EL VEREDICTO

Quienes tenían dudas sobre la posición europea respecto a la actuación procedimental de la justicia española en la cuestión abierta por el independentismo catalán en el caso en torno al procés pueden ir dejando de lado reparos y reconocer, llanamente, que las instituciones europeas no aceptan los subterfugios jurídicos como sustitutos de la política, al menos en su jurisdicción, y especialmente en lo que concierne a disputas territoriales. Existe un hilo de continuidad entre las decisiones de los últimos años de los tribunales alemanes, belgas y británicos, y el veredicto del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) que conocimos esta semana.

El mensaje del tribunal tiene una doble vertiente. Mucho se ha discutido en los últimos años sobre el fondo y la forma. Primero fueron los independentistas los que se escudaron en la verdad del fondo para romper el status quo estatutario y constitucional
con el arrebato parlamentario del 6 y 7 de septiembre, con el desafío del 1 de octubre, a continuación y, finalmente, con la fallida declaración unilateral de independencia. En aquel trance, el gobierno español se presentó a sí mismo como el guardián de las formas legales, el estado de derecho, que, según decía, garantizaba la convivencia de todos. Mientras tanto, el independentismo, ante las dificultades evidentes que supone siempre ser una minoría (en un «Estado Autonómico» o «nación de naciones»; pero, además, en su propio territorio, pese a la mayoría circunstancial en términos de representación parlamentaria) reclamaba su legítimo derecho a ir más allá de las leyes vigentes, para ejercer plenamente su soberanía de manera unilateral. De este modo, fondo y forma se contraponían para justificar los intereses de las partes. 

Ahora las tabas se han vuelto del revés. Ciertos sectores del Estado, y personalidades destacadas de la política española, patalean contra la Unión y ponen en cuestión la decisión del TJUE, reclamando la preeminencia incuestionable de la soberanía estatal por sobre las instituciones de la Unión, exigiendo con ello que se incumpla la decisión emitida por el órgano que representa la «guinda» del pastel que constituye el marco jurídico-institucional de la justicia europea, constituido por sus tribunales de base, sus instancias superiores estatales y supra-estatales. El pretexto, como siempre, son las razones de fondo. Quienes exigen el incumplimiento de las garantías defendidas por el TJUE aducen razones de Estado y de «Justicia mayúscula» contra los privilegios de inmunidad parlamentaria reconocidos por el tribunal. Mientras tanto, los independentistas festejan el apego a las formas procedimentales que defienden los magistrados del alto tribunal, y desdeñan comprensiblemente las pretendidas «justificaciones de fondo» que pretenden quienes impugnan como improcedente un veredicto redactado con la vista puesta en la defensa del «estado de derecho» y las garantías fundamentales. 

De este modo, hace falta una mirada más «hegeliana» sobre el conflicto para entender los límites que impone la mirada kantiana sobre el asunto de justicia con la cual se enfoca el conflicto y su eventual resolución. Forma y fondo, como nos enseñó Hegel, van de la mano, y cuando parten aguas, se ven disminuidas, como ocurre con la estética posmoderna y la ética procedimental. La forma define al fondo dialécticamente, y viceversa. 

De este modo, como ocurre con la mayoría de las sentencias, más allá de su contenido, el veredicto pone «blanco sobre negro» y obliga a barajar los naipes y dar de nuevo para empezar otra partida. 

Esta vez, las consignas para todos los involucrados son: 

(1) Ceñirse a las formas establecidas (aunque estas mismas formas estén en discusión y busquen ser rebatidas o subsumidas por un nuevo formato constitucional);

(2) aceptar que no se puede ir con prisas (las prisas del procés y las prisas del constitucionalismo han causado un descrédito generalizado de la cultura hispano-catalana, que ha destrozado sus respectivas pretensiones de democraticidad y sentido común, además de daños innecesarios a una parte importante de la población); y 

(3) dirimir políticamente los conflictos (es decir, forjar compromisos consensuados, y poner paños fríos a la frustración que supone la dinámica en la distribución fáctica de fuerzas en la sociedad en cada circunstancia concreta, recordando que no hay peor pecado en democracia que los esencialismos que intentan congelar la dinámica social). 

Como sucede con todos los conflictos, estos no afectan exclusivamente a los involucrados directamente con la disputa. Muchas terceras personas resultan maltratadas por los hechos y son convertidas en moneda de cambio en las luchas que las élites diseñan y acometen para lograr la consecución de sus objetivos. Quienes son atraídos a la vorágine de violencia silenciosa o explícita que en estos días recorre el territorio del Estado español (en Madrid y en Barcelona, para decirlo de algún modo) con los lemas y los coloridos y estridentes emblemas nacionalistas como pretexto, deben pagar por las consecuencias de los errores de aqueos y troyanos, como esclavos de las circunstancias. 

Todo esto sin descontar aquello para lo que en última instancia sirve el conflicto territorial en esa otra dimensión menos visitada por los opinadores habituales. En la lucha abierta entre «neoliberales progresistas» y «neoliberales populistas», las riñas identitarias vuelven invisible el verdadero mal: una forma de vida, una «miseria planificada» que, a los ojos de todos los que quieren ver, se ha vuelto insostenible.  

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