CONTRA LAS FAMILIAS
FRATRICIDIOS. Argentina en pandemia
Vivimos una época que exige más inteligencia y más corazón del que habitualmente invertimos en nuestras vidas. La pandemia ha desnudado rincones oscuros en nuestras sociedades que, agazapadas durante mucho tiempo detrás del conformismo que impone la normalización de la vida social, ahora muestran su rostro horrible, vociferante, patotero, enloquecido.
Roto el «contrato social» que impone el mercado con su orden de clase y su normalidad de injusticias y desigualdades, emerge la frustración y la ira, la sed de venganza, y la amenaza de volver al todos contra todos.
De este modo, el orden visionado por la razón liberal muestra su límite. Nos aproximamos peligrosamente a condiciones que exigen un «estado de excepción». Las derechas lo huelen y anuncian que están dispuestas a dar el paso hacia lo prohibido. La democracia cruje. Los sectores populares exigen la protección y el derecho a defenderse que en raras ocasiones los gobiernos de consenso están dispuestos a conceder.
Todo esto prueba lo que siempre supimos. La convivencia «democrática» basada en la debilidad de los consensos que se promueven exclusivamente en el marco de la pugna de intereses sectoriales, a expensas del bien común, no resiste una pandemia.
Avanzan, por lo tanto, el racismo, la xenofobia, la misoginia, el fanatismo religioso o espiritualoide, el voluntarismo, el moralismo y el fatalismo en política, el sálvese quien pueda, la huida del mundo, el tribalismo en cualquiera de sus formas, étnico-nacionalista, religiosa o clasista.
En ese marco, las posiciones cautelosas, aparentemente precavidas, titubeantes que piden diálogo y consenso, dejan de escucharse. En el tumulto, los mensajes apaciguadores no resuenan.
Frente a quienes pretenden incendiar el espacio de convivencia queriendo sacar ventaja en río revuelto, la paciencia se interpreta como traición.
Se dan vuelta las bazas. Ahora son los cautos quienes exigen mano dura contra quienes atacan el orden de contención que débilmente manufacturan las instituciones. El enfrentamiento está servido. Razones no faltan.
La «grieta» adquiere una apariencia sustantiva. Se coagulan en las orillas sus límites relativamente porosos hasta convertirse en impermeables. El atrincheramiento disuelve la identidad colectiva. El virus de la violencia y la guerra intestina comienza su proceso de multiplicación que, eventualmente, se expandirá por todo el organismo.
La curva de los contagios, y el abismo emocional al que nos abocamos a medida que incineramos a nuestros muertos, entumece a la razón y endurece el alma. El temor (consciente o inconsciente), expresado como autoprotección obsesiva o temeridad manifiesta se convierte en un elemento corrosivo de las relaciones sociales.
Sin «patria» o «matria», sin «humanidad», sin el otro infinito que exige mi responsabilidad moral por su sufrimiento, solo queda recomendarse a los dioses.
Sin embargo, como sabemos, porque así nos lo enseña la historia, los dioses no parecen haber estado nunca particularmente preocupados por nuestros fratricidios.
EL PERSONAJE ILUSTRE
Más allá de la pandemia
La Organización Mundial de la Salud ha vuelto a advertir que la pandemia va para largo. Mientras esperamos la milagrosa vacuna, los gobiernos del mundo, en función de sus recursos y sus circunstancias particulares, experimentan con diferentes recetas.
En principio, el objetivo es contener la enfermedad, mantener la economía a flote (pese a que la embarcación en la que viajamos está inundada y las grandes mayorías ya vivimos con algo más que los pies bajo el agua) y construir un mínimo de consenso que garantice la cohesión social, indispensable para mantener, al menos, las apariencias democráticas.
Pero no todo es preocupación por el hambre y la miseria, la salud y la muerte de las poblaciones. Para las grandes corporaciones y fondos de inversiones, el objetivo es evitar a cualquier costo cambios estructurales que pongan en peligro los privilegios que han facilitado la desposesión sistemática de las poblaciones para su beneficio, su sobreexplotación creciente, y las múltiples formas de dominación que han utilizado para poner a su servicio lo común de todos: la naturaleza, la vida misma y las instituciones que dan forma a nuestro orden social.
El rol de los medios
En ese contexto, los medios de comunicación juegan un rol crucial. Su tarea consiste en dividir a las víctimas para evitar la formación de un sujeto colectivo que exija y acompañe esos cambios estructurales inspirados en los anhelos de libertad, igualdad y fraternidad.
En este sentido, resulta imprescindible preguntarse (una vez más) cuáles son los mecanismos retóricos que garantizan a los «dueños» de las estructuras jurídico-institucionales en el capitalismo actual la neutralización del poder soberano de los pueblos, eludiendo de este modo la necesidad de un enfrentamiento frontal con los explotados y oprimidos. La estrategia es archiconocida: dividir para vencer.
En Argentina, pese al desorden aparente en el escenario público, en el que el griterío histérico, las bravuconadas y el partidismo pretenden representar la realidad social misma, las cosas son medianamente transparentes para quienes no se dejan arrebatar la sensatez por la ilusoriedad que impone el poder mediático.
La estrategia corporativa es sencilla y brutalmente directa: mantener la «grieta» y, si es posible, mantenerla como una herida infectada, para que el odio y el dolor entumezcan el cerebro y la víctima de la operación sea incapaz de comprender sus propios intereses. De este modo, los poderes corporativos pueden engatusar a una parte importante de las clases medias, en muchos casos pauperizadas, y a los pobres, para que encarnen la defensa de los ricos apretando los dientes, y se enfrenten en su nombre a la otra parte de la población explotada, expropiada y dominada que, por el contrario, intenta un cambio de rumbo genuinamente democrático, más igualitario e incluyente.
En este sentido, aunque imprescindible, parece servir de poco la pedagogía política y el esfuerzo continuado por informar al desinformado sistemático, al que se nutre a través de las usinas mediática con toda clase de fake news, mentiras puras y duras, y detritus de entretenimiento producido para ese sector alienado de la población que parece haber renunciado enteramente a su responsabilidad ciudadana, entregándose de pies y manos al glamour y al chimento, cuando no a la aceitada «orientalización» psicopolítica que acompaña la usurpación por parte del «mercado» de la democracia, imponiendo sus prerrogativas, conspirando contra sus intereses, e intoxicando su funcionamiento institucional.
Durmiendo con el enemigo
Sin embargo, toda esta evidencia se vuelve misteriosamente un relato conspiranoide, objeto de burla por parte de los «iluminados oficiales»: los «periodistas serios e independientes», y esos otros, más que peligrosos: los «equidistantes».
Si no somos capaces de visualizar lo que se encuentra en última instancia en disputa: la vida misma, la de cada uno y la de todos, en el marco de una guerra global contra las poblaciones y la naturaleza, la verdad liberadora que supone reconocer el rostro desnudo de quiénes son nuestros «enemigos» (los que hambrean a nuestros hijos, los que hipotecan su futuro, los que expropian nuestros recursos, los que corrompen nuestras instituciones, los que nos endeudan, los que hacen que nuestra vida finita y sufrida de por sí, se convierta en calamidad continuada y cíclica) se convertirá en una fantasía esquizoide.
Pero no es una fantasía, ni es un síntoma esquizofrénico, es la verdad que explica nuestro sufrimiento colectivo, nuestra angustia existencial común, nuestro desamparo social, la violencia y la contaminación que nos rodea: la traición de las élites locales, unidas en un abrazo promiscuo con las élites globales, para garantizar la expropiación y sobreexplotación del pueblo que somos, independientemente de dónde hayamos venido, que memorias familiares guardemos en nuestros relicarios, o que color tenga la superficie de nuestra carne mortal.
El sistema mundial
En sus numerosos proyectos de redacción de El capital, Karl Marx enumeró en su formulación dialéctica el conjunto y el orden temático de los libros que compondrían eventualmente su investigación. Si echamos un vistazo a vuelo de pájaro sobre el índice provisional que en varias ocasiones dejó por escrito con modificaciones en sus apuntes y cartas, podemos hacernos una idea de lo que estamos hablando.
Los primeros libros de su proyecto debían abordar las determinaciones fundamentales en la que se exponen los conflictos de clase, en los que el capitalista, el propietario de la tierra y el trabajador asalariado (junto al ejercito de desempleados que le garantizan al capitalista la competencia feroz entre sus explotados y oprimidos) son los protagonistas iniciales. En este nivel, el foco está puesto en una sociedad capitalista concreta, encerrada dentro de sus fronteras estatales.
Ahora bien, esta es la primera falacia que groseramente nos impone el opinólogo liberal. Quiere hacernos creer que el fracaso concertado y continuado de las sociedades periféricas es fruto, o bien de la inmadurez civilizatoria de su población, o del desarrollo limitado de sus estructuras institucionales. Esto lo achacan a las resistencias populares que se oponen a los proyectos de «modernización» de sus élites explotadoras. Resistencias juzgadas por estas élites y la población colonizada que las acompañan, como culturalmente fascistoides, promovidas por políticos corruptos, con pretensiones tiránicas, que manufacturan poblaciones dependientes, clientelares, para perpetuarse en el poder.
Sin embargo, como apunta Marx, los Estados, como el argentino y otros latinoamericanos, no existen aislados. No son mónadas autosuficientes definidas exclusivamente en función de sus dinámicas internas. Se trata de sociedades subalternas, que existen en el marco de relaciones internacionales marcadas históricamente por desequilibrios geopolíticos y militares que han impuesto lógicas de expropiación, explotación y dominación enquistadas e introyectadas dentro de nuestras propias sociedades, y reflejadas en nuestras luchas de clase. Los Estados individuales conforman una totalidad, un sistema mundial. Ese sistema mundial está formado por Estados centrales y periféricos, de manera análoga al modo en el cual los mercados nacionales están formados por capitalistas, terratenientes y trabajadores.
De este modo, si queremos entender el repetido «fracaso» de la sociedad argentina, tenemos que ir más allá de las burdas críticas usuales que, de manera petulante, escupen los representantes locales del capitalismo global (hoy disfrazados de republicanos arendtianos o rawlsianos), quienes intermedian en la explotación de nuestra gente, hurtándoles sus derechos a la vida y a la promoción de sus vidas.
Personajes ilustres
Esta semana hubo dos sonadas intervenciones que merecen comentario. La primera tuvo como protagonista a ese personaje «ilustre», cuyo talento como actor no desmerece ni un ápice su mediocridad ciudadana: Oscar Martínez (un ejemplar «ilustre», repito, de esa banda de aclamados «artistas» internacionales que se han abierto camino denunciando los «populismos» latinoamericanos, olvidando que fueron las manos de ilustres «liberales», los que a lo largo de nuestra historia estrangularon los anhelos de la patria).
Por ese motivo, no me resulta fácil eludir los comentarios del actor quien, ante una periodista opositora, sedienta de «sangre peronista», confesó, con voz teatralmente entrecortada, que se encontraba desgarrado y había «perdido (literalmente) las esperanzas» en la Argentina el día en el que Alberto Fernández fue electo como presidente, dejando entrever que era la inmadurez e insensatez del pueblo, aparentemente incapaz de velar por sus propios intereses, lo que le producía desasosiego.
No creo que sirva de mucho enumerarle a Oscar Martínez las irrefutables variables que demuestran el enorme daño que la presidencia de Mauricio Macri infligió sobre el tejido social de la Argentina. Tampoco creo que serviría de mucho mostrarle que Mauricio Macri no fue el fruto casual o el descuido de un momento en la historia de nuestro país, sino más bien la encarnación en el siglo XXI de un proyecto político (cívico-militar en su momento) basado, literalmente, en la construcción de una sociedad desigual y excluyente que asegure a las clases dominantes el funcionamiento de un aceitado mecanismo de acumulación de riqueza a costa de las grandes mayorías. Un proyecto político en el cual, los «dueños» de la patria, exigen del Estado un servicio exclusivo para sí mismos.
Nada de esto parece conmover a Martínez. Su odio «antiperonista», como el de muchos otros floridos representantes del honestismo nacional, lo ha convencido de que el problema del país son «ciertos argentinos» (muchos, la inmensa mayoría) que, atormentados por la miseria, los golpes de Estado, las masacres, las detenciones ilegales, las desapariciones, los ajustes estructurales, los corralitos, las devaluaciones, el endeudamientos y re-endeudamiento sistemático, la fuga de capitales, los programas reciclados de austeridad, la injusticia de la Justicia, la discriminación, la represión feroz, la arbitrariedad, los privilegios, etc., siguen anhelando un país más justo e igualitario. Esos argentinos, y no aquellos otros, los que se dicen «dueños de la patria», son, de acuerdo con la historia contada por Martínez, los culpables de ese fracaso tan sonado que es, según sus palabras, la Argentina.
¿Civilización o barbarie?
Pero, estos personajes ilustres tienen sus representantes políticos. No están solos. Tuvieron sus gobiernos, y hoy tienen en las Cámaras de representantes un número importante de diputados y senadores que hablan en su nombre. Tienen jueces y fiscales que les hacen el trabajo sucio en los tribunales, y una larga lista de periodistas que sirven en sus corporaciones mediáticas, preparados para mentir u ocultar la verdad cuando lo exijan las circunstancias.
Ahora bien, lo que no parece entender Oscar Martínez es que el pueblo llano, el que intenta protegerse ante la brutalidad del poder global y local, saqueador y genocida, también busca y encuentra a sus representantes, tan genuinos y legítimos como a quienes a él aplauden en sus performances, o halagan con sus críticas. De modo que su republicanismo acaba siendo tuerto. Tiene algo así como un «límite estomacal» que le impide aceptar a ese pueblo que lo interpela y lo hace estremecer cuando ejerce su voluntad de resistencia. Oscar Martínez, por lo tanto, no es un hombre solitario ofreciendo sus opiniones, sino más bien una suerte de ventrílocuo de los poderosos, escudado, eso sí, detrás de esa mascarada «cultural» tan usual entre las derechas locales.
La liberté enfin!
En simultáneo con las declaraciones de Martínez, Mauricio Macri estaba llegando a París, de turista o en fuga (quién sabe). Como otros héroes coloniales del pasado, como otros virreyes de nuestra historia, al aterrizar en el aeropuerto Charles De Gaulle, él tampoco pudo contener su emoción. Después de todo, por fin estaba a salvo: lejos de ese pueblo que no concita ya esperanza. Entusiasmado, exclamó a los periodistas una frase con este espíritu:
«¡Por fin un país civilizado! ¡Por fin la libertad!»
En el obelisco, mientras tanto, muchos ciudadanos del talante de Oscar Martínez se manifestaban con pancartas contra toda clase de cosas: la cuarentena, los ataques a la libertad de expresión, el avasallamiento contra el poder judicial, los ataques extraterrestres, George Soros, la próxima vacunación global contra el Covid-19, C5N, los bolsos de López, el aborto, las prisiones de los militares genocidas, y por sobre todas las cosas, Cristina Fernández (de Kirchner), la vicepresidenta de la Nación, considerada la encarnación misma del mal.
Así son las cosas: los Oscar Martínez comparten con los neonazis, los anarco-liberales y los declamadores de la división de poderes, el mismo odio antikirchnerista, antiperonista, antipopular, el mismo reclamo de mano dura, la misma pasión meritocrática creída de sí misma, el mismo moralismo hipócrita que en otros lugares del planeta están conduciendo, de manera aparentemente inexorable, a un nuevo ciclo de dominio neofascista.
En definitiva, la «República» mayúscula que reclaman puede ser muchas cosas interesantes, pero no es LA solución que estamos buscando para enfrentar los problemas que tenemos delante si no llevamos a cabo las transformaciones estructurales en el orden de nuestras relaciones sociales que superen o al menos contengan los efectos devastadores que genera la lógica inherente que impone el capital sobre todos nosotros. Como mucho, será una decoración más acorde para nuestro funeral.
Esas transformaciones no caerán del cielo. Habrá que salir a buscarlas.
SEGUNDA OLA
Escribí el presente artículo pensando en la «nueva normalidad» que estábamos intentando construir cuando finalizó en Europa la primera ola de contagios.
Creo que es muy importante, pese a la enormidad y la excepcionalidad que supone la amenaza de la pandemia, no fetichizarla. La pandemia no es la causa última de la crisis planetaria que hoy enfrentamos, sino un elemento que, como un significante vacío, parece contener todas las crisis.
El texto está dividido en tres partes:
1. En la primera parte, titulada «Regreso al mundo feliz», en alusión a la novela de Huxley, me refiero precisamente a la pandemia en relación con la crisis planetaria del capitalismo neoliberal, una crisis que algunos autores como William I. Robinson han llamado «una crisis de la humanidad». De modo que el «mundo feliz» al que pretendemos regresar no es otro que el de la violencia, la exclusión y la degradación medioambiental.
2. En la segunda parte, titulada «Comer, rezar, amar», que hace referencia a la película de 2016, dirigida por Ryan Murphy y protagonizada por Julia Roberts, abordo, brevemente, la cuestión del gnosticismo y de la «orientalización» de nuestra cultura en términos críticos, especialmente, la tentación de fabricar un refugio interior en clave narcisista (un «palacio de cristal»).
3. En la tercera parte, titulada «Ciudad de cristal», que hace referencia a la primera historia narrada por Paul Auster en Trilogía de Nueva York, lo que me interesa es la verdad. Mi crítica está dirigida al posmodernismo y al neoliberalismo, que yo considero las dos caras de la embestida nihilista en el ámbito de la cultura y la economía-política. A partir de ahí, abogo por un regreso a versiones fuertes de realismo, con el fin de enfrentar la multiplicación ad Infinitum de relatos ex-carnados que acaban siendo serviles a los proyectos de explotación, expropiación y dominación.
Después de la nerviosa alegría que supuso para algunos salir del confinamiento, regresa el temor al contagio y el desconcierto ante un futuro que vuelve a oscurecerse. Es difícil discernir lo que nos espera, y la redención que la ciencia promete con una pócima universal que nos proteja del virus, ahora sabemos, se hará esperar.
Pero en río revuelto, ganancia de pescadores. No es cierto que la pandemia nos haya afectado a todos del mismo modo. Wall Street y Sillicon Valley se llevan la palma, mientras los jugadores de la economía fósil se enfrentan a un cambio tecnológico que no los hará desaparecer, pero los convertirá en representantes de un modelo superado, que convivirá «felizmente» con la economía basada en la nueva tecnología robótica y verde, como los talleres o fábricas del siglo XIX que funcionan en Bangladesh o México, conviven con la tecnología «inteligente» con la cual se gestiona la comercialización global de los productos manufacturados con población cuasi-esclava.
Es un error, sin embargo, considerar que es el Covid-19 el que ha producido el descalabro. Evidentemente, ha acelerado el proceso, pero la crisis era ya un hecho incontestable antes de que se anunciara el confinamiento en Wuhan.
1. Crisis política y geopolítica que había desatado ya nuevas formas de violencia y reivindicaciones étnico-nacionalistas, religiosas y de otras índoles, amenazando las estructuras jurídico-políticas sobre las cuales se construyó el orden global. Crisis de legitimidad también de los estamentos supranacionales y su arquitectura de gobernanza global. Crisis que anunciaba en Siria, por ejemplo, o en la guerra comercial declarada en tiempos pre-pandémicos, el peligro de una nueva conflagración bélica mundial. (Y un buen día, volvimos a hablar, como ocurría en plena Guerra fría, de la amenaza atómica, nuclear).2. Crisis social, económica y financiera. Evidenciada en la creciente desigualdad que autores como Piketty o Streeck han descrito de manera detallada y elocuente. No se trata ya de pensar el fenómeno de la pobreza y la exclusión, sino de algo más ominoso, peligroso, desafiante para nuestros ideales genuinamente democráticos: las corporaciones globales, dotadas de un poder divino, que convierten a los Estados en pigmeos intentando contener a Gulliver. Estados finalmente rendidos a las prerrogativas de esas corporaciones globales que marcan la agenda planetaria, imponiendo sus condiciones para facilitar y acelerar sus procesos de acumulación, extendiendo sus tentáculos hasta convertir en indiscernibles los límites de lo público y lo privado, lo común y lo apropiable, en una nueva fase de explotación y expropiación que profundiza las diferencias entre los superricos y los superpobres.3. Crisis medioambiental. Evidenciada en la misma pandemia, que ha puesto de manifiesto que la apropiación sin límites del capital de todos los recursos económicos y no económicos con el fin de ponerlos al servicio exclusivo de la acumulación acaba disolviendo peligrosamente las fronteras entre la economía, la reproducción social, la política y la naturaleza, destruyendo con ello las condiciones mismas de posibilidad del propio capitalismo.
Es cierto, sin embargo, que estas crisis han acelerado su evolución con la pandemia, conduciéndonos a una situación de tremenda peligrosidad. La crisis de la economía real ha puesto en jaque al poder financiero que exige nuevos sacrificios para mantener en movimiento los ciclos de acumulación de capital ficticio. Como en el pasado, la recesión exige remedios extremos. La imposibilidad fáctica de avivar el consumo de bienes a través de las usuales fórmulas keynesianas diseñadas para estas lides, y ante lo inoportuno de otro ciclo de inversión en infraestructuras, la respuesta del cambio tecnológico ofrece algún respiro, pero la guerra parece la apuesta más fuerte del capital financiero para el futuro inmediato.
De este modo, vemos como, aquí y allá, lo que crece de manera desproporcionada e incomprensible para el público llano, es la inversión en armamentos. El mundo se prepara para la guerra. Es un hecho, y las tensiones con China y Rusia no auguran nada bueno.
Entre otras cosas, para los países periféricos, que parecen estar en la antesala de otra fase de expropiación neo-imperial que, en América Latina, toma forma aceleradamente en el imaginario de las derechas regionales, cada vez más engranadas con el discurso negacionista global, y cada vez más racistas y discriminadoras, los peligros parecen hacer sombra a la oportunidad de un cambio sustantivo.
Comer, rezar, amar
En medio de este terremoto planetario, la «gente» busca refugio en su interior. No es la primera vez. Como ocurrió durante el período de decadencia del imperio romano, los gnosticismos se multiplican, ahora provistos de un nuevo esoterismo cientificista que reclama de sus adherentes un respeto pontificial.
Obviamente, no son nuevas las ofertas religiosas y espirituales que se disputan en el mercado nuestras mentes. El neoliberalismo exigía una subjetivación a la medida de sus prerrogativas. Al empresario de sí mismo, al emprendedor perpetuo e incansable en el que transformó a todo trabajador, a la flexibilidad ilimitada que le impuso para poder extraer una plusvalía cada vez más grande con el fin de equilibrar la brutal competencia y la aceleración que impone el cambio tecnológico, había que ofrecerle una compensación interior que resultara inocua en términos políticos. Las nuevas espiritualidades y la cultura del cuidado de sí han estado a la altura de las necesidades del capital, especialmente en las sociedades centrales, hoy profundamente orientalizadas.
El nuevo sujeto aspira a «comer, rezar y amar», pero con un toque de narcisismo que garantiza el consumo de los productos espirituales a las élites privilegiadas y a las clases medias acomodadas, sin producir efectos colaterales: «culpa» o responsabilidad ante la catástrofe que nos enfrenta.
En la película de 2016, dirigida por Ryan Murphy, y protagonizada por Julia Roberts, titulada en España Come, reza, ama, y en América Latina Comer, rezar, amar, el personaje central, Elizabeth Gilbert, la autora del best-seller en el que se basó la película, cuenta la historia de su despertar espiritual.
Dice Wikipedia: «Elizabeth Gilbert (Julia Roberts) tenía un esposo, una casa preciosa y una exitosa carrera profesional. Pero, un día se preguntó qué deseaba realmente en su vida y decidió dejarlo todo para viajar durante un año. Y así fue como comió en Italia, rezó en India y amó en Indonesia».
Hete aquí el misterio de la existencia humana que tiene para revelarnos Hollywood. Lo importante: (1) el cuidado material al que se refiere el «comer» del título se reduce a pasearse comiendo platos italianos rodeado de amigotes de viaje que nos enseñan a distinguir un buen vino o una buena mozzarella de una menos buena; (2) el «rezar» que lo acompaña se reduce a practicar en un ashram indio una meditación anodina, mirándose el ombligo, con el fin de acceder al «palacio interior» donde el yo encontrará su deleite, y pasar el resto de la jornada lloriqueando y haciendo penitencia por los pecados amorosos del pasado: y (3) el «amor» con el que cierra el ciclo se reduce a un buen contrato sin compromisos en Bali con un divorciado de nuestra misma clase y recursos.
La ciudad de cristal
En «City of Glass», la primera historia narrada por Paul Auster en Trilogy of New York, nos encontramos con una filosofía de lo residual a la que vale la pena volver a echarle un ojo.
En uno de sus encuentros con Quinn (el escritor de novelas de detectives), Peter Stillman Sr. le cuenta el trabajo que está realizando del siguiente modo:
«¿Qué ocurre cuando una cosa ya no cumple su función? ¿Es aún la cosa, o se ha vuelto algo diferente? Cuando destripas la tela de un paraguas, ¿sigue el paraguas siendo un paraguas? Lo abres, te lo pones sobre la cabeza, caminas hacia la lluvia, y te empapas. ¿Es posible seguir llamando a este objeto un paraguas? En general, eso es lo que hace la gente. Llega hasta el punto de decir que el paraguas está roto. Para mí este es un serio error, el origen de todos nuestros problemas. Porque, debido a que no puede ya seguir realizando su función, el paraguas ha dejado de ser un paraguas. Puede parecer un paraguas, puede que haya sido antes un paraguas, pero ahora se ha transformado en algo diferente. La palabra, sin embargo, permanece igual. Por lo tanto, no puede seguir expresando a la cosa. Es imprecisa; es falsa; oculta la cosa que supone tiene que revelar. Y si no podemos siquiera nombrar un objeto común, cotidiano que sostenemos en nuestras manos, ¿cómo esperamos hablar de cosas que verdaderamente nos conciernen? A menos que empecemos a encarnar la noción de cambio en las palabras que usamos, continuaremos estando perdidos».
Según Stillman, entonces, su tarea consistía en crear un nuevo lenguaje, inventar nombres para todo lo que estaba roto en la «ciudad de cristal» (New York), una ciudad abyecta y desesperada, caótica, habitada por gente rota, cosas rotas, pensamientos rotos. Un mundo que se había convertido en pilas y pilas de basura. Para ello debía recoger los fragmentos aparentemente inservibles, desperdigados en la ciudad, con el propósito de darles un nuevo sentido, bautizándolos con nombres que le otorgasen una nueva función.
La ciudad descrita por Stillman se asemeja mucho a nuestro mundo, y la tarea que él mismo se autoimpuso nos dice algo del desafío que tenemos por delante. Vivimos en un mundo roto, habitado por gente rota, cosas rotas, pensamientos rotos. Un mundo donde impera la injusticia y la violencia, un mundo de explotación sistemática, expropiación y dominación. Un mundo donde la desesperación que produce la miseria, contrasta con el narcisismo de una plutocracia indiferente. Un mundo donde las palabras que usamos para decir las cosas, han dejado de servirnos.
Aunque es cierto que la pandemia ha puesto de manifiesto la incongruencia entre las palabras y las cosas, a ese proceso de devaluación ha contribuido principalmente en nuestra época el capitalismo financiarizado y su contracara cultural, posmoderna.
El neoliberalismo y el posmodernismo destruyeron el sentido del dinero y las palabras. Pervirtiendo todos los significados, hurtando el sentido de nuestros bienes comunes, transvaluando todos los valores.
En este contexto, no resulta sorprendente lo que ocurre con el orden institucional de nuestro sistema de relaciones sociales. Muy especialmente con la justicia y la prensa que se hace llamar «libre». Las «fake news» y las operaciones judiciales y mediáticas son, en el ámbito de la cultura, lo que la especulación financiera es en la economía. Al perder el contacto con la realidad concreta, al desarraigarse enteramente de la experiencia fáctica, del dato objetivo, las palabras pueden multiplicarse hasta el infinito sin tener que rendir cuentas a nadie sobre su verdad, de modo semejante al cual el capital financiero puede multiplicarse hasta el infinito, sin necesidad de crear un solo gramo de riqueza genuina.
Para acabar con el neoliberalismo tenemos que acabar con el posmodernismo. Y para ello debemos recuperar, con todas las precauciones que exige el caso, una versión fuerte de la verdad, que no necesita ser sustantiva, pero que exige exponerse a una validación semejante a la que impuso el patrón oro al dinero antes de que comenzara el ensueño prometeico de los popes del capitalismo financiero y sus aliados posmodernos foucaultianos y derridianos.
La pandemia nos ha obligado a enfrentarnos cara-a-cara con las contradicciones inherentes de nuestro sistema de relaciones sociales injustas. La respuesta no puede ser un regreso nostálgico a un pasado «feliz» que nunca existió, ni la fabricación egotista de un «palacio interior», como nos proponen los gnosticismos en boga.
MEDITANDO LA PANDEMIA
Introducción
En esta cuarta y última entrega sobre la meditación, redactada especialmente para los participantes del seminario que estamos impartiendo virtualmente, comenzaré refiriéndome, una vez más, a las extraordinarias circunstancias que estamos viviendo, intentando echar luz sobre el pasado para entender cómo hemos llegado adonde estamos, y los futuros alternativos que podemos realizar.
Después de todo, de eso se trata en última instancia el budismo, como cualquier otra tradición filosófica o espiritual: explicar nuestra condición presente de manera convincente, y dar cuenta de lo que podemos esperar. En el caso del budismo, el concepto clave es la noción de karma, que no es otra cosa que la ley de la causalidad. Los fenómenos, las circunstancias en nuestras vidas, el mundo en el que nos toca vivir, y el futuro que nos espera, individual y colectivamente, no es el resultado azaroso de una combinatoria caprichosa de eventos. El mundo en el que vivimos es el resultado de causas y condiciones cuya lógica se juzga ineluctable.
Karma quiere decir acción. Eso significa, de acuerdo con el budismo (y también para el cristianismo) que son nuestras propias acciones individuales y/o colectivas, informadas éstas por nuestras intenciones, articuladas a la luz de nuestras visiones del bien (nuestras concepciones acerca de lo bueno, lo justo, lo significativo, y lo que se le opone), las que conducen a resultados que valoramos positivamente, o lo contrario.
Por lo tanto, hay tres elementos que debemos tomar en consideración para juzgar la cualidad ética de una acción.
Lo primero es el horizonte u orden moral en el cual nos movemos. O, para decirlo de otro modo: el escenario moral que habitamos. ¿Qué es bueno en nuestro «universo moral»? ¿Cuáles son las visiones del bien que informan el sentido moral en nuestras vidas? ¿Qué es lo que consideramos que hace una vida buena?
Un individuo puede creer que una vida significativa consiste en lograr poder, riqueza, placer y reconocimiento. Otra persona considera que una vida es genuinamente significativa cuando está subsumida u organizada bajo principios de justicia y amor.
Llegado el caso, la persona que ha puesto entre sus bienes más preciados el poder, la riqueza, el placer y el reconocimiento, puede acabar renunciado a los principios de justicia y amor para lograr su propósito, mientras que la persona que organiza su vida en función de la visión de justicia y amor, puede renunciar a los anteriores para estar en acuerdo consigo misma.
De igual modo, cuando el primer individuo pierde su influencia, o se encuentra con una riqueza mayor a la suya propia, o descubre que sus sentidos ya no le proporcionan el placer que deseaba debido a la enfermedad, la vejez o el hastío, o ya no concita el respeto que antaño le prodigaban sus pares, no solo descubrirá que su satisfacción ha sido coartada, sino que el sentido mismo de su vida estará puesto en cuestión.
En cambio, para el segundo individuo, aún cuando su existencia pueda estar marcada por el infortunio, el sentido de su vida no estará determinado enteramente por esas circunstancias, porque este está basado en un ideal moral que convierte todos esos otros bienes en secundarios, hasta el punto de que el individuo renunciará a ellos si, para lograrlos, debe traicionar sus principios morales.
Esto nos lleva al segundo elemento que tenemos que tener en cuenta para entender nuestras acciones. En los casos concretos, podemos comenzar preguntándonos si las intenciones que informan nuestra actuación coinciden o están alineados con las visiones del bien que orientan nuestras vidas. O hasta qué punto están en coincidencia con estas visiones. O si, por el contrario, estamos traicionando nuestros principios, u olvidando lo que consideramos genuinamente bueno y justo, con el fin, quizá, de satisfacer un deseo pasajero, o protegernos de un temor.
Es muy importante ser claros con nosotros mismos. Las visiones del bien que informan nuestras vidas suelen ser muy demandantes. Seguir la voluntad de Dios, respetar principios universales, organizar nuestra vida racionalmente, defender la libertad, igualdad y fraternidad, liberarnos de la ignorancia y las emociones negativas, o actuar para el beneficio de todos los seres, no son logros que se encuentran a la vuelta de la esquina.
Incluso si deseamos pasar enteramente de las reglas morales y vivir exclusivamente en función de nuestros deseos y temores, la tarea no será fácil. Abocados exclusivamente a satisfacernos y a protegernos, habiendo renunciado enteramente al bien y a la justicia en cualquiera de las versiones disponibles, no podemos exigírselas a nuestros congéneres (excepto de manera hipócrita). Ni siquiera a quienes comparten con nosotros su intimidad.
Ahora bien, si nos comprometemos genuinamente con algún principio moral rápidamente descubrimos que son muchas las ocasiones en las que no estamos enteramente a la altura de los bienes morales que anhelamos encarnar, que nuestras intenciones no se condicen con nuestros más profundos anhelos, pero que las pulsiones, las emociones negativas, los hábitos destructivos arraigados en nuestro comportamiento, tienen una fuerza aparentemente irresistible.
¿Qué hacer entonces? ¿Reconocer nuestras limitaciones y seguir trabajando para acercarnos a nuestro ideal moral, o cambiar nuestros ideales morales para que se acomoden a nuestras pulsiones, emociones negativas y hábitos destructivos para evitar la incomodidad o el malestar que supone no estar a la altura de esos ideales?
En una sociedad emotivista, cuyo objetivo es el bienestar psicológico superficial de los individuos y la satisfacción frívola de todos sus deseos, incluidos aquellos que no son conducentes al bienestar psicológico profundo que anhelan, la opción más efectiva es cambiar los ideales para evitarnos ese malestar. ¡Extirpemos la culpa de nuestras vidas!
Si llamamos «culpa» a la respuesta patológica, obsesiva y autoflagelante que surge a raíz del conflicto de no haber hecho lo que uno creía que debía hacer, la culpa no tiene sentido. No necesitamos una respuesta patológica, obsesiva y autoflagelante.
Pero si la culpa significa que uno no se siente cómodo por haber hecho algo que esperaba no hacer debido a que consideraba esa acción como contradictoria con su visión del bien, entonces no veo de qué modo, si queremos ser personas adultas (es decir, responsables), podamos prescindir enteramente del sentimiento de culpa. Yo iría un paso más allá, y me preguntaría si es deseable la extirpación de la culpa enteramente.
Es curioso lo que ocurre en nuestras sociedades actualmente. Analizar el lugar que ocupa la culpa en nuestras vidas resulta muy ilustrativo y nos permite radiografiar el ethos, o carácter de nuestra sociedad, de manera muy sugerente y afinada.
Por un lado, el mandato consiste en no sentirnos culpables por entregarnos a nuestros deseos y actuar en función de nuestros temores más primitivos. El consumismo se ha convertido en el motor privilegiado de nuestra economía, y las reacciones de aversión social crecen proporcionalmente al temor que infunde nuestra precariedad generalizada. Se nos pide que no tengamos miramientos ni segundos pensamientos a la hora de satisfacer nuestros deseos y que no pidamos disculpas por nuestras brutales respuestas de aversión. Sin embargo, no solo tenemos derecho a ser felices y a no sufrir, sino que estamos obligados a ello.
Al mismo tiempo, se nos ofrecen patrones de comportamiento y modelos de identidad que resultan tan demandantes como los bienes morales tradicionales. La importancia de tener una apariencia corporal atlética se ha vuelto tan demandante que hay una explosión enloquecida de actividad deportiva que linda con la demencia.
Esta obsesión por mantener el cuerpo a tono y la apariencia en los estándares establecidos se acompaña con un conjunto de prohibiciones que conducen a un compromiso con la pureza que se refleja en nuevas dietas y hábitos alimenticios que, sin ser en sí mismos criticables, conducen a toda clase de patologías psicológicas y espirituales de las que hablaremos más abajo.
En el mundo del trabajo, nuestros portfolios personales no son menos demandantes. La actividad frenética dirigida a posicionarnos en un mercado cada vez más competitivo e inescrupuloso nos obliga a reinventarnos continuamente, acumulando conocimientos y experiencias, e incluso subsumiendo nuestros hobbies y vivencias individuales a la utilidad que las mismas pueden tener en el mercado laboral en el cual nos mercantilizamos.
El mercado capitalista puede resultar tan exigente como cualquier otro fundamentalismo. Y de igual modo que ocurre con las sociedades tradicionales, su totalitarismo está basado en la ubicuidad de sus criterios morales. Si echamos un vistazo a las iglesias, las organizaciones religiosas, o las universidades, para poner solo unos pocos ejemplos, lo primero que llama la atención en sus organigramas es que la gestión administrativa y financiera ocupa un lugar más relevante que el que ocupan los sacerdotes, los monjes, docentes y profesores. A estos últimos se los pueden mantener en la más grosera precariedad, mientras que los gestores son recompensados con salarios competitivos y mayor estabilidad. Los directores de las organizaciones religiosas entienden y se refieren a sus actividades como las de un CEO, y la cadena de decisiones se establece con la misma jerarquización y arbitrariedad que asumen las organizaciones corporativas.
En estos contextos, lo que se valora, una vez más, son los portfolios competitivos, efectivos en el valor mensurable en términos productivos, incluso si esos portfolios son manufacturados de espaldas o en abstención de cualquier criterio de moralidad, incluso los que estas organizaciones dicen promover explícitamente y para las cuales han sido constituidas.
El tercer elemento a tener en cuenta son las consecuencias de nuestras acciones. Vivimos en una sociedad que parece negarse sistemáticamente a evaluar el presente en función del pasado en el cual la actualidad echa sus raíces.
La historia sirve para entender quienes somos, por la sencilla razón de que nos obliga a reconocer los procesos causales que configuran la realidad presente. Para el budismo, como para otras doctrinas filosóficas y religiosas, somos efectos de nuestro pasado, y nuestras acciones presentes nos proyectan al futuro determinándolo. Nuestras acciones definen nuestra identidad, definen nuestro futuro, al tiempo que clausuran o descartan otras alternativas potenciales que nuestras decisiones han dejado de lado.
Sin embargo, no queremos saber por qué razón sufrimos individual y colectivamente. La sociedad, infantilizada, se niega a reconocer la parte de responsabilidad que le corresponde cuando surgen problemas.
Las catástrofes colectivas parecen maldiciones divinas. Parecen caídas del cielo. Cuando se intentan contextualizar los problemas, la respuesta ciudadana es de hartazgo e impaciencia. Se exigen soluciones técnicas, no políticas. Esta despolitización está estrechamente conectada con la deshistorización sistemática. Vivimos en un estado de negación permanente.
En las sociedades contemporáneas, nadie puede excusarse afirmando que no está informado. Si hay algo que caracteriza nuestra cultura es la completa transparencia que supone el mundo digital al que estamos prácticamente todos conectados. Tenemos información suficiente para saber de dónde vienen los problemas. Sin embargo, necesitamos un elemento más que no es fácil de adquirir. Se trata de cultivar el interés y la voluntad de prestar atención a las causas inmediatas y últimas de los problemas que enfrentamos. Si los medios masivos de comunicación y las redes sociales nos engañan es, en parte, porque deseamos ser engañados.
Pensemos en la lógica subyacente de la publicidad. No se trata de engañar al posible consumidor, sino de entrar en una cierta complicidad con él. Ambos sabemos que la fotografía y el eslogan utilizado para promocionar la mercancía no se corresponde a la realidad. Lo sabe el publicista que diseña la campaña, y lo sabe el comprador del producto que accede a jugar con el publicista para participar en el juego del consumo. Eso que es válido para el consumo de mercancías, es también válido para la política y el mundo de las ideas y la cultura.
La pandemia ha acabado convirtiéndose en un ensayo extraordinariamente sugerente en este sentido. No solo al comienzo de la catástrofe, cuando el establishment se negaba a aceptar la evidencia de su expansión trepidante, sino en cada uno de sus estadios.
Día tras día, fuimos impiadosamente manipulados por los poderes en pugna, bombardeados con información contradictoria, hasta el punto que, llegados adonde estamos, la población ha tirado literalmente la toalla. No sabemos exactamente lo que está ocurriendo y, en parte, ya no nos interesa saberlo, porque la cacofonía de mensajes contradictorios ha logrado penetrar nuestro sistema de evaluación, convirtiendo todas las interpretaciones en irrelevantes.
Lo que queda, para la mayoría de la población, es el alineamiento emotivista y partidista, la arbitraria anuencia a una u otra posición en el debate, y los hechos consumados, que acaban transformando nuestra libertad en una ilusión, al obligarnos a actuar como una manada.
Aprender a meditar en tiempos de pandemia
Lo que al comienzo parecía una oportunidad para transformar nuestro mundo, convirtiéndolo en un lugar más amable y justo, no solo para los seres humanos, sino también para otros seres que lo habitan, ha ido convirtiéndose en la revelación de un destino cada vez más ominoso.
El momento actual es especialmente peligroso. Mientras en algunas sociedades europeas la población vuelve a las calles para recuperar la «libertad» confinada durante tantos meses, la Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que nos encontramos a las puertas de una nueva ola de contagios. La transmisión del virus se acelera.
En otras latitudes hay líderes políticos, como Trump o Bolsonaro, que hacen oídos sordos frente a las advertencias, con el fin de mantener en funcionamiento la maquinaria capitalista, pase lo que pase. Las víctimas mortales se multiplican, los contagios crecen en forma exponencial, poniendo en riesgo a la totalidad de la población mundial.
En otros países, los gobiernos se esmeran en contener la transmisión, pero el esfuerzo parece inútil sino consensuamos una política global que garantice una coordinación adecuada de las acciones de prevención, y una repartición equitativa de los recursos. Recordemos que, durante el pico de la pandemia, incluso dentro de la Unión Europea, nos enteramos de las estrategias arbitrarias y traicioneras para proveerse cada Estado con los insumos y la tecnología necesaria, incluso a desmedro de sus socios comunitarios.
Por otro lado, además de la descoordinación e ineficiencia en la gestión de la crisis, y la competencia inescrupulosa y poco solidaria de los gobiernos, hemos sabido de decisiones sistemáticas por parte de los responsables políticos que vulneraron los derechos fundamentales de los ciudadanos. Desde Suecia hasta España, pasando por Gran Bretaña, Países Bajos, Francia o Italia, mientras los voceros escenificaban sus informes y lanzaban mensajes emocionales a la población para mantener el ánimo elevado, los gestores diseñaban e incluso implementaban en algunas instancias estrategias de contingencia que flagrantemente violaban los derechos humanos de varios colectivos, especialmente, ancianos y otros grupos vulnerables. Como señalaba un buen amigo hace unos días, el caso de las residencias en España (que involucra especialmente a los gobiernos autonómicos de Madrid y Catalunya) exigirá una suerte de Tribunal de Núremberg en un futuro próximo.
Además, hemos descubierto que una porción nada desdeñable de la ciudadanía de los países avanzados defiende abiertamente estrategias de darwinismo social, especialmente en aquellos sectores privilegiados que no están obligados a lidiar en primera línea con el peligro de contagio.
En su momento argumenté que la crisis humanitaria desencadenada por el Covid-19 desnudaba, entre otras cosas, una pugna inter-capitalista, protagonizada por los sectores dependientes de la economía fósil, y los sectores basados en la llamada economía verde y cognitiva. Por supuesto, la caracterización fue una burda simplificación que no era más que un bosquejo cartográfico para pensar las tensiones que la pandemia había puesto al descubierto.
Para ilustrarlo comenté a varios amigos lo emblemático de la batalla mediática entre Donald Trump y Bill Gates. Como es sabido, Trump acusaba a la OMS de estar al servicio de China, con quien había mantenido una guerra comercial y una seguidilla de escarceos beligerantes en torno a la tecnología 5G antes de que se desatara la pandemia. En ese contexto, Trump decidió retirarle el apoyo a la Organización Mundial de la Salud en plena crisis, lo cual implicaba un duro golpe. Veinticuatro horas después, el matrimonio Gates anunció que ellos se harían cargo de la cuenta y las propinas correspondientes.
Este rifirrafe entre el personaje Trump, asociado a la economía fósil y al negacionismo medioambiental, y Gates, asociado en nuestro imaginario a la cultura de Sillicon Valley y la economía verde, me llamó la atención. Pero como dije en su momento, nada sería más desencaminado que adjudicar a alguno de estos personajes una autoridad moral, como la que pretende encarnar Gates, y que buena parte de la prensa progresista parece concederle ante las expresiones de fobia irrefrenables del actual residente de la Casa Blanca.
Como señala el filósofo esloveno Slavoj Zizek, la desintegración del modelo de capitalismo global que estamos presenciando no es más que otra escena en un proceso de incesante mutación que nos está conduciendo a un nuevo esquema de relaciones sociales de dominación. Mi propósito en esta entrada no es analizar esta mutación, ni explicar las contradicciones inherentes que han conducido a esta situación, sino llamar la atención del marco estructural donde se están produciendo ciertas mutaciones culturales destacables, entre las que se encuentra el auge de ciertas prácticas originadas en doctrinas budistas y gnósticas que, curiosamente, parecen confluir con estas transformaciones estructurales que estamos viviendo.
Pero antes de entrar de lleno en esta discusión, quisiera introducir la interpretación del pensador esloveno, que en parte coincide con mi propia interpretación de la crisis y puede ayudarnos a contextualizar mi reflexión sobre las nuevas prácticas de subjetivación que nos propone el modernismo budista y otras semejantes.
En una entrevista que concedió a la cadena de noticias Russia Today (RT), Zizek comenzó explicando que la pandemia del Covid-19 no debía interpretarse exclusivamente como una crisis sanitaria, sino más bien política, y en un sentido sustantivo. Ante lo que nos encontramos, nos decía Zizek, es ante el despliegue de «mundos alternativos» que el poder nos ofrece como respuesta a la crisis que estamos viviendo. De manera muy semejante a lo que vengo argumentando de un tiempo a esta parte, Zizek señala que existen dos modelos aparentemente en disputa a los que tenemos que prestar atención.
Por un lado, efectivamente, el que nos proponen personajes como Trump o Bolsonaro, que encarnan al capitalismo en su expresión «bárbara». Como decíamos más arriba, la máquina capitalista de producción, distribución y realización del capital no debe detenerse, y para ello debemos estar preparados a hacer lo que sea necesario y sacrificar a quien sea para lograrlo. Aquí no cabe sorpresa alguna. La sociedad estadounidense está acostumbrada a este tipo de ideario. Después de todo, enviar a «nuestros muchachos» a la guerra no es una práctica inusual del Imperio. Y como señaló explícitamente en su momento el gobernador de Texas refiriéndose a los mayores de 65 años, estos deberían estar preparados para sacrificarse por la patria (mantener la economía en funcionamiento para el bienestar de los más jóvenes).
Frente a este barbarismo inescrupuloso, la alternativa progresista es crear «burbujas de protección», un futuro de distanciamiento social que Arundhati Roy ha denunciado como una vuelta de tuerca del sistema de castas que rige en su país, pero también una evidencia de la nueva lucha de clases que se impone en las sociedades liberales.
Son muchos los que han llamado la atención sobre la lógica subyacente del confinamiento. La consigna es protegernos para proteger, quedarse en casa, guardar la distancia social. Sin embargo, el problema es que alguien debe estar fuera para que nuestro aislamiento sea sostenible. Un ejército de cuidadores debe exponerse al contagio para que otros puedan garantizar un aislamiento higiénico. David Harvey es uno de los pensadores que ha identificado este aspecto de la pandemia. Hay un «otro», hasta ahora invisible, que el Covid-19 ha puesto al descubierto. Ese otro está compuesto por el conjunto de asalariados, la mayor parte de ellos precarizados e incluso inmigrantes, que garantizan nuestra provisión de alimentos, salud y servicios básicos.
Es evidente que no podemos volver al pasado, ni estamos preparados en este momento para manufacturar una «nueva normalidad». Y la razón de esta imposibilidad es que no hay soluciones posibles a la vista para los problemas que enfrentamos. En cualquier caso, si las hubiera, esas soluciones deberán pasar por una reorganización total de nuestras vidas.
1. En primer lugar, porque el Covid-19, como señala la OMS, no ha dicho su última palabra, la transmisión se acelera, las mutaciones del virus siguen siendo amenazantes, no hay una vacuna en el horizonte, y su distribución no está aún decidida.
2. En segundo término, porque el Covid-19 ha sido solo una suerte de ensayo, largamente anticipado, que nos ha permitido medir el tamaño de las catástrofes de todo tipo que se asoman en el horizonte.
3. En tercer lugar, porque entre esas catástrofes que nos acechan, algunas son inminentes, como las hambrunas que empiezan a dibujar su sombra sobre el planeta. La producción y la distribución de alimentos no están garantizadas. Mucho menos con el actual modelo de relaciones sociales que concede a las grandes corporaciones un poder prácticamente absoluto en este rubro. Como el propio Zizek señala, mientras en Argentina la ciudadanía alienada se manifiesta contra la expropiación de la única cerealera de capital nacional que puede garantizar cierto control de los recursos alimentarios de la población, China y otros Estados poderosos están comprando enormes cantidades de alimentos como reserva para una posible extensión del confinamiento en los próximos años. Si alguien tiene dudas acerca de ello debería echar un vistazo al comportamiento de los Estados poderosos a la hora de garantizarse el acceso a los recursos e insumos necesarios para enfrentar la pandemia. Un ejemplo en plena crisis fue el que protagonizaron Alemania e Italia. En el momento más dramático de la cuarentena, cuando miles de italianos se morían diariamente, el gobierno alemán «confiscó» el material sanitario chino que se dirigía a Italia a través de Alemania, ofreciendo a las compañías chinas, que ya tenían comprometido el pedido, un precio superior para garantizar su reserva.
4. Finalmente, el descontento social y la creciente dificultad de garantizar la salud mental de la población en un momento de lacerante incertidumbre y miedo. Las grandes corporaciones nos invitan a que nos preparemos para un profundo cambio cultural. Quienes puedan, nos dicen, quédense en casa, eviten los contactos, reorganicen sus vidas de modo que podamos superar los problemas que enfrentamos. De paso, nos alientan a que aprovechemos el momento para cambiar nuestras perspectivas y habitos. Apostemos a la introspección, a curar nuestras emociones, a remodelar nuestra vida cotidiana para disfrutar de la nueva «simplicidad» hogareña tecnológicamente asistida que, eso si, exige un cambio radical en nuestra manera de lidiar con nuestras mentes. Mientras tanto, como ya hemos dicho, otra parte de la población se enfrenta diariamente a la posibilidad de contagio en el exterior, abriendo un nuevo abismo, esta vez entre quienes viven en la nueva «sociedad invernadero», como la llama Ricardo Forster, recordando tal vez la imaginación de Elysium, y la exterioridad contaminada. De este modo, solo una mirada superficial puede hacernos creer que los modelos alternativos descritos por Zizek son contradictorios (uno u otro). Sabemos que no es así. Muy por el contrario, son perfectamente complementarios. La economía promovida por las grandes corporaciones de la tecnología digital y la nueva economía verde que promueven, exige que miles de millones de individuos, sociedades enteras, permanezcan en los modelos de explotación industrial basada en la economía fósil para poder avanzar hacia la supuesta transición ecológicamente sustentable.
Para enfrentar todos estos desafíos necesitamos recuperar la soberanía estatal, al tiempo que promovemos nuevos acuerdos internacionales globales que nos permitan poner freno a las prerrogativas que las corporaciones han logrado durante los cuarenta años de hegemonía neoliberal.
Hay buenas razones para no dejar en manos privadas la gestión de la crisis. Para empezar, la experiencia europea ha dado muestras suficientes de las limitaciones que tiene el capital privado en estas circunstancias. Por otro lado, si el Covid-19, como señala Bruno Latour, no es más que un ensayo de las catástrofes que se avecinan, hemos de asumir que, pese a la enorme cantidad de información a nuestra disposición respecto a la actual pandemia, la lógica del mercado impuesta a los Estados no fue adecuada para enfrentarnos a ella. Por lo tanto, como venimos defendiendo, es imperativo garantizar el acceso a la salud, la alimentación, los servicios básicos e información, eludiendo el control por parte de las agencias de seguridad y las corporaciones, capaces de poner en jaque a las poblaciones despojándolas de los recursos para su supervivencia.
El segundo aspecto que debemos tener en cuenta es que la enfermedad y el hambre nos enfrentarán en el futuro próximo a una «pandemia de violencia» en las sociedades periféricas. La perspectiva de mantener a un segmento de la población en confinamiento en sus burbujas digitales, al tiempo que las grandes mayorías se ven expuestas a una situación de incertidumbre creciente y abandono, puede dar lugar a una desintegración paulatina, o quizá explosiva, del espacio social, regresándonos a una época de barbarismo.
En vista de todo esto, la idea de que la cultura de la nueva era y el budismo modernista nos ofrecen instrumentos apropiados para enfrentar psicológica y espiritualmente la crisis, resulta, cuanto menos, desencaminada o miope, especialmente si pensamos en las coordenadas habituales a partir de las cuales se interpretan todas las prácticas de subjetivación asociadas a estas tradiciones híbridas.
Soy de los que creen, sin embargo, que el asunto es aún más delicado de lo que suponemos. En su actual formulación, las prácticas de subjetivación que nos ofrecen estas tradiciones de gnosticismo oriental resultan claramente contraproducentes. En general, estas prácticas sirven para enfrentarnos a nuestras ansiedades amurallándonos psicológica y espiritualmente.
Desde esta perspectiva, prácticas como la meditación o como el yoga se convierten en formas de subjetivación que acentúan el atrincheramiento social. Yo las denomino, en su actual formulación, «prácticas de barrio cerrado», en referencia al extendido fenómeno de auto-confinamiento, previo a la pandemia, que ya encontrábamos naturalizado desde la década de 1990, en países como Argentina, que escenifican en su urbanización diseñada para garantizar la seguridad y la segmentación y apartheid social la brutal desigualdad que caracteriza a estas sociedades.
En este contexto, estas prácticas acaban siendo una expresión de alienación por parte de sus practicantes. Parece que no queremos estar en contacto con el entorno-mundo que nos envuelve, con su fealdad, violencia y pobreza generalizada, como si ese entorno-mundo fuera del todo ajeno a nosotros, un accidente del cual podemos abstraernos, excluyéndolo de nuestro imaginario a través de ejercicios espirituales o de cuidado de sí. Puede, incluso, que la práctica permita que convivan en el sujeto, por un lado, el desprecio y la aversión hacia el otro que la sociedad ejemplariza con el mal, la violencia, la delincuencia y la oscuridad, al tiempo que cultivamos en nuestra ficticia «interioridad» una luminosidad y una transparencia de diseño con la cual nos identificamos. Aquí la meditación y otras prácticas complementarias parecen estar al servicio de la fabricación de un mundo alternativo que nos permite eludir la confrontación con la precariedad, la desesperación y la miseria que nos rodea.
En este sentido, aunque dependemos de esos otros que nos sirven, nos proveen y nos cuidan, al cosificarlos, podemos minimizar o volver invisibles sus presencias, y mediante la gestión inteligente de esos servicios, generalmente monitorizados por un ejercito de seguridad que garantiza el tránsito y labor de estos trabajadores en nuestros espacios privados, el peligro y la fealdad permanecen fuera de nuestro horizonte.
Dentro de nuestros refugios solo entra lo agradable y seguro. Esto se ve reflejado en la estética aséptica de los servicios «espirituales», de los centros de yoga y meditación. De este modo, la práctica se reduce a impedir que la miseria y la fealdad, de la que nosotros mismos somos responsables debido a nuestro asentimiento acrítico del orden vigente y los prejuicios generalizados de la cultura que nos constituye, penetren en nuestras «burbujas protegidas».
Quisiera hacer notar, sin embargo, que este fue un problema también en la India clásica. La conversión masiva de individuos de la casta brahmánica al budismo, supuso que, en parte, se interpretara la práctica meditativa en términos análogos a la promovida por el hinduismo, para el cual la idea de pureza tiene un lugar destacado. Frente a esto, la tradición tántrica propuso romper con las marcas de casta en todas las dimensiones de la experiencia, animando a sus adeptos a desoír los mandatos de pureza. Los practicantes fueron llamados a comer alimentos prohibidos como la carne, beber alcohol, saltarse el distanciamiento social impuesto por la identidad de casta, tener relaciones sexuales con individuos de castas consideradas inferiores, y transformar sus comportamientos y la estética habitual de sus grupos de pertenencia con el fin de interrumpir la identificación de uno mismo con su casta.
En este sentido, especialmente en las sociedades periféricas, la liberación que nos propone el Buda resulta imposible de lograrse si no somos capaces de revelarnos de nuestra disciplina de clase, si no superamos la identificación que nos tiene cautivos en relaciones sociales de dominación y explotación.
El budismo fue, entre otras cosas, una profunda revuelta contra los constreñimientos de una sociedad marcada por la brutal segmentación social y un extendido apartheid que en mucho se asemeja al que viven las sociedades latinoamericanas. La mezcolanza de hinduismo y budismo, esa hibridación espiritual modernista que está conquistando el imaginario de las clases medias de nuestras sociedades periféricas, traiciona enteramente la visión emancipadora, igualitaria y compasiva del Buda.
En su Aniquilación de las castas, el héroe intocable y padre de la constitución B.R. Ambdekar, quien abandonó el hinduismo y realizó una conversión masiva de 500.000 de sus seguidores intocables al budismo en 1956, denunció en su obra a los hindúes, especialmente los moderados, señalando la incompatibilidad de lo shastras hindúes y el liberalismo político, un liberalismo «desde abajo», como el promovido por la filosofa Judith Shklar, para quien la tarea consistía en indagar «el sufrimiento de aquellos que hasta ahora solamente han quedado expuestos, sin amparo, a los procesos históricos», marcados sobre todo por el miedo, y el «temor [...] a la crueldad, a la expoliación y al sometimiento».
Ambdekar se enfrentó decididamente al sistema de castas que legitimaba el trato vejatorio de los intocables. En su introducción a la edición anotada de su obra, la escritora y activista india Arundhati Roy señala:
Otras abominaciones contemporáneas, como el apartheid, el racismo, el sexismo, el imperialismo económico y el fundamentalismo religioso han sido desafiados política e intelectualmente, y enfrentados en los foros internacionales. ¿Cómo es posible que la práctica de casta en la India – uno de las formas de organización social jerárquica más brutales que la sociedad humana ha conocido – haya podido escapar al escrutinio y a la censura? Quizá porque se ha fusionado tan profundamente con el hinduismo, y por extensión, con todo aquello que se considera bondadoso y bueno – el misticismo, el espiritualismo, la no violencia, la tolerancia, el vegetarianismo, Gandhi, el yoga, los mochileros y los Beatles – que, al menos para los extranjeros, parece imposible inquirir sobre el mismo libremente, y tratar de entenderlo.
Esto debería ser suficiente para darnos cuenta de que, tanto la meditación, como el yoga, exigen algo más de nosotros que la adopción acrítica de sus imaginarios y prácticas, especialmente cuando el nudo de presupuestos antiguos y modernos que sirven hoy para promoverlos como remedios sagrados y universales para curar nuestra confusión, parece condenarnos a una confusa comprensión de ambas práctica que, lejos de liberarnos de nuestros prejuicios, parecen en ocasiones, justificarlos e, incluso, exacerbarlos.
NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO
Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...
-
Una entrevista con el filósofo Juan Manuel Cincunegui, autor de «Miseria planificada: Derechos humanos y neoliberalismo» (Dado Ediciones, 20...
-
1 Hubo una época en que un hombre negro sentía vergüenza de su origen. Su origen estaba reflejado en el color de su piel. Un buen día el h...
-
Al amigo Fabián Girolet «Se emancipa el hijo para ser como su padre, para llegar a ser lo que ya era ; Se libera el esclavo, para estar e...