QUÉ NOS QUEDA


A medida que avanza la investigación en el caso Schoklender sobre defraudación, lavado de dinero y asociación ilícita va cayendo sobre parte de la ciudadanía una tristeza y un desconcierto análogo, pero de signo contrario, a lo que trajo consigo el fallecimiento de Néstor Kirchner hace menos de un año. Una mezcla de indignación y desasosiego se apodera de las almas. Aunque las Madres son intocables, ya han sido tocadas.

Hace un par de días, el periodista Eduardo Aliverti escribía en su columna de Página12 una nota desgarradora en la que se dirigía en segunda persona a Jorge Lanata para preguntarle qué le había pasado, qué hacía con “ellos”, mendigando privilegios en el espacio de los enemigos. Pero aunque debe haber algunos irresponsables egocéntricos como el propio Lanata, que festejan la debacle moral que se avecina, y nos anuncian que el mundo siempre fue y será una porquería, se nota en el ambiente una atmósfera de luto. La “muerte” simbólica de las Madres, si ocurriera, sería una catástrofe de dimensiones incalculables.

¿Qué nos queda, qué le queda a la Argentina si los símbolos duros que defendieron los Derechos Humanos se transforman en mercancía? Vivimos una época de crecimiento acelerado y consumo desbocado. Vivimos una época de esperanzas constreñidas. Pese a la lentitud en las transformaciones en la distribución de la renta y los escándalos más o menos cotidianos de corrupción estatal, las políticas gubernamentales han dado muestra de cierta eficacia desconocida en estas tierras. La confrontación ha estado acompañada con la imaginación creativa. Aunque digan lo contrario, no se ha hecho política de trinchera. Las trincheras han estado defendiendo una política de construcción económica y social.

Pero todo esto, lo hayamos notado o no, se ha sostenido gracias a los frutos que ha traído consigo la batalla cultural que el kirchnerismo supo ganar. Esa batalla, diciéndolo mal y pronto, no ha sido otra que la batalla por los Derechos humanos. Ya hemos hablado de ello en otras ocasiones. No creemos que haya sido una apuesta oportunista, sino más bien la apuesta audaz por la reivindicación de un ideal ante la oportunidad irrepetible que trajo el 2003 de intentar una refundación de la patria.

Sin embargo, ahora cae un velo de sospecha sobre las Madres. No es un invento de nadie, es una realidad pura y dura la existencia de una trama mafiosa en su seno. Los Schoklender y compañía no son un invento periodístico, más quisiéramos.

Lo que más sorprende del modus operandi de la banda es el carácter sinvergüenza y la naturaleza impúdica de su accionar. El dato de la Ferrari y el Yate no es menor, habla de un despilfarro delirante e impúdico, que resulta más aberrante cuando uno piensa en el propósito al que estaba dirigido el emprendimiento de la fundación. También habla de una sensación de impunidad en la psicología de los supuestos delincuentes. Aun así, lo que me interesa en este artículo no es indagar en la causa que nos ocupa, en las responsabilidades oficiales, en Hebe de Bonafini, las Madres y el resto de los organismos de Derechos humanos que con lo ocurrido se ven conmovidos. Para ilustrar lo que pienso, me vienen a la memoria los acontecimientos que oscurecieron la trayectoria militante de Winnie Mandela, los delitos en los que fue hayada culpable, y lo que eso implicó en la trayectoria del propio Mandela y la autocomprensión del pueblo sudafricano.

Lo que sí me interesa ahora mismo es otra cosa: el desconcierto de todos – oficialistas, no oficialistas y opositores. Porque, como decía más arriba, qué nos queda. A esta altura del partido, sin las Madres, sin los Derechos humanos, sin el fundamento de una legitimidad cuestionada pero impertérrita ante el ruido mediático, la pregunta es qué haremos con esta Argentina nuestra. Correr de la escena política la discusión ideológica, es decir, congelar o devaluar a los derechos humanos como orientación central de la acción política, significa, ni más ni menos, que regresar a una Argentina en la cual todo puede ser reducido a la matemática económica.

Un escenario de estas características es el más propicio para la derecha crispada, ordenadora y legalista. Ajuste y mano dura son sus políticas predilectas. Los Derechos humanos son un estorbo inquietante, las organizaciones y los personajes comprometidos con su cumplimiento, participantes en la conformación de la opinión pública que deben ser silenciados.

Por lo tanto, preguntar qué nos queda no es un ejercicio vacío. Porque sin las Madres y las Abuelas y el resto de los organismos de los Derechos humanos, y lo que es más importante, sin la convicción dura, inconmovible, de una parte de la ciudadanía, que ha dado a este gobierno, a este movimiento que por falta de mejor palabra llamamos kirchnerismo, una carta de confianza fundada justamente en su apuesta definitiva por los Derechos humanos, nos queda bien poco.

Los Derechos humanos no se reducen a los crímenes dictatoriales y sus secuelas. Los Derechos humanos son la justificación última de las políticas sociales, educativas, migratorias y de seguridad por las que ha apostado este gobierno. Digo más, es muy difícil entender la actual política latinoamericanista si se la desliga de la historia común de violaciones y vejaciones que han tenido los pueblos de la región, si se la desconecta de la aspiración a la igualdad que promueven los gobiernos “progresistas” elegidos por los pueblos de la región. Es decir, si dejamos a un lado la lucha contra el neocolonialismo en su expresión más cruenta y antihumanista, el neoliberalismo, bien poco nos queda para decir de esta época histórica que atravesamos.

En este sentido, creo que los desafortunados hechos que hemos descubierto estos días han llevado al debate a una nueva dimensión, a un nuevo nivel de profundización. Podemos estar a la altura de este nuevo desafío, integrando el pasado realizado para ascender a una nueva etapa en el proceso de articulación de nuestra autocomprensión como pueblo, o renunciar a este pasado inmediato so pretexto de la creencia nihilizante que promueve el periodismo cínico concebido, parido y nutrido durante los estupendos noventa.

Lo que quiero decir, en definitiva, es que necesitamos volver a pensar los Derechos Humanos como una política de Estado, una política que no se encuentre atada a las muecas y a los tics de tal o cual gobierno, sino la política del Estado argentino en general. Mucho se ha hablado sobre la necesidad de ceñirse a una política exterior de largo alcance, fiel a los compromisos internacionales, a las relaciones establecidas. Los Derechos humanos y las políticas de integración regional que se han impulsado durante estos años son un logro inmenso de este gobierno, pero es hora de considerarlos logros mayúsculos del Estado argentino. Atacar esas políticas con fines exclusivamente electoralistas, o nihilizar los horizontes morales a los que apuntan, convirtiendo todas las convicciones y todos los actores en farsantes, expresiones oportunistas, cálculos motivados por la mera voluntad de poder, implica, quiéranlo o no, estar sentado en la otra vereda. Ser un “ellos”, frente al “nosotros” de la patria.

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