BETEVÉ: CULTURA «PROGRE»


En esta nota me gustaría comentar el siguiente titular de Betevé: «Escuelas confinadas. El 84% de los centros de Barcelona, sin grupos confinados». El título es uno, entre docenas de títulos semejantes, en la prensa oficialista que actúa como cheerleader de la fracción «progre» en la ciudad condal.

Antes de desplegar mi argumento, quisiera hacer una aclaración. No tengo nada contra el «progresismo». Todo lo contrario, podría definirme políticamente en esos términos. Sin embargo, se trata de una noción equívoca que puede llevar a malentendidos. En mi caso, por ejemplo, pese a considerarme progresista no me siento identificado con la política «progre» de Barcelona.

Eso no me convierte en un antagonista de esa tribu. En general, es la más amable de las afiliaciones que componen la geografía sociopolítica de la ciudad. Hay otras afiliaciones que resultan más amenazantes. Sin embargo, la aparente insipidez de los «progres» locales tiene sus consecuencias. Obviamente, como no puede decirse de un fascista lo que se dice de un dólar: «un fascista es un fascista es un fascista», porque las cosas son más complicadas de lo que parecen, tampoco puede decirse lo mismo de los «progres»: los hay de todas las formas y colores. Lo mismo con el batiburrillo «indepe» que, pese a los esfuerzos de sus huestes, contiene «fascistas» de variados colores entre sus filas y «progres» de igual diversidad bajo su estelada. Sea como sea, este artículo no va de «progres», «fascistas» o «indepes». Va de algo más sutil que involucra a todos.

Cuenta un periodista de chimentos en El Periódico que en un capítulo de la serie Merlí, la profesora de filosofía le jugó la siguiente broma a uno de sus alumnos que siempre llegaba tarde. Confabulada con el resto de sus compañeros, quedaron en afirmar que la carpeta verde que ella les mostraría sería roja, con el fin de constatar una hipótesis: la facilidad con la cual nuestras opiniones son modeladas por la presión social, incluso contra los hechos desnudos que tenemos delante de nuestras narices. 

Cuando el alumno impuntual entró en la clase, encontró al profesor agitando la carpeta verde a todo lo alto, al tiempo que les preguntaba inquisitivo: ¿De qué color es esta carpeta? «¡Roja! ¡Roja! ¡Roja!», contestaba cada uno de los interpelados. Hasta que le llegó la hora al impuntual, quien, aunque un tanto confundido, no se atrevió a decir la verdad que le mostraban sus ojos, sino que acabó respondiendo lo que el resto. Puede que, entre «fascistas», «indepes» y «progres» ocurra algo semejante, y la geografía local sea, pese al colorido de las siglas que los distingue, más porosa de lo que estamos dispuestos a reconocer.

Esto no debería llamar la atención. Como cualquier estudiante de historia sabe, entre los contemporáneos en una sociedad existen más coincidencias de lo que nos gustaría reconocer, pese a las notables diferencias que los enfrentan. Pensemos en un ejemplo. Sabemos, gracias a los diálogos platónicos, que en la antigua Atenas el enfrentamiento entre los demócratas, como Protágoras, y los antidemócratas, como Sócrates, Platón y Aristóteles, podía llegar a ser mortal. Sin embargo, pese a ello, los demócratas y los antidemócratas compartían un trasfondo de sentido en el cual se definían sus más acotadas posiciones ideológicas. 

Una muestra de esta coincidencia es el hecho mismo de que los antidemócratas utilizaran la forma del diálogo para definir sus posiciones; o que argumentaran extensamente sus justificaciones contra el igualitarismo. En cualquier caso, la antigua Atenas exigía a sus ciudadanos el uso de la retórica para defender sus posiciones, y no el uso de la fuerza, como pretendieron los Treinta Tiranos tras la rendición de la ciudad en la Guerra del Peloponeso, cuando se impuso un gobierno oligárquico y genocida. Pero incluso en este último caso, como muestra Platón en su República, a los defensores ideológicos de estos tiranos, como Trasímaco, parece que les importaba mucho ganar los debates.  

No es este el lugar ni el momento para ensayar un análisis elaborado sobre este asunto. Me basta con hacer algunas indicaciones sobre el escenario local para contextualizar mis apuntes sobre Betevé como ilustración de los medios locales. Por lo tanto, propongo que analicemos el título elegido: 

«Escuelas confinadas: el 84% de los centros de Barcelona, sin grupos confinados».

Comparemos este título con otro que publica hoy La Vanguardia en su edición digital:

«Emergencia sanitaria: el 16,4% de la población empleada en España, en una situación de pobreza».

Elijo este último título porque estamos hablando de los mismos porcentajes. En ambos casos, hay una totalidad X, un 84% de algo, y un 16% de otra cosa.

Ahora imaginemos que La Vanguardia hubiera titulado la noticia del siguiente modo:

«El 84% de la población empleada en España no está en situación de pobreza»

Alguien podría aducir: el orden de los factores no altera el producto. Pero no es el caso, porque el «orden de la verdad», como le gustaba decir a Foucault, desnuda el desprecio consumado por la opinión pública que en nuestro tiempo practican, indistintamente, unos y otros.

Veamos el problema de fondo. Aquí lo que se discute no es la seguridad en las escuelas, ni la gestión de la pandemia. Aquí lo que se combate es un sentimiento profundo de falta de confianza hacia las instituciones públicas que ha llevado a los progres en las escuelas a convertir el eslogan «¡Confiem!» en la bandera de su lucha contra el Covid-19.

La pregunta es obvia: ¿En quién deberíamos confiar? ¿En las autoridades que han demostrado su negligencia de manera reiterada a lo largo de la crisis actual (como en todas las anteriores)? ¿En la ciudadanía, de la cual se han cansado de quejarse las autoridades sanitarias durante todo el verano? ¿En la pronta resolución de la crisis gracias a las instancias científicas internacionales que, como un maná dejarán caer las vacunas desde el cielo como una ofrenda divina? ¿En nuestra propia capacidad de autodefensa vírica si llegamos a contagiarnos? ¿En que el virus es un «cuento chino», una treta de las élites y que el millón de víctimas mortales y los cientos de millones de afectados muy grave o gravemente son una ilusión óptica y por lo tanto debemos despreocuparnos y volver a la tan ansiada normalidad?

La respuesta es irrelevante. Lo único que importa es el eslogan: «¡Confiem!». Pero sabemos que no hay razón alguna para que confiemos.

El caso de las escuelas es especialmente ilustrativo. Hoy los portales de noticias nos informan que en las últimas 24 hs. los registros en Alemania, Francia, República Checa, Austria y Eslovaquia registran nuevos máximos. El caso de Francia es especialmente significativo, de un día para otro, duplica sus registros, llegando a contar 19.000 casos. En países que hasta ayer controlaban la transmisión del virus y se habían convertido en ejemplares de acuerdo con la OMS, ven disparados los casos, como ocurre en Italia, forzando a sus gobiernos a testear masivamente a su población e imponer restricciones.

Este es el contexto. No hay certidumbre. Como ocurrió en febrero y marzo, los ciudadanos se ven forzados a tomar decisiones personales ante las contradicciones evidentes que cada día nos traen los noticieros. Por un lado, como hace Betevé, militan de manera obsecuente con el aparato estatal, convertidos en aparatos de información gubernamental, en vez de periodismo, por el otro, no pueden evitar dejar en evidencia que la gestión política de la crisis cuelga de alfileres.

En febrero, cuando era evidente que la crisis golpearía de lleno a España, decidí sacar a los niños de la escuela. Pese a las burlas de mis amigos y conocidos, no me dejé amilanar por la presión social, y semanas después comprobamos que nos conducíamos sin desvío a una época trágica en nuestras vidas. Decenas de miles de muertes y cientos de miles de tragedias, algunas con final feliz, pero que han dejado secuelas en la población que tardarán años en sanar. La responsabilidad, aunque todos parecen hacer la vista gorda, recayó enteramente en el gobierno central y local, quienes se negaron a dar entidad al peligro que se avecinaba, pese a las advertencias que nos llegaban de Italia, y la arrogancia pretenciosa de contar con un sistema sanitario de calidad que solo existía en la imaginación de los políticos involucrados, amnésicos en lo que respecta a los reclamos reiterados de los especialistas de salud durante años que denunciaban sin descanso la desfinanciación planificada de los servicios públicos. En esos momentos, Betevé y TV3 tuvieron su cuota de responsabilidad, respondiendo de manera melosa y vacua a la incertidumbre que reinaba en la población, facilitando que el virus se expandiera sin contención al minimizar la gravedad del peligro.

En septiembre, debido a errores imperdonables, las autoridades públicas empeoraron el retorno a las escuelas debido a la pésima gestión durante la fase de desconfinamiento y el verano. El caso de Catalunya fue especialmente notorio, entre otras cosas, porque las decisiones se tomaron en función de una agenda ajena a la catástrofe sanitaria: el enfrentamiento a todo o nada con el Estado español, que ni los muertos han sabido maquillar con un hálito de humanidad. Como ha ocurrido en la Madrid de Ayuso y Casado, Catalunya ha respondido con la vista puesta en el ombligo de las rencillas cortoplacistas del termómetro electoral, ciego ante la necesidad de ejercer un liderazgo consecuente que se juegue el tipo, exija sacrificios si es necesario, pero siempre con las prioridades bien ordenadas que tiene a la vida por delante.

En esta situación, regresamos a las clases. Con ejecutivos centrales y autonómicos enrocados que se jugaron todo, de manera autoritaria, a la educación presencial. No solo no se ampliaron las contrataciones de docentes, sino que no se aumentaron los recursos de la sanidad. La política de amedrentamiento a las familias se consumó con un ataque concertado por parte de los medios oficialistas contra todos aquellos que levantaban la voz alertando de las incongruencias del sistema implementado.

El título de Betevé es ilustrativo y vergonzoso. Nada más y nada menos que el 16% de las escuelas catalanas tienen grupos confinados. El número es enorme, lo suficientemente grande como para que el sistema educativo hubiera tenido un plan de contingencia de educación online, no solo para aquellos que no pueden asistir a clases debido a la posibilidad de contagio cierto que implican los contactos con un afectado, sino también para dar a los ciudadanos una alternativa razonable en un momento de crisis como el que vivimos.

Nada de esto está ocurriendo. La negativa del gobierno catalán, a través de su conselleria d’Educació, de negar a los ciudadanos una educación alternativa a la educación presencial, armado con su ejército de inspectores preparados para perseguir y estigmatizar a las familias rebeldes dice mucho de este progresismo catalán que ha hecho del derecho a la desobediencia, del derecho a elegir un lema cuando se practica en manada, pero que no tiene ninguna vergüenza en pisotearlo cuando se ejercita por minorías o individuos dubitativos o críticos frente a la gestión pública.

No hay ninguna razón de peso, excepto la fe que practica el carbonero, que nos permita con certidumbre garantizar la salud de nuestras hijas e hijos. Las escuelas deben estar abiertas, los padres tienen derecho a enviarlos a clase mientras los registros de contagios no conviertan su asistencia en temeraria, pero la educación pública tiene que llegar a todos si queremos cumplir con el derecho humano a la educación que la Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgó y que la constitución española y el estatuto catalán consagra como fundamental.

Cuando a comienzo del curso lectivo el gobierno y los grupos mediáticos se lanzaron como jauría vengativa contra los «negacionistas» y «abstencionistas», y proclamaron a viva voz que las familias que se negaran a enviar a su prole a las escuelas serían perseguidas e incluso penadas con prisión por su desobediencia, supimos que algo grave estaba sucediendo, y lo constatamos durante las últimas tres semanas, en las que las escuelas, los servicios sociales, incluso de niños con discapacidad, se han negado rotundamente a ofrecer cualquier otra alternativa educativa que no sea la presencial, aferrados como están a la imposición de la ley y el orden a cualquier costo.

Imaginemos que Betevé, en vez de informar sobre los 99 asesinatos de mujeres en manos de hombres durante el 2018, hubiera informado que 24.000.007 ciudadanas no han sufrido violencia machista. Imaginemos que, en vez de informar sobre las 1.019 muertes de personas registradas en las tres rutas marítimas principales del Mediterráneo durante el período 2018, Betevé hubiera informado que 90.489 las cruzaron felizmente a salvo.

Evidentemente, entre los «progres», los «indepes» y los «fachas» hay más coincidencias de las que nos gustaría reconocer.
El autoritarismo y el moralismo son algunos de esos caracteres que tienen en común; también el estilo en la comunicación. Pese a que todos se llenan la boca con el tema de las fakenews y otras delicias de nuestra época, parece que nadie está dispuesto a renunciar a mantener haciendo fila a sus respectivas tribus, cueste lo que cueste. 



 

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