ELOGIO DE LA DEMOCRACIA



Hace un par de semanas, como la mayoría, ando con el 8N rondándome el pensamiento. La marcha vino y se fue como una tormenta de verano. Dejó a su paso un acotado anecdotario y una profusión de materiales para el análisis. La maquinaria mediática, partidaria y periodística, sabrá usufructuar del gesto ciudadano.

Antes de ayer, cuando todavía sonaban las fanfarrias llamando a la embestida, escribí varias entradas. No las publiqué. En su mayor parte, llamaban a la calma, al sosiego de las almas frustradas. La convocatoria de septiembre estuvo llena de sinsabores. Lo que se escuchó, de manera reiterada y ofensiva, no daba lugar a festejo alguno. Las insinuaciones golpistas y los reiterados gestos de discriminación que desplegaron algunos de los convocados resultaban incongruentes con el pretendido civismo del que se ufanaban los participantes.

Por lo tanto, seamos serios y regocijémonos por el empeño organizativo, que aparte de algunos incidentes puntuales (aunque graves) supo mantener contenida la rabia de la gente.  

Por mi parte, a esta hora, sólo me queda  alegrarme por el surgimiento de una nueva militancia. Gente a la que le “embolaba” la política, tiene necesidad ahora de mezclarse con sus compatriotas, pelear la calle y hacerse escuchar. La democracia es un llamado a mezclarnos los unos con los otros para hacer posible la “comunitas”. La democracia es, como dice el sociólogo Pierre Rosanvallon, una anomalía en nuestra época de extremas desigualdades. La idea de que cada ciudadano no vale más ni menos que un voto atenta contra la lógica discriminatoria que en nuestro fuero privado siempre estamos atizando. 

Por lo tanto, ¡bienvenidos a la política! La manifestación de ayer hace de cada uno de sus participantes un ciudadano, junto a otros 40 millones de ciudadanos que participan con su voz y con su voto en la imaginación y ejecución de nuestra Argentina.

Durante algunas horas, quienes no participamos, vimos transitar a través de las pantallas de la TV las protestas. A nadie se le ocurrió salir a detener a los manifestantes.  Quienes no concordamos con las demandas, respetuosamente dimos un paso al costado, escuchamos los cánticos exigiendo un cambio de rumbo y leímos las pancartas con el propósito de entender el ánimo de quienes sí lo hacían. Se trató, en última instancia, de un sano ejercicio democrático que nos hace bien a todos.

Sin embargo, hay que poner las cosas en fila. Yo voté a Cristina Fernández. No la voté por su cara bonita. Antes de emitir mi voto le eché muchas horas de pensamiento a las razones que me llevaron a elegirla como mi candidata a la presidencia. Esas razones son variadas. En ella confluyen cuestiones materiales (estoy convencido que ahora mismo el Kirchnerismo representa la mejor opción para la protección y reproducción de la vida en nuestro país), formales (el Kirchnerismo es la única opción que ha sabido articular orgánica e institucionalmente un proyecto), y de factibilidad (el Kirchnerismo es la única opción a nuestra disposición que puede llevar a término algunas de las transformaciones que urgentemente necesita el país).

Desde el día que emití mi voto, poco es lo que ha cambiado. Aunque lo que ha habido es una intensificación de la batalla política ahora en términos exclusivamente mediáticos, debido a la incapacidad personal, en algunos casos, o la deshora, en otros, de las propuestas alternativas.

El fracaso político de la oposición ha llevado a los actores sociales a lanzarse a la calle con consignas ambiguas, comprensibles en algunos casos, pero carentes de sustancialidad en otros. Ha devuelto la retórica al terreno de la simple emocionalidad,  primero histérica (como vimos en las primeras marchas), y ahora sí, gracias a la cuidadosa organización de estas marchas “espontáneas”, más medidas en términos estéticos. Todavía resuenan en nuestros oídos los gritos de algunos caceroleros y caceroleras de septiembre exigiendo el regreso de los militares. Pero esas expresiones han sido prudentemente  arbitradas por los organizadores y los participantes que obedientemente se plegaron a las consignas y a los métodos dispuestos. Lo cual – dicho sea de paso - pone de manifiesto un potencial interesante para lo que verdaderamente importa.

Porque en democracia las protestas son interesantes pero limitadas. Lo que cuenta es el voto. Y en particular, esto es así, cuando es posible distinguir con claridad cuáles son las opciones que tenemos delante. Y el problema de estos Idus de noviembre es el popurrí inconfesable de facciones que compuso la expresión callejera. Los socialistas de Binner, los ecosocialistas de Solanas, los neoliberales y los desarrollistas del macrismo, los conservadores desheredados, los indignados por cuestiones múltiples, las huestes neofascistas de Pando y sus secuaces, los deprimidos exvotantes de Lilita Carrió, los llamados peronistas federales, y un largo etcétera que incluye desorientados, festejantes y jóvenes apolíticos que se anotan sin demasiada sapiencia a un cosmopolitismo de poca sustancia.

En fin, lo que tenemos que decidir es adónde vamos con este batiburrillo de “bastas” y de hartazgos diversos. Porque si verdaderamente esta multitud legítima, que reclama algo que no se sabe muy bien qué es, quiere convertirse en una opción “política”, no basta el griterío y la chatarra culinaria. Pongámonos de acuerdo de una vez y para siempre: la seguridad la queremos todos; el fin de la corrupción también; el tema de la desigualdad social no parece ser ajeno al kirchnerismo según se viene haciendo. El problema es cómo definimos estas cuestiones y cómo las enfrentamos. Y es aquí donde no nos ponemos de acuerdo.

La corrupción es un problema transversal: no sólo involucra a los políticos nacionales, provinciales y municipales de todos los signos, también a los magistrados de todos los gustos, a los periodistas ni hablemos, el estamento gerencial da pena, y los muchachos de la agroindustria son famosos por delitos que merecen prisión como la evasión fiscal y otros chanchurros como la explotación infantil y otros males que tenemos el deber de combatir. La cuestión de la seguridad e inseguridad no es un invento de este gobierno, lo que se disputa es el modo en que la definimos y la manera en que enfrentamos el problema. Hay quienes pretenden, con una necedad difícil de comprender, que no tienen responsabilidad alguna en el desbarajuste social en el cual se cultiva el crimen. Me refiero a esa burguesía de medio pelo que no hace nada para devolverle al país una educación y una salud pública que permita palear las desigualdades, que saque a las grandes mayorías de la indignidad y de ese modo deshaga las causas que eficientemente acaban llevándonos a la desintegración social que tanto nos asustan.

Dicho esto, tenemos que ser conscientes que no todos los problemas de la agenda política se reducen a cuestiones de administración política. Hay razones de Estado que sólo se comprenden positivamente. Yo, personalmente, creo que nuestra alianza continental es un logro enorme del presente gobierno. No me asusta nuestra alianza con Venezuela, como no le asusta a Lula abrazar y apoyar explícitamente a Hugo Chávez cuando se reconoce un importante soporte de nuestro proyecto nacional y continental. Tampoco me asustan las medidas críticas que toma el gobierno en estas horas aciagas de peligro que vive el planeta en lo que se refiere a la crisis económica y humana. La alternativa eran los ajustes que pauperizan a otras sociedades. El empeño gubernamental por reducir el impacto en los estratos más humildes de la población resulta admirable.

Es decir, yo sigo apoyando el gobierno de Cristina Fernández. Mis críticas, en todo caso, van dirigidas a no hacer lo suficiente en la misma línea propuesta desde el comienzo. Pido que la épica venga acompañada de medidas pragmáticas que nos acerquen a los ideales que nos hemos trazado. 

 Por todas estas razones, agradezco a los participantes de ayer que hayan compartido sus preocupaciones y nos las hayan hecho saber. Pero yo le exijo al gobierno de Cristina Fernández que no tuerza su camino, que lo radicalice, porque esa es la dirección prometida que yo voté.

El año que viene hay elecciones. Harían bien los participantes en exigir a sus políticos que se hagan cargo del asunto y propongan un proyecto a consideración de la ciudadanía. Mientras tanto, dejemos gobernar, cumpliendo de ese modo con la voluntad popular. Permitamos que el país se conduzca a su destino autoimpuesto, sin interpretar perversamente el voto de las mayorías en clave gorila. 

EXORCISMO. El demonio golpista ha vuelto.




Estamos entrando en una zona de extrema peligrosidad. Ahora mismo, cualquier evento puede servir como detonador para una catástrofe social de dimensiones difícilmente mensurables de manera prospectiva. Los signos son ostensibles. La exacerbación del odio, el vilipendio continuado, la completa ausencia de medida a la hora de juzgar las actividades de los contrincantes políticos, transformados de manera rotunda e irreversible en enemigos, todo esto nos recuerda las peores épocas de nuestra historia.

Bastaría con echar un poco de inteligencia sobre los proyectados delirios que aviva el poder mediático y escuchar con una dosis de sentido común lo que repetimos con liviandad para comprender que el país que retratamos es una imposibilidad. No existen los demonios perversos que despiertan nuestros temores y nuestros peores instintos. Como en otras épocas, somos víctimas de nuestra ignorancia y la sugestión a la que nos someten los que necesitan hacernos creer que la democracia no vale la pena en estas circunstancias. 

El odio distorsiona la inteligencia. No necesita verdaderos argumentos para dibujar sus resentimientos y venganzas. Le basta con echar combustible en el fuego que el malestar ha encendido en nuestro interior para convertir en un incendio nuestra realidad.   

Pero hay que ser precavidos. La ingenuidad no es buena consejera en estos trances. Porque, aunque es cierto que el odio no tiene una base rotunda que lo sustente y está llamado, tarde o temprano, a mostrar su rostro mentiroso cuando así lo demande la historia, ahora mismo tiene un poder destructivo aterrador. 

Mientras se encuentre contenido en los estrechos círculos de la consciencia individual, el odio arrecia el refugio interior de la persona despojándolo de toda felicidad. Pero cuando el odio se manifiesta públicamente, las consecuencias resultan letales.

Hemos llegado a un punto en el cual el odio ha dicho presente. Ya no se avergüenza de su ridiculez. Muy por el contrario, los retorcidos rostros poseídos por el demonio de la rabia y el resentimiento se dejan ver orgullosos. Se exhiben los unos a los otros como gestos de pertenencia y distinción. Las mandíbulas apretadas, el insulto fácil, el gesto burdo se ha hecho carne en las clases enfermas que ahora deambulan por los espacios públicos esperando la ocasión para mostrar su bravura y repugnancia.

Nace un nuevo sujeto. Un sujeto rencoroso que no le hace asco a la violencia porque se siente violentado, aturdido, amenazado, fragmentado por la manipulación concertada que ejercitan los dueños del discurso que consumen. Un sujeto, a un mismo tiempo, consciente de su poder y su impotencia. Poseído por la arrogante pretensión de ser libre, cuando en cambio se encuentra sujetado de manera apretada, colonizado de manera segura, por sus dueños. Este sujeto que aún no sabe quién es, que aun en su adolescencia se debate por darle un nombre a su nombre insignificante, se revuelve en su asiento, molesto ante el extravío de conjuntarlo con los “extras” entre los que convive en esta tierra de morochos turbios e incontrolables que este gobierno impostado es incapaz de disciplinar.

El odio tiene la mirada velada. Se alimenta de lealtades y silencios cómplices. Se aborrece al otro porque en lo proyectado en el otro vemos lo que somos: corruptos, feos, mentirosos, oportunistas, mediocres, incultos, impostores. Es el odio hacia el espejo de nuestra alma. El odio corrosivo que no encontrará su paz hasta no alcanzar la aniquilación del otro, mi alter ego.

El demonio está haciendo de las suyas, para él no hay sangre derramada que lo sacie. En estas circunstancias se necesita un patriotismo que las pugnas partidarias no permiten expresar. Una cordura que las exigencias electorales del todo o nada obstaculizan.

Puede que haya llegado la hora de rezar. Pero, ¿A quién dirigiremos nuestras oraciones? Será un Dios desconocido, un Dios desprejuiciado que no haga oídos sordos a la historia. Un Dios que se apiade de los justos y los pecadores, pero que no vuelva a darle al Cesar lo que prometió largamente devolver a los sufrientes. Puede que ese Dios ya no exista, que haya muerto, junto al otro, el Dios de la falsa decencia que en la orgía de su crueldad vuelve a querer pisotear nuestros anhelos de un mundo más justo. 

YO Y MIS CIRCUNSTANCIAS



No se trata de un partido político ni de una ideología particular. Como diría Ortega: es el yo enfrentando sus circunstancias.

Sin embargo, merece algunas líneas en este blog en una semana marcada por las expresiones afiladas de victimización e indignación dispuestas en la agenda.

El discurso es rabioso. Acompañado por el gesto asqueado y la condescendencia frente a las masas que organizan el clientelismo y el “patoterismo” oficial. El testimonio en primera persona despunta en los relatos y la referencia al asco que despiertan las figuras emblemáticas de un gobierno que se considera corrupto, ideológicamente pervertido y autoritario, son sintomáticos. No se sabe lo que se quiere, ni cómo se lo quiere, pero se lo quiere ya. La épica del “¡que se vayan todos!”, que aún recuerdan con nostalgia algunos protagonistas de las protestas del 2001 que hoy se congregan en las esquinas de Buenos Aires, sigue modelando (sin quórum de transversalidad social) las expresiones de malestar de los “indignados” locales.

Entre los participantes hay de todo y para todos los gustos. La protesta es coherente con la hipótesis de “la muerte de las ideologías” a la que tantos se adhieren, inconscientes de la cualidad ideológica del supuesto axioma.   

Lo que une a los convocados es el desprecio y el hartazgo; la reivindicación “civilizatoria” de su cruzada antibarbárica, antipopulista, antimontonera o simplemente antiK; la pretensión de decencia que se exhibe con ahínco y la malversación de los símbolos patrios a favor de una epopeya de libertad que se despliega en el living room.

La libertad que se mienta no es la libertad a la que aspira el oprimido, la víctima o el cautivo. Es otra libertad que no está cualificada en función de prioridades y el sabio discernimiento de las circunstancias. Es la libertad de hacer lo que a uno, personalmente, le venga en gana con lo que mal o bien le pertenece por derecho o por defecto. Es la libertad egocéntrica, la libertad del hombre entendido como entidad atómica entre otras identidades atómicas sin un “nosotros”.

De allí la diversidad que se anota a la partida, anhelando una identidad que las formas tradicionales de la política y la desguarnecida oposición es incapaz de proveer. La identidad se construye mediáticamente, como las masas que atestan un estadio, atraídas por la imagen manufacturada y  deslumbrante de un ídolo de rock. Aquí, sin embargo, la figura que convoca no produce éxtasis entre los participantes, sino ira. "Cristina", en este sentido, es el único referente, el referente absoluto, que aglutina a propios y ajenos como en otras épocas supo hacer Juan Domingo Perón.

Lo que sustenta al cacerolero es la perturbación de las emociones de bronca que, como bien se ha señalado en otro sitio, acaban justificando y promoviendo el camino populista elegido por el kirchnerismo, que encuentra en la impotencia política de sus adversarios y la esterilidad ideológica de sus bases potenciales una amenaza fantasmal. El espectro del desánimo y la rabia puede estar en cualquier lado, porque no tiene rostro ni discurso articulado. Es sólo queja, estridencia cacerolera y mensajitos en las redes sociales llamando a tomar el palacio de invierno en nombre de “la libertad”.

A falta de alternativa, a las bases sólo les queda la mueca, el gesto grosero y el rechazo violento, que los políticos pretenden capitalizar sin ofrecer para ello una sola línea propositiva inteligente digna de un mejor debate. Se conforman con la obsecuencia televisiva, con la medición del raiting, las encuestas y el empeño comunicacional que aun lideran los grandes medios aferrados a su rol monopólico en su tarea de creadores de opinión.

Pero la pregunta sigue siendo la misma para quien serena la pelota y otea el horizonte en busca de claridad. Si esta no es la dirección, qué proponen, y con qué medios, y en qué mundo.

Ante la contundencia de la realidad, las cacerolas no son un buen argumento. Pero eso sí, saben hacer ruido, y en eso estamos: decir YO.

EL REGRESO DE LA MUERTE. Sobre la violencia política.




La palabra “extremista” tiene una infeliz connotación en nuestra historia política.

En línea de continuidad con la mayoría de los artículos que publica el diario La Nación, este fin de semana, el periodista Fernando Laborda ofreció a sus lectores una reflexión imprudente a la cual tituló “Hasta dónde llegará el extremismo de Cristina”, cuyo contenido no es otra cosa que una ensalada de amenazas que contribuye a fomentar la intolerancia y la violencia entre los más fanatizados entre sus lectores.

El artículo es sólo un ejemplo del estilo irresponsable que practican muchos periodistas del matutino fundado por Mitre. No desentona con el resto. Ni siquiera puede considerarse de los peores. Pero como ocurre habitualmente, basta con echar un vistazo a los comentarios encendidos que acompañan la nota para comprender hasta qué punto Laborda exacerba los ánimos de los lectores, les retuerce el alma hasta extraerles la crueldad que necesita para sus designios, poniendo en evidencia hasta qué punto lo denunciado por este supuesto adalid de la libertad y la templanza (como otros de su clase) no es otra cosa que el reflejo de su propio rostro en el espejo de su intolerancia.

Leo con desaliento uno de los comentarios para ilustrar lo que pretendo. Dice uno de los lectores que se hace llamar "Santiliberal”:

-Si no se van (refiriéndose a los kirchneristas) los echaremos a tiros”.

Comentarios de este tipo abundan en el diario centenario, el cual, en sus editoriales y colaboraciones, no le hace asco a la práctica de sembrar cizaña entre la población, utilizando mentiras, tergiversaciones, escraches y groserías para lograr sus cometidos de polarización social.

Es muy probable (lo digo con pena) que el país, más tarde o más temprano, se vea atrapado nuevamente en un período de violencia política. No existe nada en la historia que nos obligue a pensar que nuestras experiencias tienen efectos pedagógicos sobre los agentes históricos. Todo lo contrario, la historia de la humanidad demuestra que los hombres se ven arrastrados, una y otra vez, a repetir con variaciones aparentes las calamidades del pasado.

Si hacemos memoria, descubriremos a tiro de piedra, sin necesidad de ajustarnos a la lógica arqueológica, ni a la hermenéutica de los textos, que las escenas actuales vuelven a contarnos un relato de violencia e intolerancia que nos es conocido. Se aprietan los puños, se tensan las mandíbulas con la rabia, se escucha el murmullo de una oración que pide al todopoderoso un cáncer salve a la nación de los líderes populares que arruinan nuestra fiesta. Se apura la condena y se traduce al lenguaje de los ciegos, para que los más odiadores y resentidos entre los ciudadanos se apuren a justificar una interrupción del proceso de transformación en esta época histórica.

Los signos son elocuentes, y como he apuntado en alguna otra entrada, quienes se han esmerado en conocer nuestra historia continental y se informan acerca de lo que ocurre en estas latitudes, comprenden que la ofensiva neoconservadora se ha puesto en marcha. Lo que resulta decididamente incomprensible es que tanta gente seria y bienintencionada peque una vez más por ingenuidad. Los procesos históricos se descubren en los trazos cotidianos, en los acotados discursos, en las notables mutaciones emocionales de los participantes que oscilan entre la alegría y el desánimo, entre la pasión creativa y la acerada furia al son de los relatos que los conforman.

El asesinato se escribe primero con un puñado de palabras aparentemente irrelevantes que atraviesan el espacio de una consciencia, para convertirse con el correr del tiempo, en la mano que empuña el arma criminal. Cuando esto ocurre, ya no hay tiempo para detener la avalancha del horror, la venganza se convierte en moneda de cambio para acallar el dolor, y la degradación de las almas acaba convirtiendo a la patria en un camposanto de cadáveres expuestos al sol.

Esa es nuestra historia aún irresuelta. No hay nada en nuestro ADN que nos prevenga de repetirla. Más vale que empecemos a cuidar el lenguaje en el que se encarna nuestro desprecio. No vaya a ser que otra vez, como ayer, nos encontremos en medio de la sangre y de la mierda haciéndonos los distraídos.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...