ante la ley, todas estas cosas indispensables para una vida digna.

Es justo, en ese sentido, que aquellos de nosotros que tenemos nuestras necesidades cubiertas, aquellos de nosotros que tenemos acceso a bienes de lujo, pongamos atención a las necesidad de nuestros congéneres que se encuentran, como decía, desprovistos de los mínimos indispensables que son la condición de posibilidad de su desarrollo físico, psicológico y espiritual.

A veces uno escucha a algunas personas que dice: lo que necesita este país (refiriéndose a la Argentina) es educación. Se refieren a los más humildes, a los habitantes de las villas, sobre todo, a eso que en este país llamamos vergonzosamente “los negros”. Pero en realidad a lo que se oponen cuando dicen que esa gente necesita educación es a las políticas redistributivas, a las políticas sociales, y atacan el clientelismo, la corrupción y otras lacras que anidan en los intersticios de la burocracia. Lo que pretenden es disciplinar a las masas. Educar, para ellos, quiere decir imponer con rigor los códigos de la convivencia. Pero no puede haber una educación efectiva si la gente no tiene nada que llevarse a la boca, sin hablar de lo que en realidad significa en última instancia la educación. Por esa razón, lo primero es crear las condiciones adecuadas para que todos tengamos acceso a una existencia digna. Esas cosas no suelen enfatizarse mucho en los cursos de meditación y cosas por el estilo. La espiritualidad postmoderna le tiene un poco de repelús a la cuestión social. Le suena a ideología pasada de moda. Yo, en cambio, estoy convencido que no hay posibilidad alguna de practicar una verdadera espiritualidad, una auténtica espiritualidad si uno se olvida de estas cuestiones, porque de hacerlo, uno se encuentra lidiando con una realidad parcial, uno acaba sometiéndose a una versión arbitraria de las cosas y las personas.

Aquellos que tenemos hijos sabemos cuánto cuidado necesitan. No se trata únicamente de ofrecerles unas circunstancias materiales favorables. Además de las condiciones favorables en términos “económicos”, nuestros hijos necesitan nuestro afecto, nuestro cuidado emocional. Sabemos que, de lo contrario, la tarea de prosperar a lo largo de la vida será dificultosa.

Ninguno de nosotros nace plenamente humano. Por supuesto, desde el punto de vista estrictamente biológico podemos ser considerados seres humanos en contraposición con los miembros de otras especies animales. Pero sólo alcanzamos nuestra plena humanidad a medida que avanzamos en el camino de aprendizaje que consiste, fundamentalmente, en convertirnos en partícipes de una comunidad de pertenencia. En este proceso, el aprendizaje lingüístico juega un rol clave. No sólo aprendemos palabras, sino que nos hacemos partícipes de prácticas de convivencia, primero siendo iniciados por nuestros mayores, para luego convertirnos nosotros mismos en sostenedores de dichas prácticas con el fin de hacerlas perdurables en el tiempo para hacerla accesibles a las generaciones futuras. Pero el sostenimiento de esas tradiciones y prácticas no tendría sentido si no consideráramos que esas tradiciones apuntan a bienes, están articuladas en un horizonte moral que consideramos valioso para el progreso del ser humano, no sólo en función de nuestra labor biológica de subsistencia, sino en nuestro progreso educativo moral, político y espiritual.

Ahora bien, lo que es cierto para nuestros hijos es cierto para los hijos de otras personas. Pensemos, por lo tanto, lo que implica nacer en el seno de una sociedad que nos discrimina, que nos cuenta entre los desechables. Pensemos en el mensaje que reciben todas esas personas que habitan un universo de necesidades básicas siempre insatisfechas, que al mismo tiempo conviven con una cultura del despilfarro y la frivolidad. Si queremos preparar a nuestros niños para el futuro debemos comenzar preocupándonos, no sólo por contenerlos materialmente para evitarle a la sociedad el desvelo de la inseguridad, los costes sanitarios y el desorden, sino también, ofrecerles la contención emocional que se merecen. Los niños maltratados, abandonados, sujetos a la indiferencia y al prejuicio, son presa fácil de la delincuencia, porque antes incluso de haber delinquido han sido inventados por nosotros como tales.

Por lo tanto, llevando esta constatación individual al ámbito social y político, resulta evidente que las personas con menores recursos, aquellas que han sido repetidamente golpeadas por las políticas fanáticas del neoliberalismo en las últimas décadas, aquellas a las que se ha privado de una educación formal, aquellas que han sido sometidas a las tensiones, miserias e indignidades del desempleo y la subalimentación, al mismo tiempo que se las exponía, como decía, a las perversas campañas del descrédito y la exclusión, deben recibir no sólo una compensación pecuniaria por los años perdidos, por las oportunidades desperdiciadas, sino también, en línea con lo que decíamos más arriba, necesitan de un reconocimiento enfático de su ciudadanía local, nacional y global, es decir, un reconocimiento de su dignidad como partícipes irremplazables de la construcción política a la cual pertenecen, y un reconocimiento como individuos únicos, ocupados de manera inherente en la comprensión última de su condición viviente y sintiente en el cosmos.

O, para decirlo de otro modo, lo que necesita el país, especialmente de las clases medias altas y los sectores privilegiados de la sociedad, es que los mismos estén dispuestos a una reparación emocional de estos grupos desfavorecidos.

No hay nada más perverso que la xenofobia en estos casos. Las clases privilegiadas cometen un enorme crimen cuando someten a estos grupos a sus juicios discriminatorios, a sus prejuicios de clase. Porque es evidente que, como decíamos, no sólo los niños necesitan de esa bondad fundamental de la cual se alimenta el ser humano. Los adultos también estamos necesitados de ese tipo de cariño, de cuidado. En nuestra vida diaria podemos ver de qué modo, cuando ese cariño nos es negado, nos sentimos heridos, cómo nuestra autoimagen queda dañada. Por lo tanto, cuando hablamos de solidaridad, hablamos de mucho más que de fomentar un proyecto redistributivo.

Necesitamos ayudar a la gente a sentirse bien consigo misma, debemos ayudar a la gente a recuperar su autoestima. Y eso no sólo en lo que concierne a las personas que nos son más próximas. Necesitamos generar un proyecto político que se funde en una aprehensión bondadosa de quienes nos rodean. Creo que eso es lo que distingue a los proyectos políticos de izquierda. Uno está tentado a decir, contrariamente a lo que suele pensarse, que en ellos aparece de manera secularizada la mejor herencia de la revolución del amor que trajo consigo el cristianismo. Puede que muchas veces estos proyectos estén equivocados en su implementación o puede que no, sólo estoy especulando, pero lo que parece claro es que lo que distingue a la izquierda de eso que llamamos la “derecha” política, es la perseverancia de esta última en afirmar aquello que nos distingue y nos separa a unos de otros, la persistencia en la discriminación, que muchas veces acaba promoviendo una mirada y una autocomprensión de minusvalía de algunos grupos humanos.

Lo importante, en todo caso, es comprender que cada uno de nosotros tiene un sentido muy arraigado de su individualidad. Esto puede expresarse diciendo que todos somos, al fin y al cabo, un yo. No en un sentido psicológico, sino existencial. Es decir, no en el sentido moderno, como cuando decimos que poseemos un “yo”. Sino en un sentido más básico, preconceptual, como cuando nos afirmamos a nosotros mismos frente a un peligro que nos amenaza. De este lado estoy yo, la persona que está amenazada, y de aquel lado está el objeto amenazante. Todos tenemos esa fuerte sensación de ser un individuo concreto frente a un mundo que le ofrece ocasiones para la satisfacción, al tiempo que resulta un escenario amenazante.

Ser un yo, por lo tanto, viene acompañado de otra característica estructural de nuestra condición: me refiero a esa inclinación tan profunda dirigida al logro de ciertas metas elementales. En el caso de los seres humanos, independientemente de nuestra raza, nuestro género, nuestra nacionalidad, clase social, religión o ideología, todos queremos ser felices y no queremos sufrir. Esa inclinación no es fruto de nuestra formación cultural, sino que forma parte de nuestra condición intrínseca como seres humanos. En realidad uno puede ir más lejos. Si prestamos atención a otros seres vivientes, como los animales no humanos superiores y otros animales inferiores, caemos en la cuenta que de manera análoga a lo que ocurre con nosotros, todos esos seres están comprometidos día y noche en la satisfacción de sus deseos y la evitación del sufrimiento. Por ende, podemos decir sobre esta inclinación que se trata de una estructura constitutiva de los seres vivientes en general.

Si lo pensamos desde una perspectiva biológica, podemos hablar de dicha estructura como de una peculiaridad distintiva de los seres animados en contraposición a los seres inanimados, que se definen a partir de su teleología, de su causalidad final. Los seres vivientes, los seres animados, estamos involucrados en la búsqueda de cierta forma de plenitud.

Pero volvamos a nuestra experiencia inmediata. Si echamos una mirada rápida a nuestras actividades cotidianas caemos en la cuenta que todas nuestras acciones están dirigidas a lograr experiencias de placer, de comprensión, de satisfacción de nuestros numerosos y variados deseos, al tiempo que rehuimos aquello que nos obstaculiza, limita, nos produce experiencias desagradables o dolorosas. De manera análoga, parece universal nuestra tendencia hacia el orden, la armonía, la paz, en contraposición a la repulsión que nos produce el desorden, la desarmonía y el conflicto.

Como decíamos más arriba, si consideramos a otros seres vivientes, como ocurre con los animales, es evidente que ellos se parecen a nosotros en ese sentido. Cuando observamos el comportamiento de una mascota o de un animal de granja, como una vaca o un cerdo, incluso cuando observamos el comportamiento de insectos como las hormigas o las abejas, caemos en la cuenta de que existe en ellos un sentido análogo de individualidad que está acompañado de una inclinación semejante en lo que concierne a la búsqueda de la felicidad y la evitación del sufrimiento.

Sin embargo, existe una diferencia clara en lo que respecta a los medios que utilizamos unos y otros para alcanzar nuestros fines. Nosotros, los seres humanos, estamos en posesión de un tipo de cuerpo y de un tipo de mente, de una estructura psicofísica, privilegiada en comparación con el aparato de otros seres en lo que concierne a lo que podemos lograr con ello. Lo más importante: nosotros podemos pensar. Ese es nuestro factor diferencial. Pero como dice el dicho latino: Corruptio optima quae est pessima, “la corrupción de lo mejor, es lo peor.”

Ahora bien, cuando decimos: tenemos que pensar, no estamos refiriéndonos a cualquier tipo de pensamiento, evidentemente. No cabe la menor duda que la cultura moderna occidental ha desplegado hasta sus límites las potencialidades de la razón instrumental que a partir del siglo XVII, especialmente, ha acelerado los procesos de especialización de las diversas esferas de conocimiento (ciencia, ética y arte), escindiendo los subsistemas del Estado burocrático y la economía corporativa, que amenazan continuamente la colonización del mundo de la vida. Como contrapartida, los movimientos románticos, postrománticos y postmodernos, especialmente a través de una exacerbación de la razón estética, ha apostado por una alternativa contracultural que ha puesto en entredicho los logros de la racionalidad instrumental. En este sentido, la crítica contracultural estetizante, se ha aproximado a una interpretación nihilizante del hombre moderno, hasta anunciar la muerte de todo horizonte de significación, a favor de un individualismo radical, anti-utópico, que a finales del siglo XX y principios del siglo XXI ha demostrado ser, en última instancia, un movimiento neoconservador, cuya ideología se encuentra finalmente al servicio del capitalismo global.

En este sentido, podemos decir que somos expertos del pensamiento. El problema es que nuestro expertise se inclina hacia objetos superficiales de nuestra experiencia. Nuestra auto-glorificación del individuo, nuestro autonomismo radical, nuestro cosmopolitismo vacío, no hace más que afianzar intelectualmente tendencias ontológicas que los budistas identifican como raíz de nuestros más graves problemas. Nuestro exagerado festejo de la creatividad humana por la creatividad misma liberada de todo constreñimiento ético; nuestro eufórico compromiso con un cientificismo rendido ante el altar de la tecnología aplicada, cuyo único criterio es el mercado de consumo, nos habla de un pensamiento subalterno e inauténtico, un pensar ignorante acerca de su razón última. Hemos creado innumerables cosas que no han hecho, además de proveernos con el placer fugaz de la novedad, sino acelerar la historia en dirección hacia su propia destrucción. Como sostenía Goya, hablando de esta razón moderna, precavámonos porque ésta ha creado monstruos, las armas de destrucción, las sofisticadas disciplinas del sometimiento y los aparentemente inocuos tramados de la comunicación, son sólo una ilustración del uso pervertido de este don estupendo en manos del ser humano que es su inteligencia.

Por supuesto, como bien señala el Dalai Lama, eso no desmerece los importantes logros de la ciencia a favor de la vida. Pero si prestamos atención a la experiencia general de las poblaciones más avanzadas del planeta en lo que respecta al desarrollo económico y tecnológico, y atendemos luego a los costos que dicho desarrollo ha significado para el resto de los habitantes del mundo, humanos y no humanos, y los peligros que estos privilegios implican para la supervivencia de todos, y lo comparamos luego con los logros espirituales y humanos que han acompañado ese desarrollo material, el balance es decepcionante, sin duda.

De acuerdo con los budistas, en todos los niveles de la existencia de las personas, sea en el nivel individual, familiar, nacional o planetario, nuestros problemas se originan en cierta aprehensión desordenada, ignorante, que los sujetos tenemos de nosotros mismos. Desde el punto de vista del sentido común, constatamos que emociones como el odio, y actitudes como el egoísmo, están en la base de las dificultades que enfrentamos. Por supuesto, como ya hemos señalado, cuando hablamos de egoísmo no nos referimos al sentido “natural” que poseen todos los seres vivientes de ser un “yo”, de ser una individualidad, ni tampoco nos referimos a la orientación básica sobre la que actuamos: esa búsqueda de felicidad y evitación de sufrimiento que es común a todos los seres. El budismo no pone en cuestión esta aprehensión y orientación básicas. Es muy importante resaltar esto, porque existe un malentendido muy extendido respecto al budismo en particular, y las tradiciones asiáticas en general, que en buena medida le viene de la época misionera y colonial, en la cual se decía que los asiáticos no tenían individualidad, como los europeos, y de ese modo explicaban el retraso tecnológico y científico de estos “pueblos bárbaros”. Esta clase de discriminación infundada ha sido una perspectiva común promovida por los dominadores sobre los dominados. Ha servido como justificación del dominio, y explica parte de la crueldad e indiferencia que han mostrado los conquistadores frente a los conquistados. En nuestro propio continente, primero el europeo y después las élites ilustradas locales, han impuesto un esquema de dominación fundado, primero, en la barbarie de los pueblos originarios, desconocedores de la fe cristiana y luego, como individuos ajenos a las ventajas y virtudes de la civilización. Este esquema ha sido transferido a las élites iluministas.

Un ejemplo crucial de ello es el libro de Sarmiento, Facundo, donde se ilustra la dialéctica entre la civilización y la barbarie, que es de lectura obligatoria para aquellos que quieran entender el drama argentino. Allí Sarmiento dice que no hay que escatimar crueldades en lo que se refiere a diezmar al indio y al gaucho, a la barbarie. El prototipo es Facundo, un hombre sin ciencia, un hombre que conduce a la montonera gracias al carisma que le otorga la sabiduría telúrica. De manera análoga, la afirmación eurocéntrica respecto al quietismo y la “falta” de individualidad asiática es un despropósito que no merece tenerse en cuenta.

Otra cosa es cuando nos referimos al modo en el cual las diversas tradiciones y épocas históricas dan forma a determinadas peculiaridades de los sujetos. Podemos hablar, evidentemente, de un sujeto occidental moderno, en contraposición al modo en el cual se aprehendían y autointerpretaban las personas en el Medioevo. Sin duda, esto es correcto, pero muy diferente es pretender que los asiáticos son un pueblo sin individualidad porque no se acomodan a los estándares de desarrollo, a los criterios de progreso que hemos impuesto los representantes de la cultura iluminista, cientificista y tecnológica de la modernidad europea.

Por lo tanto, los budistas no niegan la existencia del yo, ni niegan la pertinencia de esa orientación básica de los individuos hacia el bien. Todo lo contrario. Sobre la base de la constatación de la existencia del yo, los budistas se interrogan sobre la naturaleza última de ese yo. O, para decirlo filosóficamente, sobre la base de la constatación incuestionable de la facticidad de ese ente que es en cada caso uno mismo, eso que llamamos “yo”, el budista se pregunta cuál es el modo de existencia de ese ente que somos, y concluye, no que ese ente, “yo”, no existe (lo cual sería una aberración, un monstruo de la imaginación como argumento), sino que existe de un modo peculiar que en la mayoría de los casos se nos escapa. Descubrir el modo de existencia del “yo” es una tarea fundamental que es común a la filosofía nacida en la Grecia antigua y el pensamiento y práctica budista nacida en el subcontinente Indio.

Ahora bien, volviendo a lo que decíamos más arriba, desde el punto de vista del sentido común, es decir, de manera pre-filosófica, constatamos que ciertas actitudes como el egoísmo y ciertas emociones como el odio, están en la base de nuestros problemas cotidianos y los grandes problemas globales que enfrentamos.

El egoísmo, como decíamos, es un modo exagerado de ego-centrismo. Sobre la base “natural” del yo, generamos una concepción de nosotros mismos como centro único o privilegiado de interés, y a partir de esa aprehensión de nosotros mismos, respondemos de manera exacerbada cuando ese yo se ve amenazado u obstaculizado en su orientación básica de alcanzar placer, satisfacción, felicidad y evitar lo desagradable y el sufrimiento.

Sin embargo, el budismo nos dice que el egoísmo y el odio, pese a que aparentemente juegan a favor nuestro, son factores determinantes que obstaculizan desde dentro de nosotros mismos nuestras más genuinas aspiraciones. No podemos ser felices mientras estemos contaminados con el odio, ni podemos lograr la actualización de nuestras potencialidades mientras nos concentremos de manera excluyente en nuestros propios asuntos. El camino espiritual, en buena medida, pretende, justamente, disminuir primero y erradicar finalmente, estos dos factores negativos en nuestro continuo mental.

Con respecto al odio. Todos sabemos que si nuestro propósito es lograr la felicidad, el odio se encuentra como un obstáculo en nuestro camino. Si nuestra intención es la paz, la tranquilidad y una verdadera amistad, es prioritario disminuir el odio y cultivar bondad. Como decía, esto es importante, no sólo para los individuos y sus entornos íntimos y círculos sociales de pertenencia, sino también, para la sociedad en su conjunto. Es necesario volver a reflexionar de manera profunda acerca de esas dos palabras tan manoseadas en nuestra cultura como son la paz y la amistad. Si no ahondamos en esta dirección es poco lo que podemos entender del budismo y de otras tradiciones religiosas como el cristianismo que nos ofrecen un camino auténtico de autocomprensión y transformación. En nuestra vida cotidiana, cuando encendemos la televisión o leemos los diarios, la palabra paz aparece por todos lados. La paz, en este caso, es lo contrario a la guerra, al conflicto. Por supuesto, en cierto sentido, la paz es ausencia de guerra, de conflicto. Pero no se trata de cualquier tipo de ausencia, sino de una ausencia peculiar. Por ejemplo, el imperio puede imponer una paz a través de las armas. Los Estados Unidos han promovido una guerra contra el terror, pero su principal aspiración es devolver al pueblo estadounidense la paz. O, aquí mismo, en Latinoamérica, las juntas militares y sus socios civiles, promovieron una guerra contra el terror y a favor de la paz pública. Estoy seguro que si uno hiciera una investigación sobre el uso del término paz en el escenario público se encontraría la mayor parte de las veces que la misma paz ha sido utilizada como excusa para promover la guerra. Se trata de una paradoja curiosa. Pero, si no es eso, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de paz? Aquí la paz de la que hablamos es una paz en la cual la guerra no tiene lugar. No se trata de una paz como la que proponen los embanderados de la seguridad. Evidentemente, podemos lograr cierta “tranquilidad” pública si militarizamos la policía y les damos carta abierta para que imponga mano dura a los delincuentes. Pero esa no es la paz de la que hablamos. Esto es importante. Tengo muchos amigos, monjes y laicos que han ido a enseñar a Israel. El país es una maravilla, me cuentan. Pero aparte del peligro de una bomba muy de vez en cuando, y ya casi ni eso, excepto en las zonas que lindan con los territorios palestinos, uno puede disfrutar de la tranquilidad y gozar con el progreso civilizatorio que han sabido construir los israelíes en aquellos territorios desérticos. Pero esa no es la paz de la que hablamos. Se trata de una paz que sólo es posible sostener por medio de la militarización de toda la juventud. Los jóvenes israelíes están obligados a realizar un servicio militar que dura tres años. ¿Qué les parece? Por lo tanto, tenemos que pensar qué significa la paz. Esto es muy importante, porque en vista a esta noción desordenada, ignorante, de lo que significa la paz, en Occidente se está extendiendo una idea de la espiritualidad, del yoga, de la meditación, y todo el paquete de ofertas que pueden encontrar muy bien representado en las librerías esotéricas, en la cual siempre hay un buda que preside el cotarro, en la que se promueve una noción de paz-bunker. La gente crea sus centros de meditación, como crea sus barrios cerrados, para aislarse del resto de la comunidad, para escapar del barro de la historia, para permanecer impoluto. Este tipo de actitud es tremendamente negativa. Distorsiona todo el sentido de lo que estamos haciendo. Meditamos para estar con la gente, para participar en la construcción del mundo en el que vivimos. Reflexionamos y meditamos porque estamos convencidos que tenemos una responsabilidad con los otros, que somos parte de un nosotros que nos exige nuestro aporte.
Vemos gente, por ejemplo, que ni bien empieza a meditar, encuentra que su pareja, sus hijos, sus amigos, son un obstáculo para su propio desarrollo. No digo que en muchos casos esto no sea cierto. Pero en la mayoría, lo que ocurre es que uno está intentando escaparse. Lo que ocurre, al fin y al cabo, es que uno confunde la idea auténtica de la paz, con la tranquilidad que es fruto de la comodidad, que apela incluso a la violencia para lograr sus propósitos.

Por lo tanto, cuando hablamos de paz y tranquilidad en el contexto espiritual nos estamos refiriendo a otra cosa. No voy a abordar la cuestión ahora mismo, sólo advertir que descubrir el verdadero sentido de la palabra “paz”, el verdadero sentido de lo que se quiere decir con la palabra “tranquilidad” en este contexto es una de las más importantes tareas de reflexión que tenemos pendientes. Una de las aberraciones que produce la confusión de los vocablos, la proliferación de discursos sofistas de nuestra época, es que las palabras dejan de significar. A comienzos del siglo XX, en Austria y en Alemania, hubo muchos pensadores y artistas preocupados por el vaciamiento de la significación de las palabras. Entre ellos, hubo un filósofo enorme que se llamaba Ludwig Wittgenstein que, a su modo, prestó especial atención a estas cuestiones a lo largo de su vida. Si adoptamos la perspectiva que él mismo promovió al comienzo de su carrera, podríamos decir que sobre la paz y la tranquilidad última lo mejor es guardar silencio. Si pensamos en estas imágenes como metáforas de lo absoluto, siempre corremos el riesgo de traicionar el sentido último de lo real. En parte, la opción por el silencio adoptada por Wittgenstein es comprensible en vista a ese manoseo sufrido por los vocablos del que hablábamos más arriba. Hoy corremos un riesgo semejante, el mercado de la espiritualidad está lleno de charlatanes que reducen las cuestiones últimas de nuestra existencia a experiencias pseudomísticas o, peor aún, a instancias meramente psicológicas. Sin embargo, la espiritualidad no puede quedar reducida a una mera expresión del sujeto, debe haber una presencia real que de sustento, contenido trascendente, a dicha experiencia.

Por supuesto, hay un aspecto evidente que se pone de manifiesto cuando entramos en contacto con ciertas personas que han interiorizado parte de las enseñanzas. Sabemos, cuando estamos con ellas, que nos encontramos con alguien que tiene algo importante para transmitirnos. No sólo intelectualmente, sino existencialmente. Llevado al tema del que hablábamos, cuando nos encontramos con alguien que ha interiorizado verdaderamente la paz, en su sentido más auténtico, aquellos que entramos en contacto con dicha persona, sentimos una suerte de vuelco en nuestro corazón. Pero, de nuevo, tenemos que ser precavidos. No estamos hablando de la apariencia de paz y tranquilidad, de los modales civilizados (no importa cuán relevante sean para la convivencia entre la gente), estamos hablando de algo más profundo, de una verdadera paz del espíritu.

De todos modos, desde el punto de vista convencional, cierta paz y tranquilidad son imprescindibles para una sana convivencia. Ningún otro logro, como la acumulación de riqueza, poder o una educación especializada, resulta fructífero cuando nuestra motivación fundamental es el odio, el resentimiento, la indiferencia, etc. Estos logros, para ser verdaderamente adecuados, necesitan estar acompañados de sentimientos positivos como la bondad y la compasión.
Todo esto es particularmente evidente cuando hablamos de educación. Hoy en día, muchas personas son entrenadas desde muy jóvenes en disciplinas técnicas especializadas con el propósito de que ocupen lugares estratégicos en el entramado corporativo y burocrático de nuestras sociedades capitalistas. Esta especialización ha venido acompañada, progresivamente, con un deterioro de la educación humanística. Esto es especialmente evidente en las sociedades occidentales, pero también en otros lugares del mundo que han adoptado las estrategias de crecimiento de Occidente, como China e India, entre otros.

Pero como ha señalado recientemente la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, una educación de este tipo, una educación que da la espalda a las cuestiones éticas, estéticas, políticas y espirituales, con el fin de enfatizar de manera excluyente el curriculum científico, tecnológico o práctico-administrativo, ha producido como consecuencia una crisis sin precedentes, una crisis que afecta la esencia misma de nuestra forma de vida, de nuestros horizontes morales. Pensemos que nuestras formas de gobierno democráticas no se reducen exclusivamente al modo eleccionario de nuestros representantes y autoridades. La democracia es mucho más que eso. Se trata de una forma de vida que implica, como decía, un horizonte moral, una serie de imaginarios sociales, lo cual, a su vez, implica una perspectiva cultural determinada, en la cual la libertad, la responsabilidad, la igualdad de oportunidades, la solidaridad social, la soberanía política, etc., juegan un rol preeminente. El deterioro de la educación humanística ha traído consigo generaciones de individuos rigurosamente formados en cuestiones de utilidad económica, pero que son adolescentes en los asuntos de mayor importancia para el futuro de sus respectivas comunidades de pertenencia y el futuro del planeta en general.

A diferencia de lo que muchos creen, la explosión de las ofertas “espirituales”, muchas veces producidas a espaldas de la tradición o con un espíritu ecléctico y estetizante, no es más que un síntoma de ese deterioro que ha sufrido la educación formal. Los jóvenes y no tan jóvenes profesionales se ven compelidos a buscar una solución rápida a esa falencia educativa. Y la encuentran en las desordenadas formas de compensación espiritual que ofrece el mercado. El resultado es una espiritualidad a la carta, incapaz de abordar los problemas de fondo, pero que ofrece como sucedáneo, una suerte de narcótico espiritual. A través de lo exótico, de lo mágico, de lo raro, de la superstición, del bienestar inmediato y una sutil reorientación de nuestro egoísmo, la “nueva espiritualidad” calma la sensación de sinsentido que nos produce una vida orientada exclusivamente a la eficiencia en el terreno de la funcionalidad, reaccionando ante la razón instrumental que pretende colonizar todos las esferas de nuestra vida, con una alternativa romántica, que apuesta por un camino de autoconocimiento fundado en el sentimentalismo y la intuición, en contraposición a la razón.

El otro aspecto que planteábamos era el de la amistad. De la misma manera que necesitamos reflexionar acerca del significado de la paz, debemos pensar lo que significa verdaderamente la amistad. Tampoco voy a detenerme en este asunto en profundidad, pero creo que hay que decir un par de cosas, porque el tema de la paz y de la amistad está en el corazón de la espiritualidad budista y cristiana. Si no pensamos en estas cuestiones es probable que acabemos distorsionando todo el asunto porque habremos dirigido nuestra atención a una falsa meta. Permítanme que les recuerde dos cosas. Por un lado, el modo en el cual Jesús de Nazareth les dice a sus futuros apóstoles en el momento del llamado, “ven conmigo”, y ellos, nos dicen los Evangelios, lo dejaron todo y lo siguieron. De manera semejante, Thogme Zangpo, un santo budista del siglo XIII, dice al comienzo de sus Treinta y siete prácticas que es una práctica de los Bodhisattvas abandonar su hogar, donde reina el fuego del odio y el apego.

La verdadera amistad, como decía Aristóteles, es aquella que está fundada en la virtud común. Otras formas de amistad, como aquella que se funda en el placer o estimulo que compartimos o aquella otra que se nutre de los intereses comunes, son modos inferiores de la amistad. Nosotros podemos agregar que la verdadera amistad es aquella cuya orientación última es la verdad y el amor. En ese sentido, no podría haber verdadera amistad entre delincuentes. Puede que los miembros de una asociación ilícita sean leales los unos con los otros. Eso no es algo menor, pero no podemos hablar de una verdadera amistad, porque el fin de la relación contradice la esencia de la una relación virtuosa.

Por lo tanto, lo que buscamos es una paz y una amistad que tienen características muy diferentes a las que ahora consideramos definitorias de la paz y la amistad. En ambos casos, el centro no puede estar en la subjetividad del sujeto, en la sensación de bienestar o seguridad que experimentamos cuando nos encontramos en ciertas circunstancias o cultivamos ciertas relaciones. Pongamos un ejemplo: cuando vivimos en un barrio cerrado o en un barrio bien custodiado de la ciudad, nos atrevemos a dormir con las puertas abiertas y no necesitamos poner rejas en las ventanas. Del mismo modo, cuando nos encontramos próximos a alguien que nos resulta atractivo o encantador, podemos sentir una fuerte atracción o sensación de comunión con esa persona. Sin embargo, no es este tipo de tranquilidad y de relación de la que habla el budismo.

El cristianismo habla del Reino y el budismo habla de la Iluminación. Se cuenta, por ejemplo, que cuando Buda alcanzó el nirvana bajo el árbol Bodhi, no hubo ningún lugar en el universo donde no reinara la armonía y la paz. Nos referimos a la Paz mayúscula que el cristianismo ilustra como el Reino y los budistas ilustran como la Iluminación. Imágenes análogas descubrimos en el cristianismo. Suzuki Roshi, un extraordinario maestro japonés que enseñó en california durante la década de los sesenta y los sesenta, solía decir que cuando los budistas se sientan a meditar no se sientan solos: todo el mundo se sienta con nosotros. Estas imágenes son extraordinarias y merecen que las pensemos y reflexionemos sobre ellas porque dicen algo importante sobre la paz y la amistad que buscamos.

Ahora bien, para que nuestra práctica espiritual sea auténtica, realista, debemos comenzar respondiendo al siguiente interrogante: ¿Creemos, de verdad, que es posible generar un tipo de bondad, de paz, como la que ilustran estas imágenes? ¿Está a nuestro alcance, como seres humanos, alcanzar semejante logro? ¿O se trata únicamente de una utopía? Las respuestas a estas preguntas son muy importantes. Recuerdo que hace algunos años, cuando enseñaba en Colombia, se me ocurrió preguntar a mis estudiantes cuánto tiempo de sus vidas dedicaban a imaginar otro mundo posible. Por supuesto, la mayoría, como yo mismo, no dedicábamos mucho tiempo, si es que dedicábamos algo, para imaginar lo que queríamos. Creo que esa falta de imaginación es un problema. Para otras cosas somos enormemente creativos. Pensemos en los publicistas, por ejemplo. Todo su empeño es convencernos que compremos tal o cual producto. El propósito: lograr que el dinero en el bolsillo de los transeúntes pase a manos de los comerciantes, los cuales, a su vez, enriquecerán a los fabricantes y distribuidores. La imaginación dispuesta de ese modo es “rentable”, pero necesitamos otro tipo de imaginación, una que sea generosa, que nos ayude a generar una imagen de ese otro mundo más justo y solidario que no acabamos de animarnos siquiera a soñar. Repito: ¿Cuánto tiempo dedicamos a imaginar ese mundo con más justicia y solidaridad? ¿Cuánto tiempo dedicamos para imaginar una alternativa a las relaciones catastróficas que hemos establecido entre nosotros y el resto de los habitantes del planeta? ¿Cuántas ocasiones hemos reservado para meditar acerca del tipo de políticas públicas que deberíamos implementar para hacer de nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestro país y el mundo, un lugar donde los derechos elementales de los seres humanos y otras especies sean verdaderamente respetados?

El budismo es, en parte, una invitación a imaginar otro mundo posible. Pero, para ello, como decía, tenemos que enfatizar en la frase “otro mundo posible”, la palabra “posible”. Porque el budismo no es un pensamiento utópico, en el sentido habitual que se concede, siguiendo su etimología, a la palabra “utopía”. El budismo no promociona el mero wishful thinking. El budismo pretende que la experiencia de la Iluminación ha tenido lugar, no en una ocasión, en la vida de Sidharta Gautama, el príncipe del clan de los Sakyas, sino que ha tenido lugar en innumerables ocasiones. Pero, ¿podemos nosotros, ciudadanos de una sociedad secular, una sociedad que insiste en dibujar un marco inmanente excluyente, creer en la posibilidad de la Iluminación? Con esto no me refiero exclusivamente a un estado psicológico de plena realización y bienestar, me refiero a lo que los budistas creen que es un Buda. Alguien que a través de incontables vidas ha bregado acumulando méritos y purificando sus negatividades con el propósito de convertirse en la persona más adecuada para ayudar a otros seres a escapar del sufrimiento y alcanzar la perfección. ¿Podemos creer en algo así? ¿Podemos creer, por ejemplo, que los seres humanos pueden lograr un amor y una compasión ilimitados? ¿Podemos creer en esa afirmación budista, tan contracorriente, que nos dice que los seres humanos tienen en sus manos la posibilidad de alcanzar la omnisciencia, la comprensión absoluta de lo real? Hay muchos estudiosos de la religión que no incluyen al budismo entre sus ejemplos. Dicen que se trata de una filosofía, de una forma de vida, etc. Creo que haríamos mal si le quitásemos al budismo aquello que tiene de religioso. Para ser budista se necesita fe, una fe que no es muy diferente a la fe que los cristianos profesan. Debemos creer en la palabra y en la experiencia de Buda.

Según nos dicen las enseñanzas, Buda tuvo una experiencia definitiva, la experiencia de la Iluminación. De acuerdo con la doctrina, esa experiencia fue irreversible. En aquella ocasión, Buda comprendió la naturaleza última de lo real. A partir de aquel momento, gracias a sus enseñanzas y la transmisión que de ellas se ha hecho de generación en generación, muchos de sus seguidores dicen haber confirmado sus descubrimientos poniendo en práctica sus instrucciones. Muchos han alcanzado la liberación de la existencia cíclica e incluso la iluminación.
Pero para creer en la Iluminación, en la omnisciencia, en un amor y una compasión incondicional como la que los budistas adoran cuando profesan su devoción al Buda, se necesita de un tipo de fe que, como decía, no es muy diferente a la que profesan los cristianos en relación a Jesucristo, quien les prometió el Reino de los cielos. Por lo tanto, tenemos que andarnos con cuidado. Hay muchos textos budistas que publicitan las enseñanzas afirmando que el budismo está más cerca de la ciencia que de la religión. Creo, sinceramente, que esto es un error. Por supuesto, hay aspectos del pensamiento budista que pueden interpretarse a la luz de los descubrimientos científicos en el ámbito de la cosmología o la física cuántica. Otros aspectos, como ocurre con los paralelismos entre la neurociencia, la psicología cognitiva, la ciencia cognitiva y la psicología budista, no parecen tan prometedores. En buena medida, aquellos que hemos dedicado algún esfuerzo para comprender la naturaleza de los debates que ahora mismo se llevan a cabo en el ámbito de la teoría del sujeto, creemos que existe un peligro en las interpretaciones reduccionistas en esta dirección. Para nosotros el budismo contiene un núcleo religioso que resulta ineludible si deseamos ser fieles a los 2.500 años de tradición que nos ha precedido.

Parte del atractivo que las enseñanzas budistas ha concitado recientemente gira en torno a algunos conceptos que, a primera vista, parecen coincidir con la actual estructura planetaria, en la cual el sistema capitalista y el auge del individualismo, llevan la voz cantante.

Entre sus enseñanzas, posiblemente no hay ninguna que conlleve mayor entusiasmo que la doctrina de la interdependencia. Según los maestros budistas, todas las entidades existentes se caracterizan por ser surgimientos dependientes. Eso significa, en breve, que si intentamos determinar su estatuto, contrariamente a lo que se nos aparece en primera instancia, no descubriremos un núcleo esencial que defina a las entidades en cuestión, sino un proceso causal que ha dado surgimiento a dichas entidades, una complejo estructural que lo compone, y un lugar funcional que la entidad interrogada tiene en una red de remisiones conceptual y nominalmente establecida. En síntesis, las entidades no tienen existencia inherente, sólida, absoluta, sino que se encuentran establecidas de manera interdependiente.

Este tipo de enseñanzas se encuentran, evidentemente, en consonancia con muchos aspectos de la imagen que nos ofrecen las ciencias físicas y las ciencias de la vida, de un universo atravesado por la relatividad y en continuo estado de fluidez. Por otro lado, las ciencias humanas nos han enseñado que en contraste con las creencias del pasado, no resulta fácil determinan qué es lo que queremos decir cuando hablamos de una naturaleza humana. Las investigaciones históricas e interculturales han demostrado que en diferentes épocas y latitudes, el ser humano ha adoptado una variedad de características que hacen muy difícil determinar en qué consiste el hilo conductor que va desde los primeros homo sapiens sapiens hasta el actual anthropos de la era tecnológica de las sociedades del capitalismo global. Algunos, más atrevidos, han hablado de la muerte del hombre, es decir, la muerte de ese gran relato moderno que, según nos dicen, nos hizo creer que podía plantearse una historia universal de nuestra especie.

Sin embargo, es importante tomar nota de las diferencias cruciales entre los imaginarios modernos y la cosmovisión budista. Entre otras cosas, pese a que las circunstancias y desarrollos científicos y tecnológicos demuestran claramente que es imposible pensar a esta altura en permanecer aislados los unos de los otros, no sólo debido al impacto que han tenido las tecnologías del transporte y la comunicación, sino también por la naturaleza de la economía y el comercio moderno, es fácil constatar que el individualismo característico de las sociedades capitalistas tiende a manufacturar modos de convivencia que debilitan los lazos de pertenencia hasta hacerlos meramente funcionales o formales. Gracias a esos mismos avances que han facilitado una visión más realista acerca de nuestra condición relativa, interdependiente, los individuos concretos tienden a vivir sus vidas aislándose los unos a los otros. Como ha señalado de manera perspicaz el Dalai Lama, hoy en día, el sueño de la autonomización del individuo, especialmente con la invención de la red informática, se ha hecho prácticamente realidad.

Es decir, por un lado, somos cada vez más conscientes de la estrecha dependencia que tenemos los unos con los otros en todos los niveles de nuestra existencia. No sólo desde el punto de vista individual, sino también en el seno de nuestras sociedades y en el orden mundial. Sin embargo, en contraposición, cultivamos estrategias existenciales que dan la espalda a la realidad. Sabemos que una crisis financiera tiene repercusiones impredecibles en lugares distantes del planeta, que nuestros hábitos de consumo producen consecuencias amenazantes para la supervivencia de todos los habitantes de la tierra y que una guerra regional puede producir ecos y movilizaciones en otras geografías del globo. Sin embargo, seguimos actuando como si nuestras acciones nos concernieran exclusivamente a nosotros como individuos. A diferencia de los supuestos culturales que han dado forma a nuestras sociedades contemporáneas, los budistas no creen, como pretenden algunos de sus representantes occidentales, que el individuo sea el último fundamento de lo social. La propia existencia del individuo, no como miembro biológico de una especie determinada, sino como agente humano depende para su existencia de una sociedad de acogida en la cual sea iniciado a las prácticas lingüísticas y de convivencia que le permitan desarrollarse plenamente como humano. Por otro lado, la sociedad no puede por su lado pretender una prioridad absoluta por sobre el individuo, porque sólo existe en función de la existencia de los individuos que la componen. De este modo, ni el extremo individualista que instruye el ideario liberal, ni las diversas formas “totalitarias” de pensamiento que otorgan prioridad absoluta a la colectividad concuerdan con la visión budista de la existencia social del individuo. En esto, de nuevo, existe una estrecha coincidencia con la doctrina social cristiana.

Parte de nuestra labor consistirá en demostrar hasta qué punto las interpretaciones “liberales” del budismo traicionan un aspecto crucial de las enseñanzas. Pero nuestra intención no es meramente confrontativa. Lo que nos motiva es precavernos de lecturas erróneas que, como dice el dicho tibetano, convierte a los dioses en demonios. La doctrina budista, como hemos apuntado en estas páginas, debe ayudarnos a fortalecer nuestros compromisos sociales, no para establecer un camino de escapatoria a nuestras responsabilidades. La comunidad monacal que Buda estableció no fue fundada de espaldas a la sociedad de su época, sino en los límites de su geografía. Pese a que la Sangha budista, expresamente, no fue establecida con el fin de servir como clase sacerdotal, su presencia social sigue siendo clave para entender la estructura de las sociedades orientales donde se ha arraigado.

De ese modo, como muestra el Dalai Lama en su propia biografía, el budismo no impide sino que promueve nuestro compromiso con la democracia. No puede convertirse en un factor de desafección. Los centros budistas no deberían ser una alternativa al compromiso social y planetario, sino una fuente de inspiración para que los individuos se involucren de manera seria en los problemas que nos afectan a todos.

EL MODELO Y LA LÍNEA DE FLOTACIÓN




Me voy a permitir, una vez más, volver a la cuestión “constitucional”. Aquí, el vocablo que nos concierne no se refiere a la carta magna, a la norma positiva. Se trata de algo mucho más complejo. Ya he planteado la cuestión en las entradas anteriores.

Me refiero a la legitimidad política surgida de un período de crisis en el cual los diversos estamentos institucionales son interpelados hasta el límite del “que se vayan todos”. En nuestro caso, pese a que la continuidad legal no fue interrumpida (la carta magna y el resto de las leyes orgánicas continuaron vigentes), era necesario una refundación que se articuló por primera vez en el acto inaugural de la presidencia de Néstor Kirchner, a través de una reinterpretación del entramado normativo a la luz de dos elementos cruciales:

1. Otorgando a los derechos humanos un lugar de privilegio a la vista de los cuales debía ejercitarse la hermenéutica del poder y la ley; y

2. una reinterpretación geopolítica de la Argentina a partir del nuevo escenario internacional que exigía un reacomodamiento después de la época de la bipolaridad y la subsiguiente ilusión de unipolaridad que trajeron consigo los festejos postmodernos del fin del Imperio soviético.

Ahora bien, hablar de una mutación interpretativa sólo es posible vía contraste. Por lo tanto, para entender la peculiaridad del momento histórico inaugurado en 2003 es necesario estudiar con detenimiento, a la luz de los desarrollos históricos, los diversos paradigmas discursivos que pudieran echar luz al trasfondo táctico que justifican los criterios hermenéuticos que dan fundamento al país en cada uno de esos períodos históricos. O, para decirlo de otro modo, es imperativo explorar sistemáticamente el modo en el cual las diversas autocomprensiones de la sociedad y el Estado han ido dando forma a las diferentes instancias de nuestra multifacética identidad. La legitimidad sobre la cual se constituye el soberano en la época de la emancipación no es la misma que aquella con la cual el soberano legisla, ejecuta y juzga en la época civilizatoria. Del mismo modo, muy diferente es la legitimidad en la época de las élites neocoloniales de las primeras décadas del siglo XX, que aquella a la que acude el nacionalismo popular.

Una investigación de esta naturaleza presta atención a dos cuestiones:

(1) A los horizontes morales que inspiran las modalidades normativas y la acción ejecutiva de cada una de las épocas identitarias que ha atravesado el país; y

(2) La peculiar autocomprensión en vista de una definición respecto al lugar que ocupa el país en cada caso en el entramado planetario.

Teniendo esto en cuenta, no cabe duda que lo peculiar en el presente período histórico es, en primer lugar, el énfasis en los Derechos humanos como criterio último de legitimidad del poder político. Aquí, Derechos humanos se entiende en términos integrales.

En segundo término, la reubicación cultural y geopolítica de Argentina. Aquí debe explicarse de qué modo esta relocalización, que implica necesariamente una confrontación/ dislocación con los poderes centrales, no es más que una respuesta a la exigencia global de redefinir la propia identidad más allá de la que otorga el Estado-nación, ante el avance de una nueva imaginería, operativa en términos funcionales y culturales, de los grandes espacios planetarios.

Por lo tanto, podemos reducir las peculiaridades del actual “modelo” a estas dos instancias que operan en todo el entramado burocrático y social transformando el paradigma cultural de los argentinos de un tiempo a esta parte. 

Además de los aspectos coyunturales, la conflictividad inherente a las sociedades modernas se ha visto exacerbada, justamente, por la lógica de la implantación de este modelo, que se encuentra en pugna con paradigmas previos: como son los paradigmas que ofrecían coartada legitimadora a las élites neocoloniales, por ejemplo; y al resto de los residuos que el imaginario social ha ido construyendo a lo largo de su historia, algunos de los cuales ya hemos mencionado.

La crisis cultural que asoma en el horizonte a propósito de los casos de corrupción en el seno de los organismos de Derechos humanos, sumado a la estrecha relación del gobierno nacional con dichos organismos, convertidos en su momento en símbolos incuestionables de la orientación moral impuesta por el gobierno de Néstor Kirchner a la nación, amenaza con ser un golpe a la línea de flotación, no ya del presente gobierno, sino a la legitimidad fundacional de lo político en esta nueva época histórica.

Dos cuestiones hay que tener en cuenta. Por un lado, el paulatino afianzamiento de la legitimidad del kirchnerismo, en parte debido a adueñarse del nuevo paradigma cultural. Por otro lado, la ocultación concertada del abanico opositor de la dirección que impondría a su propia e hipotética función.

Hablar de “gestionar” o “normalizar” el país, no es otra cosa que mantener inarticulada la dirección política que pretenden para el futuro estos “espacios” políticos. Sin embargo, en las últimas horas se han transparentado varios proyectos. El peronismo no kirchnerista y el radicalismo pretenden un cambio de dirección en los ejes centrales de la construcción política vigente. La pregunta es qué justificaciones últimas pueden aducir para semejante giro. Pretender algo semejante haciendo mención a la pandemia de la corrupción parece descabellado e irresponsable. La pretendida “revolución ética” de lo político es una promesa ineludible a favor del fracaso. Por lo tanto, frente a lo que nos encontramos es, otra vez, ante la intención de desgüace de la política misma, en un momento en el cual, lo político se ha convertido en un obstáculo serio para la acumulación de capital corporativo.

El ataque a la ley de Medios por parte del radicalismo, y las reiteradas intervenciones del peronismo no kirchnerista por poner alguna forma de “punto final” a los procesos por crímenes de lesa humanidad, y su reiterado afán por adueñarse del discurso de la seguridad, están sostenidos por la convicción de que es necesario un desplazamiento de la cuestión de los Derechos humanos a un lugar más modesto en el entramado de fines del Estado.

Del mismo modo, pese a que las redes institucionales, políticas, culturales y comerciales establecidas en el marco sudamericano en los últimos años no dependen exclusivamente de los gobiernos de turno, cabe destacar el impacto que tiene para los desarrollos regionales la coloración política de sus partes en cada caso. El recuerdo de la pugna europea a propósito de la invasión a Irak debería ponernos sobre aviso acerca de la estabilidad y funcionalidad de las políticas comunes en vista de las simpatías y antipatías ideológicas dominantes. De ahí la trascendencia que han tenido para la región las recientes elecciones peruanas, en vista del lugar incómodo que ha representado el gobierno de Alan García para la zona, y la perspectiva de retroceso que en este aspecto representaba un hipotético gobierno fujimorista.

De todas maneras, pese a que al gobierno nacional todavía le dan las cuentas para la reelección de Cristina Fernández, no hay que subestimar la significación de los escándalos recientes. De qué modo el gobierno resuelva esta cuestión depende la gobernabilidad de los próximos años. La investigación, como ha señalado el dirigente social Luís D’Elía, tendrá que ir a fondo. En lo que respecta a los Derechos humanos, no debe quedar ni un solo resquicio sin alumbrar.

QUÉ NOS QUEDA


A medida que avanza la investigación en el caso Schoklender sobre defraudación, lavado de dinero y asociación ilícita va cayendo sobre parte de la ciudadanía una tristeza y un desconcierto análogo, pero de signo contrario, a lo que trajo consigo el fallecimiento de Néstor Kirchner hace menos de un año. Una mezcla de indignación y desasosiego se apodera de las almas. Aunque las Madres son intocables, ya han sido tocadas.

Hace un par de días, el periodista Eduardo Aliverti escribía en su columna de Página12 una nota desgarradora en la que se dirigía en segunda persona a Jorge Lanata para preguntarle qué le había pasado, qué hacía con “ellos”, mendigando privilegios en el espacio de los enemigos. Pero aunque debe haber algunos irresponsables egocéntricos como el propio Lanata, que festejan la debacle moral que se avecina, y nos anuncian que el mundo siempre fue y será una porquería, se nota en el ambiente una atmósfera de luto. La “muerte” simbólica de las Madres, si ocurriera, sería una catástrofe de dimensiones incalculables.

¿Qué nos queda, qué le queda a la Argentina si los símbolos duros que defendieron los Derechos Humanos se transforman en mercancía? Vivimos una época de crecimiento acelerado y consumo desbocado. Vivimos una época de esperanzas constreñidas. Pese a la lentitud en las transformaciones en la distribución de la renta y los escándalos más o menos cotidianos de corrupción estatal, las políticas gubernamentales han dado muestra de cierta eficacia desconocida en estas tierras. La confrontación ha estado acompañada con la imaginación creativa. Aunque digan lo contrario, no se ha hecho política de trinchera. Las trincheras han estado defendiendo una política de construcción económica y social.

Pero todo esto, lo hayamos notado o no, se ha sostenido gracias a los frutos que ha traído consigo la batalla cultural que el kirchnerismo supo ganar. Esa batalla, diciéndolo mal y pronto, no ha sido otra que la batalla por los Derechos humanos. Ya hemos hablado de ello en otras ocasiones. No creemos que haya sido una apuesta oportunista, sino más bien la apuesta audaz por la reivindicación de un ideal ante la oportunidad irrepetible que trajo el 2003 de intentar una refundación de la patria.

Sin embargo, ahora cae un velo de sospecha sobre las Madres. No es un invento de nadie, es una realidad pura y dura la existencia de una trama mafiosa en su seno. Los Schoklender y compañía no son un invento periodístico, más quisiéramos.

Lo que más sorprende del modus operandi de la banda es el carácter sinvergüenza y la naturaleza impúdica de su accionar. El dato de la Ferrari y el Yate no es menor, habla de un despilfarro delirante e impúdico, que resulta más aberrante cuando uno piensa en el propósito al que estaba dirigido el emprendimiento de la fundación. También habla de una sensación de impunidad en la psicología de los supuestos delincuentes. Aun así, lo que me interesa en este artículo no es indagar en la causa que nos ocupa, en las responsabilidades oficiales, en Hebe de Bonafini, las Madres y el resto de los organismos de Derechos humanos que con lo ocurrido se ven conmovidos. Para ilustrar lo que pienso, me vienen a la memoria los acontecimientos que oscurecieron la trayectoria militante de Winnie Mandela, los delitos en los que fue hayada culpable, y lo que eso implicó en la trayectoria del propio Mandela y la autocomprensión del pueblo sudafricano.

Lo que sí me interesa ahora mismo es otra cosa: el desconcierto de todos – oficialistas, no oficialistas y opositores. Porque, como decía más arriba, qué nos queda. A esta altura del partido, sin las Madres, sin los Derechos humanos, sin el fundamento de una legitimidad cuestionada pero impertérrita ante el ruido mediático, la pregunta es qué haremos con esta Argentina nuestra. Correr de la escena política la discusión ideológica, es decir, congelar o devaluar a los derechos humanos como orientación central de la acción política, significa, ni más ni menos, que regresar a una Argentina en la cual todo puede ser reducido a la matemática económica.

Un escenario de estas características es el más propicio para la derecha crispada, ordenadora y legalista. Ajuste y mano dura son sus políticas predilectas. Los Derechos humanos son un estorbo inquietante, las organizaciones y los personajes comprometidos con su cumplimiento, participantes en la conformación de la opinión pública que deben ser silenciados.

Por lo tanto, preguntar qué nos queda no es un ejercicio vacío. Porque sin las Madres y las Abuelas y el resto de los organismos de los Derechos humanos, y lo que es más importante, sin la convicción dura, inconmovible, de una parte de la ciudadanía, que ha dado a este gobierno, a este movimiento que por falta de mejor palabra llamamos kirchnerismo, una carta de confianza fundada justamente en su apuesta definitiva por los Derechos humanos, nos queda bien poco.

Los Derechos humanos no se reducen a los crímenes dictatoriales y sus secuelas. Los Derechos humanos son la justificación última de las políticas sociales, educativas, migratorias y de seguridad por las que ha apostado este gobierno. Digo más, es muy difícil entender la actual política latinoamericanista si se la desliga de la historia común de violaciones y vejaciones que han tenido los pueblos de la región, si se la desconecta de la aspiración a la igualdad que promueven los gobiernos “progresistas” elegidos por los pueblos de la región. Es decir, si dejamos a un lado la lucha contra el neocolonialismo en su expresión más cruenta y antihumanista, el neoliberalismo, bien poco nos queda para decir de esta época histórica que atravesamos.

En este sentido, creo que los desafortunados hechos que hemos descubierto estos días han llevado al debate a una nueva dimensión, a un nuevo nivel de profundización. Podemos estar a la altura de este nuevo desafío, integrando el pasado realizado para ascender a una nueva etapa en el proceso de articulación de nuestra autocomprensión como pueblo, o renunciar a este pasado inmediato so pretexto de la creencia nihilizante que promueve el periodismo cínico concebido, parido y nutrido durante los estupendos noventa.

Lo que quiero decir, en definitiva, es que necesitamos volver a pensar los Derechos Humanos como una política de Estado, una política que no se encuentre atada a las muecas y a los tics de tal o cual gobierno, sino la política del Estado argentino en general. Mucho se ha hablado sobre la necesidad de ceñirse a una política exterior de largo alcance, fiel a los compromisos internacionales, a las relaciones establecidas. Los Derechos humanos y las políticas de integración regional que se han impulsado durante estos años son un logro inmenso de este gobierno, pero es hora de considerarlos logros mayúsculos del Estado argentino. Atacar esas políticas con fines exclusivamente electoralistas, o nihilizar los horizontes morales a los que apuntan, convirtiendo todas las convicciones y todos los actores en farsantes, expresiones oportunistas, cálculos motivados por la mera voluntad de poder, implica, quiéranlo o no, estar sentado en la otra vereda. Ser un “ellos”, frente al “nosotros” de la patria.

MADRES Y ABUELAS: La legitimidad en la Argentina contemporánea


En esta entrada voy a hablar de dos cuestiones. Por un lado, me gustaría reflexionar brevemente sobre las organizaciones de Madres y Abuelas a la luz del escándalo desatado por el caso Schoklender.

En segundo término, me gustaría abordar esta misma cuestión desde la perspectiva de su tratamiento mediático y respecto a lo que se pretende conseguir con la deslegitimación de estas organizaciones.

Esto, evidentemente, está conectado muy estrechamente con una postura del establishment respecto del pasado, que se pone especialmente de manifiesto cuando consideramos causas como la de la supuesta apropiación por parte de la señora Ernestina Herrera de Noble, de los hipotéticos hijos de desaparecidos, Marcela y Felipe Noble Herrera.

Con respecto al supuesto lavado de dinero y otras supuestas prácticas fraudulentas por parte de Sergio Schoklender, no hay mucho que se pueda decir. En este momento, la causa está en la justicia. Quedan muchas cosas por esclarecer. En principio, la propia responsabilidad del imputado, y en segundo término la responsabilidad de los dirigentes de la organización que hayan permitido los supuestos ilícitos. Finalmente, la responsabilidad del gobierno nacional y municipal en estas causas. Como el asunto se encuentra en la justicia, no hay mucho más que pueda agregarse, excepto la convicción de que es necesario que las irregularidades y delitos sean clarificados y los responsables condenados por ello. Punto.

Ahora bien, la pregunta interesante gira en torno a otra cuestión. Lo que se trasunta a partir de las incontables editoriales de prensa, radio y televisión, es una voluntad deslegitimadora de las propias organizaciones de Derechos Humanos aliadas circunstancialmente con el gobierno nacional, y muy especialmente a una de sus caras visibles, la señora Hebe de Bonafini, un bocadillo especialmente apetecible de la oposición más reaccionaria.

No voy a detenerme en esta cuestión, ni en las razones formales que mueven a una parte de la ciudadanía a poner en entredicho a la señora Bonafini. Lo que pretendo, en todo caso, es responder a la pregunta de la legitimidad a través de un argumento que debería tomarse en consideración en vista a dos razones.

La primera es que ha sido una reiterada afirmación de la oposición mediática achacar al Kirchnerismo el haberse acercado a las organizaciones de Derechos Humanos con el propósito de obtener una legitimidad que el descrédito cultural y la sequía de las urnas no le prodigaban.

Esta crítica reiterada, que ha encontrado su mejor pluma en Beatriz Sarlo, quien retrató a Néstor Kirchner como un audaz calculador, dotado de una especial sensibilidad maquiavélica a la hora de construir poder, ha llevado además a que importantes referentes periodísticos de los Derechos humanos (Lanata, Tenembaum, entre otros) que en los noventa sostenían las banderas de las Madres y las Abuelas con pasión guerrera, se distanciaran de estas organizaciones al acusarlas de haber sido cooptadas por el kirchnerismo.

Creo que no está demás preguntarse si, además de las cuestiones estrictamente legales que definen el caso Schoklender, no existe detrás de la fascinación mediática intencionalidad política. Yo diría: ¿Quién puede dudarlo?

Más difícil es interpretar esta intencionalidad. Creo que la clave se encuentra en la propia lógica de la legitimación. Si es cierto que una buena parte de la legitimidad del Kirchnerismo se construye a partir de su adhesión plena a las causas de los Derechos Humanos, y su compromiso eminente con las organizaciones más emblemáticas que han sostenido durante décadas esas banderas en la Argentina, no cabe duda que para deslegitimar al Kirchnerismo (tarea en la cual se encuentran abocados de manera irresponsable día tras día la mayor parte de los opositores) es imprescindible, (A) o bien disminuir la identificación entre el Kirchnerismo y los Derechos Humanos (esa ha sido la estratégica mediática habitual en los últimos años), o bien, (B) horadar la misma fuente de legitimación, como es ahora mismo el caso.

Con respecto a (A), la explicación de Sarlo es la más consistente, aunque falaz. De acuerdo con Sarlo, quien comparte la política de Derechos Humanos elegida por Argentina, en contraposición a la elegida por nuestros parientes históricos y geográficos (Uruguay, Chile, Brasil, etc.) la perfidia kirchnerista ha sido desconocer la historia, autoerigiéndose a sí mismo como el comienzo de la propia historia de reivindicación de los Derechos Humanos en Argentina, para legitimarse a sí mismo como gobierno. De acuerdo con Sarlo, la política de Derechos humanos se inició con el proceso a las juntas militares, y con idas y venidas, nos dice Sarlo, esa ha sido nuestra política desde entonces.

Aunque uno simpatiza con el aspecto afín de su argumento, decir que las políticas finales de Alfonsín y Menem ( las leyes de Punto final y Obediencia debida, y los indultos) son meras “idas y venidas” y no giros copernicanos respecto al paradigma elegido por la ciudadanía para enfrentarse al terror de estado es cuando menos una interpretación forzada de la historia.

No cabe duda que, aun teniendo como precedentes los juicios a las Juntas, en función de las decisiones que el propio Alfonsinismo tomó posteriormente, frente al despilfarro moral del Menemismo y la indiferencia concertada del delarruismo, podemos considerar al Kirchnerismo como un “evento” fundacional que tiene como epicentro un extenso compromiso con los Derechos humanos de un modo inédito en la Argentina en lo que concierne al lugar que los mismos habían tenido para el Estado.

Ahora bien, para entender la importancia de los Derechos humanos en esta etapa de gobierno, es necesario retroceder.

Creo que efectivamente Kirchner construyó lo más esencial de su legitimidad soberana por medio de ese compromiso con el ideario de los Derechos humanos defendidos por organizaciones como Madres y Abuelas. Pero al contrario de lo que sostiene Sarlo, no creo que esto se debiera a la vocación calculadora, maquiavélica del político, sino más bien con su compromiso con los bienes que lo definen identitariamente.

La recuperación de una identidad apropiada no es sólo una urgencia individual, sino también un imperativo social. Existe una estrecha analogía entre la historia de vida de los niños apropiados que recuperan, ya adultos, un nombre, un entorno y una memoria de la cual se les había despojado, y un fenómeno análogo que aconteció colectivamente a la sociedad argentina entre 1976 y 2003. Kirchner, al promover la recuperación de las identidades sustraídas, ayudaba a la sociedad a reconocer su propia identidad militante, su propio compromiso con la construcción de una paz social sostenida sobre los pilares de la justicia social, la soberanía política y la independencia económica.

Sin embargo, una reconstrucción de este tipo debía encontrar su fundamento, su legitimidad. Recordemos lo que implica el 2001. La más profunda crisis institucional que ha vivido el país en toda su historia. Un verdadero estado de excepción. La propia norma constitucional había perdido toda autoridad. No había manera de legitimar un nuevo gobierno a través de la “mera” normatividad, era necesario tomar una decisión fundacional que le diera legitimidad al nuevo gobierno más allá de lo que dijeran o no dijeran las urnas. En este sentido, Néstor Kirchner funda la Argentina contemporánea. Pero para hacerlo debe encontrar un suelo, un pedazo de tierra firme. Lo sabemos: ni los partidos políticos, ni los sindicatos, ni los empresarios, ni los medios de comunicación, ni los militares, ni la Iglesia católica, pueden ofrecer la legitimidad necesaria para sacar al país de la catástrofe institucional que está viviendo. Todos estos estamentos están profundamente desprestigiados.

Sin embargo, hay dos organizaciones, especialmente, que representan la posibilidad de una nueva institucionalidad, de un nuevo basamento sobre el cual construir una nueva Argentina. Estas organizaciones son Madres y Abuelas. Hay muchas razones simbólicas que merecerían ser tratadas en detalle, pero no menor es el modo en el cual, con un coraje desacostumbrado, las Madres y las Abuelas se enfrentaron al desafío de recuperar a sus desaparecidos (hijos y nietos). El modo fue una paciencia enorme acompañada por una fe persistente en que sólo la justicia podía ser el camino de la reparación.

En este sentido, Madres y Abuelas fueron un hilo conductor que permitió la recuperación de la legitimidad de todo el entramado institucional. Madres y Abuelas permitieron reconstruir la justificación del poder soberano, una justificación que no se encuentra en las propias leyes, que en todo caso son el resultado del acto fundacional, sino en los bienes últimos que orientan la norma.

En este sentido, deberíamos andarnos con cuidado. Atacar a Madres y Abuelas, en la Argentina contemporánea, es como atacar a la bandera o el escudo. Se han convertido, por mérito propio, en símbolos de nuestra identidad. Son la ilustración de un Nunca más que se apoya en la memoria, pero también en la paciencia desarmada de las convicciones, en la fidelidad respecto a la justicia (pese a la injusticia de los hombres concretos que muchas veces la gobiernan), y el amor a la vida de todos.

LA DISCUSIÓN PÚBLICA Y EL RUIDO MEDIÁTICO: Sarlo y Forster sobre la sociedad del espectáculo en la era del terror.


Hace un par de días, asistió al programa de la televisión pública 6-7-8 la escritora y periodista Beatriz Sarlo. Nos hemos ocupado de ella en un post anterior en el cual advertimos que el brillante análisis de La audacia y el cálculo, su libro dedicado a dilucidar la naturaleza del Kirchnerismo, era de lectura obligada para aquellos que comulgan con el actual modelo político. Pero también decíamos entonces que poco jugo iban a poder extraer del mismo los fanáticos antiK, que harían oídos sordos al reconocimiento explícito de los importantes logros de este gobierno por parte de la señora Sarlo, para poner su atención exclusivamente en sus suspicacias. El ruido mediático ha logrado, hasta cierto punto, eludir la discusión pública. El propósito de este post es recuperar el contenido de la discusión. Para ello voy a centrarme en dos cuestiones centrales que se encuentran en el corazón del debate actual.

En lo que se refiere a la opinión de la señora Sarlo respecto al formato y calidad del programa al que fue invitada – el mismo que permitió una hora y media de un debate reflexivo entre Sarlo, el filósofo de Carta Abierta, Ricardo Forster, y el resto de los invitados y panelistas del día – creo que debe analizarse en términos relativos en función, no sólo del medio en cuestión – la televisión – en contraposición a otros medios como son los medios escritos o radiales, sino también en contraposición a la oferta informativa y crítica que nos ofrece la televisión pública y privada en general. Teniendo esto en cuenta, creo que los apuntes de Sarlo sobre el programa en vista a los criterios formales que rigen sus informes son interesantes. Aún así, no cabe duda que con todas sus imperfecciones, 6-7-8, como la propia Sarlo reconoce, se ha convertido en un fenómeno clave a la hora de entender el debate público que se libra actualmente en este país.

Pasemos, ahora así, a esas dos cuestiones a las que quiero referirme en este post. Por un lado, voy a hablar sobre la política de Derechos humanos del actual gobierno tomando como punto de partida la reflexión de la propia Sarlo. En segundo lugar, voy a referirme a la cuestión de la Ley de Medios promovida por el gobierno nacional a partir de las discrepancias que se pusieron de manifiesto entre Beatriz Sarlo y Ricardo Forster en lo que respecta a la relación entre poder y medios.

En los últimos días, a raíz del debate parlamentario en torno a la Ley de Caducidad desatado por el Frente Amplio en Uruguay, con el fin de derogar una ley que imposibilita el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad durante la época del terror militar, y en vista a la posición adoptada por el presidente de nuestro país hermano, Mujica, se ha escuchado con insistencia la opinión de que Argentina debe tomar como ejemplo la madurez de nuestros vecinos. Lo cual significa, en breve, depositar el asunto de los crímenes de lesa humanidad en el cajón de la memoría, guardar la historia en un desván, archivando o congelando de ese modo las acciones judiciales al respecto. A nadie le cabe la menor duda a esta altura del partido, y en vista a las sentencias y procesos en marcha que las cuestiones que preocupan no son ya los juzgamientos que se realizan a los ejecutores materiales de los horrendos crímenes. Ahora mismo, la mayor preocupación en lo que respecta a estos crímenes gira en torno a la posibilidad real que se extienda la investigación más allá de las responsabilidades militares hacia la sociedad civil. Asuntos de actualidad como son Papel Prensa o la supuesta apropiación de Marcela y Felipe Noble Herrera que involucra a la dueña de la principal corporación mediática del país son los que verdaderamente preocupan a quienes insisten en archivar las causas. Exceptuando una muy reducida minoría recalcitrante, con escaso peso político, la actitud generalizada de la población frente a los juicios por delitos de lesa humanidad a los dictadores, asesinos, apropiadores y torturadores es, o bien de aprobación ante los mismos, o de indiferencia. Por lo tanto, es lícito sospechar que buena parte del barullo y la indignación mediática o la franca invisibilización de estos asuntos que las dos grandes corporaciones mediáticas concertadamente realizan en relación se debe, no tanto a cuestiones de carácter estrictamente ideológicas, sino más bien a fundados temores ante la posibilidad de ser sentados en el banquillo de los acusados por delitos aberrantes.

La posición de Sarlo fue más o menos contundente. En primer lugar, comparó la solución Argentina con otras soluciones a la transición realizadas por nuestros vecinos en el continente a la luz de la diversidad de situaciones que debían enfrentar cada uno de esos países. La conclusión de Sarlo es que la decisión inicial de sentar a los comandantes en jefe frente a la justicia durante el alfonsinismo es el puntapié inicial de una política frente al pasado criminal que nos distingue de nuestros vecinos. Con avances y retrocesos, esa política iniciada en los años ochenta ha seguido avanzando. El actual juzgamiento es parte de ese proceso. Puesta a elegir entre el modelo argentino y otros modelos de la región, nos dice Sarlo, ella prefiere la solución argentina. Pero además, nos dice, la revisión histórica no debe circunscribirse a los campos de concentración y a los asesinatos. Es imprescindible discutir la responsabilidad que tuvo la sociedad civil en estos asuntos. Y puso como ejemplo dos instancias en las cuales el pueblo argentino puede juzgar su propia responsabilidad: el mundial ’78 y la guerra de Malvinas. Sobre el primer acontecimiento, nos dice Sarlo, hay que recordar que a sólo diez cuadras de la cancha de River, donde Argentina disputó la final contra Holanda en la que se coronó campeona del mundo, estaba el centro de detención de la Esma. Respecto a Malvinas, Sarlo señaló que debemos recordar a los soldados muertos en el hundimiento del General Belgrano como los “mártires” que precipitaron el advenimiento de la democracia en la Argentina. Ahora bien, eso en lo que se refiere a la responsabilidad colectiva. Individualmente, la posición de Sarlo también fue contundente. Los “hijos” de la Señora Ernestina Herrera de Noble – nos dijo – deben hacerse los análisis de ADN. Lo cual implica que los involucrados en la causa de apropiación deben responder ante la justicia. En conclusión, con matices, la señora Sarlo comparte y aplaude el rumbo de la actual política de Derechos Humanos. En todo caso, sostiene que el Kirchnerismo pretende apropiarse de la cuestión, cuando en realidad la política de Derechos humanos del actual gobierno se encuentra en línea de continuidad, y tiene su origen, en la decisión inicial tomada durante el gobierno alfonsinista, de juzgar a la junta militar. Aunque el argumento es atendible, creemos que es importante recordar que las leyes de Punto final y Obediencia debida, así como las innumerables chicanas judiciales y mediáticas de estos años, muestran claramente que era necesaria una enorme voluntad política para anular dichas leyes y superar los obstáculos que el poder fáctico impuso con el fin de perpetuar su impunidad. Esa voluntad política es lo que caracteriza al Kirchnerismo en este asunto.

La segunda cuestión gira en torno a la ley de medios. Pero se articula alrededor de una discusión sobre el poder, en la cual la señora Sarlo no quiso participar. De acuerdo con Ricardo Forster, es bien poco lo que podemos decir acerca de los medios de comunicación si no hablamos del poder. ¿Dónde está el poder? – se pregunta Forster, y con ello hace referencia al encubrimiento de la injusticia y la justificación del horror a las que nos tienen acostumbradas las corporaciones mediáticas. La postura de Sarlo al respecto es la de una procedimentalista liberal. Su atención está dirigida exclusivamente a la constatación de la presencia o ausencia de ciertas formalidades que definen a la llamada “prensa libre”. Pero ante la pregunta acerca del poder, acerca de a quién sirven, que esconde o promueven los medios analizados, Sarlo permanece explícitamente en silencio. Su tesis central es que la discusión sobre el rol de los medios en la conformación del sentido común está sacada de quicio. Y cita estudios que han demostrado que un 70% de la población del país jamás incluye en sus temas de conversación la política. La respuesta de Forster es que las cuestiones políticas no pasan exclusivamente por las posiciones explícitas de los participantes. Forster cree, y nosotros compartimos su posición, que existe un trasfondo tácito a partir del cual actuamos. En este sentido, los medios de comunicación cumplen un rol crucial que no puede medirse, como bien afirma Sarlo, en términos de causalidad inmediata. El rol de los medios es la conformación del “sentido común”, la conformación del trasfondo de significación que da sustento a nuestro carácter de agentes humanos. A diferencia de Sarlo, Forster cree que en las presentes circunstancias, lo que se ha puesto en cuestión, lo que se revisa, deconstruye y articula es justamente el sentido común de los argentinos. Esa deconstrucción y rearticulación del sentido común es resistida por las élites. Lo cual se pone de manifiesto en la embestida mediática que ha sufrido este gobierno que ha encarnado, primero a través de Néstor Kirchner y ahora a través de Cristina Fernández, esa revuelta contra el sentido común hegemónico de la Argentina. Sarlo pretende, contrariamente, que el rol de los medios de comunicación no es tan importante. Que no nos preocupemos tanto. Es difícil coincidir con ella, habitando, como lo hacemos, una sociedad del espectáculo en esta "Era del Terror".

MULTITUD, NUEVA ERA Y POSTMODERNIDAD


Sigo con la lectura de Schmitt. Esta vez me gustaría hacer referencia a su obra titulada Romanticismo político, introducida en la edición castellana por el Dr. Jorge Dotti y editada por la Universidad de Quilmes.

Para comenzar voy a citar extensamente a Schmitt. Dice en el prólogo a la edición de 1924:

“Sólo en una sociedad disuelta por el individualismo la productividad estética del sujeto pudo ponerse a sí misma como centro espiritual, sólo en un mundo burgués, que aísla al individuo espiritualmente, lo remite a sí mismo y carga sobre él todo el peso que, de otro modo, estaba repartido jerárquicamente entre las distintas funciones de un orden social. En esta sociedad está abandonado al individuo privado ser su propio sacerdote, pero no sólo eso, sino también – a causa del significado central de lo religioso – ser poeta, el propio filósofo, el propio rey, el propio arquitecto en la catedral de la personalidad. En el sacerdocio privado se encuentra la raíz última del romanticismo y del fenómeno romántico.”

Cualquier observador puede notar la relevancia que tienen las palabras de Schmitt al prestar atención a dos fenómenos oscuramente relacionados de nuestra cultura contemporánea como son el postmodernismo y la llamada Nueva Era. No voy a detenerme en los detalles diferenciales. En todo caso, voy a intentar muy brevemente, utilizando las palabras del jurista alemán como punto de partida y algunas otras ideas significativas que puedan servirme como soporte reflexivo, decir dos palabras sobre la significación que las posturas postmodernas y espiritualistas de la Nueva Era tienen para la esfera política.

Creo que es un asunto interesante plantear esta cuestión por dos razones. En primer lugar, porque hace comprensible la extendida aunque relativa desaprensión que ha mostrado la ciudadanía de las naciones democráticas frente a los signos elocuentes de deterioro político-institucional que han sufrido durante las últimas décadas, permitiendo de ese modo la colonización progresiva de la esfera estatal por parte de las corporaciones capitalistas hasta convertir los regímenes liberales en infraestructuras plutocráticas. En segundo lugar, porque la llamada “crisis” financiera desatada durante el 2008 ha puesto de manifiesto, no sólo el resultado de una política desreguladora perniciosa para la salud económica del mercado mundial, sino también, y lo que es más importante, un tipo de connivencia por parte de la dirigencia política mundial que ha demostrado estar cautiva hasta el punto de estar dispuesta a disponer y sacrificar a sus respectivas poblaciones en beneficio de los poderosos. Ante la evidencia de ello, la sociedad civil se encuentra obligada a dar un giro cultural que le impone la búsqueda de elementos representativos que le aseguren una decisión fundacional que transforme la situación de servidumbre actual, devolviendo a los pueblos su autogobierno.

Pero para ello, los ciudadanos deben renunciar a la idolatría hacia esos dos espíritus perniciosos que han colaborado en la construcción cultural del yo contemporáneo. Me refiero, como decía, al espíritu postmoderno y a la cultura de la Nueva Era, que han colonizado el sentido común, colándose como trasfondo de comprensión, corroyendo de manera silenciosa nuestras prácticas sociales y nuestras autocomprensiones comunitarias.

Recuperar el autogobierno, apostar a una “Democracia real”, en contraposición a la democracia formal que nos ofrece el neoliberalismo fáctico que gobierna las democracias liberales actuales, implica, en primer lugar, renunciar al subjetivismo exacerbado que ha promovido la cultura hiperindivualista que ha facilitado el hiperconsumismo del capitalismo avanzado, en el cual la libertad se ha reducido a mera libertad de mercado, y la orientación moral se ha ofrecido en trueque a cambio de una cultura de valores.

“La democracia real” no la construyen los caceroleros indignados que en acción sumatoria confluyen como “multitud” indignada. La historia ha demostrado que los movimientos sociales que se resisten a articular y exponerse a la decisión fundacional de la política están llamados, o bien a disolverse a medida que la fuerza del evento originario que los dio a luz se aleja en el tiempo, o bien a ser instrumentalizados por el propio adversario al cual dicen combatir. La historia de connivencias de algunas organizaciones no-gubernamentales y los poderes fácticos directos e indirectos debería precavernos de las falsas utopías postmodernas de una emancipación cosmopolita no jerarquizada políticamente.

La decisión política que está detrás de la fundación de una soberanía popular, implica el alineamiento jerárquico que reorienta a las multitudes atomizadas hacia un horizonte moral común, es decir, hacia un realineamiento de las fuerzas individuales operantes que se pliegan a un “nosotros” renunciando a la inercia subjetivista y estetizante que se encuentra en la base de los imaginarios sociales que nos gobiernan.

El fetichismo de la independencia absoluta de criterio, el fetichismo de la autonomía radical, el fetichismo de una religiosidad universal que no conoce fronteras ni criterios diferenciales, es el caballo de Troya que ha acabado convirtiendo en ruinas nuestros logros civilizacionales planetarios.

Como ha señalado recientemente la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, además de la profunda crisis ecológica y social que vive el planeta, otra crisis silenciosa pero de consecuencias descomunales amenaza nuestro futuro, y esta consiste en una crisis “pedagógica”, cultural, que ha acabado en la convicción de que la única educación necesaria es la educación económica-tecnológica, en detrimento de eso que llamábamos las artes y las humanidades. No estoy muy de acuerdo con Nussbaum acerca de sus recetas. Ni siquiera estoy muy de acuerdo con los ideales que ella misma promueve. Pero me atrevo a decir que compartimos una común preocupación acerca de lo que implica educar un ser humano. Una mujer u hombre al que no le interesa la política, y se ufana de ello; una persona que desiste del pasado, de su historia y apuesta por la desmemoria; un individuo que evita pensar en el futuro colectivo, en las generaciones que nos heredarán; aunque salga a la calle a dar golpes de cucharón sobre la cacerola cuando le tocan el bolsillo, no es un ciudadano pleno, es decir, o bien no es una persona educada o ha recibido una educación fallida. En todo caso, es un usuario explícito o implícito del discurso postmoderno con el cual ha ido dando forma a su yo, un usuario de la Nueva Era que se ha convertido, sin saberlo, en una amenaza para la continuidad de nuestras más preciadas tradiciones, por un lado; y al mismo tiempo, a la auténtica voluntad revolucionaria que nos permita cambiar de rumbo para hacer viable nuestra supervivencia planetaria.

ENEMISTAD POLÍTICA Y TRASCENDENCIA: Carl Schmitt y el concepto de lo político.


En este artículo quiero explorar una cuestión cuya incomprensión, a mi modo de ver, ha traído consigo muchos problemas a la política democrática. Voy a plantear el tema teniendo presente el reciente asesinato de Osama Bin Laden, que ha venido acompañado de un conjunto de declaraciones oficiales y festejos ciudadanos que no hacen más que sumar un capítulo a la larga historia de eso que Noam Chomsky llama “la excepcionalidad estadounidense”. Dice Chomsky:

“Se trata de la doctrina según la cual Estados Unidos es diferente de otras grandes potencias, pasadas y presentes, porque tiene un “propósito trascendental”, que es “el establecimiento de la igualdad y la libertad en América” y, más aún, en el mundo entero, ya que “la arena dentro de la cual Estados Unidos debe defender y promover su propósito tiene ya dimensiones mundiales.”

Ahora bien, es justamente esa noción de excepcionalidad la que ha permitido a los Estados Unidos justificar sus transgresiones a los propios ideales que dice encarnar. La labor encomendada a la gran nación del norte es tan excepcional, nos dicen, que los crímenes cometidos con el fin de promocionar dichos ideales resultan insignificantes.

No voy a detenerme ahora mismo a enumerar las violaciones a los principios elementales del derecho que ha cometido el gobierno de Obama al ordenar la ejecución del terrorista, ni tampoco me detendré en las consecuencias jurídicas que los hábitos transgresores de la potencia militarista han producido y continúan produciendo con su pretensión de excepcionalidad. Me he permitido referirme a esta cuestión únicamente para fijar el marco circunstancial en el cual se desarrollan los argumentos que siguen a continuación.

A lo que voy a referirme, en todo caso, y en línea con las reflexiones que he ofrecido en entradas anteriores, es a una cuestión que Carl Schmitt ha señalado de manera brillante en las primeras páginas de El concepto de lo político que gira en torno a la definición de la enemistad política.

La tesis central de Schmitt es la siguiente. Si queremos entender lo político, tenemos que definir cuáles son las categorías dicotómicas que establecen su realidad. De la misma manera que las dicotomías de lo bello y lo feo, del bien y del mal, de lo útil y lo dañoso instauran respectivamente las esferas de la estética, la moral y la economía, Schmitt señala que en la base de lo político encontramos la distinción amigo-enemigo.

Ahora bien, una afirmación de estas características ha hecho correr ríos de tinta, como el propio Schmitt señala en el prefacio de la edición de 1963 de la obra en cuestión, debido a la resistencia “moral” que una afirmación de estas características supone para los proponentes liberales. Mi intención no es atajar estas objeciones. Mi propósito es bien modesto. Quiero abordar la cuestión de lo político a la luz de las enseñanzas cristianas y budistas del ágape y karuna (bondad amorosa).

Creo que es preciso tomar nota sobre esta cuestión porque las enseñanzas espirituales han servido en los últimos siglos de modernización para promover un tipo de despolitización que ha acabado sirviendo al modelo de hegemonía unipolar que representa el capitalismo global. Por lo tanto, debemos encarar las tensiones que existen entre una concepción cuasipesimista de la naturaleza humana, que atribuye, al menos en la existencia relativa de los hombres, una enemistad radical que funda la politicidad, y las enseñanzas espirituales de budistas y cristianos que nos convocan o bien a una superación de la fijación identitaria que se encuentra en la base de emociones negativas como el odio y el apego, o a un descentramiento del yo en dirección a Dios que tiene como consecuencia la promoción de un amor al prójimo que supere los condicionamientos identitarios que nos separan a los unos de los otros.

Creo que en la propia obra de Schmitt encontramos un argumento que puede ayudarnos a sortear con éxito esta tensión aparentemente inconquistable. Me refiero a la manera en la cual Schmitt distingue entre el hostis, el enemigo público, el enemigo político, y el inimicus, el enemigo privado.

El tibetólogo Jeffrey Hopkins, en sus enseñanzas sobre el cultivo de la compasión solía ejemplificar el modo en el cual la ignorancia opera precipitando emociones como el odio o la aberración radical haciendo referencia a la manera en la cual el gobierno de los Estados Unidos y la corporación mediática presentaban a sus villanos favoritos antes de ser atacados y eventualmente aniquilados. En aquel momento, el malvado de moda era Saddam Hussein cuyo retrato público debía ser desfigurado hasta convertirlo en un monstruo, es decir, algo menos que humano, para justificar su destrucción.

Pero Schmitt nos dice que el enemigo político no debe necesariamente concebirse como un enemigo privado. No debe ser concebido como un ser moralmente malo o estéticamente feo, o incluso como un obstáculo para nuestra codicia económica. Por supuesto, desde el punto de vista psicológico, suele ocurrir que se equipara al enemigo público, es decir, aquel que estrictamente amenaza la unidad identitaria de nuestra pertenencia, y el enemigo privado, aquel que es percibido y tratado como malo o feo. Pero, desde el punto de vista estrictamente político, esta equiparación acaba siendo un obstáculo a la hora de identificar la especificidad de la relación política con nuestros adversarios.

Por lo tanto, podemos y debemos distinguir dos dimensiones en nuestras relaciones con los otros.

Por un lado, desde un punto de vista “trascendente”, como señala el Dalai Lama, podemos encontrarnos con los otros tomando en consideración, por ejemplo, que todos somos criaturas de Dios, o, si lo planteamos en términos cuasiutilitaristas, aceptar que somos iguales en vista a la aspiración común a lograr la felicidad y evitar el sufrimiento. Este reconocimiento básico puede ayudarnos, a través de diversas vías argumentativas a priorizar el bien del otro, promover el logro de sus aspiraciones, etc.

Pero eso no significa que podamos eludir los mecanismos relativos a través de los cuales establecemos nuestras identidades transitorias.

Aún si, como es el caso del budismo, negamos la existencia inherente de toda identidad. Es decir, aún si reconocemos que no existe un sustrato último sobre el cual podemos fundar sólidamente nuestra identidad individual y colectiva, debemos reconocer que la coyuntura, el entramado circunstancial, hace surgir de manera interdependiente una identidad. La pregunta es, en todo caso, cómo, de qué manera, están constituidas esas identidades. Lo que vemos es que dichas identidades (especialmente las identidades políticas) se encuentran ineludiblemente articuladas a partir de las relaciones adversariales que colaboran en la cohesión, en la unidad interna del ente en cuestión.

Esto tiene importantes consecuencias. Cuando leemos la historia del cristianismo o la historia del budismo, nuestro espíritu liberal se indigna ante lo que consideramos una profunda hipocresía. Esa gente que hablaba del amor a Dios y del amor al prójimo se embarcaba en proyectos como las cruzadas o en guerras fraticidas que resultan, desde nuestra perspectiva actual, absolutamente contradictorias con el espíritu de los ideales exaltados.

Sin embargo, lo que debemos observar es el tipo de enemistad del que estamos hablando en uno y otro caso. La guerra que ha invisibilizado la distinción categorial y que acaba promoviendo un pacifismo global militarizado, acaba siendo una guerra de aniquilación total. El otro es percibido, como decíamos, no sólo como un enemigo público, un enemigo político, que aún así merece mi respeto, e incluso mi amor desde el punto de vista privado, sino que se convierte en un enemigo absoluto, alguien a quien debo dejar fuera del concierto humano para ocultar la contradicción revulsiva que produce en el contexto del resto de mis ideales espirituales.

Cuando Obama, por ejemplo, nos habla de la bestia sobre la cual finalmente los Estados Unidos triunfaran, no utiliza una metáfora, sino que se hace eco de una comprensión literal de sus enemigos. Para los estadounidenses, sus enemigos son menos que humanos, incluso otros que humanos, y por esa razón, y en vista a la excepcionalidad de la misión que le ha sido otorgada, están justificadas las transgresiones sobre aquellos individuos o pueblos que amenazan la promoción de los ideales enaltecidos.

Hacer un llamado a la paz mundial que no tome en consideración la realidad fáctica de nuestras pugnas políticas, se convierte en un ejercicio vacuo que, como decía, sólo puede promover una utopía global que acaba deslegitimando cualquier otra alternativa existencial que no se ajuste a la hegemonía del capitalismo corporativo.
Como ha ocurrido con otras ideologías milenaristas en el pasado, el camino hacia el cosmopolitismo capitalista tiene como contracara la persecución y aniquilación despiadada de todos sus enemigos, en cualquier sitio en el que se escondan y a través de cualquier medio. Esa es la excepcionalidad de las potencias civilizadas y "civilizadoras"; y esa, y no otra, debe ser nuestra mayor preocupación ahora mismo.

BEATRIZ SARLO: El kirchnerismo, los medios y la nueva derecha


A diferencia de otras publicaciones políticas, el libro de Sarlo, La audacia y el cálculo, es brillante. Los militantes kirchneristas tienen el deber de leerlo. En sus páginas hay mucho material para masticar antes que sus críticas puedan ser digeridas y respondidas. Por esa razón, recomiendo que se lea y se debatan sus ideas.

Sin embargo, no creo que la lectura del mismo por parte de los habituales antiK pueda ser de mucha utilidad. Todo lo contrario, el libro sólo puede servir para continuar enquistando el fundamentalismo antipopulista que profesan la mayoría de los lectores de La Nación y Clarín.

Una demostración de ello es la respuesta que tuvo hoy el artículo de Luís Majul en el diario de los Mitre. En breve, el artículo mentado sonaba más o menos a rendición. Era un reconocimiento, atragantado, de la derrota cultural que han sufrido los bienpensantes de siempre, debido a los importantes aciertos del actual “modelo. En la última frase, un poco para salvar los papeles, Majul realizó una suerte de admonición a la actual presidenta, pidiendo, como es habitual, un cambio de formas (dialogismo y consenso).

Dicho esto, y habiendo declarado mi entusiasmo con el libro del que estamos tratando, cabe preguntarse quiénes son los destinatarios de la obra. A diferencia de otras escrituras sobre la cuestión, da la impresión que Sarlo escribe especialmente para sus contrincantes políticos.

Intenta decirnos quiénes somos, qué pensamos, cómo lo hacemos. En breve, intenta trazar una suerte de genealogía de nuestra esperanza. Una genealogía que explique nuestro voto de confianza al kichnerismo. Y lo hace, con talento, dibujando las circunstancias y los cálculos que llevaron al ex gobernador de Santa Cruz a convertirse en Presidente de la República y acertar en el tramado y acumulación de poder, a partir de la asunción de un legado “progresista” que, según nos dice la autora, nadie había reclamado como propio hasta el 2003.

Sarlo reconoce, más allá de sus hipótesis de maquiavelismo político, que Néstor Kirchner supo interpretar el momento que vivía la Argentina y asumir un discurso de compromiso con sectores postergados por el Estado, en buena medida, además de la falta de voluntad política, debido a la imposibilidad de movilizar a la ciudadanía detrás de esas banderas, y un contexto internacional que parecía abocado sin desvío a una interpretación postpolítica de la realidad social de aquellos días.

Lo mejor del libro de Sarlo, más allá de su apuesta por un “progresismo” más auténtico, consiste en el intento por tender un puente que permita transitar el abismo, percibido cada vez con mayor acentuación como infranqueable por una parte de la ciudadanía, entre la militancia K y una parte de la oposición que se ha quedado pegada (un poco debido a la estrategia comunicativa del oficialismo, pero también por la llamada funcionalidad a la que esos mismos grupos han sucumbido al apuntarse, con ambigüedades que no resultan exculpatorias, a la carroza del “todo vale” contra el gobierno nacional).

En este sentido, el libro de Sarlo resulta hoy mismo imprescindible. Lo cual no significa que uno coincida con el análisis que realiza sobre algunas cuestiones fundamentales que son cruciales a la hora de marcar el terreno donde nos jugamos el debate. Por ello, de manera preliminar, quisiera ofrecer algunas ideas que ya han aparecido en otras entradas del blog.

En primer lugar, me gustaría decir dos palabras sobre el análisis que realiza sobre los medios de comunicación. Aunque es posible coincidir en algunos aspectos de su crítica en lo que concierne al estilo comunicacional inaugurado por programas como 6-7-8, al que dedica un extenso capítulo, parte de su argumentación insiste en representar el contenido mediático como el producto de una estrategia paranoica, o meramente manipuladora, que insiste en leer la historia de nuestro país (y Latinoamérica en general) de manera conspirativa. Es difícil, sin embargo, pasar por alto la sucesión de fraudes periodísticos a los que nos ha acostumbrado la prensa hegemónica. No voy a enumerar los casos. Me remito a las palabras de Sarlo quien, citando con aprobación a un colega nos dice que es comprensible y prudente no hablar contra la corporación que a uno le paga. En vista a que una buena parte del conflicto gira en torno a la política de medios, la confesión de Sarlo suena más a denuncia encubierta que a justificación.

Aunque es posible (desde cierta perspectiva) aceptar la existencia de una cuota de oportunismo en algunos productores, conductores, actores y contertulios que se han subido a la estrategia gubernamental, parece muy complicador articular una argumentación seria a partir de aquí. Adoptar una estrategia discursiva de estas características no hace más que divertir el núcleo del debate, que no es otro que los hechos puntuales que se denuncian, que en su mayor parte han sido directamente ignorados por eso que llaman “la corpo” mediática.

A esta altura del partido, creer con sinceridad que los grupos mediáticos hegemónicos no se encuentran comprometidos con una agenda política que responde a intereses corporativos que han colaborado en la corrupción de la democracia y amenazan con sustraer a la ciudadanía su poder decisoria es, cuanto menos, grotesco.

Pero no es casual que una intelectual como Sarlo se niegue a reconocer este tipo de evidencia. Como no se ha cansado de repetir el lingüista y activista político Noam Chomsky durante los últimos cincuenta años, aquellos que han ascendido a una posición de privilegio mediático, como en su caso, han aprendido a moverse con destreza dentro del marco en el cual han sido adiestrados a debatir. Aquello que sale de ese marco es interpretado, sencillamente, como algo de lo que no se habla, algo que se ignora rotundamente, algo frente a lo cual nos tenemos que hacer los distraídos.

Por supuesto, frente al éxito cultural del kirchnerismo (siempre frágil, como todo lo que ocurre en los actuales escenarios sociales), no está demás cierta prevensión. Cualquier hegemonía es, de un modo u otro amenazante para la verdad, y es fuente de exclusiones. En parte, porque lo político, es esencialmente una construcción que se funda en cierta forma de exclusión. En parte por conflictos de los que hablaremos internos de los que hablaremos a continuación. Pero ahora mismo, lo que importa es observar la resistencia que las transformaciones culturales están produciendo en los sectores tradicionalmente hegemónicos, que han impuesto, a veces a sangre y fuego, y otras veces con pan y circo, el relato maestro de nuestros imaginarios sociales.

Finalmente, y con el fin de cumplir con la promesa del título, quisiera decir dos cosas sobre algo de lo que ya hablamos en un post anterior y que Sarlo nos ayuda a observar con mayor claridad. Como dijimos hace bien poco, el debate interesante ahora mismo (especialmente en vista a la claudicación paulatina de los aspirantes a la sucesión presidencial) está ocurriendo, veladamente, dentro del mismo “conglomerado” kirchnerista.

Después de una aguda caracterización de lo que Sarlo, siguiendo a la politóloga Chantal Mouffe, llama “la nueva derecha", se pregunta hasta qué punto, aspirantes como Scioli o Massa no se ajustan al modelo que claramente representan políticos como Macri o De Narváez en nuestro país, o Sarkozy y Berlusconi en Europa. Esto le sirve a Sarlo para cuestionar el supuesto “progresismo” de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, aludiendo, más allá de las políticas promovidas, a la sostenibilidad de un hipotético modelo que se encuentra articulado por cuadros que sólo responden a la dirección tomada debido a la capacidad de conducción vertical de sus mentores.

Creo que esta es una discusión interesante a la que debería prestarse debida atención. Por un lado, tenemos los aspectos funcionales, el entramado de poder, que permite continuidad de gobierno a los cuadros formales. Por otro lado, tenemos la orientación ideológica. No cabe duda que, pese a la coherencia que ha tenido en algunos aspectos cruciales de su gestión, especialmente aquellos de contenido fuertemente identitario, el legado kirchnerista es simultáneamente, como afirma Sarlo, fruto de la audacia que llevó a Néstor Kirchner a la recuperación de convicciones para muchos olvidadas, y el cálculo ante los avatares de una nación enfrentada con vivacidad y a veces de manera crispada, a la transformación de sí misma en algo que había soñado ser, pero que siempre se le resistía.

LITERATURA POLÍTICA: Horacio González y James Neilson sobre el Kirchnerismo



En este post voy a referirme a dos libros: Kirchnerismo: una controversia cultural, de Horacio González; y el libro del periodista argentino-escocés (de acuerdo con su propia autodefinición), James Neilson, titulado Los años que vivimos con K. Mi intención no es ofrecer una reseña completa de los libros en cuestión. Lo que me interesa es ejemplificar la "literatura política" que en estos días ocupa un lugar tan destacado en nuestras librerías.

Por lo pronto, se trata de dos libros muy diferentes. En el primer caso, el tratamiento que realiza González sobre Néstor Kirchner y el kirchnerismo se propone como una reflexión sobre la creencia. González se pregunta a sí mismo y nos pregunta a quienes de un modo u otro simpatizamos con el actual gobierno, qué es lo que nos ha llevado a creer. Qué hay detrás de nuestra militancia. Qué es lo que sostiene nuestro convencimiento, pese a la multiplicación de denuncias, las acusaciones del carácter dictatorial del gobierno K, y las reiteradas profecías de catástrofe.

Enfundada en una prosa rica, sinuosa, abierta de manera esmerada a la fluidez de la historia que nos toca vivir. Comprometida con eludir lo meramente panfletario, la estultificación de los contenidos, la reificación de la verdad, González intenta, desde una filosofía de raigambre sociológica, dar respuesta al trasfondo del advenimiento de esa “anomalía argentina”, en palabras de Ricardo Forster, que ha significado para una militancia desilusionada, el advenimiento de Néstor Kirchner.

A través de un análisis cuidadoso del circunstancial y fragmentado ideario de Néstor y Cristina, y una fina sensibilidad para medir las palabras y los gestos, González nos propone regresar al entusiasmo sorpresivo que suscitó en 2003 el recién llegado a la Casa Rosada quien, debido a la traición política de su contrincante, Carlos Menem, debió asumir con el porcentaje cosechado en la primera vuelta electoral. De acuerdo con González, contrariamente a lo que sostienen sus más firmes opositores, el gobierno de Kirchner estuvo marcado desde el comienzo por la fragilidad, pero también por una lucidez. La de entender el don de la fortuna, la inesperada responsabilidad presidencial, como una ocasión para darle la vuelta a una historia que había amenazado con acabar para siempre con los mejores sueños y aspiraciones del pasado.

Pese al evidente talante kirchnerista, la escritura de González avanza con sigilo y de manera serpenteante a través de las ideas y de los hechos que refleja. Detrás de su encomio hay siempre exigencias. No se trata de un cheque en blanco y no siente opacada su creencia política cuando advierte los peligros que toman forma como fantasmas en el foro interno de los responsables directos y los militantes de la actual conducción. El pensamiento de González no puede ser utilizado como panfleto, aunque es un testimonio del compromiso honesto de un intelectual con la comprensión de su tiempo a la luz de sus más firmes convicciones igualitaristas y libertarias.

Muy diferente es el libro de Neilson. Se trata de una escritura apurada, decididamente panfletaria, definida por la inminencia electoral. Desde el principio hasta el final el empeño de Neilson es convencernos que nada bueno hubo en el mandato del matrimonio K. Organizado con aspiración omnicomprensiva de la gestión de ambos mandatarios, Neilson ofrece una ilustración despiada que no le hace asco a la mitología más burda del ideario antiK. Desde el comienzo, nos señala que existe una estrecha semejanza entre el fundamentalismo islamista y el autoritarismo de la pareja presidencial, y a lo largo de los capítulos reitera su estribillo condenatorio aludiendo a las semejanzas con otras dictaduras truculentas que ha conocido la historia. La diferencia con estas, en todo caso, es meramente de grado.

Su intepretación de la historia universal es de una arbitrariedad ofensiva al sentido común. Asistido por la tosca literatura liberal-conservadora de nuestro tiempo, se empeña en hacernos creer que cualquier crítica al status quo es producto de las actitudes rencorosas e irresponsables de los individuos. Como Vargas Llosa, a quien se empeña en citar de tanto en cuando, cree que las desigualdades y las injusticias, cuando conciernen a las sociedades capitalistas libres, son el resultado de la araganería de los pobres y su adictiva fascinación por diversas formas de populismo.

En el imaginario de Neilson, los K son autoritarios, rotundamente inmorales, decididamente ineficientes y peligrosos. Pero no son los únicos. Para Neilson, el mal que ha aquejado a este país desde siempre ha sido haberse creído objeto de una conspiración internacional para saquearlo. Según nos dice, todas las potencias mundiales y organizaciones internacionales se han sentido siempre muy apesadumbradas por los sucesivos fracasos de la economía argentina. Creer lo contrario es fruto de una visión paranoica de la realidad. La solución a los problemas del país, de acuerdo con Neilson, son el ajuste y la apertura irrestricta de los mercados.

Pese a que Neilson insiste en tildar a los K de idealista hasta el punto de acusarlos de ser aficionados a la filosofía de George Berkeley (de acuerdo con el periodista, los K han estado convencidos que bastaba con inventar un buen relato para eludir la dura materialidad de la realidad), la socarronería no ha hecho más que volvérsele en su contra. Un lector atento cae en la cuenta a las pocas páginas que la proeza del escribiente no ha sido otra que sumar ordenadamente, con destreza, los lugares comunes que todos conocemos, lugares comunes a los que todo buen antiK alude a la hora de tomar el té. El mundo que nos describe Neilson es, ahora sí, un mundo inexistente, un mundo que sólo puede concebir un espíritu reduccionista anglosajón, hijo fiel de esa tradición prodigiosa inaugurada por Berkeley, Hume y Locke.

En su relato, todo se reduce a individuos y psicología. La política democrática, para Neilson, no es más ni menos que la ciencia donde se congregan la economía y la ética. Todo lo demás, nos dice con fruición descubridora de otros mediterráneos, no es más que metafísica

Toda mención a las identidades nacionales es interpretada por el heredero escocés como signo de un primitivismo mal curado. Eso le permite mofarse de cualquier reivindicación soberana, lo cual lo lleva a recomendarnos encarecidamente, por nuestro bien, que aceptemos nuestro legado europeo y dejemos de pelearnos con nuestros fantasmas. Para Neilson, la patria es el campo, y la industria un invento populista que tiene los días contados.

Neilson es un neoconservador, que en muchos momentos suena con estridencia un fiel hijo prodigo de la corona. A través de sus páginas se vislumbra con claridad la admiración que le regala a los integrantes del panteón que honran los de su ideología. Pero aún así, Neilson insiste en promover un mundo des-ideologizado, un mundo sin fronteras, un mundo donde los científicos sociales al servicio de las corporaciones (que su relato con fidelidad periodística invisibiliza) determinen el rumbo de la economía, mientras los políticos adoptan un aire moralizante mientras sirven sus funciones notariales.

EL PAÍS QUE NO MIRAMOS



En esta entrada me gustaría decir algo sobre el actual momento político, pero quisiera hacerlo embarcándome para ello en algunas cuestiones no siempre evidentes desde la perspectiva incómoda a la que nos obliga el fragor electoral.

Para ello voy a referirme a la significación cultural del kirchnerismo a la luz del acelerado proceso de modernización institucional que ha retomado el país después de varias décadas de estancamiento, o incluso franco retroceso, en términos relativos, si tomamos como referente los avances de las décadas peronistas de los años 40 y 50.

Creo que esto es importante, especialmente si queremos eludir las interpretaciones superficiales que nos propone la prensa liberal a la hora de dilucidar lo que nos jugamos en algunos debates simbólicos como el ocurrido a propósito de la intervención de Horacio González respecto a Vargas Llosa.

Como era de imaginar, el aparato mediático ha hecho un esfuerzo enorme en presentar toda la cuestión como si se tratara de un ataque a la libertad de expresión. No cabe la menor duda que tiene buenas razones para ello. En Argentina, como en otros lugares de Latinoamérica, pero de manera pionera en nuestro país, se está apostando a una pluralización de voces que atenta con la concentración monopólica de la que gozan algunas corporaciones en nuestra región. La visita de Vargas Llosa no estuvo exenta de intencionalidad política. Lo que se pretendió, con mayor o menor efecto, es dar una vuelta de tuerca al estribillo de la dictadura K. Pese al absurdo de semejante cosa en las presentes circunstancias, los adalides de siempre han vuelto a las andadas y han inundado todos los rincones de nuestra realidad mediatizada con sus indignaciones en pijama

Ahora bien, no es sobre este tema específicamente a lo que me voy a referir. Lo que me interesa, como decía, es hacer una lectura menos superficial para entender una de las aristas de la discusión, de la cosa, del objeto por el cual nos estamos peleando. Y para ello voy a intentar ofrecer dos o tres intuiciones que se vienen barajando desde hace tiempo que pueden ayudarnos a echar racionalidad a la disputa.

Para ello nada mejor que enmarcar la situación política dentro de un contexto más amplio. Y en este sentido podemos decir dos cosas:

1. En un artículo reciente (“Nationalism and modernity”), Charles Taylor señala que los procesos de modernización institucional han sido y siguen siendo como una gran ola que avanza sobre diversas culturas del planeta. Estos procesos resultan, en buena medida, ineludibles. Aquellas sociedades que no se acomoden a ello parecen destinadas a su extinción. La economía industrial de mercado, el Estado organizado burocráticamente y ciertos modelos de gobiernos populares, son algunas de las características de las sociedades modernas que se han impuesto sobre las culturas aborígenes.

2. Pero eso no significa que la modernización cultural deba corresponder a priori a los modelos de las sociedades insignia que han promovido (muchas veces a sangre y fuego) la modernización institucional de las sociedades periféricas. El modo en el cual se resuelven en cada caso las cuestiones identitarias en lo que respecta a la modernización cultural es algo que depende, en buena medida, de la materialidad histórica sobre la cual se ejecuta el proceso de formalización modernizante. La materialidad histórica es, a un mismo tiempo, la posibilidad misma de la modernización capitalista y su resistencia. En ese juego entre materialidad y formalización institucional capitalista surgen diversas alternativas de modernidad. Nuestro país no es una excepción.

Ahora bien, estoy convencido que una de las características de nuestra tradición liberal ha sido su desprecio hacia la materialidad histórica de nuestro ser nacional. Eso se ha puesto especialmente en evidencia en la tradición sarmientina que ha inspirado una política idealista que ha vivido de espaldas a la realidad nacional, y por ello sometida continuamente a la amenaza de la intratabilidad de nuestra facticidad. El pueblo argentino ha sido y sigue siendo para esta versión política, una entidad que debe ser vencida, transformada, incluso erradicada por medio de la violencia más atroz, para que finalmente ocurra la esperada correspondencia con la idea.

Algo semejante ha ocurrido con algunas líneas tradicionales del socialismo y el marxismo argentino. En uno y otro caso, el idealismo subyacente ha llevado a las élites políticas, económicas e intelectuales a concebir una política civilizatoria por vaciamiento del pasado. Desde esta perspectiva conservadora, por ejemplo, el fracaso de las políticas educativas ha sido el no hacer del pueblo argentino otro pueblo, a imagen y semejanza de su otro idealizado, el pueblo europeo, del colonizador.

Modernizar, desde este punto de vista consiste, no sólo, como decíamos más arriba, en desarrollar aquellos aspectos institucionales ineludibles en la presente etapa del capitalismo planetario, sino además, renunciar a las peculiaridades materiales de nuestro ser nacional. Se trata de políticas miméticas, que fantasean con convertirnos en algo que no somos. Hay, por lo tanto, una negación de nuestra historia que se traduce en un cosmopolitismo vacío, lleno de lugares comunes con los cuales pretendemos superar nuestro ser originario.

En ese sentido, el discurso de Vargas Llosa a favor de una libertad definida exclusivamente en términos individualistas pone en evidencia una construcción identitaria que no pertenece a la esfera del históricamente oprimido, que aún se encuentra en combate por su reconocimiento diferencial.

Es en este sentido que hablar de nacional y popular no es una fórmula vacía, como pretenden algunos representantes liberales, sino una apuesta por permitir que los habitus locales articulen una voz no distorsionada frente a los procesos de transformación social que amenazan sus identidades o, aún peor, cuando esas identidades han sido diezmadas debido a la violencia y el saqueo, que las mismas puedan ser recuperadas. Por esa razón, creo que hace falta una cuota de cinismo muy alta para creer que se puede reducir el debate a los términos que impone el liberalismo. Además de las cuestiones de derecho (cuestiones como la libre expresión o el derecho de propiedad, etc.) existen cuestiones identitarias que son ineludibles porque apuntan a la dignidad humana, es decir, a aquello que nos define como tal o cual entre otros seres humanos. Cuestiones que el liberalismo, en su afán libertario (en muchos sentidos encomiable), parece empecinado en olvidar.

Es en este sentido que deberíamos festejar los profundos aciertos de quienes lideran actualmente el país. Aciertos que giran alrededor de la recuperación paulatina del debate acerca de quiénes somos, que no es otra cosa que un debate en torno a lo que queremos ser y el modo de llegar hasta allí.

Un debate de esta naturaleza nos impone una reflexión acerca de nuestra historia, de nuestras limitaciones, de nuestra facticidad. La política liberal en Argentina, y en Latinoamérica en general, siempre al servicio de intereses foráneos, ha sabido imponer su verdad a espalda de la verdad más evidente. Nosotros no somos europeos ni norteamericanos, ni pretendemos serlo.

SOBRE POLÍTICOS E INTELECTUALES. El flaco y José Pablo Feinmann


En esta entrada voy a referirme a media docena de páginas en el corazón del último libro de José Pablo Feinmann titulado El flaco. Diálogos irreverentes con Néstor Kirchner.

Llevo varias semanas leyendo a Feinmann. Apenas llegué a la Argentina me fui corriendo a la librería Guadalquivir y compré La Filosofía y el barro de la historia y el primer tomo de Peronismo: Filosofía política de una obsesión argentina. Dos obras que llevaba varios meses deseando, cuando aún estaba en Barcelona. No me decepcionaron. Poco después, siguiendo los consejos del propio Feinmann, compré un ejemplar de su Filosofía y Nación (1974, publicado en 1982, reeditado recientemente por Seix-Barral). Tampoco me decepcionó. Todo lo contrario.

Pero el propósito de esta entrada no es hablar sobre Feinmann. Lo que me interesa, como señala el título de esta entrada, es retomar, acompañando las páginas de El flaco, algunas reflexiones de las que hablé en una entrada anterior, titulada: “Sobre pensamiento utópico y política pragmática”.

Pasemos a los fragmentos prometidos de Feinmann.

Pero antes, permítanme bosquejar un contexto que muestre la urgencia (¿también electoral?) de reflexionar sobre estos temas.

La cuestión central puede plantearse más o menos de este modo: ¿Qué puede significar ahora mismo considerarnos militantes de izquierda?

Pero planteemos la cuestión de manera aún más afinada: ¿Tiene sentido adherirse a una noción (aparentemente) maniquea como aquella que aún divide, para gracia y desgracia de muchos, la política por medio de una nomenclatura como la de izquierda(centro)derecha?

Los neoliberales contumaces y los (¿ingenuos?) posmodernos nos vienen repitiendo con estridencia que la interpretación ideológica esta pasada de moda. Sin embargo, como ha señalado recientemente Beatriz Sarlo, la revuelta cultural kirchnerista parece haber ganado la batalla, y una buena parte de la ciudadanía, entre ellos los más jóvenes, no parecen dispuestos a renunciar a estos criterios que tienen a la mano para dar forma, para construir sus identidades, para proyectarse en el futuro.

Con una mezcla de socarronería muchas veces mentirosa, sus contrincantes políticos se imponen la difícil tarea de reprobar los supuestos modelos perimidos de interpretación de la realidad política. Difícil tarea, digo, porque en su rechazo del ideologismo, como bien señaló Habermas (hace casi treinta años), los neoliberales y postmodernos, ponen en evidencia su conservadurismo (su herencia de derechas). Entre otras cosas porque la derecha se afirma en la convicción de la facticidad de lo real. O, para decirlo de otro modo, en la obsesiva naturalización de la pobreza, la injusticia y la desigualdad. En cambio, la política de izquierdas, en cualquiera de sus versiones (algunas más sabias que otras), se caracteriza por su afán de transformación, de reforma, incluso de revolución.

En cierto modo, la expresión de la izquierda es una expresión de cambio. La realidad es así, pero podría ser de otro modo. La militancia de izquierda es, de algún modo, muchas veces ambiguo, problemático, el compromiso con el cambio. Y eso significa, lo queramos o no, un compromiso con la lucha. Una lucha que tiene como adversaria eso que los poderosos llaman “la realidad”, el status quo, lo que el poder ha convertido en el sentido común. Todo esto para preguntar (para empezar a pensar), cómo se construye una identidad de izquierda.

Por supuesto, todo esto puede resultar para algunos algo cuasipatético. No es fácil recuperar un discurso tan denostado en una época post-postmoderna como la nuestra, una época que aún se debate por darse nombre a sí misma, después de los intentos fallidos de convertirse en un rostro vacío al que le cupieran todas las máscaras. Pero, justamente, si algo hay que agradecer al Feinmann de La Filosofía y del Peronismo es su empeño extemporáneo: su obsesiva persistencia ética, política y filosófica.

Lo importante, en todo caso, es que hablar de una política de izquierdas nos obliga, de nuevo, a plantear la relación entre la utopía (revolucionaria) y la praxis política, entendida esta como pragmática política en una época en la cual el capitalismo triunfante ha estrechado los márgenes de acción hasta el punto de hacer inoperante cualquier noción de transformación radical, y obligándonos a adoptar, como bien señala Feinmann, una política exclusivamente “reformista” por descarte.

Por lo tanto, de lo que vamos a hablar es de la relación que existe entre la utopía y la acción política. O, para decirlo en otros términos (clásicos, aristotélicos), cuál es la relación entre teoría y praxis. O, lo que es casi lo mismo: cuál es la relación entre el filósofo (pensemos en Platón, Aristóteles, Hegel y Heidegger), y el soberano; entre el intelectual y el político.

Todas estas cuestiones han sido pensadas extensamente por Feinmann en las obras que hemos citado. Los capítulos dedicados a Heidegger y su relación con el nacionalsocialismo en La filosofía y el barro de la historia deben consultarse. Lo mismo hay que hacer con los capítulos sobre Alberdi y Sarmiento en Filosofía y nación.

Pero, ahora sí, pasemos a estas páginas que me empujaron al ordenador a contarles sobre El flaco. Transcribo el fragmento que me interesa. Dice Feinmann:

“La cuestión es así: a orillas del lago Tiahuanco, Castelli convoca a los indios de la región a una asamblea. Entonces les habla, fogosamente les dice sus más hondas verdades, las que dan sentido a su vida y a la expedición que lo ha llevado desde Buenos Aires a ese lugar remoto. Dice: “Os traigo la libertad. Estamos en lucha contra el yugo español. Os traigo las nuevas ideas. Las de Rousseau. Las de los Enciclopedistas. Las de la Revolución Francesa. España sólo puede daros el atraso, la oscuridad y el yugo de la tiranía. Yo os ofrezco la vida republicana y libre. ¡Elegid! ¿La tiranía o la libertad? ¿Qué queréis?” Según parece, los indios respondieron: “¡Aguardiente, señor!” Reflexiona Salvador Ferla: “Los indios escucharon a este tribuno porteño, ardiente y honrado como el Che, con la misma enigmática impavidez con que lo escucharían a éste 150 años después”. Lo que nos lleva al comandante Guevara.
“En su diario, el 22 de septiembre, el Che anota: “Alto Seco es un villorio de 50 casas situado a 1900 m de altura que nos recibió con una bien sazonada mezcla de miedo y oscuridad (…) Por la noche Inti dio una charla en el local de la escuela a un grupo de 15 asombrados y callados campesinos explicándoles el alcance de nuestra revolución”. Y, en el resumen del mes, una confesión dolorosa: “la masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores.”
“Quedan, así, planteados (continúa Feinmann) los temas que separan y oponen a políticos e intelectuales. Castelli y Guevara son ejemplos nítidos de hombres cultos que emprenden una revolución bajo el imperio de sus ideas. No son pragmáticos, son idealistas.”

En cierto modo, la figura del político y el intelectual ilustrados por Feinmann, tiene algo de los “tipos” weberianos. Sin embargo, Feinmann no acierta completamente en su intento, porque los ejemplos por él elegidos, Castelli y Guevara, además de ser personajes instruidos, en cierto modo, teóricos de la revolución, son preeminentemente, “políticos revolucionarios”. De todas maneras, creo que lo importante va por otro lado, y tiene que ver con eso de lo que hablábamos más arriba: ¿Cómo construimos nuestra identidad de izquierdas?

Como decía, creo que esto tiene una enorme relevancia a la hora de pensar nuestro voto en las próximas elecciones. Porque si estoy en lo cierto, y estoy convencido de que lo estoy, las próximas elecciones nos enfrentan a la más importante elección que ha debido tomar el país en las últimas décadas. Posiblemente, la más importante decisión que hemos tomado desde la época de nuestra relativa independencia. Y aunque no argumentaré en esta entrada acerca de por qué razón considero estas elecciones tan importantes (lo haré si puedo en una entrada futura), ya viene siendo hora que nos hagamos cargo de lo que en esta elección está en juego, dentro y fuera del kirchnerismo, para nuestra país, en las presentes circunstancias. Y también, la significación que dicha elección tiene desde una perspectiva regional y mundial. Porque aunque nos digan lo contrario. Aunque nos repitan día y noche que lo único importante es acomodarse a las políticas del gran imperio y sus cohortes europeas, so pena de desaparecer de la historia, lo cierto es que las transformaciones planetarias están atadas, ineludiblemente, a las políticas nacionales y a los entramados que esas políticas construyen que, quien puede dudarlo, acaban dando a cada época histórica una forma peculiar de dominación y resistencia.

Por lo tanto, seamos concientes de este punto y eludamos el provincianismo que la derecha intenta imponer sobre el sentido común. Un provincianismo que peca de cosmopolitismo idiota o nos enceguece en lo que respecta a la trascendencia de nuestra historia local, convirtiendo toda la pugna política en una cuestión de adoquines y dobles manos.

El político pragmático, dice Feinmann, pretende someter a la razón a la realidad. Su misión (nos dice) es hacer respetar el “mundo”, la realidad. La realidad es eso que persevera en su ser, eso que hace difícil cualquier transformación. La realidad es el poder. Pero eso que llamamos el “mundo”, la realidad, no es una entidad inamovible e ineludible. El mundo se encuentra siempre sometido a mutaciones. Y esas mutaciones implican la posibilidad de que el mundo, la “realidad”, pueda, a su vez, ser más o menos afectada por la razón, por la política. La labor del político, señala entonces Feinmann, es medir las resistencias de lo real con el fin de transformarla.

El problema, sin embargo, es que una política definida exclusivamente en términos pragmáticos resulta de una peligrosidad extrema. El pragmatismo es una “filosofía” que se esmera en eludir todo compromiso identitario. Heredera del empirismo, el pragmatismo fetichiza la realidad, se esmera por liberar a la cosa del sujeto, entronándola en detrimento del propio sujeto. Eso se traduce en una política de derechas (en el sentido que aquí le estoy dando) una realpolitik, una política a favor del status quo, antiutópica, consagrada a la defensa de un sentido común naturalizado que acaba convirtiendo lo meramente étnico, histórico, particular, en ontología de lo humano, aunque esa ontología sea, en su expresión última, una ontología del vacío, una ontología del fin del hombre y la realidad.

Pero lo que necesitamos, justamente, nos dice una y otra vez Feinmann, es recuperar al sujeto para la política. Lo cual nos obliga, a su vez, a recuperar el mundo en el que despliega ineludiblemente su existencia. Pero dicha recuperación -seamos francos, no es fácil. Se trata de un tránsito afilado en el que se nos exige un difícil equilibrio.

Se trata de sortear los peligros en los que incurre el político que se empeña en un exceso de realidad. Lo cual lo acaba empujándo a una carencia de ideología. Por otro lado, se trata de sortear la actitud (¿pose?) idealista, meramente utópica, que hace del intelectual un iluminado que pretende accionar desde la razón sobre la realidad, por medio de violencias y violaciones que enervan y destruyen.

La propuesta de Feinmann es una suerte de camino medio. Dice Feinmann:

“Un intelectual deberá entender que un político tiene que negociar permanentemente, pactar, dialogar, conciliar. Pero… señalará que hay cosas que no se pactan ni se negocian. Ya que hacerlo es dejar de ser lo que se quiere ser. Y éste es el punto definitivo: ¿Qué queremos ser? (…) Un movimiento político debe decidir qué es –ante todo- lo esencial. Aquello que no se negocia. Aquello que no transforma al otro en el enemigo pero sí en un adversario cuya identidad no es la nuestra.”

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...