LA GUERRA Y EL CAMINO DE LA VERDAD


 

1

 

¿Cómo pensar la verdad en relación con esta guerra? Lo primero es el dato duro: las vidas truncadas, las muertes, los refugiados, el miedo, las hostilidades, eso que llamamos “la realidad objetiva” en su dimensión “superficial”, aparente, inmediata. 

 

Luego, tenemos la “realidad subjetiva”, aquello que pensamos que está pasando al observar la realidad en su dimensión superficial, aquello que, interpretamos, está oculto bajo la inmediatez de los hechos desnudos. 

 

Ahora bien, ¿qué vinculación existe entre la realidad objetiva y la realidad subjetiva? En nuestra época en la que el arte del marketing, de la propaganda, de la posverdad, como le llaman algunos, ese vínculo parece roto. Por ese motivo, hay una urgencia por pensar una vez más la verdad, para poder decir la realidad y actuar en ella. Esa es la genuina vocación del filósofo. Como nos enseñó Marx, no se trata de interpretar el mundo, sino de transformarlo. 

 

2

 

En este artículo quiero explorar brevemente cuatro dimensiones de la realidad, a partir de las cuales es posible formular cuatro aproximaciones a la verdad que, conjuntamente, nos ofrecen un camino o itinerario para su realización plena.  

 

Comencemos con la dimensión “superficial” de la realidad a la que hemos hecho referencia en la introducción. El término “superficial” no debe confundirnos. Aquí la superficialidad se dice respecto a lo que es inmediatamente accesible a través de nuestros sentidos y nuestra consciencia, aquello que se presenta de manera rotunda frente a nosotros y llamamos, en general, los “hechos objetivos”. 

 

Por lo tanto, no hablamos de superficialidad despectivamente. Aquí “superficial” no es sinónimo de “frívolo”. Lo superficial es lo concreto-inmediato, lo que innegablemente es el punto de partida y de llegada de cualquier reflexión seria acerca de lo real de suyo. Aquí, la guerra es, antes que cualquier otra cosa, “ese monstruo grande” y despiadado que se come las vidas humanas, destruyéndolo todo a su paso. 

 

Sin embargo, lo inmediato-concreto exige explicaciones si pretendemos una genuina comprensión. Necesitamos saber, por ejemplo, cómo hemos llegado hasta aquí, cómo hemos pasado de eso que llamamos “la paz”, a eso otro que llamamos la abominable “guerra”. No es fácil decidirlo.  

 

¿Cuándo se inició el conflicto? ¿Acaso cuando las tropas rusas cruzaron la frontera de Ucrania? Pero, entonces, ¿qué había antes de la invasión? ¿Acaso la paz? No parece serio plantearlo de ese modo si uno echa un vistazo a la historia reciente. 

 

Por otro lado, ¿quiénes son los que combaten en el campo de batalla? Los rusos, por supuesto, también los ucranianos. Sin embargo, ¿qué papel juegan otras potencias u organizaciones? Por ejemplo, los Estados Unidos, la Unión Europea, la OTAN, China, India, Irán, y el resto de los Estados del mundo, quienes, a través de sus gobiernos, no han podido ni pueden permanecer ajenos frente al peligro que nos acecha a todos. 

 

Pero, además, esos nombres se dicen o establecen sobre diversidades muchas veces antagónicas. Se dice y se espera, por ejemplo, que la oposición rusa se enfrente al gobierno de Putin, e incluso que fuerce su derrocamiento. En Estados Unidos, las palabras de Trump ponen en entredicho al gobierno demócrata de Biden, y se multiplican las voces disidentes aunque la inmensa mayoría apoyaría una nueva empresa guerrerista. No hay una Unión Europea, sino muchas, y en pugna entre ellas. Alemania y Polonia tienen intereses contrapuestos, lo mismo Francia con los miembros de la Europa del Este. Lo mismo ocurre con todas y cada una de las configuraciones restantes que llamamos Estados.  

 

De este modo, cuando los analistas políticos e internacionales serios se enfocan en la guerra, “descuartizan” nuestra percepción inmediata del conflicto. En este nivel, si no estamos haciendo propaganda, los “buenos” y los “malos” se distribuyen de manera desigual en el escenario político. 

 

Detrás del campo de batalla en el que personas de carne y hueso padecen las miserias de la guerra, hay una complejidad de particularidades e intereses en pugna que convierte el problema en intratable y explica el desenlace de las hostilidades. Es justamente la imposibilidad de resolver las contradicciones entre las muchas partes lo que conducen finalmente a una resolución violenta. A esta dimensión de la realidad es a la que hace referencia un tipo de verdad que llamaré “relativa”. 

 

A la tercera dimensión la denominaré “profunda”. Aquí la clave no la encontramos en el análisis discriminativo de lo que con-forma esa masa aparentemente caótica que es la guerra cuando la aprendemos superficialmente. Como hemos visto, hay bloques en pugna, que a su vez se articulan o engranan de manera compleja y contradictoria. En los primeros días, por ejemplo, todo era odas a la unidad de los “libres” contra la nueva expresión del “imperio del mal”. Pasados diez días, las contradicciones y las pugnas de intereses entre las potencias aliadas se han vuelto transparente. 

 

En lo que nos enfocamos en esta tercera dimensión, en cambio, es en la energía o poder (Kraft) que moviliza el proceso causal que se cristaliza en la guerra. Es decir, el trasfondo, generalmente tácito, innominado en el relato oficial, que explica en última instancia todos estos movimientos que conducen a la erupción de las hostilidades. 

 

Obviamente, detrás está la vida misma, la voluntad de vida, convertida patológicamente, en voluntad de dominio. Sin embargo, en nuestra época, esta voluntad de dominio se manifiesta en su forma más extrema y hegemónica en la voluntad de explotación y dominio por parte del capital, que instaura el sistema de relaciones sociales y ecológicas dentro del cual vivimos nuestra existencia concreta e inmediata: el capitalismo. Permítanme que cite el texto de David Foster Wallace para ilustrar mi punto: 

 

Están dos peces nadando uno junto al otro cuando se topan con un pez más viejo nadando en sentido contrario, quien los saluda y dice, “Buen día muchachos ¿Cómo está el agua?” Los peces siguen nadando hasta que después de un tiempo uno voltea hacia el otro y pregunta “¿Qué demonios es el agua?”

 

El capitalismo es el agua en la que vivimos. Es un sistema de clases, que se articula también a través de discriminaciones raciales, sexuales, étnicas, nacionales y religiosas, basado en la explotación de las inmensas mayorías de la población planetaria, y a la desposesión y apropiación sistemática de los bienes comunes de la humanidad por parte de una minoría, que además es indiferente a los efectos perversos que la extracción indiscriminada de recursos naturales y la libre disposición de los desperdicios que produce su actividad productiva, supone para el bienestar colectivo de la humanidad y el resto de seres que habitan el planeta. El resultado del sistema capitalista está a la vista de todos. Sus emblemas son la guerra, la pobreza y la destrucción medioambiental.  

 

 3

 

Hace unos días, en la ciudad de Buenos Aires, en uno de sus barrios acomodados, Palermo, seis jóvenes violaron a una joven de 20 años en un automóvil, a plena luz del día. La ministra de Mujeres, Géneros y Diversidad, Elizabeth Gómez Alcorta, se refirió a los acusados de la violación grupal del siguiente modo en un twitter:

 

Es tu hermano, tu vecino, tu papá, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo. No es una bestia, no es un animal, no es una manada ni sus instintos son irrefrenables. Ninguno de los hechos que nos horrorizan son aislados. Todos y cada uno responden a la misma matriz cultural. 

 

Y horas más tarde, en una entrevista televisiva, señaló: 

 

No se trata de hechos aislados, ni de hechos que estén vinculados a personas, varones, con algún problema en particular […] Crecimos y nos socializamos sobre las bases de una masculinidad que nos enseña que los varones tienen derecho a decidir, solos o en grupo, sobre los cuerpos de las mujeres y LGBTI+ como quien dispone de una propiedad o de una cosa. 

 

La presidenta del principal partido político de la oposición, pidió de inmediato la renuncia de la ministra acusándola de justificar el crimen. De acuerdo a Patricia Bullrich, establecer un vínculo entre el trasfondo cultural machista y la violación grupal implica necesariamente socavar nuestro orden moral basado en la autonomía individual, en el que cada persona responde libremente, en vez de predeterminada por la cultura. 

 

La conclusión es transparente. No hay conexión o vínculo entre la violación de los jóvenes y nuestra cultura machista. De modo que la única alternativa explicativa que nos queda es la “monstruosidad”, en el sentido de anomalía y excepcionalidad. El crimen no debe poner en cuestión nuestro rumbo actual, nuestro orden vigente. La perspectiva conservadora, en este sentido, previene ante cualquier transformación sistémica. 

 

 

4

 

Volvamos a la guerra en Ucrania. En el nivel subjetivo, superficial, la guerra se reduce a sus consecuencias inmediatas: el dolor, la muerte, la destrucción, y su perpetrador: Vladimir Putin, que el establishment político y mediático occidental tilda como “monstruo”. Eso explica la difusión hasta el hartazgo de retratos biográficos y psicológicos del líder ruso, como explicación última de las hostilidades. 

 

En el nivel objetivo, relativo, la guerra se explica en un contexto geopolítico complejo que la precede, una guerra comercial, tecnológica, financiera, cultural y territorial que involucra a un imperio en decadencia, los Estados Unidos, una potencia en alza, China, y otra repetidamente humillada, y que además se siente acorralada, Rusia, y una Unión Europea prisionera de sus vacilaciones pasadas, una burocracia institucional inoperante internacionalmente, y una dependencia cruzada respecto a Estados Unidos (dependencia militar) y Rusia (energética y comercial). Ucrania es el escenario donde se libra una batalla de esta guerra global. 

 

Obviamente, en este nivel de análisis, la guerra no puede entenderse como el resultado caprichoso del carácter de un líder político como Putin. Aquí lo que está en juego son lógicas estructurales del orden geopolítico global actual, en el que las potencias se topan con límites que se dirimen finalmente de manera violenta, produciendo toda clase de consecuencias en el orden vigente, de manera análoga a que la crisis financiera es el resultado de contradicciones inherentes que acaban, al llegar al climax de su evolución, a instancias de destrucción masiva que empujan a la miseria a pueblos enteros para reconfigurar nuevos órdenes de acumulación. 

 

Como han señalado diversos analistas, el modelo que estamos dejando atrás es el anunciado por George Bush en 1991 – el orden mundial unipolar en el cual Estados Unidos tenía un lugar hegemónico indiscutido. Primero Donald Trump, y ahora Vladimir Putin son los anunciadores del nuevo orden mundial multipolar en el cual las potencias en alza reclaman reconocimiento e intentan fijar sus zonas de influencia. 

 

En este caso, ya no podemos seguir hablando de la guerra como una anomalía. No existe, como diría Žižek, un grado 0 de violencia, la paz, que es de pronto interrumpido por la acción extraordinaria de un agente, el cual nos traslada a un escenario bélico. Solo en el paisaje que nos ofrece la perspectiva subjetiva el tránsito entre la paz y la guerra se percibe en términos absolutos, como una ruptura radical. Desde la perspectiva objetiva, existe una continuidad palpable, en un proceso cuyos hitos son visibles y documentados. En el caso que estamos analizando, la cronología de los hechos muestra que el comienzo de las hostilidades, no solo estaba largamente anunciado, sino que en mucho precedió al momento de la invasión, como prueban los sucesos de 2014 y la guerra civil dentro del país entre la Ucrania prooccidental y las regiones separatistas rusas. 

 

Ahora bien, estas explicaciones, por muy detalladas y comprensivas que puedan ser, exigen, como decíamos, que se aclare un elemento clave del entramado: la fuerza, potencia o energía que moviliza las pugnas geopolíticas hasta alcanzar la cristalización superficial que contemplamos en forma de guerra. Más allá del nacionalismo ruso o el imperialismo estadounidense, como decíamos, el trasfondo es la lógica inherente del capitalismo global que se manifiesta en sus límites cristalizando guerras, crisis socioeconómicas y política y destruyendo el medioambiente.  

 

5

 

En este último apartado quiero referirme al problema de la verdad, y responder a dos posibles objeciones. 

 

Lo primero es notar que la dimensión subjetiva es aquella en la que nuestra racionalidad se encuentra en su nivel más bajo y, por ello, la más proclive a la manipulación emocional por parte de la propaganda. Es un lugar en el que las verdades están comprometidas, por eso mismo, debido a la parcialidad a la que nos inclinan nuestros afectos y pasiones. 

Eso no significa, como ya hemos dicho, que el nivel subjetivo deba descartarse. No estoy proponiendo que extirpemos nuestros sentimientos morales de la ecuación. Lo que estoy diciendo es que esos sentimientos morales (como la indignación, por ejemplo), deben realizar un viaje dialéctico cuyo objetivo es el acoplamiento de las emociones con la razón. En el nivel puramente subjetivo, o bien las emociones están completamente desvinculadas de la razón, o la racionalidad está al servicio de la justificación de la experiencia emocional espontánea que se produce ante las circunstancias que vivimos. 

 

Este viaje dialéctico comienza, efectivamente, con la “verdad subjetiva-superficial”, que nos conduce espontáneamente al rechazo moral visceral frente a la guerra, nuestra simpatía natural hacia las víctimas, y la aprehensión espontánea del agente dañino primario como “malo” o “monstruoso”. Sin embargo, no se detiene allí. El siguiente paso es analizar la trama causal que hace posible el crimen o el acto violento. En este marco, descubre que el “monstruo”, lejos de tal cosa (una anomalía) es el efecto cristalizado de ciertos procesos causales, de ciertos actos que tuvieron lugar en el pasado, que voluntaria o involuntariamente precipitaron el efecto presente. 

 

En este punto pueden plantearse dos objeciones análogas a las articuladas por la presidenta del PRO, Patricia Bullrich, a la ministra de la Mujer, géneros y diversidad de la Argentina.

 

La primera objeción apunta a que una explicación de este tipo puede conducir a una exculpación del criminal. La respuesta es negativa. De lo que se trata es de ampliar el sentido de responsabilidad a otros agentes partícipes, que directa o indirectamente, voluntaria o involuntariamente, son cómplices del crimen. 

 

La segunda objeción es más difícil de responder. ¿Acaso todos somos culpables? La respuesta es, sin embargo, un rotundo “no”, porque existen las víctimas, que expresan en su piel la injusticia de ciertas relaciones y entramados causales específicos. En el caso concreto que estamos analizando, además de Rusia, los Estados Unidos, la Unión Europea, y el propio gobierno de Ucrania, son responsables, en diferentes medidas, de la tragedia humanitaria que se está produciendo. Ninguno de estos agentes es un espectador inocente, pese a la fingida indignación que expresan y ajetreo humanitario desplegado. Basta recordar la huida y abandono de civiles de la OTAN en Afganistán hace unos meses para saber que la preocupación central, más allá del desafío geopolítico que plantea la invasión, y las devastadoras consecuencias socioeconómicas que traerá consigo, lo que se intenta con estos gestos es proteger la legitimidad del poder burocrático-político ante la crisis. 

 

El viaje, sin embargo, no ha terminado. El siguiente paso es reconocer el trasfondo último, la energía o potencia, que explica estas apariencias y configuraciones cristalizadas de los niveles 1 y 2. Como ya indicamos de pasada, esta energía, que en nuestra época se cristaliza en las formas institucionales y en las formas de vida que impone el capitalismo, puede entenderse universalmente en relación con nuestra condición finita, y por ende, con nuestra lucha por la supervivencia y el poder, que se traduce en explotación, apropiación, guerras y conquistas que hemos vivido a lo largo de nuestra historia, y cuyas raíces pueden seguramente rastrearse en nuestra biología. Todas las tradiciones religiosas mundiales, todas las filosofías y éticas humanistas del mundo han formulado articulaciones dirigidas a disciplinar a los individuos para poner coto a los efectos perniciosos de esta voluntad de vida, convertida patológicamente en voluntad de poder. 

 

Los budistas, por ejemplo, hablan de una confusión básica, que nos hace aprehendernos a nosotros mismos como entidades autosuficientes, dotadas de una existencia inherente, separada del resto del cosmos. Esto es, nos dicen los budistas, lo que subyace a nuestro afán de apropiación y dominio: la cosificación, la fetichización de las personas y las cosas, y nuestras emociones negativas. 

 

O, como dicen los teístas, el origen del dolor, de la guerra, de la injusticia, debemos buscarlo en nuestro olvido de nuestro vínculo filial con Dios, nuestro padre, nuestro origen común, nuestra fraternidad como criaturas, con toda la creación humana y no humana. 

 

Ahora bien, esta tendencia universal a la confusión primordial o al olvido de nuestro origen común nos lleva a percibir nuestra suerte individual desacoplada de la suerte del resto de las criaturas. Sin embargo, el modo en el cual se articula históricamente esta tendencia es peculiar en cada época. En nuestra época, esa tendencia adopta la forma del capitalismo neoliberal, en camino de convertirse, según algunos pensadores, en una suerte de neofeudalismo corporativo digital, militarizado y financiarizado.

 

Lo que distingue al capitalismo de otros órdenes y sistemas de relaciones sociales y ecológicas previas es el hecho de que la ignorancia básica, el olvido, es el fundamento del sistema, y las prácticas de competencia, apropiación y desposesión sistemáticas, las claves de su funcionamiento. Las vidas humanas y no humanas están al servicio del capital, convertido en una suerte de genio maligno que ha transformado nuestras existencias en imágenes ilusorias en las pantallas de nuestros ordenadores, o datos numéricos en sus documentos de Excel. 

 

Con esta visión como trasfondo, damos el último paso en nuestro camino hacia la verdad, en la que ésta coincide, por fin, con la realidad. Regresamos al nivel 1, a la experiencia superficial de la guerra, de los refugiados, de la muerte. Los sentimientos morales siguen ahí, pero ahora sabemos que una solución exige mucho más que una condena emotivista, emblemas, emoticones o banderas en nuestras cuentas de Instagram. Necesitamos una revolución, una transformación radical, un nuevo comienzo, otro mundo posible. 

 

ESE MONSTRUO GRANDE

 Es fácil entender que los que sufren las consecuencias (de la guerra) consideren que es de una complacencia inaceptable indagar por qué ocurrió y si se podría haber evitado. Comprensible, pero equivocado. Si queremos responder a la tragedia de modo que ayude a las víctimas y evite las catástrofes aún peores que se avecinan, es prudente y necesario aprender todo lo que podamos sobre lo que salió mal y cómo se podría haber corregido el rumbo. Los gestos heroicos pueden ser gratificantes. No son útiles.

NOAM CHOMSKY

 

La invasión de Ucrania y la guerra en curso nos enfrenta a toda clase de aporías. Es difícil pensar constructivamente lo que está ocurriendo mientras contemplamos en nuestros televisores la destrucción en el terreno y las profecías ominosas que expresan nuestros analistas sobre nuestro futuro global.


La alternativa cómoda en estos momentos es la condena unánime y sin cortapisas del crimen cometido por el gobierno ruso contra el derecho internacional, olvidando enteramente el trasfondo que nos ha traído a las actuales circunstancias.  


De modo que, en esta nota, me abstendré de sumarme al coro de los llamados «medios occidentales». En primer lugar, porque considero una forma de autodesprecio moral sumarme a este tipo de respuestas de manual a las que nos conminan de manera reiterada las redes sociales y la comunicación de «emoticones y banderas». 

 

Más que nunca, necesitamos inteligencia. Como dice Noam Chomsky, y ha sido probado una y otra vez en la historia, «los gestos heroicos pueden ser gratificantes», pero no son útiles. Aquí la palabra clave es gestos. En una sociedad emotivista como en la que vivimos, la política se reduce a gestos, y cuando se acaban los gestos, a falta de política, lo que queda es la guerra, la violencia, la arbitrariedad del poder. 

 

Mi razonamiento en este caso es el siguiente: «No es aceptable que después de tantas guerras atroces, de tantos bombardeos inteligentes, de tantas víctimas colaterales, de la manufacturación de tantos países fallidos por obra y gracia de nuestra pretendida «libertad y democracia», de haber tragado tantos retratos caricaturescos de dictadores perversos, terroristas insanos, rebeldes psicóticos, de tantos millones de desplazados, de tantos campos de refugiados, de tantas crisis migratorias; sigamos «borreguilmente», como se dice en España, asintiendo a las explicaciones superficiales que nos ofrece el establishment corporativo y burocrático que nos gobierna abierta o secretamente. 

 

¿De verdad esta guerra, y cualquier otra guerra previa, va de locos, perversos, retrógrados y cosas por el estilo? ¿De verdad tengo que creer que el problema son personajes como Putin, Sadam Hussein, Gadaffi, Netanhyahu, Milosevic, Bush o Trump? ¿Pueden los vulgares retratos biográficos de estos personajes explicar, por ejemplo, la existencia de los arsenales nucleares en el mundo, de los cuantiosos porcentajes presupuestarios dedicados al armamento y la vigilancia de las ciudadanías en pos de “nuestra seguridad”? ¿De verdad tengo que asentir una vez más al relato de los buenos occidentales (racistas, chauvinistas, colonialistas, imperialistas y genocidas en todas sus campañas militares de conquista o intervención en los últimos quinientos años, que hoy, como ayer se presentan como defensores de la cristiandad, la civilización, la libertad o la democracia en el mundo, para justificar sus atropellos)? ¿De verdad tengo que asentir a la vulgata de los malvados, oscuros, obscenos y narcisistas gobernantes del bloque contrario, que contestan de manera brutal, dictatorial, genocida también, a las pretensiones imperialistas de los poderosos líderes del Atlántico Norte al servicio del entramado corporativo al que sirven? ¿De verdad en Rusia tenemos oligarcas y en Occidente tenemos buenos capitalistas? ¿De verdad tengo que vanagloriarme de nuestras democracias liberales contraponiéndolas al despotismo oriental, como ha sido usanza de la vieja Europa desde sus orígenes?

 

Por todo ello, considero una forma de autodesprecio moral ser obligado a aceptar lecciones morales de sociedades que encarnan la violencia, que acumulan armas de destrucción masiva, que atentan contra las democracias en el mundo que amenazan su hegemonía, o imponen gobiernos títeres contra sus poblaciones para defender sus intereses, que son responsables primarios de la desigualdad por medio de la explotación y la desposesión en el mundo, que acumulan la mayor tasa de contaminación medioambiental y destrucción ecológica que sufrimos todos. 

 

En segundo lugar, porque, pese a que existe un responsable principal de las muertes y la penuria que viven hoy, principalmente, los ucranianos, pero que se extenderá a todo lo largo y ancho del globo debido a las consecuencias que traerá consigo la guerra y la respuesta de la coalición occidental ante la ofensiva rusa, cuando uno presta atención a las publicaciones previas a que se desatara finalmente la crisis violentamente, ni los Estados Unidos, ni la Unión Europea, ni mucho menos el presidente Zelenski resultan menos culpables de lo acontecido. 

 

Los líderes de la OTAN deberían ser sentados en el banquillo de los acusados junto con Vladimir Putin. Su indignación actual y su atropellada e inconducente respuesta ante la invasión y la guerra es una prueba de su responsabilidad en el desenlace que estamos viviendo. La hiperactividad en el frente mediático para dar visibilidad al esfuerzo denodado por demostrar la firmeza de la coalición ante la agresión es más un síntoma de culpabilidad encubierta que un efectivo tratamiento para contener la violencia y evitar males mayores. 

 

A menos que la OTAN esté dispuesta a involucrarse directamente en el conflicto militarmente, lo cual supondría un enfrentamiento bélico que amenaza convertirse en la primera guerra nuclear (recordemos que el crimen de Hiroshima y Nagasaki se perpetró contra un Estado y un pueblo, el japonés, que no tenía medios de respuesta, ni era una amenaza en dichos términos a los Estados Unidos), la única solución es una negociación diplomática. 

 

Una negociación diplomática exitosa en este caso no se logrará imponiendo la lógica de vencedores y vencidos en términos absolutos. El problema es que dicha negociación diplomática mostrará claramente que la Unión Europea, los Estados Unidos y el propio presidente Zelenski, a quien hoy se aclama en las redes sociales como un héroe, son cómplices de las hostilidades y corresponsables de los crímenes de guerra que se están perpetrando. 

 

Obviamente, esto no supone un menosprecio de la resistencia popular ucraniana, pero resignifica nuestra interpretación de la historia reciente. Ucrania corre el riesgo serio de convertirse en un «Estado fallido», en buena medida, porque su líder político decidió, pese al peligro que suponía en el actual escenario geopolítico mundial adoptar dicha decisión, abandonar su rol de neutralidad en una época de guerra abierta, aunque no declarada, entre «Occidente», Rusia y China.

 

Cuanto más se retrase un entendimiento diplomático entre las partes, mayores serán los sufrimientos de la población en el terreno, y mayores serán las consecuencias socioeconómicas globales del conflicto. La pregunta, entonces, es ¿por qué motivo la Unión Europea mantiene una retórica beligerante en la que afirma por activa o por pasiva que dicho entendimiento diplomático está bloqueado, y se inclina, en cambio, exclusivamente por una respuesta militarista (armar a la resistencia ucraniana) y sanciones económicas?

 

Tal vez, los aliados de la OTAN y el propio Zelenski quieran esconder su complicidad en la debacle de la guerra, porque al final, la única solución posible, a menos que Rusia sea vencida militarmente, o que el régimen de Putin sea derrocado por la oposición interna, solo puede ser, en última instancia, algo semejante a lo que Rusia exigía antes del comienzo de las hostilidades: que la OTAN se mantenga a distancia y deje de jugar con fuego en sus fronteras, como viene ocurriendo en los últimos años de manera sistemática, y como está ocurriendo en Asia, en la medianera marítima que Australia, Gran Bretaña y Estados Unidos dicen defender frente a China. 

 

Si eso ocurriera, si finalmente Ucrania decidiera aceptar un estatuto de neutralidad en el escenario geopolítico europeo, y Rusia obtuviera una garantía aceptable de seguridad para su integridad territorial por parte de la Unión Europea y la OTAN, entonces, la invasión y la guerra de Ucrania serían el mayor desatino que uno puede imaginarse, y el sufrimiento de la población ucraniana verdaderamente inútil. 

 

¿Puede permitirse Europa y los Estados Unidos un entendimiento semejante para que se ponga fin a las hostilidades? ¿O, en realidad, no es solo Putin quien se encuentra ineludiblemente cautivo de sus decisiones, y el bloque europeo ha firmado un acuerdo con el diablo al atar su destino a la inevitable «decadencia del imperio americano»?


Permítanme agregar, para evitar malentendidos, que todo esto no quita, como el propio Chomsky ha señalado, que la invasión de Ucrania sea un crimen injustificado que será recordado en los anales de historia de manera análoga a la invasión de Irak por los Estados Unidos en su momento.  




EL DESIERTO


Introducción

 

Comencemos, una vez más, desandando el camino que hemos hecho hasta el momento. Para ello, permítanme comentar, parafraseándola, una cita del filósofo político estadounidense Michael Walzer que, a mi modo de ver, sintetiza el espíritu de lo que estamos haciendo.

 

El contexto es una reflexión sobre la significación del éxodo del pueblo judío. Walzer resume su estructura narrativa del siguiente modo. 

 

(1) El punto de partida es “Egipto”, que simboliza la esclavitud del pueblo judío. (2) En el horizonte, tenemos la libertad, en la figura de la “tierra prometida”: Israel. (3) Entre el estado de esclavitud e Israel (la tierra prometida), lo que tenemos es un camino. No hay alternativa. Si queremos llegar a Israel, hay que cruzar el desierto, y para ello hay que caminar, hay que “unirse (a otros) y caminar”. 

 

Egipto

 

“Egipto” es en el budismo dukkha, la verdad de nuestra condición ordinaria: el sufrimiento omnipresente que caracteriza nuestras vidas. La primera noble verdad.

 

En la segunda noble verdad nos preguntamos: ¿Por qué dukkha? ¿Qué hay detrás del sufrimiento? ¿De dónde viene? 

 

En la metáfora de Egipto, el cautiverio del pueblo judío está vinculado a dos cosas. 

 

Por un lado, al poder de nuestros opresores. Un poder enorme, apabullante. Por el otro lado, a nuestra propia ignorancia, nuestros aferramientos, nuestras fobias, nuestros temores. 

 

Los budistas dirían que los opresores son la manifestación de nuestro karma, el resultado “cristalizado” de nuestra historia pasada. 

 

Hoy, por ejemplo, nos encontramos ante la guerra, la pobreza y la exclusión, y la destrucción medioambiental. Este es nuestro karma. Es decir: es el resultado de la historia de esta comunidad de la que formamos parte, que incluye a la humanidad, y a todos los seres vivientes que habitan la Tierra. 

 

Por otro lado, nos encontramos con nuestra ignorancia, nuestras emociones negativas, nuestro temor. Por ello, necesitamos, además de claridad respecto a nuestra situación históricamente determinada, de nuestra situación de cautiverio, concientización, como diría Paulo Freire.

 

Concientización

 

Concientización significa descubrir quiénes somos verdaderamente, y a partir de esa comprensión profunda de nuestro ser, imaginar y construir un futuro posible, una tierra prometida para la comunidad de la que formamos parte. 

 

Concientización implica, primero, reconocer nuestra condición finita, dependiente, vulnerable. Pero, también, concientización respecto al potencial de libertad que anida en el corazón de esta existencia finita y condicionada. Esta es la tercera noble verdad: la verdad de la cesación de dukkha

 

Por lo tanto, esa concientización debe serlo (1) de nuestra condición relativa, y (2) de nuestra naturaleza última. 

 

Ahora bien, no podemos enfocarnos exclusivamente en nuestra naturaleza última, metafísica. Sencillamente, porque nuestra naturaleza última solo se manifiesta en nuestra condición relativa. El Sutra del corazón lo expresa con completa sencillez: la forma es vacuidad y la vacuidad es forma. De modo que la verdad del sufrimiento en las cuatro nobles verdades es tan verdadera como la verdad de la cesación del sufrimiento. La verdad relativa es tan verdadera como la última verdad de lo que somos. Solo en la historia, diría el cristianismo, se manifiesta la libertad. Paradójicamente, solo en la humanidad de Jesús se expresa de manera perfecta el amor del Padre. 

 

Una manera de pensar este punto es centrarnos en lo que está en juego en la verdad relativa. Si nos enfocamos exclusivamente en nuestra condición privilegiada, podemos ignorar un aspecto importante de nuestra búsqueda espiritual: que nuestro privilegio actual está fundado siempre, ineludiblemente, en la injusticia del orden institucional que habitamos. No podemos pensar nuestras circunstancias relativas sin pensar en las circunstancias relativas de quienes hoy encarnan identidades despreciadas.

 

Ser negro, ser mujer, ser indio, ser homosexual, ser pobre, etc., exige una labor previa de autoaceptación y de lucha por la igualdad. Esta lucha por la autoaceptación que afecta a grandes masas de seres humanos en la Tierra actualmente, solo se logra reconfigurando la identidad relativa que emerge de nuestras relaciones sociales y ecológicas del orden presente.

 

Más allá del budismo “socialmente comprometido”

 

Lo interesante del asunto, sin embargo, es que la lucha por la igualdad no solo afecta al negro, a la mujer, al indio, al homosexual, sino que pone en cuestión y obliga a reconfigurar todas las identidades dentro de ese orden: el blanco se ve atacado en sus privilegios cuando el negro reclama igualdad; al hombre le pasa algo semejante cuando la mujer exige que no se la explote, discrimine o excluya, y se la trate de igual a igual;  y lo mismo pasa con el criollo, cuando el indio se hace presente y alza su voz. 

 

Este tipo de luchas reconfiguran a la sociedad en su conjunto, porque en el momento en el que “los que no cuentan” empiezan a hablar, y su voz empieza a ser oída, la totalidad de la comunidad sufre una metamorfosis, deja de ser un tipo de comunidad, para convertirse en otra. 

 

El budismo está sufriendo esta metamorfosis. Sin embargo, hay una ética crítica budista, un budismo mucho más radical que el mero “budismo socialmente comprometido”, liberal, que actúa en el seno del orden vigente con cierta autocomplacencia. 

 

Este budismo radical es fiel a las enseñanzas del Buda, y por eso pone en entredicho al budismo institucional, denunciando que éste ha creado sus propias víctimas, de manera voluntaria o involuntaria, pero siempre debido a su concepción acrítica de la historia.  

 

El budismo radical pone el dedo en esas exclusiones institucionales. Es un budismo crítico, como existe un cristianismo, un judaísmo, un islamismo, un liberalismo, un marxismo crítico. En todos estos casos, la crítica pone el acento en quienes se quedan afuera, quienes no están invitados al banquete de la comunidad de los elegidos, las víctimas. 

 

La libertad en la historia

 

Ahora bien, la insustancialidad (el carácter meramente histórico y socialmente constituido) de todas las identidades relativas, es la señal que permite al budismo declarar la vacuidad inherente de toda identidad. 

 

Todas las identidades son circunstanciales, emergen de manera interdependiente (históricamente y en el seno de un orden de sentido determinado), y por ello están vacías en última instancia de una esencia que las defina de una vez para siempre. 

Es decir: las identidades existen, y se organizan en nuestro orden social en jerarquías que ponen de manifiesto violencias, desigualdades, injusticias. Nuestra primera tarea es poner en entredicho la fetichización de dichas identidades, y los ordenes jerárquicos de explotación y desprecio moral que encarnan. El budismo no puede aceptar como natural un orden moral que legitime el desprecio o la subordinación y explotación social. 

 

La otra noción importante es la del karma (acción), que nosotros relacionamos con la historia. Nuestra historia personal, nuestra historia comunitaria, la historia de nuestra especie entre otras especies. 

 

Somos hijos de nuestra historia, indudablemente. Pero no estamos condenados necesaria, trágicamente, a repetir la misma historia. Cuando vivimos conscientemente el presente, y tomamos consciencia que estamos cautivos de un relato destructivo y somos capaces de imaginar una meta alternativa, nuestra tierra prometida, nos echamos a caminar por el desierto en busca de un nuevo mundo. 

 

La guerra

 

Una de las cosas terribles que estamos presenciando en estos días es que la historia parece haberse apropiado de la voluntad de la humanidad. La historia, decíamos, es equivalente al karma en el budismo. El karma está relacionado con la noción de acción, y ésta con las ideas de voluntad e intencionalidad, que a su vez están estrechamente vinculadas con la noción de libertad. 

 

Ahora bien, la noción de karma parece tener dos caras. Por un lado, se refiere a las acciones mismas que realizan los agentes. Por otro lado, se refiere al hecho de que esas acciones, una vez actuadas, echan a rodar en el mundo con independencia de sus agentes. Eso que echamos a rodar en el mundo se independiza de los agentes, adquiere vida propia, se cristaliza en la historia.

 

Pensemos, por ejemplo, en lo que está ocurriendo en Ucrania. Hace 8 años, en el 2014, los expertos en relaciones internacionales estadounidenses y europeos alertaban que las políticas de expansión de la OTAN que estaba propiciando Estados Unidos desencadenarían una guerra, cuyas consecuencias eran imposibles de prever. A lo largo de estos años, esa política siguió promoviéndose.

 

Hasta hace unos días, los actores involucrados en el conflicto aún tenían en sus manos la posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo para evitar el conflicto. Pero el acuerdo no se produjo, y estalló la guerra en el corazón de Europa. Como ocurrió con la pandemia, la guerra que estamos presenciando es una catástrofe largamente anunciada. 

 

Todos sabíamos que tarde o temprano se desataría una pandemia. Lo sabíamos porque todos los epidemiólogos del mundo alertaban sobre ello. Podríamos haber hecho muchas cosas para evitar la pandemia, o minimizar sus efectos, pero no lo hicimos. 

 

Ahora bien, una vez que la acción individual y colectiva se cristaliza en la historia, deja de estar en manos de los sujetos cambiar el rumbo de las cosas, porque ya no se trata de algo que ocurre en la esfera de nuestra consciencia o nuestra subjetividad, sino que se convierte en una realidad en el mundo, una objetividad en el mundo que nos enfrenta. 

 

Algo parecido ha pasado con la guerra. Una vez todos los puentes fueron dinamitados en la negociación entre Rusia y Occidente, se inició el conflicto militar. En ese momento, la guerra se convierte en agente, y nosotros nos convertimos en meras marionetas. La guerra se convierte en el sujeto de la historia, y nosotros, todos nosotros, en sus víctimas. El karma se manifiesta plenamente. 

 

Uno de mis maestros budistas solía decir que, en lo que concierne a esta vida, nuestro karma ya se ha manifestado. En cierto sentido, esta vida ya está perdida, no hay manera de cambiar el efecto de los actos que ya se han actualizado. Hay cosas que ya no podemos cambiar, porque son los efectos o consecuencias de lo que hemos hecho en el pasado. Una vez la historia realiza su potencial, ya no hay vuelta atrás. Sin embargo, podemos cambiar el futuro, actuando sobre el presente, creando las causas adecuadas, y neutralizando las acciones  dañinas ya realizadas, pero aún no realizadas, que se convertirán en sufrimiento del mañana.  

 

Obviamente, cuando actuamos de ese modo, como nos enseñó Walter Benjamin, la historia es resignificada y las víctimas redimidas. 

 

El becerro de oro

 


En la metáfora del éxodo, Egipto, como decíamos, es la esclavitud, Israel es la tierra prometida, y el desierto es el camino que debemos transitar para alcanzar la liberación. 

 

Ahora bien, liberarse de la esclavitud no se reduce a escapar de Egipto, eludir el karma que hemos fabricado, huir de nuestros captores. Hay que liberarse también de una cierta noción que tenemos de nosotros mismos. 

 

Al echarse al desierto, el esclavo deja la esclavitud en su mente y en su corazón. En el camino el esclavo realiza su libertad. Obviamente, el individuo o el pueblo puede volver a su condición esclava en el camino si fetichiza la promesa, si convierte a Dios en un becerro de oro, si se olvida que la libertad es siempre un camino y no un lugar concreto en algún lugar de la tierra donde construir un muro e inventar a nuestros enemigos. 

 

El camino cumple, entre otras cosas, ese propósito. Al transitarlo, nos despojamos de las falsas comprensiones que tenemos de nosotros mismos. Dejamos de ser esclavos. 

 

La tierra prometida y la natividad

 

¿Qué es entonces la tierra prometida? No es una ilusión banal, fruto de la imaginación caprichosa. La tierra prometida es la expresión de nuestra condición originaria. Para el budismo, la tierra prometida es nuestra condición inherente de libertad, la pureza fundamental que subyace a la ignorancia cotidiana en la que estamos cautivos y de la que tenemos que despertar.

 

No importan las circunstancias en las cuales en el presente estemos prisioneros. Lo que caracteriza a los seres humanos, especialmente, es que nuestro presente está siempre abierto a futuros alternativos. La historia nos interpela, dándonos ocasión a no repetir en el presente aquello que produjo nuestro sufrimiento actual en el futuro.

 

Como señalaba Keiji Nishitani, el famoso sacerdote Zen y filósofo, discípulo en Alemania de Martin Heidegger, no somos, como pretendía el maestro de Friburgo, exclusivamente seres-para-la-muerte, somos también, y más fundamentalmente, siempre una promesa que se manifiesta en el hecho de nacer. Nishitani citaba a la discípula de Heidegger, Hannah Arendt, en este sentido, quien contraponía al ser-para-la-muerte de su maestro, la natividad. 

 

La esperanza y la libertad

 

Creo que este punto es muy importante para entender la tercera noble verdad. Somos seres que nacen. Como seres que nacen, que traen siempre una novedad al mundo, la esperanza es constitutiva de la experiencia humana, incluso en tiempos oscuros como los que vivimos. 


Obviamente, esa nueva vida puede ser una repetición de la vida que le precedió, puede ser una experiencia basada en la ignorancia dentro del ciclo de los renacimientos y las muertes sin sentido, pero también puede ser la ocasión de una novedad radical, puede ser el despertar a una vida radicalmente nueva. 

 

Ahora bien, debemos ser cuidadosos cuando hablamos de libertad. En estos tiempos en los que la palabra libertad, como otras palabras solemnes tan manoseadas, como son el amor y la verdad, se utiliza para reclamar caprichosamente lo que nos place a cualquier costo, vale la penar recordar a la filósofa francesa Simone Weil. Para ella, la libertad se expresaba más profundamente, más fundamentalmente en nuestras obligaciones, en nuestros deberes, que en nuestros derechos. 

 

La genuina libertad, en este sentido, se expresa al asumir la responsabilidad de nuestros actos, cuando nos comprometemos a través de ellos frente a los otros. En ese sentido, nos decía Weil, nuestros deberes, nuestras obligaciones frente a los otros, son más fundamentales que nuestros derechos, y argumentaba que el principal derecho de un ser humano es poder ser de utilidad a otros seres, poder servirles. 


Se trata del derecho a ser responsable, del derecho a sentirse obligado frente a uno mismo en su vida, a seguir viviendo, promover la vida, realizarla; el derecho a ser responsable de otros, para que sus vidas sigan reproduciéndose, desarrollándose y realizándose, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.  

POSVERDAD O CRISIS DE LEGITIMIDAD


Introducción

El objetivo de esta serie de conversaciones es explorar la cuestión de la «posverdad». 

Comencemos señalando brevemente a qué se refiere este fenómeno. En general, el término hace referencia a una cierta prioridad que se otorga en el espacio público a las emociones y a las creencias personales, en detrimento o por encima de los hechos. 

Esto está relacionado, a su vez, con un fenómeno político relevante para nuestra discusión: una suerte de angustia generalizada por parte de la ciudadanía respecto a las verdades que pretende establecer la autoridad burocrática y el poder corporativo en nuestra época. 


Posmodernismo y posverdad

Los análisis del fenómeno de la posverdad, en general, adoptan dos estrategias. 

Por un lado, desde el punto de vista filosófico, lo que se intenta es rastrear los orígenes del fenómeno en la historia de la filosofía, con el fin de identificar en las doctrinas explícitas, los trasfondos de sentido, los imaginarios sociales, las formas institucionales y las prácticas cristalizadas en las teorías. Obviamente, no se pretende que las teorías sean la fuente del fenómeno, sino que en ellas son explicitados los órdenes morales de las sociedades modernas y contemporáneas, y por ello resultan informativas. 

Hay quienes identifican en la revolución epistemológica moderna, en el giro subjetivista que la caracteriza, el origen remoto que ha conducido a la actual devaluación de la verdad. Otros, en cambio, apuntan que es en la revolución trascendental kantiana, enfocada en la «correlación» insuperable sujeto-objeto, donde encontraremos la explicación de nuestro actual derrotero. 

En cualquier caso, el idealismo, el nihilismo, el relativismo cultural y el posmodernismo, conducen en este relato a la muerte de la verdad, cuya contracara es la exacerbación de la cultura emotivista actual, en la cual las verdades ya no se buscan en los hechos. 

En este relato, la figura de Nietzsche es clave. El posmodernismo, el enemigo a batir. 


Aceleración y alienación

Por otro lado, desde un punto de vista sociológico, se analiza el problema de la posverdad prestando atención a los procesos de alienación y aceleración a los que conduce el capitalismo actual, especialmente en relación a las profundas y vertiginosas transformaciones tecnológicas que han modificado de manera disruptiva los fundamentos espacio-temporales de nuestra experiencia de vida. 

Para quienes eligen esta deriva analítica, las nuevas tecnologías conducen a la pérdida progresiva de referencias sustantivas y estables, lo cual conlleva, para el sujeto, modificaciones en todas las dimensiones de su experiencia:

En la dimensión connativa, los individuos parecen desorientados en el fragmentado espacio moral que habitan. En parte, debido al empobrecimiento o disolución de los horizontes articulados a partir de valores sustantivos. Esto da lugar, por un lado, a una orientación exclusivamente instrumentalista de la acción, o al retorno de toda clase de tribalismos.  

En la dimensión atencional, los individuos parecen estar cautivos en las lógicas extenuantes que impone la precariedad existencial, la exacerbación del consumo, especialmente, en el mercado digital, y el incansable acoso propagandístico. Todo ello en el contexto de una economía de mercado en el que los agentes se autoperciben a imagen y semejanza de la empresa capitalista, obligados a remodelar de manera continua sus profiles para resultar competitivos, y someterse mansamente a las exigencias continuas de evaluación que imponen los sistemas de competencia. Todo ello en el marco de una extendida precariedad, explotación abierta de los estratos burocráticos y corporativos gerenciales, y una incertidumbre generalizada.

En la dimensión cognitiva, los individuos parecen cautivos entre (1) la indecisión que impone la indeterminación para el discernimiento de lo que es aparente y de lo que es real de suyo (poniendo en entredicho la racionalidad misma del mercado, tal como pretende la teoría de la elección racional); y (2) una suerte de decisionismo o voluntarismo cognitivo, que se acomoda mejor a la experiencia monológica de las redes sociales y el consumo digital, que a la «acción comunicativa» que, teóricamente, fundamenta la democracia liberal. 

Finalmente, en la dimensión afectiva, los individuos oscilan entre la insensibilidad y la hipersensibilidad. Estos fenómenos se encuentran estrechamente asociados al modo en el cual los acontecimientos son tratados por el aparato mediático, o discutidos en el espacio público. En ocasiones, ponen de manifiesto una irracionalidad innegable por parte de la ciudadanía, que, (1) o bien se ve exacerbada por sus emociones al enfrentarse a disyuntivas manufacturadas o incluso imaginarias, o (2) responde de manera apática ante amenazas reales.  


El chantaje liberal

Aunque estos análisis críticos son muy interesantes y, en muchos sentidos, acertados en su diagnóstico, nuestra estrategia ante la cuestión es diferente. Lo primero que haremos es poner en entredicho el término mismo «posverdad». Su utilización parece oscurecer, más que iluminar, el problema que enfrentamos. 

Diríamos que se trata de un dispositivo «conservador» del régimen de relaciones sociales y ecológicas vigente – régimen que hoy es contestado por sus víctimas a todo lo largo y ancho del planeta, en ocasiones expresándose de manera desagradable, como cuando adopta la retórica y las formas de la extrema derecha o el anarquismo radical, sin que ello disminuya un ápice el justificado malestar que anima estas expresiones. 

En este sentido, un poco parafraseando a Foucault en su famoso debate con Habermas, nos negamos al chantaje del establishment que nos obliga a elegir entre la hegemonía actual y las respuestas retrógradas que aparentemente se le oponen. Entre otras cosas, porque estamos convencidos de que esas respuestas retrógradas forman parte del mismo dispositivo conservador, en tanto y en cuanto sirven para desactivar el potencial de transformación real, el cual supone inexorablemente una amenaza para las élites privilegiadas y los estratos burocráticos y corporativos a su servicio en el orden vigente.

Es decir, el discurso de la posverdad se ha convertido en una estrategia del establishment cultural de las democracias liberales para contener la justificada crítica al fracaso del proyecto político, socioeconómico y ecológico hegemónico, el cual, en las últimas cinco décadas, en su versión más extrema, «neoliberal», ha conducido a la humanidad, una vez más, al abismo de una guerra mundial, la obscena y lacerante desigualdad y exclusión de miles de millones de personas, y manifestaciones innegables de un deterioro medioambiental que amenaza la supervivencia de la raza humana en el planeta. 


Democracia y posverdad

Por ese motivo, nuestra propuesta es superar la narrativa conservadora actual que apunta a la posverdad como una amenaza para nuestras democracias, y enfocarnos en el problema real: nuestras democracias nunca han sido lo que pretenden ser. 

Por otro lado, dejar atrás la idea de que la posverdad pone en entredicho la verdad, como si nuestras prácticas de manipulación colectiva nunca hubieran existido, y hubiéramos estado viviendo en un paraíso de transparencia hasta la llegada de este terrible y novedoso fenómeno. 

Lo cierto es que nuestras sociedades democráticas occidentales se caracterizan, no solo por sus sofisticados sistemas de representación política a través de procedimientos electorales de dudoso funcionamiento, sino también, como contracara, por ser el más sofisticado y efectivo conjunto de dispositivos de manipulación para conducir a las poblaciones a que actúen contra sus propios intereses. 

Esto ha sido así desde el origen mismo de la institución de nuestros sistemas democráticos modernos, cuando los fundadores de nuestros regímenes de gobierno estaban más interesados en blindar los privilegios de los ricos y los poderosos, que de garantizar que la voz del pueblo se convirtiera verdaderamente en un factor de cambio a su favor, y no el eco mimético de los intereses de clase que hoy representa. 

Por ello, resulta imprescindible superar la narrativa conservadora que apunta a la posverdad como la amenaza actual a la salud de nuestras democracias, y enfocarnos en el problema real, que no es otro, como decíamos más arriba, que las democracias mismas, y los engaños en los que estas se fundan. 

En este sentido tenemos que entender la estrategia habitual de los partidos políticos de imponer cordones sanitarios a las expresiones de extrema derecha y el anarquismo radical, dejando intacto el fondo de la cuestión. Con ello solo se consigue una exacerbación de los problemas, debido, justamente, a que los enfrentamos con una falsa solución que los oculta. La extrema derecha, como el anarquismo radical, no son otra cosa que síntomas que el liberalismo progresista neoliberal manufactura en su huida hacia adelante para perpetuar su hegemonía. 

Por otro lado, la palabra «posverdad» es sospechosa en otra dimensión. La utilización del prefijo «pos», que se asocia a términos análogos utilizados en el pasado, como «posmarxismo», «posmodernismo» o «poscapitalismo», no hace más que embarrar el debate imponiendo una categoría presuntuosa y pedante que, como ya he dicho, oculta más de lo que revela. 

El otro presupuesto cuestionable detrás del término «posverdad» está relacionado con sus implicaciones. Se dice, por ejemplo, que el fenómeno pone en entredicho la viabilidad de la democracia y la sana convivencia, exacerbando las diferencias y los antagonismos, y dinamitando las bases de los posibles consensos que exige la democracia. De modo que, la posverdad se asocia a formas totalitaristas, mientras la democracia representa en este imaginario, lo opuesto a la manipulación de los hechos con el fin de reflejar la verdad. 


Crisis de legitimidad

En nuestro caso, partimos de un diagnóstico menos autocomplaciente. No creemos que hayamos estado en posesión de una verdad ético-política que la tecnología y la cultura ha venido a trastocar. Tampoco creemos que la actual dispensación sea fruto de un problema comunicacional, sino que echa sus raíces en un fenómeno más profundo que es la crisis de legitimidad del orden hegemónico vigente, que las transformaciones tecnológicas solo han enervado o exacerbado. 

Tampoco afirmamos que las democracias liberales estén en crisis como consecuencia de fenómenos como la posverdad y otros análogos en el orden institucional, como son el Lawfare o la guerra judicial. 

La democracia liberal está en crisis porque no puede sostener su legitimidad frente a las contestaciones que ponen en entredicho su eficacia para resolver los problemas materiales de las poblaciones, y la mutiplicación ad infinitum de los excluidos que llaman a la puerta pidiendo ser escuchados y reconocidos sus derechos a la luz de los propios criterios que nuestras democracias dicen representar.

Contra la historia liberal-conservadora en boga en las sociedades del Atlántico Norte, creemos que, si realmente queremos entender qué nos ha traído hasta aquí, a la profunda crisis civilizacional que afecta a la humanidad en su conjunto, debemos reconocer que el matrimonio entre las llamadas democracias liberales y el capitalismo es el principal sospechoso. 

Las Guerras mundiales, la amenaza actual de un nuevo ciclo de destrucción bélica planetaria, la desigualdad, las hambrunas, la violencia sobre amplios sectores de la sociedad excluidos del reparto de los recursos, y la destrucción medioambiental, solo pueden explicarse en el marco de la competencia suicida que impone el capitalismo, y la manipulación sistemática de nuestras democracias. 

 

 

LA MEDITACIÓN COMO DISCIPLINA HUMANISTA

 [Esta entrada es el resumen del segundo encuentro del seminario «Apariencia y realidad. Sobre la vida, el sueño y la muerte», impartido el pasado jueves, 17 de febrero de 2022]

 

1. El orden moral vigente y la ética crítica


En la segunda sesión comenzamos haciendo un breve resumen de lo abarcado en la sesión anterior. Especialmente, volvimos sobre la noción de que existen dos perspectivas de la ética que nos propone la filosofía de la liberación, e insistimos en la idea de que esta distinción puede aplicarse de manera fructífera a una mejor comprensión de la ética budista. 


En breve, la propuesta crítica de la filosofía de la liberación puede ayudarnos a “liberarnos” de las perspectivas conservadoras, que tienden a crear o a defender injusticias sistémicas, produciendo víctimas voluntaria o involuntariamente debido al apego a las formulaciones dogmáticas de la tradición, y a las formas institucionales establecidas. 


Recordemos que el budismo es, antes que cualquier otra cosa, una ética. Es decir, un sistema que nos enseña a actuar, que nos ayuda a distinguir aquello que debemos o haríamos bien en cultivar, y aquello otro que, por el contrario, debemos evitar, porque es dañino. 


La ética convencional es la ética del orden moral vigente. Ese orden moral consta de muchos elementos: imaginarios cosmológicos y sociales, instituciones y prácticas. En ese marco, las sociedades establecen sus reglas de pertenencia y exclusión. Hay individuos y grupos que merecen nuestro reconocimiento, y otros que, por el contrario, no forman parte del círculo de nuestra pertenencia, tienen estatutos inferiores, o simplemente, no cuentan. 


Por ejemplo, las personas de otras étnias, las mujeres, los homosexuales, etc., las personas de otras razas, los pueblos originarios o colonizados, etc., han sido consideradas históricamente como inferiores. Hoy, las sociedades contemporáneas parecen en proceso de reconocer a esas personas como iguales, aunque estamos muy lejos de haber logrado este tipo de reconocimiento, y para lograrlo se necesita mucho más que una política identitaria. Para empezar, se necesita un cambio radical en nuestro sistema de relaciones sociales y ecológicas, que impone un orden de explotación y desposesión que afecta necesariamente el trato igualitario de todos los seres, y pone en entredicho nuestro compromiso con la libertad.


Una ética universalista como la del budismo, que aspira a la igual consideración de todos los seres, independientemente de sus apariencias concretas en el presente, entra en contradicción consigo misma cuando, en su orden institucional, históricamente establecido, no está a la altura de los ideales que profesa y mantiene en una condición subalterna a cierto grupo, o privilegia a otro por las razones que sean. 


En ese marco es en el cual la ética crítica tiene lugar. Las éticas críticas, sin embargo, no son necesariamente éticas exteriores a la tradición que critican. Lo ideal es que sean las propias tradiciones las que encuentren en su seno los instrumentos para superar sus propias limitaciones. En ese sentido, la idea misma de “tradición” contiene elementos para su “transformación profunda” (en contraposición a las meras reformas superficiales o modificaciones ad hoc que tienen el objetivo proteger el esquema básico orden vigente que se encuentra bajo cuestionamiento. La tradición está siempre en proceso de transformación, justamente, porque voluntaria o involuntariamente, debido a su condición finita ineludible, produce víctimas, produce exclusiones, se convierte en un vehículo de la injusticia. 


La ética crítica, por lo tanto, acepta las éticas convencionales como arquitectónica de la ética, pero presta atención a las víctimas que el orden institucional, las iglesias, producen. La ética crítica no renuncia al ideal de fomentar plenamente el desarrollo de individualidades genuinamente libres, en el marco de una comunidad alternativa, utópica, siempre en proceso de construcción. 



2. La perspectiva pedagógica 



A continuación, nos referimos al budismo desde la perspectiva pedagógica. El budismo, como todas las tradiciones religiosas, nos ofrece un programa gradual de formación con objetivos específicos: modelar cierto tipo de personalidades, cierto tipo de seres humanos. 


En el modelo de Lama Tsong Khapa, por ejemplo, se habla de tres tipos de personas en función de los intereses que los animan y las capacidades que poseen. 


Lo primero es educar a las personas para que actúen de manera decente, en consonancia con la moral vigente de la propia cultura. En este caso, una cultura budista basada en dos principios: la no violencia (entendida como una ética de la restricción, una ética enfocada en no dañar o minimizar los daños), y la interdependencia (el reconocimiento de que no somos seres separados, autónomos, sino seres profundamente vinculados los unos a los otros en un entramado de densas relaciones causales). 


Sin embargo, como ya hemos indicado en la sesión anterior, la moral vigente de cualquier cultura, tiene limitaciones inherentes. Si queremos ser fieles a los principios de no violencia e interdependencia, tarde o temprano nos encontraremos con circunstancias en las que experimentaremos contradicciones entre nuestros principios y la lógica de nuestro sistema cultural. Esas contradicciones se ponen de manifiesto como una traición a los principios o ideales morales. 


Por ejemplo, es evidente que, pese a nuestro compromiso con los derechos humanos, las sociedades europeas no están a la altura de los mismos cuando los principios de respeto a la dignidad de las personas entran en conflicto con las prerrogativas del mercado o las necesidades geopolíticas de la región. 


Lo mismo ocurre con la democracia. Pese a lo profundamente arraigados que están los principios democráticos en nuestros imaginarios sociales, cuando estos principios se convierten en un obstáculo para el crecimiento económico, la política entra en una suerte de estado de excepción y se supedita a las prerrogativas del mercado. Por otro lado, es evidente que la desigualdad convierte a los principios democráticos en una suerte de simulacro.


De igual modo, pese a nuestros compromisos explícitos con una economía y un modo de vida genuinamente sustentables en términos ecológicos, cuando estos principios ponen en entredicho el crecimiento económico, son abandonados de manera abierta. 


Frente a estas circunstancias, resulta claro que necesitamos cultivar una perspectiva crítica, capaz de dilucidar estas contradicciones y trabajar en vista a su superación. Para ello, necesitamos cultivar una genuina libertad intelectual y moral, que nos permita asumir nuestras contradicciones con el fin de resolver las paradojas que supone nuestra existencia finita, y evitar el conformismo conservador que acaba convirtiéndose en cinismo cuando la evidencia de la injusticia resulta palpable e incuestionable, pero nosotros preferimos invisibilizarla para evitar el costo que supondría un genuino cambio de vida. 


En la presentación budista, esta perspectiva crítica frente al propio orden vigente corresponde a la que cultiva quien desea liberarse enteramente de la existencia cíclica. Es decir, de quien comprende que, dentro del sistema vigente, la exclusiva práctica de la decencia no alcanza si queremos evitar el sufrimiento. No basta con la mera decencia conservadora del orden moral vigente. Hay que ir más allá y poner en cuestión dicho orden, identificando los dispositivos que conducen inevitablemente al daño, a la injusticia. 


¿Cuáles son esos dispositivos? Los que están basados en una comprensión distorsionada de nuestra propia existencia individual y colectiva, y los que están detrás de una lógica de apropiación y confrontación. Los budistas hablan, en este caso, de la ignorancia primordial y las emociones negativas del aferramiento y la aversión, que son la base de nuestra experiencia social, en tanto son los motores de la construcción identitaria, la apropiación exclusiva de los recursos para el beneficio privativo de dichas identidades, y la identificación de nuestros enemigos, tanto individual como colectivamente. 


El Mahayana, finalmente, nos propone, no solo una revuelta individual frente al orden vigente de daño e injusticia constitutivo de la sociedad presente, sino el esfuerzo colectivo por crear una comunidad alternativa, donde esas contradicciones puedan superarse, y los individuos, como decíamos, puedan vivir genuinamente su libertad en comunidad. Aquí el énfasis no consiste en convertirnos en una suerte de superhéroes, como parece seguirse de la afirmación de convertirnos en un Buda, en contraposición a la mera búsqueda de la libertad individual del Arhat. Aquí lo importante es que la budeidad es un cuerpo colectivo, una comunidad de amor y justicia. 


En síntesis: (1) el punto de partida es la fidelidad a la moral vigente, abierta (2) a la crítica frente a las contradicciones, exclusiones e injusticias voluntarias e involuntarias dentro del mismo sistema moral, con el compromiso de (3) participar en la construcción de una comunidad donde el bien y la justicia sean genuinamente posibles.



3. ¿Ciencia y espiritualidad? Una crítica humanista



Lo siguiente fue distinguir entre dos maneras de entender la educación (en general) y la educación budista (en particular), con el fin de identificar nuestra opción educativa. Es decir, justificar el modo en el cual presentamos las enseñanzas. 


La primera aproximación es instrumental. La paulatina desaparición de las humanidades en el sistema educativo vigente es una prueba de esta deriva instrumentalista. También lo son los sistemas de evaluación cuantitativo en todos los estratos del complejo educacional, que afecta tanto a los educandos, como a los educadores y los investigadores. 


Esta deriva instrumentalista se refleja también en la enseñanza de las “espiritualidades” y en el entrenamiento de las “disciplinas contemplativas”. En estos casos, la enseñanza adopta dos tipos de formatos, (1) el de la autoayuda (especialmente en la formación del mindfulness y otras formas análogas de entrenamiento atencional o psicoafectivo); o (2) una deriva científico-tecnocrática, basada en una suerte de eficientismo, asociado a las nuevas ciencias cognitivas y las neurociencias y su aplicación en el mundo corporativo y burocrático. 


Se habla, por ejemplo, en términos de entrenamiento connativo, atencional, cognitivo y afectivo, como si los sujetos entrenados fueran poco más que máquinas biológicas que deben disciplinarse para alinearse a las circunstancias de manera cuasi determinista. Se niega incluso la idea de libertad, curiosamente, en beneficio de una perspectiva sistémica que pone en entredicho la dignidad humana.  


Desde nuestra perspectiva, esta aproximación científico-tecnocrática a las prácticas contemplativas es finalmente perniciosa, porque profundiza la autocomprensión instrumentalista que los individuos cultivan respecto de sí mismos, la sociedad y la naturaleza en la que habitan, reafirmando formas de ignorancia y de praxis que están en la raíz de los problemas que queremos superar. 


Por ese motivo, en contraposición a este modelo, nos inclinamos por una aproximación hermenéutica, basada, justamente, en la consideración de la dignidad inherente de todos los individuos. Por ello, nuestro énfasis es en la dimensión biográfica e histórica que es inherente a la experiencia particular de cada uno de nosotros. La meditación debe ser una práctica humanista, y no un artilugio o dispositivo técnico-científico para modelar individuos que funcionen diestramente dentro del orden moral vigente, sino que sean capaz de ponerlo en cuestión cuando sus contradicciones resultan en injusticias inapelables y sufrimientos evitables.



4. La meditación como fidelidad a la palabra dada



Finalmente, hicimos una presentación de la práctica de shamatha, calma apacible o la disciplina meditativa diseñada para cultivar un estado sereno de atención inteligente de la experiencia, capaz de enfocarse de manera unidireccional a los objetos que elige atender libre de las distracciones y obstáculos, evitando el lenguaje instrumentalista habitual, en los que los cuerpos y las mentes se conciben como meros recursos, y la atención se convierte en una práctica de disciplinamiento meramente instrumental.  


Para ello nos volvimos a la metáfora del bautismo en el cristianismo, con el fin de establecer analogías con la figura del maestro y la práctica de fidelidad a sus enseñanzas que es el punto de partida y fundamento de la práctica meditativa. Sobre la base de la metáfora y las enseñanzas budistas de fidelidad a las enseñanzas a las que nos introduce el maestro, resignificamos la práctica meditativa de shamatha.


El sacramento del bautismo hace referencia a la experiencia cristiana del nacido dos veces. En este caso, en el bautismo el creyente experimenta un nuevo nacimiento, que supone una nueva filialidad, el ingreso a un nuevo paradigma educativo, un nuevo orden moral. 


En el caso del budismo, dejamos el orden establecido por el padre biológico (el orden moral excluyente de la pertenencia y la identidad familiar, étnica, religiosa o nacional), a favor del orden al que nos introduce nuestro padre espiritual (un orden universalista basado en el amor y en la justicia sin exclusiones). 


Esto significa, básicamente, renunciar a un orden moral individualista o particularista, basado en una pertenencia estrecha a un grupo social determinado, a una nación, a una etnia, incluso a un orden religioso determinado, para imaginarse parte de un orden universal en el cual son invitados todos los seres, independientemente de sus características identitarias particulares. 


Por otro lado, implica renunciar a una perspectiva meramente instrumental, meritocrática, competitiva en nuestra relación con los otros, para adoptar una perspectiva basada en el compromiso con los principios de no dañar e interdependencia, una ética de la liberación, y una ética de la responsabilidad universal. 


Al fin de cuentas, la práctica de shamatha no es otra cosa que la fidelidad y el compromiso renovado de mantener siempre presente ese nuevo nacimiento, confirmado momento a momento en la vocación de realizar las promesas que ese nuevo nacimiento trae consigo. Para ello, es preciso abandonar las distracciones y obstáculos, con el fin de enfocar nuestras energías y recursos en ese proyecto extraordinario que conduce a la realización de una identidad genuinamente libre y una comunidad genuinamente basada en el amor y en la justicia. 


En breve, releímos las enseñanzas dedicadas al cultivo de la atención o la serenidad intentando evitar la tendencia instrumentalista y cientificista. La mente humana no debe ser tratada ni como un microscopio ni como un telescopio. Sino que debe considerarse siempre como constitutivamente ética. La meditación, por lo tanto, en ningún momento debe ser separada por mor de lograr mayor eficiencia de la consideración moral que le es inherente. Después de todo, la meditación es una acción, y el meditador es siempre un agente moral, incluso en las instancias en las que experimenta un estado aparentemente neutral. 


La primera tarea del meditador consiste en elegir y ser fiel a lo largo del proceso meditativo al objeto que entrega su atención. La elección de dicho objeto tiene una enorme relevancia moral para el practicante. Después de todo, somos nosotros quienes decidimos a qué atender y a qué no atender, tanto en la práctica formal, como en nuestra vida cotidiana. Sea que esa elección sea tácita o involuntaria, como ocurre con la atención a la que nos conducen nuestros hábitos emocionales, o explícita y voluntariamente elegidos por nosotros, en todos los casos, se trata de objetos cuya elección es éticamente ponderable. 


En la práctica de shamatha, una vez elegido el objeto, por ejemplo, la respiración, una imagen simbólica, como puede ser la imagen de un buda, o cualquier otro objeto virtuoso que nos presenta las enseñanzas, nuestra tarea es remover obstáculos que oscurezcan nuestra inteligencia y sensibilidad, o distracciones que nos separen del objeto con el cual nos hemos comprometido. 

 

 

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