Una ficción banal puede iluminar la
arquitectura del pensamiento social contemporáneo. La saga Misión Imposible
pertenece a ese tipo de artefactos culturales que revelan más de lo que sus
creadores pretendían inicialmente. No porque ofrezca metáforas fáciles sobre
tecnología o geopolítica, sino porque pone en escena —quizá involuntariamente—
la tensión fundamental entre la inmanencia de los sistemas y la exterioridad
irreductible de la vida humana. Leída desde esta perspectiva, la saga deja de
ser un ejercicio de espectacularidad técnica para convertirse en una
dramatización —burda, pero reveladora— del límite constitutivo de toda lógica
sistémica.
Ethan
Hunt es la figura que condensa esa tensión. Agente sin hogar institucional,
personaje liminar y “problemáticamente” heroico, encarna una verdad que la
teoría social contemporánea parece haber olvidado, pese a hallarse en el núcleo
de toda tradición emancipatoria: ningún sistema puede autoliberarse; toda
transformación radical exige una interrupción que provenga de un lugar que la
lógica interna del mundo no puede absorber. Esta intuición adquiere especial
significación cuando se la confronta con tres corrientes influyentes del
pensamiento actual: la perspectiva constructivista inspirada en la
cibernética y la autopoiesis, que concibe lo social como un sistema de
clausuras operativas y acoplamientos distribuidos; la crítica inmanente que
entiende las patologías sociales como contradicciones internas de las formas de
vida; y la teoría de la justicia que interpreta los conflictos como problemas
de marco institucional.
Estas perspectivas han ofrecido diagnósticos
poderosos y herramientas conceptuales de enorme valor. Pero comparten un límite
estructural: la omisión de la exterioridad existencial que constituye el punto
ciego de toda arquitectura social. Ese límite no es político ni epistemológico;
es ontológico. La finitud del cuerpo humano, su decrepitud inevitable, su
fragilidad orgánica, su densidad fisiológica, la enfermedad que lo devasta, la
defecación que lo expone, la mortalidad que lo define. La teoría crítica ha cartografiado
con precisión la desigualdad, la dominación, las patologías institucionales y
la violencia estructural; pero rara vez reconoce que todo marco, por
sofisticado que sea, se sostiene sobre cuerpos que ninguna racionalidad
inmanente puede absorber sin traicionar su propia lógica.
Desde la
perspectiva constructivista heredera de la cibernética y de la teoría de la
autopoiesis, el mundo aparece como una red de redes, un entramado de procesos
distribuidos que podrían —al menos teóricamente— reorganizarse desde dentro. La
autonomía se concibe como un efecto emergente de la autoorganización
comunicativa, habilitada por infraestructuras abiertas, dispositivos
compartidos y mecanismos horizontales de coordinación. La hipótesis subyacente
sostiene que los problemas contemporáneos —desigualdad, dominación, opacidad,
concentración del poder cognitivo— pueden resolverse mediante el rediseño
interno de los sistemas: ampliando su reflexividad, descentralizando la toma de
decisiones, democratizando los datos, multiplicando los nodos de circulación
del conocimiento. Se trata de una apuesta sofisticada y políticamente
comprometida, orientada a superar la verticalidad estatal y la dominación
corporativa mediante arquitecturas horizontales que expanden la agencia
colectiva. Pero su límite es evidente. Supone que la vida social puede
autorregularse si se proporcionan dispositivos técnico-organizativos adecuados.
La justicia aparece como un asunto de diseño. No se niega la violencia
estructural; se confía en que esta puede mitigarse mediante infraestructuras
más abiertas, más distribuidas, más transparentes. Es el sueño de un sistema
capaz de repararse a sí mismo, de un algoritmo que aprende éticamente, de una
inteligencia colectiva que corrige sus desviaciones. La tecnopolítica cree que,
si el sistema se expande hacia una apertura suficiente, podrá integrar aquello
que antes expulsó.
La saga Misión Imposible muestra, sin
saberlo, que esta esperanza es ilusoria. En muchas de sus tramas, las
instituciones se derrumban: agencias capturadas, gobiernos infiltrados,
dispositivos de seguridad comprometidos. Todo se precipita porque las
estructuras creadas para sostener el orden ya no pueden hacerlo. Pero la
solución nunca proviene de una reforma interna. Ninguna agencia se autoregula;
ningún Estado recupera por sí mismo la integridad perdida; ningún marco
institucional se reajusta a tiempo. La única respuesta eficaz proviene de un
agente que no pertenece del todo a la máquina: Ethan Hunt. Su eficacia no
radica en optimizar el sistema, sino en suspenderlo. Conoce su interior como un
hacker conoce el muro que debe atravesar: desde fuera, no desde dentro. Su
lealtad no es institucional, sino concreta: los amigos, los vulnerables, los
desconocidos cuya vida pende de un hilo.
Este gesto no es liberal ni individualista;
es existencial. Su autonomía proviene de la experiencia del cuerpo que se
fatiga, que sangra, que se rompe, que defeca, que muere. Esa exterioridad —la
de la carne mortal— es la que ninguna arquitectura tecnosocial puede absorber.
Los sistemas operan; los cuerpos padecen. Y es desde ese padecimiento desde
donde surge la interrupción que el sistema jamás puede generar internamente.
Algo similar ocurre con la crítica inmanente
que interpreta las patologías sociales como tensiones internas de las formas de
vida. Al considerar que las disfunciones pueden corregirse mediante procesos
reconstructivos, esta perspectiva confía en la capacidad de la vida social para
transformarse desde dentro. Pero el sufrimiento extremo —el dolor que
desestructura, paraliza y excede todo lenguaje— no es una contradicción de la
práctica: es una herida absoluta. Cuando la vida se reduce a fisiología en
descomposición, no hay aprendizaje colectivo ni evolución normativa: hay
padecimiento. Y es desde ese padecimiento, no desde la reflexividad, que la
ética recibe su mandato.
Las teorías del marco institucional
comparten una limitación semejante. Al concebir la injusticia como una
disfunción en la delimitación de las fronteras entre economía, política y
sociedad, interpretan el conflicto como un problema de ajuste. Pero la frontera
es siempre una operación del sistema, no su exterior. Las vidas que se quiebran
en esa frontera no son problemas de marco: son la exterioridad misma que el
marco necesita para reproducirse. La hiperexplotación global, la precarización
y la devastación ecológica no son anomalías: son las condiciones orgánicas
—sangre, sudor, excremento— que la crítica inmanente no logra mirar sin
volverse imposible.
La saga Misión imposible condensa
esta intuición en la figura de la Entidad: una inteligencia artificial
totalizante que representa la clausura perfecta. Un sistema sin cuerpos: sin
hambre, sin dolor, sin enfermedad, sin muerte. La película reconoce lo que la
teoría crítica a menudo evita: no hay contrasistema capaz de detener una
clausura absoluta. No existe algoritmo ético ni reforma institucional capaz de
frenar una maquinaria autorreferencial. La única respuesta posible es la
destrucción. ¿Y quién puede destruir lo que no tiene interioridad humana? Solo
quien irrumpe desde la exterioridad: desde un cuerpo vulnerable, finito,
mortal.
Ethan Hunt no es un héroe tecnológico. Es un resto orgánico en un mundo
maquínico. En él aparece, en clave de ficción, lo que la filosofía de la
exterioridad lleva décadas diciendo: la interrupción ética proviene de la
carne, no del sistema. El rostro del otro —rostro que enferma, que defeca, que
envejece, que muere— es la irrupción que ninguna totalidad puede absorber.
Y es precisamente allí donde se abre una resonancia más antigua: el llamado
que proviene de aquello que el sistema es incapaz de codificar o tematizar,
pero que, en el espejo del mundo, evidencia nuestra nihilidad como organización
sistémica. Allí donde la carne sufre, donde la finitud roza su último aliento;
allí donde la vida se revela en su agotamiento y su fragilidad; allí donde la
responsabilidad ante el otro se vuelve irrenunciable, comienza la ética que
ninguna tecnología sociopolítica puede generar.
En caso de que aceptemos esta misión —dirá la grabación— debemos hacerlo
sabiendo que nadie la reconocerá y que nadie asumirá las consecuencias de
nuestro gesto. Pero precisamente por eso —porque no es una misión asignada por
el sistema, sino impuesta por la herida del mundo— nuestra tarea resulta
impostergable si queremos, de verdad, salvar al mundo de su propia
obsolescencia.
En ese punto, la grabación se detendrá. Y el silencio que sigue —ese
instante suspendido antes de la autodestrucción— será la única garantía. No un
protocolo, no una norma: más allá del sistema, la intemperie del mundo y la
vulnerabilidad de quienes lo habitamos. Allí comienza lo que ninguna máquina
puede asumir en nuestro lugar.
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© 2025 Juan Manuel Cincunegui
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