EL DESIERTO


Introducción

 

Comencemos, una vez más, desandando el camino que hemos hecho hasta el momento. Para ello, permítanme comentar, parafraseándola, una cita del filósofo político estadounidense Michael Walzer que, a mi modo de ver, sintetiza el espíritu de lo que estamos haciendo.

 

El contexto es una reflexión sobre la significación del éxodo del pueblo judío. Walzer resume su estructura narrativa del siguiente modo. 

 

(1) El punto de partida es “Egipto”, que simboliza la esclavitud del pueblo judío. (2) En el horizonte, tenemos la libertad, en la figura de la “tierra prometida”: Israel. (3) Entre el estado de esclavitud e Israel (la tierra prometida), lo que tenemos es un camino. No hay alternativa. Si queremos llegar a Israel, hay que cruzar el desierto, y para ello hay que caminar, hay que “unirse (a otros) y caminar”. 

 

Egipto

 

“Egipto” es en el budismo dukkha, la verdad de nuestra condición ordinaria: el sufrimiento omnipresente que caracteriza nuestras vidas. La primera noble verdad.

 

En la segunda noble verdad nos preguntamos: ¿Por qué dukkha? ¿Qué hay detrás del sufrimiento? ¿De dónde viene? 

 

En la metáfora de Egipto, el cautiverio del pueblo judío está vinculado a dos cosas. 

 

Por un lado, al poder de nuestros opresores. Un poder enorme, apabullante. Por el otro lado, a nuestra propia ignorancia, nuestros aferramientos, nuestras fobias, nuestros temores. 

 

Los budistas dirían que los opresores son la manifestación de nuestro karma, el resultado “cristalizado” de nuestra historia pasada. 

 

Hoy, por ejemplo, nos encontramos ante la guerra, la pobreza y la exclusión, y la destrucción medioambiental. Este es nuestro karma. Es decir: es el resultado de la historia de esta comunidad de la que formamos parte, que incluye a la humanidad, y a todos los seres vivientes que habitan la Tierra. 

 

Por otro lado, nos encontramos con nuestra ignorancia, nuestras emociones negativas, nuestro temor. Por ello, necesitamos, además de claridad respecto a nuestra situación históricamente determinada, de nuestra situación de cautiverio, concientización, como diría Paulo Freire.

 

Concientización

 

Concientización significa descubrir quiénes somos verdaderamente, y a partir de esa comprensión profunda de nuestro ser, imaginar y construir un futuro posible, una tierra prometida para la comunidad de la que formamos parte. 

 

Concientización implica, primero, reconocer nuestra condición finita, dependiente, vulnerable. Pero, también, concientización respecto al potencial de libertad que anida en el corazón de esta existencia finita y condicionada. Esta es la tercera noble verdad: la verdad de la cesación de dukkha

 

Por lo tanto, esa concientización debe serlo (1) de nuestra condición relativa, y (2) de nuestra naturaleza última. 

 

Ahora bien, no podemos enfocarnos exclusivamente en nuestra naturaleza última, metafísica. Sencillamente, porque nuestra naturaleza última solo se manifiesta en nuestra condición relativa. El Sutra del corazón lo expresa con completa sencillez: la forma es vacuidad y la vacuidad es forma. De modo que la verdad del sufrimiento en las cuatro nobles verdades es tan verdadera como la verdad de la cesación del sufrimiento. La verdad relativa es tan verdadera como la última verdad de lo que somos. Solo en la historia, diría el cristianismo, se manifiesta la libertad. Paradójicamente, solo en la humanidad de Jesús se expresa de manera perfecta el amor del Padre. 

 

Una manera de pensar este punto es centrarnos en lo que está en juego en la verdad relativa. Si nos enfocamos exclusivamente en nuestra condición privilegiada, podemos ignorar un aspecto importante de nuestra búsqueda espiritual: que nuestro privilegio actual está fundado siempre, ineludiblemente, en la injusticia del orden institucional que habitamos. No podemos pensar nuestras circunstancias relativas sin pensar en las circunstancias relativas de quienes hoy encarnan identidades despreciadas.

 

Ser negro, ser mujer, ser indio, ser homosexual, ser pobre, etc., exige una labor previa de autoaceptación y de lucha por la igualdad. Esta lucha por la autoaceptación que afecta a grandes masas de seres humanos en la Tierra actualmente, solo se logra reconfigurando la identidad relativa que emerge de nuestras relaciones sociales y ecológicas del orden presente.

 

Más allá del budismo “socialmente comprometido”

 

Lo interesante del asunto, sin embargo, es que la lucha por la igualdad no solo afecta al negro, a la mujer, al indio, al homosexual, sino que pone en cuestión y obliga a reconfigurar todas las identidades dentro de ese orden: el blanco se ve atacado en sus privilegios cuando el negro reclama igualdad; al hombre le pasa algo semejante cuando la mujer exige que no se la explote, discrimine o excluya, y se la trate de igual a igual;  y lo mismo pasa con el criollo, cuando el indio se hace presente y alza su voz. 

 

Este tipo de luchas reconfiguran a la sociedad en su conjunto, porque en el momento en el que “los que no cuentan” empiezan a hablar, y su voz empieza a ser oída, la totalidad de la comunidad sufre una metamorfosis, deja de ser un tipo de comunidad, para convertirse en otra. 

 

El budismo está sufriendo esta metamorfosis. Sin embargo, hay una ética crítica budista, un budismo mucho más radical que el mero “budismo socialmente comprometido”, liberal, que actúa en el seno del orden vigente con cierta autocomplacencia. 

 

Este budismo radical es fiel a las enseñanzas del Buda, y por eso pone en entredicho al budismo institucional, denunciando que éste ha creado sus propias víctimas, de manera voluntaria o involuntaria, pero siempre debido a su concepción acrítica de la historia.  

 

El budismo radical pone el dedo en esas exclusiones institucionales. Es un budismo crítico, como existe un cristianismo, un judaísmo, un islamismo, un liberalismo, un marxismo crítico. En todos estos casos, la crítica pone el acento en quienes se quedan afuera, quienes no están invitados al banquete de la comunidad de los elegidos, las víctimas. 

 

La libertad en la historia

 

Ahora bien, la insustancialidad (el carácter meramente histórico y socialmente constituido) de todas las identidades relativas, es la señal que permite al budismo declarar la vacuidad inherente de toda identidad. 

 

Todas las identidades son circunstanciales, emergen de manera interdependiente (históricamente y en el seno de un orden de sentido determinado), y por ello están vacías en última instancia de una esencia que las defina de una vez para siempre. 

Es decir: las identidades existen, y se organizan en nuestro orden social en jerarquías que ponen de manifiesto violencias, desigualdades, injusticias. Nuestra primera tarea es poner en entredicho la fetichización de dichas identidades, y los ordenes jerárquicos de explotación y desprecio moral que encarnan. El budismo no puede aceptar como natural un orden moral que legitime el desprecio o la subordinación y explotación social. 

 

La otra noción importante es la del karma (acción), que nosotros relacionamos con la historia. Nuestra historia personal, nuestra historia comunitaria, la historia de nuestra especie entre otras especies. 

 

Somos hijos de nuestra historia, indudablemente. Pero no estamos condenados necesaria, trágicamente, a repetir la misma historia. Cuando vivimos conscientemente el presente, y tomamos consciencia que estamos cautivos de un relato destructivo y somos capaces de imaginar una meta alternativa, nuestra tierra prometida, nos echamos a caminar por el desierto en busca de un nuevo mundo. 

 

La guerra

 

Una de las cosas terribles que estamos presenciando en estos días es que la historia parece haberse apropiado de la voluntad de la humanidad. La historia, decíamos, es equivalente al karma en el budismo. El karma está relacionado con la noción de acción, y ésta con las ideas de voluntad e intencionalidad, que a su vez están estrechamente vinculadas con la noción de libertad. 

 

Ahora bien, la noción de karma parece tener dos caras. Por un lado, se refiere a las acciones mismas que realizan los agentes. Por otro lado, se refiere al hecho de que esas acciones, una vez actuadas, echan a rodar en el mundo con independencia de sus agentes. Eso que echamos a rodar en el mundo se independiza de los agentes, adquiere vida propia, se cristaliza en la historia.

 

Pensemos, por ejemplo, en lo que está ocurriendo en Ucrania. Hace 8 años, en el 2014, los expertos en relaciones internacionales estadounidenses y europeos alertaban que las políticas de expansión de la OTAN que estaba propiciando Estados Unidos desencadenarían una guerra, cuyas consecuencias eran imposibles de prever. A lo largo de estos años, esa política siguió promoviéndose.

 

Hasta hace unos días, los actores involucrados en el conflicto aún tenían en sus manos la posibilidad de llegar a algún tipo de acuerdo para evitar el conflicto. Pero el acuerdo no se produjo, y estalló la guerra en el corazón de Europa. Como ocurrió con la pandemia, la guerra que estamos presenciando es una catástrofe largamente anunciada. 

 

Todos sabíamos que tarde o temprano se desataría una pandemia. Lo sabíamos porque todos los epidemiólogos del mundo alertaban sobre ello. Podríamos haber hecho muchas cosas para evitar la pandemia, o minimizar sus efectos, pero no lo hicimos. 

 

Ahora bien, una vez que la acción individual y colectiva se cristaliza en la historia, deja de estar en manos de los sujetos cambiar el rumbo de las cosas, porque ya no se trata de algo que ocurre en la esfera de nuestra consciencia o nuestra subjetividad, sino que se convierte en una realidad en el mundo, una objetividad en el mundo que nos enfrenta. 

 

Algo parecido ha pasado con la guerra. Una vez todos los puentes fueron dinamitados en la negociación entre Rusia y Occidente, se inició el conflicto militar. En ese momento, la guerra se convierte en agente, y nosotros nos convertimos en meras marionetas. La guerra se convierte en el sujeto de la historia, y nosotros, todos nosotros, en sus víctimas. El karma se manifiesta plenamente. 

 

Uno de mis maestros budistas solía decir que, en lo que concierne a esta vida, nuestro karma ya se ha manifestado. En cierto sentido, esta vida ya está perdida, no hay manera de cambiar el efecto de los actos que ya se han actualizado. Hay cosas que ya no podemos cambiar, porque son los efectos o consecuencias de lo que hemos hecho en el pasado. Una vez la historia realiza su potencial, ya no hay vuelta atrás. Sin embargo, podemos cambiar el futuro, actuando sobre el presente, creando las causas adecuadas, y neutralizando las acciones  dañinas ya realizadas, pero aún no realizadas, que se convertirán en sufrimiento del mañana.  

 

Obviamente, cuando actuamos de ese modo, como nos enseñó Walter Benjamin, la historia es resignificada y las víctimas redimidas. 

 

El becerro de oro

 


En la metáfora del éxodo, Egipto, como decíamos, es la esclavitud, Israel es la tierra prometida, y el desierto es el camino que debemos transitar para alcanzar la liberación. 

 

Ahora bien, liberarse de la esclavitud no se reduce a escapar de Egipto, eludir el karma que hemos fabricado, huir de nuestros captores. Hay que liberarse también de una cierta noción que tenemos de nosotros mismos. 

 

Al echarse al desierto, el esclavo deja la esclavitud en su mente y en su corazón. En el camino el esclavo realiza su libertad. Obviamente, el individuo o el pueblo puede volver a su condición esclava en el camino si fetichiza la promesa, si convierte a Dios en un becerro de oro, si se olvida que la libertad es siempre un camino y no un lugar concreto en algún lugar de la tierra donde construir un muro e inventar a nuestros enemigos. 

 

El camino cumple, entre otras cosas, ese propósito. Al transitarlo, nos despojamos de las falsas comprensiones que tenemos de nosotros mismos. Dejamos de ser esclavos. 

 

La tierra prometida y la natividad

 

¿Qué es entonces la tierra prometida? No es una ilusión banal, fruto de la imaginación caprichosa. La tierra prometida es la expresión de nuestra condición originaria. Para el budismo, la tierra prometida es nuestra condición inherente de libertad, la pureza fundamental que subyace a la ignorancia cotidiana en la que estamos cautivos y de la que tenemos que despertar.

 

No importan las circunstancias en las cuales en el presente estemos prisioneros. Lo que caracteriza a los seres humanos, especialmente, es que nuestro presente está siempre abierto a futuros alternativos. La historia nos interpela, dándonos ocasión a no repetir en el presente aquello que produjo nuestro sufrimiento actual en el futuro.

 

Como señalaba Keiji Nishitani, el famoso sacerdote Zen y filósofo, discípulo en Alemania de Martin Heidegger, no somos, como pretendía el maestro de Friburgo, exclusivamente seres-para-la-muerte, somos también, y más fundamentalmente, siempre una promesa que se manifiesta en el hecho de nacer. Nishitani citaba a la discípula de Heidegger, Hannah Arendt, en este sentido, quien contraponía al ser-para-la-muerte de su maestro, la natividad. 

 

La esperanza y la libertad

 

Creo que este punto es muy importante para entender la tercera noble verdad. Somos seres que nacen. Como seres que nacen, que traen siempre una novedad al mundo, la esperanza es constitutiva de la experiencia humana, incluso en tiempos oscuros como los que vivimos. 


Obviamente, esa nueva vida puede ser una repetición de la vida que le precedió, puede ser una experiencia basada en la ignorancia dentro del ciclo de los renacimientos y las muertes sin sentido, pero también puede ser la ocasión de una novedad radical, puede ser el despertar a una vida radicalmente nueva. 

 

Ahora bien, debemos ser cuidadosos cuando hablamos de libertad. En estos tiempos en los que la palabra libertad, como otras palabras solemnes tan manoseadas, como son el amor y la verdad, se utiliza para reclamar caprichosamente lo que nos place a cualquier costo, vale la penar recordar a la filósofa francesa Simone Weil. Para ella, la libertad se expresaba más profundamente, más fundamentalmente en nuestras obligaciones, en nuestros deberes, que en nuestros derechos. 

 

La genuina libertad, en este sentido, se expresa al asumir la responsabilidad de nuestros actos, cuando nos comprometemos a través de ellos frente a los otros. En ese sentido, nos decía Weil, nuestros deberes, nuestras obligaciones frente a los otros, son más fundamentales que nuestros derechos, y argumentaba que el principal derecho de un ser humano es poder ser de utilidad a otros seres, poder servirles. 


Se trata del derecho a ser responsable, del derecho a sentirse obligado frente a uno mismo en su vida, a seguir viviendo, promover la vida, realizarla; el derecho a ser responsable de otros, para que sus vidas sigan reproduciéndose, desarrollándose y realizándose, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.  

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