EL PERSONAJE ILUSTRE


Más allá de la pandemia 

La Organización Mundial de la Salud ha vuelto a advertir que la pandemia va para largo. Mientras esperamos la milagrosa vacuna, los gobiernos del mundo, en función de sus recursos y sus circunstancias particulares, experimentan con diferentes recetas.

En principio, el objetivo es contener la enfermedad, mantener la economía a flote (pese a que la embarcación en la que viajamos está inundada y las grandes mayorías ya vivimos con algo más que los pies bajo el agua) y construir un mínimo de consenso que garantice la cohesión social, indispensable para mantener, al menos, las apariencias democráticas.

Pero no todo es preocupación por el hambre y la miseria, la salud y la muerte de las poblaciones. Para las grandes corporaciones y fondos de inversiones, el objetivo es evitar a cualquier costo cambios estructurales que pongan en peligro los privilegios que han facilitado la desposesión sistemática de las poblaciones para su beneficio, su sobreexplotación creciente, y las múltiples formas de dominación que han utilizado para poner a su servicio lo común de todos: la naturaleza, la vida misma y las instituciones que dan forma a nuestro orden social.

El rol de los medios


En ese contexto, los medios de comunicación juegan un rol crucial. Su tarea consiste en dividir a las víctimas para evitar la formación de un sujeto colectivo que exija y acompañe esos cambios estructurales inspirados en los anhelos de libertad, igualdad y fraternidad.

En este sentido, resulta imprescindible preguntarse (una vez más) cuáles son los mecanismos retóricos que garantizan a los «dueños» de las estructuras jurídico-institucionales en el capitalismo actual la neutralización del poder soberano de los pueblos, eludiendo de este modo la necesidad de un enfrentamiento frontal con los explotados y oprimidos. La estrategia es archiconocida: dividir para vencer.

En Argentina, pese al desorden aparente en el escenario público, en el que el griterío histérico, las bravuconadas y el partidismo pretenden representar la realidad social misma, las cosas son medianamente transparentes para quienes no se dejan arrebatar la sensatez por la ilusoriedad que impone el poder mediático.

La estrategia corporativa es sencilla y brutalmente directa: mantener la «grieta» y, si es posible, mantenerla como una herida infectada, para que el odio y el dolor entumezcan el cerebro y la víctima de la operación sea incapaz de comprender sus propios intereses. De este modo, los poderes corporativos pueden engatusar a una parte importante de las clases medias, en muchos casos pauperizadas, y a los pobres, para que encarnen la defensa de los ricos apretando los dientes, y se enfrenten en su nombre a la otra parte de la población explotada, expropiada y dominada que, por el contrario, intenta un cambio de rumbo genuinamente democrático, más igualitario e incluyente.

En este sentido, aunque imprescindible, parece servir de poco la pedagogía política y el esfuerzo continuado por informar al desinformado sistemático, al que se nutre a través de las usinas mediática con toda clase de fake news, mentiras puras y duras, y detritus de entretenimiento producido para ese sector alienado de la población que parece haber renunciado enteramente a su responsabilidad ciudadana, entregándose de pies y manos al glamour y al chimento, cuando no a la aceitada «orientalización» psicopolítica que acompaña la usurpación por parte del «mercado» de la democracia, imponiendo sus prerrogativas, conspirando contra sus intereses, e intoxicando su funcionamiento institucional.

Durmiendo con el enemigo


Sin embargo, toda esta evidencia se vuelve misteriosamente un relato conspiranoide, objeto de burla por parte de los «iluminados oficiales»: los «periodistas serios e independientes», y esos otros, más que peligrosos: los «equidistantes».

Si no somos capaces de visualizar lo que se encuentra en última instancia en disputa: la vida misma, la de cada uno y la de todos, en el marco de una guerra global contra las poblaciones y la naturaleza, la verdad liberadora que supone reconocer el rostro desnudo de quiénes son nuestros «enemigos» (los que hambrean a nuestros hijos, los que hipotecan su futuro, los que expropian nuestros recursos, los que corrompen nuestras instituciones, los que nos endeudan, los que hacen que nuestra vida finita y sufrida de por sí, se convierta en calamidad continuada y cíclica) se convertirá en una fantasía esquizoide.

Pero no es una fantasía, ni es un síntoma esquizofrénico, es la verdad que explica nuestro sufrimiento colectivo, nuestra angustia existencial común, nuestro desamparo social, la violencia y la contaminación que nos rodea: la traición de las élites locales, unidas en un abrazo promiscuo con las élites globales, para garantizar la expropiación y sobreexplotación del pueblo que somos, independientemente de dónde hayamos venido, que memorias familiares guardemos en nuestros relicarios, o que color tenga la superficie de nuestra carne mortal.

El sistema mundial

En sus numerosos proyectos de redacción de El capital, Karl Marx enumeró en su formulación dialéctica el conjunto y el orden temático de los libros que compondrían eventualmente su investigación. Si echamos un vistazo a vuelo de pájaro sobre el índice provisional que en varias ocasiones dejó por escrito con modificaciones en sus apuntes y cartas, podemos hacernos una idea de lo que estamos hablando.

Los primeros libros de su proyecto debían abordar las determinaciones fundamentales en la que se exponen los conflictos de clase, en los que el capitalista, el propietario de la tierra y el trabajador asalariado (junto al ejercito de desempleados que le garantizan al capitalista la competencia feroz entre sus explotados y oprimidos) son los protagonistas iniciales. En este nivel, el foco está puesto en una sociedad capitalista concreta, encerrada dentro de sus fronteras estatales.

Ahora bien, esta es la primera falacia que groseramente nos impone el opinólogo liberal. Quiere hacernos creer que el fracaso concertado y continuado de las sociedades periféricas es fruto, o bien de la inmadurez civilizatoria de su población, o del desarrollo limitado de sus estructuras institucionales. Esto lo achacan a las resistencias populares que se oponen a los proyectos de «modernización» de sus élites explotadoras. Resistencias juzgadas por estas élites y la población colonizada que las acompañan, como culturalmente fascistoides, promovidas por políticos corruptos, con pretensiones tiránicas, que manufacturan poblaciones dependientes, clientelares, para perpetuarse en el poder.

Sin embargo, como apunta Marx, los Estados, como el argentino y otros latinoamericanos, no existen aislados. No son mónadas autosuficientes definidas exclusivamente en función de sus dinámicas internas. Se trata de sociedades subalternas, que existen en el marco de relaciones internacionales marcadas históricamente por desequilibrios geopolíticos y militares que han impuesto lógicas de expropiación, explotación y dominación enquistadas e introyectadas dentro de nuestras propias sociedades, y reflejadas en nuestras luchas de clase. Los Estados individuales conforman una totalidad, un sistema mundial. Ese sistema mundial está formado por Estados centrales y periféricos, de manera análoga al modo en el cual los mercados nacionales están formados por capitalistas, terratenientes y trabajadores.

De este modo, si queremos entender el repetido «fracaso» de la sociedad argentina, tenemos que ir más allá de las burdas críticas usuales que, de manera petulante, escupen los representantes locales del capitalismo global (hoy disfrazados de republicanos arendtianos o rawlsianos), quienes intermedian en la explotación de nuestra gente, hurtándoles sus derechos a la vida y a la promoción de sus vidas.

Personajes ilustres

Esta semana hubo dos sonadas intervenciones que merecen comentario. La primera tuvo como protagonista a ese personaje «ilustre», cuyo talento como actor no desmerece ni un ápice su mediocridad ciudadana: Oscar Martínez (un ejemplar «ilustre», repito, de esa banda de aclamados «artistas» internacionales que se han abierto camino denunciando los «populismos» latinoamericanos, olvidando que fueron las manos de ilustres «liberales», los que a lo largo de nuestra historia estrangularon los anhelos de la patria).

Por ese motivo, no me resulta fácil eludir los comentarios del actor quien, ante una periodista opositora, sedienta de «sangre peronista», confesó, con voz teatralmente entrecortada, que se encontraba desgarrado y había «perdido (literalmente) las esperanzas» en la Argentina el día en el que Alberto Fernández fue electo como presidente, dejando entrever que era la inmadurez e insensatez del pueblo, aparentemente incapaz de velar por sus propios intereses, lo que le producía desasosiego.

No creo que sirva de mucho enumerarle a Oscar Martínez las irrefutables variables que demuestran el enorme daño que la presidencia de Mauricio Macri infligió sobre el tejido social de la Argentina. Tampoco creo que serviría de mucho mostrarle que Mauricio Macri no fue el fruto casual o el descuido de un momento en la historia de nuestro país, sino más bien la encarnación en el siglo XXI de un proyecto político (cívico-militar en su momento) basado, literalmente, en la construcción de una sociedad desigual y excluyente que asegure a las clases dominantes el funcionamiento de un aceitado mecanismo de acumulación de riqueza a costa de las grandes mayorías. Un proyecto político en el cual, los «dueños» de la patria, exigen del Estado un servicio exclusivo para sí mismos.

Nada de esto parece conmover a Martínez. Su odio «antiperonista», como el de muchos otros floridos representantes del honestismo nacional, lo ha convencido de que el problema del país son «ciertos argentinos» (muchos, la inmensa mayoría) que, atormentados por la miseria, los golpes de Estado, las masacres, las detenciones ilegales, las desapariciones, los ajustes estructurales, los corralitos, las devaluaciones, el endeudamientos y re-endeudamiento sistemático, la fuga de capitales, los programas reciclados de austeridad, la injusticia de la Justicia, la discriminación, la represión feroz, la arbitrariedad, los privilegios, etc., siguen anhelando un país más justo e igualitario. Esos argentinos, y no aquellos otros, los que se dicen «dueños de la patria», son, de acuerdo con la historia contada por Martínez, los culpables de ese fracaso tan sonado que es, según sus palabras, la Argentina.

¿Civilización o barbarie?

Pero, estos personajes ilustres tienen sus representantes políticos. No están solos. Tuvieron sus gobiernos, y hoy tienen en las Cámaras de representantes un número importante de diputados y senadores que hablan en su nombre. Tienen jueces y fiscales que les hacen el trabajo sucio en los tribunales, y una larga lista de periodistas que sirven en sus corporaciones mediáticas, preparados para mentir u ocultar la verdad cuando lo exijan las circunstancias.

Ahora bien, lo que no parece entender Oscar Martínez es que el pueblo llano, el que intenta protegerse ante la brutalidad del poder global y local, saqueador y genocida, también busca y encuentra a sus representantes, tan genuinos y legítimos como a quienes a él aplauden en sus performances, o halagan con sus críticas. De modo que su republicanismo acaba siendo tuerto. Tiene algo así como un «límite estomacal» que le impide aceptar a ese pueblo que lo interpela y lo hace estremecer cuando ejerce su voluntad de resistencia. Oscar Martínez, por lo tanto, no es un hombre solitario ofreciendo sus opiniones, sino más bien una suerte de ventrílocuo de los poderosos, escudado, eso sí, detrás de esa mascarada «cultural» tan usual entre las derechas locales.

La liberté enfin!

En simultáneo con las declaraciones de Martínez, Mauricio Macri estaba llegando a París, de turista o en fuga (quién sabe). Como otros héroes coloniales del pasado, como otros virreyes de nuestra historia, al aterrizar en el aeropuerto Charles De Gaulle, él tampoco pudo contener su emoción. Después de todo, por fin estaba a salvo: lejos de ese pueblo que no concita ya esperanza. Entusiasmado, exclamó a los periodistas una frase con este espíritu:

«¡Por fin un país civilizado! ¡Por fin la libertad!»

En el obelisco, mientras tanto, muchos ciudadanos del talante de Oscar Martínez se manifestaban con pancartas contra toda clase de cosas: la cuarentena, los ataques a la libertad de expresión, el avasallamiento contra el poder judicial, los ataques extraterrestres, George Soros, la próxima vacunación global contra el Covid-19, C5N, los bolsos de López, el aborto, las prisiones de los militares genocidas, y por sobre todas las cosas, Cristina Fernández (de Kirchner), la vicepresidenta de la Nación, considerada la encarnación misma del mal.

Así son las cosas: los Oscar Martínez comparten con los neonazis, los anarco-liberales y los declamadores de la división de poderes, el mismo odio antikirchnerista, antiperonista, antipopular, el mismo reclamo de mano dura, la misma pasión meritocrática creída de sí misma, el mismo moralismo hipócrita que en otros lugares del planeta están conduciendo, de manera aparentemente inexorable, a un nuevo ciclo de dominio neofascista. 

Pero no nos dejemos engañar. No serán los «progresista neoliberales» los que nos saquen de este atolladero. Aunque se revuelven ante los pésimos modales de tipos como Bolsonaro o Trump, secretamente los celebran. Después de todo, son criaturas salidas de su propio costillar.

En definitiva, la «República» mayúscula que reclaman puede ser muchas cosas interesantes, pero no es LA solución que estamos buscando para enfrentar los problemas que tenemos delante si no llevamos a cabo las transformaciones estructurales en el orden de nuestras relaciones sociales que superen o al menos contengan los efectos devastadores que genera la lógica inherente que impone el capital sobre todos nosotros. Como mucho, será una decoración más acorde para nuestro funeral.

Esas transformaciones no caerán del cielo. Habrá que salir a buscarlas.

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