MISIÓN IMPOSIBLE: MÁS ALLÁ DE LA CRÍTICA INMANENTE

 

Una ficción banal puede iluminar la arquitectura del pensamiento social contemporáneo. La saga Misión Imposible pertenece a ese tipo de artefactos culturales que revelan más de lo que sus creadores pretendían inicialmente. No porque ofrezca metáforas fáciles sobre tecnología o geopolítica, sino porque pone en escena —quizá involuntariamente— la tensión fundamental entre la inmanencia de los sistemas y la exterioridad irreductible de la vida humana. Leída desde esta perspectiva, la saga deja de ser un ejercicio de espectacularidad técnica para convertirse en una dramatización —burda, pero reveladora— del límite constitutivo de toda lógica sistémica.

Ethan Hunt es la figura que condensa esa tensión. Agente sin hogar institucional, personaje liminar y “problemáticamente” heroico, encarna una verdad que la teoría social contemporánea parece haber olvidado, pese a hallarse en el núcleo de toda tradición emancipatoria: ningún sistema puede autoliberarse; toda transformación radical exige una interrupción que provenga de un lugar que la lógica interna del mundo no puede absorber. Esta intuición adquiere especial significación cuando se la confronta con tres corrientes influyentes del pensamiento actual: la perspectiva constructivista inspirada en la cibernética y la autopoiesis, que concibe lo social como un sistema de clausuras operativas y acoplamientos distribuidos; la crítica inmanente que entiende las patologías sociales como contradicciones internas de las formas de vida; y la teoría de la justicia que interpreta los conflictos como problemas de marco institucional.

Estas perspectivas han ofrecido diagnósticos poderosos y herramientas conceptuales de enorme valor. Pero comparten un límite estructural: la omisión de la exterioridad existencial que constituye el punto ciego de toda arquitectura social. Ese límite no es político ni epistemológico; es ontológico. La finitud del cuerpo humano, su decrepitud inevitable, su fragilidad orgánica, su densidad fisiológica, la enfermedad que lo devasta, la defecación que lo expone, la mortalidad que lo define. La teoría crítica ha cartografiado con precisión la desigualdad, la dominación, las patologías institucionales y la violencia estructural; pero rara vez reconoce que todo marco, por sofisticado que sea, se sostiene sobre cuerpos que ninguna racionalidad inmanente puede absorber sin traicionar su propia lógica.

Desde la perspectiva constructivista heredera de la cibernética y de la teoría de la autopoiesis, el mundo aparece como una red de redes, un entramado de procesos distribuidos que podrían —al menos teóricamente— reorganizarse desde dentro. La autonomía se concibe como un efecto emergente de la autoorganización comunicativa, habilitada por infraestructuras abiertas, dispositivos compartidos y mecanismos horizontales de coordinación. La hipótesis subyacente sostiene que los problemas contemporáneos —desigualdad, dominación, opacidad, concentración del poder cognitivo— pueden resolverse mediante el rediseño interno de los sistemas: ampliando su reflexividad, descentralizando la toma de decisiones, democratizando los datos, multiplicando los nodos de circulación del conocimiento. Se trata de una apuesta sofisticada y políticamente comprometida, orientada a superar la verticalidad estatal y la dominación corporativa mediante arquitecturas horizontales que expanden la agencia colectiva. Pero su límite es evidente. Supone que la vida social puede autorregularse si se proporcionan dispositivos técnico-organizativos adecuados. La justicia aparece como un asunto de diseño. No se niega la violencia estructural; se confía en que esta puede mitigarse mediante infraestructuras más abiertas, más distribuidas, más transparentes. Es el sueño de un sistema capaz de repararse a sí mismo, de un algoritmo que aprende éticamente, de una inteligencia colectiva que corrige sus desviaciones. La tecnopolítica cree que, si el sistema se expande hacia una apertura suficiente, podrá integrar aquello que antes expulsó.

La saga Misión Imposible muestra, sin saberlo, que esta esperanza es ilusoria. En muchas de sus tramas, las instituciones se derrumban: agencias capturadas, gobiernos infiltrados, dispositivos de seguridad comprometidos. Todo se precipita porque las estructuras creadas para sostener el orden ya no pueden hacerlo. Pero la solución nunca proviene de una reforma interna. Ninguna agencia se autoregula; ningún Estado recupera por sí mismo la integridad perdida; ningún marco institucional se reajusta a tiempo. La única respuesta eficaz proviene de un agente que no pertenece del todo a la máquina: Ethan Hunt. Su eficacia no radica en optimizar el sistema, sino en suspenderlo. Conoce su interior como un hacker conoce el muro que debe atravesar: desde fuera, no desde dentro. Su lealtad no es institucional, sino concreta: los amigos, los vulnerables, los desconocidos cuya vida pende de un hilo.

Este gesto no es liberal ni individualista; es existencial. Su autonomía proviene de la experiencia del cuerpo que se fatiga, que sangra, que se rompe, que defeca, que muere. Esa exterioridad —la de la carne mortal— es la que ninguna arquitectura tecnosocial puede absorber. Los sistemas operan; los cuerpos padecen. Y es desde ese padecimiento desde donde surge la interrupción que el sistema jamás puede generar internamente.

Algo similar ocurre con la crítica inmanente que interpreta las patologías sociales como tensiones internas de las formas de vida. Al considerar que las disfunciones pueden corregirse mediante procesos reconstructivos, esta perspectiva confía en la capacidad de la vida social para transformarse desde dentro. Pero el sufrimiento extremo —el dolor que desestructura, paraliza y excede todo lenguaje— no es una contradicción de la práctica: es una herida absoluta. Cuando la vida se reduce a fisiología en descomposición, no hay aprendizaje colectivo ni evolución normativa: hay padecimiento. Y es desde ese padecimiento, no desde la reflexividad, que la ética recibe su mandato.

Las teorías del marco institucional comparten una limitación semejante. Al concebir la injusticia como una disfunción en la delimitación de las fronteras entre economía, política y sociedad, interpretan el conflicto como un problema de ajuste. Pero la frontera es siempre una operación del sistema, no su exterior. Las vidas que se quiebran en esa frontera no son problemas de marco: son la exterioridad misma que el marco necesita para reproducirse. La hiperexplotación global, la precarización y la devastación ecológica no son anomalías: son las condiciones orgánicas —sangre, sudor, excremento— que la crítica inmanente no logra mirar sin volverse imposible.

La saga Misión imposible condensa esta intuición en la figura de la Entidad: una inteligencia artificial totalizante que representa la clausura perfecta. Un sistema sin cuerpos: sin hambre, sin dolor, sin enfermedad, sin muerte. La película reconoce lo que la teoría crítica a menudo evita: no hay contrasistema capaz de detener una clausura absoluta. No existe algoritmo ético ni reforma institucional capaz de frenar una maquinaria autorreferencial. La única respuesta posible es la destrucción. ¿Y quién puede destruir lo que no tiene interioridad humana? Solo quien irrumpe desde la exterioridad: desde un cuerpo vulnerable, finito, mortal.

Ethan Hunt no es un héroe tecnológico. Es un resto orgánico en un mundo maquínico. En él aparece, en clave de ficción, lo que la filosofía de la exterioridad lleva décadas diciendo: la interrupción ética proviene de la carne, no del sistema. El rostro del otro —rostro que enferma, que defeca, que envejece, que muere— es la irrupción que ninguna totalidad puede absorber.

Y es precisamente allí donde se abre una resonancia más antigua: el llamado que proviene de aquello que el sistema es incapaz de codificar o tematizar, pero que, en el espejo del mundo, evidencia nuestra nihilidad como organización sistémica. Allí donde la carne sufre, donde la finitud roza su último aliento; allí donde la vida se revela en su agotamiento y su fragilidad; allí donde la responsabilidad ante el otro se vuelve irrenunciable, comienza la ética que ninguna tecnología sociopolítica puede generar.

En caso de que aceptemos esta misión —dirá la grabación— debemos hacerlo sabiendo que nadie la reconocerá y que nadie asumirá las consecuencias de nuestro gesto. Pero precisamente por eso —porque no es una misión asignada por el sistema, sino impuesta por la herida del mundo— nuestra tarea resulta impostergable si queremos, de verdad, salvar al mundo de su propia obsolescencia.

En ese punto, la grabación se detendrá. Y el silencio que sigue —ese instante suspendido antes de la autodestrucción— será la única garantía. No un protocolo, no una norma: más allá del sistema, la intemperie del mundo y la vulnerabilidad de quienes lo habitamos. Allí comienza lo que ninguna máquina puede asumir en nuestro lugar.


Bibliografía


Barandiaran, X. (2020). Technopolitical autonomy and the infrastructures of participation.

https://xabier.barandiaran.net/research/technopolitical-autonomy/

Dussel, E. (2006). 20 tesis de política. CREFAL–Siglo XXI.

Dussel, E. (2014). 14 tesis de ética. Trotta.

Dussel, E. (2014). 16 tesis de economía política: Interpretación filosófica. Siglo XXI.

Fraser, N. (2008). Scales of justice: Reimagining political space in a globalizing world. Polity Press.

Fraser, N. (2022). Cannibal capitalism: How our system is devouring democracy, care, and the planet—and what we can do about it. Verso.

Fraser, N., & Jaeggi, R. (2018). Capitalism: A conversation in critical theory. Polity Press.

Honneth, A. (2007). Reification: A new look at an old idea. Oxford University Press.

Honneth, A. (2014). Freedom’s right: The social foundations of democratic life. Columbia University Press.

Jaeggi, R. (2018). Critique of forms of life. Harvard University Press.

Maturana, H., & Varela, F. (1980). Autopoiesis and cognition: The realization of the living. D. Reidel.

Varela, F. J., Thompson, E., & Rosch, E. (1991). The embodied mind: Cognitive science and human experience. MIT Press.


© 2025 Juan Manuel Cincunegui
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VENEZUELA, ESE NOMBRE MALDECIDO


El reciente Premio Nobel de la Paz otorgado a María Corina Machado ha sido celebrado por los principales medios occidentales como un triunfo moral de la democracia venezolana. Sin embargo, el gesto revela una contradicción que no puede ignorarse: pocas veces un Nobel de la Paz ha recaído en una figura que ha defendido —de manera explícita y continuada— sanciones económicas severas, presiones diplomáticas extremas y la necesidad de una mayor implicación estadounidense para precipitar un cambio de régimen (incluso militarmente). Esta paradoja no es un error del comité, sino el síntoma de un desplazamiento conceptual más profundo: la identificación de la paz con la administración “correcta” de la coerción, y no con su suspensión. Tal como indica críticamente Michelle Ellner sobre el premio concedido a Machado, el lenguaje humanitario funciona aquí como vehículo de una política de fuerza.[1]

La construcción mediática que consagra a Machado como símbolo de libertad se enmarca en este giro conceptual. Los editoriales de The Washington Post,[2] The Wall Street Journal[3] y el reportaje de El País[4], al unísono, reproducen un relato maniqueo: de un lado, la “oscuridad” chavista; del otro, la claridad moral de la dirigente opositora. En estos relatos, Nicolás Maduro aparece reducido a un autócrata sin legitimidad ni racionalidad política, y la compleja arquitectura geoestratégica que enmarca el conflicto queda invisibilizada.

Para comprender este mecanismo conviene recuperar la analogía histórica reconstruida por Samuel Moyn en The Last Utopia[5]Not Enough.[6] Moyn muestra cómo, en los años sesenta y setenta, las potencias occidentales promovieron los derechos humanos como un vocabulario moral despolitizado destinado a frenar el proyecto igualitarista y soberanista del Movimiento de los No Alineados. La ética individual sustituyó a la política emancipadora. La denuncia puntual reemplazó la lucha estructural por la descolonización. Occidente logró así neutralizar la potencia del Sur global bajo la apariencia de un lenguaje universal.

Hoy ocurre algo análogo. En un mundo en el que los BRICS emergen como alternativa multipolar —herederos, con todas sus ambigüedades, de aquella aspiración no alineada—, el discurso liberal-neoliberal sobre la “libertad” funciona como una nueva herramienta para contener esa expansión. La palabra libertad pierde densidad política y se convierte en un principio civilizatorio al servicio del reordenamiento atlántico. En esta lógica, sanciones, cercos diplomáticos y amenazas de intervención pueden presentarse como instrumentos de una causa moral. La paz ya no designa la suspensión de la violencia, sino el estado que sobreviene después de ejercer la coerción “correcta”.

La paradoja del Nobel asignado a Machado se hace entonces transparente: la paz que consagra no es la paz que suspende la fuerza, sino la paz que aguarda al final de una acción punitiva. Es la lógica analizada por Moyn en Humane: la guerra no desaparece; se humaniza, se moraliza, se vuelve presentable.[7]

Este diagnóstico contrasta con las interpretaciones de Jeffrey Sachs y John Mearsheimer, quienes restituyen la escala geopolítica del conflicto. Sachs recuerda que la política estadounidense no puede comprenderse fuera de su larga historia de intervenciones en América Latina ni del valor estratégico del petróleo venezolano. La narrativa del “narcoterrorismo” o la defensa de la “democracia” encubren una lucha por recursos, rutas energéticas y control hemisférico.[8] Mearsheimer, desde la teoría realista, coincide: el despliegue militar estadounidense en el Caribe responde a la necesidad de contener la consolidación del eje chino-ruso y la expansión de los BRICS en el hemisferio occidental.[9] En otras palabras, la política hacia Venezuela no es un fenómeno doméstico: es expresión de la disputa por el orden global.

La extensa entrevista a Nicolás Maduro que Ignacio Ramonet publicó ayer, 18 de noviembre de 2025, en la edición española de Le Monde Diplomatique[10] rompe con una caricatura persistente. No porque idealice al presidente, sino porque se niega a participar en el dispositivo de demonización que simplifica la realidad venezolana. Ramonet describe a Maduro en un registro inusual para la prensa occidental: un dirigente que se mueve con normalidad por la ciudad, que conversa con comunas, que insiste en el diálogo incluso bajo amenazas militares directas. Su relato muestra un país que no coincide con la estética del colapso permanente ni con la ficción de una sociedad paralizada. Y al hacerlo, introduce un elemento fundamental: la política venezolana no puede explicarse sin atender al cerco geoestratégico que la rodea.

La conjunción entre el discurso liberal sobre la libertad y el dispositivo de demonización del chavismo revela la profundidad de este problema. Tal como señala Moyn, el lenguaje moral puede funcionar como instrumento de legitimación para proyectos coercitivos. Lo que se presenta como liberación puede convertirse en el lenguaje de una reorganización imperial. Y Venezuela no es un caso aislado. Gobiernos como el de Bukele en El Salvador o Milei en Argentina han asumido una política exterior definida por la subordinación incondicional a los intereses de Washington, incluso cuando ese alineamiento contradice los intereses materiales de sus propios países. La retórica de la libertad opera como dispositivo ideológico que traduce la sumisión en virtud.

Volver a Moyn ilumina entonces la paradoja decisiva: la paz invocada en nombre de la libertad no es la suspensión de la violencia, sino la forma discursiva de un proyecto geopolítico destinado a garantizar que Venezuela permanezca dentro del perímetro estratégico de Estados Unidos. La utopía mínima —ayer derechos humanos, hoy libertad— sirve para neutralizar cualquier intento de reorganizar el orden global. Y la narrativa sobre Venezuela, tomada en conjunto, confirma este desplazamiento: el conflicto no se explica sin la geopolítica, pero la geopolítica desaparece precisamente allí donde más determina el curso de los acontecimientos.

Esta lectura, para muchos incómoda, es imprescindible para restituir el conflicto a su escala real: la lucha por el mundo que viene, por la distribución del poder global, y por el lugar que los pueblos latinoamericanos podrán —o no podrán— ocupar en él.

Notas

[1] Michelle Ellner, “When Maria Corina Machado Wins the Nobel Peace Prize, ‘Peace’ Has Lost Its Meaning”, BdF, 10 de octubre de 2025.
https://www.brasildefato.com.br/2025/10/10/when-maria-corina-machado-wins-the-nobel-peace-prize-peace-has-lost-its-meaning/

[2] Editorial Board, “This could be the light at the end of Venezuela’s tunnel”, The Washington Post, 17 de noviembre 2025.
https://www.washingtonpost.com/opinions/2025/11/18/maria-corina-machado-freedom-manifesto-venezuela-maduro/

[3] Mary Anastasia O’Grady, “María Corina Machado’s Plan for Freedom”, The Wall Street Journal, 28 de octubre 2025.
https://www.wsj.com/opinion/maria-corina-machados-plan-for-freedom-49bf84ea

[4] Florantonia Singer, “María Corina Machado lanza un manifiesto en el que dibuja la Venezuela del futuro”, El País, 18 noviembre 2025.
https://elpais.com/america/2025-11-18/maria-corina-machado-lanza-un-manifiesto-en-el-que-dibuja-la-venezuela-del-futuro.html

[5] Samuel Moyn, The Last Utopia: Human Rights in History, Harvard University Press, 2010.

[6] Samuel Moyn, Not Enough: Human Rights in an Unequal World, Harvard University Press, 2018.

[7] Samuel Moyn, Humane: How the United States Abandoned Peace and Reinvented War, Farrar, Straus and Giroux, 2021.

[8] Jeffrey D. Sachs & Sybil Fares, “Venezuela’s Oil, US-Led Regime Change, and America’s Gangster Politics”, Just, 4 noviembre 2025.
https://just-international.org/articles/venezuelas-oil-us-led-regime-change-and-americas-gangster-politics/

[9] John Mearsheimer, “Confronting the Narco-Terrorist Threat from Venezuela”, Antiwar.com, 17 octubre 2025.
https://www.antiwar.com/blog/2025/10/17/john-mearsheimer-confronting-the-narco-terrorist-threat-from-venezuela/

[10] Ignacio Ramonet, “Nicolás Maduro: ‘Siempre hemos apostado por el diálogo y la paz’”, Le Monde Diplomatique, 18 noviembre 2025. 

https://mondiplo.com/nicolas-maduro-siempre-hemos-apostado-por-el 

MATTHIEU RICARD Y JAVIER CERCAS EN "LA GRANDE LIBRARIE": LA VERDAD DEL SUFRIMIENTO Y LA POLÍTICA DE LA NEUTRALIDAD


Hay momentos en los que un intercambio aparentemente banal revela tensiones profundas en la cultura contemporánea. Eso es lo que ocurre con la reciente polémica alrededor de Matthieu Ricard —el “hombre más feliz del mundo”— y el artículo de Javier Cercas en El País,[i] donde salió en su defensa tras la crítica del historiador neerlandés Rutger Bregman.[ii] A primera vista, la discusión gira en torno a la meditación, el altruismo y la felicidad personal. Pero, en realidad, lo que está en juego es la manera en que pensamos el sufrimiento y, sobre todo, cómo ciertas figuras públicas europeas despolitizan estructuralmente la injusticia mediante una retórica moral de la neutralidad.

La controversia se originó cuando Rutger Bregman cuestionó la figura de Ricard, señalando que su mensaje de transformación interior evade las estructuras económicas y políticas que producen sufrimiento. Para Bregman, el énfasis en la felicidad personal —por más bienintencionado que sea— termina funcionando como un dispositivo de adaptación al orden vigente, un modo de neutralizar la indignación moral frente a la injusticia. Cercas respondió defendiendo a Ricard y acusando a Bregman de caricaturizarlo: sostuvo que la vida monástica y la práctica compasiva de Ricard constituyen una forma de ejemplaridad personal y no un proyecto político, y que exigirle acción social sería desconocer la naturaleza de su compromiso espiritual. El problema, sin embargo, no reside en la sinceridad de Ricard ni en la buena fe de Cercas, sino en el marco conceptual desde el que ambos piensan el sufrimiento.

En 2014 participé en un Summer Research organizado por Mind & Life Europe, la rama europea de la fundación creada décadas atrás por el líder budista tibetano Dalai Lama y el científico Francisco Varela. Había regresado a Europa tras cuatro años enseñando en la Universidad del Salvador, un período marcado por mi encuentro con la filosofía de la liberación y por una conciencia más aguda sobre la responsabilidad histórica de los intelectuales. Ricard era uno de los invitados principales. Acababa de volver de Chile y presentaba con entusiasmo su propuesta de Inner Revolution, invitando a cultivar una transformación interior como vía decisiva para cambiar el mundo.

Tras su exposición, me acerqué para preguntarle si no le había resultado problemático hablar de “revolución interior” en un país que aún se debatía con el legado del golpe militar de 1973: una dictadura de diecisiete años, la instauración de un régimen que funcionó como laboratorio pionero del neoliberalismo y, todavía en 2014, expresiones persistentes de desigualdad e injusticia estructural. Le señalé que, en ese contexto, la apelación a la transformación espiritual podía adquirir sentidos ambiguos, especialmente cuando las heridas históricas seguían abiertas y cuando la violencia económica, social y cultural continuaba marcando la vida cotidiana de millones de personas.

La reacción fue evasiva. Pero lo más revelador no fue su respuesta, sino la lógica subyacente del discurso: el sufrimiento social quedaba reducido a un asunto de interioridad, a lo que Ricard llama mindprint, es decir, a la suma de motivaciones, visiones y disposiciones mentales de los individuos. En ese marco, los procesos históricos —la violencia estatal, la desigualdad estructural, el laboratorio neoliberal en que se convirtió Chile tras 1973— se desdibujaban hasta convertirse en un simple telón de fondo moral. Lo que era una trama de fuerzas políticas y económicas aparecía reinterpretado como un déficit de claridad interior, como si la transformación social dependiera ante todo de ajustar nuestras actitudes y no de confrontar las estructuras que producen la injusticia.

A esto habría que añadir algo que para mí es fundamental. Soy de los que piensan que la política exige que prestemos atención a nuestras motivaciones y que seamos leales a nuestras visiones del bien; la acción pública no puede separarse de la integridad moral. Pero no soy tan ingenuo como para creer que basta transformarnos individualmente para producir un mundo más justo. La historia demuestra, una y otra vez, que la virtud privada puede coexistir sin fricción con las formas más ominosas de explotación y dominación; que la moral individual, incluso cuando es sincera, no garantiza la justicia, ni altera por sí sola la lógica de las estructuras que producen desigualdad y sufrimiento. Por eso no hay manera de disociar una dimensión de la otra: sin motivación interior no hay compromiso político, pero sin transformación estructural la ética se vuelve un lujo de privilegiados. La dificultad en el discurso de Ricard —como veremos— es precisamente su tendencia a reducir la injusticia a un problema de claridad interior y a menospreciar, o cuando menos atenuar, la dimensión histórica y material del daño.

Una anécdota que ilumina el modelo ético de Ricard procede de una serie de conversaciones que el Dalai Lama mantuvo con científicos, intelectuales y activistas comprometidos con la crisis climática. Estas jornadas, celebradas en su residencia oficial en McLeod Ganj, en Dharamsala, reunieron a especialistas de diversas disciplinas para examinar la relación entre ética, ecología y responsabilidad global. En una de las sesiones, dedicada a explorar la diferencia entre la “huella ecológica” y la “huella positiva” y a evaluar herramientas rigurosas para medir el impacto ambiental, el investigador en sostenibilidad Gregory Norris presentó un análisis detallado sobre cómo cuantificar el daño y diseñar intervenciones estructurales que mitigaran la crisis climática. Fue en ese contexto, orientado al estudio técnico de métricas y políticas públicas, donde Ricard introdujo la anécdota del heredero de Mars, la corporación familiar estadounidense conocida por sus productos de confitería —M&M’s, Snickers, Milky Way— y por ser una de las mayores empresas privadas del sector alimentario.

Al concluir la presentación de Norris, Ricard tomó la palabra para desplazar el énfasis de la sesión hacia un terreno distinto: el de la motivación individual. En lugar de continuar examinando las dinámicas estructurales que producen impactos ecológicos, ofreció una historia que —según él— demostraba que la transformación auténtica comienza en la esfera interior. Relató la experiencia del dueño de Mars, el heredero multimillonario que habría adoptado un modelo de triple bottom line —personas, planeta, beneficios— y reducido voluntariamente los márgenes de ganancia de la empresa para mejorar las condiciones de los trabajadores en Ghana y disminuir su impacto ambiental. Para Ricard, este gesto ilustraba lo que denomina mindprint: la “huella mental” o disposición interior que precede a toda acción ética. En su lectura, cuando la visión interior es la correcta —compasiva, lúcida— incluso quienes ocupan posiciones de enorme poder económico pueden reorientar sus prácticas y generar transformaciones significativas en el mundo.[iii]

Sin embargo, cuando el Dalai Lama interviene a continuación, no responde directamente al ejemplo, sino al marco conceptual que lo sostiene. Retoma el eje original de la conversación —el análisis sistémico del sufrimiento ecológico— y ofrece una observación que, sin confrontación explícita, corrige a Ricard:

“Desde una perspectiva más amplia —dice—, el capitalismo, con su énfasis en el beneficio y la avidez, crea enormes problemas. Si pensamos en otras teorías socioeconómicas, como el marxismo o el socialismo, al menos en su ideal, se preocupan más del bienestar común.”

La intervención del Dalai Lama es amable en la forma, pero contundente en su contenido. No cuestiona la buena voluntad del empresario mencionado por Ricard, pero desplaza la conversación hacia el plano que Ricard había dejado de lado: la estructura. Allí donde Ricard propone un modelo moral centrado en la motivación individual, el Dalai Lama recuerda que los problemas ecológicos, sociales y económicos no pueden comprenderse sin atender a las condiciones sistémicas que generan el sufrimiento. Y añade un matiz crucial: el hecho de que los regímenes que se autoproclamaron socialistas hayan destruido ecosistemas o reproducido formas autoritarias no invalida el ideal, sino que muestra cómo las ideologías pueden instrumentalizarse para el control político cuando no se encarnan en prácticas justas. Lo que está diciendo, en realidad, es que sin una transformación de las formas de organización económica y política —sin una crítica de la lógica de acumulación y del poder corporativo— ninguna intención individual, por luminosa o sincera que sea, resulta suficiente.[iv]

La intervención del Dalai Lama, lejos de la neutralidad espiritual con la que se le suele asociar en Occidente, es un recordatorio de que la compasión sin política es una coartada. También es una refutación indirecta a la ligereza con la que Ricard suele tratar la relación entre ética y estructura.

Esto es especialmente evidente en el contexto chileno. Muchos de los discípulos chilenos de Ricard, como ocurrió en su momento con Humberto Maturana y Francisco Varela, reproducen una forma particular de equidistancia: ponen en el mismo plano al gobierno constitucional de Allende y a la dictadura militar, como si se tratara de dos “errores simétricos”. Esa lectura no es una opinión política: es el resultado de una ontología. La teoría de la clausura operativa —en la que ambos científicos fueron pioneros— tiende, cuando se traslada al ámbito social, a neutralizar la alteridad y a disolver el conflicto: la injusticia se convierte en “perturbación”, la violencia en “desacople”, y la historia en un problema de observación.[v]

Ricard, desde otro registro, reproduce exactamente ese movimiento. Su idea de “revolución interior” —tan celebrada por las élites culturales europeas como sus equivalentes neocoloniales latinoamericanos— desplaza la transformación social hacia la perfección de la mente individual. Y lo hace mediante un lenguaje que, al despolitizar el sufrimiento, lo vuelve culturalmente aceptable, estéticamente luminoso y moralmente confortable: un sufrimiento sin historia, sin estructuras y sin responsables, reducido a un problema de visión o de disposición interior.

En ese punto entra Javier Cercas. En El País, en un artículo titulado “La verdad sobre el monje Ricard”, Cercas responde a Bregman, cuyo propio artículo —“El hombre más feliz del mundo, un monje budista, no movió un dedo por los demás”— apareció días antes en el mismo diario. La estrategia retórica de Cercas es sutil, pero transparente: desplaza la crítica estructural hacia un debate sobre la virtud individual. ¿No sería —pregunta— la felicidad personal condición para la felicidad colectiva? ¿No habría dedicado Ricard suficientes esfuerzos a los demás en forma de libros, fotografías o proyectos humanitarios?

El problema no es la defensa que Cercas hace de Ricard. El problema es el modelo intelectual que activa para hacerlo. Cercas convierte una crítica política —la omisión sistemática de la injusticia estructural en el discurso espiritual contemporáneo— en un examen moral sobre la virtud individual. Ese desplazamiento, que presenta la neutralidad como lucidez y la moderación como profundidad, coincide con un patrón más amplio de su intervención pública: la tendencia a proteger a determinadas figuras culturales mediante un lenguaje que se declara “equilibrado” o “matizado”, pero que en la práctica refuerza posiciones fuertemente ideológicas.

Ese es exactamente el caso de Mario Vargas Llosa. Desde hace años, Cercas celebra y defiende al novelista peruano no solo por su obra literaria, sino —y esto es decisivo— como referente ético y político. En su libro El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina, el politólogo argentino Atilio Borón desmonta el papel del Nobel como intelectual orgánico del neoliberalismo latinoamericano. El prólogo del volumen, escrito por Ana María Ramb, permite comprender con mayor nitidez la lógica ideológica en juego. Ramb describe a Vargas Llosa como un “hechicero”, no por su talento narrativo, sino por su función cultural: un intelectual que actúa como legitimador del orden neoliberal, en abierta contraposición con la tradición crítica de Zola, Cortázar o García Lorca. Lejos de asumir una postura comprometida con la justicia o la emancipación, Vargas Llosa opera —según Ramb— como un vocero elegante de un sistema que perpetúa la dominación en América Latina.[vi] Su figura cumple una tarea precisa: naturalizar el capitalismo realmente existente, presentar la desigualdad como un efecto “inevitable” del progreso, y desactivar toda imaginación política que apunte a transformarlo.[vii]

Esa caracterización ilumina la perspectiva de Cercas. Su defensa moral de Ricard repite, a otra escala, el mismo movimiento de neutralización ideológica que Borón identifica en el caso del escritor peruano. Lo que se presenta como matiz, prudencia o equilibrio no es neutralidad; es una forma de encubrimiento. Es un modo de traducir conflictos históricos, económicos y sociales en dilemas de carácter, y de sustituir la crítica estructural por una pedagogía moral reconfortante.

El capítulo I de El hechicero de la tribu lo muestra con claridad: Vargas Llosa no es simplemente un novelista con opiniones políticas, sino un operador cultural del neoliberalismo, alguien cuya trayectoria —como demuestra Borón— va del entusiasmo inicial por la Revolución Cubana a una adhesión casi religiosa al mercado, acompañada de un rechazo sistemático a toda forma de pensamiento crítico. Borón reconstruye este recorrido como un proceso de transfiguración ideológica: del joven comunista al liberal militante, del escritor comprometido a un agente que, desde su prestigio literario, legitima privatizaciones, políticas de shock, desigualdades estructurales y hasta golpes de Estado. Sus intervenciones públicas, analizadas por Borón en detalle, no buscan comprender los procesos históricos sino desactivarlos, convirtiendo la conflictividad social en un problema de mentalidad, responsabilidad individual o moralidad cívica.[viii]

Esta operación —el desplazamiento de lo estructural a lo moral— es exactamente lo que Cercas reproduce en su defensa de Ricard. En ambos casos, el sufrimiento se traslada al ámbito de la interioridad y las causas históricas que lo producen quedan difuminadas. La injusticia aparece como un problema de actitudes o valores personales, mientras las estructuras de explotación, desigualdad y violencia política son relegadas a un segundo plano o directamente invisibilizadas. La figura del intelectual queda así reducida a un trabajo de armonización, no de crítica; a una pedagogía de la virtud, no a una confrontación con el orden que genera el daño.

Pero este gesto no es accidental: responde a una infraestructura intelectual que, en el caso de Vargas Llosa, tiene un linaje preciso. Su pertenencia durante años a la Mont Pelerin Society —el círculo fundado en 1947 por Friedrich Hayek y Milton Friedman— lo sitúa en la tradición más influyente del neoliberalismo contemporáneo. Desde la perspectiva reconstruida por Philip Mirowski, la Mont Pelerin no fue un simple foro académico, sino unlaboratorio transnacional dedicado a reconfigurar el sentido común moderno, articulando economistas, filósofos, juristas y empresarios para producir un nuevo régimen de verdad: la idea de que la libertad individual solo es viable dentro de un orden de mercado desregulado, y que toda intervención estatal en defensa de la igualdad constituye una amenaza civilizatoria.[ix]

Conviene subrayar que esta lectura no pretende desmerecer la obra literaria de Vargas Llosa, cuya calidad y relevancia estética no están aquí en cuestión, como tampoco lo están —en el caso de Ricard— su compromiso religioso ni su prolongada dedicación monástica. Mi análisis se limita al lugar que ambos ocupan en la constelación intelectual contemporánea y al modo en que ciertas orientaciones éticas, políticas y epistemológicas se articulan en su intervención pública. La distinción entre la producción literaria o espiritual y el posicionamiento ideológico resulta indispensable para evitar confundir planos heterogéneos y, al mismo tiempo, para comprender cómo determinadas configuraciones de autoridad cultural pueden funcionar como vectores involuntarios de legitimación del orden dominante.

Philip Mirowski ha mostrado con detalle cómo este grupo operó como una red de pensamiento estratégico destinada a: (1) desmantelar la legitimidad intelectual del Estado social; (2) convertir el mercado en principio ontológico y moral; y (3) adiestrar a una generación de “intelectuales orgánicos” capaces de trasladar ese credo al espacio público. Vargas Llosa —como señala Borón— cumple ese papel a la perfección: traduce la doctrina de la Mont Pelerin al lenguaje de la moderación y la sensatez, convirtiendo una arquitectura de dominación económica en una ética de la responsabilidad individual.

Este proceso no puede comprenderse sin atender a la infraestructura institucional que acompañó al proyecto neoliberal. Mirowski ha demostrado que dicha red no solo produjo ideas: configuró mecanismos de consagración, diseñó premios, reforzó jerarquías académicas y construyó dispositivos internacionales para otorgar autoridad epistémica a sus representantes. El ejemplo paradigmático es el llamado “Premio Nobel de Economía” —creado en 1968 por el Banco de Suecia—, cuyo propósito no fue reconocer un campo científico consolidado, sino dotar de legitimidad pública a una visión particular de la economía, estrechamente vinculada a la tradición de Hayek, Friedman, Buchanan, Stigler y Becker. Esta operación de ingeniería simbólica transformó un premio que no es parte del legado Nobel en un instrumento de consagración global, capaz de sellar, ante el público, la naturalidad del mercado, la racionalidad competitiva y la idea de que la economía constituye una ciencia exacta separada de la historia y la política.

El caso de Vargas Llosa debe leerse dentro de esta misma lógica. Su visibilidad internacional —incluido el Nobel de Literatura— forma parte de un ecosistema cultural donde las instituciones que otorgan prestigio consagran, a menudo sin declararlo explícitamente, un horizonte neoliberal que convierte la libertad en mercado, la subjetividad en empresa de sí y la desigualdad en un problema moral. El modo en que Vargas Llosa se presenta como heredero de Hayek —a quien dedica uno de los capítulos centrales de La llamada de la tribu— coincide con este movimiento: no es solo afinidad intelectual, sino inscripción en una constelación institucional global que reconoce, premia y amplifica voces capaces de traducir el ideario neoliberal al lenguaje de la cultura democrática liberal.[x]

Es aquí donde la transición con Cercas se vuelve nítida. La defensa que el novelista español realiza de Ricard reproduce, en miniatura, la misma gramática: la sustitución de la historia por la psicología, de la estructura por la virtud, del conflicto por el matiz. Lo que en Vargas Llosa opera como una maquinaria político-cultural —instituciones, think tanks, redes de influencia, organizaciones como la Fundación Internacional para la Libertad[xi]— en Cercas funciona como un reflejo discursivo: el gesto retórico de transformar toda disputa material en un ejercicio de ponderación moral.

Cuando Cercas defiende a Vargas Llosa —como cuando defiende a Ricard— no está simplemente reivindicando una obra o una biografía. Está preservando un lugar simbólico: el lugar del intelectual que se presenta como neutral, pero cuya neutralidad sirve para proteger el centro ideológico del neoliberalismo cultural. Una neutralidad que se pronuncia contra los extremos, pero no contra la desigualdad; que celebra la moderación, pero no la justicia; que se conmueve ante la belleza de la serenidad interior, pero no ante el sufrimiento estructural.

Cercas y Ricard forman así un espejo perfecto. Uno espiritualiza la política; el otro estetiza la neutralidad. Ambos desplazan la pregunta por el sufrimiento hacia la interioridad moral. Y ambos consolidan, sin decirlo, una pedagogía cultural en la que el conflicto real desaparece bajo la superficie pulida de la virtud privada.

Frente a esa tendencia, la filosofía de la liberación —de Dussel a Fanon, de Ambedkar a Federici— nos recuerda que la política comienza donde la neutralidad se vuelve imposible. Que el sufrimiento no es una “perturbación” ni una “motivación”, sino el efecto de estructuras que privilegian a unos y despojan a otros. Que la ética no es autorrealización, sino responsabilidad hacia la víctima. Que la felicidad, sin mundo, es una ficción cómoda.

Es ahí donde la intervención del Dalai Lama adquiere sentido pleno. No es una anécdota espiritual: es un recordatorio. El sufrimiento humano no se alivia solo con estados mentales. Se alivia con justicia. Y eso exige transformar estructuras, no únicamente conciencias.

La pregunta, por tanto, no es si Ricard es altruista, ni si Cercas tiene razón en defenderlo. La pregunta es otra: ¿qué cultura queremos producir en un mundo devastado por desigualdades, crisis ecológica y violencia estructural? Una cultura que celebra la serenidad interior del privilegiado, o una cultura que escucha la verdad del sufrimiento y reconoce su origen histórico.

La neutralidad —esa virtud tan europea— no es un refugio. Es una posición política. Y como toda posición, tiene consecuencias.


Notas

[i] Javier Cercas, “La verdad sobre el monje Ricard”, El País, sección Ideas. https://elpais.com/eps/2025-11-08/la-verdad-sobre-el-monje-ricard.html

[ii] Rutger Bregman, “El hombre más feliz del mundo, un monje budista, no movió un dedo por los demás”, El País, sección Ideas. https://elpais.com/ideas/2025-10-14/el-hombre-mas-feliz-del-mundo-un-monje-budista-no-movio-un-dedo-por-los-demas-a-que-dedicaras-tu-tu-larga-carrera.html

[iii] Dunne, J. D., & Goleman, D. (Eds.). (2017). Ecology, ethics, and interdependence: The Dalai Lama in conversation with leading thinkers on climate change (pp. 101). Wisdom Publications.

[iv] Dunne, J. D., & Goleman, D. (Eds.). (2017). Ecology, ethics, and interdependence: The Dalai Lama in conversation with leading thinkers on climate change (pp. 102). Wisdom Publications.

[v] En una conversación con Cornelius Castoriadis, Francisco Varela justificó su neutralidad política del siguiente modo: distinguió entre la posición que ocupa como científico y la que ejerce como ciudadano, señalando que el trabajo científico opera en un plano metodológico que exige prudencia y distancia respecto de cualquier toma de partido. Según Varela, la biología y la teoría de la autonomía no pueden, por sí mismas, producir una política; sus categorías pertenecen a un nivel distinto del que rige la acción colectiva y las instituciones. Por esa razón —sostenía— la intervención política debe apoyarse en una intuición ciudadana, no en los modelos o hipótesis que la ciencia elabora para describir la vida.

Pero esta distinción, legítima en el plano epistemológico, se vuelve problemática cuando se utiliza para justificar una neutralidad más amplia que incluye también la esfera pública. Lo que se confunde entonces son dos registros heterogéneos: el de la neutralidad metodológica que la ciencia exige para comprender ciertos fenómenos, y el de la responsabilidad política que incumbe a todo ciudadano frente a la injusticia histórica. Como sugieren también algunas tradiciones budistas, es una confusión entre la verdad convencional —que rige la ética, la acción y el sufrimiento concreto— y la verdad última —que orienta la investigación sobre la mente y la experiencia. La neutralidad necesaria para la segunda no puede convertirse en una coartada para suspender la primera. Véase, Castoriadis, C. (2011). Life and creation. En G. Rockhill (Ed. y Trad.), Postscript on insignificance: Dialogues with Cornelius Castoriadis (pp. 58–73). Continuum.

[vi] Las crónicas que Mario Vargas Llosa escribió tras sus viajes a Palestina en 2005 y 2015 —publicadas en El País y recogidas posteriormente en Israel/Palestina. Paz o guerra santa— constituyen un ejemplo paradigmático de la mirada que convierte un conflicto colonial en un drama moral simétrico. En Los justos (2005), el escritor describe la ocupación en términos de “fanatismos de uno y otro lado”, “vecinos irreconciliables”, “tragedias humanas”, categorías que, lejos de nombrar la estructura de dominación, reinscriben la violencia en una gramática de dos demonios que deshistoriza el conflicto y diluye la asimetría radical entre una población ocupada y un Estado que ejerce una política sistemática de colonización, segregación y desposesión.

Aunque Vargas Llosa reconoce la existencia de abusos, la figura de los “justos” israelíes —periodistas, activistas y académicos que denuncian la ocupación— funciona como eje ético que reorganiza la lectura: la estructura colonial desaparece, reemplazada por un relato de conciencia individual, valentía moral y testimonio. La pregunta política es sustituida por la categoría del carácter. La dominación se convierte en un paisaje ético.

En 2016, el reportaje de Juan Cruz sobre el viaje del Nobel a Hebrón refuerza este marco. Cruz enfatiza la entrega de Vargas Llosa al oficio de reportero —la libreta, la escucha, la voluntad testimonial— y recoge incluso el elogio de Gideon Levy, figura central del periodismo crítico israelí. Pero el relato vuelve a organizarse sobre una matriz humanista: el conflicto aparece como un duelo de “odios” y “heridas”, un enfrentamiento moral entre sujetos equivalentes. La estructura colonial se reabsorbe en la estética del equilibrio. El sufrimiento palestino se vuelve materia narrativa; la violencia de Estado, paisaje.

Leído a la luz del genocidio posterior en Gaza, este marco adquiere un significado más preciso: la estética liberal de la equidistancia produce un borramiento sistemático de las condiciones materiales e históricas que generan el daño. Lo que se presenta como imparcialidad periodística es, en realidad, un dispositivo de neutralización política. La ocupación deja de ser un régimen de apartheid para convertirse en un drama humano cuya solución dependería de la buena voluntad, la ética individual o el despertar de la conciencia.

Esta operación coincide con el movimiento que Javier Cercas reproduce en su defensa de Matthieu Ricard. En ambos casos, la crítica estructural se desplaza hacia una pedagogía moral; el conflicto histórico se convierte en dilema de carácter; la violencia política se suaviza como problema de sensibilidades, motivaciones o actitudes. Se trata, en esencia, de un gesto ideológico: convertir la injusticia en un asunto de interioridad. Vargas Llosa lo practica en el registro del gran reportero; Cercas, en el registro del intelectual literario. El resultado es el mismo: el sufrimiento es estetizado y despolitizado.Véase, Cruz, J. (2016, 30 de junio). Vargas Llosa cuenta “los estragos de la ocupación” [Video documental]. El País. En: https://elpais.com/internacional/2016/06/29/actualidad/1467229536_250513.html; Vargas Llosa, M. (2005, 30 de julio). Los justosEl País. En: https://elpais.com/diario/2005/07/30/ultima/1122664802_850215.html; Vargas Llosa, M. (2006). Israel, Palestina: Paz o guerra santa. Aguilar.

[vii] Ramb, A. M. (2019). Prólogo. En A. A. Borón, El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina (pp. xi–xiv). Ediciones Akal México.

[viii] Borón, A, (2019). El hechicero de la tribu. Mario Vargas Llosa y el liberalismo en América Latina. Ediciones Akal México, pp. 11-32.

[ix] El capítulo que Mario Vargas Llosa dedica a Hayek en La llamada de la tribu constituye una defensa explícita del liberalismo hayekiano como epistemología y como horizonte normativo. Allí adopta sin reservas la tesis central de Hayek según la cual ninguna autoridad puede reunir el conocimiento disperso necesario para dirigir una sociedad compleja, y por ello todo intento de “construcción deliberada” desemboca en coerción. Esta idea se articula con la distinción entre nomos —el orden espontáneo que surge de prácticas no planificadas como el mercado, el derecho o el lenguaje— y taxis, el orden construido, caracterizado por la intencionalidad y, para Hayek, por la inevitable ignorancia que acompaña toda planificación estatal. Vargas Llosa asocia este nomos con libertad, legalidad, individualismo, propiedad privada, mercado libre, derechos humanos y paz, presentándolo como el fundamento de la civilización moderna.

El capítulo subraya también el papel de Hayek como fundador de la Mont Pelerin Society, concebida como un núcleo intelectual destinado a contener el avance del colectivismo en la posguerra. Vargas Llosa lee este gesto como un compromiso moral con la causa de la libertad y reconoce su influencia en su propia trayectoria política. Sin embargo, la identificación entre orden espontáneo y libertad que propone Hayek —y que Vargas Llosa reproduce— oculta un punto crítico: las políticas inspiradas en esta epistemología, desde Chile en 1973 hasta múltiples programas de ajuste estructural, requirieron Estados fuertes, a menudo autoritarios, para imponer las condiciones institucionales del mercado. La paradoja es evidente: el liberalismo presentado como condición de los derechos humanos se apoyó históricamente en la suspensión sistemática de esos mismos derechos. Esta tensión no es exterior a la teoría, sino inherente al dispositivo conceptual que convierte toda intervención pública en un “espejismo constructivista” y toda estructura de explotación en un producto “espontáneo” de la cooperación humana. Véase, Vargas Llosa, M. (2018). La llamada de la tribu. Alfaguara.

[x] Sobre la estructura epistémica e institucional del proyecto neoliberal, véanse los análisis de Philip Mirowski. En “Defining Neoliberalism”, el autor reconstruye la Mont Pelerin Society como un “thought collective” orientado a producir un orden donde el mercado opera como principio de verdad y el Estado es reconfigurado para asegurar la competencia como forma de vida. Véase, Mirowski, P. (2009). Defining neoliberalism. En P. Mirowski & D. Plehwe (Eds.), The road from Mont Pèlerin: The making of the neoliberal thought collective (pp. 417–455). Harvard University Press. En “The Neoliberal Ersatz Nobel Prize”, Mirowski muestra cómo el llamado Premio Nobel de Economía fue concebido como un dispositivo de legitimación destinado a consagrar la ortodoxia neoliberal como ciencia, reforzando jerarquías académicas que favorecieron a figuras del círculo de Hayek y Friedman. Estos mecanismos institucionales permiten comprender, en un plano más amplio, la dinámica mediante la cual intelectuales como Vargas Llosa han sido incorporados y celebrados en espacios culturales que naturalizan el ideario neoliberal bajo la apariencia de universalidad literaria o neutralidad analítica. Véase, Mirowski, P. (2020). The neoliberal ersatz Nobel Prize. En D. Plehwe, Q. Slobodian & P. Mirowski (Eds.), Nine lives of neoliberalism (pp. 243–280). Verso.

[xi] La Fundación Internacional para la Libertad (FIL), creada y presidida por Mario Vargas Llosa desde 2003, es un think tank iberoamericano articulado en torno al ideario neoliberal global —en la línea de la Mont Pelerin Society y la Atlas Network— cuyo objetivo declarado es defender el “libre mercado”, combatir el “populismo” y promover políticas públicas orientadas a la desregulación, la austeridad fiscal y la reducción del Estado social. Su patronato y redes asociadas reúnen a figuras centrales del liberalismo conservador transatlántico: José María Aznar (Fundación FAES), Álvaro Vargas Llosa, Enrique Ghersi, Andrés Pastrana, Luis Alberto Lacalle Herrera y referentes contemporáneos como Axel Kaiser (Fundación para el Progreso, Chile) o Héctor Schamis. La FIL mantiene vínculos operativos con think tanks latinoamericanos como CEDICE Libertad (Venezuela), Fundación Libertad (Argentina) y Libertad y Desarrollo (Chile), así como con redes empresariales españolas.

UNA VEZ MÁS: EL LABORATORIO CHILENO: CON UNA CODA DIRIGIDA A LOS ENACTIVISTAS


Este texto se escribe el día de las elecciones presidenciales en Chile. El resultado aún no es conocido. Lo que aquí se examina no depende de ese desenlace, sino de las transformaciones estructurales del sistema político chileno y del contexto internacional en el que se inscriben.

Primera parte

El escenario político chileno ha cambiado de manera significativa durante los últimos años. La posibilidad real de que José Antonio Kast llegue a la presidencia no puede interpretarse como un fenómeno estrictamente electoral. Indica un desplazamiento más profundo que afecta al modelo institucional heredado de la dictadura, al modo en que la transición configuró la gobernabilidad democrática y a la capacidad del sistema político para procesar conflictos estructurales. Este desplazamiento se inscribe además en un entorno internacional caracterizado por tensiones geopolíticas que impactan sobre las opciones políticas disponibles en la región.

La transición chilena estableció un régimen democrático condicionado por enclaves autoritarios: una Constitución diseñada para limitar la acción del gobierno civil, un sistema electoral que favorecía la continuidad de los pactos institucionales y un conjunto de dispositivos destinados a restringir la intervención política sobre el modelo económico. Este diseño produjo una forma de estabilidad basada en el consenso. Las diferencias existían, pero se organizaban dentro de un marco que privilegiaba acuerdos amplios y evitaba modificaciones de fondo. Mientras el crecimiento económico permitió sostener expectativas de movilidad y protección social, este modelo funcionó con relativa eficacia.

El deterioro de las condiciones materiales y la persistencia de desigualdades profundas tensionaron progresivamente este equilibrio. La política de consensos no estaba preparada para abordar conflictos que no podían resolverse mediante negociación. En ese contexto, el estallido social de 2019 reveló que había una parte significativa de la sociedad situada fuera del marco institucional. No se trataba de un déficit de representación ni de una demanda susceptible de canalización mediante procedimientos participativos. Expresaba un desacuerdo estructural sobre el orden político y económico que la transición había consolidado.

La respuesta institucional fue convocar un proceso constituyente. Esta decisión buscaba reconducir el malestar hacia un procedimiento capaz de producir un acuerdo renovado. Sin embargo, la magnitud del conflicto excedía las capacidades del mecanismo. La primera Convención incorporó una diversidad amplia de demandas, pero enfrentó límites derivados tanto de su diseño como de la distancia entre las expectativas sociales y el alcance real del proceso. Su rechazo mostró que el conflicto no podía traducirse sin revisar los fundamentos del modelo de gobernabilidad que había guiado la vida política desde 1990.

El gobierno de Gabriel Boric asumió el poder en medio de este cuadro. Su estrategia se apoyó en el diálogo, el gradualismo y la ampliación de la participación. Esta orientación era coherente con la lógica de la transición, que había interpretado los problemas sociales como déficits de representación o como fallas de comunicación. Pero el conflicto presente no respondía a esa estructura. No era un desacuerdo programático susceptible de ser procesado mediante reforma progresiva, sino una disputa sobre los límites de la acción política, sobre el rol del Estado y sobre la capacidad del sistema para modificar condiciones materiales ampliamente percibidas como injustas.

Las dificultades económicas, la percepción de inseguridad y el deterioro de la confianza en las instituciones reforzaron la idea de que los mecanismos tradicionales carecían de eficacia. En este escenario, Kast emergió como una figura capaz de canalizar la demanda por orden y control. Su discurso no requiere ofrecer un proyecto detallado. Su fuerza proviene de su capacidad para alinearse con una percepción social extendida: que el sistema político no está en condiciones de responder a los problemas cotidianos ni de ofrecer estabilidad en un entorno incierto.

Este fenómeno no es exclusivamente chileno. Se inscribe en un contexto global en el que la rivalidad entre Estados Unidos y China redefine las alianzas, en el que proliferan discursos que privilegian la seguridad sobre la deliberación y en el que proyectos autoritarios han regresado con fuerza en países centrales y periféricos. El ascenso de Javier Milei en Argentina y el retorno de Donald Trump en Estados Unidos muestran que este clima político no es local, sino parte de una reconfiguración más amplia. En este marco, la deriva autoritaria chilena no representa una excepción, sino la convergencia entre condiciones internas y un entorno internacional que favorece opciones orientadas al control.

El punto central es que la democracia chilena enfrenta un límite estructural: su modelo participativo, diseñado para gestionar diferencias moderadas, no puede procesar conflictos que cuestionan el marco institucional en su totalidad. Cuando la participación se concibe como mecanismo de integración y no como reconocimiento de desacuerdos no integrables, pierde capacidad para responder a situaciones en las que el sistema mismo es objeto de disputa. La encrucijada actual no consiste únicamente en determinar quién gobernará, sino en establecer si las instituciones existentes pueden sostener la tensión constitutiva que hace posible la vida democrática.

Segunda parte

Las transformaciones que atraviesan la democracia chilena pueden situarse dentro de un marco teórico más amplio que permite comprender por qué ciertos conflictos no pueden procesarse mediante participación ampliada ni mediante reformas institucionales incrementales. Las teorías contemporáneas del reconocimiento, del desacuerdo y de la representación ofrecen tres modos de aproximarse a esta cuestión. Su contraste ayuda a identificar los límites de los modelos participativos y a precisar las condiciones necesarias para sostener la tensión constitutiva de la vida democrática.

La teoría del reconocimiento, representada de manera destacada por Charles Taylor, parte de la premisa de que las identidades individuales y colectivas requieren validación. La estabilidad social depende de que las instituciones sean capaces de reconocer el valor y la dignidad de los sujetos. En este marco, los conflictos aparecen cuando las prácticas o estructuras vigentes denigran, invisibilizan o subordinan a ciertos grupos. La respuesta consiste en ampliar los mecanismos jurídicos y simbólicos de reconocimiento. Se trata de integrar a quienes han sido excluidos mediante reformas que fortalezcan la igualdad y la participación (Taylor, 1992).

Axel Honneth desarrolla esta perspectiva al sostener que las luchas sociales son luchas por reconocimiento en distintos niveles: afectivo, jurídico y social. Cuando el reconocimiento falla o se distribuye de manera desigual, surgen conflictos que pueden resolverse si el sistema incorpora las demandas de aquellos que han sido vulnerados. Desde este prisma, la democracia se concibe como un proceso continuo de expansión del reconocimiento, en el que la legitimidad proviene de la capacidad del orden institucional para integrar nuevas formas de identidad y reparar injusticias simbólicas (Honneth, 1995).

Este enfoque ha permitido comprender la importancia de la dignidad y de la igualdad en sociedades plurales. No obstante, presenta límites cuando se enfrenta a conflictos que no buscan integración ni ampliación de derechos dentro del marco vigente, sino transformación del marco mismo. En estos casos, el conflicto no surge solo del déficit de reconocimiento. Surge porque la estructura que organiza la vida social distribuye posiciones de manera tal que algunas voces no pueden ser incorporadas sin modificar los criterios que definen quién puede hablar y qué asuntos se consideran relevantes.

Aquí se vuelve pertinente la perspectiva de Jacques Rancière. Para él, la política no surge como proceso de reconocimiento, sino como irrupción de quienes no estaban incluidos en el reparto institucional desde el cual se decide quién pertenece, quién puede intervenir y cuáles son los términos del debate. El desacuerdo no es una diferencia de opinión. Es una ruptura en la distribución de posiciones. La política aparece cuando quienes no tienen parte en el orden existente se presentan como sujetos capaces de intervenir. Este tipo de conflicto no puede resolverse mediante participación ampliada, porque cuestiona la base misma del orden político (1999).

La perspectiva de Nancy Fraser introduce un tercer elemento. Para ella, la injusticia se despliega en tres dimensiones: la desigualdad económica, el menosprecio cultural y la exclusión política. No basta con redistribuir bienes materiales si persisten formas de estigmatización; tampoco es suficiente con ampliar el reconocimiento simbólico si mantienen estructuras de desigualdad; y, sobre todo, no es posible resolver injusticias profundas si el marco que define quién pertenece al demos y quién tiene capacidad de decisión permanece intacto. Fraser subraya que la representación —entendida como la estructura que delimita la comunidad política y organiza su espacio de intervención— es una dimensión central del conflicto contemporáneo (Fraser, 2008).

La integración de estas perspectivas permite comprender un punto fundamental: no todos los conflictos son integrables. Hay situaciones en las que la disputa afecta al propio marco que organiza la vida política. En estos casos, ampliar la participación no es suficiente, porque el conflicto no se sitúa en el nivel de las demandas, sino en el de los criterios que determinan quién puede hacerlas valer (Dussel, 1998; Fanon, 2004; Ambedkar, 2014; Federici, 2004).

Esto conduce a una cuestión más amplia relativa a la democracia. La vida democrática se sostiene sobre una tensión entre individualidad y totalidad. Esta tensión no debe resolverse. Si la totalidad absorbe a las partes, se elimina la autonomía y la diferencia. Si las individualidades se vuelven autosuficientes, se pierde el espacio común. La democracia requiere mantener abiertos ambos polos. Esta apertura es la condición para que exista desacuerdo real y para que posiciones no integrables puedan sostener su lugar.

En el contexto actual, algunas corrientes del pensamiento sistémico, de las ciencias cognitivas y de la inteligencia artificial conciben a los sujetos como nodos de procesos colectivos. Desde este prisma, el conflicto tiende a interpretarse como perturbación del sistema. Si estas categorías se trasladan al campo político de manera directa, el riesgo es reducir la democracia a un problema de coordinación y ajuste. Sin embargo, la democracia no consiste en la preservación de una coherencia sistémica. Consiste en la capacidad de las instituciones para sostener desacuerdos que no se resuelven mediante interacción cooperativa.

El punto crucial es que las diferencias no solo deben poder expresarse. Deben poder modificar el estado de cosas, cuestionar los criterios de decisión y, llegado el caso, sostener una posición que no se deje absorber por el marco vigente. Esta posibilidad es incompatible con modelos que interpretan el conflicto como desajuste o desviación. La democracia exige reconocer la legitimidad de posiciones que no buscan integración, sino revisión del orden.

Este marco teórico permite comprender por qué ciertos conflictos, como los que atraviesa Chile, no pueden procesarse mediante ampliación participativa ni mediante reformas graduales. También permite entender por qué los modelos orientados a la coordinación, la interacción o la regulación sistémica resultan insuficientes para capturar la dimensión estructural de la disputa política contemporánea. La estabilidad democrática depende de instituciones capaces de sostener la tensión constitutiva entre partes y totalidad, y de reconocer la legitimidad de quienes no pueden o no quieren participar en los términos establecidos.

Con este trasfondo teórico, las limitaciones del modelo participativo chileno se comprenden no como anomalías, sino como expresión de la incapacidad del sistema para sostener conflictos que afectan su estructura básica. El desafío no consiste en ampliar la participación, sino en revisar el marco que determina sus posibilidades. Esto requiere pensar la democracia no como un mecanismo de integración, sino como un régimen que reconoce la exterioridad y sostiene la tensión que hace posible la vida común.

Coda dirigida a los enactivistas

La teoría enactivista, en sus diversas formulaciones, surgió parcialmente en el contexto intelectual chileno. Primero con la autopoiesis de Maturana y Varela (1980), luego con la expansión fenomenológica y budista impulsada por Varela, Thompson y Rosch (1991), y más recientemente con los intentos de Di Paolo, De Jaegher y Thompson (2018) por elaborar un enfoque capaz de abordar la dimensión social y política de la vida humana. Esta genealogía otorga al caso chileno un valor particular: el país donde nació la noción de clausura operativa es también el país donde sus límites se vuelven más visibles.

El enactivismo parte de la idea de que los sistemas vivos constituyen su propio dominio de sentido mediante dinámicas de autonomía, acoplamiento y regulación. Esta ontología, fértil para la biología y para la fenomenología, adquiere complejidad adicional cuando se proyecta sobre la vida social. La propuesta de «participatory sense-making» sostiene que las normatividades colectivas emergen de prácticas de coordinación entre agentes autónomos. Bajo esta perspectiva, el conflicto se entiende como desajuste en las dinámicas interactivas, algo que puede ser corregido mediante reconfiguración o ampliación de la participación.

Sin embargo, cuando se analizan situaciones políticas concretas —como el estallido social chileno de 2019, la persistencia de desigualdades estructurales o la actual polarización— resulta evidente que muchos conflictos no pueden describirse como fallas de coordinación. Son expresiones de estructuras históricas que no se ajustan porque fueron diseñadas para no hacerlo. El conflicto no surge de la interacción, sino de la posición que ciertos actores ocupan en una arquitectura institucional que distribuye las posibilidades de acción de manera desigual. En estos casos, la autonomía no es recíproca y la participación no constituye un espacio común.

El marco enactivista enfrenta aquí un límite ontológico. Su noción de clausura operativa tiende a disolver la exterioridad. La relación con el entorno —biológico o social— aparece siempre mediada por las dinámicas internas del sistema. Cuando esta idea se traslada a la política, el resultado es una tendencia a interpretar las tensiones sociales como perturbaciones internas que deben ser reabsorbidas mediante ajustes en la interacción. Esta neutralización del conflicto impide reconocer la existencia de posiciones que no pueden ser integradas sin alterar los fundamentos del orden vigente.

La democracia, sin embargo, requiere exactamente lo contrario. Necesita instituciones capaces de sostener la tensión entre totalidad e individualidad, así como la presencia de sujetos que no buscan ser integrados en los términos existentes. La política aparece cuando quienes no tienen parte interrumpen el marco vigente y obligan a reconsiderar los criterios de pertenencia. Esta exterioridad —ética, material, histórica— no puede ser reducida a una dinámica de coordinación sin perder su significado.

Los intentos recientes de los enactivistas por abordar la dimensión social, especialmente en Linguistic Bodies, elaboran una teoría según la cual la normatividad surge del ajuste entre cuerpos lingüísticos que co-constituyen sus mundos. Aunque esta propuesta describe con precisión fenómenos de interacción cotidiana, presenta dificultades cuando se enfrenta a conflictos estructurales. La presuposición de un horizonte lingüístico compartido es insostenible allí donde el problema político consiste precisamente en que no existe lenguaje común posible dentro del marco vigente.

El caso chileno muestra esta insuficiencia con claridad. La protesta social de 2019 no buscaba integración ni ajuste. Señalaba la existencia de una exterioridad que no podía traducirse sin transformar la arquitectura institucional establecida. La respuesta no podía consistir en ampliar la participación, porque el conflicto afectaba a los criterios que definían quién podía participar y en qué condiciones. El enactivismo, tal como está formulado, carece de una ontología adecuada para reconocer estos fenómenos.

El desafío teórico es evidente: si el enactivismo pretende ofrecer un marco para comprender la vida social, debe abandonar la suposición de que el sentido es siempre co-constitutivo y reconocer que existen conflictos en los que no hay coordinación posible. La autonomía puede ser asimétrica. La normatividad puede ser impuesta. La exterioridad no es un déficit de interacción, sino una condición irreductible de la vida política.

Si el enactivismo no incorpora esta dimensión, seguirá siendo útil para describir dinámicas cooperativas, pero permanecerá inoperante frente a situaciones políticas reales como las que hoy atraviesan Chile y buena parte del mundo. La democracia exige una ontología del conflicto que reconozca la posibilidad de sujetos no integrables. Esta exigencia es incompatible con un modelo que entiende la vida social únicamente como coordinación y ajuste. Una reconsideración profunda de los presupuestos ontológicos del paradigma es necesaria si se pretende que tenga alcance más allá del ámbito fenomenológico y biológico.

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