DEBATES (3): Ética y derecho


Llegamos ahora a la tercera cuestión que deseaba tratar en esta serie. Hemos visto, en primer lugar, que el debate en torno a estas cuestiones se encuentra mediado por: (a) la articulación de una ontología positiva que extiende el estatuto de la “personalidad” al embrión humano; y (b) la inarticulación ontológica de aquellos que neutralizan el estatuto del embrión, eludiendo de ese modo la problematicidad de su entidad.

En segundo término, hemos constatado que estas posiciones se sostienen gracias a una impensada onto-logia a la que he llamado “lógica de la identidad”. De acuerdo con mi exposición, debido a condiciones intrínsecas de nuestra cognición y nuestra lingüisticidad, aprehendemos las entidades de manera reificada. Debido a esta reificación, los análisis genéticos de dichas entidades se enfrentan a diversos tipos de hiatos que no pueden ser explicados por medio de dicha lógica.

Por otro lado, hemos dicho que, frente a la imposibilidad explicativa resultante, surgen interrogantes respecto a la raigambre de las positividades o funcionalidades en cuestión que pueden responderse, o bien con una suerte de “nihilismo” que se traduce en determinaciones flotantes, arbitrarias; o bien, por medio de alguna forma de fundamentación ontológica. Entre las articulaciones posibles, nosotros hemos señalado la necesidad de encontrar una que dé cuenta de la “communitas” cosmológica que permita, por su parte, arrancar lo político positivo de su peligroso solipsismo autojustificante.

Por supuesto, de la fundamentación ontológica no pueden deducirse ni establecerse los contenidos del derecho positivo de manera directa. Sin embargo, pueden limitarse, por medio de esta ontología mínima, la teoría y praxis legislativa cuando estas se convierten en violaciones flagrantes de los principios constitutivos de dicha ontología.

Aun así, no estamos en condiciones de eludir los conflictos éticos que presenta la positividad de la ley. Justificamos esta afirmación haciendo mención de la finitud humana, en primer lugar, y afirmando el carácter “sacrificial” de cualquier acto fundacional de derecho.

A nuestro entender, esta línea argumental resulta interesante, no sólo para los casos en los que estamos ocupados ahora mismo (cuestiones de bioética), sino también para muchas otras cuestiones en el marco del debate medioambiental, los hipotéticos derechos de los animales no humanos y de la naturaleza sentiente en general, lo cual implica revisar y problematizar conceptos tales como los derechos humanos, la propiedad privada, la democracia, etcétera.

Si preguntamos: ¿En qué sentido los argumentos aquí vertidos resultan esclarecedores a la hora de la confrontación de las partes en pugna? Nuestra respuesta es la siguiente: Por un lado, los antiabortistas levantan una bandera de pureza moral que sólo pueden defender sobre la base de una demarcación sustancialista de la vida biológicamente humana en contraposición a toda otra forma de vida. Ante la evidencia de las diferencias funcionales irrefutables entre el embrión humano (categoría biológica) y la persona humana (categoría social), los antiabortistas se ven compelidos, o bien a negar de cuajo dichas evidencias o a hipostasiar una personalidad que se establece independientemente del conjunto de relaciones socio-culturales que son condición de posibilidad de la personalidad, aferrándose a una noción biologicista de la personalidad.

Por su parte, el “sociologismo” legalista, al enfatizar de manera excluyente la naturaleza relacional de la personalidad humana, se ve compelido a eliminar de su relato del proceso embrionario cualquier referencia biológica de dicha personalidad, reduciendo al embrión a mera materia viva. El propósito de una posición de estas caracteriza es neutralizar valorativamente dicha materia para convertirla en dominio adecuado sobre el cual la persona afectada puede ejercitar su derecho (en este caso, el derecho a la interrupción de un embarazo no deseado). El efecto impensado de este extremo es la adopción de una postura instrumentalista que se encuentra, en buena medida, en consonancia con las prácticas dominantes del capitalismo, fundado en una antropología individualista y utilitarista que se traduce en atomización social y ejercicio técnico de la razón instrumental, esta vez sobre el propio cuerpo de la mujer (análogo a la naturaleza) y sobre el embrión biológicamente humano.

Ahora bien, nuestra posición es la siguiente: en el contexto de las prácticas capitalistas no hay ningún motivo para prohibir a los individuos las prácticas individualistas y utilitaristas que el propio capitalismo promueve sin sonrojarse en todos los ámbitos de la vida humana. A decir verdad, es posible argumentar que las prácticas abortivas, especialmente cuando se realizan durante los primeros meses del embarazo, resultan éticamente mucho menos perniciosas moralmente que nuestras prácticas alimentarias, por poner sólo un caso. Los frigoríficos y las granjas ilustran de manera acertada la brutalidad que sustenta nuestro desarrollo instrumental. Las prácticas abortivas se fundan en el mismo espíritu prometeico de la civilización moderna sobre la naturaleza. En ese sentido, resulta convincente la argumentación feminista que defiende el derecho de la mujer a tomar posesión absoluta sobre su cuerpo y decidir plenamente acerca de lo que en su seno quiere o no quiere que se engendre. Por lo tanto, en el contexto del presente status quo, en el contexto del capitalismo que domina el sistema-mundo y su lógica instrumental, creemos que la exigencia de una despenalización del aborto dentro de ciertos plazos convenientemente establecidos, resulta razonable defender.

Otra cosa ocurre si nuestra intención es juzgar el trasfondo que sustenta dicha exigencia, es decir, si nuestra intención es deconstruir la “lógica de la identidad” que se encuentra en la base de estas determinaciones. En ese caso, la totalidad de la cosmología, antropología y ética capitalista resulta insostenible, y la totalidad del aparato institucional resulta, sino erróneo en su contenido explicito, sí en su espíritu, porque deja de lado un elemento clave para la autocomprensión de los agentes que modifica sustancialmente la naturaleza de sus pretendidos derechos. Como ocurre con el derecho de propiedad, el derecho a la disposición absoluta del embrión sólo puede ejercitarse privando a otros del disfrute de ciertos derechos que son sacrificados en el altar del orden jurídico que hace posible esta ordenación social.

Lo interesante del tema, por lo tanto, es que en estas cuestiones fronterizas, las justificaciones se desdoblan. Por lo general, los mismos que defienden políticas económicas corrosivas del orden social, que defienden a capa y espada el derecho de propiedad, y mantienen posturas reaccionarias ante las demandas de un giro holístico en nuestra relación con la naturaleza no humana, son los mismos que se atribuyen a sí mismos una sensibilidad que desconocen en el resto de las áreas en disputa, lo cual hace sospechar que las razones de fondo son la preservación de un orden paternalista y patriarcal. Por el contrario, aquellos que en los problemas citados se esmeran por cultivar un sano “relativismo” que pone coto a la razón instrumental y al individualismo rampante, se aferran en las cuestiones que nos conciernen en esta ocasión a una ontología reduccionista que desdice sus intereses en esas otras luchas sociales, políticas, económicas y culturales que promueven.

Finalmente, es preciso repensar el carácter sacrificial de toda fundación jurídica. Nosotros creemos que esto es necesario, como decíamos en el post anterior, porque nos permite reconocer que en la génesis de nuestros derechos siempre es posible identificar una “injusticia”. La asunción de esa “injusticia” o “pecado original” en la base de todo orden social nos devuelve a la cuestión del hiato. Esta vez, la distancia entre la ética y la ley. Distancia que no puede recorrerse enteramente sin resolverse en una suerte de ruptura con el orden legal. La lucha por el reconocimiento de esa injusticia fundante en todo orden de dominio, conlleva siempre adoptar ante dicho orden una suerte de postura revolucionaria, y por lo tanto criminal desde la perspectiva del orden establecido.

DEBATES (2): La lógica de la identidad, la gratitud y el perdón.


Ahora me gustaría detenerme en una cuestión que surgió ayer cuando reflexionábamos sobre el aborto y la fertilización asistida. Intenté explicar muy sucintamente de qué modo la lógica de la identidad que impera en las argumentaciones de los contrincantes en el debate dificulta una mejor comprensión del problema que tenemos entre manos. Por supuesto, los más arrebatados y militantes se impacientarán con mi línea discursiva. Pero a nosotros nos toca pensar el asunto y echar luz sobre el mismo, aún a riesgo de complejizar la cuestión.

Decía, entonces, que existe entre los antiabortistas y los legalistas un afán reduccionista que podemos atribuir a una suerte de ”lógica de la identidad”. Con ello me refiero a lo siguiente. Debido a características intrínsecas de nuestra estructura lingüística y cognitiva, nuestra relación con los entes sólo parece posible cuando somos capaces de determinarlos de manera rotunda. Al aprehenderlos, los concretizamos de manera reificante: los hacemos “esto o aquello” de manera concluyente. Cuando hablamos de una mesa, por ejemplo, no nos referimos a una ventana. Las mesas y las ventanas son otras, en nuestra aprehensión habitual, de manera absoluta. Sin embargo, las mesas existen en nuestra esfera de convencionalidades porque existen también las ventanas y otros “pragmata” que en contra-distinción contribuyen a la constitución de nuestro mundo cotidiano.

Ahora bien, debido justamente a este condicionamiento inherente de nuestra cognición y nuestra "gramática", nos resulta ajetreado el comprender la relación que existe entre: (1) las entidades y sus causas; (2) las entidades y sus partes; y (3) las entidades y los conceptos que les otorgan a los mismos un rol funcional en la esfera de las convencionalidades de la que hablábamos más arriba.

Con respecto a (1), o bien diferenciamos de manera problemática a las causas de sus efectos; o bien equiparamos las causas a sus efectos disolviendo las complejidades de las dinámicas genéticas.

Con respecto a (2), solemos, o bien totalizar las entidades ocultando su diversidad constitutiva, estructural; o bien las hacemos desaparecer debido a nuestro afán analítico.

Con respecto a (3), oscilamos entre un problemático objetivismo y un subjetivismo proyectivista.

Nuestra tesis podría formularse del siguiente modo.
1) Con respecto a la relación de las causas y sus efectos, decimos que, en última instancia, esta relación no se adecúa a la lógica de la identidad porque las instancias comparadas (las causas y sus efectos) no pueden considerarse en términos de igualdad y diferencia.

2) Con respecto a la relación estructural de las totalidades y sus partes, decimos que, en última instancia, su relación no se adecúa a la lógica de la identidad porque las instancias comparadas (las totalidades y sus partes) no pueden considerarse en términos de unidad y diversidad.

3) Con respecto a la relación entre las entidades y los conceptos que a ellos se refieren, decimos que, en última instancia, su relación no se adecúa a la lógica de la identidad porque las instancias comparadas (las entidades y la conceptualidad) no pueden considerarse a partir de nociones objetivistas o proyectivistas de lo real.

De este modo, podríamos decir que existe un hiato irresuelto que la lógica de la identidad (la lógica que impera sobre las funcionalidades) no puede explicar. Desde la perspectiva de esta lógica, este hiato se convierte en una distancia insuperable entre dichas convencionalidades, lo cual se ve ilustrado por (1) los imaginarios atomizantes de la realidad (una suerte de libertarismo anárquico)y (2) su contracara reaccionaria que nos imagina a partir de una suerte de totalización totalitaria.

De este modo, lo que subyace a los malentendidos políticos que se multiplican son los extremismos que pendulan de manera excluyente entre el anhelo de una libertad entendida exclusivamente en términos de “individuación”, y un igualitarismo que hace tabula raza del reconocimiento de la diferencia. Lo que necesitamos es volver a pensar lo distintivo a la luz de la comunión fundante que subyace a todo lo existente.

Todo esto conlleva situar la discusión en un doble plano: político y ontológico, con el fin de devolver a la política (el plano que verdaderamente nos incumbe porque allí es donde ejercitamos nuestra responsabilidad, es decir, nuestra condición respondente) su raigambre en la naturaleza.

Pero entendámoslo correctamente, aquí “naturaleza” no se refiere a la naturaleza definida en contraposición con la agencia humana. No es ni la naturaleza del capitalismo que se ve reducida a su condición de mero recurso, ni la naturaleza de la “ecología romántica” que sofoca sus jerarquías de complejidad creciente, convirtiendo al hombre en "antinatural" en el pleno sentido de la palabra. Aquí “naturaleza” pretende recuperar alguna concepción análoga al antiguo concepto de “cosmos”, con el fin de escapar a esa política flotante que el postnietzscheanismo erigió como paradigma de los tiempos (voluntad de poder). Es decir, una política que no se atemorice ante su propio limite, que sea capaz de recuperar su tentacion positivista reificante.

Eso significa, desde otra perspectiva, volver a pensar la revolución. Es decir, reconocer que la institucionalidad (la positividad entendida como cristalización de las pugnas de poder) no pueden ser vehiculo de novedad alguna, que es necesario una ruptura para escapar a los imaginarios imperantes. Esa ruptura (esa “anomalía” diría nuestro amigo Forster) se manifiesta, en primer lugar, como negatividad de lo real funcional, pero no en sentido nihilista (no al menos necesariamente). Lo que viene es a devolver a las funcionalidades ineludibles de la existencia humana su raigambre ultima, allí donde la lógica de la identidad no llega.

Por supuesto, esto nos lleva a otra cuestión muy interesante: que la positividad se funda siempre en una injusticia radical que refleja la condición inherente finita de la existencia humana.

Ahora regresemos a la cuestión puntual que nos incumbía (el aborto y la fertilización asistida). Lo que pretendemos es una crítica a toda política nihilista entendida de tal modo que incluye, tanto a los positivistas de todo pelaje que ahogan la justicia en la verdad exclusiva de la ley humana, como a los que pretenden, con una actitud de enmascarado cinismo, condenar las convencionalidades a la luz de lo absoluto. Puede que la “solución” a muchos de nuestros conflictos pase por recuperar y asumir el carácter sacrificial de toda gramática política. Es decir, volver a pensar la “representación” asumiendo como trasfondo alguna nocion análoga a la de “communitas”, donde debería haber un lugar para los idos, para los porvenir, como asi también para lo que no pudieron ser para que nosotros seamos.

Nuestra existencia frágil recuperaría de ese modo su perspectiva de radical contingencia, su estatuto de existencia donada, dando paso, de ese modo, a una ética del perdón y de la gratitud.

DEBATES (1): apuntes sobre aborto, fertilización asistida y capitalismo


En las próximas semanas la ciudadanía participará en una serie de discusiones y debates en torno a cuestiones sensibles que involucran aspectos cruciales en el ámbito de la bioética. La sociedad civil movilizada pugna por imponer sus diversos criterios en la arena política. Asuntos como el aborto o la fertilización asistida exprimirán los minutos televisivos y radiales desplegando argumentos y ofensivas de diversos tenores para convencer a la ciudadanía adónde buscar el bien que anhelamos. Mi intención en este post no consiste en marcar una posición definitiva. Más interesante, a esta altura del debate, es intentar pensar por qué razón las estrategias discursivas de los contendientes acaban por encontrarse con el muro de inconmensurabilidad que suscitan ontologías dispares.

En los dos asuntos que mentamos más arriba, aborto y fertilización asistida, lo que levanta ampollas es el estatuto de los embriones involucrados. De manera semejante, aquellos que pretenden impulsar la legalización, como aquellos otros que se esfuerzan por mantener el status quo ofrecen sus razones con el fin de justificar o condenar la práctica en cuestión. Lo curioso del asunto es que en un debate típico sobre el tema, ambos contendientes citarán estadísticas científicas, se referirán a las declaraciones de personajes eminentes que acompañaron su propuesta, o citarán con grandilocuencia las promulgaciones internacionales para apuntalar sus edificios retóricos. Los derechos humanos servirán para justificar a ambos contendientes, poniendo en evidencia, una vez más, los problemas que suscita cualquier ética exclusivamente procedimentalista.

Parte del inconveniente a la hora de echar luz sobre la discusión es la inarticulación en el seno del relato de los contendientes. Cuando un cristiano, por ejemplo, afirma sin cortapisas que su posición se debe a una convicción religiosa que puede y debe traducirse en términos filosóficos con el fin de guiar racionalmente nuestra praxis humana, no hace falta darle más vueltas al asunto. La personalidad que se mienta en el embrión no necesita explicarse científicamente, sino dar cuenta de la propia cosmología, de la cual se deriva una ética y una antropología dada. De manera análoga, la afirmación feminista que sostiene el derecho absoluto de la mujer sobre su cuerpo, no puede justificarse con la retórica positivista que hace referencia a la empiria. Hace falta una hermenéutica para neutralizar la materia con el fin de convertirla en objeto absoluto de nuestro dominio. Aquí también nos vemos confrontados con una cosmología, una antropología y una ética determinada.

Desde luego, si queremos resolver el asunto o, al menos, dirimir los extremos de la disputa, debemos comenzar apartando las interpretaciones más groseras. Una de las más trilladas explicaciones de los “antiabortistas” gira, como decíamos, en torno al estatuto del embrión. Esto se vuelve elocuente cuando en el fragor de los debates los militantes de este signo se refieren a los embriones como “niños” o “bebés”. En este sentido es importante recordar que las definiciones que hacemos de las entidades en todos los órdenes de la existencia se encuentran estrechamente atadas a sus caracterizaciones funcionales. Pongamos un ejemplo: cuando distinguimos entre una semilla, un árbol y una manzana, todas ellas entidades que pertenecen a un mismo continuo, lo hacemos porque tomamos en consideración, no sólo la disparidad entre sus respectivas apariencias, sino también, su diversidad funcional. Una semilla no es lo mismo que un árbol y este no es lo mismo que una manzana. Lo comprobamos cuando pensamos en lo que podemos o no podemos hacer con cada una de esas entidades. Con la madera de un manzano podemos hacer muebles, pero no una ensalada de frutas. De la madera no crecerán árboles. Sin embargo, sin semillas no hay árboles; sin árboles, no hay manzana. En breve: los embriones no son bebés, aunque evidentemente pertenecen al mismo continuo, y por lo tanto, sin embriones no hay niños.

Los “legalistas” ortodoxos, por su parte, insisten en considerar el cuerpo femenino donde se produce el embarazo como una propiedad exclusiva de la madre sobre la cual ésta tiene un derecho absoluto. Detrás de esta concepción absolutista asoma una aprehensión reduccionista de la corporalidad que es neutralizada con el fin de preservar un derecho. Se reconoce: el embrión es mera materia viva, no es un ser humano. Por lo dicho anteriormente, es claro que, a menos que nos apoyemos en un relato religioso, no podemos equiparar al embrión con un niño, pero tampoco es el caso de que estemos hablando de “mera” materia viva. Es claro que las células que conforman el hígado y las células embrionarias no son equivalentes. Las células embrionarias pertenecen al continuo de la madre de manera contingente y están llamadas, en algunos casos, a formar parte de un continuo que no pertenece a la madre. En breve: el embrión no es un niño, pero tampoco es nada. Tiene una entidad compleja, controversial, que debe tomarse en consideración sin extremismos.

Todo esto en lo que respecta al estatuto del embrión. A esto sigue una segunda discusión que gira en torno a otra complejidad que involucra a la madre, evidentemente, pero no ya en relación exclusiva con su embrión, sino en su relación con la sociedad en su conjunto. Aquí el debate se torna multifacético. Si encaramos la cuestión sin prejuicios, estamos obligados a dar cuenta de dos extremos interrelacionados evidentemente, pero no reducibles uno en el otro. Me refiero, por un lado, a las cuestiones que giran en torno al reconocimiento. En este caso el estatuto de la mujer en nuestras sociedades, pero también, como se plantea entre los ecologistas, el de las generaciones futuras. Resulta, cuando menos curioso, que aquellos que se afanan por reconocer derechos a los hipotéticos habitantes del futuro, eludan cualquier consideración a los embriones presentes. En segundo término, es obligado hacer referencia a las cuestiones distributivas y a todo lo que ello implica desde el punto de vista de la justicia social.

Ahora bien, si nuestra intención es pensar hasta sus últimas consecuencias lo que nos jugamos en los casos que ahora discutimos (aborto y fertilización asistida) y en muchos otros emparentados con estos, no tenemos otra opción sino encarar una discusión seria sobre las raíces morales del capitalismo. De eso se ocupa primordialmente la filosofía, de dar cuenta de los marcos inarticulados sobre los cuales damos forma a los modos de existencia contingente que habitamos, naturalizándolos de tal modo que ocultamos con ello toda alternativa.

Frente a esta complejidad, lo que resulta evidente, de nuevo, es lo inoportuno de cualquier dogmatismo. De igual modo, resulta inoportuno, en vista al tamaño estadístico de nuestras prácticas sociales eludir el asunto. Por supuesto, la solución jurídica que ofrezcamos será siempre imperfecta éticamente, pero eso no nos exime de intentar la mejor legislación posible en las presentes circunstancias.

PASIÓN TECNOCRÁTICA. Sobre el dolar, los subsidios y el anarcocapitalismo.


Durante los últimos días, a propósito de las medidas gubernamentales en relación con la política cambiaria y el entramado de subsidios, se han levantado voces entre opositores suspicaces y analistas que pretenden una reivindicación de sus saberes cuestionados en estas latitudes: demandan seriedad en la política económica, denuncian desprolijidades e improvisación. Se arguye, contra la heterodoxia, la necesidad de formar un equipo prestigioso que responda a las premisas del consenso ortodoxo, con el fin de enfrentar las "turbulencias" en las actuales circunstancias.

Frente a la lectura eminentemente política que promueven las huestes kirchneristas, quienes se esfuerzan por recordarnos, con la empiria histórica en la mano, que el poder corporativo no le hace ascos a las estrategias destituyentes cuando intenta fijar la agenda ciudadana, con el fin de cautivar la soberanía popular ajustándola a la impotencia. En esta dirección - nos dicen - deben leerse las campañas mediáticas, dirigidas a socavar el poder que el ejecutivo cosechó en las urnas.

Con estirada arrogancia, algunos periodistas y analistas continúan paseándose por los micrófonos que se les concede, augurando desgracias indecibles, con una mezcla curiosa de morbosidad y anhelo.

Bienvenidos sean aquellas valoraciones críticas cuya intención "objetiva" consiste en desanudar los hilos de una realidad compleja que, por supuesto, necesita de todos para lograr precarios momentos de transparencia en los que podamos definir nuestro destino.

Sin embargo, cuando la calidad "subjetiva" de estos agentes comunicadores evidencia motivaciones opacas, dejando a la vista un desinterés brutal por la suerte común, los productos de estas inteligencias contaminadas por el egoismo, se convierten en obsequios envenenados que debemos cuidarnos de consumir.

Por lo tanto, hay que volver a reiterar lo que la filosofía y las ciencias humanas en su actividad autorreflexiva no han dejado de advertir frente a los "positivismos" conservadores que insisten con sus interpretaciones descarnadas: allí donde actúan los seres humanos, es ineludible una consideración moral. La economía no escapa a esta verdad de Perogrullo que la pasión instrumentalista de nuestros antepasados se esforzó en ocultar. Por lo tanto, no se puede hablar de economía abstrayéndola de su encarnadura ético-política.

Cuando la presidenta Cristina Fernández, en el contexto del G-20, se refirió al "anarcocapitalismo", no hizo otra cosa sino recordarnos que el instrumentalismo no sólo no tiene corazón, tampoco piensa, atrapado como se encuentra en su ejercicio inacabable de fragmentación.

La pretensión tecnocrática, que arguye a favor de la existencia de meras funcionalidades, no hace más que ocultar sus prioridades morales detrás de la inarticulación de sus propios fines. Por esa razón es importante que el discurso técnico que despliegan estos agentes sea devuelto al contexto de sus imaginarios. La burocracia estatal y corporativa, desarraigada del mundo de la vida, resulta en un Leviathan que reduce las relaciones sociales a meras pugnas de intereses, y las motivaciones de los individuos y las colectividades contingentes, a mero afán de supervivencia. Una economía funcionalista sería entonces una economía amoral, sino fuera que es impensable una actividad humana que no se encuentre atada (aun ocultamente) a alguna forma de bien.

En la política discutimos esos bienes, intentando construir en la pugna de nuestras prioridades en el escenario público, nuestra identidad común. Por todo ello, parece arriesgado creer que la subestimación que los agoreros de siempre ejercitan en relación con el actual gobierno, que ha sabido sortear tan complejas coyunturas en lo que lleva al frente del Ejecutivo, pueda encuadrarse en una mera discusión en torno a "tecnicismos", como pretenden, haciéndose los inocentes, quienes propician y festejan los tropiezos patrios. Mas realista es reconocer el combate ideológico que se libra, la disputa ético-política detrás de estos conflictos: "¿Qué país quieren ellos?", deberíamos preguntarnos; "¿Qué país queremos nosotros?"

ARGENTINA: PASADO Y FUTURO


Ahora bien, lo que planteaba en el post anterior no significa que no podamos (más bien, que no debamos) sentarnos a discutir con aquellos que mantienen posiciones diferentes a las nuestras en las cuestiones que sean.

Digo más: la legitimidad concedida por las urnas nos habilita a ello. Y esto en un doble sentido. Por un lado, porque en nuestra interlocución dialéctica con nuestros contrincantes podemos alcanzar una articulación más adecuada de nuestros compromisos ético-políticos a la luz de los desafíos puntuales que se derivan de cada momento histórico particularizado.

Pero también porque la propia soberanía, el poder maestro que orienta en última instancia, o conduce la suerte de las particularidades al embarcarlas en un proyecto totalizador, se enriquece con la diversidad de su constitución.

Eso no implica, por supuesto, que debamos quedar prisioneros de la actitud postmoderna de indecisión que la indescifrable pluralidad nos impone. Eso es lo que querrían que creyéramos quienes se adhieren a estas doctrinas con el propósito sigiloso de aprovechar la confusión de lo múltiple para atomizar el poder colectivo.

Todo lo contrario. Aquí de lo que se trata es de asumir el poder concedido por los muchos disímiles con el propósito de consolidar otra Argentina que nos contenga a todos en un nuevo orden.

Es desde esta perspectiva que debe entenderse la alusión de la presidenta a la ausencia de neutralidad que los liberales parecen no entender. Un Estado neutral es un no-Estado. Porque en la fundación misma del Estado está la prerrogativa antipática que decide por las categorías de la inclusión y la exclusión que permiten la constitución de una identidad.

Cuando comprendemos esto, nos damos cuenta que el intento por neutralizar moralmente al gobernante no es otra cosa que pretenderlo im-potente. La soberanía política se funda en una asimetría. Se trata de una voluntad siempre volcada hacia un bien excluyente que reordena la vida moral de sus particulares ineludiblemente.

Esta voluntad política está obligada no sólo a mirar al futuro para imaginarse una nueva nación. Tiene que mirar al pasado y reescribirse. La pugna está justamente en esa reescritura.

Por supuesto, no estamos diciendo nada que no sepamos ya desde hace mucho tiempo. Pero vale la pena recordarlo. Reescribir la historia es parte de la tarea. Porque la historia oficial de la Argentina estuvo escrita por los vencedores, por aquellos que se deshicieron de la herencia española para anudar su suerte al capitalismo promovido por el imperio inglés y la cultura francesa. Esa historia oficial de civilización que se escribió con la sangre de la barbarie, de los negros, de los caudillos federales, de los indios y de los inmigrantes, es la que se ha puesto en cuestión. Una historia que concitó en las clases medias emergentes un afán tilingo de protagonismo y propició la traición funcional antipopular que ha servido como punta de lanza durante todo el siglo XX, para que el “poder real” lograra, por las buenas o por las malas, mantener el status quo.

En esta tierra sin aristocracia. En esta tierra embardunada por afanes miméticos. En esta tierra provinciana que supo hacerse un lugar en la historia, no debido a las virtudes prometeicas de sus héroes, sino a las ubres de sus vacas y la promiscua fertilidad de su tierra, la nota dominante ha sido el fingimiento. Aquí todos hemos sido alguien diferente a lo que verdaderamente somos. Ahora bien, el precio que hemos pagado para poder continuar mintiéndonos a nosotros mismos ha sido el de una violencia extremada, una violencia de silenciamientos o de sobornos.

En contraste con lo que muchos pretenden, el resentimiento es la marca de origen de una oligarquía traicionera que supo en cada tramo de su historia de ascensión y decadencia, reescribir su paradójico “salvajismo civilizador” convirtiendo en símbolos de su masculinidad disminuida a la chusma que se empañaba en aniquilar.

Imaginar otra Argentina implica reconocer en la pretensión civilizadora que festejó su suerte en el primer centenario la máscara detrás de la cual se escondió la voluntad de mantenernos en el atraso. Imaginar otra Argentina es reconocer que los autoproclamados civilizados estaban decididamente empeñados en renunciar a los sueños de una patria grande con el fin de cumplir su rol en el esquema neocolonial impuesto por el capitalismo británico que nos concedía el ambiguo privilegio de ser “granero del mundo” al servicio del “taller del mundo” que ellos mismos encarnaban.

Pero no seríamos justos con el futuro si desconociéramos los peligros que nos acechan en esa otra totalización que la globalización capitalista se empeña en ocultar, esa totalización que nos impone, como nunca antes, la necesidad de pensarnos a nosotros mismos a la luz de una suerte común que no conoce fronteras.

Olvidar que este planeta es una nave que marcha hacia una catástrofe, olvidar que estamos todos juntos embarcados en ella, atados a un destino común, es otra de las formas de la ignorancia que debemos combatir.

Por supuesto, sabemos que la globalización capitalista utiliza de manera pervertida el miedo para obligarnos a vender nuestra alma. Pero no por ello es menos verdadero el peligro que acecha y por ello no menos perentorio hacernos cargo de ello.

EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE CÓLERA


Hace varias semanas que no publico nada en el blog. Durante este tiempo han pasado cosas extraordinarias en Argentina. Probablemente, lo más impactante, aunque notoriamente anticipado por todos, fue el triunfo contundente de Cristina Fernández en las elecciones del 23 de octubre. No voy a volver sobre los guarismos, apenas recordar que la distancia con el segundo competidor rondó el cuarenta por ciento. Otro aspecto destacable es el hecho de que junto al socialismo, el centro izquierda o “progresismo”, como les gusta a mis compatriotas llamar a esta franja ideológica, suman el 70% del electorado. Aún así, hay que reconocer que Binner se llevó el voto Duhaldista, lo cual implica que parte de su avance electoral se traduce definiéndolo como la mejor opción antiperonista que ofrecía la oposición en las presentes circunstancias. Visto de este modo, el Frente Progresista tendrá que hacer esfuerzos rotundos para no quedar pegado al talante reaccionario de su mejor electorado.

Pero ahora pasemos a la cuestión que a mí me interesa resaltar. Lo primero, recordar lo que José Pablo Feinmann señaló hace unos días en el teatro Sha, donde imparte sus lecciones sobre “Historia conceptual de la Argentina”: “Pese a la dimensión de la victoria, no se trata de un triunfo definitivo, y la amenaza de nuestros “enemigos políticos” sigue tan viva como siempre”. Las elucubraciones sobre el dólar son un testimonio fiable de lo que promueven. No hace falta satisfacer veleidades de profeta para señalar que de haber mediado una debacle kirchnerista por las razones que fueran y la tribuna opositora se hubiera hecho con el poder, muy diferente serían las expectativas sociales de las mayorías gradualmente reconocidas.

Basta con echar una mirada a los anuncios que los políticos europeos ofrecen para compensar y recompensar el saqueo prolongado de los Estados ahora en ruina, para comprender las abismales diferencias que promueven las tradiciones en pugna. Uno puede alegremente pretender ajustes en la “inversión social” cuando no ha sido maltratado junto a los suyos por las políticas agraviantes del neoliberalismo o ha sido uno de los “triunfadores” de dicha política. Muy diferente es cuando la gente percibe quién defiende no sólo nuestros intereses, sino también nuestra identidad moral a lo largo de las décadas. Por lo tanto, hay que continuar alerta. Basta con echar una mirada a las editoriales del diario La Nación para constatar, pese a la superficial desaceleración de las primeras jornadas postelectorales, que el anuncio reaccionario de Lilita Carrió poco después de la derrota definitiva de la fórmula por ella encabezada, no hacía más que dar cuenta del estado de ánimo de una porción nunca desdeñable de la ciudadanía que aún interpreta los resultados adversos de la democracia popular en clave golpista.

No hace falta decir que los tiempos han cambiado y resulta un exabrupto de la imaginación pretender amenazas armadas. Sin embargo, no hay que desdeñar lo que palpablemente pusieron de manifiesto los revelados secretos de Tabaré Vázquez hace pocas semanas, cuando nos contó que, junto a George W. Bush y “Condi” Rice planeaban “bombardear Buenos Aires”; o las interesantes anotaciones que wikileaks reveló sobre los contubernios de afamados periodistas y políticos traicioneros, que no hacen más que reiterar en clave postmoderna las estrategias de sus antecesores a la hora de unirse con los de afuera para “matar” a los de adentro. Vuelve de este modo el Martin Fierro a recordarnos lo que hace decente a un hombre. No es precisamente la fraternal traición la que lo enaltece.

Entre los contertulios de siempre hubo quienes justificaron las elucubraciones del expresidente de la Banda Oriental haciendo caso del barullo entrerriano y el ejercicio imprudente y crispado del difunto Néstor Kirchner. Ni tontos ni perezosos, estos tertulianos comparten con los editorialistas de la prensa amarilla inglesa en lo que concierne al conflicto por las "Falklands" (lease, Islas Malvinas), que el atolondrado comportamiento de nuestro canciller está fuera de lugar y lo inaudito de nuestros reclamos soberanos.

Frente a las revelaciones de wikileaks que el periodista de Pagina12 Santiago O’Donell se esforzó en cosechar con esmero en una publicación recientemente editada, el silencio de los “escrachados” fue estridente.

Como siempre, estos detalles circunstanciales exponen de manera rotunda el talante neocolonial de algunos de los más engreídos intelectuales de nuestra tierra. Algunos de estos especímenes comparten con nuestros antepasados porteños la feliz idea de que esta tierra sería más gloriosa sin el morochaje que la habita, se rasga las vestiduras hablando del clientelismo y advierten con el índice extendido que se anotan en la memoria su valiente resistencia contra el régimen imperante.

Reaccionarios de variados pelajes, en un batiburrillo más bien indescifrable, comparten las portadas de los medios digitales exagerando el pesar que les causa la herida que el poder acumulado por “la viuda” ha producido en el espíritu republicano, y llaman, todavía en sordina, a una rebelión que se cuece en los hogares de nuestros prohombres y sus promujeres.

En fin, nada es más engañoso que esta calma chicha que imperará hasta el próximo arrebato paroxístico de la oposición corporativa que ahora se ve sumida en la impaciencia ante la perspectiva de seis meses de obligada inmovilidad debido al hábil manejo que hace el Ejecutivo de sus tiempos. Hasta diciembre, nada habrá que decir que altere la luna de miel que vive el pueblo con su líder. Después viene enero y luego febrero y finalmente marzo para hacer que las cosas vuelvan a convertirse en una pesadilla.

Más realistas, sin embargo, es asegurar posiciones estratégicas, porque el panorama internacional amenaza afectarnos ineludiblemente. Sea por las buenas o sea por las malas, para recordarnos, ahora sí, que Argentina no está aislada del mundo, a Dios gracias y mal que nos pese.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...