El racismo se presenta habitualmente como un residuo del pasado: una patología moral o prejuicio cultural, cuyo retorno a la esfera pública debe entenderse como una deriva ideológica propia de los márgenes de la política. Se trata al racismo como un exceso que el progreso civilizatorio estaba llamado a superar, que hoy es incentivado por los «discursos bárbaros» de la extrema derecha. Sin embargo, los hechos obligan a formular otra hipótesis: que el racismo no es un error o desviación del sistema, ni supone el retorno de una sombra del pasado, sino que es uno de sus principios centrales de funcionamiento que no opera solo en el plano cultural o simbólico, sino como racionalidad geopolítica para ordenar el mundo, jerarquizarlo, y decidiendo a través de ello qué vidas merecen protección y cuáles pueden ser sacrificadas en nombre de los «civilizados».
Esta sospecha no surge de la nada. Se impone en los hechos: la persecución sistemática de inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos; la presión creciente contra países como Venezuela; la complicidad de élites locales que desprecian abiertamente a sus propias mayorías populares; el doble estándar del discurso europeo sobre derechos humanos; y, como telón de fondo, la indefensión estructural del pueblo palestino frente a una violencia que ya no necesita justificación para ejercerse obscenamente.
La política migratoria estadounidense suele explicarse en clave interna: control fronterizo, seguridad, empleo. Pero esta lectura es insuficiente. La figura del inmigrante latinoamericano criminalizado no puede separarse del modo en que Estados Unidos concibe su relación histórica con América Latina. El migrante es el exterior que irrumpe dentro del territorio; el Estado latinoamericano díscolo es la amenaza exterior que revela en su pretendida autonomía la arbitrariedad del orden impuesto. Ambos encarnan una misma anomalía. No es casual que los países de origen de esos migrantes cazados por la ICE coincidan con aquellos que reciben sanciones, hostigamiento diplomático o campañas de deslegitimación cuando intentan salirse del guion.[i] En ambos casos, el castigo no responde tanto a acciones concretas como a posiciones estructurales en el orden mundial.
La frontera migratoria y la frontera geopolítica no son dispositivos distintos. Son dos escalas de un mismo mecanismo de clasificación y exclusión.
Cuando se habla de Venezuela desde los centros de poder, el lenguaje empleado es revelador: caos, populismo, corrupción, atraso, criminalidad, narcotráfico. No se trata solo de críticas políticas. Subyace una matriz civilizatoria que sitúa a estos países en un estadio de inmadurez histórica, como si su principal falta fuera no saber gobernarse a sí mismos o ser cautivos de la vileza de organizaciones mafiosas. Ahora bien, lo decisivo actualmente no es la existencia de esta mirada, sino la pérdida de pudor con la que se la publicita. La asfixia económica, el castigo financiero o la amenaza militar se presentan como medidas razonables, incluso pedagógicas. El sufrimiento que producen aparece como un daño colateral ineludible.
La reciente declaración de Donald Trump, recogida por El País, condensa este desplazamiento brutalmente. Al anunciar ataques terrestres en el marco de la llamada “campaña contra el narcotráfico”, el presidente estadounidense afirmó que no se trata de acciones contra un país, sino contra “personas horribles”. La frase no es un exabrupto retórico. Es un programa político. Al definir al enemigo en términos estéticos y morales, el conflicto se desplaza fuera del campo del derecho internacional. No hay Estados soberanos ni adversarios políticos. Hay sujetos degradados, vidas prescindibles, cuerpos que pueden ser eliminados sin que ello constituya ni una agresión a un país soberano, ni una violación de los derechos humanos.
Ese desplazamiento no es solo discursivo. Tiene efectos materiales inmediatos. Cuando el enemigo es definido como “persona horrible”, el uso de la fuerza deja de estar sometido a criterios jurídicos verificables y pasa a regirse por una lógica de eliminación preventiva.[ii] Lo ocurrido recientemente con el ataque a una lancha denunciada por narcotráfico —y, en particular, el remate de los supervivientes tras el primer bombardeo— muestra con crudeza hasta dónde puede llegar esta racionalidad. No se trató de neutralizar una amenaza inminente, sino de suprimir vidas que ya no representaban peligro alguno.[iii] El mensaje es claro: una vez que ciertos cuerpos han sido inscritos en la categoría moral de lo abyecto, la distinción entre combate y ejecución, entre operación militar y castigo sumario, se vuelve irrelevante. No estamos ante un exceso operativo ni ante un error táctico, sino ante la aplicación coherente de un marco político que ha decidido, de antemano, que algunas vidas no merecen ni captura, ni juicio, ni duelo.
Este giro permite justificar ataques militares en territorios soberanos sin declarar la guerra, sin asumir consecuencias jurídicas, sin límites claros. Pero, sobre todo, revela una lógica racializada. Esas “personas horribles” nunca son abstractas. Tienen un origen, una geografía, un color. Son cuerpos del Sur global. El mismo discurso que criminaliza al inmigrante latino en la frontera sur criminaliza ahora, en clave militar, a poblaciones enteras en sus países de origen. El Sur aparece como productor de muerte; el Norte, como administrador legítimo de una violencia purificadora.
Esta racionalidad no opera solo a nivel de Estados o discursos abstractos. Se encarna en figuras, en cuerpos que condensan jerarquías simbólicas. El contraste entre Nicolás Maduro y María Corina Machado es ilustrativo. La diferencia entre ambos no es únicamente política. Es corporal, estética, civilizatoria. Machado encarna sin ambigüedades la blanquitud latinoamericana: pulcritud formal, modales europeos, dominio del lenguaje liberal, pertenencia de clase. Su discurso puede ser abiertamente excluyente o autoritario, pero aparece envuelto en una forma civilizada que lo vuelve aceptable para la mirada internacional.[iv]
Maduro, en cambio, es presentado como el cuerpo impropio: mestizo, tosco, excesivo. No es leído como un adversario político, sino como una anomalía. La deslegitimación no necesita argumentos complejos. Opera a nivel afectivo, visual, inmediato. La violencia, cuando se pronuncia desde la blanquitud, se vuelve responsabilidad; cuando se encarna en cuerpos mestizos, se vuelve intolerable. Aquí el racismo no necesita ser nombrado: la cámara, el encuadre y el tono narrativo hacen el trabajo.
La reacción de buena parte de la prensa europea frente a estos procesos confirma este esquema. El acorralamiento judicial o político de líderes latinoamericanos de izquierda es celebrado como defensa del Estado de derecho, sin atención a las asimetrías de poder ni a los costos sociales. El universalismo europeo funciona con una cláusula tácita: los derechos humanos son universales, pero su aplicación concreta depende del sujeto afectado. Cuando la violencia se ejerce sobre pueblos no europeos, se convierte en orden, estabilidad o realismo.[v]
Este doble estándar no es una desviación ocasional. Es una estructura moral. Y encuentra su punto de verdad en Palestina. La situación palestina no es una excepción trágica, sino la regla que revela el funcionamiento del sistema. Ante evidencias acumuladas de genocidio, la respuesta internacional es la inacción o el apoyo explícito al agresor. Esto solo es posible porque esas vidas han sido previamente desvalorizadas. La misma lógica que tolera la muerte en Gaza tolera la muerte en el Mediterráneo o la deportación masiva en la frontera estadounidense. Cambian los escenarios, no la racionalidad.
Esta geopolítica del racismo no se limita a América Latina. El mundo musulmán es presentado de forma recurrente como una alteridad peligrosa, incapaz de modernidad moral. Rusia es racializada simbólicamente como bárbara, oriental, autoritaria. Asia oscila entre la admiración tecnocrática y el temor civilizatorio. No se trata de un racismo biológico clásico, sino de un racismo civilizatorio que jerarquiza culturas y legitima violencias diferenciales.
Este marco global permite comprender también la política interna latinoamericana. En muchos países, las disputas políticas están atravesadas por una fractura racial persistente, aunque sistemáticamente negada. La confrontación entre el pueblo indio, el pueblo «negro» —como todavía se dice en Argentina— y élites que se autodefinen como herederas de Europa no es un resto del pasado colonial, sino una estructura viva. Argentina es, en este sentido, un caso emblemático. El mito de la nación blanca, europea y moderna ha servido para invisibilizar a poblaciones indígenas, afrodescendientes y mestizas, y para legitimar una política que concibe al pueblo como problema y a Europa como horizonte de normalidad. Cuando la política se radicaliza, ese desprecio racial emerge sin mediaciones.
Llegados a este punto, la pregunta inicial puede responderse sin rodeos. No estamos ante una suma de crisis ni ante excesos aislados. Estamos ante una geopolítica del racismo: un orden mundial que clasifica y jerarquiza a los pueblos, al tiempo que administra la violencia que ejerce sobre los mismos. Mientras no nombremos esta racionalidad por su nombre, seguiremos discutiendo migración, conflictos regionales o crisis humanitarias como si fueran problemas independientes. No lo son. Son distintas expresiones de una misma lógica: un mundo que ha decidido que hay pueblos prescindibles.
[i] El País. (13 de diciembre de 2025). Las redadas del ICE disparan el absentismo escolar y traumatizan a los niños: “Les han obligado a dejar atrás su infancia”. El País. https://elpais.com/us/migracion/2025-12-13/las-redadas-del-ice-disparan-el-absentismo-escolar-y-traumatizan-a-los-ninos-les-han-obligado-a-dejar-atras-su-infancia.html El artículo documenta cómo las redadas de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) bajo la administración Trump han generado un aumento significativo del absentismo escolar y traumas psicológicos en niños de comunidades migrantes, quienes viven con temor constante a perder a sus familiares por detenciones sin orden judicial. Las acciones se han intensificado en zonas urbanas de EE. UU., con redadas cerca de escuelas y arrestos que afectan profundamente la vida cotidiana y la estabilidad emocional de familias latinoamericanas, ilustrando el impacto social y humano de las políticas de persecución implementadas por el ICE.
[ii] Vidal Liy, M. (2025, 13 de diciembre). Trump sostiene que los ataques terrestres se dirigirán contra “personas horribles”, no contra un país. El País: https://elpais.com/america/2025-12-13/trump-sostiene-que-los-ataques-terrestres-se-dirigiran-contra-personas-horribles-no-contra-un-pais.html La nota recoge las declaraciones de Donald Trump en las que redefine explícitamente los ataques militares vinculados a la “campaña contra el narcotráfico” como acciones dirigidas contra “personas horribles” y no contra Estados soberanos. Este desplazamiento moral del enemigo fuera del marco estatal permite justificar el uso de la fuerza extraterritorial sin reconocer conflicto armado ni violación del derecho internacional, y constituye un ejemplo explícito de la lógica política analizada en el texto.
[iii] Miller, G., & Hudson, J. (2025, 11 de diciembre). How a U.S. admiral decided to kill two boat strike survivors. The Washington Post. https://www.washingtonpost.com/national-security/2025/12/11/frank-bradley-boat-strike-survivors/ El reportaje reconstruye el proceso de decisión que condujo a un segundo ataque militar estadounidense contra dos supervivientes de una lancha sospechada de narcotráfico, después de un primer bombardeo que había dejado la embarcación inutilizada. A partir de fuentes militares y registros internos, el texto muestra que la orden fue adoptada bajo criterios tácticos y operativos, no jurídicos, pese a que los individuos ya no representaban una amenaza inmediata. El artículo documenta las dudas legales y éticas dentro del propio aparato militar y político estadounidense, así como la creciente presión del Congreso para que se publiquen los videos completos del ataque, evidenciando el desplazamiento del uso de la fuerza hacia una lógica de eliminación preventiva.
[iv] Lecumberri, B. (2025, 13 de diciembre). Venezuela, entre el cansancio, la pureza moral y la esperanza. El País. https://elpais.com/america/2025-12-13/venezuela-entre-el-cansancio-la-pureza-moral-y-la-esperanza.html El artículo presenta a María Corina Machado como una figura opositora que ha sabido reformular su imagen pública, dejando atrás la caracterización de “burguesa” atribuida por Hugo Chávez para convertirse en un liderazgo capaz de “distribuir esperanza” en un país marcado por el cansancio social. La cobertura enfatiza su aplomo personal, su permanencia en Venezuela frente al exilio de otros dirigentes y su legitimación simbólica a través del Premio Nobel de la Paz, construyendo un retrato moralizado y estéticamente pulcro del liderazgo opositor, en contraste implícito con la representación degradada del chavismo. Esta narrativa resulta significativa para analizar los criterios de legitimidad política y civilizatoria empleados por la prensa europea.
[v] Véanse: El País. (2002, 13 de abril). Golpe a un caudillo. El País. https://elpais.com/diario/2002/04/13/opinion/1018648802_850215.html.El País. (2013, 24 de enero). El País retira una foto falsa de Hugo Chávez en un hospital. El País. https://elpais.com/internacional/2013/01/24/actualidad/1359002703_817602.html. Durante el golpe de Estado de abril de 2002 en Venezuela, El País publicó el editorial “Golpe a un caudillo”, en el que interpretó la interrupción del orden constitucional como una consecuencia casi natural del deterioro político del gobierno de Hugo Chávez, presentando su derrocamiento como una corrección necesaria frente a un liderazgo caracterizado como caudillista. Años más tarde, en enero de 2013, el mismo diario difundió una fotografía falsa que supuestamente mostraba a Chávez hospitalizado y entubado, imagen que fue retirada tras comprobarse su falsedad y que motivó una disculpa pública. Ambos episodios ilustran una continuidad en el tratamiento mediático: la disponibilidad simbólica del cuerpo y de la soberanía de Chávez —primero en el golpe, luego en la enfermedad y la muerte— bajo un estándar de exposición e inclemencia que rara vez se aplica a líderes europeos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.