RAZÓN Y REVOLUCIÓN EN EL SIGLO XXI


Sobre la Revolución 

En una ocasión escuché a un historiador tibetano, en Oxford, explicando cuáles eran los motivos de su fascinación por la historia británica. Básicamente, lo que este historiador tibetano destacaba era que la historia británica estaba libre, en su mayor parte, de cualquier espíritu “revolucionario”. 

Supongo que, desde el punto de vista histórico-político, el historiador en cuestión no hacía más que poner de manifiesto una característica habitual de los pensadores budista (especialmente, los budistas tibetanos): afinidad con el espíritu conservador. No porque los budistas consideren que el actual statu quo sea deseable, o «el mejor de los mundos posibles», como decía Churchill respecto a las democracias liberales parafraseando a Leibniz, y mucho menos debido a que se encuentren en sintonía con la versión Fukuyamita del «fin de la historia» —aunque es cierto que en las décadas de los años ochenta, los noventa y más allá, algunos filósofos budistas occidentales parecen haber coqueteado con el posmodernismo e, indirectamente, con la visión termidoriana de la historia propuesta por la derecha estadounidense e incluso, en algún caso, con una interpretación folclórica del choque de civilizaciones (véase algunas interpretaciones del budismo esotérico como el sistema de Kalachakra respecto a la amenaza que supone el Islam). Tal vez, la mejor explicación para esos desvaríos ideológicos consista en analizarlos a la luz de la agenda geopolítica de cada cual, por eso de que «el enemigo de mi enemigo es [mi mejor] amigo». 

Sin embargo, los pensadores budistas no creen que haya mucho que podamos hacer para mejorar nuestra situación existencial si nuestro enfoque es exclusivamente «inmanente», intramundano. Todo lo contrario. Cualquier empeño, focalizado exclusivamente en alguna versión de progreso personal o colectivo intramundano, está llamado, en última instancia, al fracaso. ¿Por qué motivo? Por la intrínseca condicionalidad de todo lo que existe, por el carácter tramposo de las aprehensiones que tenemos del mundo, de los otros y de nosotros mismos. Si nuestro objetivo último no es liberarnos enteramente de este condicionamiento,  de nuestra ignorancia, y nuestras emociones negativas (nuestras aversiones y aferramientos), nos dicen, no haremos más que ir dando tumbos en el ciclo de la existencia (sāmsāra), en la eterna repetición del sufrimiento y la frustración (dukkha). Por lo tanto, el objetivo último es la libertad (individual y colectiva), a través del despertar (bodhi). 

Sin embargo, esto no conduce necesariamente a los pensadores budistas hacia una suerte de pesimismo existencial (aunque hay signos evidentes de una «huida del mundo» en muchos feligreses), porque, desde esta perspectiva, todos los individuos poseen «naturalmente» un telos, que consiste, ni más ni menos, en la libertad, que no es otra cosa que la actualización plena de nuestro potencial ilimitado de encarnar la verdad y el amor que, conjuntament, constituyen una suerte de «materia prima» de todo lo que es (dharma). 

Por consiguiente, desde el punto de visto socio-político, lo mejor que podemos hacer es crear las condiciones de posibilidad para que los individuos actualicen dicho potencial. El monacato budista apunta en esa dirección: construir conjuntamente una forma de convivencia que nos permita, a cada uno individualmente, alcanzar nuestro bien supremo, distribuyendo nuestros recursos y responsabilidades para lograr nuestro fin último: la liberación y la iluminación. 

En este contexto, podemos entender porque la democracia liberal es, en muchos sentidos, atractiva para muchos filósofos budistas contemporáneos (eso, o un paternalismo bonachón—«monárquico» o aristocrático): la democracia liberal, al menos en su formulación normativa más sencilla, pretende crear y proteger un espacio neutralizado de convivencia donde los individuos puedan elegir y seguir sus propios caminos de autorrealización. Por supuesto, en el caso de las democracias liberales, el giro inmanentista resuelve la cuestión en una dirección completamente diferente. Los miembros del monacato budista coinciden en que el camino de autoconocimiento y autotransformación conlleva poner límites, justamente, a los compromisos exclusivamente inmanentistas. 

En este punto cabe recordar que la democracia moderna echa sus raíces en la tradición griega, en contraposición a la tradición judeo-cristiana, cuyo trasfondo es enteramente diferente. Basta comparar a Sócrates con Moisés para notar lo que diferencia a estas tradiciones. Mientras Sócrates exige argumentos, el Dios de Moisés no entiende de razones. La historia occidental se explica, en parte, como una larga y muchas veces travestida confrontación entre sus dos fuentes primarias, nunca enteramente armonizadas: Atenas y Jerusalén. 

Ahora bien, volviendo al budismo tibetano, es interesante notar la afinidad que tiene esta tradición con el conservadurismo estadounidense —y aquí no me estoy refiriendo, como bien explica Leo Strauss en Liberalismo antiguo y moderno, a lo que distingue a un demócrata de un republicano— sino al marco de referencia que tienen en común: la profunda resistencia ante cualquier intento de transformación revolucionaria. Hannah Arendt y Claude Lefort, cada uno a su manera, y más recientemente Charles Taylor, han analizado esta cuestión comparando las tres «revoluciones»: la inglesa (1688), la estadounidense (1776) y la francesa (1789). 

En este sentido, el concepto clave para entender la modernidad, como bien señala Alasdair MacIntyre, es, precisamente, la «revolución». Sea que la expliquemos en el contexto cosmológico-antropológico (la revolución científica), sea que la expliquemos en el marco  epistemológico, como «giro copernicano» hacia el sujeto; sea que la pensemos en términos políticos y socio-económicos, como la invención de la autonomía y otras nociones análogas.  


Sobre la razón moderna y posmoderna 

Taylor ofrece una interpretación elaborada de la modernidad que él denomina «la era secular», una era (la nuestra) en la cual creer en Dios, o cualquier otro principio trascendente, resulta más difícil que hace 500 años, puesto que ni Dios, ni ningún otro principio trascendente justifican de manera hegemónica, o sirven como fundamento de nuestro orden social, ni explican la realidad material que nos envuelve y de la que formamos parte. Eso no significa, necesariamente, nos aclara, que la opción de la trascendencia esté cerrada para nosotros, pero es solo una opción entre otras. 

En ese marco secular, nos dice Taylor, una de las claves de nuestra situación es que vivimos de manera «bifocal». 

  • Por un lado, estamos vinculados a nuestra experiencia a partir de una cierta visión del mundo, cierto trasfondo de significación que consideramos «propio». 
  • Por el otro lado, vivimos «desvinculados», porque sabemos que nuestra manera de aprehender y vivir la realidad es sólo una entre otras muchas, de las que, por cierto, somos muy conscientes, e incluso llegamos a tener hasta cierto punto una experiencia directa. Nuestros vecinos no son peores que nosotros, pese a afirmarse en creencias muy diferentes a las que nosotros profesamos. Incluso nosotros mismos, en nuestro itinerario incesante en la búsqueda de la identidad, puede que hayamos transitado caminos análogos en el pasado o una alternativa posible en el futuro. 

De manera semejante, Leo Strauss en «¿Qué es la educación liberal?», señala que una de las características salientes de la modernidad es que hemos perdido la guía segura y definitiva que significaba ser parte de una tradición. 

Ahora estamos expuestos a la lectura de grandes libros, de autores con grandes mentes, que se contradicen entre sí. Para ello debemos adoptar una doble perspectiva. Por un lado, debemos considerar estos textos como grandes textos de nuestra cultura, o grandes textos de la humanidad. Pero, luego, tenemos que ponernos en una situación paradójica. Nosotros, que somos en todo caso «mentes inferiores», debemos juzgar las contradicciones entre los autores, mediar entre ellas, sacar nuestras propias conclusiones, todo esto a partir del diálogo imaginario que establecemos entre ellos. 

¿Cuál es el problema? Que podemos caer en dos perversiones. 

  • Por un lado, podemos imaginar que somos superiores porque somos más modernos, porque hemos venido después que ellos. 
  • O, por el contrario, podemos creer que nuestro juicio es superior porque somos conscientes de la relatividad de toda posición que pretenda ser integral, la cual, al fin y al cabo, depende de una perspectiva. 
A estas dos conclusiones las llama Strauss «ilusiones simplistas». 

Creo que Taylor estaría de acuerdo enteramente con Strauss en este sentido. Nuestra tradición (nuestro trasfondo de sentido no siempre articulado) nos permite vivir en el mundo y relacionarnos con él de manera directa, vincularnos de manera encarnada. Pero, al mismo tiempo, ese trasfondo (la epistemología moderna y sus tentáculos) contiene un elemento que nos permite y nos exige un cierto distanciamiento, una cierta relativización/desvinculación respecto que se traduce, finalmente, en el hecho de que juzgamos como más profundo a ese relativismo implícito, que a la tradición misma. En esa tensión entre vinculación/desvinculación se encuentra un nudo importante al cual deberemos dar respuesta, asociado políticamente a la tensión entre lo local y lo global, y a las perspectivas particularistas y universalistas. 

Sobre el Choque de civilizaciones y el neoliberalismo 

Me encuentro con un «filósofo cristiano» en su cafetería habitual en Enric Granados, frente al Seminario de Barcelona, donde imparte clases de filosofía política. Conversamos largamente. Me llama la atención acerca de la radicalidad del «particularismo» cristiano. Luego me pregunta de manera perentoria: 

«¿Estás dispuesto a reconocer que el cristianismo es la fuente teológica de la modernidad, que toda nuestra discusión sobre la posmodernidad, la globalización, el multiculturalismo, etc., tiene fuentes teológicas cristianas?» El teólogo Ivan Illich definía esa interpretación con una fórmula: la modernidad no es otra cosa sino «la corrupción de lo mejor»: el cristianismo. 

No le contesto. Continúo observándolo, con una pizca de perplejidad, aunque no asombrado por su obstinación culturalista y su nostalgia por revivir una santa cruzada civilizatoria. Por supuesto, no niego la evidencia de que puede rastrearse un hilo causal que uniría a estos fenómenos hasta formar un rosario de equivalencias para colgarle al cuello a la modernidad en clave eurocéntrica. Pero la afirmación de esta originalidad detrás del mundo actual es, cuanto menos, una distorsión grave y peligrosa. Aquí también podríamos hablar del «mito de los orígenes» (el agua del río serpenteante que atraviesa la llanura tiene su fuente exclusivamente en las altas montañas). 

Lo que hoy parece obvio es que otras tradiciones, como el budismo y otras «cosmovisiones» mundiales, son una alternativa «teológica» para el nuevo orden mundial, y que la lucha por la hegemonía planetaria es, en parte, una confrontación entre estas alternativas teológicas.  

Por supuesto, sería una simplificación atenderse a las filosofías de la historia popularizadas por Fukuyama y Huntington en la década de los noventa para explicar nuestras circunstancias actuales, pero es razonable pensar que las nociones del «fin de la historia» y el «choque de las civilizaciones» apuntan hacia algo crucial en la definición de nuestra época. 

Hace unos años, por ejemplo, podíamos leer el tema de los derechos humanos confrontando estas dos perspectivas. (1) La noción kojeviana del fin de la historia apuntaba precisamente a la idea de que habíamos alcanzado un estadio en la historia de la humanidad en el cual se habían resuelto (o íbamos en camino de resolver) nuestros dos grandes desafíos: 
  • El que concierne al logro de nuestros recursos (el triunfo del capitalismo); y 
  • El que concierne al logro del reconocimiento mutuo (gracias a la hegemonía de la democracia liberal, asociado a la utopía de los derechos humanos, como imaginarios planetarios). 
(2) Huntington, en cambio, señalaba que esa pretensión se topaba con una resistencia mucho mayor de la que estaba dispuesto a reconocer Fukuyama: la matriz de pensamiento occidental estaba siendo desafiada por otras civilizaciones, especialmente, la civilización China y la civilización islámica, que estaban poniendo en cuestión el fundamento mismo de Occidente. 

Sin embargo, como señala Zizek, el problema es que el capitalismo (especialmente en su fase neoliberal) no está asociado a una cultura determinada, no forma parte, ni es inherente a ninguna civilización. Su «universalidad» está vacía de «mundo simbólico-cultural». «Capitalismo» es el mero nombre de “una máquina económica, neutral en términos simbólico-culturales, que opera perfectamente tanto con valores asiáticos como con cualquier otro. 

Sobre el «principio esperanza» 

En este marco, señala Ricardo Forster, hay que leer el pesimismo en el que abrevan autores «anticapitalistas» como Byung-Chul Han o Wolfgang Streeck en contraposición a las formas de resistencia que a comienzos del milenio irrumpieron en América Latina. Dice Forster:

Lo peor siempre puede ocurrir, y en los hechos ya está ocurriendo a nivel planetario y no apenas en los países periféricos, pero eso no supone que no puedan surgir alternativas que busquen caminos de reparación y que se expresen en acciones políticas refundadoras de un horizonte social distinto al que ofrece la desolación neoliberal. 

Si es cierto, como señalan los pesimistas, que —en palabras de Forster— lo que sostiene al neoliberalismo es «la fabricación de individuos que sueñan con una libertad que los sujeta a una nueva fuente de sometimientos y/o a la desolación de lo común, de lo compartido; en definitiva, de la socialización fragmentada y destruida como núcleo de una acción liberadora», entonces, digo yo, tendremos que pensar en qué se encarna hoy la esperanza, la vida más allá de la vida, la liberación, en tiempos como los nuestros en los cuales las culturas se ven inermes ante la ubicuidad de esa máquina que es capaz de asumir, incluso, la máscara de sus más acérrimos enemigos.

En este sentido, más allá del desafío sustantivo que supusieron los populismos latinoamericanos (y más allá de las nostalgias que nutrieron sus gestos —por ejemplo, la lealtad a esa otra revolución, menospreciada por el establishment académico, la Revolución cubana) no dejan de ser una expresión del tiempo pos-revolucionario que vivimos. 

Para algunos, el ethos pos-revolucionario que subyace a estos movimientos populistas los condena a una praxis política que es mero «simulacro». Para otros, entre los que se encuentra el propio Forster, aunque el populismo latinoamericano no promete en modo alguno un «más allá del capitalismo», implica una genuina «revelación» que vuelve a abrirle la puerta al «principio esperanza». 

¿En qué consiste esa revelación? El populismo ha desnudado la contingencia del neoliberalismo, y con ello, ha roto el «efecto ilusorio de su eternización» —dice Forster. 

En este sentido, de manera semejante al modo en el cual los atentados del 11S (las Torres Gemelas derrumbándose a la vista de todos) volvieron caduco el espejismo del «fin de la historia», para dar paso al «fin del siglo americano», los populismos latinoamericanos hicieron patente, nada más y nada menos que en el patio trasero del imperio, que «otro mundo (sigue siendo) posible», pese a las derrotas coyunturales, y el poder aparentemente invencible al que nos enfrentamos. 

EL ANTIPERONISMO

La posibilidad de que "el mundo inferior y terrible", la "gente baja y mala", pueda llegar a mandar, la posibilidad de la "democracia" en el viejo sentido tradicional del término —como gobierno de los libres pobres— no volvió a conocerla Europa [durante mucho tiempo]

Pero la "democracia", el fantasma espectral de la irrupción de los pobres libres en el escenario político, volvió con la crisis de las monarquías absolutas y con el estallido de las revoluciones...

ANTONI DOMÈNECH

El triunfo y la grieta


Alberto y Cristina Fernández ganaron ayer las elecciones presidenciales en Argentina de manera holgada y en primera vuelta (7 u 8 puntos porcentuales de diferencia respecto a su competidor: Mauricio Macri, acompañado del experonista Miguel Pichetto, ahora devenido un antiperonista mayúsculo). En la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, alguna vez la estrella “pop” del oficialismo en retirada, fue derrotada con rotundidad por Axel Kicillof. La herencia que dejan Macri y Vidal a los argentinos es la de un Estado quebrado y ausente que se tradujo socialmente en miseria, pauperización generalizada, inseguridad en alza y “más grieta”. 

Sin embargo, estrictamente hablando, lo que es notable no es la derrota del oficialismo, sino el sustantivo apoyo que recibió de una parte de la ciudadanía la coalición gobernante que reúne a los militantes y simpatizantes PRO, con los radicales conservadores, los neoconservadores de diversos pelajes, y el creciente ultra-tradicionalismo de algunos sectores asociados al fundamentalismo religioso católico o evangélico. 

Los guarismos a estas horas reconocen una masa electoral global del 40% que votó a Macri en las presidenciales, con epicentros en la capital, el interior de la provincia de Buenos Aires y, sobre todo, la provincia de Córdoba. Estos son los datos que hay que analizar. Porque, teniendo en cuenta el fracaso del macrismo en cualquiera de los términos en que se lo considere, y la profundidad del desajuste entre sus promesas de campaña y sus actos ejecutivos, resulta evidente que ha habido muchos ciudadanos que estaban dispuestos a tragarse el sapo y votarlo, pese a las pérdidas reales que ello pudiera significar en términos materiales y simbólicos. 

Las promesas

Se ha hablado mucho de lo bueno, de lo malo y de lo feo de la gestión macrista. Tres elementos suelen analizarse para sintetizar su fracaso basados en las promesas de campaña que llevó a Macri a la Casa Rosada en 2015:

1) “Pobreza 0”

2) Libertad de mercado

3) Transparencia institucional 

Un análisis sosegado demuestra que en las tres categorías el gobierno fracasó en sus objetivos explícitos. 

La campaña expresada en términos de “pobreza 0” fue rápidamente rearticulada, no como proyecto de gobierno, sino como ideal moral de los supuestos hacedores del cambio. Con ello, su base electoral, alimentada por la fobia recalcitrante hacia los “planes sociales”, el “clientelismo”, y el hipotético “choripanerismo” peronista, se vio doblemente frustrada. No solo aumentó la pobreza, y con ello la "estética de la miseria" que tanto asquea al votante macrista, sino que se multiplicaron las violencias y, con ello, los planes sociales dedicados a la contención frente a una economía financiera salvaje que solo podía sostenerse aplicando un mecanismo de subsistencia asistencialista que, en la era macrista, ha alcanzado niveles sin precedentes. 

Algo semejante ocurrió con la bandera de la “libertad de mercado”. Si los votantes de Macri en 2015 exigían furiosos su derecho a comprar dólares para viajar a Punta del Este, Miami o Europa, y hacían del fin del cepo cambiario una suerte de “toma de la Bastilla” para el siglo XXI, hoy, al final del camino, sus bases se encuentran con un cepo cambiario (literalmente) diez veces más estricto de aquel contra el cual se levantaron en armas en el 2015. Por otro lado, al “desorden de la economía” por el cual despotricaban los profesionales del rubro y que el macrismo venía resolver, ha seguido un caos financiero y una catástrofe productiva que ha hecho crecer el desempleo, la sub-ocupación, el hambre, la desnutrición, y la incertidumbre, hasta forzar el reconocimiento de un “estado de emergencia. 

Finalmente, el gobierno de Macri, llamado a ser el gran gobierno de la transparencia, se ha convertido en el campeón de una corrupción sistémica. Más allá de la corrupción endémica que afecta globalmente al sistema político en las democracias actuales, enrevesado con intereses corporativos y mafiosos, el gobierno de Macri puede jactarse de haber sumado a lo usual, la sistematicidad en el uso corporativo del Estado para el provecho privado, además de la pornográfica utilización de la extorsión judicial, las escuchas ilegales, las prisiones preventivas, el escrache mediático, la represión y violencia injustificada, y el saqueo a mansalva de recursos públicos como instrumentos de poder. La corrupción kirchnerista parece un chascarrillo pueril si lo comparamos con el tamaño y diversificación de la corrupción macrista. El macrismo ha convertido en ley la estafa al erario público. 

El antiperonismo: una pasión antidemocrática

Sin embargo, todo esto no hace más que acentuar la sorpresa que supone la excelente performance del macrismo en estas elecciones. ¿Cómo es posible que el 40% de la ciudadanía apoyara a un gobierno tan mediocre y corrupto, con resultados tan pobres, y guarismos tan negativos en todas las áreas de su desempeño? La respuesta es fácil. A Macri no se lo votó por lo que hizo, o por lo que pudiera hacer en el futuro (el grueso de sus votantes reconoce que el presidente no tiene luces y tampoco las tienen quienes habitan el círculo íntimo que lo acompaña. Se lo votó exclusivamente porque representa la única “opción realista” frente al peronismo (y muy especialmente, frente al kirchnerismo). 

Por ese motivo, parece claro que lo que necesitamos explicar es el antiperonismo, cuya más notoria característica es la fobia ciega contra todo aquello que lo define negativamente. Es decir: el objeto al que debemos llevar al "juicio político" es esa patología muy argentina. O, parafraseando a José Pablo Feinmann, esa “persistencia”, esa “obsesión” tan argentina que llamamos “antiperonismo”. 

Suele decirse entre los intelectuales argentinos de cuño liberal o conservador que el problema argentino que debemos resolver es el peronismo. Estos intelectuales se jactan frente a los intelectuales y científicos sociales extranjeros del carácter incomprensible de ese movimiento popular y esa construcción política (esa enfermedad nuestra). Pero el peronismo no es algo misterioso o incomprensible. Todo lo contrario. Es un fenómeno social y político perfectamente identificable históricamente. Los de abajo se rebelan frente a los poderes fácticos, se resisten y luchan, se organizan, elijen sus líderes, conquistan derechos, y recurren a la imaginación para afirmar sus costumbres de clase frente a los ricos que los explotan, los oprimen y los denigran. En la historia del peronismo hay luces y sombras, evidentemente, pero más allá de las circunstancias, el peronismo es, mejor o peor, una expresión de esa lucha popular por mejorar las condiciones de vida, cuestionar la distribución de los recursos, exigir el reconocimiento de la igualdad en la libertad. 

Más difícil es explicar el “odio antiperonista”, aunque es expresión también de un fenómeno universal: la fobia contra los pobres cuando estos se rebelan y pretenden estar en pie de igualdad frente a los ricos y privilegiados. Es en este contexto que encuentra explicación la militancia antiperonista de los “radicales conservadores”, el asco de ciertas clases medias revueltas en sus entrañas ante la posibilidad de un regreso de “la yegua y sus secuaces” — unas clases medias que, paradójicamente, han sido el producto de una movilidad social que manufacturaron las fuerzas políticas que orbitan en los movimientos populares entre los cuales destaca el peronismo.


Liberales, radicales conservadores y anarcocapitalistas

Por consiguiente, el antiperonismo es el verdadero objeto de reflexión que debemos privilegiar en los próximos años. Porque, como explicaba recientemente Thomas Pikketty, el misterio no está en la pobreza en sí misma (el fenómeno, probablemente, más estudiado empíricamente por las ciencias sociales desde su instauración), sino en la riqueza, que hace posible y fabrica pobreza, y que se mantiene sagazmente ajena a la mirada de los investigadores del establishment.

Nāgārjuna (ese gran filósofo dialéctico budista) explicaba hace casi dos milenios que la clave para superar la ignorancia consiste, en primer lugar, en identificar claramente el objeto para ser refutado. Otro filósofo budista, Shantideva, lo ilustraba diciendo que de nada sirve disparar la flecha si no conocemos el blanco al que deseamos dirigirla. En nuestro contexto eso implica que, aunque pasáramos mil años tratando de resolver los problemas sociales y políticos que padecemos, no lograríamos erradicarlos si antes no somos capaces de definir claramente el objeto que hemos de remover. 

En este sentido, y contra lo que repiten liberales y conservadores, la gente bien y la gente no tan bien que llenó las plazas con su "millón del 'Sí, se puede'”, el problema de la Argentina no ha sido en el pasado, no es en el presente, ni será en el futuro el peronismo y los movimientos políticos populares: el problema no son los pobres. 

Tampoco el mal del nuestro país está en la falta de educación, o la supuesta ausencia de “cultura del trabajo” — a la que apuntan los macristas y sus compañeros de viaje: los "radicales conservadores" antialfonsinistas, la derecha ultramontana, o los anarcoliberales de Espert.

En todo caso, el problema ha sido, son y serán, siempre, los ricos, y los "trepas" —esa clase monstruosa— que los admiran y emulan, y los capataces que les sirven. El problema ha sido, es y será siempre el antiperonismo, la educación que manufactura exclusión, y la cultura de la esclavitud y la discriminación. 

El futuro posible

El 10 de diciembre comienza una nueva etapa para la Argentina. Las circunstancias son extremadamente difíciles. La herencia recibida es verdaderamente pesada en esta ocasión. 

Alberto Fernández, Cristina Fernández y el resto del Frente de Todos, además de los aliados que puedan unirse en los próximos meses, tienen ante sí la ocasión, una vez más, de darle la vuelta a la historia, dejando atrás este grave "tropiezo" de cuatro años en los que las clases populares aprendimos a ver desnudos en su crueldad a nuestros antagonistas. 

CHILE: EL FIN DE UNA ILUSIÓN



Alienígenas y comunistas


María Cecilia Morel Montes, la primera dama de Chile, la esposa del presidente Sebastián Piñera, caracterizó a los manifestantes que "invadían" las calles de Santiago como “alienígenas” y “extranjeros”. La prensa internacional de derecha no tuvo reparos en secundar sus dichos, calificando a las masivas protestas en el país andino de “comunistas”, fruto de la actividad subversiva de "países villanos" como Cuba o Venezuela. La estrategia es bien conocida.

La explicación resulta estrambótica y sintomática, especialmente si se conocen los datos de la desigualdad en Chile, un país que ha estado en boca de analistas, periodistas y académicos durante las últimas décadas como ejemplo de lo que tiene para ofrecer un buen programa de austeridad fiscal, y una economía ordenada y obediente a las recetas neoliberales que alientan los organismos multilaterales. 

Hoy, esos acérrimos publicistas del paraíso chileno "descubren" lo que para cualquier persona "decente", libre de prejuicios ideológicos, resultaba una evidencia palpable: que el "paradigma chileno" era una ficción oportunista. Chile es el país más desigual de Latinoamérica, una región - dicho sea de paso - cuyos registros estadísticos demuestran que es la más desigual del planeta. Chile, el ejemplo predilecto de periodistas, profesores y expertos liberales para validar sus recetas de buen gobierno, ocupa el décimo lugar entre los países más desiguales del mundo. ¡No es poca cosa saber esconder semejante realidad detrás de las máscaras del buen hacer!

La herencia pinochetista

Sin embargo, Chile no ha empezado a ser desigual ayer, ni antes de ayer, sino que ha forjado su hipotético éxito económico a través y gracias a esa desigualdad e injusticia social. 

Lo ha hecho blindando las estructuras de poder político para evitar la porosidad institucional que permitiría cuestionar el carácter elitista de su democracia, fundada (recordémoslo) en un régimen dictatorial que supo implementar el primer programa neoliberal integral de la historia. Un programa en cuyo diseño participaron, personalmente, sus más prominentes promotores internacionales: Milton Friedman y Fredrick Hayek, quienes desde el primer momento afirmaron su absoluta preferencia por la libertad de mercado por sobre la igualdad y la fraternidad entre los seres humanos, ignorando la crueldad y la muerte que sus programas de ajuste fiscal y privatizaciones exigían. Hayek decía en una famosa entrevista concedida al diario ultraconservador El mercurio en su visita a Chile de 1981:

Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la mantención de vidas: no a la mantención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas. Por lo tanto, las únicas reglas morales son las que llevan al "cálculo de vidas": la propiedad y el contrato.

Por lo tanto, el descalabro en Chile viene de lejos, y tiene fuentes ideológicas de calado. Frente a ello, sin embargo, la ciudadanía chilena no ha permanecido dócil. Muy por el contrario, la historia reciente ha estado marcada por protestas cívicas de estudiantes y trabajadores, a las que los gobiernos, tanto de centro izquierda, como de derecha, han respondido con una represión asesina. Recordemos que el saldo de la represión de los últimos días es de 18 muertos.  


Lealtad de clase: una izquierda para "los de arriba"

Las declaraciones del expresidente Ricardo Lagos en las últimas horas dan testimonio de la lealtad de clase que inspira a la dirigencia chilena. Pese a las diferencias cosméticas y estratégicas respecto a sus contrincantes electorales, la "izquierda" chilena ha sostenido de manera incuestionada la estructura de explotación que define al país. 

Es cierto, frente al carácter pornográfico de las declaraciones de la primera dama llamando alienígenas a sus conciudadanos, acusando de las revueltas a una supuesta internacional marxista, y reconociendo atemorizada ante el desborde social que tal vez había llegado el momento de "disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás", las de Ricardo Lagos o Michelle Bachelet parecen equilibradas e inteligentes. Pero, bien miradas, son expresiones que apuntan al nudo del problema. 

La clase dirigente chilena, de "izquierda" y de derecha, responde a una lealtad de clase por sobre cualquier formalidad democrática. Las opiniones del presidente Lagos sobre lo que está ocurriendo en su país lo ponen de manifiesto. Sus explicaciones falaces sobre las causas del malestar, y, con ello, la condena implícita e inmisericorde de los manifestantes, desnuda la visión de clase que lo informa. 

De acuerdo con Lagos, Chile ha hecho mucho por los pobres, aunque no haya sido suficiente. Los pobres, para Lagos, son la "alteridad" de Chile, alienígenas o extranjeros que los privilegiados disciplinan y soportan, una amplia mayoría de la población hoy disfrazada de clase media a través de aceitados malabares estadísticos. Porque, más allá de lo que indica el PBI, la pobreza es endémica en el país andino. Afecta a un enorme porcentaje de la población, mientras otro minúsculo porcentaje concentra de manera obscena el grueso de la riqueza. 

En ese sentido, los asesinatos perpetrados por las fuerzas policiales y militares en estos días, y las denuncias de torturas y abusos que no resultan difíciles de imaginar a la luz de lo que hemos visto en las pantallas televisivas, dejan al descubierto la mezquindad y complicidad de la izquierda chilena, que ha co-gobernado y facilitado la gobernanza pinochetista en el país, perpetuando la estructura neocolonial que le ha valido el aplauso del establishment global. 

La posdemocracia europea contra la igualdad

Pero, el terremoto político de Chile no es un hecho aislado en la región. El fracaso estrepitoso del gobierno de Mauricio Macri en Argentina, que ha regresado al país al abismo financiero y a la pauperización masiva de la sociedad; la catástrofe social y política que ha producido el gobierno de Bolsonaro en Brasil, que ha dinamitado las políticas de igualdad implementadas por el gobierno anterior y las políticas de integración regional con sus "trumputeadas misóginas, eco-negacionistas y racistas"; y la fragilidad institucional que hoy aqueja a Ecuador, debido a la traición electoral de su presidente, quien ha impuesto un programa de ajustes y privatizaciones salvaje contra quienes lo condujeron al Palacio de Carondelet; todo esto, sumado a lo que acontece en otras latitudes de la región, marca un nuevo giro con dirección incierta. 


En este escenario, los intereses de Washington parecen estar en entredicho. Su apuesta por las derechas locales para sepultar los proyectos populistas de integración regional parece haber encontrado su límite en la resistencia popular a los salvajes programas de saqueo y desposesión impuestos sin miramientos sobre las ciudadanías.

También la "centro izquierda" europea se encuentra comprometida, para no decir nada de la centro derecha y su parentela extremista. La ambigüedad consistente en sus discursos frente a la emergencia neoconservadora y neoliberal alineada a Washington, so pretexto de ser el mal menor frente al "populismo de izquierdas"; la connivencia en la promoción de programas de ajuste y reendeudamiento impulsados a través de los organismos multilaterales; la intimidad promiscua entre las élites posdemocráticas para imponer un encaje a tono con la propia política interior de la Unión, definida en función de un orden económico y social en el cual la salud se mide en términos de libertad de mercado, en desmedro absoluto de la igualdad y la justicia social, acaba desautorizando (una vez más) cualquier pretensión europea de apego a la democracia y los derechos humanos.

La austera y brutalizada Europa, que hoy se desangra a través de todos sus orificios territoriales debido a los malestares profundos que ha generado con sus políticas de desprecio hacia los intereses populares, y el oportunismo de sus élites regionales que los han traducido en reivindicaciones nacionalistas y xenófobas, había convertido a Chile en su niño mimado en América Latina y su ejemplo publicitario para contraponer a los Maduro, los Kirchner, los Correa y los Lula da Silva, la transparencia de un orden jurídico al servicio de la riqueza. 

Sin embargo, en su explosión de furia, la sociedad chilena ha dejado desnudo al rey y su corte: el problema, finalmente, no era el populismo (en todo caso, un síntoma). El problema es siempre el mismo en nuestra historia de luchas políticas y sociales: la desigualdad, la injusticia social, la desposesión y la explotación de los pueblos, el desprecio a los de abajo. Lo demás son cuentos de ricos, para seguir robándole a los pobres lo que por derecho les corresponde: vivir dignamente. 

DESAFECCIONES Y DISTURBIOS



Desafección I

Se habla mucho de la desafección de una parte de la población catalana respecto a España. No me extraña. Además de la historia de “larga duración”, los sucesivos gobiernos a nivel estatal han creado desconcierto y rabia entre la ciudadanía catalana, no solo en cuestiones relativas al llamado “problema territorial”, sino también en otras cuestiones que afectan de manera inmediata la vida cotidiana de los individuos y los colectivos.


De modo que la combinación de corrupción sistemática (esta vez sí, a nivel estatal y local) e injusticia social (esta vez también, a nivel estatal y local), junto con la narrativa identitaria (que también se asume de un lado y otro del Ebro, pese a sus estéticas opuestas)   han encontrado su "significante vacío". En ese marco, la formación  se ha convertido en una suerte de magma volcánica (fosilizada durante años por la estrategia separatista en la etapa “política” del procés) que en estos días de sobrecalientamiento ha explotado, esparciéndose por el territorio, produciendo ríos de lava de indignación y filtrándose en las "cavernas interiores" de la compleja sociedad catalana.

Desafección II

Menos se habla de las desafecciones que está sufriendo el independentismo frente al resto de la sociedad catalana. Pese a la insistencia comunicacional de los tertulianos locales, Catalunya es cada día más diversa, más plural, más contradictoria. Negarlo, so pretexto de que el reconocimiento de esa diversidad política y cultural sirve a las fuerzas “fascistas de ocupación", resulta doblemente peligroso. Primero, porque acaba extranjerizando a una parte de la población local que no acaba de acomodarse al ideal abstracto de una patria moralmente impoluta y unitaria; y, segundo, porque previene la asunción plena de las propias limitaciones a la hora de diseñar estrategias políticas de futuro. 

Todo esto nos deja atrapados, una vez más, en un voluntarismo mágico que acaba alimentando, en un nuevo ciclo espiralizado, el resentimiento y el moralismo reinante, emergente de las frustraciones que han producido, no solo los muros de piedra que impone la realidad estatal y la geografía política europea, sino también la "falsedad ideológica" que envolvió al mismo procés, con su fatal desenlace gestual, hoy traducido en términos jurídicos en una condena, cuanto menos, controvertida. 

Moralismo y voluntarismo 

En una época aún marcada por el imaginario posmoderno, pese a las exigencias de realismo que nos han impuesto las sucesivas crisis del capitalismo después del fin de la historia, estamos ante una doble encrucijada: (1) superar el moralismo reinante (feo para quien no comulga con la feligresía); y (2) el voluntarismo (que solo puede acentuar el resentimiento, y produce, además, desajustes intestinales). 

Obviamente, el moralismo y el voluntarismo afectan a todos los actores involucrados en el conflicto en el que estamos inmersos. Los unos, ponen el acento en la identidad y el derecho a la autodeterminación como alfa y omega de la justicia; los otros, hacen lo propio con el "orden y progreso" que impone el estado de derecho. Pero ni las ordenadas marchas multitudinarias organizadas por el independentismo oficial, ni las recurrentes referencias a la pulcritud cívica impuesta coercitivamente por un Estado cuyo poder, dicho sea de paso, sigue siendo inexpugnable pese a la dramatización de la protesta, convencen a quienes intentan observar la situación sin dejarse arrastrar por las emociones en curso, hábilmente capitalizadas por unos y otros para pertrecharse ante sus respectivos enemigos. 

Disturbios I

La discusión peregrina sobre la violencia de los manifestantes y la ferocidad represiva de las policías autonómica y nacional es más de lo mismo. Pese al fastidio que producen los tumultos y el impacto visual y emocional que producen automóviles y mobiliario urbano incendiados, pese a la medida ofuscación que producen los golpes de porra, los gestos autoritarios y las cargas concertadas de la policía (con las consecuencias previsibles que todo esto supone), la escenificación de la protesta sigue estando dentro de los parámetros habituales en un clásico futbolístico. 

Ha habido tarjetas amarillas, amenazas de expulsión, pero aún no estamos, ni siquiera frente a la antesala de un conflicto violento en toda regla. El moralismo de unos y otros (defensores solapados de las protestas "subidas de tono", o cultores de la "mano firme") exageran la dimensión del problema al que nos enfrentamos "en la calle". La grandilocuencia es muy latina, y los catalanes, como subgénero, no parecen estar muy alejados en sus "quijotescas" de la análoga pasión castellana. Otra cosa es la evidencia de una catástrofe política en ciernes. 

Disturbios II

Esto se explica cuando uno presta atención a la ausencia absoluta de perspectiva autocrítica reinante en el ala política del procés. No me refiero a hacer públicamente un mea culpa (pretensión absurda cuando en el "mercado electoral" la negociación está aún en marcha). Me refiero a la evidencia que supone volver a tropezar una y otra vez con la misma piedra (pasión humana, si las hay). 

En estos días se ha roto la formalidad rutinaria de la "fabrica independentista" que un hábil funcionariado libertario supo usufructuar para producir "preciosidades de masas" en las ocasiones requeridas. Ahora el procés ha dejado de ser un fenómeno de ingeniería política, para convertirse en un genuino fenómeno de expresión social. Omnium y la ANC se quejan de la falta de timing de los líderes políticos a la hora de conducir la nave, pero son en parte responsables de este traspasamiento político. Hablar de infiltrados y cloacas del Estado no convence. 

Realidad institucional 

Lo cierto es que el liderazgo institucional en estas horas está deshecho ("desfet" es la palabra). El Govern se ha convertido en un florero coronado por una flor mustia, angustiada y vacilante ante las brisas que la envuelven. 

Mientras tanto, en Madrid, en medio del enésimo revuelo electoral en curso, Pedro Sánchez se enfrenta a sí mismo y a la historia, después de haber perdido, quizá irremediablemente, el tren con destino a Finlandia. En la oposición, Pablo Iglesias se mira en el espejo y no se reconoce. Casado, como hemos visto, ha decidido dejarse la barba (tal vez para estar más a tono con el líder de Vox). Y Rivera ("pobre Rivera"), está como al comienzo, desnudo, viajando en la superficie publicitaria de un autobús que va a ninguna parte, haciendo gestos obscenos. 



XENOFOBIA SE ESCRIBE CON X

A muchos argentinos les cuesta hoy reconocerse en la historia del presente. Son como esas señoras y señores que, llegados a cierta edad, se siguen viendo como lo que eran, sin caer en la cuenta que ya no son lo que supieron ser. Sin embargo, un espejo casual, un día cualquiera, descubre el engaño sistemático del botox y el abuso cosmético, dejando al juvenil paralizado ante la evidencia de su decadencia.


Algo de eso está pasando en la cultura argentina. En este caso, quien nos mira del otro lado del espejo es el Papa Francisco, que en las últimas horas, sin pelos en la lengua, nos acusó de «xenófobos» y «racistas». Las palabras del Papa sorprenden, pero la realidad a la que se refiere es de una evidencia palpable. 

Si bien es cierto que una inmensa mayoría de los argentinos siguen comprometidos con los principios de la libertad, la igualdad y la fraternidad, un sector no desdeñable de la ciudadanía se anima, vociferante, como ocurre en otros lugares del mundo en este tiempo aciago que vivimos, a enervar la discusión pública haciendo culpable a los pobres y a los extranjeros de piel oscura de la miseria planificada por los ricos en su habitual tarea de «endeudar y fugar». 

Lo escandaloso para el «tilingo» son los inmigrantes que se curan en «nuestros» hospitales, y los pobres que viven de «nuestros impuestos». No importan las cifras que demuestran, entre otras variables, que una de cada dos niñas y niños argentinas está muy por debajo de la línea de la pobreza; que muchas familias apenas tienen para una comida diaria; que se hayan multiplicado los merenderos para atender el hambre generalizado; que haya vuelto el trueque en los barrios; que la caída del consumo de leche, por ejemplo, se haya duplicado en solo un año (2019), y que el registro sea un 21% menor que en 2016. Las causas profundas de la catástrofe social y el desbarajuste económico no suponen un escándalo para estos argentinos bienpensantes. Para los «Caseros» y «Brandonis» que abundan entre las clases medias lo indignante no es el programa de acumulación de riquezas por desposesión y explotación implementado por el gobierno de Macri, sino los bolivianos, peruanos o paraguayos que se atienden en la sanidad pública o estudian en «nuestras» universidades.

En cada fin de ciclo neoliberal, muchos argentinos recuperan su pasión xenofóbica. Contra el negro, el pobre, el extranjero o la feminazi el indignado vocifera y saca pecho. Él o ella son ejemplos a seguir: trabajadores honestos al que el Estado les roba para darle de comer a las mugrientas y perezosas clases bajas. Después de despachar su dosis de odio, el xenófobo espera, cautivado por su propia voz, el aplauso de los que «verdaderamente cuentan». Pero, ¿quiénes son los que cuentan? Ni más ni menos que aquellos que los explotan, que los empujan a los confines de la pobreza, que los enardecen contra el pobre haciéndoles creer, al mismo tiempo, que si no se espabilan, acabarán pasando al bando de los indeseables. 

Cada vez que las élites perpetran sus tropelías y pauperizan al pueblo, el discurso del odio, gorila y xenófobo, se exacerba para beneficio de los mismos privilegiados que han producido la debacle, quienes, a su vez, contemplan encantados como las clases medias engañadas, víctimas de su persistente anhelo de pertenencia, su «pasión trepa»,  depositan su ira contra los de abajo, garantizándose de este modo la impunidad que necesitan para perpetuar su reinado.  

La xenofobia argentina adopta muchas formas. Hay una xenofobia contra los de afuera (contra el bolita, el peruca y el paragua), pero también hay xenofobias hacia los de adentro (transformados en extranjeros en su propia tierra, debido a su pobreza). Y a esto hay que sumar la mera estigmatización del pobre por ser pobre. De este modo, el pobre, el indígena, el migrante son condenados al submundo de la inhumanidad. 

La discriminación y el desprecio hacia los más vulnerables se justifican con silogismos mentirosos, supuestamente pragmáticos, pretendidamente realistas. Se dice, por ejemplo, que los derechos humanos tienen un carácter condicional, es decir, se pretende que hay momentos excepcionales en los que se justifica la suspensión de dichos derechos. La crisis actual, dicen algunos, justifica que se recorten o suspendan enteramente los derechos constitucionales a extranjeros o pobres extranjerizados. 

Se habla livianamente, explícitamente o con eufemismos, de exterminar a la población sobrante, de extender la persecución policial sobre los desfavorecidos identificados como «criminales naturales».  Se exige una militarización de las calles y un control de sus transeúntes a partir del criterio arbitrario de «la portación de cara» - expresión que pone de manifiesto el carácter racista de la política de seguridad. Se habla del vulnerable como de un patógeno que debe extirparse. Se insiste que el pobre (incluso el niño pobre) es responsable de sus padecimientos. Como contrapartida, se le enseña al privilegiado que su condición es el resultado de una «justicia invisible», un «karma», que, contrariamente a lo que le ocurre a la víctima, cuya incapacidad y pereza existencial lo arroja a la miseria, lo convierte en autor exclusivo de su propia «felicidad». 

La «orientalización» de la sociedad argentina es un signo de la meritocracia y la indiferencia en ascenso que ha conquistado sus imaginarios. La indiferencia se extiende como el agua sobre el cerebro plano que promueve la cultura del mindfulness, y la la desigualdad es registrada de manera imperturbable en el espacio que habilita la posmodernidad contemplativa.

En el marco de estos registros, quien se resiste y protesta es juzgado como perverso y oportunista, y sobre todo de mal gusto. Los movimientos políticos que asumen las banderas de los sectores populares, como hipócritas y corruptos. Los movimientos sociales que asumen la responsabilidad de la crisis, pero no se conforman con cultivar un espíritu caritativo, de irresponsables y extremistas. En cambio, quien castiga arbitrariamente, maltrata con crueldad y mata sin escrúpulos es convertido en héroe de la patria imaginada para pocos. Como señalaba en agosto de 2018 la CORREPI (Coordinadora contra la represión policial e institucional) en Argentina, cada 21 horas una persona es asesinada por las fuerzas de seguridad. Eso supone, de acuerdo con la coordinadora, que las ejecuciones se han convertido en una política de Estado.  

El Papa no ha dudado en apuntar al corazón de esta enfermedad patológica que algunos argentinos sufren de manera crónica, al tiempo que se persignan y hacen ofrendas de luz a la virgencita o al santo budista de turno para que los proteja. Uno puede fingirse honesto y realista cuando abusa verbal y físicamente de una víctima social, cuando se enzarza en una disputa para probar la hipotética indecencia que supone garantizar sus derechos, pero al hacerlo demuestra finalmente que no es otra cosa sino un xenófobo, un racista, un abusador, nada más y nada menos.  El periodismo que azuza y lucra con las expresiones de quienes piden la crucifixión del pobre, del inmigrante, es practicado por los Poncios Pilatos que ilustran historias milenarias. Por eso el Papa no ha dudado en señalar en el Sínodo que en estos días se realiza en tierra latinoamericana, de manera clara y fuerte para que se escuche en Argentina, que en nuestra patria crece otra vez la maldad en su forma más perversa, la del odio hacia los más débiles.

EL ALMA DE LOS ARGENTINOS


En alguna ocasión, el Jefe de Gabinete, Marcos Peña, sostuvo que el objetivo de su gobierno era "el alma de los argentinos". La expresión suscitó críticas y adhesiones. Los propios contrapusieron a la "obsesión" por la heladera, las convicciones. Los ajenos intuyeron lo que ese alegado ponía al descubierto de la política oficialista.  

Desde aquel momento hasta la fecha "han pasado no pocas cosas" en Argentina. El descenso a los confines de las estadísticas mundiales posiciona al gobierno de Macri como el peor de la reciente democracia argentina. No solo por la situación que suscitó en términos absolutos, sino por su significación en términos relativos: en función de la herencia recibida. Hemos dejado atrás las referencias a la "pesada herencia", para recuperar críticamente la llamada "década ganada", para sopesar claros y oscuros, redefinir direcciones y corregir faltas.

Por otro lado, empezamos a tomar consciencia de que el triunfo de Macri en 2015 no fue el exclusivo logro de la derecha argentina revitalizada y modernizada, como nos quiso hacer creer ingenuamente el "periodismo lúcido de la tercera vía" en el 2016, cuando se hablaba del macrismo como de la "nueva derecha". Hoy sabemos que el triunfo macrista fue el efecto acumulado de un conjunto de límites intrínsecos de la economía argentina, combinado con estrategias globales de los poderes "imperiales", en el marco de una guerra geopolítica que tuvo en Latinoamérica uno de sus frentes de batalla. Esa estrategia imperial se encuentra desnudada: inteligencia, medios y judicatura son los actores que hoy reemplazan a la antigua alianza cívico-militar contra el Demos

Ahora bien, la derrota de Mauricio Macri en las urnas, el reconocimiento electoral del rechazo por parte de una amplia mayoría de sus políticas, no implica necesariamente un repliegue de los poderes que condujeron a Macri a la presidencia para llevar a cabo su cruzada “pro-ricos y pro-especuladores” en contra de las grandes mayorías, ni la renuncia de algunos de sus votantes a su épica excluyente. Por el contrario, lo que se espera es forzar a Alberto Fernández a que convierta su gobierno en una etapa (1) de contención de la explosiva situación que vive el país en el terreno social a través de un "nuevo contrato de ciudadanía", aún no definido, y (2) de autocontención en lo que respecta a corregir las políticas que permitieron la desposesión sistemática del pueblo argentino por parte del poder corporativo y financiero. La expresión "ministerio de la venganza" con la cual se amenaza al futuro gobierno denunciando un supuesto espíritu revanchista no tiene otra finalidad que condicionar la revisión de aquellas políticas de saqueo que el macrismo promovió en nombre de sus "amigos". 

El retorno a políticas social-demócratas (u ordo-liberales) no garantiza un futuro de prosperidad si —como proféticamente señaló Marcos Peña en su infame discurso— "el alma de los argentinos" se encuentra efectivamente bajo el imperio del poder pretendidamente "civilizador" que el imaginario macrista fue inoculando en la sociedad argentina, imponiendo gestos, hábitos, modos de comportamiento que condicionan la implementación de políticas genuinamente democráticas y populares. 

Foucault advertía sobre esta cuestión en Vigilar y castigar cuando—tal vez de manera hiperbólica— enfatizaba las "disciplinas" que impone el poder tecnológico que subjetivizan y subyugan al sujeto (político). Para Foucault no es a través (o sobre) el cuerpo que el poder se realiza, tampoco a través (o sobre) la consciencia que impone su dominio. La materialidad sobre la cual recae el poder es el "alma". En este caso, "el alma de los argentinos" donde el macrismo impuso su señorío.

La expresión "alma", sin embargo, puede llevar a malentendidos. Alma no es aquí una entidad metafísica o trascendente, tampoco es una ilusión promovida ideológicamente. Aquí "alma" es una realidad (material) que pesa sobre el cuerpo, o que lo envuelve, o lo posee desde su interior. El alma es como una nevada que cae sobre el mundo imaginado por Oesterheld y Solano Lima en El Eternauta, que envuelve y mata, que cae sobre la sociedad parejamente, pero se experimenta como un aura envolvente sobre los cuerpos y las consciencias de los individuos. El alma es esa realidad material a través de la cual el poder castiga, controla, entrena, supervisa. 

Por consiguiente, la herencia de Macri no debe leerse exclusivamente en términos economicistas, sino también políticos. Como señala la filósofa política Wendy Brown, entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo existe una sinergia histórica que se materializa en los nuevos sujetos nacidos de esta copulación nefasta. Tras la fase economicista, tras las ruinas del neoliberalismo en su expresión tecnocrática, emerge la estrategia moralizante, neoconservadora a través de la cual se pretenden blindar ante la sociedad las ventajas adquiridas en el período de desposesión, inventando chivos expiatorios. En este sentido, es un error interpretar los desafíos que enfrenta el gobierno en ciernes de Alberto Fernández exclusivamente en términos económico-financiero y sociales, entre otras cosas porque, para hacer las transformaciones que esperanzan a los más afectados por esta crisis, se exige un rescate del alma de los argentinos.

En la esfera pública argentina no resulta difícil rastrear el trasfondo ideológico del proyecto político que el macrismo reivindicó, con su peculiar comprensión de lo "civilizado" y lo "bárbaro". Este imaginario reaccionario que anima a una parte importante de la ciudadanía se pone de manifiesto en los gestos, los hábitos, los comportamientos introyectados del nuevo sujeto neoliberal que resiste, pese a toda evidencia, el fracaso de su gobierno. 

El alma del sujeto que habita el planeta macrista, con sus satélites orbitando solapadamente en otros espacios, rutilantes u opacos, comparten una visión del bien en la que se conjugan, por un lado, la asunción del homo œconomicus como paradigma de la humanidad misma y, por el otro, un moralismo excluyente, detrás del cual se atrincheran las minorías privilegiadas y los sectores resentidos de la sociedad que en las "ruinas" que ha dejado tras de sí el neoliberalismo, han aprendido a despreciar las reivindicaciones de los más vulnerables. 

EL MORALISTA EN SU LABERINTO. ESPERT EN CIUDAD GÓTICA


Los neoliberales argentinos a la derecha de Macri han ganado prominencia en la esfera pública de un tiempo a esta parte. Se los ve a menudo en la pantalla chica, se los convida a hacer diagnósticos y pronósticos catastrofistas para beneplácito de la audiencia angustiada y el rating, y se los anima a mostrarse intransigentes y despiadados en sus opiniones. Se los trata como gurús incomprendidos y se respeta sus trinquiñuelas argumentativas como si se tratara de voces oraculares o magos estelares. 

Ahora «los neoliberales a la derecha de Macri» prometen desembarcar en la Ciudad de Buenos Aires con sus pretensiones de sospechosa novedad, después de los míticos 70 años de decadencia que ofrecen como veredicto condenatorio de la sociedad argentina en sus diagnósticos que, según nos dicen, han estado marcados por (1) el autoritarismo que suponen los anhelos de «justicia social» (ese nombre prohibido para los ideólogos del fundamentalismo del mercado) y (2) una política legislativa inquietantemente invasora, ocupada en cuestiones de interés público que van más allá del horizonte de sus funciones, que no serían otras que la de promulgar inocuas abstracciones legales universalistas dirigidas a garantizar la protección de la esfera personal, especialmente en el mercado (la principal víctima del mal populista). 

Los neoliberales son los paladines en la defensa de los individuos frente al insaciable apetito del Estado, la política partidaria y la patria contratista. Esto los define en contraposición a peronistas, kirchneristas, comunistas, chavistas y papistas «ingenuos», o no tan ingenuos, embelesados con la cultura popular, las peregrinaciones con santos al hombro, y las manifestaciones de tinte facistoide o carismáticas, los fetiches de la sociedad, la clase o el pueblo, según sea el caso. 

No hace falta mucho empeño intelectual ni dotes especiales para constatar que estos personajes que conquistan hoy las pantallas televisivas, envalentonados por productores, periodistas y conductores de pantalla, recurriendo a las fórmulas hayekeanas y miltonianas al uso, salpimentadas con las nuevas estrategias mediático-comunicacionales, son copia fiel de los visionarios de la Sociedad Mont Pellerin y tienen antecedentes locales que se remontan varias décadas en nuestro oprobioso pasado. Forman parte de esa tradición venerada entre los privilegiados que supieron articular de manera efectiva los imaginarios que las élites globales, a partir de la década de 1970, impusieron como «sentido común», como «nueva razón del mundo», a fuerza de descalabros financieros, extorsiones y guerras preventivas, o un aceitado entramado organizativo de think thanks, programas de investigación académica, organismos no gubernamentales, organizaciones internacionales y una agresiva agenda mediática para conquistar el corazón de los electores desorientados y resentidos. 

A la arrogancia calculada y la pretensión de profundidad de los adalides antipolíticos y antisociales que, primero, se presentaron como alternativa al macrismo y ahora se apañan para volver a su primera y última trinchera, la que defiende heróicamente el incomprendido Rodríguez Larreta, hay que sumar la teatralizada interpretación de sus papeles como enfants terribles en el debate público. Esa teatralización sirve para enmascarar su auténtica estrategia argumentativa que consiste en atacar, por un lado, cualquier agenda constructiva de la política, recurriendo a las acusaciones ad hominem y la caricaturización (cuando no ridiculización) de sus oponentes, basadas en groseras tergiversaciones históricas y teóricas; y por el otro, el vilipendio que exhiben ante cualquier discurso que haga referencia a la «justicia social» al que tildan como mera expresión de «imbecilidad» o, peor aún, «totalitarismo» (Milei, Espert dixit).

Estas dos estrategias se consolidan para facilitar la agenda de «protección de la esfera personal» supuestamente amenazada por las ambiciones desbordadas de las hordas socialistas, comunistas, chavistas y kirchneristas que, nos dicen, «quieren robarte lo que te pertenece» utilizando el Estado, la política, los derechos humanos, el discurso de la igualdad, el feminismo, y la pobreza, para estafarte. Sin embargo, lo que hay detrás de esta obsesión por la defensa del individuo frente al cuco socializante es el empeño por ampliar la esfera de lo privado más allá de todo límite justificable, con el fin de bloquear cualquier iniciativa democrática inspirada en los principios de la igualdad y la fraternidad, o promulgada para proteger a la sociedad misma de los excesos de un «mercado» en el cual los grandes y poderosos especuladores son protegidos en nombre de la «libertad», en desmedro de la vida y dignidad de las grandes mayorías, quienes padecen sistemáticamente la destrucción de sus «esferas personales y familiares».

En las últimas horas, Rodriguez Larreta ha conseguido unir fuerzas con los neoliberales de fuste en la ciudad de Buenos Aires para contener la creciente amenaza del candidato del Frente de Todos que le juega la partida: Matías Lammens. El acuerdo no es contra natura, como algunos quieren hacernos creer. Entre Macri, y tipos como Espert o Milei hay más coincidencias ideológicas de las que estos últimos estarían dispuestos a reconocer. Sin embargo, como ocurre con el hemisferio izquierdo, también en el hemisferio derecho hay rencillas y una geografía política compleja y disputada. Como el marxismo (o el peronismo), la derecha neoliberal y neoconservadora, no es un bloque homogéneo sino que se dice de muchas maneras, como el ser de Aristóteles. Se trata más bien de un mosaico de propuestas teóricas diversas y opciones estratégicas en pugna que, sin embargo, tienen algo más que un «aire de familia», porque además saben guardar las formas cuando es conveniente y fructífero para sus intereses de clase. 

De este modo, después del estrepitoso fracaso de Macri, empezamos a vislumbrar de qué material estará hecha la oposición al gobierno de Alberto Fernández que lentamente comienza a dibujarse ante nuestros ojos. La pasión neoliberal y neoconservadora, pese al fracaso de Macri, sigue estando vivita y coleando en la Argentina. Ninguna catástrofe que pueda achacársele a este bloque de poder apagará esta persistente obsesión argentina que, como ocurre con el peronismo, forma parte de nuestro ADN, y como el peronismo también, puede ser acusada sin exageración alguna de ser responsable de los últimos 70 años de hipotética «decadencia argentina».



DOS CITAS SOBRE LA GRIETA Y EL SHOPPING.

Como dice la escritora argentina Mónica Peralta Ramos:

«El miedo a los de abajo tampoco es algo nuevo. Por sus poros circula el sudor de una grieta que arranca en los orígenes de la República. Desde un inicio nuestro país se ha visto dividido por una lucha sin cuartel entre los pocos que tienen mucho y los muchos que nada tienen. Estas luchas nunca fueron saldadas y sus turbulencias impregnaron la visión del mundo y de la historia que emanó de los intelectuales que durante mucho tiempo hegemonizaron el discurso de la República. Así, por ejemplo, ese miedo se filtra en el asombro de Juan Bautista Alberdi al conocer a San Martín en 1843 en Francia y darse cuenta de que “no era un indio, como tantas veces me lo habían pintado. No es más que un hombre de color moreno”. El miedo irrumpe descontrolado en la ira de Sarmiento contra los gauchos, esa “chusma de haraganes… incivil, bárbara y ruda” contra la que “no hay que economizar sangre (que) es lo único que tienen de humanos”. (Carta del director de la guerra de policía, Domingo F. Sarmiento, al presidente Bartolomé Mitre, 20 de septiembre de 1861). También aparece en su apelación al exterminio de los indios “porque son incapaces de progreso. Se los debe exterminar sin siquiera perdonar al pequeño que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” (El Nacional, 25 noviembre 1876)»

Por su parte, dice David Harvey en Espacios de Esperanza:

«Como remarca Benjamin en su libro sobre los pasajes parisinos del siglo XIX, todo el entorno parece diseñado para inducir el nirvana en vez de la consciencia crítica. Y muchas otras instituciones culturales - los museos, y los centros patrimoniales, las arenas de espectáculo, las exhibiciones y los festivales - parecen tener como propósito el cultivo de la nostalgia, la producción de la desinfección de la memoria colectiva, el cultivo de sensibilidades estéticamente críticas, y la absorción de posibilidades futuras en una arena no conflictiva que está eternamente presente. Los continuos espectáculos de mercancía cultural, incluida la mercantilización del espectáculo mismo, funciona como un molde para la actitud hastiada (la fuente de toda indiferencia) que, como hace mucho señaló Simmel, es la respuesta al excesivo estímulo de la configuración urbana. Las múltiples utopias degeneradas que hoy nos rodean - el shopping y las utopías «burguesas» comercializadas de los suburbios son paradigmáticas - son tanto una señal del fin de la historia como el colapso del muro de Berlín. Instancias de aceptación, en vez de crítica, de la idea de que «no hay alternativa», excepto la que nos ofrecen conjuntamente las fantasías tecnológicas, la cultura mercantilizada, y la interminable acumulación de capital.»

De este modo, combinando las citas de Peralta Ramos y de Harvey podemos caracterizar ese «otro lado» de la grieta que, pese a sus odas al diálogo, hoy furiosamente vocifera contra la democracia misma (ahora culpable de todos nuestros males); ese otro lado de la grieta en el que se expresa impunemente el odio al pobre y el deseo de apropiación; ese otro lado de la grieta que justifica las prácticas sistemáticas de exclusión, y aplaude la angurria desbocada. 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...