LA MEDITACIÓN COMO ÉTICA



Introducción


Esta es la tercera entrada dedicada al ciclo de encuentros que estamos realizando sobre meditación y budismo. Lo que les propongo en esta ocasión es (1) comenzar tomando nota sobre lo dicho en las entradas anteriores para refrescar la memoria; (2) avanzar en nuestra enumeración de aquellos presupuestos sobre la meditación que consideramos desencaminados – presupuestos que, no solo forman parte del imaginario popular sobre la práctica, sino que informan las narrativas de muchos instructores de meditación, especialmente los cultores del «mindfulness» y otras prácticas contemplativas «modernistas».


Aquí denomino «modernistas» a un conjunto de teorías y prácticas «espirituales» que, inspirándose en prácticas religiosas y contemplativas no occidentales (especialmente aquellas originadas en Oriente) las reinterpretan abstrayéndolas de sus contextos histórico-culturales, sin precaverse de los posibles efectos colaterales que una operación de este tipo puede producir.


Una manera de ilustrarlo es trayendo a colación el principio básico expuesto por el alquimista Paracelso, quién defendió, como principio de sus estudios de toxicología, que solo la dosis de una sustancia determina si la misma se convierte en un veneno. Este punto es clave para mi argumentación en esta entrada. Esto que llamamos usualmente «meditación» es una práctica indeterminada en término de sus consecuencias. Puede convertirse en una cura para alguna de nuestras patologías, y por ello un recurso privilegiado para nuestra transformación personal y colectiva, o puede acabar siendo una sustancia venenosa. Dependerá de las dosis de la motivación, comprensión teórica y ejercicio reflexivo que la acompañe.


La perspectiva profunda


En varias ocasiones, en otros contextos, me referí a una distinción que el filósofo Arne Naess, uno de los pioneros del movimiento de la «ecología profunda», utilizó en 1972 para distinguir su posición en el debate ecologista frente a lo que él denominaba el «medioambientalismo superficial».


Naess sostenía que la mayoría de los expertos medioambientalistas del establishment creían que los problemas que tenemos que enfrentar en esta área podían resolverse de manera «administrativa», encontrando la tecnología adecuada para minimizar el impacto negativo de nuestro estar en la naturaleza, y modificando algunas de nuestras prácticas y formas institucionales sin reordenar nuestro sistema de relaciones sociales, ni poner en cuestión las prerrogativas del mercado.


En contraposición, Naess sostenía que una perspectiva profunda en la ecología exigía:


1) Para empezar, un diagnóstico realista de los desafíos que enfrentamos.


2) Pero, además, ante la ubicuidad de los desequilibrios actuales y la evidencia de las catástrofes presentes y por venir, una adecuada identificación de las causas y las condiciones de la crisis. Para Naess, una respuesta adecuada demandaba una nueva compresión de nuestro modo de estar-en-el-mundo y en-la-naturaleza, y una nueva ética en concordancia con esa nueva comprensión.


La interpretación es doblemente relevante para nuestra discusión a lo largo de este seminario. En primer lugar, porque el propio Naess, en un artículo posterior, dio cuenta de un tema que en los últimos años ha vuelto a estar en la agenda de los movimientos sociales. Naess se preguntaba entonces, cómo hacer para que (a) los movimientos a favor de la paz (contra la guerra, la violencia y la opresión en todas sus formas), (b) los movimientos a favor de la igualdad y contra la desigualdad, y (c) los movimientos a favor de la protección de la vida en todas sus formas en nuestro planeta y en defensa de la naturaleza pudieran unirse en una causa común.


Son muchos los que abogan por esa unidad de acción. La periodista e investigadora Naomi Klein, por ejemplo, quien ha sido una de las más articuladas defensoras de esta unidad de acción, promueve una revolución verde, pero con el objetivo de avanzar, no exclusivamente en la cuestión medioambiental, sino también en el reconocimiento y adjudicación de justicia de los pueblos y los individuos afectados por la guerra, la violencia, la opresión, la explotación, la desposesión, la desigualdad, todos ellas asociadas de manera inextricable con la justicia ecológica.


Sin embargo, los tiempos no parecen propicios para el reconocimiento mutuo. Frente a la pandemia, la salida fácil es volver a priorizar las viejas recetas de reconstrucción nacional y seguir levantando muros para protegernos del virus que nos acecha. Pero el virus no viene solo, porque además de atacar nuestro cuerpo biológico, también ataca nuestro cuerpo social y cultural con una epidemia de nacionalismo excluyente, fundamentalismo y discriminación, que encuentran terreno fértil allí donde crece el miedo. En este sentido, necesitamos cultivar un cosmopolitismo alternativo al de la globalización neoliberal que nos ayude a reconocer nuestro destino común y actuar en consecuencia.


Ahora bien, no podemos sentarnos a esperar soluciones que sean como la cuadratura del círculo. Mal que nos pese, no podemos seguir defendiendo nuestro «estilo de vida» y pretender que estamos dando respuesta a los problemas que enfrentamos. Los ritmos de expansión que exige la economía ortodoxa, la acumulación irracional y la desigualdad que produce un sistema financiero desbocado por la ilusión del capital ficticio, el consumismo como antídoto universal frente a la anomia y el sinsentido de un sistema de relaciones sociales basado en la mercantilización de la vida, la competencia y movilización total de la población, no pueden acompañar las transformaciones que debemos hacer. Ninguna revolución tecnológica podrá protegernos de nosotros mismos. Este es un hecho incontestable que tarde o temprano tendremos que reconocer. Somos como un paciente de cáncer de pulmón avanzado a quien se le ofrece una última oportunidad. Se nos dice que, tal vez (solo «tal vez») los tratamientos a los que se nos someterá pueden producir una remisión, pero con la condición de que dejemos de fumar y reconduzcamos nuestros hábitos de consumo. ¿De qué pueden servir los tratamientos si no estamos dispuestos a hacer esos cambios personales que nos recomiendan?


En otras palabras, necesitamos mirar de frente y profundamente los problemas que enfrentamos. Y una vez reconocidos, debemos aplicarnos a una solución profunda. De nada sirve que reordenemos nuestra vida para excusarnos de cambiar algo sustantivo. Esto es válido en las tres áreas identificadas por Naess: la de la violencia y la guerra, la de la exclusión y la desigualdad, y la de la «corrupción medioambiental».


Pero, como decía más arriba, para nuestra discusión, la distinción tiene otra ventaja. Nos permite reinterpretar el tema de la meditación adoptando una perspectiva análoga.


La meditación y otras disciplinas contemplativas semejantes, como el yoga, suelen abordarse también de manera superficial. Como los expertos medioambientalistas, de lo que se trataría es de encontrar recetas que nos permitan seguir viviendo como estamos acostumbrados, pero eludiendo los efectos colaterales que nuestro estilo de vida produce.


Esta es, de alguna manera, la apuesta del budismo modernista. Enfoquémonos exclusivamente en aquellos aspectos de la meditación budista que no exigen una revisión de fondo de nuestros presupuestos existenciales. Utilicemos la «tecnología» espiritual desarrollada por la tradición durante los últimos milenios, como las farmacéuticas que se apropian de la sabiduría de los pueblos originarios para convertir los saberes medicinales en mercancías de alto rendimiento comercial.


Ahora bien, para ello, descartemos todas aquellas dimensiones de la práctica que ponen en entredicho la legitimidad de nuestra manera de vivir, basada en la explotación inescrupulosa de los recursos, la explotación sistemática de nuestras hermanas y hermanos empujados a los confines de nuestras sociedades, y la violencia invisible de un sistema que garantiza la tranquilidad individual y colectiva de unos pocos alzando muros que nos protejan de nuestros congéneres más necesitados.


Desde mi humilde perspectiva, una meditación de este tipo no sirve para nada. O tal vez sí. Es uno más de los antídotos de nuestra cultura liberal que lava con la mano izquierda los crímenes que comete con su mano derecha.


¿Cuál es la alternativa, entonces? ¿Volver a la tradición, asumiéndola de manera obsecuente, convirtiéndonos de este modo en la facción fundamentalista de la religión de turno? El fundamentalismo religioso o espiritual es igualmente modernista y por ello inútil para enfrentar nuestros problemas actuales.


Hace algunos años, cuando el debate en torno al terrorismo estaba encima de la mesa, el filósofo conservador británico John Gray escribió un librito titulado Al-Qeda o lo que significa ser moderno en el cual analizaba lo que unía a los tecnócratas neoliberales y a personajes como Osama Bin Laden. Yo mismo escribí una entrada en este blog en 2008 titulado «Milton Friedman y Mao Tse tung: el espejo invertido» en el que avanzaba un argumento semejante.


En ambos casos, lo que hace modernas estas dos facciones del budismo contemporáneo, el budismo modernista (pretendidamente científico y secular) y el fundamentalismo budista occidental (encerrado en sus liturgias «preconciliares» y sus obsecuencias tradicionales) consistiría, en palabras de Gray, en «la creencia romántica (de ambas facciones) de que el mundo puede ser reorganizado mediante un acto de voluntad».


Defender que la creencia religiosa, la filosofía o la meditación pueden cambiar, por sí solas, el mundo que habitamos, es expresión de este modernismo budista. Por un lado, activista en su función tecnocrática de ocultar nuestros males calmando nuestras ansiedades, como ocurre con los cultores del mindfulness. Y, por el otro, perezoso, en su afán mimético de adoptar liturgias, recitar conjuros y mantras, y la estética de culturas exóticas con la ilusión de que, por arte de magia, o más bien, a fuerza de voluntad y plegarias, como nuestros antepasados cristianos, seremos capaces de producir el milagro de rescatar al mundo de su destrucción.


¿Ciencia, filosofía o religión?


Quienes hayan leído libros o hayan tomado clases sobre budismo saben que una de las preguntas usuales que deben responder los autores o docentes es: ¿qué tipo de «animal» es el budismo?


Un lugar común de los defensores del «budismo modernista» es señalar que el budismo no es «en realidad» una religión, sino, más bien, una ciencia, o una «filosofía de vida» - esta última para distinguirla de las filosofías aparentemente encorsetadas que practican los representantes occidentales de la tradición.


Obviamente, el problema al que se enfrentan muchos budistas modernistas es qué hacer con las innumerables muestras de la mayoría de los budistas del mundo, especialmente en Asia, pero no solo en Asia, que, en sus comportamientos cotidianos prueban la dimensión religiosa de la tradición. Qué hacer con los templos, las plegarias y las súplicas, la recitación de mantras, las postraciones, los ritos funerarios, la adoración de estatuas, y las solicitudes de protección a seres celestiales, acompañados de ofrendas propiciatorias, etc., etc., etc.


La respuesta modernista es hacer oídos sordos a esta dimensión y enfocarse exclusivamente en aquellos aspectos que encajan con sus imaginarios seculares, eludiendo de este modo la incomodidad de tener que resolver las contradicciones que supondría insertar una disciplina como la meditación tradicional en el entramado de prácticas contemporáneas que subyacen nuestras relaciones sociales de mercado.


Con esto no estoy defendiendo la existencia de un budismo genuino, tradicional, en contraposición a un budismo modernista, distorsionado por las fuerzas seculares contemporáneas. Nada más lejos de mi intención.


Resulta muy difícil decir qué es el budismo, tan difícil probablemente como intentar decir qué es el cristianismo o qué es el islam. Quienes de un modo u otro nos dedicamos al estudio de las ciencias religiosas y al diálogo interreligioso o intercultural, sabemos que los esfuerzos por identificar lo esencial en cada tradición se tropieza constantemente con la tradición viva, que siempre es plural, compleja, agonista hasta cierto punto entre sus representantes, debido a la variedad de doctrinas, de liturgias, de prácticas que la encarnan en cada situación concreta, en cada época y en cada geografía donde echa sus raíces.


Por lo tanto, el budismo se dice de muchas maneras, y una de esas maneras es el budismo modernista, que se diferencia en muchos sentidos de las formas tradicionales de práctica, debido, justamente, por su inculturación contemporánea.


Como señala Evan Thompson. Si en el siglo XXI, en las sociedades occidentales, uno decide convertirse al budismo, parece, en principio, que nuestras alternativas se reducen, o bien a convertirnos en budistas fundamentalistas (con todos los peligros que ello supone), o budistas modernistas (lo cual también conlleva toda clase de peligros, en especial, acabar queriendo cambiarlo todo con nuestra conversión, para acabar no cambiando nada verdaderamente sustantivo).


Ante esta alternativa, Thompson decidió que él no podía ser budista en el siglo XXI, porque no estaba dispuesto, como los cristianos, musulmanes y judíos fundamentalistas, a quedar cautivo en un conjunto de doctrinas y prácticas que se dan de bruces con nuestros anhelos de libertad, igualdad y fraternidad, ni estaba tampoco dispuesto a entregarse a un budismo construido selectivamente, incapaz de enfrentarse a los problemas profundos que nos aquejan, por la sencilla razón de que está ideado para conformar un matrimonio de conveniencia con el orden vigente.


Filosofía intercultural


Defender la necesidad de entablar una conversación filosófica genuinamente intercultural, en la que, al budismo, como a otras tradiciones de pensamiento no occidental, se les reconozca el lugar que merecen, no conlleva obligar al budismo a renunciar a sus narrativas tradicionales para encajar mejor con nuestras expectativas, como hace el budismo modernista. El hecho de pensar filosóficamente ciertos problemas introduciendo elementos de la tradición budista, no significa redefinir al budismo, ni modernizarlo, sino estar dispuestos a dialogar con él, no con la intención exclusiva de extraer recursos que puedan resultar útiles para nuestros fines y adornar nuestras ideas. Se trata, más bien, de estar dispuestos a ser interpelados por esa otra tradición.


La filosofía occidental se ha considerado a sí misma como la Filosofía con mayúsculas, a desmedro de otras filosofías no occidentales. Los filósofos occidentales han considerado durante mucho tiempo que todo lo digno de ser pensado podía encontrarse en su propio canon, y que el resto de las tradiciones de pensamiento, como mucho, podían aceptarse como ilustraciones sofisticadas del potencial reflexivo del ser humano. Algo semejante ocurrió en su momento con la valoración de otras tradiciones religiosas por parte de la cultura cristiana que, como mucho, eran valoradas como revelaciones incompletas respecto a la plena revelación de Cristo.


Es cierto que esta tendencia etno-céntrica no ha desaparecido, pero ha disminuido notoriamente. No hay muchos pensadores que se atrevan hoy a defender la superioridad de la tradición occidental en relación con otras tradiciones de manera tan flagrante.


El etnocentrismo, sin embargo, no ha impedido que, desde una época temprana, se desplegara en Occidente un concertado esfuerzo por comprender otras culturas, otras religiones y otras filosofías del mundo. En el ámbito de la filosofía, por ejemplo, los estudios comparados no son menores, y la especialización en estudios culturales es extensa y profunda. Por otro lado, además de la monumental tarea en el campo de las humanidades, las ciencias sociales han jugado un rol eminente para la comprensión de otras formas de pensamiento, otras prácticas sociales y otras formas institucionales.


En síntesis: en parte debido al dominio planetario de Occidente durante los últimos siglos, el esfuerzo por entender a «nuestros otros» ha sido constante y decidido. Pero eso no significa en modo alguno que no podamos afirmar, en líneas generales, que la filosofía occidental no haya permanecido en su mayor parte cerrada sobre sí misma.


Hay dos razones que cabe destacar en este sentido:
1) La filosofía occidental, como disciplina académica, ha enfatizado que sus obras canónicas tienen una relevancia universal, hasta el punto que nos hemos acostumbrado a leerlas manteniendo en la sombra, pese a la evidencia contraria, y la obviedad del absurdo que ello supone, las estrechas relaciones de la filosofía occidental con la cultura, la religión, la política y la ciencia de Occidente. Hablar sobre «Occidente» no se reduce exclusivamente a sus textos eminentes. 

Como señala Jay Garfield, exige también que hablemos del racismo, del colonialismo, del imperialismo, etc., y la vinculación de estos dos órdenes de la realidad. Durante mucho tiempo, la conexión entre los imaginarios sociales que subyacen a nuestras prácticas y estructuras institucionales y las obras del pensamiento han permanecido más o menos silenciada.

2) En contraposición, ha sido consistente la reticencia por parte de numerosos filósofos occidentales a la hora de reconocer el contenido filosófico en las obras que no pertenecen al canon instituido en nuestra geografía. Esta reticencia ha servido para construir muros invisibles y puestos de vigilancia que impiden una conversación abierta entre las diversas tradiciones y disciplinas académicas. Todos hablamos de manera grandilocuente, por ejemplo, de interdisciplinariedad e interculturalidad, pero es difícil ganarse la vida en el ámbito académico, por ejemplo, si uno asume este tipo de perspectiva.


Todo esto no significa que las llamadas «filosofías del mundo» no tengan un lugar en nuestros programas de estudio. Lo que implica es que los nichos que ocupan dentro de estos programas están sigilosamente custodiados con el tácito objetivo de evitar la incomodidad que suponen las hibridaciones y mestizajes.
Como resultado de esto, descubrimos que no existe una genuina conversación entre los filósofos del mundo, y cuando surge ocasión para ello, lo que parece darse es más bien, como espejo de lo que ocurre en nuestras ciudades posmodernas, una higiénica tolerancia.


Creo, sin embargo, que hay buenas razones para cambiar este estado de cosas.


1) En primer lugar, porque la filosofía, teniendo en cuenta su vocación universalista, lo que no puede ser, de ningún modo, es provinciana. Lo cual implica, parafraseando a Dipesh Chakravarti, que debemos provincializar a la filosofía occidental para que pueda formar parte de esa otra totalidad que la subsume, que son «las filosofías del mundo».


2) En segundo término, porque el mundo está cambiando, y Occidente está dejando de ser «el centro con su periferia». El centro, como decía hace unos días un comentarista político, se está desplazando al estrecho de Malaca, y esto tiene implicaciones que aún no alcanzamos a medir.


En este contexto, mi interés en la filosofía budista y otras filosofías del mundo es estrictamente filosófico y crítico. Y en ese sentido, me siento plenamente legitimado a abordar esta y otras filosofías creativamente. Lo que intento es pensar ciertos problemas filosóficos que me enfrentan. Y a ellos respondo con los recursos que tengo a la mano. De manera que es posible que a muchos creyentes budistas no les resulte enteramente satisfactoria una perspectiva de estas características.


Sin embargo, eso no implica que la meditación budista pueda o deba prescindir livianamente de ciertos temas incómodos para nuestros oídos seculares.


Como filósofo, hay muchos temas budistas de los que no me ocupo directamente. Por ejemplo, no son objeto de mi reflexión en la actualidad nociones como el karma; o creencias como la reencarnación; tampoco las descripciones de las diversas cosmologías budistas, con su visión de innumerables universos extendiéndose sin fin a través del espacio y el tiempo; como tampoco lo son las complejas descripciones psico-fisiológicas que nos ofrecen los escritos tántricos, en los que se cartografían los nodos invisibles de pranas, chakras y nadis. Eso no implica que todos estos temas no sean significativos filosóficamente. Más bien, que aún no he encontrado la manera de hacer que estos temas sean relevantes en el marco intercultural en el que me muevo.


Esto no debería sorprendernos ni escandalizarnos. Por ejemplo, si soy un estudioso de la filosofía política, puedo leer la República de Platón de manera provechosa sin referirme necesariamente a su Timeo. Si me dedico a la filosofía moral, puedo estudiar la Ética a Nicómaco de Aristóteles sin prestar atención a su obra Historia de los animales. Si mi campo de estudio es la epistemología, la filosofía de la ciencia, o la metafísica, puedo leer la Crítica de la razón pura de Kant prescindiendo enteramente de su antropología empírica. Obviamente, si nuestro enfoque es filológico o histórico, esto se vuelve discutible, pero como filósofos críticos, no hay razón por la cual no podamos seleccionar los argumentos que nos resultan sugerentes.


Métodos de meditación


Ahora bien, si lo que deseamos es aprender a meditar de acuerdo con las enseñanzas budistas, no tenemos alternativa: tendremos que ceñirnos a lo que el Buda enseñó, utilizando sus instrucciones como cartografías y guías para nuestra exploración.


Por supuesto, uno puede preguntarse: ¿por qué deberíamos de ceñirnos a las enseñanzas del Buda si queremos aprender a meditar? La pregunta es legítima. Mi respuesta es sencilla: nadie nos obliga a meditar de acuerdo con las enseñanzas budistas.


Existen innumerables métodos de meditación que podemos utilizar. Tenemos derecho de explorarlos y aplicarlos en nuestras vidas como nos plazca. Sin embargo, lo que no existe es un método de meditación puramente técnico, que no esté basado (i) en cierta comprensión de nuestra condición humana, (ii) de lo que podemos conseguir si nos aplicamos al método propuesto, y (iii) de lo que necesitamos cultivar si queremos llevar a buen puerto esos objetivos.


Puede que un sistema de meditación tenga como fin explícito y aparentemente exclusivo que aprendamos a relajarnos, a gestionar nuestro estrés, a reducir el impacto emocional en un escenario competitivo y demandante, a integrar la precariedad e incertidumbre en nuestra vida, a concentrarnos para cumplir de manera más efectiva nuestras obligaciones laborales, etc.


Muchas personas consideran que un método semejante es moderno y adecuado para nuestra cultura pragmática y secular. «Nada de creencias» - nos dicen - «necesitamos un método científicamente probado, que no se ande con vueltas y cumpla con sus promesas. Una meditación de este tipo hará que nuestros niños sean mejores estudiantes, que los militares que regresan del frente puedan volver al campo de batalla con más celeridad, que el personal sanitario sea capaz de eludir el burnout habitual que supone trabajar en situaciones de riesgo en condiciones de precariedad, que los trabajadores se acomoden al nuevo concierto de flexibilización y pérdida de derechos laborales con una sonrisa dibujada en el rostro, asumiendo la oportunidad que conlleva vivir para trabajar, en vez de trabajar para vivir, convirtiendo cada segmento de nuestra experiencia en una inversión para mejorar nuestro valor de portfolio como trabajadores».


Podríamos pensar que un método de meditación de este tipo no se anda con vueltas, no expone filosofía alguna, ni exige que nos comprometamos con creencias religiosas o cosas por el estilo. Pero esta apariencia es engañosa. Porque lo que implícitamente este sistema de meditación nos está diciendo es que acepta el status quo.


Para este método de meditación el orden vigente que organiza nuestras vidas no está puesto en cuestión. El problema lo tenemos exclusivamente nosotros que no aceptamos o no somos capaces de adaptarnos al tipo de organización social que nos toca vivir. En el marco de esa versión de la meditación, el sentido de la vida nos lo ofrece el sistema capitalista de relaciones sociales, y la meditación no es otra cosa que un instrumento para tener éxito dentro de ese sistema de relaciones sociales.


De este modo, podemos entender perfectamente que los métodos de meditación, como los que promueven algunos instructores de mindfulness y maestros modernistas de budismo, tienen como objetivo ayudarnos a encajar de mejor modo en un sistema que, como hemos visto, se caracteriza por su indiferencia ante la extensión del sufrimiento que produce y la violencia que ejercita sobre individuos y comunidades. Un sistema que ha institucionalizado la desigualdad a través de la perversa legalización de la explotación y desposesión por parte de los poderosos de aquello que debería ser común, y en su afán de conquista y saqueo, no duda si, para ello, debe destruir los entornos naturales, agotar los recursos o contaminarlos hasta convertirlos en inhabitables. Por lo tanto, ese método de meditación, pese a parecer puramente técnico, tiene una filosofía de fondo, una filosofía tácita, que no es otra que la completa legitimación del orden vigente.


Ahora bien, eso no significa que el sentido de las enseñanzas budistas sea transparente y unívoco, que haya sido definido de una vez para siempre, y que nuestra única tarea consista en memorizar sus textos fundacionales y comentarios, o que debamos seguir a pie juntillas las instrucciones de algún líder espiritual famoso.


Ya lo hemos dicho, la tradición budista es dinámica, cambiante, su sentido es también el resultado de causas y condiciones. Eso significa que estamos obligados a descubrir, pero, también, a inventar el sentido de esas enseñanzas. El budismo en las sociedades contemporáneas no tendrá las mismas características, aunque sea fiel a las enseñanzas del Buda, al que practicaron otros pueblos en otras épocas. Tampoco tendrá el budismo en América Latina el mismo sabor que el que se practica en los Estados Unidos o en Europa. Por el momento, el budismo en América Latina es en general otra de las formas culturales exportadas desde el primer mundo que adoptamos en muchos casos de manera acrítica y con la misma mentalidad neocolonial con la cual consumimos otros productos culturales.


Las cuatro nobles verdades


En este contexto, quiero que pensemos juntos los temas enunciados en las enseñanzas de las cuatro nobles verdades. Estoy convencido que exponernos a esta perspectiva «profunda», en el sentido que le da al término Arne Naess, resultará provechoso. Puede ofrecernos nuevos recursos para entender en qué consiste «verdaderamente» esta crisis que estamos transitando. Una crisis que nos afecta como individuos, que afecta a nuestras comunidades de pertenencia y que nos afecta globalmente.


De esta manera, el método de meditación budista nos servirá, a diferencia de esos otros métodos de meditación que el modernismo budista y otras versiones análogas proponen, para explorar cuán profundo y ubicuo es el malestar que experimentamos, y empezar a probar maneras de salir de los atolladeros en los que estamos cautivos.


Estas «cuatro nobles verdades» son las primeras enseñanzas que el Buda impartió después de alcanzar la iluminación, encapsulando en ellas su doctrina y organizándola en una suerte de itinerario de conversión.


El punto de partida es la noción de sufrimiento (dukkha). Dicho de manera sencilla: «la vida es sufrimiento».
Ahora bien, una afirmación de este tipo parece ser, o bien falsa (puesto que todos hemos experimentado momentos placenteros y satisfactorios) o bien trivial (efectivamente, la vida está llena de problemas, algunos de ellos insolubles, como la vejez y la muerte, pero frente a esto uno puede preguntarse: «¿Y qué?»).


A menos que lo que el Buda llama dukkha (y que nosotros traducimos como «sufrimiento»), tenga alguna significación «técnica» que por el momento estamos pasando por alto, a menos que dukkha no sea simplemente una descripción psicológica de nuestra experiencia, no parece especialmente significativa u original esta noción. Por ese motivo, necesitamos analizar nuestra experiencia desde numerosas perspectivas para poder descubrir por nosotros mismos qué es dukkha, qué es ese «sufrimiento» del que estamos hablando.


A continuación, nos preguntamos: «Okey, sufrimos de un modo mucho más profundo y ubicuo de lo que pensábamos, pero ¿por qué lo hacemos? ¿de dónde viene el sufrimiento?»


El Buda nos dice que estamos cautivos de hábitos de conocimiento que, de manera refleja, nos hacen aprehendernos a nosotros mismos y a todo lo que nos rodea de un modo que resulta imposible e insostenible si lo analizamos lógicamente. Los fenómenos aparecen a nuestros ojos como si tuvieran una existencia inherente, intrínseca, objetiva, natural, sustancial, como si fueran portadores de una esencia, cuando en realidad están vacíos de este tipo de existencia debido a que se originan y existen de manera dependiente. Sobre la base de esta ignorancia primordial, construimos toda clase de relatos y explicaciones mitológicas, religiosas y filosóficas que no hacen más que ahondar y cristalizar aún más nuestra ignorancia, y con ello, el sufrimiento que padecemos.


El tercer punto es que, a través de una comprensión teórica de la ignorancia (que combina elementos religiosos, filosóficos y «científicos») y a través de una prolongada familiarización con dicha comprensión, podemos remover la ignorancia fundamental, la «confusión primordial», y con ello, cuanto menos, disminuir, pero incluso extinguir enteramente el sufrimiento que es su efecto.
Eso significa que, para el Buda, la ignorancia no es parte constitutiva de la condición humana. Los seres humanos se encuentran en unas circunstancias privilegiadas que les permiten, en principio, embarcarse en un proceso de reorientación que conduce a la liberación del sufrimiento y la iluminación.


Para lograrlo, la invitación consiste en transitar un itinerario de educación (o reeducación) que supone: asumir y encarnar una perspectiva ética de creciente compromiso, entrenar la mente a través de la práctica meditativa con el propósito de lograr una comprensión profunda de la naturaleza última de la realidad, antídoto final para alcanzar la liberación y la omnisciencia.


De este modo, vemos que las enseñanzas budistas están organizadas de manera análoga al modo en el cual están organizadas otras tradiciones religiosas y filosóficas premodernas, las cuales pueden caracterizarse por su triple estructura narrativa:


1) Una caracterización de lo que el ser humano y la sociedad son en su condición corriente.
2) Una visión del bien, de aquello en lo que podríamos convertirnos.
3) Un camino que nos permite recorrer la distancia que separa nuestra condición contaminada, no educada, ignorante, de la condición de perfección ética.


En el caso budista, la perfección ética consiste, como dijimos, en la «liberación» de la ignorancia y el sufrimiento (dukkha) y la «iluminación», una condición en la que todos los obstáculos al conocimiento que hacen posible el egocentrismo y el egoísmo, finalmente son removidos.


Esta es, en síntesis, la estructura básica del pensamiento budista, que el propio Buda histórico articuló en el sermón en el que hizo girar por vez primera la rueda del Dharma, en el que presentó las llamadas cuatro nobles verdades: la verdad del sufrimiento, la verdad del origen del sufrimiento, la verdad de la cesación del sufrimiento, y la verdad del camino.


El sufrimiento y la violencia


El filósofo esloveno Slavoj Žižek nos ofrece una distinción, análoga a la que estamos proponiendo entre perspectivas superficiales y profundas, en su análisis sobre el fenómeno de la violencia. Distingue entre las formas subjetivas de la violencia que se caracterizan por ser ostensibles, como ocurre, por ejemplo, con un atentado terrorista o un femicidio, y otras formas o dimensiones de la violencia que él denomina «objetivas», a las que no puede accederse de manera inmediata, sino que exigen para descubrirse una suerte de distanciamiento respecto al acto evidente.


En el caso de la violencia subjetiva, ostensible, es posible, por ejemplo, identificar con claridad quién es el agente que perpetró el acto de violencia. Eso no ocurre con las otras formas de violencia porque, en esos otros casos, estamos hablando de los entornos y el trasfondo de las violencias evidentes. Solo cuando somos capaces de suspender la fascinación que sentimos hacia la violencia explícita, podemos ver, descubrir, la violencia objetiva. Por lo tanto, la pregunta de Žižek es la siguiente: ¿qué hay detrás de los actos explícitos de violencia?


Por un lado, la violencia simbólica, encarnada en el lenguaje y en sus formas. Por el otro lado, la violencia sistémica, que no es otra cosa que el normal funcionamiento del sistema económico y político.
En el primer caso, el lenguaje no solo sirve para instituir y sostener una comunidad, sino también para dividirla y diferenciarla de otras comunidades. El lenguaje establece tanto la amistad como la enemistad. El lenguaje apropia y expropia. El lenguaje nos permite consensuar entre nosotros, pero también incita al odio. A través del lenguaje se decide quién merece la vida y quién merece la muerte.


En el segundo caso es el funcionamiento normal del sistema, de las prácticas e instituciones económicas y políticas, lo que se descubre violento. Cuando nos liberamos de la fascinación por el «crimen» de la violencia, caemos en la cuenta que el trasfondo no es un nivel 0 de violencia. El crimen no es una perturbación a un estado «normal», pacífico de las cosas. El crimen oculta la violencia sistémica. Por ejemplo, la del sistema capitalista de explotación y desposesión.
De manera muy semejante, el Buda distinguió tres tipos de sufrimiento. El sufrimiento ostensible, el sufrimiento del cambio, y el sufrimiento omnipresente. Pueden establecerse muchos paralelismos entre el análisis de Žižek y el Buda. Pero los dejaré para otra ocasión. Me concentraré exclusivamente en la formulación de las ideas básicas.


Recordemos la idea central. Para el Buda, todas las dimensiones de la vida humana, tanto del lado del objeto, como del lado del sujeto, tanto del mundo animado, como del mundo inanimado, son dukkha, o causas de dukkha (sufrimiento, insatisfacción, dolor, etc.).


La primera dimensión es el sufrimiento ostensible, también llamado «el sufrimiento del sufrimiento». Aquí la referencia es clara: todas las manifestaciones de dolor físico o mental. Obviamente, este es el aspecto más superficial. Aunque bien mirada, tenemos que conceder que incluso en este caso es posible reconocer que cualquier persona, y cualquier cosa en nuestro entorno, puede, si se dan las condiciones para ello, convertirse en una instancia de dukkha.


Incluso si en nuestra vida experimentamos «agrado», «placer», «satisfacción», o sentimos que nuestra existencia es «significativa», por las razones que sean, estas mismas experiencias producen ineludiblemente algún tipo de remordimiento y, por lo tanto, de dukkha: ¿cómo explicar nuestra fortuna cuando la contrastamos con el infortunio que nos rodea? Incluso si decidimos ser indiferentes, cuando contemplamos nuestra fortuna personal y la comparamos con el infortunio de los otros, resulta difícil eludir el sutil sufrimiento que trae consigo la propia indiferencia, la autocomplacencia de cultivar una actitud semejante.La segunda dimensión del sufrimiento es lo que los filósofos budistas llaman el «sufrimiento del cambio».


Nuestra vida se reduce momento a momento, inevitablemente. Con cada minuto que pasa estamos más cerca de los achaques de la vejez, el dolor, la pérdida de nuestros seres queridos. En este sentido, sabemos que nuestra vida se encuentra cautiva, que nuestra vida es dukkha, y buena parte de nuestra actividad cotidiana está orientada a intentar reprimir u ocultar nuestro destino ineludible. Todo aquello que disfrutamos, todo aquello que asociamos con la felicidad y el placer, es efímero, transitorio, y en ese sentido, lo estamos perdiendo con cada minuto que transcurre.


Finalmente, la tercera y más profunda dimensión del sufrimiento, el sufrimiento omnipresente, evidencia con claridad el modo en el cual dukkha lo invade todo.


Vivimos en un mundo radicalmente interdependiente. Un mundo que está constituido como una compleja e inescrutable red causal que continuamente nos afecta y pone en jaque nuestro bienestar. Un mundo sobre el cual no tenemos control, o cuando lo tenemos es escaso y circunstancial. Nuestro bienestar no depende enteramente de nosotros mismos. Existen infinidad de factores que nos afectan sobre los cuales no tenemos control alguno: nuestra herencia biológica, nuestro entorno geográfico y climatológico, nuestro contexto socio-cultural, económico y político. Tampoco tenemos control sobre otras personas, sobre sus pensamientos, voluntades y sentimientos. Ni siquiera tenemos control sobre nuestros propios sentimientos y pensamientos. No sabemos a ciencia cierta qué sentiremos cuando acabemos de escribir esta entrada, qué pensaremos el año próximo sobre lo que aquí dejamos consignado, qué decisiones tomaremos de un tiempo a esta parte respecto a nuestra vida personal y profesional.

 Todo esto produce una enorme ansiedad, otra forma de dukkha. Sabemos (consciente o inconscientemente) que el infortunio puede presentarse en cualquier momento.


En este sentido, la genialidad del Buda fue haber visto que dukkha, el sufrimiento, es la estructura fundamental de nuestras vidas. Ser humano significa vivir en dukkha, vivir en el sufrimiento. El Buda lo entendió como el problema central de la existencia y, por ello, exige de nuestra parte una respuesta. Dukkhaes el fundamento absoluto, el punto de partida de la filosofía y la meditación budista.


La ignorancia o confusión primordial


El diagnóstico de la condición humana que nos presenta el Buda en la primera noble verdad se completa con un estudio sobre la etiología del sufrimiento (las causas del sufrimiento).


«Efectivamente, la existencia condicionada es sufrimiento, pero, ¿por qué? ¿cuáles son sus causas?» Las respuestas que ofrecen los pensadores budistas son sugerentes. Para empezar, contienen muchos elementos que, a primera vista, resultan semejantes a algunos que se han desplegado a lo largo de nuestra propia historia filosófica en Occidente. Sin embargo, estamos ante algo diferente que merece ser explorado.


La vida es dukkha, y el origen de dukkha es la ignorancia. Pero, ¿qué queremos decir con «ignorancia» en este contexto? No se trata sencillamente de no saber. En realidad, se trata de algo positivo: la sobreimposición de una característica en la realidad, una característica que la realidad no posee: todos los fenómenos aparecen a la consciencia ignorante como si poseyeran una existencia inherente, autónoma, independiente. Y esto ocurre antes de elaborar explicación filosófica alguna. Se trata más bien de una suerte de respuesta cognitiva refleja que, a posteriori, puede convertirse en la base de una filosofía errónea.


Hay muchas maneras de explicar esta «confusión primordial», este malentendido básico que afecta todas nuestras cogniciones y que está en el origen de nuestros muchos sufrimientos y conflictos. Una de esas maneras consiste en prestar atención a la estructura del argumento utilizado por algunos de los filósofos budistas para poner de manifiesto esta confusión.


Veamos cuál es la estructura de este argumento:


1) El punto de partida es la aprehensión básica, refleja, de un objeto por parte de un sujeto. En este tipo de aprehensión básica todos los fenómenos, por ejemplo, la botella de agua que tengo delante, o cualquiera de las personas presentes, aparece de manera inmediata, no tematizada, como si estuviera dotada de «existencia intrínseca». ¿Qué queremos decir aquí con «existencia intrínseca»? La botella de agua aparece al sujeto en este tipo de aprehensión como un fenómeno autónomo, dotado de una existencia objetiva, una existencia por su propio lado, recortada en el tiempo y en el espacio, autosuficiente, independiente de causas y condiciones genéticas, independiente de sus partes constitutivas, e independiente de su existencia funcional, engranada en un mundo de la vida donde encuentra su significación pragmática lingüísticamente. Comprender esta manera básica y refleja es clave para el argumento, porque nos permite identificar lo que los filósofos budistas llaman «el objeto a ser refutado», el blanco del argumento.


2) El segundo paso consiste en someter dicha aprehensión a una «prueba de verificación». Para ello hemos de establecer un criterio. Existen muchos criterios de verificación que podríamos utilizar. El más comprensivo para los filósofos budistas está relacionado con la tesis del origen dependiente que dice, básicamente, que todos los fenómenos existen en dependencia de causas y condiciones. Aquí la dependencia causal se explica de manera extensa. Se dice que los fenómenos dependen de aquello que los produce, se dice que los fenómenos dependen de las partes que los constituyen, y se dice también que los fenómenos dependen del sentido funcional que se les otorga en un juego de lenguaje determinado y un mundo de la vida. Si defiendo que todos los fenómenos se originan de manera dependiente, tengo que verificar si el modo de aprehensión básica de la realidad que constato en mi trato inmediato habitual (de «término medio») con las personas y las cosas con las que me encuentro en mi mundo, se ajusta a esa comprensión que tengo del modo de existencia de la realidad como interdependiente.


3) Aplicado el análisis, ¿qué es lo que descubro? O bien los fenómenos no se originan de manera dependiente, o efectivamente, mi cognición inmediata, refleja, de la realidad es errónea. Estoy aprehendiendo los fenómenos, las personas y las cosas de un modo que resulta «imposible». Las cosas y las personas aparecen como si fueran verdaderamente existentes, como si fueran autónomas, como si fueran autosuficientes, cuando en realidad, dicen los filósofos budistas, están vacías de existir de ese modo.


Lo que aquí se pone en cuestión no es la existencia de las personas y las cosas. Lo que se pone en cuestión es el modo de existencia que la apariencia de estos fenómenos adopta en nuestra cognición inmediata. El objeto de nuestra cognición parece no tener historia, parece haber caído del cielo, sin más; parece no tener una estructura compleja, sino que se muestra unitario, integrado, monolítico (sus partes quedan ocultas, olvidadas); y parece no tener asignada una función en un mundo de la vida determinado lingüísticamente.


Lo que hace la percepción inmediata es descontextualizar todo lo que aprehende. Lo que debería hacer la filosofía y la meditación es ayudarnos a contextualizar esos fenómenos para poner de manifiesto su verdadera naturaleza y liberarnos de la cautividad que nos impone la aprehensión inmediata, con todas las implicaciones y consecuencias que conlleva. Cuando lo hacemos hasta las últimas consecuencias, lo que descubrimos es que los fenómenos están vacíos de existencia inherente, están vacíos de autonomía, están vacíos de autosuficiencia, están vacíos de existencia por su propio lado. Es decir, no tienen esencia.


Dicho brevemente, aquí la independencia, autosuficiencia o autonomía ontológica se articula prestando atención a la estructura sujeto-objeto de nuestra experiencia perceptiva y cognitiva del mundo. De este modo, la ignorancia se encarga de reafirmar la aprehensión básica de un sujeto que persiste en el tiempo con una identidad independiente, en contraposición a todas las otras entidades que, en calidad de objetos, completan cada momento de la experiencia.


De esta manera, confundimos el mundo como mi mundo, convirtiéndose esa aprehensión errónea en la causa raíz del sufrimiento y egoísmo. El sujeto asume una manera de existencia imposible (la existencia independiente), confundiendo la perspectiva particular con la verdad ontológica.


Las consecuencias de una reafirmación de esta confusión primordial son dos:


1) La primera es que el sujeto, ahora convertido en un «yo» auto-interpretado como singularidad autónoma, se aferra a sí mismo asignándose una importancia ontológica y moral privilegiada. El yo afirma su realidad.


2) En segundo término, todo lo que no es el sujeto (el yo) es objeto de ese sujeto. Los objetos absolutos que fabrica esta aprehensión errónea de lo real se convierten en la base de «lo mío». El yo afirma su propiedad.


Liberación y perfección ética


Los dos últimos temas son: la liberación y la perfección ética.
La liberación se refiere a la completa cesación de dukkha, que se logra a través del despertar a la naturaleza última de la realidad («ver las cosas tal como estas son»). Esta cesación se conoce como «nirvana». El despertar («bodhi») se refiere a un estado en el cual el agente aprehende directamente la realidad (las personas y las cosas) que entiende como no permanente, interdependiente y vacía de existencia intrínseca.


La liberación, por lo tanto, implica un giro epistemológico de 180º respecto a nuestro modo habitual de comprensión y acción en el mundo. En nuestra vida cotidiana no reflexiva, las personas y las cosas aparecen como entidades permanentes, independientes las unas de las otras, y portadoras de una esencia (de un núcleo de verdad intrínseco). El giro epistemológico que nos proponen los filósofos budistas nos conduce a otro mundo, conformado, no por sustancias, sino por entramados de procesos.


A este giro epistemológico le acompaña una reorientación o revolución ética basada en la empatía, la beneficencia, el cuidado, cuya perfección se encarna en la actualización del compromiso a trabajar a favor del bienestar de todos los seres.


Aquí la expresión «perfección ética» se refiere, no solo a los estrechos «imperativos del deber» a los que habitualmente reduce la filosofía moral contemporánea a la ética, sino también a las «visiones del bien» que informan a los agentes. Es decir, los horizontes de sentido que habitan y guían sus vidas. En este caso, la perfección moral consiste en realizar un vuelco en nuestras actitudes y comportamientos que nos lleve del egocentrismo y el egoísmo, hacia el alter-centrismo y el altruismo.


Ya hemos señalado que dukkha (el sufrimiento) es causado por una percepción errónea de la realidad que consiste en una sobreimposición cognitiva de permanencia, independencia y naturaleza intrínseca de las cosas. También hemos señalado que esa percepción errónea es una respuesta cognitiva refleja, innata, en contraposición a una respuesta informada por una filosofía errónea. Sin embargo, la tarea filosófica es imprescindible. Para empezar, es a través del análisis filosófico que podemos liberarnos de las falsas filosofías (y los relatos mitológicos y religiosos) construidos sobre la base de la aprehensión errónea de la ignorancia. Pero, además, es a través de la filosofía que podemos de-construir la falsa apariencia innata de la realidad como permanente, autosuficiente y sustancial.


No obstante, una vez hemos llegado a una conclusión filosófica, no basta con seguir rumiando las palabras y seguir actuando como siempre. Se trata de familiarizarnos con esa verdad descubierta. Es aquí donde entra la práctica contemplativa o meditación, entendida, no como dispositivo de alienación, de huida del mundo, sino como habituación con las conclusiones e implicaciones filosóficas a las que hemos llegado a través de nuestro análisis acerca de la verdad del mundo.


Obviamente, una práctica de esta naturaleza no es otra cosa que un camino de purificación ética. Si nuestra mente está cautiva por las emociones negativas y sus objetos, necesitamos poner freno a las compulsiones de nuestras preocupaciones mundanas y desactivar el poder de dichas emociones y tendencias para que la filosofía primero y la contemplación posterior puedan llevarse a buen puerto. De esta manera, los filósofos budistas hablan de tres estadios de implementación ética:


1) Un primer estadio que podemos denominar «ética de la restricción» que consiste en poner freno a las reacciones y tendencias habituales informadas por la ignorancia y las emociones negativas.


2) Un segundo estadio que podemos asociar a una «ética de la virtud» que consiste en cultivar lo que los filósofos budistas llaman las «paramitas» o perfecciones, entre ellas la sabiduría contemplativa que combina filosofía y meditación, al servicio de la liberación personal.


3) Y un tercer estadio, que podemos denominar «ética de la responsabilidad» o estado de «perfección ética» en el que se destaca la motivación de recorrer el camino de transformación con el fin de conducir a todos los seres a la iluminación, entendiendo que todos los seres son iguales en lo que respecta al anhelo de lograr la felicidad y evitar el sufrimiento, y que nuestra propia felicidad, comparada a los innumerables otros que nos rodean en el presente y nos heredarán en el futuro, resulta insignificante.


La meditación budista es siempre una ética


En las entradas anteriores enumeramos un conjunto de supuestos sobre la meditación que, de acuerdo con nuestra comprensión, distorsionan la naturaleza de la práctica. Recordemos cuáles son los supuestos que hemos cuestionado:


1) Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente.
2) La verdad está en nuestro interior.
3) El propósito de la meditación es el logro de la felicidad.
4) La meditación tiene por objetivo que reposemos en el aquí y ahora.
5) La meditación es una técnica o tecnología
6) La meditación puede y debe ser validada por la ciencia (especialmente las neurociencias, las ciencias cognitivas y las ciencias del comportamiento).
7) A estos supuestos sumamos: «La ética es un preliminar de la práctica meditativa».


Es habitual considerar que la meditación exige ciertas prácticas preliminares, entre las cuales, la más prominente, sería una conducta ética virtuosa, o al menos no dañina. Las propias enseñanzas tradicionales parecen plantearlo de este modo. Se dice, por ejemplo, que el camino budista está compuesto por tres prácticas: shila, samadhi y prajna (ética, concentración y sabiduría). De esto suele inferirse que, cuando hablamos de ética y de meditación estamos hablando de dos categorías diferentes.


Esta distinción clásica tiene sentido. Sin embargo, en nuestro contexto cultural esto puede llevar a un profundo malentendido. Un ejemplo en el ámbito empresarial, en el que se habla de responsabilidad social corporativa, puede ayudar a clarificar lo que pretendo. Con ello se hace referencia a un conjunto de criterios que afectan a todos los actores en el mercado, que sujeta a los agentes a un código de conducta. En este caso, entre la práctica económica y la ética existe una suerte de abismo. La economía tiene su propia lógica que solo circunstancialmente y de manera débil es afectada por los criterios éticos de acción.


En el caso de la meditación un modelo semejante está completamente desencaminado. Para muchos practicantes, la ética solo tiene un rol subsidiario. De acuerdo con esta perspectiva, si queremos tener realizaciones meditativas o espirituales, tenemos que pasar primero la prueba de nuestra moralidad. Comportarnos correctamente nos garantizaría que esas experiencias meditativas se produzcan. Eso significa tratar a la ética de manera puramente instrumental. Si traducimos el argumento, lo que estamos diciendo es que adoptamos un comportamiento ético porque deseamos tener ciertas realizaciones, como la liberación o la iluminación.


Un viejo lama comentó en cierta ocasión que el sistema budista es un sistema de comportamiento, que enseña a los individuos a actuar de manera adecuada. La definición me pareció destacada, especialmente cuando caí en la cuenta de que todas sus enseñanzas, desde el comienzo hasta el final, se desplegaban como un largo argumento en esa dirección. Todas las enseñanzas, incluidas las más intrincadas elaboraciones teóricas sobre la vacuidad, estaban dirigidas a cambiar nuestra manera de estar, ser y actuar en el mundo. Es decir, todas las enseñanzas eran, fundamentalmente, éticas.


De lo contrario, la meditación se convierte en un tipo de actividad neutral que solo resulta éticamente significativa cuando regresamos a nuestra vida cotidiana. Esto ha dado lugar a una perspectiva nihilista que, de un modo u otro, informa al budismo modernista y a las ciencias cognitivas dedicadas al estudio neurológico o psicológico de la meditación. En este caso, existiría una dimensión de nuestra experiencia que estaría «más allá del bien y del mal», como decía el título de la obra de Nietzsche, que solo de manera complaciente nosotros corregimos en nuestro comportamiento con los otros en el mundo.


A nuestro entender, esta interpretación es insostenible. No hay nada en la vida de los seres humanos que sea ajeno a la ética, entendida esta en sentido amplio. Incluso cuando estamos inmersos en las más profundas experiencias meditativas de absorción, estas experiencias se entienden como virtuosas, en contraposición a las experiencias de alienación y distracción que caracterizan nuestras consciencias usuales. Sino fuera así, ¿por qué esforzarse en lograr semejantes estados de consciencia?


Uno de los mitos de la meditación modernista y el mindfulness es que podemos entrar en un espacio neutro en el cual podemos lavar nuestras «culpas», nuestras responsabilidades, reconociendo el carácter ambiguo, relativista de nuestras acciones. Pero la meditación budista no va de eso. Si de algo debería servirnos, por el contrario, es para reconocer nuestros errores, ser capaces de enmendarlos, y prometernos transformar nuestras vidas para ser mejores.

MENTE Y POLÍTICA. FRONTERAS DE LA MEDITACIÓN



La tradicional frontera entre la psicología, por un lado, y la filosofía social y política, por el otro, ha sido invalidada por la condición del hombre en la era presente: los procesos psíquicos antiguamente autónomos e identificables están siendo absorbidos por la función del individuo en el Estado, por su existencia pública. Por tanto, los problemas psicológicos se convierten en problemas políticos: el desorden privado refleja más directamente que antes el desorden de la totalidad, y la curación del desorden personal depende más directamente que antes de la curación del desorden general. 

Herbert Marcuse,  Eros y Civilización. 



Introducción

En la entrada anterior apunté algunos temas que deseaba abordar de manera preliminar en la primera sesión del seminario que estoy dictando en estos días virtualmente sobre «meditación budista». 

Decía, entonces, que mi interés por la filosofía y la práctica budista se debe a que considero al budismo una tradición destacada, cuyo planteamiento puede aportar luz sobre algunas de las cuestiones que estamos intentando resolver. El budismo, como otras tradiciones de pensamiento en el mundo, merece tener un espacio en el debate global en el que estamos inmersos. 

Sin embargo, a diferencia de la actitud que tienen los feligreses y ortodoxos, como en cualquier tradición, prefiero adoptar una actitud crítica. Eso significa, para comenzar, poner a prueba las enseñanzas y las liturgias que nos ofrece. Pero, más importante aún, poner en cuestión las interpretaciones contemporáneas que sus líderes espirituales han ofrecido a la luz de las condiciones existenciales concretas que está viviendo la humanidad y, por descontado, las apropiaciones comerciales de las enseñanzas articuladas para confluir y acomodarse a los presupuestos y prácticas corporativas que hoy imperan en todas nuestras relaciones sociales. 

Esto es muy importante y nadie debería ofenderse por ello. Cuando hablamos de responsabilidad no estamos pensando en promover nuestras «marcas» intelectuales o espirituales en el mercado de las ideas, sino en encontrar las herramientas adecuadas para enfrentar los desafíos que tenemos por delante. Por lo tanto, nadie debería creer que la adopción de una actitud crítica es impropia. Muy por el contrario, es un signo de que nos tomamos en serio lo que se nos propone. 

También apunté en mi entrada previa que no podemos hablar de la meditación sin echar una mirada preliminar al contexto concreto, a las circunstancias específicas que estamos viviendo. Esta observación inicial debe informar y afectar nuestra manera de interpretar el pensamiento budista y las prácticas que nos ofrece, y debe contribuir a nuestra reflexión sobre los temas que nos interesa tratar en el seminario.

La pandemia, como decía, ha puesto al desnudo las debilidades del sistema. El confinamiento masivo ha puesto a la vista de todos (1) un aparato de poder opresivo y explotador; (2) regímenes globales que definen nuestras relaciones, primariamente, en términos de desigualdades lacerantes; y (3) un mundo natural, humano y no humano, transformado exclusivamente en objeto de deseo y de saqueo, tanto en su dimensión biológica como cultural. 

La totalidad de la vida se ha convertido en una mercancía, un mero recurso en los procesos de producción, distribución y realización última del capital. Eso significa que la vida misma tiene en el vigente sistema de relaciones sociales un valor subalterno. Los recientes debates en torno al interrogante sobre qué debemos priorizar, la vida o la economía, son una muestra elocuente de que en el imaginario capitalista existe una contradicción inherente. Esa contradicción es el resultado de la fetichización de la economía, la pretensión de su abstracción respecto a la ética, y su resistencia a dejarse subsumir bajo las exigencias de la vida misma. Esto es un signo de que vivimos bajo un «totalitarismo del mercado».

El desafío del presente

La guerra, el hambre y las catástrofes naturales vuelven a llamar a nuestras puertas. La situación geopolítica es delicada. En muchos lugares del mundo se asoman hambrunas. La pobreza crece vertiginosamente, mientras una minoría privilegiada acumula riquezas que nos han enseñado a considerar incuestionables. Las catástrofes naturales se multiplican. Estos son los desafíos que debemos resolver urgentemente. 

En cambio, muchos de nosotros estamos obsesionados con la minimización de nuestras incomodidades y la maximización de nuestros goces individuales. 

Sabemos que el neoliberalismo no es solo un sistema de dominación socio-económico y una estructura jurídico-política al servicio de este dominio. Es también una industria cultural, cuyo poder ha sido potenciado por una variedad de avances biotecnológicos que garantizan la subjetivación de ese orden de dominación y explotación en todas las esferas de la vida de las poblaciones. 

En este contexto, tenemos que ser muy cuidadosos con el tipo de prácticas en las que nos embarcamos. 

Pensemos un momento, por ejemplo, en las enormes ventajas que ha supuesto internet y el resto de las tecnologías de la comunicación. Es indudable cuáles son sus ventajas. Hemos resuelto numerosos problemas que parecían insuperables. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, estos avances no traen solo buenas noticias. Vienen acompañados de nuevos problemas, que debemos abordar de manera inteligente, crítica, para evitar quedar cautivos de las consecuencias imprevistas o impensadas. Sabemos que el desarrollo vertiginoso de estas tecnologías, junto con lo que está sucediendo en el ámbito de la inteligencia artificial, la robótica o la bioingeniería nos obliga a repensar muchos aspectos de nuestra existencia que, hasta su irrupción, parecían incuestionables. Incluso corremos el peligro de que estas tecnologías, llamadas en principio a mejorar nuestras vidas, se conviertan en instrumentos de alienación y opresión. 

Pongamos un ejemplo. Estas tecnologías han explosionado la noción que teníamos de la privacidad. La vigilancia es ubicua. Aunque cerremos las puertas de nuestras casas con dobles cerrojos, sabemos que la información sobre nuestras peculiaridades, nuestros gustos, nuestras fobias, nuestras promiscuidades, nuestras inclinaciones, y las de nuestras familias, se compran y se venden en el mercado. Cada uno de nosotros es el objetivo incesante de un ejército de expertos al servicio de la actividad corporativa que en competencia se disputa nuestra atención con el fin de moldear nuestros consumos y nuestra voluntad política. 

Capitalismo y espiritualidad

Hace más de un siglo, Max Weber escribió un libro titulado La ética protestante y el nuevo espíritu del capitalismo en el que afirmaba que la ética y las ideas puritanas habían influenciado el desarrollo del capitalismo al imponer un conjunto de valores en torno al trabajo y al progreso que favorecían la persecución racional de la ganancia económica y la acumulación. Con una cita de Benjamin Franklin Weber ilustra esta teoría:

Recuerda que el tiempo es dinero. Quien puede ganar diez chelines por día trabajando, pero, en cambio, se va de viaje, o se sienta a holgazanear la mitad de ese día, aunque gaste solo seis chelines en su diversión u holgazanería, debe considerar que no solo tuvo ese gasto. Por el contrario, ha malgastado o tirado en realidad cinco chelines más (…) Recuerda que el dinero tiene una naturaleza prolífica y generadora. El dinero puede engendrar dinero, y su descendencia puede engendrar más, y así sucesivamente. Cinco chelines bien invertidos se convierten en seis, vueltos a invertir se transforman en siete chelines y tres peniques, y así sucesivamente, hasta que se convierten en cien libras. Cuando más dinero hay, más dinero se produce en cada ciclo, de modo que la ganancia crece cada vez de manera más acelerada. Por consiguiente, el que mata a una cerda destinada a la reproducción destruye a toda su descendencia hasta la milésima generación. El que asesina una corona, destruye todo lo que podría haber producido, incluso decenas de libras. 

Sin embargo, eso que llamamos «capitalismo» no es un fenómeno estático. Se trata de un conjunto de relaciones sociales y formas institucionales en continua mutación. No es lo mismo el capitalismo mercantil de la primera etapa, que el capitalismo industrial que imperó en las sociedades centrales en el siglo XIX y comienzos del XX. No es lo mismo el capitalismo administrado por el Estado, que tuvo su auge a posteriori de la Segunda Guerra Mundial, que el capitalismo financiero o neoliberal que impera en nuestra época. En este sentido, cabe preguntarse cuáles son las características del orden moral imperante, qué tipo de imaginarios, qué tipo de prácticas, qué tipo de instituciones exige una sociedad dominada por las prerrogativas del capitalismo financiero o neoliberalismo. 

Son muchos los estudiosos que señalan que la nueva espiritualidad, cuya marca emblemática es el «mindfulness» y todas sus formas análogas, bien puede representar el complemento ideal para maximizar el rendimiento de los individuos en una sociedad que, cada vez de manera más totalitaria, se entiende a sí misma exclusivamente en términos de mercado. No hay esfera que no haya sido colonizada por la lógica de la maximización de la ganancia y la acumulación. 

Como ha señalado Wendy Brown, en las sociedades neoliberales se espera que las personas y los Estados se comporten como empresas, maximizando su valor capital en el presente, mejorando su valor futuro en ambos casos, a través de prácticas de emprendeduría, autoinversión y atracción de inversores. 

En muchos sentidos, las prácticas meditativas y sus gurús se promocionan en el mercado espiritual con este mandato como eslogan. Nuestra felicidad y nuestro sufrimiento, al fin y al cabo, depende exclusivamente de nosotros mismos. Si tu vida es miserable o si es una delicia, depende exclusivamente de ti mismo. Las condiciones sociopolíticas y económicas tienen que quedar enteramente fuera de la ecuación. 

El presupuesto inarticulado detrás de esta perspectiva es cierta noción de nosotros mismos como individuos aislados, autoconservados, subsistentes, cuya relación con otros individuos, con el cuerpo político, el entramado económico y el mundo natural resulta meramente accidental. De este modo, la sociedad queda reducida a un artefacto o constructo artificial y la naturaleza transformada en un recurso o un activo (como una obra de arte o una fotografía junto con un gran lama) para elevar nuestro valor de portfolio. 

En ese marco, la clave para nuestro éxito consiste en centrarnos exclusivamente en nosotros mismos, convenciéndonos de que no hay nada que podamos hacer excepto cambiar aquello que nos afecta, promoviendo u obstaculizando nuestra felicidad. 

Cuando hemos logrado algún control sobre el escenario exterior, pero descubrimos que pese a nuestro esfuerzo aún no logramos la felicidad que buscábamos, o cuando fracasamos en nuestra búsqueda de éxito personal y profesional, nos volvemos a nuestro interior, convencidos que bastara con que cambiemos nuestras actitudes para lograr lo que siempre hemos querido: ser felices, tener éxito en la vida, de cualquiera de las maneras en la que nos imaginemos ese logro. 

Algunas personas, sin embargo, irán un paso más allá, y habiendo convertido su propia interioridad en el campo de acción privilegiado de atención, o habiendo reducido el círculo de su privacidad en escenario exclusivo de sus desvelos, se convencerán que el cultivo exquisito de sus mentes o almas tendrán, en el futuro, un efecto beneficioso para el mundo. 

Incluso si cultivamos un horizonte de bien progresista, parecemos estar convencidos de que el único campo de acción es nuestra interioridad, o el reducido círculo privado en el cual, aparentemente, tenemos algún grado de control. Como este escenario acaba siendo decididamente inestable en nuestra época, nuestra atención tiende a reducirse aún más, convirtiendo a nuestros cuerpos, a nuestros hogares y a nuestras mentes en los exclusivos ámbitos en los que desplegamos nuestra acción transformadora, convenciéndonos de que, eventualmente, nuestro esfuerzo y nuestra dedicación a ser felices conducirá a la felicidad de los otros. 

Seis contradicciones y el fin de la espiritualidad capitalista

En la entrada anterior me referí a tres supuestos que ponían de manifiesto contradicciones insuperables en numerosas presentaciones de la meditación que habitualmente se ofrecen en el mercado espiritual. La explicación de estas contradicciones sistémicas es que las mismas adoptan como punto de partida el sentido común que caracteriza los trasfondos de sentido de las sociedades contemporáneas. 

Para hacer breve una larga historia, apuntemos tres características sustantivas detrás de los malestares manifiestos de nuestro tiempo: (a) el hiper-individualismo; (b) una concepción atomista del orden social y político; (c) una comprensión de la acción en términos exclusivamente instrumentales. 

O, para decirlo de modo sencillo: nos sentimos solos, desconectados y ansiosos al haber convertido nuestras relaciones personales, sociales y naturales en medios para lograr nuestros fines individuales, ajenos a los propósitos sustantivos que tienen las relaciones mismas. Las redes sociales son una muestra emblemática de esa instrumentalización sistemática de todas nuestras experiencias, de la fragilidad de nuestros lazos sociales, y de la fijación obsesiva en nosotros mismos. Lo utilizamos todo, nuestra pareja, nuestros hijos, nuestras vacaciones, nuestras relaciones sociales, nuestras experiencias en la naturaleza, nuestra práctica espiritual, para elevar nuestro valor de portfolio o reconocimiento social.

Pero comencemos recordando los supuestos que introduje en la entrada anterior: 

1. Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente. 
2. La verdad está en nuestro interior.
3. El propósito de la meditación es el logro de la felicidad. 

A estos tres supuestos sumaré los siguientes: 

4. La meditación tiene por objetivo que reposemos en el aquí y ahora. 
5. La meditación es una técnica o tecnología al servicio de la felicidad.
6. La meditación puede ser validada por la ciencia (especialmente las neurociencias, las ciencias cognitivas y las ciencias del comportamiento). 

Supuesto 4: «La meditación tiene por objetivo que reposemos en el aquí y ahora»

Una dimensión fundacional de la meditación budista, como de cualquier otra forma de práctica contemplativa, consiste en atender de manera relajada al contenido de la experiencia. Aprender a estar en lo que ocurre, aprender a suspender nuestras evaluaciones, prestar atención a lo que sucede momento a momento, es un elemento clave como punto de partida de la meditación. 

Ahora bien, no se trata estrictamente de una práctica meditativa. Estamos hablando de una actitud o postura preliminar sin la cual la meditación no puede avanzar. 

Sin embargo, algunos consagrados maestros de meditación han convertido este preliminar: estar con uno mismo sin necesidad de estimularnos continuamente con toda clase de actividades o distracciones, como un logro de gran profundidad. 

Hay maestros que hablan del «poder del ahora» como si hubiesen descubierto un tesoro capaz de transformar el mundo entero. Como nos recordaba Ron Purser recientemente, algunos gurús, como Jon Kabat-Zinn, el fundador del método del «Mindfulness basado en la reducción de stress», sostienen que la atención plena que ellos enseñan «puede llegar a ser el único recurso a nuestra disposición para garantizar a nuestra especie la supervivencia en los próximos siglos». Evidentemente, se trata de una afirmación hiperbólica, pero que comparten numerosos gurús mediáticos, como Eckhart Tolle, quien afirma con estridencia ese «poder del ahora» como un elixir milagrero capaz de curar todos nuestros males. 

Aunque reconozco el valor de esta práctica preliminar, considero que la insistencia en permanecer atentos exclusivamente al momento presente, olvidados del pasado e indiferentes respecto al futuro, es una distorsión grosera del propósito de la práctica, y un ejercicio peligroso que mutila nuestra inteligencia y sensibilidad.

Walter Benjamin hablaba del tiempo-ahora, como Charles Baudelaire, quien descubrió en el instante la puerta de lo eterno, y por ello una instancia en la cual se pone de manifiesto nuestra libertad radical. Sin embargo, la pretensión de instalarnos en esa libertad incondicional acaba convirtiéndose en una suerte de perversión, una suerte de traición hacia nosotros mismos, una estrategia desesperada por huir del mundo que se asemeja más a una patología psicológica que a una verdadera revelación espiritual. 

El argumento es sencillo. Somos seres encarnados, históricos, finitos, dotados de una habilidad lingüística que nos permite asumir diversas perspectivas. Entre ellas, suspender provisionalmente nuestra historicidad y nuestra consciencia de finitud para adoptar una pura presencia. Sin embargo, resulta absurdo creer que esta atención puntual puede convertirse por sí misma en una revelación capaz de transformar nuestra existencia individual y colectiva de manera significativa, a menos que pensemos que nuestro objetivo es compartir con los pájaros y las serpientes, las vacas y los murciélagos, una consciencia ínfima de la existencia. 

Obviamente, quienes creen que la suspensión del pensamiento es un logro superior en la práctica espiritual son aquellos que consideran a la razón misma como la antagonista a batir en nuestra lucha por la supervivencia. 

No me cuento entre estos profetas del silencio. Creo, por el contrario, que necesitamos usar nuestra inteligencia con el fin de escapar de las telarañas egoístas y egocéntricas que teje a nuestro alrededor la ignorancia. Por supuesto, si nuestra inteligencia está al servicio de nuestros caprichos, nuestras fobias y prejuicios, nada bueno podemos esperar de ella. Pero si utilizamos la razón para analizar nuestros problemas, descubrir sus causas últimas, establecer la posibilidad de liberarnos de nuestras tendencias autodestructivas y fijar una estrategia para lograrlo, la inteligencia se convierte en una aliada insustituible.

Basta con recordar a Jesús de Nazareth o a Gotama Buda para saber en cuan alta estima tenían ambos la consciencia de nuestras acciones y sus efectos, y la consciencia de la transitoriedad y la propia muerte. Las contemplaciones de este tipo exigen que no reduzcamos la meditación a la mera atención del momento presente, sino que seamos capaces de contextualizarlo. La significación del ahora es un logro lingüístico. Por sí mismo, el ahora no tiene valor alguno. Como ocurre con un fragmento de silencio, es el marco de sonidos que lo rodea lo que hace posible nuestra apreciación del mismo. 

Somos seres finitos, seres dependientes que hemos emergido de causas y condiciones específicas, y que dejaremos la existencia cuando esas causas y condiciones se descontinúen.

Cuentan sus discípulos que la última enseñanza de Gotama Buda estuvo dedicada a la no permanencia, la transitoriedad de la vida.

Los maestros tibetanos suelen decir que una mañana en la que no recordamos la muerte, es una mañana perdida; una tarde en la que no recordamos la muerte, es una tarde perdida; y una noche en la que no recordamos la muerte, es una noche perdida. De igual modo, nos piden que recordemos que nuestras experiencias no son fruto del azar o el designio de una voluntad caprichosa, sino el efecto complejo de precisas, aunque innumerables, causas y condiciones. 

De este modo, la meditación no puede reducirse a la mera atención del aquí y del ahora. Recordar el pasado y el futuro es un ejercicio central en nuestra práctica espiritual. Eso significa, para empezar, discernir la eficacia de las causas y las condiciones que nuestras acciones individuales y colectivas pasadas tienen en el presente, al tiempo que recordamos inteligentemente que nuestras acciones presentes no se disolverán como nubes en el cielo de nuestra experiencia, sino que producirán inevitablemente efectos en el futuro. 

Sin embargo, cuando prestamos atención exclusivamente al presente, cancelando de manera concertada toda referencia al pasado y al futuro, como en un sueño, tenemos la impresión de que la realidad es un milagro. 

La atención exclusiva y cerrada al momento presente tiene en este caso un poder efectivo: el poder de engañarnos. La ignorancia que produce la manipulación de la temporalidad de una práctica meditativa fetichizada, nos hace sentir inmunes e impunes. Esto aviva nuestro egoísmo y nuestro egocentrismo. Cautivos del círculo estrecho de nuestro goce individual, nos entregamos sin freno al placer de la pretendida autosuficiencia.

Las repercusiones de esta obsesión por borrar el pasado y cancelar el futuro son notorias. La despolitización es resultado de la des-historización. La obsesión capitalista por cancelar el futuro anunciando el fin de la historia es un emblema de esta actitud que los gurús de la meditación han colaborado, tal vez de manera involuntaria, a promocionar entre las ciudadanías despolitizadas, haciéndonos creer que la existencia convencional, la tarea cotidiana que consiste en curar nuestras relaciones rotas (con nosotros mismos, con nuestro entorno, con nuestra propia mente, con nuestro pasado y con nuestro futuro, y con los innumerables otros que se presentan en nuestro mundo como amigos, enemigos o desconocidos) no merece nuestro tiempo ni nuestros desvelos, porque en esa noche eterna que es el eterno presente que promueven los gurús del ahora, «todas las vacas son negras», como decía Hegel, convirtiendo pretenciosamente la ignorancia supina en una corona, y al tonto, en un rey entre reyes. 

Supuesto 5: La meditación es una técnica o tecnología al servicio de la felicidad. 

Son muchos los que promocionan la meditación como una técnica, incluso como una tecnología al servicio del éxito y la felicidad personal. No habría nada que objetar en principio a una definición semejante si no supiéramos, como sabemos, que las técnicas y las tecnologías se implementan de manera instrumental sobre diversos dominios de la realidad con el fin de producir ciertos resultados. Hay técnicas que se implementan en el dominio exterior con el fin de extraer recursos o moldear resultados beneficiosos para quien domina esas técnicas. Pero también hay técnicas que se implementan en el dominio interior, con el fin de extraer de manera análoga recursos disponibles y modelar respuestas convenientes por parte de los sujetos. 

La práctica meditativa, entendido como una técnica, puede convertirse con facilidad en una actividad en la cual el sujeto se somete voluntariamente a una suerte de «lavado de cerebro». En manos de tecnócratas del mundo laboral, por ejemplo, el mindfulness, como otras técnicas semejantes, puede convertirse con facilidad en un ejercicio de autoinducción que conduce a los sujetos expuestos a estas técnicas en seres auto-explotados, cuyos recursos pueden ser fácilmente apropiados por el sistema corporativo o burocrático. 

Pero incluso en los ámbitos tradicionales observamos, de manera semejante, que la implementación acrítica de las «técnicas» meditativas conduce a resultados opuestos a los esperados. Cuando nos tratamos a nosotros mismos como un dominio en el cual ejercitar la razón instrumental, implementando técnicas o sometiendo nuestro comportamiento al modelaje tecnológico, lo que producimos son respuestas automáticas y estilos de vida «robotizados» que solo resultan atractivos a quienes se sienten cómodos con formas de fundamentalismo espiritual. Sea que hablemos de la meditación, el yoga o cualquier otra práctica semejante, cuando nos aplicamos a ellas tratándonos a nosotros mismos como entidades inanimadas y no como seres vivos a quienes debemos escuchar en sus propios términos, y con quienes debemos dialogar, el resultado es la cerrazón y el fanatismo. 

La mejor manera de prevenir esta deriva es abandonar la idea de que meditar consiste en aplicar técnicas, o que la meditación es una suerte de tecnología espiritual al servicio de la liberación o la iluminación, como se dice habitualmente. Lo que necesitamos es adoptar una relación dialógica con los textos y las prácticas. Eso significa, como vengo defendiendo desde el comienzo, adoptar una perspectiva crítica. Eso no significa «criticar» a la meditación o a la tradición de turno. Muy por el contrario, se trata de tomárnoslas en serio y tomarnos en serio a nosotros mismos. 

De este modo, nuestra tarea no consiste en implementar ciertas fórmulas, sino dialogar con los maestros y con los textos, reflexionando acerca del sentido de las enseñanzas y la significación de los mismos para nosotros como individuos, pero, también, intentando descubrir el tipo de relevancia que estas pueden tener en nuestro contexto social y político específico. 

Uno de los problemas que tenemos en América Latina, y al que me he referido en otro sitio, es que muchas de las técnicas espirituales exportadas a nuestras latitudes son productos diseñados para las sociedades angloestadounidenses. Nada puede ser más pernicioso, como nos muestra la historia, que viajar con un mapa que no corresponde con el territorio que deseamos explorar.

Supuesto 6: La meditación exige una verificación científica.

Conectado al punto anterior. Hay muchos maestros de meditación o practicantes de yoga que promocionan sus técnicas explicando los beneficios que supone para nuestra salud aplicarnos a las mismas. Esto no es un error necesariamente, pero cuando llevamos las cosas demasiado lejos, y olvidamos que este tipo de beneficios es un subproducto, una suerte de efecto lateral que no necesariamente se cumplirá, y que no resulta central para nuestra motivación, esto puede acabar siendo contraproducente. Por lo tanto, tenemos que prestar atención a nuestras estrategias publicitarias, y no prometer lo que no podemos garantizar. Ni el éxito, ni la felicidad, ni la salud, ni mayor eficacia en nuestro desempeño, ni mejores relaciones interpersonales, ni ninguno de los otros logros que habitualmente se publicitan deberían utilizarse como cebo para «pescar» estudiantes. 

Como señalé en la entrada anterior, sostener que la felicidad es el objetivo central de la meditación es ya problemático. Pero si a esto sumamos la imagen de un monje conectado con hisopos en su cráneo a un artefacto tecnológico para medir su felicidad en el cerebro, pasamos del error al espanto sin estaciones intermedias. Si a esto le sumamos la caracterización del monje en cuestión como «la persona más feliz del mundo» y lo paseamos convertido en un fenómeno de circo publicitando el mindfulness, estamos ante una completa fetichización de la práctica meditativa que no puede traer nada bueno. 

Debemos resistirnos a la apropiación de la meditación por parte del mundo corporativo, como también a la pretensión de la ciencia de convertirse en el árbitro último que la legitime mediante un estudio de nuestro comportamiento cerebral. 

Los maestros de meditación que se regodean con los resultados en estas áreas deben recordar, para empezar, que ninguno de los datos que tenemos a nuestra disposición son concluyentes, y que en nada cambiaría nuestra apreciación de una vida de estudio, reflexión, contemplación y compromiso político, si supiéramos que el precio a pagar por vivir consciente y comprometidamente resultara ser contraproducente en relación a esos bienes empecinadamente publicitados. 

Sencillamente, un pensador, un meditador, una persona comprometida con la justicia, la paz, la igualdad y la preservación de nuestro planeta no evalúa la utilidad de la práctica en estos u otros términos semejantes. Hacerlo sería tan absurdo como pretender que la libertad o el amor pueden comprarse o venderse en el mercado como cualquier otro activo.

Conclusión

Estas consideraciones críticas no tienen el objetivo de desanimar la práctica meditativa. Muy por el contrario, en consonancia con el epígrafe que abre esta nota, estamos convencidos de que, en nuestra época, la pretensión de escindir mente y política acaba teniendo consecuencias totalitarias. 

En un momento en el cual la tecnología (incluidas las sofisticadas formas de management) tienen entre sus principales objetivos la conquista y la colonización de las subjetividades, con el fin de controlar los comportamientos individuales y colectivos, y a través de ellos, capitalizarlos, la tarea de liberación psicológica y espiritual se convierte en una actividad política sine qua non. 

En ese sentido, las prácticas meditativas y las prácticas espirituales contemplativas que se realizan de espaldas a la realidad sociopolítica y son indiferentes a los avances científico-tecnológicos que nos afectan, o se dejan seducir por sus cantos de sirena, en el mejor de los casos acaban convirtiéndose en «impotentes compañeras de viaje» de un sistema en cuya raíz se inscribe la violencia, la desigualdad y la autoaniquilación de nuestra especie. 

LA MEDITACIÓN BUDISTA. PROMESAS Y LÍMITES

Introducción

Algunas amigas y amigos me pidieron que los introdujera a la práctica meditativa. Con ese propósito en mente organizamos un curso inicial a través de una plataforma digital. Se trata de ofrecer algunas explicaciones generales sobre (1) los propósitos y (2) la metodología meditativa desde la perspectiva budista, e (3) ilustrarlos con unos ejercicios meditativos sencillos que sirvan como ejemplo de la práctica. Todo esto sin olvidar el contexto en el que estamos inmersos.

En la década de 1990 me dediqué de manera concertada y exclusiva al estudio y a la práctica meditativa. Tuve la fortuna de vivir en Asia, ordenarme como monje, conocer y recibir instrucciones directas de grandes maestros, y pasar largas temporadas realizando retiros solitarios en cabañas y ermitas. A finales de aquella década, uno de mis maestros me pidió que sirviera como instructor en algunos de sus centros. De este modo inicié mi tarea (esporádica) de docente en este rubro de las prácticas meditativas.

Sin embargo, pronto caí en la cuenta de las limitaciones que tienen, en general, las enseñanzas budistas impartidas en Occidente y, ahora, en las sociedades subalternas como las latinoamericanas. Las limitaciones, como no puede ser de otro modo, están relacionadas con presupuestos ideológicos de las sociedades liberales contemporáneas que, en buena medida, distorsionan nuestra comprensión del mensaje del Buda. 


Es, en este contexto, en el cual quisiera explicar las razones por las que accedí a organizar el presente curso.

Son dos:

(1) En primer lugar, porque creo que, efectivamente, la práctica de meditación, especialmente en su versión budista, puede aportar algo interesante a la cultura occidental contemporánea. La filosofía y la práctica meditativa budista ofrece un punto de vista desde el cual, tal vez, sea posible reinterpretar algunas de las paradojas en las que parecemos sistemáticamente atascados. Por ejemplo, creo que la filosofía de Nāgārjuna, como expliqué brevemente en mi entrada anterior en este blog, puede echar luz sobre los debates sobre el realismo y el antirrealismo que hoy vuelven a estar de moda en nuestra cultura filosófica contemporánea.

Por otro lado, estoy convencido que es factible que, abriéndole la ventana a la filosofía budista, entre una brisa de aire fresco a nuestros debates que nos permita redefinirlos y, habiéndolo hecho, podamos encontrar respuestas nuevas a viejos problemas. Esto mismo, por supuesto, lo creo respecto a otras filosofías mundiales, y por ello defiendo que debemos cultivar una filosofía intercultural que nos ayude a trascender el eurocentrismo rampante en el que aún estamos inmersos.

Finalmente, la práctica meditativa puede ayudarnos a recuperar la dimensión contemplativa que la filosofía occidental (erudita y académica) parece haber perdido, convirtiéndose por ello (en ocasiones) en un artefacto con limitada capacidad transformadora. 

(2) En segundo lugar, porque en los últimos años, especialmente en América Latina, he constatado el crecimiento de una «espiritualidad materialista» que ofrece un sustituto aparentemente modernizado de la genuina práctica meditativa, pero que consigue lo opuesto a lo que el budismo propicia. 

El resultado es un enroque de muchos budistas en versiones religiosas fundamentalistas, o la trivialización oportunista.

Los centros espirituales y los «servicios de bienestar» se multiplican en nuestra geografía. Con ello, se multiplica la despolitización, el fenómeno de «huida del mundo» y, a la par, crece el temor al otro, el fanatismo, la exclusión de lo que se considera tóxico y la cerrazón.

En este marco, parece que existe una distancia insalvable entre (1) los ideales promovidos por el Buda de una ética personal que comienza invitándonos a poner coto a nuestras acciones dañinas, continúa con el cultivo de la virtud y acaba con la asunción de una actitud de «responsabilidad universal», y (2) el afán inconfesado de los usuarios de los servicios espirituales de lograr a través de las prácticas que se les ofrece, estrategias y nuevas tecnologías de la subjetividad que les permita conquistar nuevas fronteras de bienestar, exclusividad y felicidad.

La apropiación de un «budismo global» corporativa y hollywoodense, propiciada, en ocasiones, por los mismos líderes espirituales, acaba secuestrando el mensaje del Buda, convirtiéndolo en un conjunto de herramientas o tecnologías al servicio de la felicidad personal que acaban socavando las esperanzas de cambios sustantivos en la sociedad. El budismo se convierte de este modo en un aliado de las fuerzas conservadores y libertarias, y no el motor de una transformación responsable de un sistema que está dando muestras evidentes de agotamiento.

El contexto

Ahora bien, siempre he pensado que la redacción de los Diálogos platónicos, por ejemplo, o de los Suttas en los que se recuerdan las intervenciones de Gotama Buda, no es casual. En estos clásicos, lo primero que encontramos, siempre, es una referencia al lugar y al momento en el cual esos diálogos o enseñanzas ocurrieron. En cierta ocasión, en un lugar determinado, Buda o Sócrates, dijeron tal o cual cosa, a tales o cuales personas, en tales o cuales circunstancias. Por esa razón, comenzaré aquí con una breve referencia sobre el lugar y el momento en que escribo estas páginas. Esto permitirá que las afirmaciones vertidas en este texto puedan ser posteriormente interpretadas como fruto de un contexto específico, y no como afirmaciones absolutas.

Vivimos un momento excepcional. No por la pandemia en sí misma, que ha habido otras, incluso más brutales en términos comparativos si la medimos en función de las víctimas mortales que ha producido, sino por su extensión y alcance. 

Efectivamente, estamos ante un fenómeno planetario. El Covid-19 y la respuesta que hemos dado al contagio nos afecta a todos de un modo u otro. En los últimos meses son miles de millones los que han debido restringir sus movimientos y adecuar sus vidas a un confinamiento obligado con el fin de detener la transmisión del virus. 

Esto ha afectado el funcionamiento ordinario de nuestras actividades, ha puesto en cuarentena a la economía, jaqueado el orden institucional en muchos países, y profundizado los problemas estructurales que ya teníamos.

En algunos lugares, como en Europa, desde donde escribo, hemos comenzado el proceso de desconfinamiento después de una catástrofe que ha causado la muerte de cientos de miles de personas.

En otros sitios, como América Latina, aún nos encontramos en pleno proceso de ascenso de la curva de contagios.

En Asia, donde la crisis sanitaria se inició, la situación es más compleja. En algunos lugares, los temores giran ahora en torno  a los hipotéticos rebrotes que empiezan a asomarse amenazantes. En otros es la escalada de los contagios y las muertes que van en aumento. Sea cual sea la situación en la que nos encontremos, la experiencia general es la de una enorme incertidumbre y malestar. Incertidumbre producida porque no sabemos exactamente qué ha pasado, qué está pasando y qué podemos esperar.


A esta incertidumbre sanitaria, se suma la creciente experiencia de temor por parte de las ciudadanías de que la pandemia sea utilizada por las élites corporativas y estatales para avanzar agendas regresivas contra la población en términos de derechos.

Ahora bien, esta incertidumbre no es nueva. El mundo «prepandémico» no era el paraíso.

El temor a la guerra y a la violencia era ya una preocupación extendida en la población. No solo debido a la creciente polaridad geopolítica, sino también por el ascenso aparentemente irrefrenable de los fundamentalismos, el racismo, los populismos neofascistas, los nacionalismos excluyentes, en el marco de una  creciente aceleración que impuesta por el capitalismo financiero en todas las esferas de nuestra vida, y la violencia en la que se traduce esta aceleración desbocada, que es respondida con un aumento exponencial de la vigilancia estatal-corporativa, represión y militarización del espacio público.

Por otro lado, la inestabilidad económica y financiera es sistémica, como son sistémicas la precarización laboral y la exclusión. La brecha entre ricos y pobres es cada vez más abismal.


Finalmente, el deterioro medioambiental es cada vez más evidente. Los negacionistas del cambio climático tienen cada vez más difícil la tarea de convencernos de que el capitalismo no produce efectos nocivos en nuestro entorno natural. La incertidumbre respecto a la viabilidad misma de nuestra supervivencia como especie en el planeta no surgió con la pandemia.

En todos estos sentidos, las preocupaciones y las incertidumbres van en ascenso. 


Todo esto para recordarnos a nosotros mismos que la pandemia, pese a su excepcionalidad y su espectacularidad, no vino a sumar algo radicalmente nuevo, sino, simplemente, a poner en evidencia nuestra vulnerabilidad, y obligarnos a enfrentar nuestra incertidumbre.

La meditación como «materialismo espiritual»

En este marco vamos a hablar de la meditación.

Sin embargo, como pueden imaginar en vista a lo dicho hasta aquí, mi manera de abordar el tema difiere en algunos aspectos de las presentaciones habituales. A mi entender, el «discurso oficial» en este campo ha contribuido de manera sustantiva a una comprensión errónea, muy extendida, de todo el asunto.

Ahora bien, mi intención no es aportar algo nuevo.

Para aquellos que tienen alguna experiencia meditativa, o están en contacto con centros de meditación, o han escuchado a docentes profesionales en estas materias, es posible que algunas de las cosas que explique en estas páginas les resulten convincentes, pero consideren ciertos énfasis como exagerados. Lo que quisiera que supieran, en este caso, es que mi intención no es ofrecer una lectura o interpretación novedosa de la meditación. Todo lo contrario. Lo que pretendo con mis objeciones a ciertas presentaciones de la meditación es evitar algunos efectos colaterales que he detectado profusamente entre algunos practicantes. Para ello, me enfocaré primero en algunas formulaciones que utilizan nuestros propios prejuicios ideológicos para publicitarse, pero que, al hacerlo, acaban pervirtiendo inadvertidamente el sentido último de las enseñanzas de Buda.

Para explicar lo que quiero decir me centraré en tres supuestos que, según mi entender, pese a las buenas intenciones de quienes los promocionan, tienden a ser contraproducentes, hasta el punto de convertir a la meditación en lo opuesto de lo que debería ser.

Supuesto 1: «Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente»

Se trata de un lugar común, repetido hasta el hartazgo por los adeptos a las prácticas meditativas, especialmente cuando emprendemos la tarea publicitaria (evangelizadora) de vender nuestro producto. Para cambiar el mundo, decimos, hemos de cambiar nuestra mente y nuestro corazón. 


Evidentemente, llevamos parte de razón cuando decimos esto. Pero, el problema con esta afirmación surge cuando se convierte en un dispositivo ideológico. Porque, aunque es cierto que tenemos que cambiar nuestra mente, eso no significa que, al hacerlo, cambiaremos el mundo. La meditación tiene una utilidad limitada en este sentido.

La razón es sencilla. Vivir en el mundo significa estar inserto en una red de relaciones sociales, y eso significa, estar obligados a realizar ciertas prácticas sociales y responder a específicas demandas institucionales que funcionan sobre la base de una lógica muy diferente a la que cultivamos en nuestra práctica meditativa. A menos que decidamos vivir en un claustro, como hacen los monjes (e incluso en este caso), el mundo convencional de nuestros centros de meditación y nuestros monasterios, y el mundo convencional de nuestras prácticas sociales e instituciones, están en contradicción.

Eso significa que, una y otra vez, nos vemos ante la encrucijada moral que supone que nuestras visiones del bien, nuestras opciones éticas, no se acomodan o incluso son impedidas por el normal funcionamiento de nuestras prácticas sociales y nuestras instituciones. En nuestra práctica cotidiana, por ejemplo, nos prometemos a nosotros mismos no tratar a otros individuos como medios, sino siempre como fines, pero en nuestra empresa, reducimos los costos laborales de nuestros empleados para ser más competitivos. En nuestra práctica cotidiana nos prometemos a nosotros mismos cultivar la ecuanimidad, el amor, la compasión y el regocijo ante la felicidad de los otros, pero en nuestra vida social reina la arbitrariedad, el oportunismo, la evasión de nuestras responsabilidades ciudadanas, la competencia y la explotación directa o indirecta de quienes están por debajo de nosotros en la escalera social.


Creer que la meditación, o cualquier otra práctica espiritual, como el yoga u otras prácticas contemplativas son suficientes es muy empobrecedor. Creer que esas prácticas espirituales pueden resolver por sí solas las contradicciones inherentes del sistema, un signo de ignorancia. 

El resultado de adoptar una perspectiva semejante está a la luz de todos. Cuando entramos en un centro budista, o hablamos con un profesor de yoga, lo primero que nos llama la atención, en general, es que parecen vivir en una realidad paralela, como si sus centros budistas o sus prácticas de yoga estuvieran desconectadas de la realidad sociopolítica y económica en la que están inmersos.

El problema es que, tarde o temprano, el mundo toca a la puerta de tu refugio espiritual y te pide explicaciones. A veces, ese encuentro con el mundo es brutal. En otros momentos, la brutalidad se manifiesta como una forma de hipocresía, de cinismo. Seguimos practicando la ecuanimidad y el amor, la serenidad y el yoga de la vacuidad, pero utilizamos la práctica para lavarnos las manos, justificándonos a nosotros mismos, pensando: «Si no lo hago yo, lo hará otra persona», y dejamos las cosas como están. He escuchado a muchos budistas que viven de rentas extraordinarias hablar de la pobreza y la desigualdad como hechos consumados que no pueden cambiarse, ni merecen nuestro tiempo y esfuerzo para cambiarse.

Por lo tanto, el primer punto consiste en recuperar una perspectiva humilde respecto a la meditación. 


Por eso suelo plantearles a mis estudiantes lo siguiente: imaginemos que todos los niños del mundo aprendieran a meditar. ¿Garantizaría esto la justicia en el mundo? Si esa meditación, esa práctica de yoga, o cualquier otra práctica religiosa o espiritual está desprovista de una formación crítica y un activismo cívico y político comprometido como trasfondo, lo más probable es que acabe siendo parte del mecanismo de naturalización de las injusticias, legitimando las desigualdades, enquistando el desprecio hacia aquellos que no forman parte de nuestro mundo «exquisito» de cultivada sensibilidad.

Esto no es baladí, vemos las consecuencias de actitudes análogas en las sociedades premodernas en las que han convivido las mayores aspiraciones espirituales con las más denigrantes formas de explotación y discriminación social, pero también entre quienes practican la meditación u otras prácticas espirituales actualmente. 


Entre los cultores del mindfulness, por ejemplo, especialmente en el mundo corporativo, esta actitud es generalizada. La práctica meditativa es una plataforma al servicio de la meritocracia y la explotación inescrupulosa, o una herramienta para cultivar una falsa consciencia.  

En India, para poner otro ejemplo, un país en el que el yoga es una disciplina nacional que se imparte sistemáticamente en todas las escuelas, que el propio Primer Ministro Modi publicita de manera activa, el yoga se ha convertido en un artefacto de identidad cultural que sirve para justificar, promover y profundizar la xenofobia, el chauvinismo y la miseria.

No lo olvidemos, de la misma manera que la educación liberal, la educación en las artes y las letras, no solo no ha servido para detener guerras, campos de exterminio, conquista y explotación. En ocasiones ha servido como marcador para justificar lo contrario: la opresión de unas clases por otras en vista a su supuesta superioridad moral y estética. 


En síntesis, la educación espiritual y la meditación, por sí mismas, no garantizan una sociedad más justa e igualitaria para todas y todos. Necesitamos mucho más.

Supuesto 2: «La verdad está en nuestro interior»


El segundo supuesto, que acompaña al anterior, es que la verdad está en nuestro interior. Lo cual implica, para empezar, que existe algo que denominamos «interioridad» que tiene una suerte de privilegio epistémico respecto a nuestra experiencia del mundo con los otros. En este caso, la meditación nos ofrece la oportunidad de descubrir nuestra verdad más profunda, porque la verdad de lo que somos, desde esta perspectiva, está en lo más profundo de nosotros mismos. Desde este punto de vista, el mandato consiste en redirigir nuestra atención hacia adentro, donde están nuestros verdaderos tesoros.

Supongo que mi rechazo a este segundo supuesto es más difícil de justificar, especialmente para quienes no han meditado nunca. Y entre quienes meditan habitualmente, la manera en que formularé mi rechazo puede resultar chocante. Lo cierto es que, en mi propia investigación de este hipotético mundo interior, he llegado a la siguiente conclusión: nuestra interioridad es un fetiche, una ilusión, que nuestras sociedades contemporáneas han llevado al paroxismo.

Estamos convencidos, nosotros, los modernos, que en nuestro interior encontraremos nuestra auténtica identidad. Adoramos la originalidad que emerge de ese pozo profundo que llamamos la consciencia. Adoramos los escenarios interiores que nos permiten poner en cuarentena la amenazante exterioridad del mundo con su eficacia rotunda. Adoramos todo aquello que promete ser expresión y representación genuina de nosotros mismos.

En esta línea debemos entender el lugar privilegiado que hemos concedido a los sentimientos, las emociones y los artilugios imaginativos que manufacturamos, dotándolos de una autoridad epistémica privilegiada. Decimos: «no importa si es verdad o si es mentira (esto o aquello), lo que importa es lo que siento». Y con esto, lo que pretendemos es que nuestros sentimientos tengan prioridad absoluta por sobre la realidad efectiva.

Por consiguiente, mi veredicto es que la interioridad (al menos como esta es representada habitualmente por muchos divulgadores de la práctica meditativa budista) no existe, es un mito. O, si esto nos parece excesivo, podemos formularlo del siguiente modo: nuestra tarea consiste en liberarnos justamente del autoritarismo de esa interioridad. Lo que sostengo es que estamos cautivos por nuestras emociones y nuestra ignorancia. Por lo tanto, nuestra tarea, como meditadores, contrariamente a lo que muchos parecen sugerir, es deslegitimar la hipotética autoridad de esos fenómenos interiores.

Supuesto 3: «El propósito de la meditación es el logro de la felicidad»

Finalmente, se dice que la meditación tiene por objetivo lograr una «genuina felicidad». Esta afirmación puede interpretarse correctamente cuando contraponemos a esta «felicidad genuina» las felicidades mundanas, en las que hemos puesto tantas esperanzas, pese a sus recurrentes «traiciones».

Sin embargo, la idea misma de que las enseñanzas del Buda tengan por objetivo la felicidad (aunque sea calificada como genuina) acaba siendo problemático, y da lugar a incontables malentendidos que acaban potenciando el materialismo espiritual y el nihilismo concomitante.

Hay maestros de meditación que incluso coquetean con las corrientes de la «psicología positiva» o la «industria de la felicidad» sin medir las consecuencias de una aproximación semejante. Por ese motivo, me inclino por una formulación más radical: el budismo, la meditación budista, no tiene en modo alguno, como objetivo central, la felicidad.

El budismo nos propone que nos liberemos de nuestra «obsesión por la felicidad», que dejemos de estar atrapados en esta obsesión egocéntrica que acaba obnubilándonos y apostemos a trascender esta perspectiva.

Puede que la meditación, en ocasiones, nos produzca estados de éxtasis, pero esa no es la cuestión, y como dice un buen amigo polaco, esos estados de éxtasis, en general, están sobrevaluados, como el sexo o el éxito profesional.

Lo importante es que la felicidad no sea el criterio exclusivo y prioritario de nuestro modo de estar en el mundo. Hay cosas definitivamente más importantes:

1) Por ejemplo: terminar con la violencia, la opresión y la explotación sistémica. Definitivamente, eso es mucho más importante que nuestra felicidad personal.


2) Lo mismo podemos decir de la desigualdad lacerante. Luchar por un mundo más igualitario es muchísimo más importante que lograr nuestra felicidad personal.

3) Finalmente, la destrucción de nuestros entornos naturales, que afectan especialmente a las poblaciones más vulnerables, debe tener prioridad por sobre nuestras experiencias de felicidad personal.

Conclusión

Por consiguiente, si realmente estamos comprometidos con las transformaciones que necesitamos hacer para promover una cultura de la paz, igualitaria, y respetuosa con el medioambiente, necesitamos reconocer que (1) la meditación (las prácticas espirituales, en general) no solo no son suficientes para llevar a cabo esta transformación, sino que pueden convertirse en un obstáculo en toda regla para ello. Por ese motivo, debemos acompañarla, e incluso fundarla, en un activismo político que aliente nuevas prácticas sociales y nuevas formas institucionales. Esto significa profundizar nuestro compromiso ético y político fundamental.

Por otro lado, (2) necesitamos desautorizar nuestra injustificada pretensión de que «la verdad» de lo que somos, y mucho acerca de la realidad misma, la encontraremos en un hipotético «mundo interior», independientemente de nuestras relaciones personales, sociales y naturales. Esto significa profundizar en nuestra comprensión última de lo que somos: seres interdependientes, y no entidades autosuficientes, dotados de una esencia inherente que nos define.

Finalmente, (3) necesitamos renunciar a la creencia de que nuestras acciones (incluida la acción de meditar) tienen que tener como objetivo prioritario el logro de la felicidad personal. Nuestra obsesión ubicua por ser felices es siempre contraproducente, porque nos encierra dentro de nosotros mismos y convierte nuestra vida en una búsqueda incesante de satisfacción material o espiritual. En este marco, atender prioritariamente a las necesidades y sufrimientos de los otros es la mejor estrategia (para llamarla de algún modo) para poner límites a nuestra obsesión caprichosa por darle a nuestro pequeño yo un lugar preferente en el mundo, dirigiendo nuestra atención hacia la trascendencia. En este caso, la forma más sencilla de caracterizar eso que llamamos «trascendencia» consiste en afirmar en nuestras vidas la prioridad absoluta del otro.  

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