¿EL FIN DE UNA ILUSIÓN?

Las fuerzas progresistas en Argentina se enfrentan a una derrota electoral que augura un descalabro institucional. La derecha conservadora y libertaria, pese a haber conducido al país a una debacle durante su reciente mandato, exige al gobierno de Alberto Fernández una rendición incondicional. Su control de la agenda mediática y judicial le permite mantener al ejecutivo jaqueado de manera continuada. 

Como en otras latitudes, la pandemia y sus consecuencias han abroquelado la bronca ciudadana detrás de personajes que expresan el cansancio, la frustración y el odio que fue cocinándose en los corazones durante los meses de confinamiento y distanciamiento, en los que se ahondó la vulnerabilidad de las grandes mayorías y se dinamitaron los cimientos de las clases medias. 

I

En la Argentina de hoy, se multiplican los abusos y las violencias de todo tipo, en una suerte de guerra de todos contra todos que parece regresarnos a una suerte de estado de naturaleza hobbesiano, en el que se está produciendo una peligrosa metamorfosis. Los restos virtuosos del orden institucional hoy en crisis parecen no ser ya efectivos para contener incluso los más flagrantes abusos, y la violencia se torna lenguaje cotidiano a la hora de dirimir las disputas entre derechos y privilegios. 

Ahora bien, ¿qué esconden esos abusos y esas violencias que caracterizan a la Argentina posmacrista y pospandémica? ¿Qué nos dice la impotencia presidencial, la tibieza de sus respuestas ante la prepotencia opositora y empresarial que exige privilegios que violan de manera obscena el principio de igualdad ante la ley? 

Los abusos sistemáticos que ejercita el poder real sobre la norma y su forma cuando estas no encajan con sus necesidades e intereses, junto a la impotencia notoria del actual representante elegido por el pueblo, pone en evidencia un nuevo orden de legitimidad: el de la fuerza. Y por ello augura para el futuro, a menos que medie un milagro, una etapa inhumana. El poder inhumano es, simplemente, aquel que niega la humanidad a sus enemigos.

En este marco, lo arbitrario, lo legitimado como prerrogativa de un poder abusivo, queda fuera de todo marco de mediación o sustanciación judicial. 

Pero, ¿cómo se legitima un poder al que se le concede la prerrogativa del abuso? El nacimiento en una familia noble, la pertenencia a una etnia o una raza sobre otra, el género dominante, todo esto explica históricamente la subordinación de ciertos seres humanos en relación con otros. 

Los imaginarios actuales tienden a justificar dicha subordinación e incluso enaltecerla con argumentos cuasi-darwinianos. La derecha reclama un regreso al realismo duro de las desigualdades biológicas, naturales, que justifican los privilegios. La verdad del poder triunfa de manera rotunda sobre el poder de la verdad.

En las sociedades contemporáneas, la riqueza es el factor clave. Para el 1%, las reglas que rigen para el 99% restante son una entelequia. El capitalismo concede al rico una suerte de invulnerabilidad que se asemeja a la infalibilidad de un papa en cuestiones doctrinales. Es inequívoca, incuestionable. Cualquier sugerencia de que los ricos deben atenerse a la ley es perseguida como terrorista. La riqueza es un derecho, incluso si está fundada en la estafa, el fraude, la explotación, el robo. 

II

En cualquier caso, cuando se producen abusos, estos no hacen más que evidenciar la arbitrariedad constitutiva que caracteriza ciertas maneras de ejercitar el poder. El que arbitra sobre la realidad de manera partisana siempre acaba socavando la dignidad de aquellos sobre los cuales ejerce dicho poder. Ese es el límite insuperable de una política basada en la pugna de intereses sectoriales, sin un bien común que permita construir una hoja de ruta compartida, que exige coincidencias y renuncias de todas las partes. 

Estos abusos evidencian a su vez los mecanismos de legitimación sobre los cuales el poder logra su gloria simbólica. Cuando el abusador encarna el poder, su origen, estatuto o condición lo eximen de toda responsabilidad. En algunos casos, el abuso mismo es desdeñado como tal. En los casos más extremos, la culpa es achacada a la víctima, o el abuso es abiertamente silenciado. 

La razón es comprensible. El abuso nunca es accidental, sino que es constitutivo del orden partisano. Al hacerse visible, desnuda lo que es el caso: la injusticia soberana.

Soberano, nos decía Schmitt, es aquel que impone la excepcionalidad para proteger la norma del orden vigente. El orden vigente es el orden del capital. El capital, como decía Ellen Meiksins Wood, es enemigo de la democracia. 

El giro global hacia la extrema derecha es la respuesta del capital a los anhelos de igualdad y justicia que la crisis multidimensional que afecta al orden vigente pudieran materializar. La exacerbación de las frustraciones y la rabia, la alienación que impone la lógica del mercado (la incertidumbre, la precariedad y los abismos de la desigualdad) desactivan el potencial «transformador» de las reivindicaciones populares.

III

La impunidad que exige Mauricio Macri y sus acólitos en la Argentina no debería ni sorprendernos ni indignarnos. Muy por el contrario, esa impunidad clarifica el escenario donde se juega la partida y el lugar que ocupan los espacios políticos enfrentados históricamente en el país.  

Las fuerzas populares están siempre cautivas dentro de un orden que les es constitutivamente adverso. En dicho marco, la ley y el orden impiden la irrupción democrática preservando la norma que garantiza el privilegio. Las fuerzas antipopulares encarnan y conducen el poder policial de administración de lo sensible con el fin de asegurar impunidad y privilegios.  

La evidencia de esta desigualdad ante la ley que celebran los voceros mediáticos o silencian quienes se acomodan al orden republicano de la injusticia formalizada, desenmascara la naturaleza de las relaciones sociales vigentes.

Las víctimas de la arbitrariedad expresan con claridad meridiana hasta qué punto el proyecto democrático liberal-republicano se encuentra en crisis y por qué motivo la única alternativa viable es la radical puesta en cuestión del orden vigente en sus fundamentos. 

A esta altura, el gobierno de Alberto Fernández sabe que no hay salida democrática al entuerto en el cual se encuentra. El golpe de mercado, el acoso mediático, y la acción concertada de la política local, en tándem con los intereses transnacionales que aquellos representan en el país, clausura toda posibilidad de diálogo. 

Lo que se le exige al presidente Fernández es una rendición incondicional, sin cortapisas. 

Por ese motivo, en estos días se baraja en el seno de la coalición gobernante, por un lado, el costo de articular una resistencia abierta, o asumir la derrota como una suerte de rendición. El gobierno de Alberto Fernández, en sus acciones y en sus declaraciones, parece haber optado por esa asunción de la derrota. Si es así, se encamina a implementar en los años que restan de su administración, el ajuste (con paliativos) que exige el capital. Pero eso está por verse. Pese a la evidencia de los gestos y la declaraciones, la esperanza es lo último que se pierde. 
 

LOS LÍMITES DE LA POLÍTICA



 Introducción

 

Vale la pena pensar qué hay detrás del giro global a la derecha que se extiende a lo largo y ancho del planeta, en un momento en el cual parece urgente articular una respuesta mancomunada para enfrentar la crisis que afecta de manera transversal a la humanidad en su conjunto, aunque cebándose especialmente con las poblaciones más vulnerables. 

 

En este contexto, pese a las dificultades que implica, las fuerzas populares progresistas necesitan resucitar un proyecto genuinamente internacionalista, capaz de hacer frente a la globalización neoliberal y sus alternativas neoconservadoras (cuyo rol consiste en proteger el actual orden de privilegio por medio de una estrategia anti-política). Esto conlleva la formulación consensuada de una alternativa factible que nos permita avanzar hacia una transformación radical.  Algunas de las razones generales han sido expuestas en algunas de mis notas anteriores. Aquí quiero referirme a los límites de la política. Más específicamente, quiero hacer algunos apuntes acerca de los límites de la democracia representativa en tiempos de neoliberalismo y tecno-feudalismo.

 

El odio a la democracia

 

La crisis de legitimidad de las instituciones democráticas, «el odio a la democracia», como diría Rancière, juega indudablemente un papel central en la actual dispensación. Este odio debe entenderse como la expresión consumada de la lucha de clases. 

 

Ahora bien, para entender este odio a la democracia como expresión de la lucha de clases necesitamos sortear el obstáculo o trampa que nos ha dejado la epistemología posmoderna, al colonizar el trasfondo de comprensión de las ciencias humanas y sociales, para infiltrarse luego a la sociedad en su conjunto gracias a la promoción de un sentido común en el cual las espiritualidades gnósticas, en alianza con el cientificismo y el constructivismo, han acabado haciendo desaparecer las demarcaciones que imponen las relaciones sociales de explotación y desposesión, deslegitimando con ello a las formulaciones sustantivas que justifican una política radical. 

 

En este sentido, no es de extrañar la alianza secreta que emparenta a los neoliberales y a los neoconservadores. Esta alianza tiene larga data, y se puede rastrear echando un vistazo a la formulación ética de sus pioneros. Hayek o Friedman son ejemplos elocuentes de los vasos comunicantes entre los ideales del fundamentalismo del mercado y una sociedad disciplinada en los cánones del más estricto conservadurismo. 

 

Mientras que los primeros (los neoliberales) se han servido de una epistemología reduccionista que ha hecho del mercado y del agente económico las claves explicativas de la realidad social y política – es decir: mientras que el neoliberalismo ha logrado hacer «desaparecer» a la sociedad (con sus pobres y excluidos) y a la política (con sus reivindicaciones de reconocimiento, distribución y genuino internacionalismo) en favor de relaciones sociales basadas exclusivamente en el interés económico, la competencia y el mérito individual como ethos; la estrategia neoconservadora ha servido para redibujar los esquemas sociales y políticos que visibilizan la explotación y la desposesión, como los estadistas imperiales redibujaron las cartografías de sus posesiones para despojar a los pueblos de sus identidades históricas, forjar nuevas alianzas interclasistas, incluso si esas alianzas conducían a la guerra y el exterminio mutuo, si ello servía para garantizar el orden de privilegios y su perpetuación en el tiempo.

 

 Efectos de la pandemia

 

La pandemia no hizo más que exacerbar los síntomas de los problemas constitutivos del capitalismo global, cuyo funcionamiento desbocado a partir del fin de la guerra fría aceleró los procesos de acumulación, y con ello, la desigualdad y la violencia, debido a la rendición incondicional de toda resistencia sustantiva al proyecto de clase impuesto como «armisticio» con la caída del muro de Berlín, en el cual, como en tiempos del Tratado de Versalles, el ganador pretendía ganarlo todo, y los perdedores estaban llamados a perderlo todo o sucumbir ante el poder imperial. 

 

El resentimiento global que exacerbó el «nuevo imperialismo» dio lugar al terrorismo global, la «Guerra contra el terror» y un proceso de deterioro de los derechos sociales y ecológicos que la llamada crisis de las subprime hizo patente a las sociedades centrales, cuando las periferias extracomunitarias en Europa, se replicaron en su territorio, y la «invasión de migrantes y refugiados» se convirtió veladamente en el principal supuesto bélico al que debían hacer frente las sociedades ricas, debido al «efecto llamada» que produce el hambre, la miseria y la desigualdad lacerante.

 

En este marco histórico, la pandemia no hizo más que visibilizar lo que ya estaba presente en la sociedad, pero conduciendo la situación a un nivel superior, entre otras cosas, debido al grado de paranoia y frustración que impuso la amenaza de un enemigo minúsculo e invisible que ningún muro, ni régimen de vigilancia estaba preparado a contener. 

 

El virus venía de este modo a suplantar al terrorista suicida que durante los últimos años había mantenido en vilo a las sociedades centrales, causando estragos en los territorios en conflicto en la periferia, y animando un conjunto de medidas de vigilancia y control social impensadas en la dispensación previa, cuando las celebraciones por la libertad hipotéticamente reconquistada con el triunfo del capitalismo estaban aún en su apogeo, y nuestros intelectuales articulaban odas a los nuevos héroes de la democracia digital que, según decían, estaban construyendo una aldea global en la que reinaría la paz y la prosperidad por siempre jamás. 

 

En esos mismos años, sin embargo, el nuevo imperialismo fue manufacturando con prisas al enemigo que le serviría de espejo para cuando las crisis de acumulación, primero localizadas, luego abiertamente globales, se manifestaran. El neoliberalismo allanó el camino deshaciendo las identidades colectivas sobre la base de las diferencias de clase, y el neoconservadurismo, a la estela de las reivindicaciones identitarias, inventó su nueva cruzada, manufacturada a la medida de las reivindicaciones del neoliberalismo progresista.

 

«Comunismo o libertad»

 

Hoy los ricos y las clases medias acomodadas están atemorizadas ante el desorden y el caos que los circunda. Las certidumbres se han desvanecido. El orden institucional, aquí y allá, pende de un hilo. El descrédito de la democracia es generalizado. Los Estados están atados de pies y manos ante el todopoderoso accionar corporativo que impone límites de hierro a los gobiernos de turno, además de manufacturar alternativas recalcitrantes para bloquear las iniciativas populares. Frente a las necesidades extremas que sufren amplios sectores de la población, el empobrecimiento generalizado de los sectores medios precarizados, la falta de horizonte que viven las nuevas generaciones, la violencia generalizada que afecta el tejido social especialmente en su base, la respuesta de clase consiste en enroscarse de modo beligerante sobre sí misma al grito de «comunismo o libertad».

 

Ahora bien, es importante entender qué significa aquí la palabra «comunismo». No se trata simplemente de denunciar a la «bruja» de turno, sino de lograr, una vez más, disciplinar a la sociedad en su conjunto a través del linchamiento mediático y los escarmientos judiciales. No son solo los espectros soviético, cubano, venezolano o nicaragüense a lo que se apunta. Estos son solo emblemas que expresan de manera sintética un odio que se extiende de manera indiscriminada – como los mismos pioneros de la filosofía política neoliberal expresaron en su momento – a todas las iniciativas volcadas a construir un proyecto comunitario sustantivo que reconozca «lo común» como esfera de lo in-apropiable para el capital y exija su protección y dignidad. Lo común es la vida misma, y lo que hace posible la vida en nuestra Tierra. 

 

Subjetividad y política

 

Sin embargo, esta descripción estaría totalmente desencaminada si no sumamos un condimento al análisis etiológico de nuestra situación presente. El elemento clave es la frustración reinante, que afecta al corazón mismo de la subjetividad contemporánea en grado sustantivo. 

 

El sujeto contemporáneo se encuentra acosado de manera ininterrumpida por fantasías que conducen, aparentemente de una manera ineludible, a una rendición incondicional del mismo ante la insatisfacción inherente y la pulsión de muerte que resultan de nuestra existencia condicionada. Insatisfacción y odio, basados en una aprehensión fetichizada de nuestras circunstancias presentes, se traducen en respuestas viscerales que el capitalismo ha convertido en las energías fundamentales que mueven la rueda de la vida y de la muerte de la que se alimenta, imponiendo un ritmo cada vez más acelerado para lograr la realización del proceso de valoración que lo define. 

 

Este proceso de alienación y aceleración impuesto por el capital desemboca cada vez y de manera más frecuente, en sus crisis sistémicas, debido a las contradicciones entre las ilimitadas «ansias» de acumulación y disfrute instantáneo, y los cuerpos naturales y sociales finitos que habitamos. 

 

La libertad 

 

Entonces, hay que preguntarse que es esa «libertad» que se contrapone al «comunismo». Tal vez, solo ansia de ser y pulsión de muerte concomitante, competencia y mérito, desigualdad y aceptación indiferente ante el sufrimiento de aquellos que quedan en el camino o sirven para forjar nuestro proyecto individual a cualquier costo. 

 

«Comunismo», en cambio, es el reconocimiento y el nombre circunstancial que damos a nuestra individualidad condicionada, vulnerable, dependiente, y las respuestas colectivas que damos a esta condición común, basada en la convicción de la igual dignidad de todas y todos, que debemos extender a cada ser viviente y sufriente que habita nuestra Tierra. 

 

El odio a la democracia es la expresión de esta voluntad de poder que pretende ignorar el trasfondo que hace posible la misma libertad. Ese trasfondo, en términos sociales, políticos y medioambientales es aquello que no cuenta en el cálculo de clase: los grupos esclavizados, explotados, despreciados, las realidades subalternas aptas para la explotación y la desposesión, y la naturaleza misma, fuente de recursos baratos y basurero gratuito al servicio del consumo irracional y la acumulación sin límites. 

 

La pandemia, lejos de hacernos mejores, ha puesto de manifiesto nuestras tendencias más arraigadas, fruto de las diligentes y violentas pedagogías que nos han convertido en el tipo de sujetos que somos. El capitalismo, pese a las piruetas discursivas de sus defensores, es abiertamente el mayor enemigo de la democracia. Ha logrado imponer regímenes electorales que simulan a través de un republicanismo de masas (masas precarias y desinformadas) una democracia caracterizada por la impotencia, debido a la servidumbre del poder político frente al poder del mercado.

 

En este marco, las buenas intenciones de los líderes populares encuentran su techo de cristal en el hiper-individualismo y la atomización social impuesta a la política democráctica, por el ethos anti-político neoliberal. 

 

En este océano de individualidades alienadas, desorientadas dentro de un régimen de relaciones sociales marcado por la precariedad, la frustración y el miedo, se acrecienta la dificultad por parte de la política partidaria a dar forma a un proyecto común que no esté planteado exclusivamente en términos individualistas y, por ende, replique el mandato anti-político. 

 

De este modo, la única libertad relevante es la libertad negativa: la libertad de cada uno a no ser coercitivamente obligado a hacer lo que no le place, o forzado a no hacer lo que le place. 

 

Tal vez, el ejemplo más notorio de esta anti-política caprichosa y egoísta se puso de manifiesto en la manera en la cual, pasado el shock inicial, las oposiciones políticas, aquí y allá, y la sociedad civil enrabietada, respondieron con infantil negacionismo y la difusión histérica de teorías conspirativas, a la tragedia que supuso para millones de persona la pandemia del Covid-19.  

 

 

 

POSPANDEMIA


Tiempos interesantes

La crisis que afecta a la humanidad parece abarcarlo todo. Sin embargo, cabe preguntarse, de qué modo interpretar el presente. ¿Estamos ante el final de un ciclo histórico, el final del actual régimen de relaciones sociales capitalistas tal como lo conocemos, o más bien, como señalan otros, en la antesala de un colapso civilizacional, o incluso la extinción de nuestra especie? ¿Será la tecnología quien nos salve, o las circunstancias nos forzarán a un nuevo modo de vida, a establecer una nueva forma institucional para organizar nuestras relaciones sociales y nuestra relación con el resto de la naturaleza no humana, un nuevo contrato socioeconómico, político y ecológico que haga sostenible nuestra existencia en la Tierra? Si hablamos de cambio de paradigma, de un final de ciclo, lo que siga no necesariamente será mejor de lo que hemos tenido hasta el momento. Sin embargo, ¿podemos continuar por esta misma vía? El horror se asoma como alternativa, pero el miedo a errar no justifica nuestras precauciones conservadoras. 

 

Rocket Man

 

Hay quienes sueñan con una solución más drástica: la vida humana en otros lugares del cosmos, la colonización de las estrellas, una élite de millonarios y científicos capaces de preservar el legado de nuestra historia colectiva más allá de nuestro planeta. Aunque un proyecto de estas características es actualmente solo accesible a la imaginación a través de la ciencia ficción, la esperanza de una vida humana más allá de nuestro cuerpo terrestre parece ocupar hoy un lugar análogo al que en su día mantuvo esperanzada a la humanidad con una vida celestial. 

 

Hace unas semanas, cuando Jeff Bezos, fundador de la empresa Amazon, regresó de su viaje de 11 minutos en su nave «Blue Origin» en la que ascendió 60 millas por encima de la Tierra, enfundado en su traje espacial, rematado con un sombrero de cowboy, agradeció ante las cámaras a los empleados de su empresa y a los clientes porque, según nos dijo, son ellos los que en última instancia han pagado por su aventura estelar, a la estela de las iniciativas de Richard Branson y Ellon Musk, los otros superricos embarcados en la carrera espacial.  

 

El agradecimiento de Bezos ilustra nuestra situación actual. Un superrico declara abiertamente que es el esfuerzo de los trabajadores en su empresa lo que le ha permitido realizar la hazaña. Los trabajadores le responden con denuncias reiteradas de la explotación y desposesión a la que son sometidos, y al tipo de prácticas antisindicales a las que se los somete colectivamente para impedir la defensa legítima de sus intereses de clase. Como ha ocurrido siempre, los ricos defienden sus privilegios, a costa de los derechos de sus trabajadores, al tiempo que invierten el plus-valor que extraen a través de la explotación y la desposesión concertada, en sus emprendimientos caprichosos. El sueño de una solución tecnocrática ante las amenazas que nos acorralan, parece no ser sustentable, si entendemos como parte integral de la sustentabilidad, la defensa concertada de los derechos a la vida y a la promoción de la vida de todos los involucrados. Si, como el propio Bezos confiesa, son los trabajadores y clientes de Amazon los que han costeado su viaje de 11 minutos al espacio, ¿no deberían tener voz y voto en el modo en el cual se invierte la riqueza colectivamente acumulada? 


Laboratorio «Pfizer»

 

Después del «clímax» de la pandemia, cuando millones de personas morían a lo largo y ancho del planeta, sin recurso a la esperanza de una vacunación que pusiera freno a la expansión del virus, estamos de regreso con nuestros problemas sistémicos, y con signos notorios de que estos problemas, lejos de haberse aligerado con el paso del tiempo, se han profundizado, en parte debido a la misma crisis sanitaria, en parte por las mismas condiciones que la crisis sanitaria impuso a la ciudadanía global, y en parte por el tipo de respuesta que los Estados y las corporaciones aparentemente están promoviendo para la llamada «recuperación» de la economía mundial – recuperación que supone, ni más ni menos, que una apuesta conservadora a mantener los límites del debate en el marco previo a la pandemia, cuando ya era evidente para muchos que el sistema estaba dando muestras de agotamiento, y las formas institucionales de la gobernanza global mostraban ya signos innegables de encontrarse a las puertas de una crisis de legitimidad, que hoy, en todos los rincones del planeta, se vive con angustiosa incertidumbre. 

 

Obviamente, la pandemia no ha llegado a su fin. Especialmente, en los países más pobres, y como consecuencia directa de la especulación económica y geopolítica de los Estados centrales y la competencia despiadada de las corporaciones involucradas, abusivas en sus prerrogativas y exigencias a los Estados en plena crisis humanitaria, el virus campa a sus anchas, amenazándonos con nuevas cepas que podrían volver inútiles nuestras actuales tecnologías farmacéuticas, aparentemente sobrevaloradas, teniendo en cuenta la creciente evidencia de la limitada inmunidad que proveen a mediano plazo. Israel, recientemente, ha anunciado el cuarto ciclo de vacunación en el país en un solo año, ante la acelerada disminución de la inmunidad de su población, vacunada enteramente con el producto de la empresa Pfizer. 

 

Kabul-Saigón

 

En este marco, la fragilidad del equilibrio geopolítico internacional se ha hecho patente con la huida apresurada, caótica, de las fuerzas militares de ocupación en Afganistán. Las imágenes del aeropuerto de Kabul durante las semanas de la desbandada, junto a los testimonios de algunas de las víctimas, privilegiadas ante las cámaras por su estrecha relación con el contingente de ocupación, dejaron patente, para empezar, la debilidad de la Unión Europea para imponer condiciones razonables para la retirada de su personal en el terreno. Por el otro, la impotencia de las fuerzas de ocupación estadounidense para defender el último reducto bajo su control, el aeropuerto de Kabul, después de veinte años en el territorio. 

 

Durante todas estas semanas, no hemos dejado de escuchar explicaciones insustanciales de los responsables políticos europeos, acompañados por recortes informativos sesgados de la prensa occidental, ahora preocupada exclusivamente por el futuro de los derechos humanos en el país, hoy bajo el poder de los talibanes, miopes ante el tamaño del fiasco que ha supuesto la cruzada iniciada por George W. Bush, y reafirmada por Barack Obama y Donald Trump, «para devolver la libertad al pueblo afgano».

 

En el ínterin, consumimos ávidos la escenificación del salvataje de un puñado de ciudadanos afganos que sirvió a los contingentes extranjeros durante las dos décadas de ocupación del país. La escenificación sirvió, como en otras ocasiones, para devolver a Europa el orgullo de ser el último baluarte de los derechos humanos en el mundo, además de permitirle lavar sus culpas frente a la sangrienta e inútil ocupación del país que, bajo el paraguas de la OTAN, impuso un gobierno de color local, a través de un proceso electoral que hizo sonrojar, incluso, a sus más animados defensores, por el absurdo que suponía pretender implantar un régimen liberal en un país desbastado por las ansias vengativas del gobierno de George W. Bush, apoyado masivamente por su ciudadanía, traumatizada por los ataques del 11S. 


El objetivo, obviamente, como en Iraq, no era otro que establecer un gobierno que validara jurídicamente la estrategia corporativa en la región. En este contexto, el despliegue militar dio sus frutos. La especulación financiera (ese aparato de destrucción masiva que se alimenta del endeudamiento masivo de Estados y poblaciones), y la guerra (cuya meta es la desposesión sistemática de aquellos recursos que se consideran indispensables para el «normal» funcionamiento de las economías centrales) son los principales negocios del capitalismo estadounidense y europeo actual. 


«Endeudar y matar»

 

El endeudamiento y la guerra no son solo instrumentos de apropiación de los recursos de las poblaciones periféricas. A través de las campañas militares, por ejemplo, las élites estadounidenses se encargan de vaciar las arcas del propio Estado norteamericano, además de promover, con amenazas endémicas y conflictos continuados, un mercado armamentístico en el que consumen la riqueza colectiva creada por sus respectivas ciudadanías, sus aliados, sus socios neocoloniales, e incluso sus propios enemigos declarados. En el caso de Estados Unidos, su modelo neoliberalizado de «defensa» y expansión imperial, en el cual el rol del Estado es cada vez más acotado, a favor de fuerzas mercenarias y apoyo logístico subcontratado, garantiza en la política local, un aceitado lobby de la industria militar para promover y perpetuar los conflictos en los términos que le sean más beneficiosos al capital.

 

De este modo, volvemos al presente (después del impasse que trajo consigo la pandemia, con sus oportunidades perdidas y sus peligros, ahora manifiestos), a una sociedad más recalcitrante, más dividida, más vigilada, más desprotegida y más explotada. 


El nuevo «orientalismo»

 

Mientras Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Europea comienzan a dar muestra de sus temores ante el avance aparentemente imparable de la agenda de expansión China (y rusa) que, además de ganar terreno en la esfera económica, se posiciona como una alternativa entre los países periféricos frente al decadente «imperio americano» y la «hipócrita Europa» - siempre aliada a los poderes neocoloniales locales para imponer sus prerrogativas en las regiones de su incumbencia. 

 

Frente a esta inusitada simpatía, la estrategia consiste en resucitar los viejos motivos «orientalistas» de pasado, con el fin de contener la posibilidad de que se multipliquen los intentos de establecer una «tercera posición» en regiones como América Latina o África, que mejore las condiciones de negociación de los países históricamente explotados por las grandes potencias occidentales. 


La antipolítica y los condenados de la Tierra

 

En este contexto, los condenados de la Tierra se enfrentan a olas de hambre y violencia extremas. El neoliberalismo, entendido como la forma institucionalizada de explotación y desposesión al servicio del capital en nuestra época, ha impuesto niveles inauditos de población sobrante, precarización sistemática y exclusión y expulsión de grandes masas de la población mundial. Lo ha hecho a través del ataque concertado al ideal del Estado social, con políticas fiscales regresivas, privatizaciones, endeudamiento masivo y violencias generalizadas que garantizan los niveles de incertidumbre e inseguridad que convierten en inviables los consensos populares y destruyen el potencial de respuesta democrática de las poblaciones. 

 

Las nuevas tecnologías de la comunicación, la desinformación y la vigilancia han acabado de rematar la faena, dinamitando las bases de la acción política comunitaria, manufacturando subjetividades alienadas, sometidas a ritmos vertiginosos de aceleración que afectan el tejido social, imponiendo una lógica de supervivencia competitiva, que incluye a la violencia como mecanismo privilegiado en la búsqueda de la «resolución de los conflictos y las contradicciones intrasociales», como consecuencia de la ausencia de un proyecto común que permita superar el único mandato vigente en tiempos de colapso: el «sálvese quien pueda». 

 

En este escenario, las sociedades se polarizan, se multiplican los comportamientos racistas, misóginos u homofóbicos. La «anti-política» convierte el odio a las instituciones, la persecución del extranjero, la estigmatización del pobre y el diferente, en sus principales fuentes de caudal electoral. En esta tarea, con motivaciones diversas, se unen anarquistas, libertarios, la extrema derecha cuasi-fascista o abiertamente fascista, negacionistas de variados pelajes, todos ellos materializando candidaturas de oposición basadas exclusivamente en el rechazo visceral del establishment político, dejando con ello indemne al poder real en la sombra, que se mueve en las esferas celestiales de la gobernanza global, a años luz de los acontecimientos que afectan la política sublunar donde las masas desfogan sus frustraciones, sus rabias y gestos de impotencia. 

 

El capitalismo contra la vida

 

Como corolario de nuestra crisis socio-económica y política, se exacerba la crisis medioambiental. Durante un par de meses, los habitantes de las grandes urbes del planeta vieron transitar por sus avenidas y calles, a otros animales no humanos, hasta entonces invisibles debido al omnipresente y amenazante imperio humano. Las carreteras, las plazas y los parques fueron invadidos por toda clase de especímenes. Los cielos y los mares, durante el impasse que produjo la primera ola de la pandemia, se silenciaron del ajetreo aeroportuario. Las aves volvieron a surcar el firmamento libremente, mientras los seres humanos contemplaban azorados las calles vacías y soñaban en aquellos primeros días con un mundo nuevo, en el cual pudiéramos reencontrarnos con la naturaleza en un plano de mayor igualdad y cuidado, conscientes por fin de la posibilidad siempre latente de forjar una nueva vida que nos salve de la catástrofe inminente que se avecina. 

 

Hace unas semanas, sin embargo, más de un año después de aquellos días de dolor y de euforia que supusieron la primera cuarentena, los expertos a los que las Naciones Unidas encargaron el informe sobre la situación medioambiental del planeta, han ofrecido sus resultados. La situación es aún peor de la que creíamos. Nos enfrentamos a un cataclismo sin precedentes, causado enteramente por nuestra falta de previsión democrática, en el marco de un sistema capitalista incapaz de tener en cuenta aquello que es condición de posibilidad de su propia lógica de acumulación: la naturaleza, y las clases sociales y grupos subalternos de los cuales se extrae el valor que el capitalismo valoriza, apropiándose de la vida y todo aquello que hace posible la vida en el planeta. 

CAMPOS DE SENTIDO: Bien común o intereses de clase.

Hace casi siete años, fueron muchos los que auguraron la catástrofe política, social y económica a la que conduciría el gobierno de la entonces coalición Cambiemos. Había razones históricas y evidencias empíricas basadas en el gobierno del PRO en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, además del constatable alineamiento ideológico de dicha coalición, que la asociaba a una tendencia global de gobernanza que ha causado estragos en todas las dimensiones de la experiencia social e individual en el planeta, implementando un programa extremo de apropiación y desposesión.

Si echamos un vistazo a las opiniones críticas que se expusieron públicamente por entonces, alertando sobre la deriva que se avecinaba, no solo en el país, sino en el continente, es sorprendente la «precisión» de dichos augurios. En todo caso, lo que cabe subrayar es la cautela relativa de las predicciones si tenemos en cuenta que el resultado de los cuatro años de gobierno encabezados por Mauricio Macri fue mucho más catastrófico de lo imaginado.

En cambio, si prestamos atención a las predicciones de los intelectuales y analistas que apoyaron la propuesta de Cambiemos, lo que descubrimos es un total desatino interpretativo. A nivel global, todos conocen la anécdota en la que la Reina Isabel, en ocasión de la crisis financiera del 2008, demanda a los expertos de la economía de su país que expliciten las razones de su incapacidad para predecir la debacle que se avecinaba. Cabe destacar que estos expertos del establishment, entrenados en las universidades más prestigiosas del mundo, y asociados a los think tanks más influyentes, ridiculizaban los estudios de sus pares heterodoxos que venían anunciando desde hacía tiempo que había un elefante en el baño. Efectivamente, la pregunta que uno debe hacerse si echa una mirada retrospectiva a lo que aconteció es cómo fue posible que estos expertos y sus ayudantes de cátedra o soportes en sus sofisticadas instituciones de investigación no hayan visto el elefante, permitiendo una catástrofe humana que dejó al mundo patas arriba, beneficiando a unos pocos y lanzando a las grandes mayorías del planeta a una situación de mayor precariedad en el mejor de los caso, y la exclusión pura y dura entre los más desfavorecidos. 

Algo semejante ocurrió en la Argentina. Las consecuencias de las políticas implementadas por el gobierno del Ingeniero Macri, no solo fueron catastróficas, sino que fueron extensamente denunciadas por su capacidad destructiva por los expertos e intelectuales críticos que, de manera transparente e informada señalaban que el resultado sería un nuevo ciclo de desposesión que ampliaría la desigualdad, y conduciría al país a la bancarrota. De modo que, siguiendo a la Reina Isabel uno debería preguntarse. ¿Cómo es posible que el mejor equipo de los últimos cincuenta años, junto con todos los expertos que abiertamente apoyaron las políticas de endeudamiento, fuga, y desguace del Estado, hayan errado su diagnóstico de manera tan rotunda? 

La razón es que no hubo equivocación alguna. Aunque inexpresables públicamente, los motivos y objetivos de la coalición Cambiemos de entonces, como de todas las fuerzas políticas actuales que se oponen por derecha a la coalición del Frente de Todos, tienen como objetivo exclusivo beneficiar a «los nuestros». El problema es que «los nuestros» en el imaginario de esta fuerza política ha sido, históricamente, solo una parcela de la totalidad de ese nosotros más extenso y pretendidamente omniincluyente que dice representar la actual fuerza gobernante, más allá de sus límites y contradicciones. 

Un gobierno del actual «Juntos» – sea este espacio conducido por Rodríguez Larreta, Vidal, Manes, Santilli o el mismísimo Macri (hoy denigrado o negado por sus antiguos seguidores) – solo puede conducir al país a más de lo mismo. Esto no es fruto de la falta de habilidad en la gestión, o errores de diagnóstico, sino, sencillamente, porque ocupan un campo de sentido radicalmente diferente al que ocupa el campo de la política popular, cuyo objetivo no puede ser otro más que el bien común. Para «Cambiemos», «Juntos por el Cambio», «Juntos», o como quiera llamársele, como para todos los engendros que le presidieron, la política no tiene como objetivo último el bien común, sino exclusivamente el beneficio de clase, que viene acompañada de la falaz promesa de que ese beneficio de clase redundará, mágicamente (después de haber creado las condiciones de acumulación que exigen explotación y desposesión de las mayorías) en la mejora de las condiciones de vida de todos a través de ese mecanismo fantasioso que ellos llaman de manera insolente «el derrame».  

CAMBIAR EL MUNDO

I

 

La primera tarea de la política es entender extensa y profundamente la realidad. Esto no significa exclusivamente entenderla racionalmente – es decir, ser capaces de manufacturar una idea clara y distinta del mundo, una idea que sea fruto del análisis metódico, ocupado en rastrear el presente en el pasado, distinguir las partes que lo constituyen, y categorizar sus funciones, con el fin último de dominar, actuar sobre la realidad, instrumentalizarla. 

 

Nuestra visión de la política es diferente. Exige más que la razón. Involucra también al cuerpo y al corazón. Por eso decimos que la realidad política no puede articularse a partir de un documento de Excel, ni las decisiones políticas pueden formularse a partir de mediciones estadísticas. Tampoco puede concebirse a la política como un «campo de juego» donde la propaganda ejerce su astucia y manipulación. Todas estas son expresiones policiales, administrativas, de eso que llamamos «política», pero no son la política misma. 

 

La política es siempre revolucionaria, radical, o no es política. Y esto es así porque la acción política siempre va más allá del orden impuesto por la razón «policial-administrativa», con el intento de hacer visible y expresar sus olvidos, sus ocultamientos, el trasfondo de exclusiones e injusticias subyace al orden social vigente. En este contexto, la política mayúscula no puede aprenderse en una escuela de gobierno, que aspira es producir cuadros burocrático-administrativos, en la actual dispensación encargados de defender el orden constituido frente a los desafíos de la política. 

 

II

 

La política se caracteriza fundamentalmente por su vocación transformadora. Esa transformación comienza en el agente político, en la consciencia individual. La mente, las actitudes, los comportamientos del agente político son los objetos primarios donde la política ejerce su transformación. 

 

Ahora bien, cuando decimos que el punto de partida de la transformación individual es «entender la realidad», lo que estamos diciendo es que la transformación individual está al servicio de la transformación del mundo. 

 

Ante el problema del sentido del mundo, la política no propone a los individuos las vías «estoicas» de aceptación del mundo, o las vías gnósticas de huida del mundo (o «sálvese quien pueda»); aunque no se oponga a dichas fórmulas o disciplinas privadas de autorrealización. 

 

Para la política, como decíamos más arriba, la transformación personal está al servicio de la transformación del mundo. En este sentido, el agente político, el militante político, es un «agente religioso» en sentido sustantivo, superior a aquellos enfocados exclusivamente en la salvación personal, aun cuando el horizonte del agente político sea secular y sus anhelos secularizantes.  

 

De este modo, es cierto que el militante o agente político actúa en primer lugar en su psique y en su escenario emocional, modificando sus comportamientos individuales, pero la meta no consiste en forjar una identidad personal, sino encarnar a un agente universal. Todo esto explica la importancia de la «crítica de la religión», que no puede ser nunca antirreligiosa, porque es expresión de la más alta religiosidad, en tanto subsume en dicha crítica a todas las vías privadas de autorrealización al anhelo de transformación de la realidad del mundo. En breve, necesitamos cambiar individualmente para transformar la realidad, porque percibimos la injusticia del mundo en el que vivimos, la violencia, la opresión, la explotación, la miseria, la desigualdad, la indiferencia, la explotación destructiva de nuestro mundo común. 

 

En este marco, deberían tratarse como parte de un único corpus, entre otras, las enseñanzas de Buda, Jesús y Marx, porque, efectivamente, para cambiar el mundo debemos cambiarnos a nosotros mismos, pero solo podemos cambiarnos a nosotros mismos si cambiamos el mundo. Esta es la perspectiva dialéctica, que como una forma de koan, une de manera intrínseca nuestra suerte personal con la suerte de los otros, exigiendo nuestro compromiso con la libertad, la igualdad y la fraternidad. 

 

III 

 

Cada uno de nosotros está llamado a contribuir a cambiar el mundo, porque es un mundo cruel e injusto. Quienes buscan la plena realización de sus existencias individuales (eso que llamamos «el sentido de la vida»), tarde o temprano llegan a comprender que esa vida plena de sentido que tanto anhelan no puede realizarse dándole la espalda al problema del mundo y a la responsabilidad que dicho problema supone.

 

No obstante, debido a la «lógica de la división del trabajo» y «la mecanización de la imagen del mundo», hemos acabado creyendo que no tenemos la responsabilidad de cambiar el mundo entero, sino que debemos enfocarnos exclusivamente en el pequeño patio o jardín que es nuestra propiedad, para cultivar una vida de intimidad con las pequeñas cosas que nos rodean. 

 

Esta actitud es completamente errónea y nefasta. De la misma manera que no lograríamos tener la casa que habitamos limpia enfocándonos exclusivamente en mantener aseado el retrete, no crearemos una sociedad justa ocupándonos exclusivamente de nuestros asuntos e intereses, y olvidando por ello las condiciones de posibilidad que hacen nuestra vida posible: las clases subalternas, las minorías excluidas, la naturaleza no humana de donde extraemos nuestros recursos y nos deshacemos de nuestros desechos, otros animales no humanos. 

 

Una sociedad injusta no permite que los individuos puedan expresar la justicia. Una sociedad injusta obliga al justo a actuar injustamente (convirtiéndolo en su cómplice). 


IV


Aquí es donde la distinción entre la política profunda y la política superficial cobra sentido. La política profunda no cede ante la injusticia. Busca adecuar a la sociedad a la justicia, y no al revés, como hace la política superficial (a la que Rancière reduce a mera agencia policial, y nosotros asociamos a la «administración» o burocracia), cuya tarea consiste en educar u obligar coercitivamente a los individuos a pensar y actuar injustamente para perpetuar el orden vigente.

 

De este modo, si lo que queremos es verdadera, genuinamente, vivir en la justicia y en el bien, estamos obligados a cambiar la realidad cruel e injusta que hemos construido. No hay alternativa. ¿Cómo podría ser de otro modo? El santo budista Shantideva, al dedicar sus esfuerzos pedagógicos, lo expresó del siguiente modo:

 

«Mientras dure el espacio y mientras dure el mundo, que viva disipando las miserias del mundo».

 

Lo cual está en perfecto acuerdo con la Tesis 11 sobre Feuerbach en la que el joven Marx denunciaba a los filósofos por no haber hecho otra que interpretar de diversos modos el mundo, cuando en realidad, de lo que se trata, es de transformarlo. 

 

Como señala Francisco en su carta encíclica Fratelli Tutti refiriéndose a la solidaridad, está expresa mucho más que algunos actos esporádicos de generosidad:

 

«Es pensar y actuar en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos. También es luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra y de vivienda, la negación de los derechos sociales y laborales. Es enfrentar los destructores efectos del Imperio del dinero […] La solidaridad, entendida en su sentido más hondo, es un modo de hacer historia y eso es lo que hacen los movimientos populares».

 

 

 

«COOPERACIÓN O EXTINCIÓN»


I

Comencemos formulando dos preguntas fundamentales que debe responder hoy la política, local y globalmente.

(1) ¿Por qué razón, pese a las coincidencias de las “fuerzas progresistas” en lo que respecta al diagnóstico y etiología – las causas últimas detrás de nuestra situación, como también respecto al tipo de transformaciones básicas que debemos llevar a cabo para superar los peligros que nos acechan, parecemos no poder llevar a la práctica dichas trasformaciones? 

O, para decirlo de otro modo: ¿qué tipo de obstáculos impiden que salgamos del atolladero en el que estamos cautivos, que nos amenaza incluso con la posibilidad cierta de nuestra extinción como especie, y en el ínterin, con el caos, la guerra, la miseria y los crecientes efectos devastadores que produce el deterioro del medioambiente para nuestra existencia sobre la Tierra?

(2) ¿Qué «mitologías», qué imaginarios, qué horizontes de sentido, qué nuevas narrativas debemos cultivar que sirvan como combustible para movilizar a las fuerzas sociales para llevar a cabo esa transformación radical que exigen las circunstancias dramáticas que enfrentamos? 

El segundo tema al que quiero referirme es a las curiosas y esperanzadoras coincidencias entre creyentes religiosos progresistas y cosmopolitas, y corrientes políticas y movimientos populares inspirados por la tradición socialista internacionalista, que ponen en evidencia una creciente crisis de legitimidad del actual sistema de relaciones sociales impuesto por el capital por medio de la violencia legitimada de los Estados al servicio del poder corporativo, y los medios de comunicación que realizan las tareas de propaganda en su guerra contra los pueblos y los individuos.

Los discursos del Papa Francisco, el Dalai Lama y Noam Chomsky pueden servirnos como ejemplos de tres de estas «tradiciones» de pensamiento, acción social y política. Como ejemplos, no pretenden ser exhaustivos, sino indicativos de una alternativa frente a la hegemonía cultural de la ontología liberal (frente a la ontología socialista), y su deriva neoliberal (paradójicamente totalitaria y eugenésica, en línea de continuidad con el racismo que definió la acumulación originaria del capital y su sistémica estrategia de desposesión). 

Las intervenciones públicas de estos tres referentes, en las que ofrecen los lineamientos de sus perspectivas sobre la realidad actual, nos permiten identificar las coincidencias básicas entre ellos, al tiempo que nos informan de las diversas «mitologías» que movilizan a sus seguidores de manera distintiva. 

En los tres casos, los principios de la libertad, la igualdad y la fraternidad (solidaridad) son reafirmados como constituyentes: (1) la libertad como base de toda acción social y política conducente a la plena realización de la existencia humana; (2) la igualdad como camino de autoconocimiento y construcción colectiva; y (3) la fraternidad como promesa originaria o fundacional, y fin último de la acción política, subsumida, junto con los efímeros órdenes y leyes que impone la existencia de la Polis, al Amor (mayúsculo, incondicional, que no conoce de fronteras, razas, clases o géneros).

II

Lo primero que llama la atención en estas intervenciones es la coincidencia en los diagnósticos de estas tres «cosmovisiones» en las que se reconocen millones de personas a lo largo y ancho del planeta. Para los tres referentes, la guerra, la desigualdad y la destrucción medioambiental son los males que enfrenta la humanidad en nuestras horas, haciendo peligrar incluso la existencia humana en la Tierra. 

Por ese motivo, Francisco, Dalai Lama y Chomsky coinciden en que nuestros mayores esfuerzos deben estar dirigidos a dar respuesta a estos desafíos, en contraposición a quienes defienden que la tarea a la que tenemos que abocarnos consiste en remover (a cualquier costo) los obstáculos que ponen en riesgo la continuidad del actual sistema de relaciones sociales y de explotación de la naturaleza. Para estos últimos, de lo que se trata es de volver a la «normalidad» impuesta por el sistema vigente. 

Mientras que para los primeros nuestro actual sistema está, de hecho, finiquitado, y lo que estamos viviendo es una suerte de agonía, una época de colapso civilizacional. Para los segundos, en cambio, más allá del capitalismo no hay nada, «no hay alternativa», es el capitalismo o la muerte, y por ello mismo son incapaces de imaginar «otro mundo posible». 

De más está decir que el anunciado colapso civilizacional no augura necesariamente buenas noticias. Los signos de deterioro de la democracia,  el advenimiento de nuevas expresiones de racismo, y xenofobia, el resurgimiento del chauvinismo y una diversidad de fundamentalismo, algunos de ellos promovidos por los sectores reaccionarios de la sociedad al servicio de los intereses del capital, que aprovecha la desesperación y la frustración imperante en los sectores más vulnerables para cerrarle el paso a una alternativa progresista, todo esto puede acabar convirtiendo nuestro futuro en un escenario aún más oscuro del que hoy nos toca vivir.  

Sin embargo, pese a los peligros, resulta imprescindible analizar nuestra situación actual, identificar las causas próximas y profundas de la misma, bosquejar las alternativas y emprender el camino hacia una salida de la crisis terminal en curso.  

En este marco, las narrativas (religiosas o seculares) de los autores citados coinciden en las causas que explican nuestras circunstancias. El trasfondo de confusión o ignorancia básica que aliena nuestro orden moral explica los comportamientos cuasi-suicidas que informan las políticas públicas al servicio de los instereses corporativos, inspirados en la lógica de matar o morir. El resultado es una creciente balcanización social y política, enroques culturales y geopolíticos, violencia intrasocial inspirada en reivindicaciones culturales, étnicas o raciales, o compromisos de clase (especialmente entre las élites y las clases medias co-optadas por el poder mediático), y la posibilidad cierta de una «guerra planetaria total» que, para algunos, como el propio Francisco o Noam Chomsky, ya está en marcha, aunque se despliega en fases. 

III

El Papa Francisco se refiere a la causa subyacente de nuestro desbarajuste actual, como a un olvido de nuestra condición de «criaturas fraternas». Somos criaturas, nos dice Francisco, porque somos hijas e hijos de Dios. Nuestra existencia, por tanto, es un don, fruto de un acto gratuito de amor que exige por nuestra parte una respuesta de gratitud. No somos hijas e hijos de nosotros mismos, sino fruto del amor. La respuesta que exige la verdad de nuestro origen se expresa de manera sustantiva cuando reconocemos y apostamos por la fraternidad en nuestra existencia individual, y construimos órdenes sociales y políticos inspirados en esta verdad fundamental. Es decir, cuando nos reconocemos unas y otros como constitutivamente hermanados por nuestro origen y nuestro destino,  habitantes de un mundo entendido como «casa común». 

Ahora bien, como representante de la «Iglesia del pueblo», la Iglesia de los pobres, lo distintivo de la visión de Francisco frente a otras formas de conservadurismo cristiano (o incluso de moralismo cristiano neoliberal) es la denuncia que hace de la injusticia inherente del sistema vigente, basado en la acumulación inescrupulosa y la competencia desalmada. El hiperindividualismo, la razón instrumental, que se traduce en una cultura del descarte y la atomización social, que caracteriza a las sociedades actuales, se traducen a nivel planetario en un desorden global en el cual el militarismo (y, por ende la guerra) se convierte en la única manera efectiva de resolver nuestros conflictos, donde la extensión exponencial de la pobreza y la brecha creciente de la desigualdad es el precio que paga la humanidad para coronar la riqueza de sus minorías privilegiadas, junto al riesgo de una modificación radical de las variables medioambientales que termine convirtiendo en insostenible la vida humana en el planeta. 

Su articulada respuesta, frente a esta desvinculación histórica de las élites en su afán de autopreservación y autoafirmación expansionista a cualquier costo, es que el sistema de acumulación capitalista profundiza y conduce hasta el paroxismo el olvido de la gratuidad y fraternidad constitutiva de nuestra existencia. Esto ha conducido en nuestra época, primero, a la apuesta «totalitaria» de la pretendida globalización neoliberal durante el período de decadencia de la hegemonía estadounidense que (siguiendo a Giovanni Arrighi) podemos situar entre mediados de la década de 1970 y la crisis de 2008-9 (período definido por la financiarización de la economía global y el posmodernismo cultural), pero que, a partir de entonces, parece estar mutando hacia un tecnofeudalismo corporativo. 
 

IV

De manera análoga, el Dalai Lama ha manifestado su preocupación por las amenazas que suponen para nuestro futuro la guerra, la desigualdad y la creciente destrucción medioambiental. No solo condena la violencia y la guerra en términos generales como expresiones de nuestra ignorancia y emociones destructivas, sino que las condena en términos particulares como expresiones históricas de una época marcada por el poder de la tecnociencia, la cual ha facilitado la fabricación de armas de destrucción masiva, especialmente el armamento nuclear, capaz de borrar de la faz de la Tierra todo signo de vida. 

De igual modo, ha condenado en reiteradas ocasiones la lógica inherente de acumulación y competencia febril del capitalismo, en líneas que él mismo ha definido como «neomarxistas», en consonancia con su perspectiva comunitarista, multicultural y globalmente dialógica. 

Finalmente, como su par cristiano, el Dalai Lama ha puesto en entredicho la viabilidad ecológica del proyecto capitalista y su concepción de progreso en términos meramente materiales, apuntando a los límites inherentes de un sistema social basado en la explotación creciente de los seres humanos y el saqueo irracional de los recursos naturales. 

En la base de la lógica que guía el proyecto de acumulación del capital, el Dalai Lama, como budista, identifica también a la ignorancia o confusión primordial, como causa primaria. Aquí el olvido o ignorancia se refiere a la distorsionada aprehensión de nosotros mismos como seres independientes y autónomos, que contradice nuestra efectiva condición de interdependencia y, por ende, de vulnerabilidad constitutiva. 

Desde la perspectiva budista, lo que nos caracteriza no es la sustantividad de nuestras identidades, ni la legitimidad de nuestras apropiaciones. Somos, fundamentalmente, relaciones, que deben estar definidas por la gratitud en relación con otros seres vivientes, en tanto y en cuanto nuestra propia existencia individual depende directa o indirectamente de lo que ellos nos proveen voluntaria o involuntariamente. La realización plena de nuestra existencia individual solo puede lograrse a través de la promesa de un genuino sentido de responsabilidad universal, basado en la ecuanimidad y la justicia (que debería asumir también en su versión progresista una opción por los pobres, por los más vulnerables), la bondad, el cuidado, y la celebración de aquellas virtudes e iniciativas que se oponen a las tendencias egocéntricas y egoístas que caracterizan el actual modelo meritocrático de éxito económico y social.

V

Noam Chomsky es un crítico lúcido del «imperialismo» estadounidense y del capitalismo global. En sus obras ha echado luz sobre la injusticia inherente del sistema de acumulación, el militarismo despiadado que facilita la desposesión y explotación de los individuos y los pueblos, el rol emponzoñado del poder mediático, cuyo objetivo a través de la información sesgada, la descontextualización, o la simple desinformación que hoy se manifiesta en la forma de operaciones mediáticas o fake news, consiste en boicotear y obstruir cualquier tipo de cambio que ponga límites a los intereses de las élites, y garantizar los conflictos culturales, sociales y partidarios que impidan la unidad de las mayorías oprimidas y dominadas por dichas élites. 

Como ha señalado recientemente, el mundo se enfrenta actualmente a un dilema de vida o muerte, que él traduce en términos de «cooperación o extinción». De nuevo, la amenaza de la guerra, con el consiguiente peligro de una conflagración nuclear, la creciente desigualdad, pobreza y exclusión, y la destrucción medioambiental, todo ello motivado por el afán insaciable de acumulación y la competencia que anima el actual orden capitalista, obliga a los movimientos sociales a adoptar una estrategia de cooperación basada en una interseccionalidad que privilegie la lucha anticapitalista y antiimperialista como marcador central, y sus implicaciones y condiciones de posibilidad en las esferas de la reproducción social (las discriminaciones en base al género o la raza), la política (el vaciamiento de la democracia) y la ecología (el uso indiscriminado de la naturaleza como fuente de recursos baratos y vertedero). 

Sobre la base de un imaginario secular, en el cual la historia de las luchas de los de abajo ocupa un lugar preponderante, al tiempo que anima una utopía de liberación y realización basada en la solidaridad, Chomsky identifica en la «propaganda política y cultural» (que tiene en los medios de comunicación, hoy intensificado su poder por la extensión creciente de los mecanismos de vigilancia digital) el principal obstáculo para unir a las fuerzas sociales y políticas, con el fin de crear la masa crítica necesaria para forzar un cambio de paradigma y una revolución institucional que nos permita una nueva forma de vida para el planeta. 

VI

Nuestra primera tarea, a nivel local, es identificar entre las alternativas políticas que disputan nuestra voluntad en las democracias liberales, aquellas que estén dispuestas a comprometerse con este cambio global, al tiempo que lo articulan localmente, y están dispuestos a sostener dicha transformación en el contexto de la despiadada guerra sucia de quienes, con uñas y dientes, defienden el sistema de dominación imperante. 

Nuestra segunda tarea consiste en mantener, aun en la disidencia puntual, nuestra lealtad a las fuerzas de cambio que nos acompañan en la tarea de transformación, conscientes de la pluralidad de perspectivas e imaginarios que informan la acción, de modo de evitar que nuestras diferencias más superficiales sean utilizadas como caballos de Troya de nuestros contrincantes. 

En tercer lugar, pese a la crueldad e irracionalidad de nuestros contrincantes, la evidencia del egoísmo que informa sus prácticas políticas y la crueldad con la que tratan a sus enemigos, utilizando estrategias de estigmatización, persecución, exclusión e incluso la muerte, no debemos permitirnos «caer en la tentación del mal», definido aquí como el abandono o traición al horizonte último que nos impone el compromiso con una política basada en la justicia, el amor y la esperanza, un horizonte que, pese a ser una línea en los confines del mundo, lo contiene todo, indiscriminadamente, porque siempre se mueve por delante de nosotros, y seguirá moviéndose por siempre, para que nunca nadie se quede fuera del proyecto de fraternidad, de justicia, de solidaridad, de cooperación, que aspiramos a encarnar. 

VII

De este modo, a las dos preguntas formuladas al comienzo de este artículo, podemos responder del siguiente modo.

(1) El principal desafío que enfrentamos consiste en lograr construir una hegemonía cultural, una masa crítica, que se convierta en un movimiento político lo suficientemente poderoso como para forzar el cambio de paradigma que exige nuestra situación. Para ello es imperativo que logremos una coalición de los afines, que sea leal a los compromisos que exigen los peligros que nos acechan, y no se deje arrastrar por la apariencia de diferencias inconmensurables entre nosotros.

(2) Para ello debemos aprender a reconocer en las mitologías religiosas y seculares que informan los imaginarios y la acción política de nuestros aliados, más allá de las diferencias, los recursos que en sus narrativas nos ayudan a sostener y expandir nuestra causa común.  

 

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