EL TIEMPO QUE RESTA


En estas horas dramáticas que vive la humanidad, como ha ocurrido en otros momentos críticos, revolucionarios, el orden vigente se vuelve transparente, traslúcido.


Por un lado, «lo real»: las vidas con sus padecimientos y trajinar cotidiano, los cuerpos en su trato poroso de unos con los otros, lo humano inmerso en la «artificialidad natural» de la Tierra que habitamos, el amor y la vida, los nacimientos, las enfermedades, la decadencia y la muerte de las generaciones. Bajtín hablaba del carácter carnavalesco de la existencia.

Por otro lado, está el «esquema» dominador que intenta disciplinar, normalizar, la existencia inabarcable. El esquema es la ley y el orden, garante (siempre) de cierto sistema de distribución de privilegios.

El derecho de los dominadores

Las clases dominantes defienden sus derechos a gozar y a la libertad que en el «esquema» heredado se les reconoce con rotunidad. Quieren seguir vacacionando y gozando, quieren continuar asegurándose el servicio de los «desafortunados», quieren que la desigualdad se perpetúe, porque solo en la desigualdad cuenta la diferencia que garantiza sus privilegios.

Por consiguiente, los gozos y las libertades de las clases dominantes, sus derechos, se fundan, en última instancia, en la explotación de otras clases y pueblos. Como negar esto es racionalmente imposible, la cultura dominante tiene la función continua y extenuante de garantizar que esta verdad se mantenga oculta. El arte, las disciplinas del cuidado de sí, incluso y especialmente las ciencias, están al servició y actúan como guardianes de este ocultamiento, cuyo objetivo no es otro que la perpetuación del esquema, del orden que sostiene los privilegios de estas clases dominantes.

Esto explica la vehemencia, la indignación que muestran quienes son interpelados, cuestionados en sus derechos a la diferencia basados en la desigualdad. Esto explica la virulencia represiva que muestran los guardianes del orden vigente frente a los que desafían o desobedecen las normas que definen el statu quo.

En este contexto, quienes pretenden cambiar el sistema de distribución de privilegios que enaltece el «derecho de propiedad» del rico por sobre el «derecho a la vida del pobre» son sencillamente delincuentes.

La ofensiva de las élites

En América Latina, donde la desigualdad es más lacerante, donde los pobres son doblemente esquilmados, primero, por los capitales locales y, a través de ellos, por los centros neurálgicos del capital global, a medida que avanza el virus infectando poblaciones, se desata una guerra ideológica dirigida a impedir que la crisis de legitimidad que ha desatado la crisis sanitaria ponga en evidencia la injusticia intrínseca del sistema en sectores más amplios de la población, hasta ahora cooptados por la retórica mediática y la lógica de la ley de explotación que rige nuestras vidas.

Una crisis de legitimidad se pone de manifiesto cuando «el pueblo» (entendido,
 simplemente, como aquellos que padecen las injusticias de los dominadores), las clases dominadas, los pobres, «los de abajo», no solo perciben que las cosas no marchan como debieran, que las cosas están mal, sino que, además, entienden que las formas institucionales de organización social vigentes no pueden resolver los problemas. En este contexto, los actores sociales parecen concluir que ahora son ellos mismos los que tienen la responsabilidad de encontrar respuestas, lo cual da lugar a la emergencia de una «crisis de legitimidad».

La tentación es creer que el problema de fondo está en la esfera política. A esto anima el poder real, culpabilizando a los burócratas y a los profesionales de la política que, alguna vez, el actual V
icepresidente segundo de España, Pablo Iglesias, llamó «la casta», haciéndolos responsables absolutos del atronador fracaso de previsión y gestión de la crisis, y de la justicia sistémica que ahora resulta inocultable.

Todos los estamentos del Estado y los gestores culturales del sistema de poder dominantes tienen su parte de responsabilidad. En Europa la cosa es clara. En todas las jurisdicciones administrativas hay responsables, por omisión o comisión. Y lo son por la sencilla razón de que esta crisis ha sido largamente manufacturada y anunciada por una parte de la sociedad civil mientras el resto accionaba de manera obediente los mecanismos que han conducido al vaciamiento expropiatorio de la cosa común y ajustado a la población a presupuestos de miseria, contribuyendo a empeorar exponencialmente los efectos de la crisis que hoy vivimos.

Sin embargo, aunque es cierta la responsabilidad del «mandarinato» que sirve como muro de contención a los privilegiados para garantizar la protección de sus derechos a la apropiación privada, es una solución demasiado fácil cargar las tintas contra este colectivo en las presentes circunstancias. 


No es que «la casta política» y los estamentos burocráticos funcionariales (incluidos los escolares y universitarios, dicho sea de paso) no tengan responsabilidad alguna, especialmente en Europa. Lo que significa es que tienen una responsabilidad subalterna, delegada, limitada, en tanto «capataces», representantes voluntarios o involuntarios, de los intereses de los poderes reales que pugnan en el espacio «democrático de los mercados», a espaldas de la «democracia del pueblo» a la que deberían obedecer.

La amenaza autoritaria


Otra cuestión importante es evitar la deriva anarquizante que, al poner el acento exclusivamente en la responsabilidad de los políticos, sirve en bandeja a las élites argumentos antipolíticos que terminan debilitando cualquier opción política de cambio sustantivo. Porque la solución, querámoslo o no, pasa por la política, eso si, una política que vuelva a estar al servicio de las grandes mayorías traicionadas en la actual dispensación.

Nuestra atención, entonces, debe concentrarse en el poder real que, como en otras circunstancias, está parapetándose detrás de las apariencias que manufactura el sistema democrático, y está preparada a soltar el lastre que sea necesario para evitar que sus intereses sean cuestionados. El caos social es también una opción contemplada, o incluso una estrategia contingente valorada por esas élites, en tanto y en cuanto justificaría y facilitaría soluciones autoritarias para atajar el descontento social a gran escala que no pueda dirigirse de manera virtuosa a la construcción de un nuevo esquema de legitimidad.

Como señala Nancy Fraser, la pregunta importante que debemos hacernos es qué ha pasado en nuestras sociedades en las últimas décadas para que se hayan marginalizado en la discusión pública todas aquellas cuestiones relativas a la naturaleza y los efectos del capitalismo, so pretexto, como señala Franz Hinkelammert, que «toda brutalidad producida» [por el sistema o como consecuencia de la lógica del propio sistema] puede defenderse aduciendo que toda alternativa es peor. 


Este tipo de argumentación generalizada (que articulan con igual vehemencia el hombre de a pie, los opinólogos profesionales y los catedráticos venerados) permite justificar «cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. Eso ha transformado en «una argumentación generalizada que permite justificar cualquier barbaridad bajo la promesa de que cualquier alternativa será peor. El mercado [capitalista] – nos dicen - siempre es el mejor, aunque produzca todas las maldades del mundo».

El derecho de «los de abajo»

Pero el mercado no puede tener la última palabra en una sociedad genuinamente democrática. La última palabra debe tenerla «el pueblo», y el pueblo exige hoy que se atienda a las crisis humanitarias que se abren ante nosotros como un abanico de pandemias, pobreza y desigualdad, y desastres medioambientales con todos los medios disponibles para evitar que todas esas catástrofes se conviertan en algo peor que una catástrofe.

Este es el derecho de los dominados al que ahora tenemos que prestar atención, un derecho que en todo sentido debe privilegiarse por sobre cualquier pretendido derecho de los dominadores. Es el derecho a la vida y a la promoción de la vida. 


En este sentido, debemos entender la pretensión del orden vigente de poner por encima de todo derecho al derecho de propiedad, el derecho al privilegio y la exclusividad, convirtiendo la desigualdad y la exclusión en el fundamento último, axiomático, del sistema vigente.

En este «tiempo que resta», los pobres, los de abajo, el pueblo llano, comenzamos a comprender, con una claridad pasmosa, que este mundo ya no es posible para nosotros, que nos jugamos la supervivencia en estas horas decisivas, que por encima del derecho de los privilegiados a seguir gozando y a seguir vacacionando a nuestra costa, está nuestro derecho a la vida, y aún mejor, nuestro derecho a usufructuar de las condiciones para el cumplimiento de una vida plena.



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