CATALUNYA PONE EL FRENO


Después de varias semanas esperando medidas para frenar la escalada silenciada por los grandes medios locales, comprometidos, más que con la información, con la tarea de dar ánimos a la ciudadanía en un momento de incertidumbre, el Govern de Catalunya ha optado por la opción drástica frente a la pandemia, replicando las estrategias de Bruselas y París, que en estas horas viven un estado de sitio. En contraposición, el gobierno de Madrid desafía su suerte, despreciando la amenaza creciente de la que alertan los expertos.

No valoraré la eficacia relativa de las medidas concretas, la cirugía fina, por sectores, que afecta de manera diferencial a unos y a otros sobre la base de criterios no siempre fáciles de discernir. Lo que quiero en este artículo es abordar una cuestión de fondo en el debate en torno a la pandemia: cuáles son los principios guían nuestra interpretación de los datos estadísticos y fundamentan nuestra acción. 

Que la pandemia «la hay», parece innegable, aunque algunos continúan insistiendo de que todo el evento es una «tomadura de pelo», y desplieguen, para refrendar sus argumentos, datos caprichos que probarían la exageración de la preocupación imperante, la arbitrariedad de las medidas adoptadas, o la oculta motivación de las élites mundiales de imponer un estado de excepción con el fin de profundizar su dominación planetaria.

Obviamente, ante una crisis de la magnitud que estamos viviendo, que afecta, no solo la salud de la población, sino también la economía, la cohesión social y la estabilidad institucional, jurídica y política, de las sociedades más afectadas; una crisis que está redefiniendo la geopolítica global, con claras consecuencias en otros ámbitos, como el medioambiental, o acelerando la carrera armamentística, no tenemos que estar iluminados o ser especialmente perspicaces para comprender que el capital está adoptando ante la tragedia la lógica que le es habitual, sacar ventaja a cualquier costo para extender y profundizar su estrategia de valoración y acumulación. 

Sin embargo, eso no significa que la crisis haya sido enteramente manufacturada y por ello debamos descartarla como inexistente o ilusoria. Como ocurre  en cada ocasión en la que nos encontramos con una crisis humanitaria, tenemos que adoptar algún tipo de estrategia para paliarla, teniendo en cuenta la situación en el terreno y los poderes fácticos que la exacerban o se benefician con ella. Cada vez que nos encontramos con una catástrofe humanitaria – sea esta causada por un conflicto bélico, un desbarajuste medioambiental, o una debacle socioeconómica, como fueron la guerra de Siria, la tragedia provocada por el huracán Katrina, o las hambrunas que hoy afectan al Chad y a Somalia – las grandes corporaciones y las élites locales aprovechan las circunstancias para remodelar el escenario afectado, con el fin de sacar ventajas económicas, redefinen las reglas institucionales para que les sean favorables, desplazar y despojar a los grupos desfavorecidos de sus derechos consuetudinarios, etc., en general con la complicidad de la política local, estatal o regional, y el silencio cómplice de los organismos y organizaciones internacionales, que en muchos ocasiones promueven, celebran e incluso participan activamente en la implementación de este tipo de políticas.

Ahora bien, además de prestar atención a las estrategias, siempre discutibles cuando se las observa desde la perspectiva hegemónica de las «neutralizaciones», como diría Schmitt, debemos pensar los principios en competencia detrás de las mismas.

Parte de la confusión imperante cada vez que intentamos informarnos para dar forma a una posición razonada frente a lo que acontece es la proliferación de mensajes contradictorios que los medios publicitan. Las portadas compiten por dar voz a las más disímiles opiniones, cada una de ellas armada con su propia agenda estadística, diseñada o maquillada para defender la tesis de turno. El resultado es una informada desinformación. Ya no se trata de fake news o mentiras. Hay algo más difícil de discernir, y más complejo para rebatir. El problema no son los datos, ni las estrategias, sino los principios solapados detrás de las posiciones adoptadas.

Una manera de plantear el problema es decir que, aquí, lo que está en juego son dos maneras de concebir la justicia. En un caso, lo que moviliza a la política es una concepción de la dignidad humana que es impostergable y triunfa frente a cualquier otra prerrogativa. Cuando este principio se lleva hasta sus últimas consecuencias, no solo cada vida humana tiene un valor infinito e irrenunciable, sino que la exigencia superior que asume la actitud fraterna se dirige de manera prioritaria a socorrer a los más débiles, a los más vulnerables.  Esta actitud moral la ilustra el capitán de un barco de pasajeros que se hunde, cuando ordena a sus oficiales y marineros que suban a los botes, en primer lugar, a los niños, a las mujeres y a los ancianos.

En contraposición a esta actitud moral, nos encontramos con el mandato que esgrime una sociedad cuyo horizonte moral enaltece la competencia y el privilegio del más apto: «que mueran los que tengan que morir». El barco se hunde, pero ahora la prioridad es que los viajeros de primera clase sean los primeros en subir a los botes. Las mujeres, los niños y los ancianos de las clases populares deberán esperar. El privilegio triunfa sobre la dignidad de la vida.

En definitiva, las estrategias frente a la pandemia no se implementan en un vacío moral, sino que se despliegan, siempre, con el fin de servir ciertos principios y fines. La pregunta que debemos hacernos cada vez que leemos una nota periodística, o escuchamos a un experto desplegar su sapiencia, es a qué principios sirve el autor, qué filosofía política lo informa, qué lealtades morales defiende.

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