Quisiera decir dos palabras sobre una cuestión a la que los resultados electorales en Argentina han vuelto a dar alas. Se trata de la posibilidad o no de zanjar definitivamente la cuestión de la represión genocida en Argentina durante las décadas de los setenta y los ochenta.
En esta ocasión, lo que desata mi respuesta es un artículo publicado por la “popular” Pilar Rahola en el diario El País, periódico que nos tiene acostumbrados a una buena dosis de tergiversaciones cuando se trata de ofrecer su imaginario sobre Sudamérica.
Pero para que el asunto no suene a propaganda sin fondo, recordemos que los más importantes opinólogos sobre nuestro continente son grotescos enemigos del chavismo, y sus secuaces izquierdistas. ¿Cómo olvidar la semblanza que nos ofreció Vargas Llosas del criollo astuto y mentiroso de Morales? ¿Qué hacer con la justificación que nos ofreció recientemente ante el golpe en Honduras? ¿Qué decir de su vergonzante aparición mediática desafiando a un presidente constitucional a entrar en debate con él mismo en un programa televisivo al que había sido invitada la oposición, por el propio Chávez, a debatir el modelo revolucionario? ¿Qué hacer con los eruditos contrastes de Moisés Naím entre Venezuela y la teocracia Iraní? ¿Qué hacer con sus propias apreciaciones sobre el golpe de estado en Honduras, su feliz enjuiciamiento de Zelaya en las páginas del periódico? ¿Qué hacer con los muchos y reiterados intentos por parte de esta gente por defender modelos caducados y denostados en un continente arrasado por la especulación y la traición de sus intelectuales más afamados en Europa y Norteamérica?
Pero eso no sería nada si acaso los contrincantes políticos en el continente estuvieran tratados con la misma vara. Pero es impensable pasar por alto el trato de favor que han recibido Alan García y Álvaro Uribe Velez, quienes una y otra vez, especialmente este último, recibe los favores de la empresa editorial. No cabe decir una palabra más sobre el asunto. Si los presidentes de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Honduras, para poner algunos ejemplos, pueden ser acusados de sospechosas actividades contra la propiedad privada, o son objeto de indignadas denuncias debido a su manipulación “populista”, sus enemigos políticos (el caso de Uribe es desopilante) se encuentran acusados y procesados en algunos casos por crímenes de lesa humanidad.
¿Acaso hemos olvidado el centenar de indígenas asesinados en la selva peruana? ¿Qué dijo Vargas Llosas sobre estos asuntos que están ocurriendo en su propio país? Poca cosa, porque sus actividades libertarias se encuentran en Caracas, defendiendo los intereses de las familias adineradas que ahora se resisten al proceso de transformación social que el pueblo de Venezuela ha decidido llevar a cabo. Tampoco queda muy claro cual es su posición respecto al golpe en Honduras, en cuanto señala como improlija la actividad de los golpistas, pero acusa como culpable del golpe las ansias reivindicadoras de quienes se dejan adoctrinar por el gurú Chávez.
Esto me recuerda un argumento con el cual algunas mentes prodigiosas invertían el peso de la prueba en los casos de violación aduciendo que las víctimas vestían minifaldas. Pero la comparación no debería tomarse al pie de la letra, lo que pretende en todo caso es dejar constancia de la malquerencia del firmante de la nota que estoy comentando.
Todo esto para ponernos sobre aviso de que no se trata de un artículo cualquiera el firmado por la señora Rahola, sino uno más de los muchos artículos que el equipo de EL PAÍS considera útil para llevar a cabo su actividad desestabilizadora en la región. La razón del asunto es muy sencilla, la búsqueda de condiciones favorables para el grupo PRISA y los consorcios asociados. Aquí todo se mezcla como en esas malas películas de complots a las que nos tiene acostumbrada la historia y Hollywood: política, ética, glamour, sexualidad y dinero. El engranaje de mentiras se encuentra al servicio del asalto al poder.
El artículo es impecable. Como buena periodista, Rahola es imparcial desde el comienzo. Firma su simpatía hacia el partido de Macri llamando a Michetti una de las mentes más brillantes de la Argentina actual, para luego dejar en claro que lo que le atrae de esta mujer es la capacidad de navegar las aguas que su propia patria inauguró con la famosa “transición”.
El artículo pretende ser una radiografía del alma de los argentinos, y acaba siendo un encefalograma de la "derecha liberal" española que se mofa de lo políticamente correcto para proponer lo "definitivamente correcto". Rahola se ríe a carcajadas de los ideales y reivindicaciones bienpensantes. Enfundada en su pragmatismo chulesco y desafiante, se dedica a recordar a las izquierdas de todos los continentes sus pecados, ofreciendo junto a ello una justificación para la perpetuación del status quo, como si los problemas reales que nos toca vivir fueran una invención de los Che Guevara y los Fidel Castro y los guerrilleros latinoamericanos, los desprolijos hippies y los vagos de los estudiantes, como si no tuvieramos otra cosa más importante que hacer en este mundo gobernado por poderes invisibles que en su lógica arrolladora y matemática van carcomiendo las esperanzas de las generaciones, que dedicarnos a vociferar contra los ilusionados, contra los perdedores, contra los que aún no han conseguido nada, porque no han podido, porque se han equivocado, o porque se lo han impedido esas mismas fuerzas que ella enfurecida defiende con su "realismo" agitado.
Olvidar, olvidar, olvidar es el estribillo que promueve, y nos lo vende prometiendo que el olvido todo lo cura, que la España de hoy (que en realidad es la de ayer, porque quién querría hoy ser esta España que estamos contemplando azorados, corrupta de arriba a abajo, decadente en su cultura, podrida y débil en sus instituciones, dormida su población ante el saqueo sistemático al que se ve sometida, con la complicidad de sus políticos que se quedan con las migajas de la fiesta, y la prensa-publicista).
Rahola pretende que los argentinos deben tomar nota y ejemplo de España. Pretende que la “transición” fue causa de paz y de alegría para la España sobre la que llovían, entonces, como un milagro, el 25% de su PBI de las arcas europeas, la España hipotecada del derroche y la pandereta, la España que prefirió apostar por el ladrillo a la excelencia. Pero nada de esto parece molestar a la política devenida periodista que anima las mañanas de TV3. Porque comparada con la Argentina que sus ojos contempla, España es un paraiso.
La Argentina es un lodazal, nos dice, del que los argentinos no quieren salir. Llenos de odio y de revanchismo, la Argentina de hoy es una mezcla de atracción y repulsión para el extranjero que visita el país con mirada objetiva y desprejuiciada. Y nos compara con la transición chilena y uruguaya que supieron, nos dice Rahola, negociar un futuro. ¿Acaso se esta refiriendo Rahola a la impunidad que se le prodigo a Pinochet que se murió con las botas puestas pese al sinnúmero de pruebas en su contra? ¿No deberíamos estar negociando en otros lugares del mundo transición semejantes, sin justicia como la que ella promueve? ¿A quién defiende Rahola? ¿Cuál es su verdadero mensaje? ¿Quiénes son sus amigos? ¿Con qué mundo sueña?
Recordemos que Rahola es una invitada habitual en el programa de Grondona. El "doctor", como llaman al escribiente del llamado "Proceso de Reorganización Nacional", o Dictadura, le ofrece un espacio en cada visita y se relame ante el descaro de la catalana. Recordemos otras cosas que nos permitan informarnos sobre la figurita cuya autoridad intelectual se promueve en la Argentina para enseñar el camino de nuestra sociedad futura. Ahí están sus destempladas risotadas y su escasa compasión durante la masacre Israelí en Palestina. Ahí están sus relatos descabellados sobre la democracia venezolana. Ahí están sus suspicacez apreciaciones sobre la matanza de indígenas en Bolivia por los simpatizantes separatistas santacruceños. Ahí están, para quienes tenemos el placer de convivir con sus opiniones semanales en LA VANGUARDIA de Barcelona, las opiniones reaccionarias con las cuales se despacha frente a las reivindicaciones sociales de no pocos colectivos.
Haciéndose eco de la posición de muchos simpatizantes PRO y otra gente del montón, Rahola propone una equiparación de la violencia guerrillera en la Argentina con el terror del Estado. Su justicia es salomónica, y por lo tanto es injusticia.
Para empezar miremos con detenimiento la España que la señora Rahola pretende vendernos: En menos de veinticuatro horas, ETA ha realizado dos atentados con víctimas mortales. ¿Cómo es posible que ETA siga atentando? En los últimos meses, docenas de dirigentes han sido encarcelados, se ha proscrito su ala política y han sido judicializadas las organizaciones abertzales. Un informe reciente sostiene que los jóvenes vascos no condenan o simpatizan con la violencia de la banda. ¿A qué se debe? ¿Cómo es posible que sigan existiendo estas rabias, estos odios, este deseo de revanchas en una sociedad que dice haber realizado una exitosa transición? ¿Qué pasa con Catalunya? ¿Acaso las relaciones con Madrid son un paseo por el campo? ¿Y el Partido Popular? ¿Y la relación de los gobiernos socialistas con la Iglesia Católica? ¿A quién le habla Rahola cuando escribe en el diario El País un artículo como el que firma? Seguro que no le habla a los vascos, ni a los gallegos, ni a los catalanes, porque se reirían a carcajadas de su ingenuidad o su cretinismo. ¿Transición ejemplar? No creo que Rahola se cree lo que ella misma dice. No sólo Euskadi, sino toda la realidad política y social de España se encuentra marcada por los rastros, las huellas, la geología oculta de un pasado irresuelto.
Para acabar, permítanme que diga dos palabras más sobre este pasado. Este jamás desaparece. Se transforma, eso si. Como las fugas inventadas por Beethoven, mutan, fluyen, como las nubes en el espacio, pero no desaparecen.
Ni siquiera el perdón, como señaló en su día Hans Jonas, puede hacer que el pasado se esfume. El perdón es un don que ofrece la víctima, no un derecho del victimario. Los cristianos deberían saberlo, ellos que están hecho con la sustancia de la crucifixión que sana los pecados del mundo.
Aún así, creo que el pasado puede y debe ser superado.
Lo que se juzga en Argentina no es la violencia per se, sino la violencia ejercitada por quienes detentaban el poder del Estado. Eso significa algo muy sencillo de entender para quien tenga interés de mantener una distinción de justicia irrenunciable. Cuando los gobiernos constitucionales o las Fuerzas Armadas que gobiernan de facto una nación asesinan a individuos indefensos a sangre fría, cuando los someten a tortura, cuando esconden sus cadáveres, cuando roban a sus hijos y a sus nietos, cuando pervierten la identidad y someten a la población al terror, lo que se pone en cuestión no es la violencia, sino la traición.
No me interesa ahora mismo juzgar a los grupos guerrilleros. No hay ley que los ampare en el mundo. La comunidad internacional ya se ha pronunciado sobre el asunto. Los guerrilleros y los terroristas no pueden esgrimir argumentos del estilo que promueven los asesinos del Estado para escapar la justicia de ese Estado. Creo que no debería ser parte de la discusión que nos convoca en esta ocasión, como no debería estar en la agenda de debate juzgar las decisiones políticas de Zelaya o los propósitos de Chávez cuando nos enfrentamos a la encrucijada de oponernos o dar alas a un golpe de Estado a un gobierno elegido democráticamente por el pueblo, y ampliamente apoyado por ese pueblo en sucesivas consultas populares. Lo que nos interesa clarificar es la traición que aquellos que se encuentran en el poder realizan contra los ciudadanos, al ejercitar violencia sobre estos, indefensos ante el poder aterrador que tienen a su disposición.
El pasado sólo puede superarse con un juramento, con la convicción absoluta y sin peros de que jamás, bajo ninguna circunstancia, seríamos capaces de participar, apoyar o simpatizar con ejercicios de aberración semejante.
Cuando alguien ofrece un pero, o exige pasar página, es que aún pretende justificar de un modo u otro el pasado. De ahí que las declaraciones de Rahola, como las reiteradas insinuaciones de mentes hipotéticamente “clarividentes” como las de Michetti y otros representantes de PRO, sean prueba de una cierta tibieza moral ante el horror. Prueba del relativismo moral que la propia Rahola pretende condenar. Y la posibilidad latente de que ejercite en un futuro no lejano una colaboración pasiva como la que muchos ejercitaron cuando los crímenes pasados se cometían.
A FALTA DE IDEOLOGÍA NOS QUEDA LA INFORMACIÓN
El estribillo lleva varios años sonando en los primeros puestos desde algo así como el Departamento para la Reconstrucción de las Sinapsis planetaria. El propósito es loable. Se trataría más o menos del siguiente experimento: eliminar los restos de otra supersticiosa y añeja costumbre humana.
Habiendo hecho lo propio con las religiones tradicionales (que pese a todo se resisten a ser echadas por la borda) toca el turno de las ideologías (eso de izquierda y derecha que no suena bien a nadie), que además de ser una distinción éticamente reprochable de muchas maldades contra la humanidad, tiene la desgraciada suerte de ser estéticamente censurables. En breve, las ideologías son feas.
Los expertos en imagen lo saben. Y como ha quedado patente en alguna nota anterior, insisten a sus pupilos que hagan caso omiso de sus lealtades argumentales y se centren en lo más candente: lo que la gente quiere, y no lo que la gente quisiera querer aunque no puede por el momento hacerlo. Junto al olvido de las ideologías, por lo tanto, se promueve sin vergüenza, el desprestigio de los ideales.
Ser una persona ideológicamente posicionada es no haber caído en la cuenta de algo elemental: el universo (el mundo natural y social que habitamos) se caracteriza por estar libre de cualquier normatividad objetiva. Lo real es un espacio neutro que se encuentra a nuestra disposición para que hagamos con ello lo que nos plazca. Este es el Gran Secreto que repiten entusiasmados los hacedores de la opinión pública.
Los textos abundan. Tienen cabida en la esfera de la autoayuda y la nueva espiritualidad, que a un mismo tiempo denuncian y actúan como cómplices del mundo que nos ha tocado vivir. Los economistas más ilustres saben que han sido de los primeros en hacer rodar la bola de este orden moral moderno que habitamos. Los políticos más “piolas” se anotan en la listas de la vanguardia post-ideológica y pragmática a medida que crece en la masa la certidumbre que antaño sólo disfrutaban las élites. De modo análogo, los periodistas han reemplazado su convicciones ideológicas por sus compromisos corporativos.
Las claves del éxito se encuentra en la mente, en la construcción de la imagen del mundo que realicemos. Porque, tal como hemos dicho, el mundo es un océano de materia vacía y maleable a la espera de que los sujetos liberados de toda atadura, se hagan cargo de lo que les toca.
Basta con empujar una idea, y el mundo se habrá vuelto del color de nuestro pensamiento. Sólo cabe dedicarse con ahínco a semejante esfuerzo, y ocurrirá lo que siempre hemos querido: seremos ricos, jovenes y bellos.
Sin embargo, recuerdan los gurúes, no es fácil mantener la mente enfocada en el objeto de nuestro más "auténtico" deseo. Basta que se nos perturbe el alma con algún recuerdo, o que un personaje indecente o simplemente "negativo" se cruce en nuestro camino, para que el empeño de tantos días se haga añicos contra el cristal oscurecido de nuestra frágil conciencia.
De este modo llegamos a la más absoluta de las paradojas: aquellos que sostienen con tanta soltura el final de las ideologías son los mismos que aseguran al mundo que sólo cuentan las ideas que tenemos en la cabeza. Son los mismos que reclaman una realidad neutralizada donde poner en funcionamiento el diseño disciplinado de su universo imaginado, los que afirman con descaro la fealdad de las superstición ideológica.
Pero puede que no todo se haya perdido, cabe la posibilidad de establecer otros criterios que nos permitan deslindar la paja del grano. De otro modo, nos encontraremos desprotegidos ante el arrebato de sapiencia idealista que ha atacado al planeta: marketing, cosmética de la imagen, publicidad, relaciones públicas, consultores políticos, agencias éticas para la empresa, todo confluye y complota para evitar que nos interroguemos por la verdad.
Pero, ¿Qué es la verdad después de todo?
La verdad, en esta era del vacío, es lo ente reducido a esquema: imagen del mundo. No es la nada, pero es casi nada, "lo que tú quieras".
En fin, ante tal desbarajuste, cabe preguntarse si no será necesario reformular la directriz evangélica del siguiente modo:
“Los conocerás por sus deseos”.
Serán sus deseos y no sus argumentos explícitos los que nos dirán quiénes son los que nos hablan.
Repuestos del vaciamiento y humillación al que nos tuvo sometido el "nihilismo burgués" de las últimas décadas, y armados con nuestro reconquistado aparato ideológico, seremos capaces de enfrentarnos a la marabunda de expertos en el ocultamiento. Por lo tanto, nos queda la información, y ante ella la pregunta que volverá a devolvernos al equilibrio, al punto arquidémico de lo real, en el que seremos capaces de descifrar lo que ahora importa: ¿Qué es lo que quieren estos que dicen que todo es posible si nos atrevemos a quitamos las gafas que proyectan las antiguas supersticiones?
Bueno, en general, lo quieren todo: lo tuyo y también lo nuestro.
Por lo tanto, como dicen en España, ¡Ir al loro!
Habiendo hecho lo propio con las religiones tradicionales (que pese a todo se resisten a ser echadas por la borda) toca el turno de las ideologías (eso de izquierda y derecha que no suena bien a nadie), que además de ser una distinción éticamente reprochable de muchas maldades contra la humanidad, tiene la desgraciada suerte de ser estéticamente censurables. En breve, las ideologías son feas.
Los expertos en imagen lo saben. Y como ha quedado patente en alguna nota anterior, insisten a sus pupilos que hagan caso omiso de sus lealtades argumentales y se centren en lo más candente: lo que la gente quiere, y no lo que la gente quisiera querer aunque no puede por el momento hacerlo. Junto al olvido de las ideologías, por lo tanto, se promueve sin vergüenza, el desprestigio de los ideales.
Ser una persona ideológicamente posicionada es no haber caído en la cuenta de algo elemental: el universo (el mundo natural y social que habitamos) se caracteriza por estar libre de cualquier normatividad objetiva. Lo real es un espacio neutro que se encuentra a nuestra disposición para que hagamos con ello lo que nos plazca. Este es el Gran Secreto que repiten entusiasmados los hacedores de la opinión pública.
Los textos abundan. Tienen cabida en la esfera de la autoayuda y la nueva espiritualidad, que a un mismo tiempo denuncian y actúan como cómplices del mundo que nos ha tocado vivir. Los economistas más ilustres saben que han sido de los primeros en hacer rodar la bola de este orden moral moderno que habitamos. Los políticos más “piolas” se anotan en la listas de la vanguardia post-ideológica y pragmática a medida que crece en la masa la certidumbre que antaño sólo disfrutaban las élites. De modo análogo, los periodistas han reemplazado su convicciones ideológicas por sus compromisos corporativos.
Las claves del éxito se encuentra en la mente, en la construcción de la imagen del mundo que realicemos. Porque, tal como hemos dicho, el mundo es un océano de materia vacía y maleable a la espera de que los sujetos liberados de toda atadura, se hagan cargo de lo que les toca.
Basta con empujar una idea, y el mundo se habrá vuelto del color de nuestro pensamiento. Sólo cabe dedicarse con ahínco a semejante esfuerzo, y ocurrirá lo que siempre hemos querido: seremos ricos, jovenes y bellos.
Sin embargo, recuerdan los gurúes, no es fácil mantener la mente enfocada en el objeto de nuestro más "auténtico" deseo. Basta que se nos perturbe el alma con algún recuerdo, o que un personaje indecente o simplemente "negativo" se cruce en nuestro camino, para que el empeño de tantos días se haga añicos contra el cristal oscurecido de nuestra frágil conciencia.
De este modo llegamos a la más absoluta de las paradojas: aquellos que sostienen con tanta soltura el final de las ideologías son los mismos que aseguran al mundo que sólo cuentan las ideas que tenemos en la cabeza. Son los mismos que reclaman una realidad neutralizada donde poner en funcionamiento el diseño disciplinado de su universo imaginado, los que afirman con descaro la fealdad de las superstición ideológica.
Pero puede que no todo se haya perdido, cabe la posibilidad de establecer otros criterios que nos permitan deslindar la paja del grano. De otro modo, nos encontraremos desprotegidos ante el arrebato de sapiencia idealista que ha atacado al planeta: marketing, cosmética de la imagen, publicidad, relaciones públicas, consultores políticos, agencias éticas para la empresa, todo confluye y complota para evitar que nos interroguemos por la verdad.
Pero, ¿Qué es la verdad después de todo?
La verdad, en esta era del vacío, es lo ente reducido a esquema: imagen del mundo. No es la nada, pero es casi nada, "lo que tú quieras".
En fin, ante tal desbarajuste, cabe preguntarse si no será necesario reformular la directriz evangélica del siguiente modo:
“Los conocerás por sus deseos”.
Serán sus deseos y no sus argumentos explícitos los que nos dirán quiénes son los que nos hablan.
Repuestos del vaciamiento y humillación al que nos tuvo sometido el "nihilismo burgués" de las últimas décadas, y armados con nuestro reconquistado aparato ideológico, seremos capaces de enfrentarnos a la marabunda de expertos en el ocultamiento. Por lo tanto, nos queda la información, y ante ella la pregunta que volverá a devolvernos al equilibrio, al punto arquidémico de lo real, en el que seremos capaces de descifrar lo que ahora importa: ¿Qué es lo que quieren estos que dicen que todo es posible si nos atrevemos a quitamos las gafas que proyectan las antiguas supersticiones?
Bueno, en general, lo quieren todo: lo tuyo y también lo nuestro.
Por lo tanto, como dicen en España, ¡Ir al loro!
TODAVÍA NOS QUEDAN LAS CALLES.
Como he dicho en otras ocasiones, debemos tomar la iniciativa. Las políticas de ajuste que se pretenden para superar la crisis son, como se ha repetido hasta el hartazgo, otra de las opacas e injustas soluciones que los ricos proponen para no cargar con la responsabilidad que les toca. O para decirlo de otro modo, es el intento de traspasar la carga de la mula sobre el cordero.
La prensa está haciendo todo lo posible para que la contestación social no llegue a mayores. Eso significa, en breve, una estrategia para evitar que la sociedad civil sea capaz de ofrecer respuestas espontáneas a las dificultades que se presentan, ocultando, mintiendo, distorsionando dichas respuestas.
La estrategia es desfigurar la actividad de los movimientos sociales, presentándolos como amenazantes, descontextualizándolos, engañando sin reparo acerca del contenido de las reivindicaciones, como hemos podido ver en la distorsión unánime que los medios recientemente ofrecieron de las huelgas en Inglaterra. Estas fueron presentadas como manifestaciones racistas, cuando en realidad eran un intento por parte de los sindicatos para impedir la utilización, por parte de algunas empresas, de las directivas europeas a fin de dar trato diferencial a los trabajadores extranjeros. Lo que se pretendía era impedir que dichas empresas se beneficiaran saltándose las leyes y condiciones laborales, lo cual iba en detrimento de los trabajadores en su conjunto. La prensa se dedicó con ahinco a borrar la contestación de clase, para convertir el evento en un problema xenófobo.
Nuestras sociedades democráticas preveen un conjunto de vías de comunicación entre las bases y los poderes fácticos y representativos. Cuando las elecciones generales (como hemos visto en las últimas elecciones europeas) se ven perturbadas por la apatía y la descreencia de la población, es hora de utilizar otros mecanismos para saltar el abismo que existe entre la base representada y la representación. Una de las maneras es la contestación callejera. Se trata de una práctica que forma parte de nuestro imaginario social, un rito análogo al de las elecciones generales, un mecanismo legítimo de comunicación que conmina a atender los reclamos populares.
Existen una serie de códigos y de normas que determinan el caracter de las movilizaciones. Los participantes caminan por ciertos lugares, evitan otros, y se abstienen de ejercer violencia. Cargando pancartas y repetiendo ciertos estribillos, la ciudadanía hace saber su descontento.
De modo análogo a lo que ocurre cuando introducimos una boleta el día de la votación en una urna después de haber sido identificados por los miembros de la mesa correspondiente en un padrón electoral, lo que se procura es hacer llegar un mensaje a quienes se encuentran en funciones para que cumplan con nuestra voluntad. Decimos lo que queremos y lo que no estamos dispuestos a aceptar.
Las elecciones parecen no estar transmitiendo el mensaje del pueblo a los responsables políticos. Da la impresión de que estos se encuentran enroscados en su propia autofascinación y comprometidos exclusivamente con los intereses del establishment económico-financiero. La multiplicación de los casos de corrupción y la complicidad de las élites políticas con los artífices de la debacle, justifican que los ciudadanos articulen e intensifiquen las protestas.
El manto de silencio que Europa ha tendido sobre el "futuro", postergando y eludiendo cualquier discusión de fondo, escudándose por momentos en argumentaciones peregrinas sobre la esencialidad y la raíz identitaria, acompañado de la renuencia de las élites europeístas a dar palabra y voto a la ciudadanía en lo que respecta a los proyectos y directivas que promueven, deberían sumarse a la lógica argumental que aboga por la protesta: lo que nos queda frente a este deterioro democrático es salir a la calle, día tras día, para que nuestra voz sea escuchada.
Por supuesto, se trata de exponer un mensaje de forma no-violenta. Pero es imprescindible que las protestas sean sostenidas y prolongadas, hasta que encontremos la manera de que nuestras voluntades sean tomadas en consideración.
En este caso concreto, el objetivo de la movilización es preventivo. Ante la constante presión de los intereses corporativos exigiendo ajustes al estado que irán en detrimento de los sectores más desfavorecidos de la población, es imprescindible dar indicaciones inequívocas a los gobiernos que en caso de ceder en esa dirección, la ciudadanía ejercitará su derecho a la resistencia. La superación de la crisis no debe ser otra excusa, después de décadas de fiesta neoliberal, para continuar profundizando la proletarización de la ciudadanía, por medio de políticas laborales y salariales confiscatorias.
Una contestación de este tipo, contrariamente a lo que se dice desde los medios de comunicación, que al unísono adjetivan a los movilizados como “radicales”, es parte del imaginario social inherente de toda democracia sana. El hecho de que las demostraciones públicas resulten escandalosas, o que se persigan con la violencia desorbitada a la que nos hemos acostumbrado en los últimos tiempos, a fin de intimidar y persuadir por esa vía futuras estrategias de contestación, sólo puede reafirmarnos en la sospecha de que la democracia europea, pese al apego procedimental del cual hace gala, se encuentra en una profunda crisis de legitimidad.
Las movilizaciones tienen por objeto hacer llegar un mensaje político, persuadir a los responsables de dar marcha atrás en su intento de superar la crisis apretando aún más al ciudadano de a pié, asfixiado por la oscuridad de su futuro y la inestabilidad de su situación.
Recordemos: Los poderosos nunca han cedido un centímetro de su poder si no han sido obligados a ello. En nuestras manos se encuentra continuar esta larga marcha por la dignidad que aún pretende ser Europa. En nuestras manos está preservarnos en la libertad. Hagamos cuentas de los sacrificios de nuestros antepasados, de quienes pelearon y dieron la vida para ofrecernos nuestros logros de hoy, y a partir de ese reconocimiento, asumamos el cargo de nuestra paternidad.
Sin nuestra lucha, nuestros hijos no tendrán futuro.
La prensa está haciendo todo lo posible para que la contestación social no llegue a mayores. Eso significa, en breve, una estrategia para evitar que la sociedad civil sea capaz de ofrecer respuestas espontáneas a las dificultades que se presentan, ocultando, mintiendo, distorsionando dichas respuestas.
La estrategia es desfigurar la actividad de los movimientos sociales, presentándolos como amenazantes, descontextualizándolos, engañando sin reparo acerca del contenido de las reivindicaciones, como hemos podido ver en la distorsión unánime que los medios recientemente ofrecieron de las huelgas en Inglaterra. Estas fueron presentadas como manifestaciones racistas, cuando en realidad eran un intento por parte de los sindicatos para impedir la utilización, por parte de algunas empresas, de las directivas europeas a fin de dar trato diferencial a los trabajadores extranjeros. Lo que se pretendía era impedir que dichas empresas se beneficiaran saltándose las leyes y condiciones laborales, lo cual iba en detrimento de los trabajadores en su conjunto. La prensa se dedicó con ahinco a borrar la contestación de clase, para convertir el evento en un problema xenófobo.
Nuestras sociedades democráticas preveen un conjunto de vías de comunicación entre las bases y los poderes fácticos y representativos. Cuando las elecciones generales (como hemos visto en las últimas elecciones europeas) se ven perturbadas por la apatía y la descreencia de la población, es hora de utilizar otros mecanismos para saltar el abismo que existe entre la base representada y la representación. Una de las maneras es la contestación callejera. Se trata de una práctica que forma parte de nuestro imaginario social, un rito análogo al de las elecciones generales, un mecanismo legítimo de comunicación que conmina a atender los reclamos populares.
Existen una serie de códigos y de normas que determinan el caracter de las movilizaciones. Los participantes caminan por ciertos lugares, evitan otros, y se abstienen de ejercer violencia. Cargando pancartas y repetiendo ciertos estribillos, la ciudadanía hace saber su descontento.
De modo análogo a lo que ocurre cuando introducimos una boleta el día de la votación en una urna después de haber sido identificados por los miembros de la mesa correspondiente en un padrón electoral, lo que se procura es hacer llegar un mensaje a quienes se encuentran en funciones para que cumplan con nuestra voluntad. Decimos lo que queremos y lo que no estamos dispuestos a aceptar.
Las elecciones parecen no estar transmitiendo el mensaje del pueblo a los responsables políticos. Da la impresión de que estos se encuentran enroscados en su propia autofascinación y comprometidos exclusivamente con los intereses del establishment económico-financiero. La multiplicación de los casos de corrupción y la complicidad de las élites políticas con los artífices de la debacle, justifican que los ciudadanos articulen e intensifiquen las protestas.
El manto de silencio que Europa ha tendido sobre el "futuro", postergando y eludiendo cualquier discusión de fondo, escudándose por momentos en argumentaciones peregrinas sobre la esencialidad y la raíz identitaria, acompañado de la renuencia de las élites europeístas a dar palabra y voto a la ciudadanía en lo que respecta a los proyectos y directivas que promueven, deberían sumarse a la lógica argumental que aboga por la protesta: lo que nos queda frente a este deterioro democrático es salir a la calle, día tras día, para que nuestra voz sea escuchada.
Por supuesto, se trata de exponer un mensaje de forma no-violenta. Pero es imprescindible que las protestas sean sostenidas y prolongadas, hasta que encontremos la manera de que nuestras voluntades sean tomadas en consideración.
En este caso concreto, el objetivo de la movilización es preventivo. Ante la constante presión de los intereses corporativos exigiendo ajustes al estado que irán en detrimento de los sectores más desfavorecidos de la población, es imprescindible dar indicaciones inequívocas a los gobiernos que en caso de ceder en esa dirección, la ciudadanía ejercitará su derecho a la resistencia. La superación de la crisis no debe ser otra excusa, después de décadas de fiesta neoliberal, para continuar profundizando la proletarización de la ciudadanía, por medio de políticas laborales y salariales confiscatorias.
Una contestación de este tipo, contrariamente a lo que se dice desde los medios de comunicación, que al unísono adjetivan a los movilizados como “radicales”, es parte del imaginario social inherente de toda democracia sana. El hecho de que las demostraciones públicas resulten escandalosas, o que se persigan con la violencia desorbitada a la que nos hemos acostumbrado en los últimos tiempos, a fin de intimidar y persuadir por esa vía futuras estrategias de contestación, sólo puede reafirmarnos en la sospecha de que la democracia europea, pese al apego procedimental del cual hace gala, se encuentra en una profunda crisis de legitimidad.
Las movilizaciones tienen por objeto hacer llegar un mensaje político, persuadir a los responsables de dar marcha atrás en su intento de superar la crisis apretando aún más al ciudadano de a pié, asfixiado por la oscuridad de su futuro y la inestabilidad de su situación.
Recordemos: Los poderosos nunca han cedido un centímetro de su poder si no han sido obligados a ello. En nuestras manos se encuentra continuar esta larga marcha por la dignidad que aún pretende ser Europa. En nuestras manos está preservarnos en la libertad. Hagamos cuentas de los sacrificios de nuestros antepasados, de quienes pelearon y dieron la vida para ofrecernos nuestros logros de hoy, y a partir de ese reconocimiento, asumamos el cargo de nuestra paternidad.
Sin nuestra lucha, nuestros hijos no tendrán futuro.
HONDURAS: Idiotas, hipócritas y cretinos.
Si nos tomamos el trabajo de leer lo que los principales medios de comunicación tienen que decir acerca del golpe de estado en Honduras, notaremos dos cosas muy interesantes.
La primera es que en muchos de ellos hay un conjunto de periodistas y comentaristas que llevan la voz cantante, que aprovechan la ocasión que les brinda un hecho de esta naturaleza para ejercita la lucrativa tarea de aporrear en sus páginas al Presidente Hugo Chávez y al conjunto de líderes de la llamada nueva izquierda Latinoamericana.
En segundo lugar, entusiasmados con la unanimidad de las instituciones hondureñas, la consabida aprobación del golpe realizada por el Episcopado Hondureño, y la confusión reinante, se pretende poner en pie de igualdad al gobierno salido de las urnas con la dictadura impuesta por el golpe.
A fin de clarificar lo que quiero decir, ilustraré estas afirmaciones con un ejemplo. La nota fue publicada hoy en el diario El País, uno de los principales motores que impulsan con ahínco y desvergüenza la nueva ofensiva de las derechas sudamericanas. La nota en cuestión está firmada por un clásico del periódico, Moisés Naim. Lleva el siguiente título: “Idiotas contra hipócritas”. El título que yo mismo elegí para esta nota no hace más que incluir en su descuidado retrato, un personaje importante de las tramas golpistas que han ornamentado nuestra desgraciada historia sudamericana y que el propio Naím, como otros insignies opinólogos encarnan con habilidad mandarina.
En el primer párrafo Naim nos recuerda que hay un parentezco entre el golpe de Honduras y los acontecimientos de la revolución verde en Irán. En el primer caso estamos hablando de un pequeño país sin apenas recursos. En el segundo caso, estamos hablando de un país que tiene bombas atómicas. La lógica de Naím es extraordinaria. Irán apenas ha sufrido consecuencias, por la sencilla razón de que no puede jugarse con alguien que posee un poder semejante. En cambio, Honduras, es un pequeño país desarmado, que recibe una respuesta furibunda. ¿No ven la CNN? ¿Acaso viven en Marte?, se pregunta. Los países pequeños no pueden darse ese lujo. Justicia para Honduras, ellos también merecen la cuota de impunidad que reciben los más poderosos. Acertado, indudablemente.
Los estrambóticos silogismos de Naím podrían resultar inocente, pero toman otro matiz cuando recordamos lo que Naím tenía para decir hace dos semanas sobre lo que estaba ocurriendo en Irán. La nota fue publicada el domingo 21 de junio y llevaba el siguiente título: "Irán con ojos venezolanos". Pese a las diferencias entre estos dos países, Irán y Venezuela, "el parecido es tal -nos dice Naim, para quien en la oscuridad todas las vacas son negras - que la experiencia venezolana aporta interesantes claves para entender la crisis iraní. Leamos la última frase del artículo mencionado. Dice Naím:
"En ambos países, los violentos están en el Gobierno, no en la oposición. Tanto en Irán como en Venezuela, son las milicias gubernamentales quienes detentan el monopolio de la violencia como instrumento político. Pero lo esencial es entender que, en Irán y Venezuela, las elecciones no significan el posible cambio de un presidente por otro. Significan la posibilidad de sacar del poder a quienes han decidido perpetuarse en él. Y eso no es fácil. No lo ha sido en Venezuela; no lo será en Irán."
Volvamos al artículo de hoy que es lo que nos interesa. Después de haber clarificado de qué trata el asunto (la hipocresía y la idiotez) nos informa de la violación reiterada de la constitución por parte del gobierno de Zelaya. Nos dice: ¿Por qué se precipitaron los golpistas? Faltaban sólo unos meses para que Zelaya dejara el gobierno, si hubiesen apostado a los juristas en vez de a los militares, hubieran conseguido lo que buscaban. Pero en cambio, se decidieron por las armas. Es decir, secuestraron a Zelaya, y lo enviaron fuera del país, rompiendo de ese modo la continuidad constitucional y la legalidad. ¿Acaso fueron engañados? ¿Por quién? ¿Quiénes son los que se benefician con este golpe?
Continuemos, porque Naím tiene aún mucho que decirnos acerca de lo que esta ocurriendo en el país centroamericano. Nos dice que los golpistas creen estar justificados porque Zelaya, apoyado por Hugo Chávez, estaba planeando perpetuarse en el poder por medio de triquiñuelas y trampas electorales. Peor aún, de acuerdo a los golpista, en los que Naím parece confiar tácitamente debido a su parentezco ideológico, agentes venezolanos con armas y dolares habían comenzado a infiltrarse a través de la frontera hondureña. -¡Armas y dólares", la frase es inolvidable, nos recuerda escenas de Miami Beach.Otra vez el espectro, el fantasma del comunismo que agita las conciencias y justifica los arrebatos de los bienpensantes que hoy han equivocado la ruta. Demasiado desprolijos, pero certeros.
Naím no tiene vergüenza, evidentemente. Escuchen esta frase: “Incluso si fuera cierto, el golpe sería inexcusable”. Es evidente que lo que pretende con este párrafo no es que el golpe sea inexcusable, sino que es probable que hubiera razones de fondo que llevaron a los golpistas a actuar de ese modo. La acusación es grave: ¿Agentes del gobierno venezolano están entrando a través de las fronteras porosas de Honduras con armas y dinero? ¿Recuerdan el caso del ordenador de Reyes que utilizó Uribe para enlodar a Chávez y probar el apoyo que éste ofrece a las FARC? ¿Recuerdan el caso de la maleta con los 800.000 dólares que juzgaron en el distrito de Miami?
Lo que enfurece es la credulidad de algunos lectores. ¿En serio se creen estas y otras patrañas del mundo informativo? ¿De qué han servido cincuenta años yendo a las películas si a la hora de la verdad nos compramos todas las mentiras? ¿Acaso esta gente no conoce las transferencias bancarias? Pero una transferencia bancaria resulta demasiado virtual. En la escena tiene que aparecer el mafioso de turno, algo que nos recuerde el narcotráfico y el gangsterismo más vulgar, para que de modo indeleble quede en nuestras pupilas la escena de la traición, como una marca de desodorantes.
Sigamos escuchando a este talentoso intelectual en su intento por desentrañar la verdad escondida frente a la mascarada. Después de haber despachado toda una sarta de acusaciones sin prueba alguna, nos ofrece su mejor frase:
“Las torpezas hondureñas son sólo superadas por la explosión de hipocresía que han desencadenado.”
Lo que han cometido los golpistas son torpezas, cositas con las que no deberíamos ser tan furibundos. En todos los rincones se cuecen habas. Lo peor es la hipocresía. Eso es de lo que deberíamos estar ocupándonos, y no de un golpe militar en Honduras, que por otro lado esta justificado y que, por lo demás, sólo resulta ineficaz, desprolijo, y para colmo, más carne en el asador de nuestros verdaderos enemigos.
La lista no tiene desperdicio: los hipócritas son Raul Castro, Hugo Chávez y el resto de los países del ALBA, en los que Morales, Correa y Ortega comparten el hecho de ser, irónicamente, tildados de “bastión de la democracia”. Lo mismo cabe decir de la OEA, de su presidente y del resto de las organizaciones hipócritas.
Luego Naím se ríe de la pasión anti-yanki de Evo Morales que ha señalado que, aún cuando el presidente Obama ha condenado el golpe y ha mostrado buena voluntad para un cambio de época, existen razones para pensar que lo ocurrido lleva las marcas de la intervención norteamericana. ¡Qué manía la de este indiecito de ver la mano del americano apacible en todos lados? ¿Debe tener algún trauma el pobre desgraciado o estar ideologizado? Pero, ¿Resulta acaso tan descabellado? ¿Qué nos hace pensar que las declaraciones de un presidente pueden poner freno a la inercia ideológica y prágmática de un siglo? ¿Acaso cree el señor Naím que la política norteamericana no tiene agendas dobles? ¿Acaso el anuncio de un cambio de rumbo nos tiene que mantener ciegos al hecho de que Washington está embarcado desde hace años en diversos planes que aún continúan en vigencia pese a las esperanzas de cambio que promueve en el continente? ¿Acaso el señor Naím no lee la CNN? ¿Acaso vive en marte? El presidente Obama prometió salir de Irak. ¿Acaso bastó su voluntad para acabar con el asunto?
Pero no nos dejemos amilanar. Contemos los párrafos del artículo, ejemplo de otros muchos que en estos días aparecen en la prensa liberal desde Buenos Aires a México DF, de Madrid a Guayaquil, y sabremos perfectamente lo que pretenden estos “iluminados de la democracia”.
De los nueve párrafos, sólo dos están dedicados al golpe. En estos se deja claro que hay razones que justifican el humor de los golpistas. Sin embargo, nos dice, lo que ha ocurrido demuestra a las claras que ya no hay lugar para este tipo de ofensiva en la lucha ideológica que se libra en el continente. ¿Esta ofreciendo el señor Naím un consejo estratégico?
Los otros siete párrafos tienen el aspecto de una amenaza, de una advertencia malintencionada y perversa, están destinados a demostrar que nuestro verdadero problema son Chávez y sus secuaces, y llamar la atención de los gobiernos de la región de lo que ocurre con los que coquetean con el socialismo del siglo XXI. ¿Necesitamos algo más para ver la continuidad que existe entre los intelectuales de la derecha liberal de hoy y de siempre?
“Chávez es tóxico.", concluye. En tiempos de pandemia virósica y financiera no es una frase casual.
La primera es que en muchos de ellos hay un conjunto de periodistas y comentaristas que llevan la voz cantante, que aprovechan la ocasión que les brinda un hecho de esta naturaleza para ejercita la lucrativa tarea de aporrear en sus páginas al Presidente Hugo Chávez y al conjunto de líderes de la llamada nueva izquierda Latinoamericana.
En segundo lugar, entusiasmados con la unanimidad de las instituciones hondureñas, la consabida aprobación del golpe realizada por el Episcopado Hondureño, y la confusión reinante, se pretende poner en pie de igualdad al gobierno salido de las urnas con la dictadura impuesta por el golpe.
A fin de clarificar lo que quiero decir, ilustraré estas afirmaciones con un ejemplo. La nota fue publicada hoy en el diario El País, uno de los principales motores que impulsan con ahínco y desvergüenza la nueva ofensiva de las derechas sudamericanas. La nota en cuestión está firmada por un clásico del periódico, Moisés Naim. Lleva el siguiente título: “Idiotas contra hipócritas”. El título que yo mismo elegí para esta nota no hace más que incluir en su descuidado retrato, un personaje importante de las tramas golpistas que han ornamentado nuestra desgraciada historia sudamericana y que el propio Naím, como otros insignies opinólogos encarnan con habilidad mandarina.
En el primer párrafo Naim nos recuerda que hay un parentezco entre el golpe de Honduras y los acontecimientos de la revolución verde en Irán. En el primer caso estamos hablando de un pequeño país sin apenas recursos. En el segundo caso, estamos hablando de un país que tiene bombas atómicas. La lógica de Naím es extraordinaria. Irán apenas ha sufrido consecuencias, por la sencilla razón de que no puede jugarse con alguien que posee un poder semejante. En cambio, Honduras, es un pequeño país desarmado, que recibe una respuesta furibunda. ¿No ven la CNN? ¿Acaso viven en Marte?, se pregunta. Los países pequeños no pueden darse ese lujo. Justicia para Honduras, ellos también merecen la cuota de impunidad que reciben los más poderosos. Acertado, indudablemente.
Los estrambóticos silogismos de Naím podrían resultar inocente, pero toman otro matiz cuando recordamos lo que Naím tenía para decir hace dos semanas sobre lo que estaba ocurriendo en Irán. La nota fue publicada el domingo 21 de junio y llevaba el siguiente título: "Irán con ojos venezolanos". Pese a las diferencias entre estos dos países, Irán y Venezuela, "el parecido es tal -nos dice Naim, para quien en la oscuridad todas las vacas son negras - que la experiencia venezolana aporta interesantes claves para entender la crisis iraní. Leamos la última frase del artículo mencionado. Dice Naím:
"En ambos países, los violentos están en el Gobierno, no en la oposición. Tanto en Irán como en Venezuela, son las milicias gubernamentales quienes detentan el monopolio de la violencia como instrumento político. Pero lo esencial es entender que, en Irán y Venezuela, las elecciones no significan el posible cambio de un presidente por otro. Significan la posibilidad de sacar del poder a quienes han decidido perpetuarse en él. Y eso no es fácil. No lo ha sido en Venezuela; no lo será en Irán."
Volvamos al artículo de hoy que es lo que nos interesa. Después de haber clarificado de qué trata el asunto (la hipocresía y la idiotez) nos informa de la violación reiterada de la constitución por parte del gobierno de Zelaya. Nos dice: ¿Por qué se precipitaron los golpistas? Faltaban sólo unos meses para que Zelaya dejara el gobierno, si hubiesen apostado a los juristas en vez de a los militares, hubieran conseguido lo que buscaban. Pero en cambio, se decidieron por las armas. Es decir, secuestraron a Zelaya, y lo enviaron fuera del país, rompiendo de ese modo la continuidad constitucional y la legalidad. ¿Acaso fueron engañados? ¿Por quién? ¿Quiénes son los que se benefician con este golpe?
Continuemos, porque Naím tiene aún mucho que decirnos acerca de lo que esta ocurriendo en el país centroamericano. Nos dice que los golpistas creen estar justificados porque Zelaya, apoyado por Hugo Chávez, estaba planeando perpetuarse en el poder por medio de triquiñuelas y trampas electorales. Peor aún, de acuerdo a los golpista, en los que Naím parece confiar tácitamente debido a su parentezco ideológico, agentes venezolanos con armas y dolares habían comenzado a infiltrarse a través de la frontera hondureña. -¡Armas y dólares", la frase es inolvidable, nos recuerda escenas de Miami Beach.Otra vez el espectro, el fantasma del comunismo que agita las conciencias y justifica los arrebatos de los bienpensantes que hoy han equivocado la ruta. Demasiado desprolijos, pero certeros.
Naím no tiene vergüenza, evidentemente. Escuchen esta frase: “Incluso si fuera cierto, el golpe sería inexcusable”. Es evidente que lo que pretende con este párrafo no es que el golpe sea inexcusable, sino que es probable que hubiera razones de fondo que llevaron a los golpistas a actuar de ese modo. La acusación es grave: ¿Agentes del gobierno venezolano están entrando a través de las fronteras porosas de Honduras con armas y dinero? ¿Recuerdan el caso del ordenador de Reyes que utilizó Uribe para enlodar a Chávez y probar el apoyo que éste ofrece a las FARC? ¿Recuerdan el caso de la maleta con los 800.000 dólares que juzgaron en el distrito de Miami?
Lo que enfurece es la credulidad de algunos lectores. ¿En serio se creen estas y otras patrañas del mundo informativo? ¿De qué han servido cincuenta años yendo a las películas si a la hora de la verdad nos compramos todas las mentiras? ¿Acaso esta gente no conoce las transferencias bancarias? Pero una transferencia bancaria resulta demasiado virtual. En la escena tiene que aparecer el mafioso de turno, algo que nos recuerde el narcotráfico y el gangsterismo más vulgar, para que de modo indeleble quede en nuestras pupilas la escena de la traición, como una marca de desodorantes.
Sigamos escuchando a este talentoso intelectual en su intento por desentrañar la verdad escondida frente a la mascarada. Después de haber despachado toda una sarta de acusaciones sin prueba alguna, nos ofrece su mejor frase:
“Las torpezas hondureñas son sólo superadas por la explosión de hipocresía que han desencadenado.”
Lo que han cometido los golpistas son torpezas, cositas con las que no deberíamos ser tan furibundos. En todos los rincones se cuecen habas. Lo peor es la hipocresía. Eso es de lo que deberíamos estar ocupándonos, y no de un golpe militar en Honduras, que por otro lado esta justificado y que, por lo demás, sólo resulta ineficaz, desprolijo, y para colmo, más carne en el asador de nuestros verdaderos enemigos.
La lista no tiene desperdicio: los hipócritas son Raul Castro, Hugo Chávez y el resto de los países del ALBA, en los que Morales, Correa y Ortega comparten el hecho de ser, irónicamente, tildados de “bastión de la democracia”. Lo mismo cabe decir de la OEA, de su presidente y del resto de las organizaciones hipócritas.
Luego Naím se ríe de la pasión anti-yanki de Evo Morales que ha señalado que, aún cuando el presidente Obama ha condenado el golpe y ha mostrado buena voluntad para un cambio de época, existen razones para pensar que lo ocurrido lleva las marcas de la intervención norteamericana. ¡Qué manía la de este indiecito de ver la mano del americano apacible en todos lados? ¿Debe tener algún trauma el pobre desgraciado o estar ideologizado? Pero, ¿Resulta acaso tan descabellado? ¿Qué nos hace pensar que las declaraciones de un presidente pueden poner freno a la inercia ideológica y prágmática de un siglo? ¿Acaso cree el señor Naím que la política norteamericana no tiene agendas dobles? ¿Acaso el anuncio de un cambio de rumbo nos tiene que mantener ciegos al hecho de que Washington está embarcado desde hace años en diversos planes que aún continúan en vigencia pese a las esperanzas de cambio que promueve en el continente? ¿Acaso el señor Naím no lee la CNN? ¿Acaso vive en marte? El presidente Obama prometió salir de Irak. ¿Acaso bastó su voluntad para acabar con el asunto?
Pero no nos dejemos amilanar. Contemos los párrafos del artículo, ejemplo de otros muchos que en estos días aparecen en la prensa liberal desde Buenos Aires a México DF, de Madrid a Guayaquil, y sabremos perfectamente lo que pretenden estos “iluminados de la democracia”.
De los nueve párrafos, sólo dos están dedicados al golpe. En estos se deja claro que hay razones que justifican el humor de los golpistas. Sin embargo, nos dice, lo que ha ocurrido demuestra a las claras que ya no hay lugar para este tipo de ofensiva en la lucha ideológica que se libra en el continente. ¿Esta ofreciendo el señor Naím un consejo estratégico?
Los otros siete párrafos tienen el aspecto de una amenaza, de una advertencia malintencionada y perversa, están destinados a demostrar que nuestro verdadero problema son Chávez y sus secuaces, y llamar la atención de los gobiernos de la región de lo que ocurre con los que coquetean con el socialismo del siglo XXI. ¿Necesitamos algo más para ver la continuidad que existe entre los intelectuales de la derecha liberal de hoy y de siempre?
“Chávez es tóxico.", concluye. En tiempos de pandemia virósica y financiera no es una frase casual.
LAS BUENAS MANERAS Y LAS MALAS PALABRAS
Al día siguiente de las elecciones legislativas en la Argentina, estaba escuchando Radio M... a través del ordenador. No suelo hacerlo. Vivo muy lejos de la Argentina como para que sea mi preocupación política exclusiva. Sin embargo, no regateo la atención cuando la ocasión lo precisa.
Al aire, un periodista conducía una entrevista al consultor político del “Colorado” De Narváez, flamante triunfador en la provincia de Buenos Aires.
La primera pregunta giró en torno a la cuestión de los consejos que había ofrecido el consultor al candidato. La honestidad del ecuatoriano (el consultor es ecuatoriano) resultó esclarecedora. Mantenga las buenas maneras- le dijo. No haga del contrincante objetivo de su discurso. Sea positivo y optimista. No haga ningún tipo de apreciación ideológica: no hay izquierdas ni derechas.
La pregunta siguiente fue aún más interesante. El consultor, según supimos, fue en sus años mozos un activista político de izquierda. El periodista sacó a relucir la información que sus colaboradores habían encontrado en Google. El consultor dijo no sentirse avergonzado de su militancia de juventud. Sin embargo, aclaró, había servido a lo largo y ancho del continente durante una pila de años, y había tenido la fortuna de tener como clientes a toda clase de candidatos del amplio espectro que posibilita eso que llamamos las izquierdas y las derechas.
De acuerdo, dijo el periodista, pero ahora entre nosotros, ¿Digame si existen o no la izquierda y la derecha política?
El consultor hizo una pausa que parecía bien pensada y concluyó: Decir que uno es de izquierdas o de derechas no sirve para ganar votos. Eso es lo único importante respecto a mi trabajo. Mi función es asesorar al cliente para que gane una elección. Para eso me pagan.
Muy bien, apuró el periodista que con su entrenada intuición había comprendido que algo interesante se perfilaba por debajo de la respuesta del consultor, pero ahora dígame: estamos de acuerdo que las definiciones ideológicas no ganan votos, pero para usted ¿existe la derecha y la izquierda en la “realidad”, o se trata de etiquetas vacías?
El consultor volvió a hacer una pausa, y sentenció: Claro que existen, como no van a existir, a quién se le ocurre, pero con la ideología no se sacan votos.
¡Entonces, existen!, exclamó el periodista con cierta alegría. Claro, respondió el otro, pero al votante común no le importan ya esas cosas. Que sea de izquierda o de derechas es importante para la gente que piensa, para el votante informado, para aquel que lee, para el intelectual. Para el votante común lo importante es que el candidato sea próximo, íntimo, conectar con la imagen que ofrece, que su discurso sea próximo a sus preocupaciones. Yo le aconsejé a De Narvaez que dijera lo que la gente quiere escuchar.
El periodista estaba encantado con la honestidad del consultor. Aprovechó la euforia del buen hombre para sacarle más confidencias: Digame otra cosita, si usted tuviera que definir a De Narvaez, cómo lo haría. Bueno, dijo el consultor, De Narváez es un ejemplo de esta nueva clase de políticos que no necesitan ser de izquierdas o derechas, que saben acomodarse perfectamente a las circunstancias. ¿Y Macri?, interrogó hambriento el entrevistador. Bueno, Macri comenzó siendo un poquitín más inflexible, muy a la derecha, pero su experiencia en la Ciudad le está enseñando a ser flexible, a acomodarse sin preocuparse del perfil ideológico que pueda transmitir. Lo importante es seducir y dar tranquilidad a la gente.
¿Cree usted - siguió preguntando el periodista - que la confusión creada por los candidatos de Unión-Pro en la recta final, cuando De Narváez propuso la estatización de empresas privadas como YPF, y Macri por su parte señalaba la necesidad de re-privatizar las AFJP y Aerolineas Argentinas, causó alguna confusión en el electorado? No, no lo creo -respondió el consultor, sabiendo lo que decía. Esas cosas no son importantes para la gente común. Como le dije, eso le importa a la gente que piensa, que lee, que se informa, pero eso es un porcentaje muy pobre del electorado. Para el resto esas cosas son intrascendentes.
Muy bien, continuó el periodista, dígame en qué falló la campaña de Kirchner. En las maneras, respondió contundente el consultor. La verdad es que no es lo más importante el contenido de lo que se dice. Lo crucial es el modo. Kirchner sonó autoritario, no transmitió esperanza, fue muy negativo y se enfrentó con sus opositores con demasiada vehemencia. La gente quiere escuchar otra cosa. Es decir, quiere escuchar cualquier cosa, pero de otra manera.
(Esta entrevista que acabo de parafrasear no es una ficción literaria, es real como la palma de su mano o la palma de la mía)
Acabé de tomar nota en mi libreta de lo que había escuchado y bajé a la cocina a tomar un café.
Cuando regresé al ordenador había dejado de ser yo mismo. Estuve hasta la noche mirando como atontado como titilaba el cursor sobre la pantalla. No me salían las palabras.
Bajé a eso de las nueve y me encontré con mi mujer charlando con su madre sobre “cosas”. Habían llevado a los chicos a la cama y en la casa reinaba el feliz sociego que trae consigo el final de la jornada. Había olor a pan casero, a cocina de campo. Afuera llovía despacito. No llegué a sentarme cuando mi mujer me preguntó algo.
Quise responderle, pero no pude. Me había quedado mudo.
No podía hablar, no podía decir nada. Intenté articular alguna cosa, pero fue inútil, del fondo de la garganta me salía un ronquido incomprensible que no significaba nada.
Comprobé primero si podía pensar con cierta coherencia. Aparentemente estaba pensando. No sabría explicar como lo supe, pero lo supe. Recité mentalmente los primeros versos de la Divina Comedia; la primera entrada del Tractatus Logico Philosophicus de Wittgenstein; y una estrofa del Martín Fierro.
Pienso, sentencié.
Pero la lengua estaba hecha un nudo, y las cuerdas vocales se habían partido como una guitarra. No había manera de hacer que mis pensamientos salieran de mí.
Insistí durante unos minutos, pero ante el enojo de la familia que no creyó divertida mi bufonada, desistí.
Me metí en el baño.
Durante un rato largo me quedé ahí parado frente al espejo mirándome sin atreverme a nada. Se me escapó una lágrima, pero supe que ya no significaban nada. Las lágrimas ya no significan nada, pensé. Tampoco significa nada la risa. Tampoco el olvido. Tampoco ser.
Varias veces llamaron a la puerta, pero no quise abrirles. No me atrevía. Todo había dejado de ser real: todo estaba pérdido, hasta la importancia de la pérdida, hasta el pensamiento de la importancia de la pérdida y su contrario.
Una idea cruzó delante del escenario de mi mente como un pájaro frente a la ventana.
Maldije a Nietzsche.
Maldije a Platón.
Maldije a todos mis maestros de Oriente y Occidente.
Me maldije a mí mismo por haber creído en las malas palabras, en las palabras idiotas y no haber visto la verdad desde el principio.
Lo único que importa es ganar, ganar, ganar...
Al aire, un periodista conducía una entrevista al consultor político del “Colorado” De Narváez, flamante triunfador en la provincia de Buenos Aires.
La primera pregunta giró en torno a la cuestión de los consejos que había ofrecido el consultor al candidato. La honestidad del ecuatoriano (el consultor es ecuatoriano) resultó esclarecedora. Mantenga las buenas maneras- le dijo. No haga del contrincante objetivo de su discurso. Sea positivo y optimista. No haga ningún tipo de apreciación ideológica: no hay izquierdas ni derechas.
La pregunta siguiente fue aún más interesante. El consultor, según supimos, fue en sus años mozos un activista político de izquierda. El periodista sacó a relucir la información que sus colaboradores habían encontrado en Google. El consultor dijo no sentirse avergonzado de su militancia de juventud. Sin embargo, aclaró, había servido a lo largo y ancho del continente durante una pila de años, y había tenido la fortuna de tener como clientes a toda clase de candidatos del amplio espectro que posibilita eso que llamamos las izquierdas y las derechas.
De acuerdo, dijo el periodista, pero ahora entre nosotros, ¿Digame si existen o no la izquierda y la derecha política?
El consultor hizo una pausa que parecía bien pensada y concluyó: Decir que uno es de izquierdas o de derechas no sirve para ganar votos. Eso es lo único importante respecto a mi trabajo. Mi función es asesorar al cliente para que gane una elección. Para eso me pagan.
Muy bien, apuró el periodista que con su entrenada intuición había comprendido que algo interesante se perfilaba por debajo de la respuesta del consultor, pero ahora dígame: estamos de acuerdo que las definiciones ideológicas no ganan votos, pero para usted ¿existe la derecha y la izquierda en la “realidad”, o se trata de etiquetas vacías?
El consultor volvió a hacer una pausa, y sentenció: Claro que existen, como no van a existir, a quién se le ocurre, pero con la ideología no se sacan votos.
¡Entonces, existen!, exclamó el periodista con cierta alegría. Claro, respondió el otro, pero al votante común no le importan ya esas cosas. Que sea de izquierda o de derechas es importante para la gente que piensa, para el votante informado, para aquel que lee, para el intelectual. Para el votante común lo importante es que el candidato sea próximo, íntimo, conectar con la imagen que ofrece, que su discurso sea próximo a sus preocupaciones. Yo le aconsejé a De Narvaez que dijera lo que la gente quiere escuchar.
El periodista estaba encantado con la honestidad del consultor. Aprovechó la euforia del buen hombre para sacarle más confidencias: Digame otra cosita, si usted tuviera que definir a De Narvaez, cómo lo haría. Bueno, dijo el consultor, De Narváez es un ejemplo de esta nueva clase de políticos que no necesitan ser de izquierdas o derechas, que saben acomodarse perfectamente a las circunstancias. ¿Y Macri?, interrogó hambriento el entrevistador. Bueno, Macri comenzó siendo un poquitín más inflexible, muy a la derecha, pero su experiencia en la Ciudad le está enseñando a ser flexible, a acomodarse sin preocuparse del perfil ideológico que pueda transmitir. Lo importante es seducir y dar tranquilidad a la gente.
¿Cree usted - siguió preguntando el periodista - que la confusión creada por los candidatos de Unión-Pro en la recta final, cuando De Narváez propuso la estatización de empresas privadas como YPF, y Macri por su parte señalaba la necesidad de re-privatizar las AFJP y Aerolineas Argentinas, causó alguna confusión en el electorado? No, no lo creo -respondió el consultor, sabiendo lo que decía. Esas cosas no son importantes para la gente común. Como le dije, eso le importa a la gente que piensa, que lee, que se informa, pero eso es un porcentaje muy pobre del electorado. Para el resto esas cosas son intrascendentes.
Muy bien, continuó el periodista, dígame en qué falló la campaña de Kirchner. En las maneras, respondió contundente el consultor. La verdad es que no es lo más importante el contenido de lo que se dice. Lo crucial es el modo. Kirchner sonó autoritario, no transmitió esperanza, fue muy negativo y se enfrentó con sus opositores con demasiada vehemencia. La gente quiere escuchar otra cosa. Es decir, quiere escuchar cualquier cosa, pero de otra manera.
(Esta entrevista que acabo de parafrasear no es una ficción literaria, es real como la palma de su mano o la palma de la mía)
Acabé de tomar nota en mi libreta de lo que había escuchado y bajé a la cocina a tomar un café.
Cuando regresé al ordenador había dejado de ser yo mismo. Estuve hasta la noche mirando como atontado como titilaba el cursor sobre la pantalla. No me salían las palabras.
Bajé a eso de las nueve y me encontré con mi mujer charlando con su madre sobre “cosas”. Habían llevado a los chicos a la cama y en la casa reinaba el feliz sociego que trae consigo el final de la jornada. Había olor a pan casero, a cocina de campo. Afuera llovía despacito. No llegué a sentarme cuando mi mujer me preguntó algo.
Quise responderle, pero no pude. Me había quedado mudo.
No podía hablar, no podía decir nada. Intenté articular alguna cosa, pero fue inútil, del fondo de la garganta me salía un ronquido incomprensible que no significaba nada.
Comprobé primero si podía pensar con cierta coherencia. Aparentemente estaba pensando. No sabría explicar como lo supe, pero lo supe. Recité mentalmente los primeros versos de la Divina Comedia; la primera entrada del Tractatus Logico Philosophicus de Wittgenstein; y una estrofa del Martín Fierro.
Pienso, sentencié.
Pero la lengua estaba hecha un nudo, y las cuerdas vocales se habían partido como una guitarra. No había manera de hacer que mis pensamientos salieran de mí.
Insistí durante unos minutos, pero ante el enojo de la familia que no creyó divertida mi bufonada, desistí.
Me metí en el baño.
Durante un rato largo me quedé ahí parado frente al espejo mirándome sin atreverme a nada. Se me escapó una lágrima, pero supe que ya no significaban nada. Las lágrimas ya no significan nada, pensé. Tampoco significa nada la risa. Tampoco el olvido. Tampoco ser.
Varias veces llamaron a la puerta, pero no quise abrirles. No me atrevía. Todo había dejado de ser real: todo estaba pérdido, hasta la importancia de la pérdida, hasta el pensamiento de la importancia de la pérdida y su contrario.
Una idea cruzó delante del escenario de mi mente como un pájaro frente a la ventana.
Maldije a Nietzsche.
Maldije a Platón.
Maldije a todos mis maestros de Oriente y Occidente.
Me maldije a mí mismo por haber creído en las malas palabras, en las palabras idiotas y no haber visto la verdad desde el principio.
Lo único que importa es ganar, ganar, ganar...
CONDENA MORAL PREVENTIVA
En una ocasión Noam Chomsky ofreció la siguiente imagen a fin de explicar la dificultad que existe para ofrecer cualquier punto de vista alternativo en un medio de comunicación convencional del siguiente modo. Supongamos, decía Chomsky, que fuera entrevistado por una cadena televisiva estadounidense y dijera, por ejemplo, que el gobierno de los Estados Unidos de América es la principal organización terrorista del planeta. Lo más lógico sería que me permitieran explicar una afirmación de este tipo que se contrapone de forma tan dramática con el modo en el cual el televidente medio concibe a su gobierno y comprende la noción de “terrorismo”. Sin embargo, si sólo puedo presentar mi tesis sin argumentación alguna que la sustente, es decir, si no se me concede el tiempo suficiente para desplegar los argumentos necesarios para contraponer mi posición con la opinión general, mi afirmación sonará más o menos como la siguiente: “He tenido una reunión secreta con agentes marcianos”. Es decir, será absolutamente descabellada.
Algo similar ocurriría si en un medio europeo se me ocurriera decir, por ejemplo, que los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y de los Kirchner en Argentina, son los mejores gobiernos que ha tenido Latinoamérica en muchas décadas.
Lo que me propongo, a continuación, es ofrecer una muy breve explicación de un mecanismo de condena moral a priori (la he llamado preventiva en alusión a la tesis defendida en su momento por la administración Bush) que tiene el propósito, en ciertos círculos, de evitar cualquier posibilidad de debatir racionalmente ciertas posiciones políticas, ciertos argumentos históricos, a fin de preservar el status quo.
El ejemplo que utilizaré a continuación es la concertada resistencia que existe a discutir ciertas cuestiones relevantes del devenir histórico y social (y por ende cultural) de Latinoamérica con la llegada al poder, en los últimos años, del conjunto de gobiernos llamados “progresistas” o "populista de izquierda", dependiendo de lo que se pretanda con ello, que han sido capaces, en una década, de redescribir y reconfigurar el escenario político haciendo factible la posibilidad “impensable” en otras épocas de establecer y dar continuidad a gobiernos populares que tengan como principal objetivo hacer partícipes a los desheredados, de los frutos que el continente tiene para ofrecer a sus habitantes. Estos frutos, apropiados durante siglos y de modo exclusivo por una élite, que aseguró su dominio hegemónico a través de la fuerza bruta y el apoyo explícito recibido de las grandes potencias que a través del poder de dichas élites defendían sus propios intereses, son ahora el objeto sobre el cual pugnan las fuerzas políticas y sociales.
No me considero una persona con una inteligencia inferior a la del común de la gente, ni pervertida moralmente de tal modo que mis opiniones deban ser puestas entre paréntesis como medida preventiva. Sin embargo, antes de ofrecer mi parecer sobre el asunto en cuestión, la mayoría de nosotros estamos obligados a realizar un largo preámbulo en el cual presentamos nuestro curriculum vitae a fin de probar que no somos descerebrados o aventureros del pensamiento, y a continuación, debemos ofrecer sonadas muestras de nuestra decencia moral, para evitar que de golpe y porrazo se nos acuse de desviados o trasnochados decadentes.
Una condena moral preventiva pone el onus de la prueba en los contrincantes en el debate hasta el punto que hace el mismo inexistente, y por lo tanto, interrumpe toda posibilidad de argumentación racional entre las partes a fin de hacer primar exclusivamente la visceralidad, el instinto, la piel, por sobre la razón. Quienes se encuentran encantados con el asunto son aquellos que tienen en sus manos el poder mediático, y a través de éste son capaces de hacer aflorar las reacciones más superficiales de la gente, aquellas que se fundan en el temor y el deseo.
En vista de la proximidad de las elecciones legislativas en la Argentina, y con el fantasma de la “chavización” que algunos medios han instalado en el escenario, quisiera ofrecer mi punto de vista, explorando, muy brevemente, si están sustentados en alguna razón objetiva (en contraposición a proyección meramente subjetiva) los dos odios que congregan y alimentan a muchos adherentes del movimiento anti-K, en cualquiera de sus versiones:
(1) Su profunda repulsión hacia el matrimonio K, y la acusación de que su gobierno es antidemocrático y autoritario; y
(2) la extendida opinión de que el gobierno de Hugo Chávez es una tiranía encubierta que amenaza a extenderse en el continente si no impedimos que el populismo vuelva a plantar su pie desnudo sobre nuestra tierra.
Mi tesis de fondo es la siguiente:
No me atrevería a sostener que los gobiernos K o el de Hugo Chávez han sido buenos gobiernos. Qué sea un buen gobierno, en términos generales, es algo difícil de responder. Sin embargo, si utilizamos el contraste como medida, la cosa se vuelve más asequible. Hay infinitas cuestiones que podemos reprochar a ambos ejecutivos, pero en vista a nuestra historia deberíamos ser capaces de reconocer que ambos gobiernos, en sus respectivos países, han sido los mejores que hemos tenido en muchas, pero muchas décadas.
Lo que pretendo es revertir el mecanismo argumentativo utilizado, y por una vez poner el onus (el peso) de la prueba en mis contrincantes en el debate. De este modo, pregunto:
¿Puede usted nombrar en la Argentina o en Venezuela, algún gobierno en los últimos cincuenta años que pueda competir con los logros de independencia, fortaleza institucional y logros sociales y culturales que han obtenido estos dos gobiernos después de sus respectivas catástrofes "neo-liberales"?
Con esto no pretendo convencer a nadie al Chavismo o al Kirchnerismo. Yo mismo no formo parte del clan Chavista, ni tengo afinidad con la ideología K. Lo que propongo es deconstruir un falso dilema, el que nos dice que estos gobiernos son un cáncer, un retroceso absoluto, una pérdida completa de perspectiva, o como pretende Vargas Llosas, un regreso a algo que creíamos superado.
Yo me opongo a esa lectura perversa de estos movimientos sociales que nos hacen creer que estamos asistiendo a la restauración de algo ya conocido y superado a partir de nuestra experiencia liberal y republicana recién consumada. Estos movimientos se nutren del pasado, pero son portadores de nuevos idearios morales, de nuevos órdenes de significación, y de prácticas sociales novedosas que no pueden compararse sin problematicidad con las que con tanta facilidad se las emparienta.
Lo que la oposición debería ofrecer son mejores programas para la Argentina del futuro. Lo que vemos, en cambio, son lustrosas políticas cosméticas, acompañadas de la denuncia concertada y el llamado a exorcizar el fantasma: una fantasma como el que anunciaba Marx en el Manifiesto, ese espectro espantoso que entonces recorría Europa asustando a la burguesía reinante, y que ahora parece hacer temblar a los hombres y mujeres de bien que se horrorizan ante los modales de los nuevos anti-héroes.
Me entusiasma que el siglo XXI haya comenzado en mi tierra con la promesa de una transformación que en el siglo que me vio nacer parecía sólo viable a través de las armas. Hoy, las instituciones democráticas, en plena forma, en contra de lo que proclaman los opositores con pocos argumentos, permiten a la izquierda latinoamericana ejercitar sin complejos su anhelo de construir sociedades más justas e igualitarias.
Estoy convencido de ello. ¿Acaso soy un ideólogo fanatizado, un pervertido moral o estoy ciego a la realidad por creer estas cosas?
Por supuesto, mis simpatías no son paralelas respecto a estos países. El respeto que me produce el proceso revolucionario venezolano es más profundo que el contenido reconocimiento que me produce la inteligente labor de la Presidenta Cristina Fernandez en algunos asuntos y los modestos logros (algunos destacables, como ha sido el tratamiento del pasado y la recuperación de estabilidad y fortalecimiento institucional) que ha tenido su gobierno y el de su marido en importantes áreas. Queda mucho por hacer, y desde mi perspectiva, habría razones para creer que este gobierno, en vista de sus propios postulados, no estaría capacitado para llevar a cabo dichas transformaciones o no estaría dispuesto a ello. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué alternativas reales existen para que nuestras aspiraciones sean cumplidas, lo cual equivale a interrogarse acerca de las intencionalidades de las propuestas opositoras y la viabilidad última de aquellas que coinciden con nuestros anhelos.
Aún así, lo que pretendo es más acotado: un debate político se lleva a cabo entre partes que se reconocen iguales. La acusación de populismo (que pretende deslegitimar a las bases representadas por dichos gobiernos) o de autoritarismo, que se despliega con cierta sospechosa sistematicidad en los medios de comunicación, y que con tanta facilidad repiten los despistados o cretinos de turno, promueve al menos la sospecha, de que lo que se pretende es desacreditar a priori todo argumento racional que soporte la labor de estos gobiernos de modo global, endilgando para ello a sus adherentes un carencia moral que impide que los tomemos en serio.
Creo que habiendo visto el modo en el cual esa condena moral a priori es injustificada, no es descabellado sospechar que quienes la aducen, o bien, (1) no conocen la realidad de la que hablan, (2) o están obstinados en que no la conozcamos nosotros.
Algo similar ocurriría si en un medio europeo se me ocurriera decir, por ejemplo, que los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y de los Kirchner en Argentina, son los mejores gobiernos que ha tenido Latinoamérica en muchas décadas.
Lo que me propongo, a continuación, es ofrecer una muy breve explicación de un mecanismo de condena moral a priori (la he llamado preventiva en alusión a la tesis defendida en su momento por la administración Bush) que tiene el propósito, en ciertos círculos, de evitar cualquier posibilidad de debatir racionalmente ciertas posiciones políticas, ciertos argumentos históricos, a fin de preservar el status quo.
El ejemplo que utilizaré a continuación es la concertada resistencia que existe a discutir ciertas cuestiones relevantes del devenir histórico y social (y por ende cultural) de Latinoamérica con la llegada al poder, en los últimos años, del conjunto de gobiernos llamados “progresistas” o "populista de izquierda", dependiendo de lo que se pretanda con ello, que han sido capaces, en una década, de redescribir y reconfigurar el escenario político haciendo factible la posibilidad “impensable” en otras épocas de establecer y dar continuidad a gobiernos populares que tengan como principal objetivo hacer partícipes a los desheredados, de los frutos que el continente tiene para ofrecer a sus habitantes. Estos frutos, apropiados durante siglos y de modo exclusivo por una élite, que aseguró su dominio hegemónico a través de la fuerza bruta y el apoyo explícito recibido de las grandes potencias que a través del poder de dichas élites defendían sus propios intereses, son ahora el objeto sobre el cual pugnan las fuerzas políticas y sociales.
No me considero una persona con una inteligencia inferior a la del común de la gente, ni pervertida moralmente de tal modo que mis opiniones deban ser puestas entre paréntesis como medida preventiva. Sin embargo, antes de ofrecer mi parecer sobre el asunto en cuestión, la mayoría de nosotros estamos obligados a realizar un largo preámbulo en el cual presentamos nuestro curriculum vitae a fin de probar que no somos descerebrados o aventureros del pensamiento, y a continuación, debemos ofrecer sonadas muestras de nuestra decencia moral, para evitar que de golpe y porrazo se nos acuse de desviados o trasnochados decadentes.
Una condena moral preventiva pone el onus de la prueba en los contrincantes en el debate hasta el punto que hace el mismo inexistente, y por lo tanto, interrumpe toda posibilidad de argumentación racional entre las partes a fin de hacer primar exclusivamente la visceralidad, el instinto, la piel, por sobre la razón. Quienes se encuentran encantados con el asunto son aquellos que tienen en sus manos el poder mediático, y a través de éste son capaces de hacer aflorar las reacciones más superficiales de la gente, aquellas que se fundan en el temor y el deseo.
En vista de la proximidad de las elecciones legislativas en la Argentina, y con el fantasma de la “chavización” que algunos medios han instalado en el escenario, quisiera ofrecer mi punto de vista, explorando, muy brevemente, si están sustentados en alguna razón objetiva (en contraposición a proyección meramente subjetiva) los dos odios que congregan y alimentan a muchos adherentes del movimiento anti-K, en cualquiera de sus versiones:
(1) Su profunda repulsión hacia el matrimonio K, y la acusación de que su gobierno es antidemocrático y autoritario; y
(2) la extendida opinión de que el gobierno de Hugo Chávez es una tiranía encubierta que amenaza a extenderse en el continente si no impedimos que el populismo vuelva a plantar su pie desnudo sobre nuestra tierra.
Mi tesis de fondo es la siguiente:
No me atrevería a sostener que los gobiernos K o el de Hugo Chávez han sido buenos gobiernos. Qué sea un buen gobierno, en términos generales, es algo difícil de responder. Sin embargo, si utilizamos el contraste como medida, la cosa se vuelve más asequible. Hay infinitas cuestiones que podemos reprochar a ambos ejecutivos, pero en vista a nuestra historia deberíamos ser capaces de reconocer que ambos gobiernos, en sus respectivos países, han sido los mejores que hemos tenido en muchas, pero muchas décadas.
Lo que pretendo es revertir el mecanismo argumentativo utilizado, y por una vez poner el onus (el peso) de la prueba en mis contrincantes en el debate. De este modo, pregunto:
¿Puede usted nombrar en la Argentina o en Venezuela, algún gobierno en los últimos cincuenta años que pueda competir con los logros de independencia, fortaleza institucional y logros sociales y culturales que han obtenido estos dos gobiernos después de sus respectivas catástrofes "neo-liberales"?
Con esto no pretendo convencer a nadie al Chavismo o al Kirchnerismo. Yo mismo no formo parte del clan Chavista, ni tengo afinidad con la ideología K. Lo que propongo es deconstruir un falso dilema, el que nos dice que estos gobiernos son un cáncer, un retroceso absoluto, una pérdida completa de perspectiva, o como pretende Vargas Llosas, un regreso a algo que creíamos superado.
Yo me opongo a esa lectura perversa de estos movimientos sociales que nos hacen creer que estamos asistiendo a la restauración de algo ya conocido y superado a partir de nuestra experiencia liberal y republicana recién consumada. Estos movimientos se nutren del pasado, pero son portadores de nuevos idearios morales, de nuevos órdenes de significación, y de prácticas sociales novedosas que no pueden compararse sin problematicidad con las que con tanta facilidad se las emparienta.
Lo que la oposición debería ofrecer son mejores programas para la Argentina del futuro. Lo que vemos, en cambio, son lustrosas políticas cosméticas, acompañadas de la denuncia concertada y el llamado a exorcizar el fantasma: una fantasma como el que anunciaba Marx en el Manifiesto, ese espectro espantoso que entonces recorría Europa asustando a la burguesía reinante, y que ahora parece hacer temblar a los hombres y mujeres de bien que se horrorizan ante los modales de los nuevos anti-héroes.
Me entusiasma que el siglo XXI haya comenzado en mi tierra con la promesa de una transformación que en el siglo que me vio nacer parecía sólo viable a través de las armas. Hoy, las instituciones democráticas, en plena forma, en contra de lo que proclaman los opositores con pocos argumentos, permiten a la izquierda latinoamericana ejercitar sin complejos su anhelo de construir sociedades más justas e igualitarias.
Estoy convencido de ello. ¿Acaso soy un ideólogo fanatizado, un pervertido moral o estoy ciego a la realidad por creer estas cosas?
Por supuesto, mis simpatías no son paralelas respecto a estos países. El respeto que me produce el proceso revolucionario venezolano es más profundo que el contenido reconocimiento que me produce la inteligente labor de la Presidenta Cristina Fernandez en algunos asuntos y los modestos logros (algunos destacables, como ha sido el tratamiento del pasado y la recuperación de estabilidad y fortalecimiento institucional) que ha tenido su gobierno y el de su marido en importantes áreas. Queda mucho por hacer, y desde mi perspectiva, habría razones para creer que este gobierno, en vista de sus propios postulados, no estaría capacitado para llevar a cabo dichas transformaciones o no estaría dispuesto a ello. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué alternativas reales existen para que nuestras aspiraciones sean cumplidas, lo cual equivale a interrogarse acerca de las intencionalidades de las propuestas opositoras y la viabilidad última de aquellas que coinciden con nuestros anhelos.
Aún así, lo que pretendo es más acotado: un debate político se lleva a cabo entre partes que se reconocen iguales. La acusación de populismo (que pretende deslegitimar a las bases representadas por dichos gobiernos) o de autoritarismo, que se despliega con cierta sospechosa sistematicidad en los medios de comunicación, y que con tanta facilidad repiten los despistados o cretinos de turno, promueve al menos la sospecha, de que lo que se pretende es desacreditar a priori todo argumento racional que soporte la labor de estos gobiernos de modo global, endilgando para ello a sus adherentes un carencia moral que impide que los tomemos en serio.
Creo que habiendo visto el modo en el cual esa condena moral a priori es injustificada, no es descabellado sospechar que quienes la aducen, o bien, (1) no conocen la realidad de la que hablan, (2) o están obstinados en que no la conozcamos nosotros.
EDUCAR EN LA COMPASIÓN (2): La mosca y la cuestión de la deliberación moral.
Quiero continuar con el tema de la mosca.
Las respuestas que he recibido en privado sobre la nota anterior han sido curiosas. Algunos estaban sorprendidos; otros creían que se trataba de una broma; otros sugirieron que era de mal gusto mezclar asuntos tan dispares: ¿moscas y niños? ¿acaso te has vuelto loco?
Me acuerdo que Jeffrey Hopkins, un famoso tibetólogo de la Universidad de Virginia, explicó las diferencias culturales de su país recordando que durante la guerra contra Vietnam abundaban en los medios de comunicación norteamericanos los retratos chauvinistas de los vietnamitas en los que se pretendía ridiculizar las costumbres de los “amarillos” dentro del marco de justificación de la guerra. En una ocasión, un articulista llamó la atención de la absurda y supersticiosa creencia sostenida por los budistas de ese país de que la vida de las moscas debían ser respetadas, que como nosotros los seres humanos tienen derecho a ser felices y no sufrir. Por otro lado, esa mosca concreta a la que intentamos dar muerte, dicen los budistas, ha sido en alguna ocasión entre las innumerables vidas pasadas que hemos tenido, nuestra madre.
Lo absurdo de la creencia desaparece cuando uno comprende lo que resulta de dicha creencia, el tipo de prácticas sociales y de formas que establece una sociedad que nos conmina a reflexionar acerca de la relación íntima que existe entre nosostros (cada uno de nosotros) y el resto de los seres vivos que habitan el cosmos.
Habiendo vivido en proximidad con la comunidad budista tibetana durante más de una década he visto el modo en el cual se ufanan de atrapar una mosca sin hacerle daño, cuando deben sacarla fuera de la habitación. La habilidad que aplauden es la de proteger y nutrir la vida de otros seres sentientes. Quien haya vivido en proximidad con culturas de este tipo, comprenderá lo que estoy diciendo. Yo mismo soy un experto en atrapar arañas, hormigas, moscas y otros insectos sin hacerles daño cuando invaden mi casa. Cuando por descuido o falta de habilidad mato uno de estos insectos, me apeno. ¿Por qué? Bueno, como decía en el artículo anterior, qué necesidad tenemos de quitar la vida gratuitamente.
Por otro lado, creo que una cultura que no entrena a sus niños en el respeto a la vida de otras especies vivas, le será infinitamente más difícil convencerlos del valor de la vida de otros seres humanos o la importancia de considerar instancias de existencia problemáticas, como es la existencia prenatal, las instancias de vulnerabilidad extrema o las vidas de generaciones futuras.
Por supuesto, habrá quienes piensen que todas estas son patrañas de la "Nueva Era". Sin embargo, una buena parte de nuestros problemas ecológicos, para poner sólo un ejemplo, giran en torno a nuestra incapacidad de ofrecer un relato más amplio que incluya en la consideración de nuestras actividades no sólo los resultados prácticos inmediatos para nosotros, los seres humanos de esta era, sino también, los seres humanos de generaciones futuras que no podrán habitar un planeta sano. ¿Por qué no incluir en nuestros cálculos a otras especies animales? ¿Acaso reduce el horror y el repudio que nos causa la utilización de bombas de uranio empobrecido informar que junto a decenas de miles de seres humanos asesinados, millones de organismos no humanos han sido aniquilados y que complejos ecosistemas han desaparecido para siempre?
Seguramente, esto resulte absurdo para las personas formadas en culturas ajenas a la tradición budistas u otras culturas análogas en este respecto, pero ¿Acaso prueba esto que debamos pasar por alto el asunto sin darle un segundo pensamiento?
Cuando criticamos las costumbres de otras civilizaciones lo hacemos porque consideramos que es posible contrastar las nuestras con las suyas; y a partir de esa contrastación, iniciar un proceso deliberativo para determinar cuál de ellas resulta más apropiada para nosotros con la vista puesta en el tipo de sociedad con la que estamos comprometidos.
Vivimos en un mundo plural, en el que ya no podemos afirmar con sencillez, como habríamos hecho en el pasado premoderno: “este es el modo en que nosotros hacemos las cosas, y sanseacabó”. Y esto porque el “nosotros” antes invocado, se ha convertido en un fenómeno complejo, el producto de múltiples maridajes. Nuestras convicciones, aún cuando nuestras lealtades sean firmes e inconmovibles, no pueden ya articularse del modo axiomático en que solían estarlo en el pasado. Nuestros valores habitan un campo de fuerzas contrapuestas que los fragiliza y los pone continuamente en cuestión. Con ello no me refiero a una “relativización” de los valores, sino al hecho de que dichos valores, los valores que admiramos y respetamos, se encuentran siempre en proceso de revisión y corrección, siempre estamos ante la posibilidad de que un evento, o un encuentro, o un argumento, nos obligue a repensar nuestros postulados y de este modo, nos fuerce a modificar nuestras prácticas.
Aquellos que hemos tenido la fortuna de vivir otras prácticas sociales, de estar sujetos a argumentaciones morales ajenas a la esfera de la matriz judeocristiana en la cual se asienta nuestra civilización, que hemos podido contrastar in situ diversas cosmovisiones; sino en otras cosas, al menos en esta, creemos que que no deberíamos matar porque sí, que no deberíamos causar sufrimiento inutilmente, que vale la pena el esfuerzo eludir el daño evitable.
Después de todo, bastaba llamar a alguna de las decenas de personas que rodean día y noche al presidente y pedir que sacara a la mosca de la habitación por la ventana. Hubiera sido un gesto bienvenido. Para ello solo es necesario una bolsa de plástico, y con cierta práctica resulta más gratificante verla volar fuera, que hacerla añicos.
Las respuestas que he recibido en privado sobre la nota anterior han sido curiosas. Algunos estaban sorprendidos; otros creían que se trataba de una broma; otros sugirieron que era de mal gusto mezclar asuntos tan dispares: ¿moscas y niños? ¿acaso te has vuelto loco?
Me acuerdo que Jeffrey Hopkins, un famoso tibetólogo de la Universidad de Virginia, explicó las diferencias culturales de su país recordando que durante la guerra contra Vietnam abundaban en los medios de comunicación norteamericanos los retratos chauvinistas de los vietnamitas en los que se pretendía ridiculizar las costumbres de los “amarillos” dentro del marco de justificación de la guerra. En una ocasión, un articulista llamó la atención de la absurda y supersticiosa creencia sostenida por los budistas de ese país de que la vida de las moscas debían ser respetadas, que como nosotros los seres humanos tienen derecho a ser felices y no sufrir. Por otro lado, esa mosca concreta a la que intentamos dar muerte, dicen los budistas, ha sido en alguna ocasión entre las innumerables vidas pasadas que hemos tenido, nuestra madre.
Lo absurdo de la creencia desaparece cuando uno comprende lo que resulta de dicha creencia, el tipo de prácticas sociales y de formas que establece una sociedad que nos conmina a reflexionar acerca de la relación íntima que existe entre nosostros (cada uno de nosotros) y el resto de los seres vivos que habitan el cosmos.
Habiendo vivido en proximidad con la comunidad budista tibetana durante más de una década he visto el modo en el cual se ufanan de atrapar una mosca sin hacerle daño, cuando deben sacarla fuera de la habitación. La habilidad que aplauden es la de proteger y nutrir la vida de otros seres sentientes. Quien haya vivido en proximidad con culturas de este tipo, comprenderá lo que estoy diciendo. Yo mismo soy un experto en atrapar arañas, hormigas, moscas y otros insectos sin hacerles daño cuando invaden mi casa. Cuando por descuido o falta de habilidad mato uno de estos insectos, me apeno. ¿Por qué? Bueno, como decía en el artículo anterior, qué necesidad tenemos de quitar la vida gratuitamente.
Por otro lado, creo que una cultura que no entrena a sus niños en el respeto a la vida de otras especies vivas, le será infinitamente más difícil convencerlos del valor de la vida de otros seres humanos o la importancia de considerar instancias de existencia problemáticas, como es la existencia prenatal, las instancias de vulnerabilidad extrema o las vidas de generaciones futuras.
Por supuesto, habrá quienes piensen que todas estas son patrañas de la "Nueva Era". Sin embargo, una buena parte de nuestros problemas ecológicos, para poner sólo un ejemplo, giran en torno a nuestra incapacidad de ofrecer un relato más amplio que incluya en la consideración de nuestras actividades no sólo los resultados prácticos inmediatos para nosotros, los seres humanos de esta era, sino también, los seres humanos de generaciones futuras que no podrán habitar un planeta sano. ¿Por qué no incluir en nuestros cálculos a otras especies animales? ¿Acaso reduce el horror y el repudio que nos causa la utilización de bombas de uranio empobrecido informar que junto a decenas de miles de seres humanos asesinados, millones de organismos no humanos han sido aniquilados y que complejos ecosistemas han desaparecido para siempre?
Seguramente, esto resulte absurdo para las personas formadas en culturas ajenas a la tradición budistas u otras culturas análogas en este respecto, pero ¿Acaso prueba esto que debamos pasar por alto el asunto sin darle un segundo pensamiento?
Cuando criticamos las costumbres de otras civilizaciones lo hacemos porque consideramos que es posible contrastar las nuestras con las suyas; y a partir de esa contrastación, iniciar un proceso deliberativo para determinar cuál de ellas resulta más apropiada para nosotros con la vista puesta en el tipo de sociedad con la que estamos comprometidos.
Vivimos en un mundo plural, en el que ya no podemos afirmar con sencillez, como habríamos hecho en el pasado premoderno: “este es el modo en que nosotros hacemos las cosas, y sanseacabó”. Y esto porque el “nosotros” antes invocado, se ha convertido en un fenómeno complejo, el producto de múltiples maridajes. Nuestras convicciones, aún cuando nuestras lealtades sean firmes e inconmovibles, no pueden ya articularse del modo axiomático en que solían estarlo en el pasado. Nuestros valores habitan un campo de fuerzas contrapuestas que los fragiliza y los pone continuamente en cuestión. Con ello no me refiero a una “relativización” de los valores, sino al hecho de que dichos valores, los valores que admiramos y respetamos, se encuentran siempre en proceso de revisión y corrección, siempre estamos ante la posibilidad de que un evento, o un encuentro, o un argumento, nos obligue a repensar nuestros postulados y de este modo, nos fuerce a modificar nuestras prácticas.
Aquellos que hemos tenido la fortuna de vivir otras prácticas sociales, de estar sujetos a argumentaciones morales ajenas a la esfera de la matriz judeocristiana en la cual se asienta nuestra civilización, que hemos podido contrastar in situ diversas cosmovisiones; sino en otras cosas, al menos en esta, creemos que que no deberíamos matar porque sí, que no deberíamos causar sufrimiento inutilmente, que vale la pena el esfuerzo eludir el daño evitable.
Después de todo, bastaba llamar a alguna de las decenas de personas que rodean día y noche al presidente y pedir que sacara a la mosca de la habitación por la ventana. Hubiera sido un gesto bienvenido. Para ello solo es necesario una bolsa de plástico, y con cierta práctica resulta más gratificante verla volar fuera, que hacerla añicos.
EDUCAR EN LA COMPASIÓN (1)
Quisiera decir algunas palabras en favor de la mosca. Puede que el asunto resulte para muchos una frivolidad, pero creo que es importante dedicarle al menos unos minutos para comprender el significado último de toda la escena. Como se habrán dado cuenta, estoy hablando de la entrevista en la que el presidente Obama, sin conmiseración, mató una mosca que le estaba causando problemas.
He dicho que muchos considerarán un artículo sobre esta triste escena un pasatiempo, o incluso puede que me acusen de haber convertido el blog en un espacio para la prensa rosa o amarilla. Sea como sea, el tema es muchísimo más serio de lo que a primera vista podría imaginarse. En realidad es tan serio que a partir de este momento, millones de personas en el planeta que de un modo u otro habían alimentado esperanzas respecto a Barack Obama, la habrán perdido para siempre.
Hemos visto el peor rostro del presidente usamericano y no creo en modo alguno que debamos olvidar lo más esencial del asunto: el modo en la cual se deshizo del insecto porque lo molestaba, y la manera en que se ufanó de haber acabado con la vida de ésta de modo chulesco y prepotente. La escena es ilustrativa. Deja a la vista un talante, un orden moral, una manera de concebir el mundo y el trato que este merece por parte del personaje en cuestión.
Aquellos que no hayan encontrado reprobable la actitud del mandatario, de seguro no comparten una imaginario existencial semejante con aquellos que en los próximos días protesten ante el evento. Para estos, la actitud del presidente Obama es una prueba de una falta de educación y violencia gratuita intolerable. Pero para que esto sea comprendido será preciso que ofrezca una explicación acerca de las razones por las que juzgamos profundamente desconsolador que el presidente del país más poderoso de la tierra, comandante en jefe de las fuerzas armadas más sofisticadas y destructivas del planeta, haya cometido el sacrilegio de arrebatar la vida de un ser viviente sin necesidad alguna, gratuitamente, y para colmo de males, que haya acompañado el asesinato enorgulleciéndose con su eficacia destructiva.
Los invito a que vuelvan a visionar el video. Verán que el periodista, los camarógrafos y sonidistas que presenciaron la escena, cómplices patoteros de la acción, festejaron la eficacia de su presidente con una vulgaridad obsecuente y obsena. El presidente, orgulloso de haber causado muerte con un golpe certero, conminaba a uno de los camarógrafos a filmar el cadáver para dar prueba de su heróico gesto, como si se tratara de un triunfo de caza.
Pues bien, si estas pocas frases no son suficientes para convencerles de lo que digo, deberé afilar mis argumentos para demostrar que el señor Obama, como otros responsables políticos, no poseen la compasión indispensable para ser conductores legítimos de un planeta como el nuestro, acosado por la destrucción, la inequidad y la injusticia.
Sin embargo, mi propósito no es sólo crítico, sino también constructivo. Lo que pretendo es que tomemos consciencia de nuestra falta de educación en la compasión, del enorme agujero educativo que nuestro sistema de enseñanza esta produciendo enfocados como estamos, exclusivamente, en la formación instrumental y en valores etnocéntricos [centrados exclusivamente en nuestra cultura] y especie-céntricos [centrados únicamente en nuestra especie], como señalaba Peter Singer. Si a esto sumamos que la persona en cuestión tiene en sus manos los instrumentos destructivos y coactivos más poderosos de la humanidad, deberíamos exigir, por sobre todas las cosas, compasión entre sus cualidades, es decir, una profunda aspiración y compromiso en la preservación, en la nutrición y cuidado de la vida.
Las guerras de la "Era Bush" nos enseñaron que a los poderosos no les tiembla el pulso en su cometido aún cuando este represente extensos "daños colaterales". "Daños colaterales" es el mantra que los servicios de noticias afines a la prepotencia han aprendido a repetir cada semana para evitar hablar de las personas inocentes, niños, mujeres, ancianos que no merecen por parte nuestra, ciudadanos de países poderosos, consideración alguna. Seres humanos cuyas muertes no influyen en exceso en los cálculos electorales o los índices de popularidad de los gobiernos de nuestros respectivos paises.
¿Qué es lo que nos dice todo esto?
Que nuestros políticos, nuestros dirigentes empresariales, nuestros comunicadores, banqueros y economistas, para hablar de unos pocos, no están educados en la compasión, no están educados en el respeto a la vida. Lo que cuenta y lo que premian es exclusivamente la habilidad estratégica. Y con el mismo descaro con que Obama se ufanó de matar a un ser, gratuitamente, estas gentes poderosas se burlan del sufrimiento ajeno con la indiferencia de esos dioses macabros de la antigüedad que eran capaces de enviar pestes y mortandades indiscriminadamente para demostrar quien mandaba.
Hemos visto cientos de cadáveres de niños, mujeres y ancianos en Oriente Medio, en Irak, en Pakistán a través de las pantallas de nuestras televisiones. Y hemos escuchado las explicaciones de los responsables militares sobre la imprecisión de sus bombas y misiles inteligentes como si se trataran las víctimas de monigotes virtuales en la pantalla de un ordenador. Hemos aprendido también que la memoria de los muertos en esta pantalla global en la que vivimos, es como una nube en un cielo ventoso que atraviesa la escena para desaparecer por completo, como si el drama de esas familias no significara nada.
Detrás de cada asesinato, el mismo gesto, la misma chulería, idéntica falta de compasión.
Los budistas creen que es imprescindible reconocer que todos los seres vivientes, independientemente de la forma de vida en las que se manifiestan, buscan satisfacción y rechazan el sufrimiento. No hace falta demasiada inteligencia, sino una observación paciente y cariñosa para comprender esta verdad de perogrullo. Tampoco se necesita especial sensibilidad para comprender que es sobre la base de esta comprensión esencial que se educa a una persona decente, es decir, alguien que ha toda costa intenta evitar la crueldad. Quienes se divierten maltratando otros seres vivos, quienes son incapaces de reconocer el sufrimiento que estos experimentan o defienden teorías que reducen la experiencia subjetiva que hay detrás de todo organismo vivo a mero mecanismo, sólo pueden articular una moralidad incompleta.
Eso no implica, por supuesto, hacer caso omiso de las enormes diferencias entre los seres vivos que habitan el universo. No es lo mismo un perro que una mosca. Tampoco podemos equiparar a un animal humano con un chimpancé. Sin embargo, a lo que este reconocimiento a la existencia sentiente pretende señalar, lisa y llanamente, es al deber que tenemos de honrar la búsqueda de felicidad o satisfacción y la evitación del sufrimiento en el que se encuentran embarcados todos los seres vivos. Puede que el modo en que articulemos esa búsqueda como animales humanos dotados de racionalidad y de un sofisticado sentido de la significación sea muy diferente a la de esos otros animales no humanos con los cuales compartimos el planeta, pero aún así, ese telos tiene una raíz común.
Es probable que Aristóteles y Santo Tomás compartieran está comprensión en nuestra civilización. No hay razón para creer que el lugar preponderante que otorgaron al ser humano en el cosmos ordenado que habitaban pueda traducirse en un desprecio gratuito por otras formas de existencia no humana. Más bien todo lo contrario, tanto Aristóteles como Tomás reconocían perfecciones a los animales no humanos. En especial, el aquinate, como ha mostrado recientemente el filósofo Alasdair MacIntyre, señalaba la continuidad inextricable entre la existencia de los animales no humanos y nuestra existencia animal racional que, según él, echaba sus raíces en ese animal que fuimos en nuestra primera infancia (filogénetica y ontogenética) y que no dejamos de ser por el hecho de haber desarrollado nuestras virtudes sociales y racionales.
Pero incluso en otras filosofías seculares, como el utilitarismo y el kantismo, se reconoce que la crueldad hacia otros seres vivientes no hacen un buen ser humano.
Parte del drama de la existencia sentiente, es decir, del hecho de que existamos con un cuerpo que nace y muere y se nutre de lo viviente, es el hecho de que nuestra vida, a fin de ser preservada, depende de incontables maneras de elementos que sólo podemos adquirir sometiendo a otras especies y produciéndoles daño.
Por esa razón, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer sufrir gratuitamente a otro ser, qué sentido tiene matar por matar, o matar por una insignificancia, y pero aún, matar ufanándose del poder que ejercitamos sobre los indefensos. ¿Qué necesidad había de matar a la mosca? ¿Qué necesidad de ufanarse de ello, de festejar de modo tan chavacano?
En breve, se trata de una enorme ignorancia, una ignorancia "moralmente reprochable", una verdadera falta de educación, no en el sentido superficial con que solemos usar la expresión; sino una falta de educación esencial: educación en la compasión.
He dicho que muchos considerarán un artículo sobre esta triste escena un pasatiempo, o incluso puede que me acusen de haber convertido el blog en un espacio para la prensa rosa o amarilla. Sea como sea, el tema es muchísimo más serio de lo que a primera vista podría imaginarse. En realidad es tan serio que a partir de este momento, millones de personas en el planeta que de un modo u otro habían alimentado esperanzas respecto a Barack Obama, la habrán perdido para siempre.
Hemos visto el peor rostro del presidente usamericano y no creo en modo alguno que debamos olvidar lo más esencial del asunto: el modo en la cual se deshizo del insecto porque lo molestaba, y la manera en que se ufanó de haber acabado con la vida de ésta de modo chulesco y prepotente. La escena es ilustrativa. Deja a la vista un talante, un orden moral, una manera de concebir el mundo y el trato que este merece por parte del personaje en cuestión.
Aquellos que no hayan encontrado reprobable la actitud del mandatario, de seguro no comparten una imaginario existencial semejante con aquellos que en los próximos días protesten ante el evento. Para estos, la actitud del presidente Obama es una prueba de una falta de educación y violencia gratuita intolerable. Pero para que esto sea comprendido será preciso que ofrezca una explicación acerca de las razones por las que juzgamos profundamente desconsolador que el presidente del país más poderoso de la tierra, comandante en jefe de las fuerzas armadas más sofisticadas y destructivas del planeta, haya cometido el sacrilegio de arrebatar la vida de un ser viviente sin necesidad alguna, gratuitamente, y para colmo de males, que haya acompañado el asesinato enorgulleciéndose con su eficacia destructiva.
Los invito a que vuelvan a visionar el video. Verán que el periodista, los camarógrafos y sonidistas que presenciaron la escena, cómplices patoteros de la acción, festejaron la eficacia de su presidente con una vulgaridad obsecuente y obsena. El presidente, orgulloso de haber causado muerte con un golpe certero, conminaba a uno de los camarógrafos a filmar el cadáver para dar prueba de su heróico gesto, como si se tratara de un triunfo de caza.
Pues bien, si estas pocas frases no son suficientes para convencerles de lo que digo, deberé afilar mis argumentos para demostrar que el señor Obama, como otros responsables políticos, no poseen la compasión indispensable para ser conductores legítimos de un planeta como el nuestro, acosado por la destrucción, la inequidad y la injusticia.
Sin embargo, mi propósito no es sólo crítico, sino también constructivo. Lo que pretendo es que tomemos consciencia de nuestra falta de educación en la compasión, del enorme agujero educativo que nuestro sistema de enseñanza esta produciendo enfocados como estamos, exclusivamente, en la formación instrumental y en valores etnocéntricos [centrados exclusivamente en nuestra cultura] y especie-céntricos [centrados únicamente en nuestra especie], como señalaba Peter Singer. Si a esto sumamos que la persona en cuestión tiene en sus manos los instrumentos destructivos y coactivos más poderosos de la humanidad, deberíamos exigir, por sobre todas las cosas, compasión entre sus cualidades, es decir, una profunda aspiración y compromiso en la preservación, en la nutrición y cuidado de la vida.
Las guerras de la "Era Bush" nos enseñaron que a los poderosos no les tiembla el pulso en su cometido aún cuando este represente extensos "daños colaterales". "Daños colaterales" es el mantra que los servicios de noticias afines a la prepotencia han aprendido a repetir cada semana para evitar hablar de las personas inocentes, niños, mujeres, ancianos que no merecen por parte nuestra, ciudadanos de países poderosos, consideración alguna. Seres humanos cuyas muertes no influyen en exceso en los cálculos electorales o los índices de popularidad de los gobiernos de nuestros respectivos paises.
¿Qué es lo que nos dice todo esto?
Que nuestros políticos, nuestros dirigentes empresariales, nuestros comunicadores, banqueros y economistas, para hablar de unos pocos, no están educados en la compasión, no están educados en el respeto a la vida. Lo que cuenta y lo que premian es exclusivamente la habilidad estratégica. Y con el mismo descaro con que Obama se ufanó de matar a un ser, gratuitamente, estas gentes poderosas se burlan del sufrimiento ajeno con la indiferencia de esos dioses macabros de la antigüedad que eran capaces de enviar pestes y mortandades indiscriminadamente para demostrar quien mandaba.
Hemos visto cientos de cadáveres de niños, mujeres y ancianos en Oriente Medio, en Irak, en Pakistán a través de las pantallas de nuestras televisiones. Y hemos escuchado las explicaciones de los responsables militares sobre la imprecisión de sus bombas y misiles inteligentes como si se trataran las víctimas de monigotes virtuales en la pantalla de un ordenador. Hemos aprendido también que la memoria de los muertos en esta pantalla global en la que vivimos, es como una nube en un cielo ventoso que atraviesa la escena para desaparecer por completo, como si el drama de esas familias no significara nada.
Detrás de cada asesinato, el mismo gesto, la misma chulería, idéntica falta de compasión.
Los budistas creen que es imprescindible reconocer que todos los seres vivientes, independientemente de la forma de vida en las que se manifiestan, buscan satisfacción y rechazan el sufrimiento. No hace falta demasiada inteligencia, sino una observación paciente y cariñosa para comprender esta verdad de perogrullo. Tampoco se necesita especial sensibilidad para comprender que es sobre la base de esta comprensión esencial que se educa a una persona decente, es decir, alguien que ha toda costa intenta evitar la crueldad. Quienes se divierten maltratando otros seres vivos, quienes son incapaces de reconocer el sufrimiento que estos experimentan o defienden teorías que reducen la experiencia subjetiva que hay detrás de todo organismo vivo a mero mecanismo, sólo pueden articular una moralidad incompleta.
Eso no implica, por supuesto, hacer caso omiso de las enormes diferencias entre los seres vivos que habitan el universo. No es lo mismo un perro que una mosca. Tampoco podemos equiparar a un animal humano con un chimpancé. Sin embargo, a lo que este reconocimiento a la existencia sentiente pretende señalar, lisa y llanamente, es al deber que tenemos de honrar la búsqueda de felicidad o satisfacción y la evitación del sufrimiento en el que se encuentran embarcados todos los seres vivos. Puede que el modo en que articulemos esa búsqueda como animales humanos dotados de racionalidad y de un sofisticado sentido de la significación sea muy diferente a la de esos otros animales no humanos con los cuales compartimos el planeta, pero aún así, ese telos tiene una raíz común.
Es probable que Aristóteles y Santo Tomás compartieran está comprensión en nuestra civilización. No hay razón para creer que el lugar preponderante que otorgaron al ser humano en el cosmos ordenado que habitaban pueda traducirse en un desprecio gratuito por otras formas de existencia no humana. Más bien todo lo contrario, tanto Aristóteles como Tomás reconocían perfecciones a los animales no humanos. En especial, el aquinate, como ha mostrado recientemente el filósofo Alasdair MacIntyre, señalaba la continuidad inextricable entre la existencia de los animales no humanos y nuestra existencia animal racional que, según él, echaba sus raíces en ese animal que fuimos en nuestra primera infancia (filogénetica y ontogenética) y que no dejamos de ser por el hecho de haber desarrollado nuestras virtudes sociales y racionales.
Pero incluso en otras filosofías seculares, como el utilitarismo y el kantismo, se reconoce que la crueldad hacia otros seres vivientes no hacen un buen ser humano.
Parte del drama de la existencia sentiente, es decir, del hecho de que existamos con un cuerpo que nace y muere y se nutre de lo viviente, es el hecho de que nuestra vida, a fin de ser preservada, depende de incontables maneras de elementos que sólo podemos adquirir sometiendo a otras especies y produciéndoles daño.
Por esa razón, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer sufrir gratuitamente a otro ser, qué sentido tiene matar por matar, o matar por una insignificancia, y pero aún, matar ufanándose del poder que ejercitamos sobre los indefensos. ¿Qué necesidad había de matar a la mosca? ¿Qué necesidad de ufanarse de ello, de festejar de modo tan chavacano?
En breve, se trata de una enorme ignorancia, una ignorancia "moralmente reprochable", una verdadera falta de educación, no en el sentido superficial con que solemos usar la expresión; sino una falta de educación esencial: educación en la compasión.
LA IMAGINACIÓN ALTERNATIVA
Lo que me propongo a continuación es una muy breve reflexión en torno al modo en el cual podría efectuarse un tránsito a otro modelo de convivencia terrestre.
En realidad se trata de pensar cuáles son las condiciones de posibilidad para que dicha transición pudiera llevarse a cabo. Creo que hay elementos suficientes para ponderar la posibilidad de una mutuación, pero también obstáculos y resistencias profundas que dificultan la consecución de dichas transformaciones.
Lo primero es recordar que una transformación política de cualquier tipo necesita, fundamentalmente, de una comprensión e internalización teórica por parte de los actores, del significado de dicha transformación. Pero como bien se ha indicado, la comprensión teórica significa en este caso la puesta en práctica de dicha teoría en el mundo.
Por lo tanto, de lo que aquí estamos hablando es de una serie de prácticas que tienen sentido para los implicados en la transformación política. Como ha indicado el filósofo canadiense Charles Taylor, lo que da sentido a las prácticas es el imaginario social en el cual dichas prácticas se encuentran intrincadas.
¿A qué se refiere Taylor cuando habla de “imaginarios sociales”?
No a los esquemas intelectuales que la gente defiende, sino a las maneras en las cuales imaginamos nuestra existencia social, el modo en el cual nos relacionamos con los otros, las expectativas, nociones normativas e imágenes que subyacen a dichas expectativas.
Por tanto, aquí hablamos de imaginación en contraposición a teoría no sólo en cuanto se trata de algo que no es objeto explícito, necesariamente, de nuestra actividad intelectual, y por tanto, actividad exclusiva de una minoría, sino de las comprensiones comunes que hacen posible nuestras prácticas y el modo en el cual compartimos cierto sentido de legitimidad.
Eso que hemos llamado “la crisis”, y que con tanto esmero los medios corporativos se esfuerzan en circunscribir al ámbito económico-financiero, es en realidad el desenlace de un prolongado proceso de deslegitimación de las prácticas básicas y comunes de las llamadas sociedades democráticas liberales.
Los imaginarios sociales que subyacen y dan legitimidad a las prácticas que definen nuestras democracias se han ido deteriorando paulatina y sistemáticamente hasta convertirse, para una mayoría creciente de las comunidades planetarias (aquellas que viven bajo su reinado, y aquellas otras que forman parte de la periferia aun no “iluminada” por las ventajas y justicia de dicho sistema de pensamiento y acción) en escenografías vacías utilizadas por el poder fáctico para mantener a la población alejada de las verdaderas decisiones que se consideran demasiado importantes para que estén en manos de las masas.
Veamos que ha ocurrido con tres formas esenciales de nuestro imaginario social moderno.
El ejercicio democrático aparece, a la mayoría de la población, amañado por las grandes corporaciones que ejecutan una ruidosa puesta en escena que colabora en la producción de alienación perpetua de los individuos, principal factor de pujanza en las economías de mercado.
Dicha puesta en escena se caracteriza por una fingida pugna de alternativas que en modo alguno ponen en entredicho la estructura subyacente de nuestro modo de vida, pero que sirve como válvula de escape, como mecanismo catártico, para vehicular las frustaciones de la población.
En cuanto a la esfera pública, llamada a ser el ámbito extra-político e ilustrado que pusiera coto y articulara el sentir y comprensión “del pueblo” a través del ejercicio de sus intelectuales, el poder corporativo, a través de la producción, multiplicación, frivolización, relativización y distribución de opinión ha acabado por transformar dicha esfera en un dominio del mandarinato. Algo similar ha ocurrido y se está agudizando en nuestras universidades. La mayoría de la población se encuentra prevenida ante la multiplicación de falsedades producidas por los medios, y la vaciedad del pensamiento académico. Aún así, el desconcierto sirve para mantener a la población a raya, en cuanto el poder aliena por medio del exceso.
La actividad económica ha dejado de ser lo que nuestros ancestros imaginaron y pretendieron, una práctica civilizadora, promotora de la paz entre los pueblos, debido a la asunción de una prosperidad común que los intereses privados estaban destinados a promover pese a las motivaciones egoístas subyacentes de los individuos, para convertirse en una forma de guerra por otros medios, en los que la barbarie y el canibalismo son resultado visible.
La indiferencia electoral, el desprestigio de la clase gerencial y el abultado descrédito de los medios de comunicación de masas muestran los signos de una alarmante situación de deslegitimación de nuestras prácticas sociales.
Aún así, es evidente que la deslegitimación no es suficiente como alternativa. La actividad revolucionaria necesita positivar modelos alternativos: plasmar en el mundo su teoría.
Debemos revisitar las diversas experiencias revolucionarias que se encuentran en el origen de nuestros imaginarios sociales occidentales, los modos en los cuales nuestros antepasados redescribieron sus identidades, a fin de enaltecer nuestro derecho a la rebelión, nuestro derecho al cambio.
Latinoamerica es hoy un laboratorio revolucionario. Busca dar forma a ese interrogante que dirige el sentido de los pueblos: ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos llamados a ser?
El retrato derogatorio y caricaturesco que de este experimento ofrecen las grandes corporaciones mediáticas que nutren informativamente a nuestras democracias liberales no hace más que acentuar la evidente peligrosidad que dicha experiencia alternativa representa para el modelo dominante. Un modelo, como decíamos más arriba, que el imaginario social subyacente considera ya ilegítimo de manera amplia. Aún así, esta población, sometida a una sangrante alienación, es incapaz de imaginar siquiera una alternativa. Para muchos, el mito del fin de la historia anunciado por Fukuyama que auguraba el advenimiento del paraíso en la tierra a través del maridaje idílico entre el capitalismo y la democracia liberal, se ha convertido en la profecía de un infierno terrestre: totalitarismo blando (como nos prevenía Tocqueville) y profundas desigualdades.
No sabemos de antemano cuáles serán los resultados de esta apuesta histórica que los sudamericanos están llevando a cabo. Sin embargo, sea cual sea el derrotero de esta experiencia, es imprescindible enfrentarse al fenómeno con simpatía hermenéutica, es decir, intentando escuchar las voces que alimentan este desafío, las autointerpretaciones que promueven, conteniendo nuestros prejuicios, evitando las trampas que la propaganda fácil ofrece a fin de cegarnos a los auténticos bienes que subyacen a esas apuestas políticas y sociales.
Una transformación radical de nuestras prácticas no implica, necesariamente, una ruptura radical con nuestras convicciones, sino una recuperación de los imaginarios originales que promovieron las transformaciones pasadas y su rearticulación actual en vista a los bienes que aún nos inspiran.
Eso significa, para decirlo de modo torpe y problemático, volver a pensar la libertad, la igualdad y la fraternidad tomando en consideración los malestares que la sociedad disciplinaria ha traído consigo.
O, si preferimos una formulación diferente, por ejemplo, buscar en la noción cristiana de agapé, los orígenes de nuestro profundo compromiso (siempre frustrado) con la benevolencia práctica, la justicia, y la igualdad, que en este caso implican ofrecer las condiciones para que cada uno de nosotros tenga ocasión para descubrir/inventar el sentido último de nuestra existencia.
En realidad se trata de pensar cuáles son las condiciones de posibilidad para que dicha transición pudiera llevarse a cabo. Creo que hay elementos suficientes para ponderar la posibilidad de una mutuación, pero también obstáculos y resistencias profundas que dificultan la consecución de dichas transformaciones.
Lo primero es recordar que una transformación política de cualquier tipo necesita, fundamentalmente, de una comprensión e internalización teórica por parte de los actores, del significado de dicha transformación. Pero como bien se ha indicado, la comprensión teórica significa en este caso la puesta en práctica de dicha teoría en el mundo.
Por lo tanto, de lo que aquí estamos hablando es de una serie de prácticas que tienen sentido para los implicados en la transformación política. Como ha indicado el filósofo canadiense Charles Taylor, lo que da sentido a las prácticas es el imaginario social en el cual dichas prácticas se encuentran intrincadas.
¿A qué se refiere Taylor cuando habla de “imaginarios sociales”?
No a los esquemas intelectuales que la gente defiende, sino a las maneras en las cuales imaginamos nuestra existencia social, el modo en el cual nos relacionamos con los otros, las expectativas, nociones normativas e imágenes que subyacen a dichas expectativas.
Por tanto, aquí hablamos de imaginación en contraposición a teoría no sólo en cuanto se trata de algo que no es objeto explícito, necesariamente, de nuestra actividad intelectual, y por tanto, actividad exclusiva de una minoría, sino de las comprensiones comunes que hacen posible nuestras prácticas y el modo en el cual compartimos cierto sentido de legitimidad.
Eso que hemos llamado “la crisis”, y que con tanto esmero los medios corporativos se esfuerzan en circunscribir al ámbito económico-financiero, es en realidad el desenlace de un prolongado proceso de deslegitimación de las prácticas básicas y comunes de las llamadas sociedades democráticas liberales.
Los imaginarios sociales que subyacen y dan legitimidad a las prácticas que definen nuestras democracias se han ido deteriorando paulatina y sistemáticamente hasta convertirse, para una mayoría creciente de las comunidades planetarias (aquellas que viven bajo su reinado, y aquellas otras que forman parte de la periferia aun no “iluminada” por las ventajas y justicia de dicho sistema de pensamiento y acción) en escenografías vacías utilizadas por el poder fáctico para mantener a la población alejada de las verdaderas decisiones que se consideran demasiado importantes para que estén en manos de las masas.
Veamos que ha ocurrido con tres formas esenciales de nuestro imaginario social moderno.
El ejercicio democrático aparece, a la mayoría de la población, amañado por las grandes corporaciones que ejecutan una ruidosa puesta en escena que colabora en la producción de alienación perpetua de los individuos, principal factor de pujanza en las economías de mercado.
Dicha puesta en escena se caracteriza por una fingida pugna de alternativas que en modo alguno ponen en entredicho la estructura subyacente de nuestro modo de vida, pero que sirve como válvula de escape, como mecanismo catártico, para vehicular las frustaciones de la población.
En cuanto a la esfera pública, llamada a ser el ámbito extra-político e ilustrado que pusiera coto y articulara el sentir y comprensión “del pueblo” a través del ejercicio de sus intelectuales, el poder corporativo, a través de la producción, multiplicación, frivolización, relativización y distribución de opinión ha acabado por transformar dicha esfera en un dominio del mandarinato. Algo similar ha ocurrido y se está agudizando en nuestras universidades. La mayoría de la población se encuentra prevenida ante la multiplicación de falsedades producidas por los medios, y la vaciedad del pensamiento académico. Aún así, el desconcierto sirve para mantener a la población a raya, en cuanto el poder aliena por medio del exceso.
La actividad económica ha dejado de ser lo que nuestros ancestros imaginaron y pretendieron, una práctica civilizadora, promotora de la paz entre los pueblos, debido a la asunción de una prosperidad común que los intereses privados estaban destinados a promover pese a las motivaciones egoístas subyacentes de los individuos, para convertirse en una forma de guerra por otros medios, en los que la barbarie y el canibalismo son resultado visible.
La indiferencia electoral, el desprestigio de la clase gerencial y el abultado descrédito de los medios de comunicación de masas muestran los signos de una alarmante situación de deslegitimación de nuestras prácticas sociales.
Aún así, es evidente que la deslegitimación no es suficiente como alternativa. La actividad revolucionaria necesita positivar modelos alternativos: plasmar en el mundo su teoría.
Debemos revisitar las diversas experiencias revolucionarias que se encuentran en el origen de nuestros imaginarios sociales occidentales, los modos en los cuales nuestros antepasados redescribieron sus identidades, a fin de enaltecer nuestro derecho a la rebelión, nuestro derecho al cambio.
Latinoamerica es hoy un laboratorio revolucionario. Busca dar forma a ese interrogante que dirige el sentido de los pueblos: ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos llamados a ser?
El retrato derogatorio y caricaturesco que de este experimento ofrecen las grandes corporaciones mediáticas que nutren informativamente a nuestras democracias liberales no hace más que acentuar la evidente peligrosidad que dicha experiencia alternativa representa para el modelo dominante. Un modelo, como decíamos más arriba, que el imaginario social subyacente considera ya ilegítimo de manera amplia. Aún así, esta población, sometida a una sangrante alienación, es incapaz de imaginar siquiera una alternativa. Para muchos, el mito del fin de la historia anunciado por Fukuyama que auguraba el advenimiento del paraíso en la tierra a través del maridaje idílico entre el capitalismo y la democracia liberal, se ha convertido en la profecía de un infierno terrestre: totalitarismo blando (como nos prevenía Tocqueville) y profundas desigualdades.
No sabemos de antemano cuáles serán los resultados de esta apuesta histórica que los sudamericanos están llevando a cabo. Sin embargo, sea cual sea el derrotero de esta experiencia, es imprescindible enfrentarse al fenómeno con simpatía hermenéutica, es decir, intentando escuchar las voces que alimentan este desafío, las autointerpretaciones que promueven, conteniendo nuestros prejuicios, evitando las trampas que la propaganda fácil ofrece a fin de cegarnos a los auténticos bienes que subyacen a esas apuestas políticas y sociales.
Una transformación radical de nuestras prácticas no implica, necesariamente, una ruptura radical con nuestras convicciones, sino una recuperación de los imaginarios originales que promovieron las transformaciones pasadas y su rearticulación actual en vista a los bienes que aún nos inspiran.
Eso significa, para decirlo de modo torpe y problemático, volver a pensar la libertad, la igualdad y la fraternidad tomando en consideración los malestares que la sociedad disciplinaria ha traído consigo.
O, si preferimos una formulación diferente, por ejemplo, buscar en la noción cristiana de agapé, los orígenes de nuestro profundo compromiso (siempre frustrado) con la benevolencia práctica, la justicia, y la igualdad, que en este caso implican ofrecer las condiciones para que cada uno de nosotros tenga ocasión para descubrir/inventar el sentido último de nuestra existencia.
PLATÓN Y EL SENTIDO COMÚN

En una ocasión afirmé: "El sentido común es pura ideología". Un lector me ha indicado que la expresión es pretenciosa. Me ha conminado a justificar con mayor detalle mi intención.En estas líneas pretendo apuntar algunas razones que legitimen mi pensamiento.
Aquí “sentido común” es lo que se nos presenta como evidente en un lugar del mundo, en una época determinada.
“Ideología” es lo que pretende pasar por verdadero y, sin embargo, es un constructo histórico y social. La relevancia en cada época histórica de reconocer que el sentido común es ideología es la base sobre la cual se articula nuestro anhelo básico de emancipación.
El ejemplo que voy a utilizar para justificar las afirmaciones anteriores es un fenómeno del mundo natural. El ejemplo tiene como propósito exponer la estructura del argumento. El objeto propio al que el argumento debe aplicarse son los seres humanos y, en particular, el ser humano que cada uno de nosotros es.
Pasemos al ejemplo. En este caso es un árbol. Lo que el árbol evidencia, es decir, lo que deja a la vista, son una serie de características relevantes para que lo que tenemos delante sea un árbol y no otra cosa. Elevándose con su sólida estatura, extiende su ramaje hacia el firmamento sin complejos. Ofrece sombra al paseante e intimidad a los enamorados campestres. La instantánea del árbol en el prado, o el bosque, resulta definitiva: todo confirma lo que tenemos delante como tal. No cabe poner en duda la evidencia.
Sin embargo, no es suficiente para comprender plenamente al árbol en cuanto árbol, lo que éste tiene para decirnos en su apariencia. A menos que utilicemos nuestra capacidad imaginativa y escapemos a la contundencia antes mentada de lo que tenemos delante, la semilla y el tallo naciente, el agua que lo alimenta, los nutrientes minerales de la tierra, los rayos solares, la atmósfera terrestre y la cartografía galáctica donde el árbol se localiza, desaparecerán de nuestra consideración.
Por esa razón se dice que el árbol, al mostrarse, esconde su verdad más verdadera. Esconde en su apariencia su naturaleza, que a diferencia de aquella, no es un hecho puntual al que podemos acceder a través de las instantáneas perceptivas o la mera abstracción.
Lo que se esconde a la mirada es su constitución genética. El hecho de que ser árbol, de que tal ente se muestre como tal árbol, con su contundencia y firmeza característica, es el resultado de la conjunción y congregación de lo no-árbol. El árbol, siendo un ente devenido tal, no está en la semilla, ni en la tierra, ni en el agua, ni en los rayos solares y nutrientes que lo alimentan, pero tampoco puede distinguirse de estos.
Los budistas dicen que el árbol está vacío de existencia inherente. Se refieren a la apariencia del árbol que dice ser algo que no es: una entidad sólida y definitiva, cuando en realidad es el producto efímero de las conjunciones y congregaciones mentadas. De este modo, el sentido común, el que nos otorga nuestra conexión inmediata con las cosas, el que nos ofrece el trato impensado con el mundo, oculta la verdad última del ser de las cosas. Hacia algo semejante apuntaba Heidegger.
Lo que ocurre con los árboles ocurre con las personas. No sólo somos objetos devenidos orgánicamente, sino que además, debido a nuestra constitución lingüística y autointerpretante, participamos en una dimensión semántica que da forma a diversas visiones del ser, a diversas versiones del mundo habitado por nosotros.
Recordemos a Platón: en el fondo de la caverna se proyectan verdades fragmentarias de las cosas que ocultan lo que éstas son en última instancia: apariencias construidas por los prestidigitadores que pasean estatuas de piedra y madera delante de una fogata para animar a los prisioneros encadenados con la vista puesta sobre la pared del fondo.
Emancipación es recorrer el camino que lleva de la sombra hacia la luz, que hace posible el engaño, para regresar con nuestros compañeros a fin de desvelar el secreto de nuestra existencia esclava.
Por lo tanto, las cosas no son lo que parecen. Pese a que los prisioneros se prodigan honores y reconocimientos mútuos y establecen jerarquías entre ellos en dependencia de la habilidad en la predicción y manipulación de las sombras, éstas no pasan de ser lo que son: proyecciones falsificadas de lo real de suyo. Son el sentido común de todos nosotros: lo que se ve y lo que se toca, lo que dicen los periódicos y enseñan los televisores, lo que estamos condenados a padecer como verdadero en nuestras perversas sociedades democráticas en las que hemos suplantado el control del pensamiento, por el despliegue totalitario de la alienación.
LO POLÍTICO Y LA NADA
Estamos instalados de modo impensado en una visión mecanicista y atomista de lo real. Concebimos la realidad, aún cuando nuestra articulación filosófica pueda ir en contra de dicha concepción, como un entramado de causas y efectos combinados de forma azarosa que dan como resultado la apariencia del mundo.
Incluso cuando imaginamos oscuras voluntades complotadas en la conformación del mundo, dicha aprehensión de la marcha de la historia concuerda a fin de cuentas con la afirmación de un cosmos neutralizado y sinsentido a la espera del azar o de la inteligencia (ambigua moralmente) que haga de ella lo que le plazca.
Nuestro atomismo se ve reflejado en la ontologización que hemos hecho de nuestras encomiables aspiraciones morales a la libertad. Hemos acabado creyendo que nuestra libertad ética y política no era otra cosa que la traducción de nuestra última constitución existencial.
O para decirlo de otro modo, nuestra aspiración a convertirnos en agentes responsables y, por tanto, libres, se ha convertido en la afirmación ontológica de que somos átomos individuales,es decir, que son nuestras actividades individuales, exclusivamente, las que dan forma a las colectividades en las que participamos (accidentalmente). Que dichas colectividades son meros epifenómenos de sus parcialidades.
En vista de esto, la pregunta acerca de lo político toma una dimensión inesperada. Porque lo político no tiene cabida en este relato. Lo político sólo puede ser articulado a partir de la convicción de que los humanos existen constitutivamente en lo social. Y esto no puede ser reducido a una confirmación empírica de que sin los otros seríamos incapaces de sobrevivir, sino que sólo existimos como humanos en cuanto somos parte de una comunidad humana. La política parte de esta convicción.
A partir de allí se puede decir que la primera preocupación que concierne a la comunidad política como tal es el hecho de su propia subsistencia. Lo que la política tiene como primera finalidad es la continuidad existencial de las comunidades de pertenencia donde la consciencia política ha tomado forma.
De este modo, lo que estamos diciendo es que lo que hace posible la política es la existencia de una comunidad que se imagina a sí misma como tal comunidad y que, tomando consciencia de su existencia, es capaz de comprender la posibilidad de su desaparición.
Quisiera, por lo tanto, apuntar dos cuestiones.
En primer lugar, cabe recordar que la visión mecanicista-atomista en cualquiera de sus versiones (voluntarista o ciega), en su proceso de individuación lleva, inexorablemente, después de un proceso de división y distinción intermedio, a una fragmentación radical que acaba en la desaparición de lo comunitario, que a su vez puede traducirse (1) en la coincidencia paradójica de las identidades con la esfera totalizante de lo global; o (2) el retorno a un caos mítico primigenio.
En segundo lugar, de acuerdo con nuestras premisas, en uno y otro caso, la desaparición progresiva de la comunidad (de lo político de la comunidad) tiene como consecuencia última la desparición de lo humano, al enajenar a los individuos humanos de sus trasfondos de significación, o reduciendo dichos trasfondos a un conjunto de discursividades vaciadas de sentido, de concreción.
La posibilidad de la trascendencia (de pervivencia) de la comunidad se funda en la memoria y en la esperanza. La memoria es la recuperación de lo dado en la forma de la articulación histórica, del relato acerca de cómo hemos llegado a ser quienes somos.
La esperanza es la sombra proyectada de nuestra libertad sobre el futuro, (1) en la forma de la donación (entregamos nuestro presente a las generaciones aun no nacidas); o (2) en la forma de la maldición (hipotecando el futuro de los nuestros a fin de lograr nuestro caprichoso presente).
Nuestras comunidades han estado sometidas a las fuerzas erosionantes de las concepciones atomistas desde hace mucho tiempo, hasta el punto de ser empujadas en un pasado reciente al abismo de la desaparición.
Algunos discursos, pese al descalabro planetario de los últimos años, insisten en ofrecer sus recetas imbatibles de aséptica eficiencia pragmática, vuelven los administradores, el espíritu gerencial, la técnica de "las calles límpias", como si la mejor opción a la pregunta de quiénes somos sea la pura nada, la neutralidad absoluta, para que el azar o "la voluntad de ellos" acabe de dar forma a nuestro futuro. Lo que concierne a la comunidad política es resistirse al olvido y al miedo. La supervivencia, como hemos dicho, tiene la forma de la memoria y la esperanza.
Incluso cuando imaginamos oscuras voluntades complotadas en la conformación del mundo, dicha aprehensión de la marcha de la historia concuerda a fin de cuentas con la afirmación de un cosmos neutralizado y sinsentido a la espera del azar o de la inteligencia (ambigua moralmente) que haga de ella lo que le plazca.
Nuestro atomismo se ve reflejado en la ontologización que hemos hecho de nuestras encomiables aspiraciones morales a la libertad. Hemos acabado creyendo que nuestra libertad ética y política no era otra cosa que la traducción de nuestra última constitución existencial.
O para decirlo de otro modo, nuestra aspiración a convertirnos en agentes responsables y, por tanto, libres, se ha convertido en la afirmación ontológica de que somos átomos individuales,es decir, que son nuestras actividades individuales, exclusivamente, las que dan forma a las colectividades en las que participamos (accidentalmente). Que dichas colectividades son meros epifenómenos de sus parcialidades.
En vista de esto, la pregunta acerca de lo político toma una dimensión inesperada. Porque lo político no tiene cabida en este relato. Lo político sólo puede ser articulado a partir de la convicción de que los humanos existen constitutivamente en lo social. Y esto no puede ser reducido a una confirmación empírica de que sin los otros seríamos incapaces de sobrevivir, sino que sólo existimos como humanos en cuanto somos parte de una comunidad humana. La política parte de esta convicción.
A partir de allí se puede decir que la primera preocupación que concierne a la comunidad política como tal es el hecho de su propia subsistencia. Lo que la política tiene como primera finalidad es la continuidad existencial de las comunidades de pertenencia donde la consciencia política ha tomado forma.
De este modo, lo que estamos diciendo es que lo que hace posible la política es la existencia de una comunidad que se imagina a sí misma como tal comunidad y que, tomando consciencia de su existencia, es capaz de comprender la posibilidad de su desaparición.
Quisiera, por lo tanto, apuntar dos cuestiones.
En primer lugar, cabe recordar que la visión mecanicista-atomista en cualquiera de sus versiones (voluntarista o ciega), en su proceso de individuación lleva, inexorablemente, después de un proceso de división y distinción intermedio, a una fragmentación radical que acaba en la desaparición de lo comunitario, que a su vez puede traducirse (1) en la coincidencia paradójica de las identidades con la esfera totalizante de lo global; o (2) el retorno a un caos mítico primigenio.
En segundo lugar, de acuerdo con nuestras premisas, en uno y otro caso, la desaparición progresiva de la comunidad (de lo político de la comunidad) tiene como consecuencia última la desparición de lo humano, al enajenar a los individuos humanos de sus trasfondos de significación, o reduciendo dichos trasfondos a un conjunto de discursividades vaciadas de sentido, de concreción.
La posibilidad de la trascendencia (de pervivencia) de la comunidad se funda en la memoria y en la esperanza. La memoria es la recuperación de lo dado en la forma de la articulación histórica, del relato acerca de cómo hemos llegado a ser quienes somos.
La esperanza es la sombra proyectada de nuestra libertad sobre el futuro, (1) en la forma de la donación (entregamos nuestro presente a las generaciones aun no nacidas); o (2) en la forma de la maldición (hipotecando el futuro de los nuestros a fin de lograr nuestro caprichoso presente).
Nuestras comunidades han estado sometidas a las fuerzas erosionantes de las concepciones atomistas desde hace mucho tiempo, hasta el punto de ser empujadas en un pasado reciente al abismo de la desaparición.
Algunos discursos, pese al descalabro planetario de los últimos años, insisten en ofrecer sus recetas imbatibles de aséptica eficiencia pragmática, vuelven los administradores, el espíritu gerencial, la técnica de "las calles límpias", como si la mejor opción a la pregunta de quiénes somos sea la pura nada, la neutralidad absoluta, para que el azar o "la voluntad de ellos" acabe de dar forma a nuestro futuro. Lo que concierne a la comunidad política es resistirse al olvido y al miedo. La supervivencia, como hemos dicho, tiene la forma de la memoria y la esperanza.
APUNTES SOBRE ARQUITECTURA, FILOSOFÍA Y POLÍTICA
en colaboración con Carla Habif Hassis Bosso
INTRODUCCIÓN
Lo que proponemos es recuperar el diálogo que mantuvimos a modo de un comentario impersonal sobre lo que se dijo, se presupuso y se intuyó en nuestra conversación.
En este primer párrafo haremos como si de un diálogo se tratara. Nombraremos a los participantes reales o ficticios. Haremos mención del lugar y la ocasión. Y dejaremos constancia del marco del diálogo, lo que permitirá señalar la intencionalidad de los autores.
Se trata de un grupo de amigos a quienes convocó una larga historia de intimidad y la accidentalidad de sus itinerarios. Reunidos a almorzar, conversaron durante algunas horas mientras en el exterior la ciudad continuaba burbujeando. El escenario del evento: un loft a pie de calle en el barrio Gótico de Barcelona, en la medianía de una primavera generosa.
La discusión política de los amigos en torno a una próximas elecciones legislativas en la Argentina cedió paso a una conversación teórica en torno a la arquitectura. De este modo, como en los antiguos diálogos platónicos en los que el proemio servía para ofrecer la dirección inicial de lo que devendrá, sabemos que aquí se ha querido hacer coincidir la cuestión de la Paideia (la formación/educación) con la Política.
Por lo tanto, aquí “ciudad” cuando hablamos de arquitectura sigue queriendo decir, aunque de manera diferida, Polis. Por lo tanto, el arquitecto, que es de lo que circunstancialmente vamos a ocuparnos en esta ocasión, es un filósofo que medita sobre el fondo del objeto que le incumbe. No se trata de un mero técnico de la construcción, sino un pensador filosófico y político.
1
En principio, reconocemos que el valor que otorgamos a lo histórico que es una obviedad para nosotros, debe convertirse en interrogante para poder ser pensado. Nuestras identidades están profundamente arraigadas en lo histórico. A diferencia de lo que ocurría y aún ocurre en otras articulaciones identitarias, la nuestra gira en torno a lo accidental como lo definitorio de lo que somos.
Para otras formas de ser persona, lo que cuenta no es la contingencia, lo que llamamos “secular” (saecolorum: lo que pertenece a los siglos, al tiempo), sino la relación que establecemos con lo divino, o con el tiempo mítico de los orígenes, o lo paradigmáticamente ideal. La historia, en estos casos, es lo ilusorio, aquello que debe superarse para acceder a lo “realmente” real, la realidad en sí, lo último. Lo que cuenta es el modo en que la eternidad o la divinidad se manifiesta en el tiempo; o el modo en que la estructura narrativa que recibimos de nuestros ancestros míticos se repite en el presente preservándose en el modo del rito.
El advenimiento de la modernidad, el desencantamiento del mundo, trajo consigo una redescripción de los procesos constitutivos de nuestras identidades: ahora somos lo que hemos llegado a ser: evolutivamente (biológicamente) y culturalmente (históricamente). Somos lo devenido. Es decir, que nos caracterizamos por nuestra radical contingencia. La estructura subyacente que compone nuestra identidad se manifiesta en la imagen del proceso. Por tanto, en nuestro imaginario somos el producto de un proceso, muchas veces ciego, que se articula a partir de la pura contingencia, pero que tiene como telos (como finalidad y propósito) la autoconciencia. Incluso el pensamiento postmoderno puede pese a sus malogrados intentos contar con cierta versión teleológica de la historia. El fin de la historia o el fin del relato o el fin del sujeto se dicen para significar cierta iluminación. Lo que se ilumina en este caso es que todo es contingencia, azar, nomadismo. Sin embargo, el nómade ha descubierto su verdad en su nomadismo, ha iluminado su condición de radical temporalidad. Lo que antaño era considerado ilusorio, aquello que era la superficie del ser, ahora se ha convertido en el material de nuestra existencialidad. Estamos hechos, como diría Shakespeare, del material de nuestros sueños. A lo que aspiramos, como ocurre con las sabidurias orientales, es a un despertar, un hacernos conscientes de estar hechos de ese material para adoptar una ética "líquida" (Bauman) "crepuscular" (Lipovesky), en pos de una fidelidad a nuestra auténtica condición como individuos-yo.
2
La ciudad, sea ésta concebida a partir de metáforas orgánicas o mecanicistas, puede resultar y de hecho resulta en un relato. Lo constitutivo de la categoría "ciudad" es, justamente, que su unidad no es meramente geográfica, sino histórico-narrativa. Se trata de una identidad que se forja a partir de los imaginarios sociales sobre los cuales se realizan las prácticas sociales, pero también a partir de lo que es donado a los habitantes de dichas ciudades como trasfondo de significaciones, como escenario, en principio no tematizado, donde descubren su ser-en-el-mundo. Las sucesivas generaciones contribuyen a la construcción de un escenario meta-histórico: la ciudad, en la que el pasado, presente y futuro confluyen como tres instancias de la psique, o como sucesivas capas geológicas componiendo un palimpsesto que testimonio nuestro devenir.
Los modernos nos definimos a nosotros mismos de modos plurales. Entre los elementos constitutivos de nuestra identidad tiene un lugar destacado el ser ciudadanos de esta o aquella urbe, por ejemplo. Un barcelonés, un porteño (de Buenos Aires) o un Neoyorquino son modelados por su pertenencia y participación en la vida urbana, y en el tránsito y convivialidad con la escenografía urbana. La Sagrada Familia o el Empire State forman parte del trasfondo destacado de los relatos de dichos ciudadanos como sujetos históricos.
En la ciudad moderna la consciencia de la pluralidad étnica, por ejemplo, convive con la consciencia de una pluralidad temporal. No sólo se mezclan lugares distantes: el barrio chino, la calle de los paquistaníes, etc., sino diversos tiempos históricos. En las estructuras arquitectónicas actuales conviven el pasado, el presente y el futuro en lo recuperado o restaurado, en lo escondido, en lo visible, en lo proyectado y en lo que está en construcción.
Como ocurre con la identidad de los individuos, las ciudades se despliegan en un proceso siempre inacabado y abierto. La planificación es incapaz de disolver la accidentalidad, que tuerce el rumbo, limita o expande el horizonte de las ciudades de modo análogo a lo que acontece con la “casualidad” que da forma o sirve como materia prima para la construcción de nuestros relatos identitarios.
3
La arquitectura (como ocurre también con la pintura o la escultura) debido a su materialidad, debe encontrar la manera de decir algo, preservando lo recibido sin anquilosarse en el pasado. Esto ocurre en muchos niveles. Nos detendremos en tres instancias:
1.Materialidad
2.corporalidad
3.Reflexividad
Pongamos un ejemplo sobre la materialidad. Una construcción arquitectónica que utiliza la madera debe decir algo del árbol, y en la medida que es capaz de preservar el árbol (materia) en su corporalidad (forma) ofrece a la construcción cualidades naturales específicas que contribuyen a su estética. Lo mismo ocurre con la piedra, el cristal o el aluminio. El arquitecto dice o esconde en la obra acabada (el cuerpo) lo que la materialidad de suyo ofrece a la forma para su individualidad. Esta noción es aristotélica: el principio material es a un mismo tiempo principio individual. Claro que es necesario distinguir dos modos de materialidad.
1.La materialidad burda
2.La materialidad sutil.
En el primer caso hablamos de los ladrillos y el cemento. En el segundo caso hablamos de algo que es inivisible, que no es el árbol propiamente, sino aquello que hace al árbol. En cierto modo que aun permanece velado, podemos hablar de la materia de la arquitectura en términos generales como de la naturaleza. La materia última y primera es la naturaleza, invisible e incognosible. Sobre la naturaleza el hombre hace su habitat haciéndola habitable a partir de su actividad formalizadora.
El arquitecto hace transparente o esconde los orígenes materiales de la materialidad al corporalizarla. En la materialidad, lo ideal formal, se hace cuerpo individual.
Lo ideal, sin embargo, supera lo material para lograr su propósito. La supera en cuanto es capaz de hacer flexible lo sólido o hacer opaco lo transparente, o viceversa. Todo esto ocurre constantemente, lo que muestra que la forma, la corporalización de la materia, implica no un dominio de ella, sino un diálogo en subordinación.
Respecto a la reflexividad lo crucial es el distanciamiento con la materialidad y la formalidad en la cosa para ofrecer dos respuestas al interrogante sobre la existencia de la cosa:
1.De dónde vengo
2.Quién soy
Llevado al ámbito arquitectónico, el edificio sale de si mismo para encontrarse con su historia y reconocerse constitutivamente como parte de la ciudad, del mundo y fundado en una naturaleza que reclama un reconocimiento pese a su ocultamiento aplastante en la urbe.
4
El pasado es materia como lo es la piedra o el cristal. El arquitecto se encuentra con el pasado como con un ladrillo. Debe ser capaz de hacerse dueño del pasado sin someterlo. Puede ocultarlo o ponerlo a la vista, permitir que se haga manifiesto, o aniquilarlo. Cualquiera sea la decisión que tome el arquitecto respecto al pasado, éste es ineludible. En el primer caso, el ocultamiento aparece como aniquilación y en el vacío se escucha el reclamo en la forma del reproche del ayer y en la alienación del hoy. En la recuperación, lo que se ofrece en las huellas de la memoria un homenaje que es también una esperanza de futuro.
En este último caso, el arquitecto se encuentra frente a los siguientes desafios:
1.Ofrecer respuestas a las exigencias funcionales
2.Resguardar el pasado que, como hemos dicho, es materia de nuestra identidad.
3.Proponer una estética de integración que no sea mera superposición, mero encolado de lo dispar, sino en la forma de un relato que haga posible la unidad existencial de la obra: la obra como una vida en la que la memoria, la exigencia de hoy, y la proyección del futuro, encuentren su sentido.
Respecto al pasado, podemos distinguir dos modos de recuperación:
1.La recuperación meramente historiográfica (que se reduce al registro del pasado y al hacerlo visible en el modo del monumentalidad)
2.La metafórica (que acompaña al registro con una interpretación de dicho pasado en función de lo que somos: el ejemplo que se ofreció fue el siguiente: El edificio en cuestión había sido originariamente un palacio del siglo XII. Hoy, debido a ciertas clausulas testamentarias, es destinado como refugio vigilado para el tratamiento de disminuidos mentales considerados de peligrosidad social.
Con respecto a la noción de una estética de integración temporal, decimos que la integración no sólo ocurre con el pasado, sino que hay consciencia del futuro de un modo jamás acontecido anteriormente. Por ejemplo, a partir de la noción de la “sostenibilidad” que se incorpora a la obra lo futuro que se encuentra en el presente como esperanza. Todo esto hace exige al arquitecto pensamiento y no mera técnica. Pensar significa aquí ir a la esencia del objeto particular al que dedica sus esfuerzos: el ser del objeto arquitectónico.
5
Walter Benjamin hablaba del tiempo moderno como un tiempo homogéneo. Y Heidegger hablaba de la espacialización del tiempo. Con ello mentaban lo siguiente: La existencia de un tiempo sagrado hacía posible una proximidad (una intimidad) impensable en lo secular entre dos fechas que se encuentran distanciadas cronológicamente por miles de años. Un ejemplo: las Pascuas de hoy están más próximas de la crucifixión de Cristo que del mundial de futbol de 1978. Cuando el carácter sagrado del tiempo desaparece, el tiempo se vuelve homogéneo. La homogenización equivale a una espacialización en el siguiente sentido: en un mismo espacio encuentran su lugar eventos disímiles que ocurren simultáneamente. El periódico de hoy, 23 de mayo de 2009, acomoda cosas que han ocurrido en todo el planeta en una única fracción de tiempo universal y homogéneo.
El tiempo de la recuperación abre la puerta para otra cosa, la experiencia epifánica. En un edificio en el que conviven rastros de siglos diversos, el diálogo que establece el arquitecto, y el transeúnte renueva en la lectura de la contemplación y habitación integrada del mismo, tiene el poder de llevarnos a la experiencia epifánica.
Aquí epifánico equivale a la superación de la cosa como mero instrumento. La cosa se muestra en su historia. Al mostrarse se expresa y en ella nos expresa a nosotros que a partir de nuestra participación en su escenario-mundo damos forma a lo que somos. La cosa rompe la tiranía de la funcionalidad y nos devuelve a un escenario de texturas, policromías, textualidades ocultas.
6
Cuando en la obra el arquitecto recupera el pasado desde un presente que exige su habilidad técnica pero también su capacidad de decir quienes somos a partir del ayer, y como hemos dicho, a partir de las exigencias mudas del futuro (el planeta-mundo no sólo quieren ver las piedras que estamos montando unas sobre otras, no sólo quiere la monumentalidad, también exige que nuestra tecnología no destruya el hipotético futuro que ellos-ello piden ser) cuando esto ocurre, decíamos, el arquitecto propone (con su particular estilo) un ejercicio de integración epifánico: como en Proust, el tiempo perdido es recuperado. Todos los arquitectos anteriores no sabían que iban a participar en ese diálogo, que iban a contribuir a esa escena de máxima consciencia del arquitecto de hoy. Proust no sabía que cada una de sus actividades olvidadas iban a ser recuperadas a través de la memoria para hacer posible el sentido de lo que ya no tenía sentido o sólo lo tenía de modo accidental y superfluo. Ahora el pasado puede reintegrarse en el presente y proyectarse en el futuro.
El arquitecto sabe, además, que su obra, para ser una muestra de dicha recuperación y proyección no puede actuar de espaldas a la comunidad, sino en diálogo con ella, porque sabe que la libertad (la posibilidad de establecer criterios para dar forma a lo que somos, si lo que queremos es dar forma a una identidad, y eso es lo que queremos siempre, porque estamos en la busqueda permanente de significación y de sentido en todo) debe hacerse no sólo atomisticamente, a través de un diálogo solipsista del edificio consigo mismo, sino en el diálogo con sus espejos, con aquello que es su entorno y que en su fachada se refleja en la forma de dar respuesta a los cuerpos, a la historia del lugar que dichos cuerpos arquitectónicos ocupan, en un ejercicio de radical reflexividad.
INTRODUCCIÓN
Lo que proponemos es recuperar el diálogo que mantuvimos a modo de un comentario impersonal sobre lo que se dijo, se presupuso y se intuyó en nuestra conversación.
En este primer párrafo haremos como si de un diálogo se tratara. Nombraremos a los participantes reales o ficticios. Haremos mención del lugar y la ocasión. Y dejaremos constancia del marco del diálogo, lo que permitirá señalar la intencionalidad de los autores.
Se trata de un grupo de amigos a quienes convocó una larga historia de intimidad y la accidentalidad de sus itinerarios. Reunidos a almorzar, conversaron durante algunas horas mientras en el exterior la ciudad continuaba burbujeando. El escenario del evento: un loft a pie de calle en el barrio Gótico de Barcelona, en la medianía de una primavera generosa.
La discusión política de los amigos en torno a una próximas elecciones legislativas en la Argentina cedió paso a una conversación teórica en torno a la arquitectura. De este modo, como en los antiguos diálogos platónicos en los que el proemio servía para ofrecer la dirección inicial de lo que devendrá, sabemos que aquí se ha querido hacer coincidir la cuestión de la Paideia (la formación/educación) con la Política.
Por lo tanto, aquí “ciudad” cuando hablamos de arquitectura sigue queriendo decir, aunque de manera diferida, Polis. Por lo tanto, el arquitecto, que es de lo que circunstancialmente vamos a ocuparnos en esta ocasión, es un filósofo que medita sobre el fondo del objeto que le incumbe. No se trata de un mero técnico de la construcción, sino un pensador filosófico y político.
1
En principio, reconocemos que el valor que otorgamos a lo histórico que es una obviedad para nosotros, debe convertirse en interrogante para poder ser pensado. Nuestras identidades están profundamente arraigadas en lo histórico. A diferencia de lo que ocurría y aún ocurre en otras articulaciones identitarias, la nuestra gira en torno a lo accidental como lo definitorio de lo que somos.
Para otras formas de ser persona, lo que cuenta no es la contingencia, lo que llamamos “secular” (saecolorum: lo que pertenece a los siglos, al tiempo), sino la relación que establecemos con lo divino, o con el tiempo mítico de los orígenes, o lo paradigmáticamente ideal. La historia, en estos casos, es lo ilusorio, aquello que debe superarse para acceder a lo “realmente” real, la realidad en sí, lo último. Lo que cuenta es el modo en que la eternidad o la divinidad se manifiesta en el tiempo; o el modo en que la estructura narrativa que recibimos de nuestros ancestros míticos se repite en el presente preservándose en el modo del rito.
El advenimiento de la modernidad, el desencantamiento del mundo, trajo consigo una redescripción de los procesos constitutivos de nuestras identidades: ahora somos lo que hemos llegado a ser: evolutivamente (biológicamente) y culturalmente (históricamente). Somos lo devenido. Es decir, que nos caracterizamos por nuestra radical contingencia. La estructura subyacente que compone nuestra identidad se manifiesta en la imagen del proceso. Por tanto, en nuestro imaginario somos el producto de un proceso, muchas veces ciego, que se articula a partir de la pura contingencia, pero que tiene como telos (como finalidad y propósito) la autoconciencia. Incluso el pensamiento postmoderno puede pese a sus malogrados intentos contar con cierta versión teleológica de la historia. El fin de la historia o el fin del relato o el fin del sujeto se dicen para significar cierta iluminación. Lo que se ilumina en este caso es que todo es contingencia, azar, nomadismo. Sin embargo, el nómade ha descubierto su verdad en su nomadismo, ha iluminado su condición de radical temporalidad. Lo que antaño era considerado ilusorio, aquello que era la superficie del ser, ahora se ha convertido en el material de nuestra existencialidad. Estamos hechos, como diría Shakespeare, del material de nuestros sueños. A lo que aspiramos, como ocurre con las sabidurias orientales, es a un despertar, un hacernos conscientes de estar hechos de ese material para adoptar una ética "líquida" (Bauman) "crepuscular" (Lipovesky), en pos de una fidelidad a nuestra auténtica condición como individuos-yo.
2
La ciudad, sea ésta concebida a partir de metáforas orgánicas o mecanicistas, puede resultar y de hecho resulta en un relato. Lo constitutivo de la categoría "ciudad" es, justamente, que su unidad no es meramente geográfica, sino histórico-narrativa. Se trata de una identidad que se forja a partir de los imaginarios sociales sobre los cuales se realizan las prácticas sociales, pero también a partir de lo que es donado a los habitantes de dichas ciudades como trasfondo de significaciones, como escenario, en principio no tematizado, donde descubren su ser-en-el-mundo. Las sucesivas generaciones contribuyen a la construcción de un escenario meta-histórico: la ciudad, en la que el pasado, presente y futuro confluyen como tres instancias de la psique, o como sucesivas capas geológicas componiendo un palimpsesto que testimonio nuestro devenir.
Los modernos nos definimos a nosotros mismos de modos plurales. Entre los elementos constitutivos de nuestra identidad tiene un lugar destacado el ser ciudadanos de esta o aquella urbe, por ejemplo. Un barcelonés, un porteño (de Buenos Aires) o un Neoyorquino son modelados por su pertenencia y participación en la vida urbana, y en el tránsito y convivialidad con la escenografía urbana. La Sagrada Familia o el Empire State forman parte del trasfondo destacado de los relatos de dichos ciudadanos como sujetos históricos.
En la ciudad moderna la consciencia de la pluralidad étnica, por ejemplo, convive con la consciencia de una pluralidad temporal. No sólo se mezclan lugares distantes: el barrio chino, la calle de los paquistaníes, etc., sino diversos tiempos históricos. En las estructuras arquitectónicas actuales conviven el pasado, el presente y el futuro en lo recuperado o restaurado, en lo escondido, en lo visible, en lo proyectado y en lo que está en construcción.
Como ocurre con la identidad de los individuos, las ciudades se despliegan en un proceso siempre inacabado y abierto. La planificación es incapaz de disolver la accidentalidad, que tuerce el rumbo, limita o expande el horizonte de las ciudades de modo análogo a lo que acontece con la “casualidad” que da forma o sirve como materia prima para la construcción de nuestros relatos identitarios.
3
La arquitectura (como ocurre también con la pintura o la escultura) debido a su materialidad, debe encontrar la manera de decir algo, preservando lo recibido sin anquilosarse en el pasado. Esto ocurre en muchos niveles. Nos detendremos en tres instancias:
1.Materialidad
2.corporalidad
3.Reflexividad
Pongamos un ejemplo sobre la materialidad. Una construcción arquitectónica que utiliza la madera debe decir algo del árbol, y en la medida que es capaz de preservar el árbol (materia) en su corporalidad (forma) ofrece a la construcción cualidades naturales específicas que contribuyen a su estética. Lo mismo ocurre con la piedra, el cristal o el aluminio. El arquitecto dice o esconde en la obra acabada (el cuerpo) lo que la materialidad de suyo ofrece a la forma para su individualidad. Esta noción es aristotélica: el principio material es a un mismo tiempo principio individual. Claro que es necesario distinguir dos modos de materialidad.
1.La materialidad burda
2.La materialidad sutil.
En el primer caso hablamos de los ladrillos y el cemento. En el segundo caso hablamos de algo que es inivisible, que no es el árbol propiamente, sino aquello que hace al árbol. En cierto modo que aun permanece velado, podemos hablar de la materia de la arquitectura en términos generales como de la naturaleza. La materia última y primera es la naturaleza, invisible e incognosible. Sobre la naturaleza el hombre hace su habitat haciéndola habitable a partir de su actividad formalizadora.
El arquitecto hace transparente o esconde los orígenes materiales de la materialidad al corporalizarla. En la materialidad, lo ideal formal, se hace cuerpo individual.
Lo ideal, sin embargo, supera lo material para lograr su propósito. La supera en cuanto es capaz de hacer flexible lo sólido o hacer opaco lo transparente, o viceversa. Todo esto ocurre constantemente, lo que muestra que la forma, la corporalización de la materia, implica no un dominio de ella, sino un diálogo en subordinación.
Respecto a la reflexividad lo crucial es el distanciamiento con la materialidad y la formalidad en la cosa para ofrecer dos respuestas al interrogante sobre la existencia de la cosa:
1.De dónde vengo
2.Quién soy
Llevado al ámbito arquitectónico, el edificio sale de si mismo para encontrarse con su historia y reconocerse constitutivamente como parte de la ciudad, del mundo y fundado en una naturaleza que reclama un reconocimiento pese a su ocultamiento aplastante en la urbe.
4
El pasado es materia como lo es la piedra o el cristal. El arquitecto se encuentra con el pasado como con un ladrillo. Debe ser capaz de hacerse dueño del pasado sin someterlo. Puede ocultarlo o ponerlo a la vista, permitir que se haga manifiesto, o aniquilarlo. Cualquiera sea la decisión que tome el arquitecto respecto al pasado, éste es ineludible. En el primer caso, el ocultamiento aparece como aniquilación y en el vacío se escucha el reclamo en la forma del reproche del ayer y en la alienación del hoy. En la recuperación, lo que se ofrece en las huellas de la memoria un homenaje que es también una esperanza de futuro.
En este último caso, el arquitecto se encuentra frente a los siguientes desafios:
1.Ofrecer respuestas a las exigencias funcionales
2.Resguardar el pasado que, como hemos dicho, es materia de nuestra identidad.
3.Proponer una estética de integración que no sea mera superposición, mero encolado de lo dispar, sino en la forma de un relato que haga posible la unidad existencial de la obra: la obra como una vida en la que la memoria, la exigencia de hoy, y la proyección del futuro, encuentren su sentido.
Respecto al pasado, podemos distinguir dos modos de recuperación:
1.La recuperación meramente historiográfica (que se reduce al registro del pasado y al hacerlo visible en el modo del monumentalidad)
2.La metafórica (que acompaña al registro con una interpretación de dicho pasado en función de lo que somos: el ejemplo que se ofreció fue el siguiente: El edificio en cuestión había sido originariamente un palacio del siglo XII. Hoy, debido a ciertas clausulas testamentarias, es destinado como refugio vigilado para el tratamiento de disminuidos mentales considerados de peligrosidad social.
Con respecto a la noción de una estética de integración temporal, decimos que la integración no sólo ocurre con el pasado, sino que hay consciencia del futuro de un modo jamás acontecido anteriormente. Por ejemplo, a partir de la noción de la “sostenibilidad” que se incorpora a la obra lo futuro que se encuentra en el presente como esperanza. Todo esto hace exige al arquitecto pensamiento y no mera técnica. Pensar significa aquí ir a la esencia del objeto particular al que dedica sus esfuerzos: el ser del objeto arquitectónico.
5
Walter Benjamin hablaba del tiempo moderno como un tiempo homogéneo. Y Heidegger hablaba de la espacialización del tiempo. Con ello mentaban lo siguiente: La existencia de un tiempo sagrado hacía posible una proximidad (una intimidad) impensable en lo secular entre dos fechas que se encuentran distanciadas cronológicamente por miles de años. Un ejemplo: las Pascuas de hoy están más próximas de la crucifixión de Cristo que del mundial de futbol de 1978. Cuando el carácter sagrado del tiempo desaparece, el tiempo se vuelve homogéneo. La homogenización equivale a una espacialización en el siguiente sentido: en un mismo espacio encuentran su lugar eventos disímiles que ocurren simultáneamente. El periódico de hoy, 23 de mayo de 2009, acomoda cosas que han ocurrido en todo el planeta en una única fracción de tiempo universal y homogéneo.
El tiempo de la recuperación abre la puerta para otra cosa, la experiencia epifánica. En un edificio en el que conviven rastros de siglos diversos, el diálogo que establece el arquitecto, y el transeúnte renueva en la lectura de la contemplación y habitación integrada del mismo, tiene el poder de llevarnos a la experiencia epifánica.
Aquí epifánico equivale a la superación de la cosa como mero instrumento. La cosa se muestra en su historia. Al mostrarse se expresa y en ella nos expresa a nosotros que a partir de nuestra participación en su escenario-mundo damos forma a lo que somos. La cosa rompe la tiranía de la funcionalidad y nos devuelve a un escenario de texturas, policromías, textualidades ocultas.
6
Cuando en la obra el arquitecto recupera el pasado desde un presente que exige su habilidad técnica pero también su capacidad de decir quienes somos a partir del ayer, y como hemos dicho, a partir de las exigencias mudas del futuro (el planeta-mundo no sólo quieren ver las piedras que estamos montando unas sobre otras, no sólo quiere la monumentalidad, también exige que nuestra tecnología no destruya el hipotético futuro que ellos-ello piden ser) cuando esto ocurre, decíamos, el arquitecto propone (con su particular estilo) un ejercicio de integración epifánico: como en Proust, el tiempo perdido es recuperado. Todos los arquitectos anteriores no sabían que iban a participar en ese diálogo, que iban a contribuir a esa escena de máxima consciencia del arquitecto de hoy. Proust no sabía que cada una de sus actividades olvidadas iban a ser recuperadas a través de la memoria para hacer posible el sentido de lo que ya no tenía sentido o sólo lo tenía de modo accidental y superfluo. Ahora el pasado puede reintegrarse en el presente y proyectarse en el futuro.
El arquitecto sabe, además, que su obra, para ser una muestra de dicha recuperación y proyección no puede actuar de espaldas a la comunidad, sino en diálogo con ella, porque sabe que la libertad (la posibilidad de establecer criterios para dar forma a lo que somos, si lo que queremos es dar forma a una identidad, y eso es lo que queremos siempre, porque estamos en la busqueda permanente de significación y de sentido en todo) debe hacerse no sólo atomisticamente, a través de un diálogo solipsista del edificio consigo mismo, sino en el diálogo con sus espejos, con aquello que es su entorno y que en su fachada se refleja en la forma de dar respuesta a los cuerpos, a la historia del lugar que dichos cuerpos arquitectónicos ocupan, en un ejercicio de radical reflexividad.
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