HERMENÉUTICA DE LA VIDA COTIDIANA



Me siento frente al ordenador. Repaso los titulares del periódico A. Elijo dos notas que me interesan. Las leo. Cuando termino, regreso al blog y “cliqueo” para ir al periódico B. Selecciono un par de artículos, los leo. Cuando acabo caigo en la cuenta que estoy otra vez, como siempre, enfrentado a la necesidad de elegir entre dos mundos, dos realidades irreconciliables. No hay nada, excepto la nominalidad de las entidades que se mientan en los respectivos rotativos, que pudiera hacer sospechar, a falta de ellos, que se están describiendo o explicando los mismos hechos, la misma realidad. Eso significa, para empezar, que ni la noción de descripción, ni la noción de explicación resultan convincentes a la hora de comprender la política mediática.

El desafío consiste, dicho muy malamente en lo siguiente: ¿cómo encarar la cuestión de la interpretación sin caer en las trampas que el nietzscheanismo blando nos ha impuesto en la forma de postmodernismo? “Todo son interpretaciones”, decía Nietzsche, y sus herederos nos regalaron la escapatoria fácil de una hipotética equidistancia que acabó convirtiéndose, a partir de los noventa, en la eufórica libertad funcional que apuro la borrachera del poder. Ahora mismo sufrimos la resaca de semejante bacanal.

La respuesta más fácil sería: confrontemos los hechos con las respectivas interpretaciones que nos proponen. Pero es cuestión archisabida que los hechos no son fenómenos neutros a los que podemos acceder libres de toda interpretación. Incluso la elección de los hechos a los que prestamos atención depende de nuestras precomprensiones, es decir, las interpretaciones básicas a partir de las cuales funcionamos en nuestras prácticas cotidianas. De este modo, nuestras prácticas habituales se convierten en los criterios inarticulados por medio de los cuales interpretamos los hechos que a su vez se convierten en una corroboración de nuestras creencias acerca de ellos.

A menos que un evento (la mayoría de las veces azaroso) produzca una “dis-rupción” en nuestro modo de ser en el mundo, la aprehensión de éste parece siempre confirmar “sin ruptura” todas las interpretaciones que sobre el mismo se proyecten. De este modo, se explica por qué razón los adherentes de las más diversas explicaciones siempre encuentra confirmación de sus creencias en el mundo.

Esto es a lo que los filósofos han dado en llamar "círculo hermenéutico": para entender el mundo partimos de nuestras prejuicios, que son los que nos permiten interpretar el mundo y se convierten en la base a partir de la cual damos forma a nuestros criterios interpretativos. La tarea consiste en hacer que ese círculo hermenéutico pase de ser un círculo vicioso, a convertirse en un círculo virtuoso, es decir, que a partir de nuestras interpretaciones básicas seamos capaces de conocer más de la cosa en cuestión, escapando de esta manera a la tarea narcisista de colonizar lo real con nuestra subjetividad.

En este caso, el texto a interpretar es la realidad cotidiana que vivimos, lo que las cosas son, lo que experimentamos en nuestra existencia cotidiana, el modo en que dicha experiencia se construye, los factores, los tropos que vehiculan nuestras experiencia y que precipitan lo que las cosas son, que a su vez vuelven a servir como fundamento a nuestra experiencia cotidiana, dando forma a la historia.

Esto significa que además de la confrontación de lo virtual mediático con lo real experiencial, hay otro dato que no debería pasarnos desapercibido. Se trata de la voluntad política y la voluntad de saber que enmascara al interprete. Nos preguntamos: ¿Qué buscamos en nuestra interpretación? ¿Qué es lo que estamos queriendo ver en el mundo que nos rodea? Ese querer, esa voluntad, es un factor determinante de nuestro ser en el mundo, es decir, del modo en el cual nos paramos frente a las personas y las cosas.

Las cosas, por supuesto, son un poco más complejas de lo que parecen: no se trata de ser positivos o pesimistas, de ser infantiles, cínicos o indiferentes. Se trata más bien de discernir el estado de la cuestión en el seno del alma del ciudadano, del individuo. Uno está tentado a volver a Platón que con cierta sabiduría ahora vetusta, habló de la República para hablar del alma de los individuos, es decir, leer en letras grandes (la del Estado) lo que en letras pequeñas está inscrito en el alma de los hombres.

Tampoco esto acaba de resolver nuestros problemas, entre otras cosas, porque la realidad política, lejos de lo que pretenden algunos iluminados, no se resuelve con meras ecuaciones y análisis técnicos y estadísticas de progresión. Cuando un periodista nos dice que la realidad política, económica y social se reduce a los hechos duros, podemos estar seguro que habla un ideólogo enmascarado. La realidad política, siendo una realidad humana, se encuentra de manera ineludible asociada a las autointerpretaciones que los individuos tienen de sí mismos, la manera en la cual construyen el imaginario de lo que son individual y colectivamente sobre la base de los bienes a los que aspiran.

Sin embargo, estas autointerpretaciones lejos están de ser el producto de la actividad soberana de los individuos en cuestión. Como han señalado los teóricos del poder, es el producto mestizo de redes de relación que fragmentan el tramado social surcándolo vertical y horizontalmente por microfísicas del poder, como decía Foucault, disciplinas, estrategias y concepciones que determinan nuestro modo de ser sujetos, de ser agentes morales en cada época histórica y en cada estrato de lo real en los cuales las épocas se recortan.

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