LA MEDITACIÓN COMO DISCIPLINA HUMANISTA

 [Esta entrada es el resumen del segundo encuentro del seminario «Apariencia y realidad. Sobre la vida, el sueño y la muerte», impartido el pasado jueves, 17 de febrero de 2022]

 

1. El orden moral vigente y la ética crítica


En la segunda sesión comenzamos haciendo un breve resumen de lo abarcado en la sesión anterior. Especialmente, volvimos sobre la noción de que existen dos perspectivas de la ética que nos propone la filosofía de la liberación, e insistimos en la idea de que esta distinción puede aplicarse de manera fructífera a una mejor comprensión de la ética budista. 


En breve, la propuesta crítica de la filosofía de la liberación puede ayudarnos a “liberarnos” de las perspectivas conservadoras, que tienden a crear o a defender injusticias sistémicas, produciendo víctimas voluntaria o involuntariamente debido al apego a las formulaciones dogmáticas de la tradición, y a las formas institucionales establecidas. 


Recordemos que el budismo es, antes que cualquier otra cosa, una ética. Es decir, un sistema que nos enseña a actuar, que nos ayuda a distinguir aquello que debemos o haríamos bien en cultivar, y aquello otro que, por el contrario, debemos evitar, porque es dañino. 


La ética convencional es la ética del orden moral vigente. Ese orden moral consta de muchos elementos: imaginarios cosmológicos y sociales, instituciones y prácticas. En ese marco, las sociedades establecen sus reglas de pertenencia y exclusión. Hay individuos y grupos que merecen nuestro reconocimiento, y otros que, por el contrario, no forman parte del círculo de nuestra pertenencia, tienen estatutos inferiores, o simplemente, no cuentan. 


Por ejemplo, las personas de otras étnias, las mujeres, los homosexuales, etc., las personas de otras razas, los pueblos originarios o colonizados, etc., han sido consideradas históricamente como inferiores. Hoy, las sociedades contemporáneas parecen en proceso de reconocer a esas personas como iguales, aunque estamos muy lejos de haber logrado este tipo de reconocimiento, y para lograrlo se necesita mucho más que una política identitaria. Para empezar, se necesita un cambio radical en nuestro sistema de relaciones sociales y ecológicas, que impone un orden de explotación y desposesión que afecta necesariamente el trato igualitario de todos los seres, y pone en entredicho nuestro compromiso con la libertad.


Una ética universalista como la del budismo, que aspira a la igual consideración de todos los seres, independientemente de sus apariencias concretas en el presente, entra en contradicción consigo misma cuando, en su orden institucional, históricamente establecido, no está a la altura de los ideales que profesa y mantiene en una condición subalterna a cierto grupo, o privilegia a otro por las razones que sean. 


En ese marco es en el cual la ética crítica tiene lugar. Las éticas críticas, sin embargo, no son necesariamente éticas exteriores a la tradición que critican. Lo ideal es que sean las propias tradiciones las que encuentren en su seno los instrumentos para superar sus propias limitaciones. En ese sentido, la idea misma de “tradición” contiene elementos para su “transformación profunda” (en contraposición a las meras reformas superficiales o modificaciones ad hoc que tienen el objetivo proteger el esquema básico orden vigente que se encuentra bajo cuestionamiento. La tradición está siempre en proceso de transformación, justamente, porque voluntaria o involuntariamente, debido a su condición finita ineludible, produce víctimas, produce exclusiones, se convierte en un vehículo de la injusticia. 


La ética crítica, por lo tanto, acepta las éticas convencionales como arquitectónica de la ética, pero presta atención a las víctimas que el orden institucional, las iglesias, producen. La ética crítica no renuncia al ideal de fomentar plenamente el desarrollo de individualidades genuinamente libres, en el marco de una comunidad alternativa, utópica, siempre en proceso de construcción. 



2. La perspectiva pedagógica 



A continuación, nos referimos al budismo desde la perspectiva pedagógica. El budismo, como todas las tradiciones religiosas, nos ofrece un programa gradual de formación con objetivos específicos: modelar cierto tipo de personalidades, cierto tipo de seres humanos. 


En el modelo de Lama Tsong Khapa, por ejemplo, se habla de tres tipos de personas en función de los intereses que los animan y las capacidades que poseen. 


Lo primero es educar a las personas para que actúen de manera decente, en consonancia con la moral vigente de la propia cultura. En este caso, una cultura budista basada en dos principios: la no violencia (entendida como una ética de la restricción, una ética enfocada en no dañar o minimizar los daños), y la interdependencia (el reconocimiento de que no somos seres separados, autónomos, sino seres profundamente vinculados los unos a los otros en un entramado de densas relaciones causales). 


Sin embargo, como ya hemos indicado en la sesión anterior, la moral vigente de cualquier cultura, tiene limitaciones inherentes. Si queremos ser fieles a los principios de no violencia e interdependencia, tarde o temprano nos encontraremos con circunstancias en las que experimentaremos contradicciones entre nuestros principios y la lógica de nuestro sistema cultural. Esas contradicciones se ponen de manifiesto como una traición a los principios o ideales morales. 


Por ejemplo, es evidente que, pese a nuestro compromiso con los derechos humanos, las sociedades europeas no están a la altura de los mismos cuando los principios de respeto a la dignidad de las personas entran en conflicto con las prerrogativas del mercado o las necesidades geopolíticas de la región. 


Lo mismo ocurre con la democracia. Pese a lo profundamente arraigados que están los principios democráticos en nuestros imaginarios sociales, cuando estos principios se convierten en un obstáculo para el crecimiento económico, la política entra en una suerte de estado de excepción y se supedita a las prerrogativas del mercado. Por otro lado, es evidente que la desigualdad convierte a los principios democráticos en una suerte de simulacro.


De igual modo, pese a nuestros compromisos explícitos con una economía y un modo de vida genuinamente sustentables en términos ecológicos, cuando estos principios ponen en entredicho el crecimiento económico, son abandonados de manera abierta. 


Frente a estas circunstancias, resulta claro que necesitamos cultivar una perspectiva crítica, capaz de dilucidar estas contradicciones y trabajar en vista a su superación. Para ello, necesitamos cultivar una genuina libertad intelectual y moral, que nos permita asumir nuestras contradicciones con el fin de resolver las paradojas que supone nuestra existencia finita, y evitar el conformismo conservador que acaba convirtiéndose en cinismo cuando la evidencia de la injusticia resulta palpable e incuestionable, pero nosotros preferimos invisibilizarla para evitar el costo que supondría un genuino cambio de vida. 


En la presentación budista, esta perspectiva crítica frente al propio orden vigente corresponde a la que cultiva quien desea liberarse enteramente de la existencia cíclica. Es decir, de quien comprende que, dentro del sistema vigente, la exclusiva práctica de la decencia no alcanza si queremos evitar el sufrimiento. No basta con la mera decencia conservadora del orden moral vigente. Hay que ir más allá y poner en cuestión dicho orden, identificando los dispositivos que conducen inevitablemente al daño, a la injusticia. 


¿Cuáles son esos dispositivos? Los que están basados en una comprensión distorsionada de nuestra propia existencia individual y colectiva, y los que están detrás de una lógica de apropiación y confrontación. Los budistas hablan, en este caso, de la ignorancia primordial y las emociones negativas del aferramiento y la aversión, que son la base de nuestra experiencia social, en tanto son los motores de la construcción identitaria, la apropiación exclusiva de los recursos para el beneficio privativo de dichas identidades, y la identificación de nuestros enemigos, tanto individual como colectivamente. 


El Mahayana, finalmente, nos propone, no solo una revuelta individual frente al orden vigente de daño e injusticia constitutivo de la sociedad presente, sino el esfuerzo colectivo por crear una comunidad alternativa, donde esas contradicciones puedan superarse, y los individuos, como decíamos, puedan vivir genuinamente su libertad en comunidad. Aquí el énfasis no consiste en convertirnos en una suerte de superhéroes, como parece seguirse de la afirmación de convertirnos en un Buda, en contraposición a la mera búsqueda de la libertad individual del Arhat. Aquí lo importante es que la budeidad es un cuerpo colectivo, una comunidad de amor y justicia. 


En síntesis: (1) el punto de partida es la fidelidad a la moral vigente, abierta (2) a la crítica frente a las contradicciones, exclusiones e injusticias voluntarias e involuntarias dentro del mismo sistema moral, con el compromiso de (3) participar en la construcción de una comunidad donde el bien y la justicia sean genuinamente posibles.



3. ¿Ciencia y espiritualidad? Una crítica humanista



Lo siguiente fue distinguir entre dos maneras de entender la educación (en general) y la educación budista (en particular), con el fin de identificar nuestra opción educativa. Es decir, justificar el modo en el cual presentamos las enseñanzas. 


La primera aproximación es instrumental. La paulatina desaparición de las humanidades en el sistema educativo vigente es una prueba de esta deriva instrumentalista. También lo son los sistemas de evaluación cuantitativo en todos los estratos del complejo educacional, que afecta tanto a los educandos, como a los educadores y los investigadores. 


Esta deriva instrumentalista se refleja también en la enseñanza de las “espiritualidades” y en el entrenamiento de las “disciplinas contemplativas”. En estos casos, la enseñanza adopta dos tipos de formatos, (1) el de la autoayuda (especialmente en la formación del mindfulness y otras formas análogas de entrenamiento atencional o psicoafectivo); o (2) una deriva científico-tecnocrática, basada en una suerte de eficientismo, asociado a las nuevas ciencias cognitivas y las neurociencias y su aplicación en el mundo corporativo y burocrático. 


Se habla, por ejemplo, en términos de entrenamiento connativo, atencional, cognitivo y afectivo, como si los sujetos entrenados fueran poco más que máquinas biológicas que deben disciplinarse para alinearse a las circunstancias de manera cuasi determinista. Se niega incluso la idea de libertad, curiosamente, en beneficio de una perspectiva sistémica que pone en entredicho la dignidad humana.  


Desde nuestra perspectiva, esta aproximación científico-tecnocrática a las prácticas contemplativas es finalmente perniciosa, porque profundiza la autocomprensión instrumentalista que los individuos cultivan respecto de sí mismos, la sociedad y la naturaleza en la que habitan, reafirmando formas de ignorancia y de praxis que están en la raíz de los problemas que queremos superar. 


Por ese motivo, en contraposición a este modelo, nos inclinamos por una aproximación hermenéutica, basada, justamente, en la consideración de la dignidad inherente de todos los individuos. Por ello, nuestro énfasis es en la dimensión biográfica e histórica que es inherente a la experiencia particular de cada uno de nosotros. La meditación debe ser una práctica humanista, y no un artilugio o dispositivo técnico-científico para modelar individuos que funcionen diestramente dentro del orden moral vigente, sino que sean capaz de ponerlo en cuestión cuando sus contradicciones resultan en injusticias inapelables y sufrimientos evitables.



4. La meditación como fidelidad a la palabra dada



Finalmente, hicimos una presentación de la práctica de shamatha, calma apacible o la disciplina meditativa diseñada para cultivar un estado sereno de atención inteligente de la experiencia, capaz de enfocarse de manera unidireccional a los objetos que elige atender libre de las distracciones y obstáculos, evitando el lenguaje instrumentalista habitual, en los que los cuerpos y las mentes se conciben como meros recursos, y la atención se convierte en una práctica de disciplinamiento meramente instrumental.  


Para ello nos volvimos a la metáfora del bautismo en el cristianismo, con el fin de establecer analogías con la figura del maestro y la práctica de fidelidad a sus enseñanzas que es el punto de partida y fundamento de la práctica meditativa. Sobre la base de la metáfora y las enseñanzas budistas de fidelidad a las enseñanzas a las que nos introduce el maestro, resignificamos la práctica meditativa de shamatha.


El sacramento del bautismo hace referencia a la experiencia cristiana del nacido dos veces. En este caso, en el bautismo el creyente experimenta un nuevo nacimiento, que supone una nueva filialidad, el ingreso a un nuevo paradigma educativo, un nuevo orden moral. 


En el caso del budismo, dejamos el orden establecido por el padre biológico (el orden moral excluyente de la pertenencia y la identidad familiar, étnica, religiosa o nacional), a favor del orden al que nos introduce nuestro padre espiritual (un orden universalista basado en el amor y en la justicia sin exclusiones). 


Esto significa, básicamente, renunciar a un orden moral individualista o particularista, basado en una pertenencia estrecha a un grupo social determinado, a una nación, a una etnia, incluso a un orden religioso determinado, para imaginarse parte de un orden universal en el cual son invitados todos los seres, independientemente de sus características identitarias particulares. 


Por otro lado, implica renunciar a una perspectiva meramente instrumental, meritocrática, competitiva en nuestra relación con los otros, para adoptar una perspectiva basada en el compromiso con los principios de no dañar e interdependencia, una ética de la liberación, y una ética de la responsabilidad universal. 


Al fin de cuentas, la práctica de shamatha no es otra cosa que la fidelidad y el compromiso renovado de mantener siempre presente ese nuevo nacimiento, confirmado momento a momento en la vocación de realizar las promesas que ese nuevo nacimiento trae consigo. Para ello, es preciso abandonar las distracciones y obstáculos, con el fin de enfocar nuestras energías y recursos en ese proyecto extraordinario que conduce a la realización de una identidad genuinamente libre y una comunidad genuinamente basada en el amor y en la justicia. 


En breve, releímos las enseñanzas dedicadas al cultivo de la atención o la serenidad intentando evitar la tendencia instrumentalista y cientificista. La mente humana no debe ser tratada ni como un microscopio ni como un telescopio. Sino que debe considerarse siempre como constitutivamente ética. La meditación, por lo tanto, en ningún momento debe ser separada por mor de lograr mayor eficiencia de la consideración moral que le es inherente. Después de todo, la meditación es una acción, y el meditador es siempre un agente moral, incluso en las instancias en las que experimenta un estado aparentemente neutral. 


La primera tarea del meditador consiste en elegir y ser fiel a lo largo del proceso meditativo al objeto que entrega su atención. La elección de dicho objeto tiene una enorme relevancia moral para el practicante. Después de todo, somos nosotros quienes decidimos a qué atender y a qué no atender, tanto en la práctica formal, como en nuestra vida cotidiana. Sea que esa elección sea tácita o involuntaria, como ocurre con la atención a la que nos conducen nuestros hábitos emocionales, o explícita y voluntariamente elegidos por nosotros, en todos los casos, se trata de objetos cuya elección es éticamente ponderable. 


En la práctica de shamatha, una vez elegido el objeto, por ejemplo, la respiración, una imagen simbólica, como puede ser la imagen de un buda, o cualquier otro objeto virtuoso que nos presenta las enseñanzas, nuestra tarea es remover obstáculos que oscurezcan nuestra inteligencia y sensibilidad, o distracciones que nos separen del objeto con el cual nos hemos comprometido. 

 

 

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