LA MEDITACIÓN BUDISTA. PROMESAS Y LÍMITES

Introducción

Algunas amigas y amigos me pidieron que los introdujera a la práctica meditativa. Con ese propósito en mente organizamos un curso inicial a través de una plataforma digital. Se trata de ofrecer algunas explicaciones generales sobre (1) los propósitos y (2) la metodología meditativa desde la perspectiva budista, e (3) ilustrarlos con unos ejercicios meditativos sencillos que sirvan como ejemplo de la práctica. Todo esto sin olvidar el contexto en el que estamos inmersos.

En la década de 1990 me dediqué de manera concertada y exclusiva al estudio y a la práctica meditativa. Tuve la fortuna de vivir en Asia, ordenarme como monje, conocer y recibir instrucciones directas de grandes maestros, y pasar largas temporadas realizando retiros solitarios en cabañas y ermitas. A finales de aquella década, uno de mis maestros me pidió que sirviera como instructor en algunos de sus centros. De este modo inicié mi tarea (esporádica) de docente en este rubro de las prácticas meditativas.

Sin embargo, pronto caí en la cuenta de las limitaciones que tienen, en general, las enseñanzas budistas impartidas en Occidente y, ahora, en las sociedades subalternas como las latinoamericanas. Las limitaciones, como no puede ser de otro modo, están relacionadas con presupuestos ideológicos de las sociedades liberales contemporáneas que, en buena medida, distorsionan nuestra comprensión del mensaje del Buda. 


Es, en este contexto, en el cual quisiera explicar las razones por las que accedí a organizar el presente curso.

Son dos:

(1) En primer lugar, porque creo que, efectivamente, la práctica de meditación, especialmente en su versión budista, puede aportar algo interesante a la cultura occidental contemporánea. La filosofía y la práctica meditativa budista ofrece un punto de vista desde el cual, tal vez, sea posible reinterpretar algunas de las paradojas en las que parecemos sistemáticamente atascados. Por ejemplo, creo que la filosofía de Nāgārjuna, como expliqué brevemente en mi entrada anterior en este blog, puede echar luz sobre los debates sobre el realismo y el antirrealismo que hoy vuelven a estar de moda en nuestra cultura filosófica contemporánea.

Por otro lado, estoy convencido que es factible que, abriéndole la ventana a la filosofía budista, entre una brisa de aire fresco a nuestros debates que nos permita redefinirlos y, habiéndolo hecho, podamos encontrar respuestas nuevas a viejos problemas. Esto mismo, por supuesto, lo creo respecto a otras filosofías mundiales, y por ello defiendo que debemos cultivar una filosofía intercultural que nos ayude a trascender el eurocentrismo rampante en el que aún estamos inmersos.

Finalmente, la práctica meditativa puede ayudarnos a recuperar la dimensión contemplativa que la filosofía occidental (erudita y académica) parece haber perdido, convirtiéndose por ello (en ocasiones) en un artefacto con limitada capacidad transformadora. 

(2) En segundo lugar, porque en los últimos años, especialmente en América Latina, he constatado el crecimiento de una «espiritualidad materialista» que ofrece un sustituto aparentemente modernizado de la genuina práctica meditativa, pero que consigue lo opuesto a lo que el budismo propicia. 

El resultado es un enroque de muchos budistas en versiones religiosas fundamentalistas, o la trivialización oportunista.

Los centros espirituales y los «servicios de bienestar» se multiplican en nuestra geografía. Con ello, se multiplica la despolitización, el fenómeno de «huida del mundo» y, a la par, crece el temor al otro, el fanatismo, la exclusión de lo que se considera tóxico y la cerrazón.

En este marco, parece que existe una distancia insalvable entre (1) los ideales promovidos por el Buda de una ética personal que comienza invitándonos a poner coto a nuestras acciones dañinas, continúa con el cultivo de la virtud y acaba con la asunción de una actitud de «responsabilidad universal», y (2) el afán inconfesado de los usuarios de los servicios espirituales de lograr a través de las prácticas que se les ofrece, estrategias y nuevas tecnologías de la subjetividad que les permita conquistar nuevas fronteras de bienestar, exclusividad y felicidad.

La apropiación de un «budismo global» corporativa y hollywoodense, propiciada, en ocasiones, por los mismos líderes espirituales, acaba secuestrando el mensaje del Buda, convirtiéndolo en un conjunto de herramientas o tecnologías al servicio de la felicidad personal que acaban socavando las esperanzas de cambios sustantivos en la sociedad. El budismo se convierte de este modo en un aliado de las fuerzas conservadores y libertarias, y no el motor de una transformación responsable de un sistema que está dando muestras evidentes de agotamiento.

El contexto

Ahora bien, siempre he pensado que la redacción de los Diálogos platónicos, por ejemplo, o de los Suttas en los que se recuerdan las intervenciones de Gotama Buda, no es casual. En estos clásicos, lo primero que encontramos, siempre, es una referencia al lugar y al momento en el cual esos diálogos o enseñanzas ocurrieron. En cierta ocasión, en un lugar determinado, Buda o Sócrates, dijeron tal o cual cosa, a tales o cuales personas, en tales o cuales circunstancias. Por esa razón, comenzaré aquí con una breve referencia sobre el lugar y el momento en que escribo estas páginas. Esto permitirá que las afirmaciones vertidas en este texto puedan ser posteriormente interpretadas como fruto de un contexto específico, y no como afirmaciones absolutas.

Vivimos un momento excepcional. No por la pandemia en sí misma, que ha habido otras, incluso más brutales en términos comparativos si la medimos en función de las víctimas mortales que ha producido, sino por su extensión y alcance. 

Efectivamente, estamos ante un fenómeno planetario. El Covid-19 y la respuesta que hemos dado al contagio nos afecta a todos de un modo u otro. En los últimos meses son miles de millones los que han debido restringir sus movimientos y adecuar sus vidas a un confinamiento obligado con el fin de detener la transmisión del virus. 

Esto ha afectado el funcionamiento ordinario de nuestras actividades, ha puesto en cuarentena a la economía, jaqueado el orden institucional en muchos países, y profundizado los problemas estructurales que ya teníamos.

En algunos lugares, como en Europa, desde donde escribo, hemos comenzado el proceso de desconfinamiento después de una catástrofe que ha causado la muerte de cientos de miles de personas.

En otros sitios, como América Latina, aún nos encontramos en pleno proceso de ascenso de la curva de contagios.

En Asia, donde la crisis sanitaria se inició, la situación es más compleja. En algunos lugares, los temores giran ahora en torno  a los hipotéticos rebrotes que empiezan a asomarse amenazantes. En otros es la escalada de los contagios y las muertes que van en aumento. Sea cual sea la situación en la que nos encontremos, la experiencia general es la de una enorme incertidumbre y malestar. Incertidumbre producida porque no sabemos exactamente qué ha pasado, qué está pasando y qué podemos esperar.


A esta incertidumbre sanitaria, se suma la creciente experiencia de temor por parte de las ciudadanías de que la pandemia sea utilizada por las élites corporativas y estatales para avanzar agendas regresivas contra la población en términos de derechos.

Ahora bien, esta incertidumbre no es nueva. El mundo «prepandémico» no era el paraíso.

El temor a la guerra y a la violencia era ya una preocupación extendida en la población. No solo debido a la creciente polaridad geopolítica, sino también por el ascenso aparentemente irrefrenable de los fundamentalismos, el racismo, los populismos neofascistas, los nacionalismos excluyentes, en el marco de una  creciente aceleración que impuesta por el capitalismo financiero en todas las esferas de nuestra vida, y la violencia en la que se traduce esta aceleración desbocada, que es respondida con un aumento exponencial de la vigilancia estatal-corporativa, represión y militarización del espacio público.

Por otro lado, la inestabilidad económica y financiera es sistémica, como son sistémicas la precarización laboral y la exclusión. La brecha entre ricos y pobres es cada vez más abismal.


Finalmente, el deterioro medioambiental es cada vez más evidente. Los negacionistas del cambio climático tienen cada vez más difícil la tarea de convencernos de que el capitalismo no produce efectos nocivos en nuestro entorno natural. La incertidumbre respecto a la viabilidad misma de nuestra supervivencia como especie en el planeta no surgió con la pandemia.

En todos estos sentidos, las preocupaciones y las incertidumbres van en ascenso. 


Todo esto para recordarnos a nosotros mismos que la pandemia, pese a su excepcionalidad y su espectacularidad, no vino a sumar algo radicalmente nuevo, sino, simplemente, a poner en evidencia nuestra vulnerabilidad, y obligarnos a enfrentar nuestra incertidumbre.

La meditación como «materialismo espiritual»

En este marco vamos a hablar de la meditación.

Sin embargo, como pueden imaginar en vista a lo dicho hasta aquí, mi manera de abordar el tema difiere en algunos aspectos de las presentaciones habituales. A mi entender, el «discurso oficial» en este campo ha contribuido de manera sustantiva a una comprensión errónea, muy extendida, de todo el asunto.

Ahora bien, mi intención no es aportar algo nuevo.

Para aquellos que tienen alguna experiencia meditativa, o están en contacto con centros de meditación, o han escuchado a docentes profesionales en estas materias, es posible que algunas de las cosas que explique en estas páginas les resulten convincentes, pero consideren ciertos énfasis como exagerados. Lo que quisiera que supieran, en este caso, es que mi intención no es ofrecer una lectura o interpretación novedosa de la meditación. Todo lo contrario. Lo que pretendo con mis objeciones a ciertas presentaciones de la meditación es evitar algunos efectos colaterales que he detectado profusamente entre algunos practicantes. Para ello, me enfocaré primero en algunas formulaciones que utilizan nuestros propios prejuicios ideológicos para publicitarse, pero que, al hacerlo, acaban pervirtiendo inadvertidamente el sentido último de las enseñanzas de Buda.

Para explicar lo que quiero decir me centraré en tres supuestos que, según mi entender, pese a las buenas intenciones de quienes los promocionan, tienden a ser contraproducentes, hasta el punto de convertir a la meditación en lo opuesto de lo que debería ser.

Supuesto 1: «Cambiar el mundo es cambiar nuestra mente»

Se trata de un lugar común, repetido hasta el hartazgo por los adeptos a las prácticas meditativas, especialmente cuando emprendemos la tarea publicitaria (evangelizadora) de vender nuestro producto. Para cambiar el mundo, decimos, hemos de cambiar nuestra mente y nuestro corazón. 


Evidentemente, llevamos parte de razón cuando decimos esto. Pero, el problema con esta afirmación surge cuando se convierte en un dispositivo ideológico. Porque, aunque es cierto que tenemos que cambiar nuestra mente, eso no significa que, al hacerlo, cambiaremos el mundo. La meditación tiene una utilidad limitada en este sentido.

La razón es sencilla. Vivir en el mundo significa estar inserto en una red de relaciones sociales, y eso significa, estar obligados a realizar ciertas prácticas sociales y responder a específicas demandas institucionales que funcionan sobre la base de una lógica muy diferente a la que cultivamos en nuestra práctica meditativa. A menos que decidamos vivir en un claustro, como hacen los monjes (e incluso en este caso), el mundo convencional de nuestros centros de meditación y nuestros monasterios, y el mundo convencional de nuestras prácticas sociales e instituciones, están en contradicción.

Eso significa que, una y otra vez, nos vemos ante la encrucijada moral que supone que nuestras visiones del bien, nuestras opciones éticas, no se acomodan o incluso son impedidas por el normal funcionamiento de nuestras prácticas sociales y nuestras instituciones. En nuestra práctica cotidiana, por ejemplo, nos prometemos a nosotros mismos no tratar a otros individuos como medios, sino siempre como fines, pero en nuestra empresa, reducimos los costos laborales de nuestros empleados para ser más competitivos. En nuestra práctica cotidiana nos prometemos a nosotros mismos cultivar la ecuanimidad, el amor, la compasión y el regocijo ante la felicidad de los otros, pero en nuestra vida social reina la arbitrariedad, el oportunismo, la evasión de nuestras responsabilidades ciudadanas, la competencia y la explotación directa o indirecta de quienes están por debajo de nosotros en la escalera social.


Creer que la meditación, o cualquier otra práctica espiritual, como el yoga u otras prácticas contemplativas son suficientes es muy empobrecedor. Creer que esas prácticas espirituales pueden resolver por sí solas las contradicciones inherentes del sistema, un signo de ignorancia. 

El resultado de adoptar una perspectiva semejante está a la luz de todos. Cuando entramos en un centro budista, o hablamos con un profesor de yoga, lo primero que nos llama la atención, en general, es que parecen vivir en una realidad paralela, como si sus centros budistas o sus prácticas de yoga estuvieran desconectadas de la realidad sociopolítica y económica en la que están inmersos.

El problema es que, tarde o temprano, el mundo toca a la puerta de tu refugio espiritual y te pide explicaciones. A veces, ese encuentro con el mundo es brutal. En otros momentos, la brutalidad se manifiesta como una forma de hipocresía, de cinismo. Seguimos practicando la ecuanimidad y el amor, la serenidad y el yoga de la vacuidad, pero utilizamos la práctica para lavarnos las manos, justificándonos a nosotros mismos, pensando: «Si no lo hago yo, lo hará otra persona», y dejamos las cosas como están. He escuchado a muchos budistas que viven de rentas extraordinarias hablar de la pobreza y la desigualdad como hechos consumados que no pueden cambiarse, ni merecen nuestro tiempo y esfuerzo para cambiarse.

Por lo tanto, el primer punto consiste en recuperar una perspectiva humilde respecto a la meditación. 


Por eso suelo plantearles a mis estudiantes lo siguiente: imaginemos que todos los niños del mundo aprendieran a meditar. ¿Garantizaría esto la justicia en el mundo? Si esa meditación, esa práctica de yoga, o cualquier otra práctica religiosa o espiritual está desprovista de una formación crítica y un activismo cívico y político comprometido como trasfondo, lo más probable es que acabe siendo parte del mecanismo de naturalización de las injusticias, legitimando las desigualdades, enquistando el desprecio hacia aquellos que no forman parte de nuestro mundo «exquisito» de cultivada sensibilidad.

Esto no es baladí, vemos las consecuencias de actitudes análogas en las sociedades premodernas en las que han convivido las mayores aspiraciones espirituales con las más denigrantes formas de explotación y discriminación social, pero también entre quienes practican la meditación u otras prácticas espirituales actualmente. 


Entre los cultores del mindfulness, por ejemplo, especialmente en el mundo corporativo, esta actitud es generalizada. La práctica meditativa es una plataforma al servicio de la meritocracia y la explotación inescrupulosa, o una herramienta para cultivar una falsa consciencia.  

En India, para poner otro ejemplo, un país en el que el yoga es una disciplina nacional que se imparte sistemáticamente en todas las escuelas, que el propio Primer Ministro Modi publicita de manera activa, el yoga se ha convertido en un artefacto de identidad cultural que sirve para justificar, promover y profundizar la xenofobia, el chauvinismo y la miseria.

No lo olvidemos, de la misma manera que la educación liberal, la educación en las artes y las letras, no solo no ha servido para detener guerras, campos de exterminio, conquista y explotación. En ocasiones ha servido como marcador para justificar lo contrario: la opresión de unas clases por otras en vista a su supuesta superioridad moral y estética. 


En síntesis, la educación espiritual y la meditación, por sí mismas, no garantizan una sociedad más justa e igualitaria para todas y todos. Necesitamos mucho más.

Supuesto 2: «La verdad está en nuestro interior»


El segundo supuesto, que acompaña al anterior, es que la verdad está en nuestro interior. Lo cual implica, para empezar, que existe algo que denominamos «interioridad» que tiene una suerte de privilegio epistémico respecto a nuestra experiencia del mundo con los otros. En este caso, la meditación nos ofrece la oportunidad de descubrir nuestra verdad más profunda, porque la verdad de lo que somos, desde esta perspectiva, está en lo más profundo de nosotros mismos. Desde este punto de vista, el mandato consiste en redirigir nuestra atención hacia adentro, donde están nuestros verdaderos tesoros.

Supongo que mi rechazo a este segundo supuesto es más difícil de justificar, especialmente para quienes no han meditado nunca. Y entre quienes meditan habitualmente, la manera en que formularé mi rechazo puede resultar chocante. Lo cierto es que, en mi propia investigación de este hipotético mundo interior, he llegado a la siguiente conclusión: nuestra interioridad es un fetiche, una ilusión, que nuestras sociedades contemporáneas han llevado al paroxismo.

Estamos convencidos, nosotros, los modernos, que en nuestro interior encontraremos nuestra auténtica identidad. Adoramos la originalidad que emerge de ese pozo profundo que llamamos la consciencia. Adoramos los escenarios interiores que nos permiten poner en cuarentena la amenazante exterioridad del mundo con su eficacia rotunda. Adoramos todo aquello que promete ser expresión y representación genuina de nosotros mismos.

En esta línea debemos entender el lugar privilegiado que hemos concedido a los sentimientos, las emociones y los artilugios imaginativos que manufacturamos, dotándolos de una autoridad epistémica privilegiada. Decimos: «no importa si es verdad o si es mentira (esto o aquello), lo que importa es lo que siento». Y con esto, lo que pretendemos es que nuestros sentimientos tengan prioridad absoluta por sobre la realidad efectiva.

Por consiguiente, mi veredicto es que la interioridad (al menos como esta es representada habitualmente por muchos divulgadores de la práctica meditativa budista) no existe, es un mito. O, si esto nos parece excesivo, podemos formularlo del siguiente modo: nuestra tarea consiste en liberarnos justamente del autoritarismo de esa interioridad. Lo que sostengo es que estamos cautivos por nuestras emociones y nuestra ignorancia. Por lo tanto, nuestra tarea, como meditadores, contrariamente a lo que muchos parecen sugerir, es deslegitimar la hipotética autoridad de esos fenómenos interiores.

Supuesto 3: «El propósito de la meditación es el logro de la felicidad»

Finalmente, se dice que la meditación tiene por objetivo lograr una «genuina felicidad». Esta afirmación puede interpretarse correctamente cuando contraponemos a esta «felicidad genuina» las felicidades mundanas, en las que hemos puesto tantas esperanzas, pese a sus recurrentes «traiciones».

Sin embargo, la idea misma de que las enseñanzas del Buda tengan por objetivo la felicidad (aunque sea calificada como genuina) acaba siendo problemático, y da lugar a incontables malentendidos que acaban potenciando el materialismo espiritual y el nihilismo concomitante.

Hay maestros de meditación que incluso coquetean con las corrientes de la «psicología positiva» o la «industria de la felicidad» sin medir las consecuencias de una aproximación semejante. Por ese motivo, me inclino por una formulación más radical: el budismo, la meditación budista, no tiene en modo alguno, como objetivo central, la felicidad.

El budismo nos propone que nos liberemos de nuestra «obsesión por la felicidad», que dejemos de estar atrapados en esta obsesión egocéntrica que acaba obnubilándonos y apostemos a trascender esta perspectiva.

Puede que la meditación, en ocasiones, nos produzca estados de éxtasis, pero esa no es la cuestión, y como dice un buen amigo polaco, esos estados de éxtasis, en general, están sobrevaluados, como el sexo o el éxito profesional.

Lo importante es que la felicidad no sea el criterio exclusivo y prioritario de nuestro modo de estar en el mundo. Hay cosas definitivamente más importantes:

1) Por ejemplo: terminar con la violencia, la opresión y la explotación sistémica. Definitivamente, eso es mucho más importante que nuestra felicidad personal.


2) Lo mismo podemos decir de la desigualdad lacerante. Luchar por un mundo más igualitario es muchísimo más importante que lograr nuestra felicidad personal.

3) Finalmente, la destrucción de nuestros entornos naturales, que afectan especialmente a las poblaciones más vulnerables, debe tener prioridad por sobre nuestras experiencias de felicidad personal.

Conclusión

Por consiguiente, si realmente estamos comprometidos con las transformaciones que necesitamos hacer para promover una cultura de la paz, igualitaria, y respetuosa con el medioambiente, necesitamos reconocer que (1) la meditación (las prácticas espirituales, en general) no solo no son suficientes para llevar a cabo esta transformación, sino que pueden convertirse en un obstáculo en toda regla para ello. Por ese motivo, debemos acompañarla, e incluso fundarla, en un activismo político que aliente nuevas prácticas sociales y nuevas formas institucionales. Esto significa profundizar nuestro compromiso ético y político fundamental.

Por otro lado, (2) necesitamos desautorizar nuestra injustificada pretensión de que «la verdad» de lo que somos, y mucho acerca de la realidad misma, la encontraremos en un hipotético «mundo interior», independientemente de nuestras relaciones personales, sociales y naturales. Esto significa profundizar en nuestra comprensión última de lo que somos: seres interdependientes, y no entidades autosuficientes, dotados de una esencia inherente que nos define.

Finalmente, (3) necesitamos renunciar a la creencia de que nuestras acciones (incluida la acción de meditar) tienen que tener como objetivo prioritario el logro de la felicidad personal. Nuestra obsesión ubicua por ser felices es siempre contraproducente, porque nos encierra dentro de nosotros mismos y convierte nuestra vida en una búsqueda incesante de satisfacción material o espiritual. En este marco, atender prioritariamente a las necesidades y sufrimientos de los otros es la mejor estrategia (para llamarla de algún modo) para poner límites a nuestra obsesión caprichosa por darle a nuestro pequeño yo un lugar preferente en el mundo, dirigiendo nuestra atención hacia la trascendencia. En este caso, la forma más sencilla de caracterizar eso que llamamos «trascendencia» consiste en afirmar en nuestras vidas la prioridad absoluta del otro.  

EL NUEVO REALISMO Y LA DIALÉCTICA DE AYRA NĀGĀRJUNA


I

Una de las fortunas que tuve en la vida fue vivir en India durante casi diez años. Allí me encontré con las enseñanzas budistas, me ordené como monje y estudié los clásicos del pensamiento indio, Nāgārjuna y Shantideva, a través de los ojos de quien yo considero su más importante intérprete tibetano, Lama Tsong-khapa.

En estos días se está discutiendo con cierta insistencia el tema del «nuevo realismo» en el cual se asocian, quizá de manera apurada, autores tan diversos como Charles Taylor, Hubert Dreyfus, Gabriel Markus o Quentin Meillassoux. 


Todos estos autores proponen (1) un regreso a algún tipo de realismo robusto que nos libere de un tipo de cautividad impuesta por la tradición epistemológica «de Descartes a Rorty», como dicen Dreyfus y Taylor, pero también, (2) la superación del trasfondo tácito que es la base sobre la cual se articulan nuestras prácticas sociales y nuestras instituciones contemporáneas. 

Aunque la tradición posmoderna, en todas sus formas, se presentó como un movimiento aparentemente «anti-epistemológico», fue en realidad la versión opresiva de la libertad promovida por la deriva anarquizante de pensadores como Foucault que, tal vez de manera involuntaria, como plantea Nancy Fraser en su Fortunas del feminismo, acabó convirtiéndose en el compañero de viaje del neoliberalismo. De este modo, el posmodernismo cultural y el capitalismo neoliberal, como señaló tempranamente David Harvey en The Condition of Postmodernity, se abrazaron para dar forma al mundo que hoy se encuentra en crisis. 

II

En esta nota traigo a colación algunas estrategias que Arya Nāgārjuna articuló en sus obras, especialmente su Mūlamadhyamakakārika (Tratado del Camino Medio) con el propósito de tender una mano a los nuevos realistas utilizando un tipo de argumentación que puede resultar sugerente, con el fin de evitar una tentación habitual entre algunos de quienes se suben al nuevo carro del realismo, que consiste en convertir la respuesta al posmodernismo en una nueva forma de conservadurismo. 

O, para decirlo a la manera de Clifford Geertz en la época en la cual la fiebre posmoderna aún afectaba nuestra racionalidad: de lo que se trata no es simplemente de articular una anti-epistemología, sino más bien, la de ofrecer una respuesta «anti-anti-epistemológica».

En este marco, apunto algunas ideas que se desprenden de la posición de Nāgārjuna. En mi interpretación, el filósofo indio está lejos de poder ser asociado al nihilismo, como sugieren algunos autores budistas e intérpretes occidentales. En mi caso, lo asocio a un tipo de realismo robusto, «comunitarista», pero también «pluralista» - de allí su gracia - que puede asistirnos en las reflexiones que estamos desplegando. 

Enumero: 

1) Nāgārjuna y sus seguidores sostienen que todos los fenómenos condicionados (finitos) surgen en dependencia de causas y condiciones. Entienden la causalidad de manera amplia. No solo piensan (a) en el modo en el cual son producidos los fenómenos impermanentes; sino también (b) en la dependencia «mereológica», es decir, la que se establece entre las totalidades y sus partes, en ambos sentidos; y (c) la dependencia funcional y pragmática de las entidades en relación a los mundos-de-vida o juegos de lenguaje en los que son reconocidos como tales. Esta dimensión se asocia generalmente a una suerte de nominalismo. 

¡Todo esto discutido en el siglo II de nuestra era!

2) Esto último lleva a estos pensadores a la siguiente conclusión: el surgimiento dependiente (pratītyasamudpāda) es un signo de que los fenómenos están vacíos de existencia intrínseca (están vacíos de esencia - svabhāva). Si su existencia depende de causas y condiciones, eso significa que, cuando se descontinúan esas causas y condiciones, el fenómeno deja de existir. A esa ausencia de existencia inherente, a ese «vacío» de esencia, lo llaman «vacuidad» (sūnyāta).

3) La vacuidad niega un tipo de existencia, no la existencia in toto. La existencia negada es la inherente o esencial. Pero esto deja intacta la existencia convencional o nominal. Obviamente, para una persona que aún no ha descubierto el sentido de la vacuidad, la negación de la existencia inherente parece referirse a la negación de la existencia en general. Por ese motivo, algunos intérpretes consideran la posición de Nāgārjuna como nihilista.
Sin embargo, la conclusión es que todos los fenómenos existen «efectivamente» como fenómenos nominales, aunque no tengan un ápice de existencia inherente o intrínseca. Es decir, pese no tener esencia, su mera existencia nominal o convencional es suficiente para que produzcan efectos (de ahí su efectividad). 

4) Ahora bien, uno podría pensar que los budistas son antinormativistas, pero este no es el caso. La disciplina ética y meditativa exige una estricta normatividad. Y esto es así porque la única vida humana posible, de acuerdo con los budistas, es una vida éticamente responsable, lo cual implica, entre otras cosas, (1) restringir nuestras acciones negativas (dañinas en relación con nosotros mismos y con los otros), (2) el cultivo de virtudes como la generosidad, la paciencia o la atención plena, y (3) un sentido de responsabilidad universal, en el caso del Mahayana, que nos permita servir a nuestros congéneres y otros seres sentientes no humanos. 

Entonces, ¿cómo se entiende esta combinación de normas convencionales y vacuidad? 

6) Los budistas no pretenden vivir en una realidad sin normas. Lo que dicen es que las normas son siempre «instrucciones pragmáticas» para vivir y convivir. Las normas están allí para promover la felicidad y disminuir o eliminar el sufrimiento en todas sus formas. 

7) Ahora bien, esas instrucciones pragmáticas, cuando se absolutizan, suelen acabar siendo «injustas», porque no responden de manera precisa a la complejidad causal que supone la emergencia de los fenómenos y la perspectiva desde la cual estos fenómenos son percibidos como tales. De modo que las normas siempre son provisorias y revisables. Sin embargo, esa revisión no puede ocurrir fuera de un marco básico en el cual la discusión de dichas normas tenga sentido y puedan debatirse sus límites. La multiplicación ad infinitum de normatividades alternativas solo puede dar lugar al caos, a la atomización social, y a la incomunicación. 

III

Aquí no estoy fijando posición. Estoy simplemente poniendo de manifiesto dos cosas. 

1. Que esta discusión es muy antigua y transcultural. Es un problema que ha existido siempre, y al que todas las tradiciones deben enfrentarse. Porque las tradiciones (y nuestra discusión se enmarca dentro de una tradición, que es la de la filosofía occidental, la teoría crítica, etc.), como decía MacIntyre, no pueden entenderse sin sus sucesivas revoluciones.


Las tradiciones son una mezcla de conservación y cambio. Cuando lo tradicional se absolutiza (es decir, triunfa de manera partidista el conservadurismo, la fidelidad a un origen, o a un paradigma cerrado del mundo convencional), el anquilosamiento y la decadencia resultan patentes. 

Cuando la revolución se absolutiza, no hay lugar para el intercambio y solo hay pugna infinita, la guerra de todos contra todos, el fin de cualquier proyecto común.

2. En este sentido, estoy en la línea de los filósofos de la liberación latinoamericana que, como E. Dussel, sostienen que hemos de prestar atención a las dimensiones materiales, formales y fácticas de nuestras posiciones ético-políticas. 


La factibilidad se refiere a lo posible, a lo que verdaderamente puede ser articulado en un momento determinado y en un lugar determinado. 

Todos los órdenes socio-políticos son más o menos injustos. Para el anarquista puro, el «izquierdista» del que hablaba Lenin, la pureza se convierte en una maldición. Solo hay lucha, pero no hay sociedad posible. Para el conservador, cualquier movimiento fuera del orden vigente es una traición y un peligro para la sociedad. 

Hemos de tener en cuenta, por tanto:

1. La materia (la vida, la promoción de la vida, más allá de los órdenes sociopolíticos y económicos que la subsumen, la vida como exterioridad y fundamento de todo orden social);

2. la forma, el modo en el cual el lenguaje, la cultura, la política, la economía, y sus órdenes siempre transitorios y cambiantes, imponen sus constricciones, organizan y explotan la vida con el peligro recurrente de convertirse en un orden-para-la-muerte; 

3. y, finalmente, cuando respondemos a un sistema como el actual, convertido en lo opuesto a la vida, una totalización para-la-muerte, tenemos que tener en cuenta también la factibilidad, es decir, lo que es posible aquí y ahora, para contener y enfrentar a la muerte que avanza sobre nosotros.

LA PÉRDIDA


I


En los últimos días he hablado con muchas amigas y amigos, telefónicamente o por videoconferencia. Quería saber cómo estaban viviendo este momento, quería saber de sus pérdidas, de sus miedos, de sus expectativas. Los he escuchado, a veces durante horas, tratando de entender sus perspectivas, poniéndome en sus zapatos. 

Como suele decirse, cada uno de nosotros es un mundo, y el confinamiento confirma este lugar común. Nuestras experiencias son semejantes, pero los dramas que cada quien sufre en su carne son irreductibles a los padecimientos de quienes le rodean. 

A algunas de mis amigas y amigos les he pedido que me escriban un texto sobre la crisis. Mi idea era publicarlos para componer un collage de impresiones, ideas, propuestas que, conjuntamente, nos puedan ayudar a guiarnos a nosotros mismos en la búsqueda de un futuro que ahora parece inimaginable. Porque, si en un principio parecía que la pandemia traía consigo una oportunidad, «otro mundo posible», ahora da la impresión que el camino que tenemos por delante será largo y oscuro, una especie de purgatorio, en el cual deberemos enfrentarnos a todos los «pecados» cometidos en nuestra existencia previa. 

II

Eso que llamamos «la política» tiene su manera de hablar del pasado, del presente y, sobre todo, del futuro. Tiene su propia manera de «nombrar» lo que tenemos por delante.

Nosotros, los ciudadanos de a pie, que también «estamos, somos y hacemos» ineludiblemente política, pero que no somos «la política», tendremos que encontrar nuestra manera de nombrar y lidiar con la pérdida de nuestro pasado, asumir nuestro presente, e imaginar nuestro futuro posible. 

«La política» europea, por ejemplo, habla de «reconstrucción». Las alusiones al «Plan Marshall» se repiten continuamente. El dinero, se dice, hará el milagro. Bastará que inyectemos inversiones y voluntad para la reconstrucción y saldremos adelante. Efectivamente, se trata de insuflarnos con ese espíritu voluntarista que ha marcado a nuestra civilización moderna. La figura es la del buen líder, guiando a su pueblo a través del desierto para alcanzar la Tierra prometida. 

Pero el nombre «reconstrucción» no suscita ya el mismo entusiasmo. Son demasiados los peligros y las amenazas que enfrentamos, y demasiadas las promesas incumplidas detrás de ese nombre. No podemos asumirlo, sin más. 

De este modo, a la promesa de reconstrucción respondemos con una suerte de melancolía generalizada. No es descabellado pensar que, como Aaron en el desierto, nos dejaremos tentar con algún fetiche sustituto para aplacar nuestra tristeza. Los nacionalismos, la xenofobia, los liderazgos autoritarios, la construcción de chivos expiatorios, nunca están lejos como candidatos para asumir esos roles sustitutos.

Pero esta oscilación entre voluntarismo y melancolía no debería sorprendernos. Es la dicotomía que caracteriza nuestro espíritu moderno y contemporáneo, el peculiar identikit de nuestra cultura bipolar.

III

En este contexto recordé la lectura de Precarious Life, el libro de Judith Butler que más me impresionó. En él, la autora estadounidense ofrece un análisis de la identidad que merece destacarse en estas horas para echar luz sobre lo que exige el momento que vivimos en términos psicológicos y espirituales. 

Para Butler, toda pérdida es una pérdida de nosotros mismos. Esto supone que cualquier diagnóstico que hagamos del presente debe tener en cuenta la posibilidad de que estemos pasando por un «duelo no superado». 

Para analizar la cuestión, Butler se enfrenta a la posición ambivalente que Freud mostró en sus escritos sobre el duelo. A la pregunta: ¿cómo superar con éxito una pérdida? Freud propuso dos respuestas diferentes. 

En primer lugar, señaló que debíamos ser capaces de cambiar un objeto de apego por otro. Una persona amada muere, un mundo se derrumba, una experiencia significativa llega irremediablemente a su fin. La primera propuesta de Freud fue que debíamos apartar nuestra mirada del objeto perdido y encontrar un sustituto. 

La retórica política tiene ese tinte voluntarista. Aquí, en España, la pandemia dejará - además de decenas de miles de muertos que ya se contabilizan; los cientos de miles de personas que habrán superado la gravedad de la enfermedad pero llevarán las marcas del miedo en sus cuerpos y memorias; y las millones de personas infectadas que habrán perdido la falsa presunción de inmunidad que ha marcado nuestra manera de estar-en-el-mundo durante el último siglo - pero, además, decía, dejará trás de sí a una población que no ha podido llorar a sus muertos, que no ha podido despedirlos, ni siquiera enterrarlos, una población que no ha podido abrazarse en el dolor ni consolarse, una población que ha debido mirar higiénicamente a sus congéneres para cumplir el mandato político de un confinamiento necesario, eso sí, pero que no nos ahorrará por ello los trances que nos impone nuestra innata compasión, el reconocimiento de que somos exclusivamente con los otros. 

En este escenario, la política nos dice: «reconstruiremos nuestro país», o «reconstruiremos el mundo», volveremos a poner ladrillo sobre ladrillo, y haremos de esta catástrofe una oportunidad para ser mejores.

Pero, una parte importante de la sociedad no cree ya ingenuamente en este tipo de retórica. Nos miramos los unos a los otros sabiendo que detrás de las palabras se esconde una cierta cobardía inevitable, de ocasión. Ocurre como con los amigos que, al intentar darnos ánimos en nuestra lucha por superar el duelo de una pérdida, desnudan sus temores proponiéndonos distracciones que nos ayuden a tapar nuestras angustias. Nosotros sabemos que no hay distracciones que valgan. Que la única manera de responder a ese duelo es mirando a la cara al sufrimiento que la pérdida nos provoca. 

IV

En ese sentido, Butler nos recuerda que Freud vaciló en su respuesta a la pregunta «¿cómo superar con éxito una pérdida?», y propuso una segunda solución a la angustia, que consistía en incorporar la perdida dentro de nosotros mismos, dando lugar con ello a una experiencia de melancolía. Dice Butler en su texto: 

Quizá uno llora una pérdida cuando acepta que por haberla experimentado uno será cambiado, posiblemente para siempre. 

Quizá el lamento consiste en aceptar que hemos de atravesar una transformación (quizá deberíamos decir someternos a una transformación) cuyo resultado completo no podemos conocer con antelación. 

Hay una pérdida, como sabemos, pero también un efecto transformativo de la pérdida, y esto que sigue no puede ser cartografiado o planeado. Uno puede tratar de elegirla, pero puede ocurrir que esta experiencia de transformación deforme la elección en cierto nivel. 

V

La política tiene que insuflarnos con una voluntad de renovación. Efectivamente, el mundo exige un cambio de rumbo, una respuesta a la altura del sufrimiento inmediato que vivimos, pero también al prolongado malestar que todos arrastramos al enfrentamos diariamente a las imágenes de desigualdad y destrucción que vivimos en carne propia o nos rodean por todos lados, incluso a aquellos privilegiados que miran la pobreza y la contaminación que experimenta el pueblo llano desde los atalayas de sus «sociedades desarrolladas» o «barrios cerrados». 

Pero el voluntarismo político no puede esconder la melancolía que, de un modo u otro, subyace en todos nosotros. 

Es cierto, el mundo que dejamos atrás no era un buen mundo, ni siquiera el mejor de los mundos posibles. Pero era nuestro mundo, y nosotros éramos ese mundo. Ahora ese mundo ya no está y no puede regresar. No sabemos qué nos deparará el futuro, y nuestras mejores intenciones tampoco pueden garantizarnos demasiado. 

Sin embargo, sabemos que no basta con cambiar el foco de nuestra atención para eludir la angustia que significa nuestra pérdida. No basta con pensar en «otro mundo posible». El tránsito exige, también, o quizá primeramente, un duelo. No solo un duelo por el mundo que hemos perdido, sino porque en esa pérdida también nos hemos perdido a nosotros mismos.


NOSOTROS ESTAMOS

PARA EL PREÁMBULO DE LA CONSTITUCIÓN DEL MUNDO FUTURO


«Una figura nos tuvo cautivos. 
Y no podíamos salir, 
pues [la figura] reside en nuestro lenguaje 
y [el lenguaje] parece repetírnosla inexorablemente».
Ludwig Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas.  

«Para "ser" se necesita un andamio de cosas, empresas, conceptos
todo un armado perfectamente orgánico, 
porque, sino, ninguno "será" nadie . 
"Estar", en cambio, se liga a una [falta] de armado, 
apenas una pura referencia al hecho de haber nacido, 
sin saber para qué, pero sintiendo una rara solidez en esto mismo, 
un misterio de antiguas raíces». 
Rodolfo Kusch, De la mala vida. 

«No te pido que los retires del mundo, 
Sino que los guardes del Maligno. 
Ellos no son del mundo, 
Como yo no soy del mundo» .
Juan 17:15-18




Una figura nos tuvo cautivos

1.  Vivimos inmersos en un sistema de vida meritocrático y competitivo, que nos empuja continuamente a la explotación y a la lucha de todos contra todos para lograr la mera supervivencia, menoscabando con ello nuestra capacidad de reconocernos los unos a los otros, de reconocer lo que nos es común.

2. Atrapados en la imagen que hemos fabricado de nosotros mismos, como especie humana, como colectivos particulares y como individuos, y atrapados en las figuras que proyectamos sobre el mundo, trajinamos incansablemente afirmándonos y manipulando la realidad.

3. Ser y hacer son nuestros desvelos, a desmedro de nuestro mero estar-en-el-mundo. 

4. «Ser» es aquí el nombre de la identidad y de la diferencia, de la afirmación y de la negación de lo que existe.

5. «Hacer» es aquí el nombre de la manipulación, de la instrumentalización y de la mercantilización de todo aquello que habita o es condición de habitación en el mundo.

6. Cautivos en estas figuras de dominación, hemos olvidado nuestra experiencia originaria, primitiva, el mero don de estar en la existencia.

7. Por consiguiente, necesitamos un nuevo punto de partida, que nos permita reconocer nuestro contacto directo con lo real. Necesitamos volver respirar sin escafandras ni barbijos, y encontrarnos con los otros cara-a-cara. 

Estar en el mundo, sin ser de este mundo

8. Propongo, entonces, que regresemos, sin pedir permiso, al Edén del que fuimos expulsados, que gocemos sin culpa de la mera experiencia de estar aquí, indiferentes al pecado que nos lanzó al ensueño de las representaciones: del bien y del mal, del orden y del desorden de nuestra existencia caída.

9. Propongo que nos permitamos estar simplemente en el cuerpo, sin necesidad de afirmar nuestro ser el cuerpo, ni sentirnos obligados a hacer nada con el cuerpo. Propongo que estemos sencillamente en sus pulsiones, en sus deseos, en sus aversiones, sin dejarnos arrastrar ni resistirnos a ellas.

10. Propongo que volvamos a la carne y a la sangre, que habitemos la finitud y la pasión, pero que no seamos meramente carne y sangre, sino que habitemos los placeres y los padecimientos libres de la exigencia de tener que definirnos o realizarnos a través de ellos.

11. Propongo que volvamos a nuestros sentidos, que los habitemos, que convirtamos las experiencias en nuestra casa, sin sentirnos obligados a definir, categorizar, ordenar y «escriturar» las apariencias. Estemos simplemente en los colores y las formas, como hace la luz impersonal del sol cuando reposa en los objetos que ilumina. Estemos simplemente en los sonidos, como hace la lluvia al crepitar sobre la tierra
. Estemos simplemente en nuestras sensaciones, como hace el agua, que al habitar su cauce se deja dibujar sus remolinos. 

12. Propongo que regresemos a la mente, libres de nuestros hábitos y nuestras obsesiones, y aprendamos a habitarla sin identificarnos ni hacer nada con ella. 


13. Propongo que volvamos a nuestros sentimientos, sin definirnos por ellos, ni ser forzados a actuar en su nombre. 

14. Propongo que estemos en los pensamientos, libres de los pensamientos; en las memorias, libres de las memorias; en las imaginaciones, libres de las imaginaciones que atraviesan fugazmente la consciencia.

15. Por todo esto sostengo que necesitamos adoptar un nuevo punto de partida: simplemente estemos, como está la gota de rocío cuando reposa fugazmente, durante apenas un instante, sobre la brizna que el sol ilumina y transparenta al amanecer, reflejando en ella un universo de relaciones infinitas. 

Más allá del individualismo y el tribalismo

16. «Estar» en el mundo, sin «ser» en el mundo, ni «hacer» nada con el mundo. Estar en la Tierra, sin ser en la tierra ni hacer nada con la Tierra. Transitar los paisajes inabarcables que nos ofrece sin necesidad de plantar nuestra bandera ni fundar nuestro linaje.

17. Pobres, vulnerables, mortales: así estamos finalmente todos en el mundo, aunque finjamos otra cosa
. Por lo tanto, nuestra primera tarea consistirá en cultivar la generosidad y la paciencia y, con ello,  el amor que exige la custodia maternal de un recién nacido: el mundo nuevo que se asoma. 

18. De eso se trata, de estar con los otros, cara-a-cara, sin ser frente a los otros, o ser contra los otros, ni pretender hacerlos a nuestra imagen y semejanza.

19. De este modo, el nuevo mundo rechazará (1) cualquier articulación que se funde en la afirmación privilegiada del «yo-soy» y (2) cualquier formulación que legitime una identidad excluyente basada en la diferencia. 


20. El mero estar, la vida, como principio insuperable, será nuestra primera y última guía, a partir del cual construiremos los nuevos relatos y emprenderemos los nuevos proyectos para la comunidad futura, sin permitirnos el olvido al que habitualmente nos somete el ajetreo del ser y del hacer. 

Preámbulo para la constitución del mundo futuro

Por consiguiente, el nuevo mundo exige un tipo de constitución hasta ahora desconocida para la filosofía política. Una constitución fundada en la simplicidad primitiva de la existencia, que hoy se ve amenazada por el peligro de su extinción.

Por lo tanto, en la redacción del nuevo documento constituyente para el mundo futuro no valdrán las formulas que enfatizan un «ser nosotros, pueblo» excluyente, ni instituciones que establezcan una interioridad y exterioridades absolutas. Nuestras comunidades serán porosas, permitirán el flujo de la vida como el aire que circula a través de nuestros cuerpos, mezclando el adentro de nuestros órganos vitales con la atmósfera que nos contiene. 

El preámbulo de la nueva constitución comenzará diciendo: «Nosotros estamos», afirmando con ello nuestra renovada vocación de libertad, de igualdad y de fraternidad, contra todas las formas de explotación y opresión, contra todas las pretensiones de privilegios y desigualdad.  

«BARDO»: LA PANDEMIA COMO ESTADO INTERMEDIO


«Bardo»


Los budistas creen que la experiencia individual no ha tenido comienzo y no tendrá fin. De acuerdo con los budistas, esta vida concreta que estamos viviendo comienza con la concepción y el nacimiento, y acaba con la agonía y con la muerte. Pero el continuo de la experiencia individual se extiende hacia el sin principio del tiempo y proseguirá ineludiblemente hacia su sin-fin.

A diferencia de los creyentes teístas, judíos, cristianos o musulmanes, los budistas no creen en la creación desde la nada de un Dios todopoderoso del cielo, la Tierra y todos los seres que la habitan.

Tampoco creen, como los cosmólogos actuales, en una teoría del origen del universo como el Big-bang. En todo caso, sostienen que este universo es solo uno entre innumerables universos precedentes y otros incontables universos que le continuarán. En ese sentido, los budistas conciben la realidad como un «pluriverso».

En este contexto, después de la muerte, los individuos renacen en cualquiera de los innumerables escenarios existentes, en cualquiera de las formas de existencia posibles, en dependencia de las causas creadas en sus vidas pasadas, las cuales determinan los efectos materiales y espirituales que experimentarán en esas nuevas circunstancias. Las acciones que los budistas definen como moralmente positivas, producen experiencias agradables, felices. En cambio, las acciones definidas como negativas, producen sufrimiento.

En el budismo tibetano existe una formulación específica sobre el tránsito entre una vida y otra. Cuando la presente vida llega a su fin, el lazo de la mente individual con el cuerpo, el entorno y otros seres se interrumpe, la mente se vacía, como en el mito platónico del río Lete, y durante un período de tiempo indeterminado, el continuo individual es despojado de toda formalidad y contenido. Todas los esquemas y tendencias se suspenden. La consciencia queda desnuda ante sí misma.

Sin embargo, debido a las tendencias manufacturadas a través de las acciones pasadas durante incontables vidas, esa consciencia desnuda muy pronto reinicia su actividad, primero, transitando lo que los budistas tibetanos llaman «el bardo» o estado intermedio, en el cual, de manera cuasi-onírica, la consciencia va recreando las causas y condiciones de su renacimiento futuro. 


La mente excarnada, si el renacimiento fuera el de un mamífero, entraría en un óvulo fecundado en algún lugar de los incontables universos del espacio inconmensurable, para vivir una nueva vida y una nueva muerte. Volvería a creer que esa vida concreta es la única vida posible, y que la muerte que inevitablemente le sobrevendría sería la única muerte, la muerte definitiva

Lo real

La pregunta sobre lo real se ha puesto de moda en estos días. Aunque, a decir verdad, la palabra «moda» desmerece una necesidad comprensible que muchos de nosotros manifestamos, con especial insistencia en estos días aciagos que vivimos, de poder entender qué hay de apariencia y qué hay de realidad en nuestra experiencia del mundo.

De pronto, nuestro trajinar cotidiano se ha visto interrumpido y limitado. Confinados, estamos obligados, pese a las pataletas que expresamos en las redes, a recibir pasivamente las noticias sobre lo que está ocurriendo en el planeta y las decisiones gubernamentales encaminadas a resolver la encrucijada que vivimos.

El COVID-19 avanza impiadoso, destruyendo vidas, poniendo patas arriba nuestras instituciones, y manufacturando una crisis económica y social cuyas dimensiones son difíciles de cuantificar a esta altura.

En medio de este descalabro, hay quienes, como ya hemos señalado en artículos anteriores, se afanan por pensar cómo volver a la normalidad que antecedió a la pandemia. En todos los órdenes de nuestra existencia individual y colectiva hay quienes añoran esa «normalidad» perdida. Sin embargo, las puertas que la historia cierra a sus espaldas ya no pueden reabrirse. El futuro, ahora más que nunca, hay que inventarlo.

El mapa y el territorio

Comencemos, entonces, distinguiendo entre el mapa y el territorio. Como ocurre con cualquier representación, existe cierta distancia entre el documento cartográfico y la realidad que intentan representar. En algunos casos, las representaciones cumplen su función y nos ofrecen una descripción funcional para ciertos usos de la realidad en la que deseamos orientarnos. Pero esta representación solo puede lograrse falseando u ocultando aspectos de esa misma realidad que no conciernen a los objetivos pragmáticos específicos para los cuales fueron diseñados.

Un mapa político de un territorio determinado, por ejemplo, establece fronteras y limites jurisdiccionales, pero no dice nada sobre la orografía del territorio representado, ni sobre la flora y la fauna que lo habita, y viceversa. La realidad representada siempre está basada en nuestros intereses y perspectivas pragmáticas. Dejarnos tentar por las apariencias consistiría, en este caso, en confundir el mapa con el territorio: fetichizamos la realidad representada como si fuera la cosa misma, y acabamos cautivos de toda clase de arbitrariedades. Las palabras no son las cosas, solo las representan.

La pandemia y sus apariencias

Cuando hablamos de la pandemia, ¿de qué hablamos? De muchas cosas. Los científicos tienen su versión. Los economistas, la suya. Los políticos tienen otra. Los distribuidores y comercializadores de artículos de primera necesidad, otra diferente. Los distribuidores y comercializadores de artículos prescindibles, otra muy diferente. Los enfermos graves que se han recuperado cuentan la enfermedad de un modo; los que la han padecido de manera leve, de otro modo; los que se han muerto no pueden contar su versión, pero el dolor de sus familiares y las imágenes de funerarias abarrotadas con cadáveres hablan por sí mismas.

De igual modo, el confinamiento no se vive de igual modo en todos lados. No es lo mismo pasar la cuarentena en un barrio exclusivo, «cerrado», como los que abundan en América Latina, con jardín y piscina, que pasarla en un barrio pobre, en una chabola precaria donde convive una familia numerosa.

La pandemia es un nombre que hace referencia a dimensiones sanitarias, económicas, políticas, jurídicas y medioambientales, pero también a la vida concreta de los hombres y las mujeres que luchan por la supervivencia, temen la pérdida de la «normalidad» en la que estuvieron inmersos hasta el día en el cual se desató la pandemia y se enfrentan a un futuro incierto que no acaba de mostrar su rostro.

El estado intermedio

La cuarentena se asemeja a los estados intermedios de los que nos hablan los pensadores tibetanos. Un mundo se ha disuelto de manera irreversible a nuestras espaldas. Después de una larguísima agonía, se produjo el desenlace. El esquema en el que vivíamos, el mapa que habitábamos, se ha vuelto inservible. La correspondencia entre lo representado en ese mapa y el territorio que ahora debemos explorar y recorrer tiene una utilidad muy limitada. El problema es que aún no tenemos o no conocemos un mapa alternativo para entender dónde estamos, ni hacía dónde queremos dirigirnos.

Los estados intermedios se caracterizan por la desorientación que sufren los individuos al verse despojados de todo punto de referencia. Eso es lo que empuja a las mentes a reaccionar de manera semejante al modo que lo hacía en circunstancias anteriores. Si hemos cultivado una vida virtuosa, nuestras decisiones y comportamientos en ese estado intermedio tendrán una cualidad análoga debido al hábito. De igual modo, si nuestras acciones han sido no virtuosas,  con la misma facilidad tenderemos a repetir nuestros patrones dañinos de comportamiento.

Reconocimiento

Sin embargo, el estado intermedio abre una ventana de oportunidad. Porque los esquemas dentro de los cuales funcionábamos se han vuelto transparentes, translúcidos. Es decir, se puede ver a través de ello, y comprobar su inadecuación o su limitada adecuación respecto a la realidad a la que se refieren.

Por ello es necesario recordar que el COVID-19 no ha inventado nuestra crisis económica, socio-cultural, política y medioambiental. Solo le ha dado la última puntilla para rematar la faena.

Llevamos hablando desde hace mucho tiempo de este momento que finalmente estamos viviendo, anunciando los peligros que se asomaban en el horizonte y la necesidad de un cambio radical que convirtiera en sostenible nuestros anhelos de vivir y de hacerlo plenamente.

Sin embargo, atrapados en nuestros patrones de comportamiento, en las inversiones envenenadas que han ido dando forma a las estructuras sobre las cuales eficamos nuestras vidas, no hemos tenido ni el coraje, ni la inteligencia para hacer ese cambio de manera consensuada para reorientar nuestra aventura histórica.

El COVID-19, una entidad minúscula, invisible, que carcome las entrañas de los humanos, transmitiéndose a través del aire que respiramos, el «espíritu» que nos inflama, ha destruido nuestras sofisticadas edificaciones socio-económicas y deslegitimado el orden jurídico-político que le servía de sustento. Dicen los datos que entre los efectos impensados de la crisis destaca que la enfermedad respiratoria ha hecho posible lo aparentemente imposible: reducir drásticamente los niveles de polución de la atmósfera. Paradojas…

El confinamiento es como un estado intermedio en el cual, debido a que hemos muerto a un mundo, pero todavía no hemos nacido al siguiente, se nos abre una pantalla de oportunidades, pero también de peligros. 


Si somos capaces de reconocer que nada está decidido de antemano, que no estamos obligados a repetir aquello que nos hace daño, y que «otro mundo es posible», tal vez podamos sacar partido de la situación. 

Ese «otro mundo» con el que soñamos tenemos que descubrirlo. Pero también tenemos que inventarlo. Se trata de un territorio que está allí, esperándonos para ser explorado, que exigirá de nosotros la formulación de una nueva cartografía para que podamos habitarlo.

LA SEGUNDA TIERRA


La esterilidad de algunos intelectuales europeos

En los últimos días son muchos los intelectuales europeos que se han apurado a dar su veredicto sobre las potenciales consecuencias de la pandemia para el orden vigente. La prensa escrita publica, junto con los datos de muertes y contagios, y las notas de color para animar el confinamiento de la población, las sesudas interpretaciones de moralistas y filósofos políticos que, sumándose al coro pesimista de los economistas y los empresarios que representan la opinión del establishment, afirman su certeza de que  la pandemia no cambiará nada. O para decirlo de mejor manera: que nada cambiará después de la pandemia. Sabiendo, como sabemos, que la filosofía no tiene funciones predictivas, este tipo de afirmaciones no dejan de ser lo que son: articulaciones ideológicas de inclinación conservadora con un claro sesgo de clase.

Cuando se analizan las razones de fondo de estas opiniones, cuando se las despoja de las florituras acostumbras que suelen utilizarse, estas pueden resumirse en dos palabras: «el ser y la nada».

El ser es la totalidad del orden vigente capitalista. La nada es su hipotética exterioridad. Para la mayoría de estos intelectuales, esta exterioridad es, sencillamente, imposible. Como dice el filósofo argentino Enrique Dussel, para el griego Parménides, el ser es, y el no ser no es. El ser es lo griego, y el no ser es la exterioridad de la civilización griega: lo bárbaro.

Esta imagen de «imposibilidad» en la que están cautivos la mayor parte de los intelectuales europeos se ha intentado explicar de diversas maneras desde la propia tradición, pero en todos los casos, la esterilidad teórica y las limitaciones que muestra la praxis política, parecen estar relacionados con el carácter obsoleto de los instrumentos mismos de la filosofía europea en el momento actual, que no puede superar el pesimismo que embarga a una civilización agónica.

La posición del coreano-alemán Byung-Chul Han es ilustrativa en este sentido. Frente a la pandemia, el filósofo de moda se limita a contrastar al liberalismo europeo con el autoritarismo asiático, y a advertir sobre los peligros que supone el confinamiento obligado de la población para «el regreso de una sociedad disciplinaria». La reflexión es pobre, y el modo de bosquejar los imaginarios culturales contrastados, un resabio de esa larga tradición colonial e imperial europea que practicaron misioneros y antropólogos en el pasado, y que aún practican los enviados del FMI o el Banco Mundial en sus misiones.

Ahora bien, si indagamos más profundamente, lo que nos encontramos son las limitaciones de un pensamiento atrapado en una ontología del ser para la cual, como decíamos más arriba, la alteridad solo puede ser la nada.

Sin embargo, el otro (la nada, lo bárbaro) del ser (liberal occidental) no es el autoritarismo asiático. Este último comparte con el liberalismo europeo, como ya señaló en alguna ocasión Slavoj Žižek, el trasfondo imaginario y fundamento no-civilizacional del capitalismo, límite absoluto que subsume toda cultura de Oriente u Occidente. 

Por consiguiente, el otro (la nada, lo bárbaro) del ser (que incluye a ambos, el ente liberal occidental y el ente autoritario asiático) es la exterioridad imaginaria que anhela el oprimido y el excluido del orden vigente, es decir, lo otro del capitalismo en cualquiera de sus versiones.

Los dos derechos

En una nota anterior me referí a los dos derechos. El derecho de los dominadores (defendido por su cohorte de intelectuales cómplices y comunicadores serviles), y el derecho de los dominados.

La ley del dominador tiene un único objetivo: proteger la apropiación privada por parte de los dominadores de lo que es común. En cambio, el derecho de los dominados tiene por objeto proteger la vida y garantizar las condiciones de posibilidad para el cumplimiento de la plenitud de la vida de todos.

La ley de los dominadores es la ley vigente. La ley de los dominados es la imaginada por aquellos que quieren ser libres de la dominación. Es una ley aún no formulada, utópica.

Entre el orden vigente de los dominadores y el orden utópico de las futuras mujeres y hombres libres que hoy son dominados hay un tránsito que es como el que emprendieron a través del desierto los judíos guiados por Moisés para alcanzar la tierra prometida.

Los intelectuales cómplices y los comunicadores serviles creen que los dominados solo pueden ser esclavos y se indignan ante su pretensión de libertad. La indignación es comprensible, porque, en la revuelta de los dominados, la moral dominadora queda desnudada y peligra su legitimidad ante la masa disciplinada a la que Han tanto teme, sin darse cuenta que esa sociedad disciplinada es ya en la que vive, una sociedad en la que al látigo cotidiano del amo, como señala David Harvey, le acompaña la ley del «consumo compensatorio», reduciendo de este modo a la «democracia europea» a un hábil mecanismo de «palo y zanahoria».

La segunda tierra

En su Ética, el filósofo latinoamericano Enrique Dussel ilustra este tránsito entre el orden impuesto de los dominadores hacia el orden creado por los dominados (ahora liberados) como el pasaje entre dos tierras.

La metáfora mítica con la cual ilustra este pasaje, como hemos visto, es la del Éxodo bíblico: el pueblo esclavizado se rebela, desobedece la ley injusta, se lanza al desierto en busca de la tierra prometida, cruza el río Jordán, y crea una nueva ley basada en su praxis de la liberación y la fraternidad.

En nuestro caso, el punto de partida es la vida esclavizada, oprimida, explotada e incluso negada. El punto de llegada es la vida humana protegida y promocionada. Si seguimos la distinción destacada por Agamben, y tantas veces mentadas en estos días, el punto de partida es z, la mera vida biológica, el mero dato genético, el mero recurso-vida, el trabajo vivo, la vida subsumida bajo los designios del capital. El punto de llegada es bios, la vida humana sustantiva, la vida humana reconocida como condición de posibilidad de la igualdad y la libertad, del amor y la justicia, la vida humana entendida en fraternidad.

Es esa segunda tierra hacia donde nos dirigimos. No sabemos qué harán los otros. No sabemos si el sufrimiento de las guerras imperialistas que sus élites aun promueven; si la indiferencia despreciable de sus dirigentes
ante los desamparados que se aproximan a sus costas; si la desprotección creciente a la que someten los gobiernos a sus propias poblaciones vulnerables para garantizar la acumulación y la ganancia infinita; si el desprecio a la fraternidad que ha dejado patente la pandemia; si todas estas y muchas otras aberraciones moverán la consciencia de los ciudadanos y los empujará a la lucha por «otro mundo posible». Lo cierto es que nada está decidido de antemano.

Por consiguiente, esta es mi respuesta a los filósofos «acomodados» (en su doble acepción) que anuncian que las cadenas de esclavitud no pueden romperse: la filosofía no manufactura predicciones para el agrado del establishment de turno. Y a mis lectores, les recuerdo la consigna que nos enseñó Marx: «interpretamos el mundo para transformarlo».

EL TIEMPO QUE RESTA


En estas horas dramáticas que vive la humanidad, como ha ocurrido en otros momentos críticos, revolucionarios, el orden vigente se vuelve transparente, traslúcido.


Por un lado, «lo real»: las vidas con sus padecimientos y trajinar cotidiano, los cuerpos en su trato poroso de unos con los otros, lo humano inmerso en la «artificialidad natural» de la Tierra que habitamos, el amor y la vida, los nacimientos, las enfermedades, la decadencia y la muerte de las generaciones. Bajtín hablaba del carácter carnavalesco de la existencia.

Por otro lado, está el «esquema» dominador que intenta disciplinar, normalizar, la existencia inabarcable. El esquema es la ley y el orden, garante (siempre) de cierto sistema de distribución de privilegios.

El derecho de los dominadores

Las clases dominantes defienden sus derechos a gozar y a la libertad que en el «esquema» heredado se les reconoce con rotunidad. Quieren seguir vacacionando y gozando, quieren continuar asegurándose el servicio de los «desafortunados», quieren que la desigualdad se perpetúe, porque solo en la desigualdad cuenta la diferencia que garantiza sus privilegios.

Por consiguiente, los gozos y las libertades de las clases dominantes, sus derechos, se fundan, en última instancia, en la explotación de otras clases y pueblos. Como negar esto es racionalmente imposible, la cultura dominante tiene la función continua y extenuante de garantizar que esta verdad se mantenga oculta. El arte, las disciplinas del cuidado de sí, incluso y especialmente las ciencias, están al servició y actúan como guardianes de este ocultamiento, cuyo objetivo no es otro que la perpetuación del esquema, del orden que sostiene los privilegios de estas clases dominantes.

Esto explica la vehemencia, la indignación que muestran quienes son interpelados, cuestionados en sus derechos a la diferencia basados en la desigualdad. Esto explica la virulencia represiva que muestran los guardianes del orden vigente frente a los que desafían o desobedecen las normas que definen el statu quo.

En este contexto, quienes pretenden cambiar el sistema de distribución de privilegios que enaltece el «derecho de propiedad» del rico por sobre el «derecho a la vida del pobre» son sencillamente delincuentes.

La ofensiva de las élites

En América Latina, donde la desigualdad es más lacerante, donde los pobres son doblemente esquilmados, primero, por los capitales locales y, a través de ellos, por los centros neurálgicos del capital global, a medida que avanza el virus infectando poblaciones, se desata una guerra ideológica dirigida a impedir que la crisis de legitimidad que ha desatado la crisis sanitaria ponga en evidencia la injusticia intrínseca del sistema en sectores más amplios de la población, hasta ahora cooptados por la retórica mediática y la lógica de la ley de explotación que rige nuestras vidas.

Una crisis de legitimidad se pone de manifiesto cuando «el pueblo» (entendido,
 simplemente, como aquellos que padecen las injusticias de los dominadores), las clases dominadas, los pobres, «los de abajo», no solo perciben que las cosas no marchan como debieran, que las cosas están mal, sino que, además, entienden que las formas institucionales de organización social vigentes no pueden resolver los problemas. En este contexto, los actores sociales parecen concluir que ahora son ellos mismos los que tienen la responsabilidad de encontrar respuestas, lo cual da lugar a la emergencia de una «crisis de legitimidad».

La tentación es creer que el problema de fondo está en la esfera política. A esto anima el poder real, culpabilizando a los burócratas y a los profesionales de la política que, alguna vez, el actual V
icepresidente segundo de España, Pablo Iglesias, llamó «la casta», haciéndolos responsables absolutos del atronador fracaso de previsión y gestión de la crisis, y de la justicia sistémica que ahora resulta inocultable.

Todos los estamentos del Estado y los gestores culturales del sistema de poder dominantes tienen su parte de responsabilidad. En Europa la cosa es clara. En todas las jurisdicciones administrativas hay responsables, por omisión o comisión. Y lo son por la sencilla razón de que esta crisis ha sido largamente manufacturada y anunciada por una parte de la sociedad civil mientras el resto accionaba de manera obediente los mecanismos que han conducido al vaciamiento expropiatorio de la cosa común y ajustado a la población a presupuestos de miseria, contribuyendo a empeorar exponencialmente los efectos de la crisis que hoy vivimos.

Sin embargo, aunque es cierta la responsabilidad del «mandarinato» que sirve como muro de contención a los privilegiados para garantizar la protección de sus derechos a la apropiación privada, es una solución demasiado fácil cargar las tintas contra este colectivo en las presentes circunstancias. 


No es que «la casta política» y los estamentos burocráticos funcionariales (incluidos los escolares y universitarios, dicho sea de paso) no tengan responsabilidad alguna, especialmente en Europa. Lo que significa es que tienen una responsabilidad subalterna, delegada, limitada, en tanto «capataces», representantes voluntarios o involuntarios, de los intereses de los poderes reales que pugnan en el espacio «democrático de los mercados», a espaldas de la «democracia del pueblo» a la que deberían obedecer.

La amenaza autoritaria


Otra cuestión importante es evitar la deriva anarquizante que, al poner el acento exclusivamente en la responsabilidad de los políticos, sirve en bandeja a las élites argumentos antipolíticos que terminan debilitando cualquier opción política de cambio sustantivo. Porque la solución, querámoslo o no, pasa por la política, eso si, una política que vuelva a estar al servicio de las grandes mayorías traicionadas en la actual dispensación.

Nuestra atención, entonces, debe concentrarse en el poder real que, como en otras circunstancias, está parapetándose detrás de las apariencias que manufactura el sistema democrático, y está preparada a soltar el lastre que sea necesario para evitar que sus intereses sean cuestionados. El caos social es también una opción contemplada, o incluso una estrategia contingente valorada por esas élites, en tanto y en cuanto justificaría y facilitaría soluciones autoritarias para atajar el descontento social a gran escala que no pueda dirigirse de manera virtuosa a la construcción de un nuevo esquema de legitimidad.

Como señala Nancy Fraser, la pregunta importante que debemos hacernos es qué ha pasado en nuestras sociedades en las últimas décadas para que se hayan marginalizado en la discusión pública todas aquellas cuestiones relativas a la naturaleza y los efectos del capitalismo, so pretexto, como señala Franz Hinkelammert, que «toda brutalidad producida» [por el sistema o como consecuencia de la lógica del propio sistema] puede defenderse aduciendo que toda alternativa es peor. 


Este tipo de argumentación generalizada (que articulan con igual vehemencia el hombre de a pie, los opinólogos profesionales y los catedráticos venerados) permite justificar «cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. Eso ha transformado en «una argumentación generalizada que permite justificar cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. El mercado [capitalista] – nos dicen - siempre es el mejor, aunque produzca todas las maldades del mundo».

El derecho de «los de abajo»

Pero el mercado no puede tener la última palabra en una sociedad genuinamente democrática. La última palabra debe tenerla «el pueblo», y el pueblo exige hoy que se atienda a las crisis humanitarias que se abren ante nosotros como un abanico de pandemias, pobreza y desigualdad, y desastres medioambientales con todos los medios disponibles para evitar que todas esas catástrofes se conviertan en algo peor que una catástrofe.

Este es el derecho de los dominados al que ahora tenemos que prestar atención, un derecho que en todo sentido debe privilegiarse por sobre cualquier pretendido derecho de los dominadores. Es el derecho a la vida y a la promoción de la vida. 


En este sentido, debemos entender la pretensión del orden vigente de poner por encima de todo derecho al derecho de propiedad, el derecho al privilegio y la exclusividad, convirtiendo la desigualdad y la exclusión en el fundamento último, axiomático, del sistema vigente.

En este «tiempo que resta», los pobres, los de abajo, el pueblo llano, comenzamos a comprender, con una claridad pasmosa, que este mundo ya no es posible para nosotros, que nos jugamos la supervivencia en estas horas decisivas, que por encima del derecho de los privilegiados a seguir gozando y a seguir vacacionando a nuestra costa, está nuestro derecho a la vida, y aún mejor, nuestro derecho a usufructuar de las condiciones para el cumplimiento de una vida plena.



NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...