EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS

El país de las últimas cosas


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No creo que haya una experiencia más triste para un ser humano que ver como sus compatriotas, poco a poco, van cayendo en eso que alguien llamó "el país de las últimas cosas", el trastero del mundo, el vertedero de los privilegiados, o como quieras imaginarlo.

Todo se degrada. Efectivamente. A medida que crece el hambre, la miseria, la violencia, el miedo, la gente va olvidando su dignidad (porque alguna vez fuimos dignos, ¿te acordás?) y se va encalleciendo el alma, hasta convertirse en una piedra, y nos volvemos un poco "mierda", y empezamos a llenarnos de odio, y encontramos a uno diferente, por ejemplo, un extranjero, y nos dan ganas de molerlo a palos para sacarnos de encima la propia frustración, y la vergüenza de habernos dejado engañar vilmente por los que ahora están arriba y te refriegan en la cara que no le importas nada, que sos prescindible, que los ricos no piden permiso. Hasta te inventaron el título de una telenovela para que te vayas acostumbrando, para que "te vayas haciendo a la idea": que la democracia es una ficción electoral (que ahora será una ficción electrónica electoral), pero los que al fin de cuentas mandan y no piden permiso son otros, los dueños del "dispositivo democrático". Porque, no sé si te habrás dado cuenta, pero vos no mandás, vos no sos nada: sólo un dato estadístico, una variable de la cual puede extraerse consenso, pero no una voz, una mirada, una perspectiva, una persona. Obviamente, podés rogar, suplicar, exigir, protestar, pero no sos nada. Y para demostrártelo allí están los antidisturbios para señalar tu condición residual en el actual orden político que reina en Argentina.

Ahora bien, si no es un extranjero con el que te desquitás, será una mujer (probablemente "tu" mujer, u otra mujer) o un "homosexual", o un niño, lo que sea. Porque, en realidad, lo que te pasa es que tenés vergüenza de eso en lo que te has convertido. En el fondo sabemos que pudieron con nosotros, que nos pasaron por encima, que nos están metiendo el dedo en la oreja todos los días y somos incapaces de reaccionar y ponerle un parate a la situación. Y todo esto con nuestra absoluta complicidad.

Los más afortunados se meten para adentro, se dedican al yoga en cualquiera de sus formas, o a la meditación, en cualquiera de las suyas, o en la literatura del señor Baba, o cualquier otro maestro que les ayude a olvidar las cosas de este mundo. O hacen huertos posmodernos en los techos de sus casas y cuidan rosas o manualidades, o van al Colón a ver alguna figura envejecida de hollywood invitada a escenificar sus últimos bolos antes de su final . Si tienen un poco más de guita viajan a Miami o se dan una vuelta por Europa, y después de empapelar las redes sociales con sus fotografías narcisistas desayunando en alguna boulangerie, regresan a casa llevando consigo baratijas para echar pinta entre los miserables. Lo que sea, para no pensar, para no sentir, para no ver, para no hacer nada.

Y los que mandan se aprovechan, y miran las encuestas, y cuanto más xenófoba y racista es la población, más xenófoba y racista es la dirigencia; y cuando más tilinga y superficial es la gente, más tilinga y superficial se muestra la dirigencia.

No hace falta mucho cerebro para darse cuenta dónde estamos, y hacia dónde vamos. Volvimos a ser lo peor de nosotros mismos y la caída es en picada.

Basta ver lo que dicen y hacen nuestros dirigentes para saber quienes somos. Basta ver lo que dicen y hacen nuestros periodistas, para saber quiénes somos. Basta ver qué dicen y que hacen nuestros intelectuales, para saber quienes somos.

Ahora mismo somos una bosta. Y lo digo con mucha pena, porque me gustaría que fuéramos diferentes. Pero es así: nuestro país, Argentina, se ha convertido en una mierda, lleno de mierdas, xenófobos y racistas mierdas, lleno de oportunistas y de trepas mierdas. Vaya, un país de mierdas.

Seamos sinceros, siempre fuimos más o menos eso. Con cada catástrofe económica, social, política, humanitaria que vivimos, las grandes mayorías y sus dirigentes nos convertimos en socios y cómplices de nuestros crímenes colectivos.

Me acuerdo cuando era chico, como todos nos hacíamos los distraídos. Yo era chiquito, pero sabía lo que estaba pasando, sabía que éramos criminales, sabía que éramos torturadores, sabía que éramos feos, muy feos, pero los mayores se hacían los distraídos, y al hacerse los distraídos nos inculcaban la mentira, nos entrenaban en la negación del sufrimiento y la injusticia. Pero, seamos serios, si lo sabía yo (un niño de 10 años, un impúber), cómo no lo iban a saberlo los mayores que me rodeaban. Así somos nosotros. Como otros pueblos, supongo, pero eso no compensa la vergüenza.

Y así estamos ahora: todos distraídos, necios. Todos mirando para otro lado. Todos poniendo cara de giles como si no tuviéramos nada que ver con lo que está pasando. Pero, entonces, al menos, era un gobierno militar, una dictadura, y por eso resulta fácil (casi comprensible) lavarse las manos. Pero, ¿quién nos curará de este horror, de esta vergüenza, al que nos hemos adherido voluntariamente? ¿quién podrá decir mañana "yo no fui" "yo no quise"?, cuando todo es trasparente, cuando todos está pornográficamente a la luz del día. El grado extremo de posmodernidad de la corrupción política actual es que se realiza a plena luz del día. Los mecanismos están allí para que todos los observemos. No hay ningún secreto: los Assange y los Snowden lo han dejado a la vista para que no haya dudas. Y esto es lo que resulta más incómodo. El saber no alcanza para hacernos libres.

2

Pero hubo un tiempo, un momento, un instante en nuestra vida, en el cual una estrella surcó nuestro firmamento, y durante unos instantes quisimos creer en nosotros mismos, y nos vimos bellos y valientes y atrevidos en el espejo de la historia.

Quisimos ser buenos, respetables, dignos. Pero, qué se le va a hacer. Los tiempos heroicos son memoria, y pronto olvido. Y lo que tenés delante es el residuo de un banquete de utopías vomitadas durante la fiesta de asco que inauguró nuestro nuevo continente.

No importa qué hicieron nuestros dirigentes. No importa si robaron o no robaron. Si fueron corruptos o no lo fueron. Si fueron unos pocos o fueron todos. Lo importante es que nosotros creímos que era bueno ser buenos, que era bueno tener como eslogan de nuestra república: "La patria es el otro", y quisimos que cada uno de nosotros y cualquiera que quisiera formar parte de ese "nosotros", fuera libre y digno. Hubo una época, ahora lejana, muy lejana, en la que juramos ser de verdad la expresión viva en el mundo de los derechos humanos. Yo me enamoré de los derechos humanos, de lo mejor de ese emocionante y rebelde ideal de hacer que los derechos humanos fuera la tierra de nuestra patria. Pero eso se terminó. Ahora nuestros dirigentes escuchan al pueblo, y repiten con el pueblo: "¡Los derechos humanos no son más que un curro! ¡Mano dura! ¡Mano dura!".

De verdad, todo esto lo digo sin rabia, sin resentimiento. Eso si, triste, muy triste, porque no creo que haya una experiencia más terrible para un ser humano que ver a sus compatriotas, poco a poco, cayendo en eso que alguien llamó "el país de las últimas cosas".

En cierto nivel, a quienes promovieron esta hecatombe, esta catástrofe, podemos perdonarlos: uno podría incluso repetir "evangélico" quedándose muy tranquilo: "No saben lo que hacen".

Pero, en otro nivel, no sería digno dejar las cosas como están. Tenemos que reconocer que son nuestros "antagonistas" y actuar en consecuencia. No por el signo político al que se adhieren, o el gesto ideológico que expresan en el mercado de la cultura, sino porque defienden el hambre, la discriminación, la eugenesia social, la persecución política, la represión y la violencia.

Y si no defienden estas cosas, se hacen los boludos, que para el caso, es lo mismo.

Comentarios

  1. El problema ya no es el de las dictaduras políticas, sino el de la dictadura de las mafias organizadas y el horizonte de sentido que ya casi ni se vé

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