PENSAR DESDE LA INTEMPERIE: UNA CRÍTICA DE LAS FILOSOFÍAS DEL BÚNKER

 


Vivimos en una época en la que eso que todavía llamamos “racionalidad” se ha reducido a pensamiento sistémico. No me refiero a una teoría aislada, ni a una disciplina en particular, sino a un clima intelectual que atraviesa la cibernética, la teoría de sistemas, las ciencias cognitivas, la inteligencia artificial y buena parte del pensamiento filosófico contemporáneo, complacido —cuando no embobado— con estas propuestas totalizantes. Ese clima descansa sobre una convicción básica: que la vida, la mente y la sociedad pueden comprenderse acabadamente como procesos autorregulados, redes adaptativas y circuitos de interacción cuya finalidad última no es la transformación radical, sino la continuidad del propio sistema. Es una forma de pensar que confía en que todo puede explicarse dentro del horizonte de la inmanencia, donde no hay exterioridad verdadera y donde toda alteridad queda reducida a flujo de información.

Esta forma de racionalidad técnica no es un fruto accidental. Nace en la modernidad tardía como un modo de asegurar su propia supervivencia y favorecer su autoexpansión mediante dispositivos de control, tecnologías de estabilización y modelos de gestión cada vez más sofisticados. En este contexto, la filosofía académica parece haberse convertido —muchas veces de manera involuntaria— en un instrumento dedicado a sostener la ilusión de estabilidad. De allí surge lo que aquí denomino la “filosofía del búnker”: una filosofía elaborada desde lugares protegidos, desde espacios donde la continuidad del mundo sigue resultando concebible, donde el conflicto aparece como un accidente corregible y donde la vida se piensa bajo la lógica del equilibrio. Esta filosofía del búnker mira el mundo desde una noción de seguridad funcional e institucional y, por lo tanto, lo concibe como un sistema capaz de autorregularse tanto lingüística como operativamente.

Ahora bien, fuera de ese búnker vive la mayor parte de la humanidad: millones de personas que habitan territorios devastados por guerras interminables, regiones arrasadas por el extractivismo, ecosistemas que se desmoronan y cuerpos sometidos a la pobreza estructural o a la exclusión permanente. Para estas vidas expuestas, el mundo no aparece como un sistema que tienda naturalmente a la continuidad —ni como un orden que merezca perpetuarse—, sino como una fractura constante, un mundo cuya continuidad debe ser interrumpida: ese “freno a la historia” del que hablaba Benjamin. Su experiencia no es la del equilibrio, sino la de quienes habitan la intemperie. Y desde esa intemperie, la filosofía del búnker revela de inmediato su insuficiencia radical.

Lo que aquí intento mostrar es que el pensamiento sistémico contemporáneo, en todas sus variantes, no puede pensar la trascendencia, no puede pensar la ruptura y no puede pensar la política en sentido fuerte. No porque carezca de sofisticación, sino porque está construido para evitar la ruptura, para neutralizar el antagonismo y para absorber cualquier alteridad dentro de su propio campo de operaciones. Las ciencias cognitivas, en particular, han servido como laboratorio de esta racionalidad. La mente ha sido traducida a bucles internos, retroalimentaciones, flujos de información que se ajustan para mantener la estabilidad del organismo en un entorno cambiante. El cognitivismo clásico lo hizo mediante la metáfora computacional; el conexionismo, mediante patrones distribuidos; y las teorías predictivas, mediante inferencias jerárquicas. En todos estos casos, el sujeto queda encerrado en un circuito que no reconoce un afuera real.

El enactivismo surgió como reacción frente a este horizonte. Propuso una mente encarnada, situada, en interacción con el mundo. Pero en su gesto de rechazo conservó, casi intacta, la estructura que pretendía superar. La autopoiesis reintroduce la clausura cartesiana en clave corporizada; el acoplamiento estructural reinstala la co-determinación en continuidad directa con el idealismo alemán; la participación sustituye la representación, pero al precio de negar aquellas exterioridades sustantivas que delimitan su propia totalidad emergente. Aunque existan diferencias entre sus cultores, el núcleo permanece inalterado: el sentido emerge siempre dentro del sistema, inmunizado frente a aquello que pudiera desestabilizar sus premisas. La alteridad no aparece como irrupción capaz de provocar el colapso de la estructura, sino como variación que reclama subsunción dialéctica o, en ciertos casos, una apropiación lisa y llana. La experiencia no es un encuentro con lo que nos excede, sino un proceso interno de coordinación orientado, en última instancia, a la autoafirmación del propio sistema.

La inteligencia artificial opera en este mismo marco con una radicalidad aún mayor. Sus modelos generativos aprenden únicamente a partir de datos que confirman su propio horizonte estadístico: el mundo se convierte en un patrón, la novedad en recombinación y la alteridad sustantiva —aquella que no puede ser subsumida lingüísticamente— se reduce a ruido. En síntesis, la IA no entiende de poesía porque no se muere, ni experimenta la pérdida absoluta de un ser querido, ni anticipa el desgarro del porvenir. En este punto, la IA no hace más que llevar al extremo lo que la filosofía sistémica formula conceptualmente: no hay sorpresa que no pueda traducirse en dato, ni acontecimiento que no pueda recomponerse como variación interna del sistema. La teoría de la complejidad, por su parte, prolonga esta misma lógica hacia lo social, donde el conflicto se concibe como fluctuación a reequilibrar y donde la política queda reducida a un simple ejercicio de gestión, incapaz de alojar la irrupción de lo que exige un mundo nuevo.

Pero la experiencia humana no se deja absorber tan fácilmente. La trascendencia —ese nombre múltiple para mentar la irrupción de lo que no producimos— aparece siempre como aquello que el sistema no puede contener. No es un concepto religioso en sentido estrecho; es la estructura misma que hace posible la ética, la política y eso que todavía llamamos esperanza. Cuando en el cristianismo se habla de conversión, no se trata de calibrar la vida, sino de renacer a otro mundo. Cuando en el budismo mahāyāna se habla de despertar, no se apunta a una perfección del acoplamiento, sino al colapso de la ilusión del yo y, con él, al desmoronamiento de los muros que —en nombre de nuestra seguridad— nos aprisionan. Cuando Fanon habla de la revolución anticolonial, no describe un ajuste del sistema para incorporar al colonizado, sino la destrucción del mundo colonial y la creación de un sujeto nuevo. Cuando Benjamin habla de la interrupción mesiánica, no se refiere a una variación histórica, sino a la paralización del tiempo homogéneo y vacío. Y cuando Dussel habla de exterioridad, no alude a una periferia funcional definida por su rol dentro de la totalidad, sino al lugar desde donde la víctima emerge como interpelación viva ante el orden que la oprime y desde el cual puede hacerse nacer un mundo nuevo.

En todas estas tradiciones, la experiencia fundamental no se define por la continuidad, sino por la ruptura. Y en esa ruptura se juega la posibilidad de un mundo nuevo. La trascendencia, en su sentido más profundo, nombra precisamente la capacidad de responder a una exigencia que no proviene del sistema: es la posibilidad de decirle “no, gracias” a un orden que se pretende absoluto, a partir de la irrupción de un bien que no controlamos, de una justicia que no producimos, de un llamado que no nace del interior del yo. Esa irrupción exige transformación, conversión, renacimiento. Exige abandonar el orden que nos constituye. Es el gesto que el pensamiento sistémico no puede pensar porque su ontología se sostiene en la continuidad y, por eso mismo, permanece exento de toda poesía viva.

Hoy, más que nunca, esta incapacidad del pensamiento sistémico resulta evidente. El colapso ecológico, la expansión de las guerras, el régimen global de desigualdad, la precarización generalizada y la erosión espiritual no son meras disfunciones del sistema, ni problemas de ajuste, ni fallas de coordinación: son la evidencia misma de que el sistema está agotado. Y cuando un sistema se agota, ninguna racionalidad orientada a preservar su continuidad puede comprender lo que está ocurriendo. La política, en estos contextos, no consiste en gestionar el presente, sino en atravesar el umbral que separa un mundo que muere de un mundo que aún no acaba por nacer. Es aquí donde una ética de la participación se vuelve sencillamente absurda: nadie puede participar en un mundo que se está desmoronando. La participación es posible en la estabilidad; la conversión sólo es posible en la intemperie.

Pensar desde la intemperie significa, entonces, asumir el punto de vista de quienes viven fuera del búnker. Significa ver el mundo no como sistema, sino como herida; reconocer que el conflicto no es una fluctuación, sino una fractura real; admitir que la justicia no puede deducirse de la continuidad, sino que exige un salto. Y significa comprender que la filosofía no puede limitarse a describir la textura de la experiencia, sino que debe abrir un espacio para lo que irrumpe, para lo que desborda, para lo que reclama un mundo distinto. El pensamiento sistémico —en su versión cognitiva, tecnológica, ética o política— expresa la racionalidad de quienes aún pueden habitar la estabilidad. Es una filosofía del búnker: cuidadosa, delicada, autoprotectora. Pero el mundo real, el mundo desgarrado que ya habitamos, no puede pensarse desde ahí. Necesita otra cosa: una filosofía capaz de escuchar la exterioridad, de acoger la ruptura y de sostener una esperanza que no nace del ajuste, sino de la trascendencia.


Bibliografía mínima

Benjamin, W. (2018). Iluminaciones (J. Aguirre y R. Blatt, Trads.). Taurus.

Cincunegui, J. M. (2019). Miseria planificada: Derechos humanos y neoliberalismo. Dado Ediciones.

Cincunegui, J. M. (2024). Mente y política: Dialéctica y realismo desde la perspectiva de la liberación. Dado Ediciones.

Cincunegui, J. M. (2025). La vida en la historia: Más allá de la biología, la fenomenología y las ciencias cognitivas [Investigación inédita, Universitat Pompeu Fabra]. Zenodo. https://doi.org/pendiente

Di Paolo, E., Cuffari, E., & De Jaegher, H. (2018). Linguistic bodies: The continuity of life and language. MIT Press.

Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión. Trotta.

Fanon, F. (2015). Los condenados de la tierra. Fondo de Cultura Económica.

Garfield, J. L. (2015). Engaging Buddhism: Why it matters to philosophy. Oxford University Press.

MacIntyre, A. (1981). After virtue: A study in moral theory. University of Notre Dame Press.

Milbank, J. (1990). Theology and social theory: Beyond secular reason. Blackwell.

Maturana, H., & Varela, F. J. (1973). De máquinas y seres vivos: Autopoiesis, la organización de lo vivo. Editorial Universitaria.

Shantideva. (1997). A guide to the Bodhisattva way of life (A. B. Wallace & V. A. Wallace, Trads.). Snow Lion Publications.

Taylor, C. (2007). A secular age. Harvard University Press.

Thompson, E. (2007). Mind in life: Biology, phenomenology, and the sciences of mind. Harvard University Press.

Varela, F. J. (1979/2025). Principles of biological autonomy: Annotated edition (E. Di Paolo & E. Thompson, Eds.). MIT Press.

Varela, F. J., Thompson, E. & Rosch, E. (1991/2016). The embodied Mind. Cognitive science and human Experience. MIT Press.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

GEOPOLÍTICA DEL RACISMO

El racismo se presenta habitualmente como un residuo del pasado: una patología moral o prejuicio cultural, cuyo retorno a la esfera pública ...