MANUFACTURANDO EL CONSENSO: OPACIDAD EN LA "PARTICIPACIÓN ENACTIVISTA"

En una entrevista publicada recientemente en el diario El País, Shoshana Zuboff, autora de The Age of Surveillance Capitalism, sostiene una tesis tan clara como inquietante: la inteligencia artificial no constituye una ruptura histórica, sino la continuación —y radicalización— del llamado capitalismo de la vigilancia, un régimen cuya eficacia depende de una opacidad estructural que convierte la participación en un mecanismo de captura del sentido.

Más allá de su valor inmediato para pensar la tecnología contemporánea, la entrevista ofrece una ocasión especialmente fecunda para abordar un problema filosófico que ha atravesado mi trabajo de los últimos años: el problema de la opacidad participativa, no entendida como defecto técnico ni como mera carencia de transparencia, sino como estructura constitutiva de ciertos sistemas de producción de sentido.

Zuboff insiste en que el capitalismo de la vigilancia solo puede funcionar si sus operaciones permanecen ocultas. La captura de datos, la modelización del comportamiento, la predicción y la modulación de la acción no pueden hacerse plenamente visibles sin perder legitimidad social y jurídica. La opacidad no es accidental: es condición de posibilidad. Si los sujetos supieran realmente cómo se extrae y se utiliza su experiencia, el sistema entraría en crisis. La vigilancia necesita presentarse como interacción.

Este punto resulta decisivo porque permite desplazar la reflexión más allá del ámbito estrictamente tecnológico. Nos obliga a interrogar también ciertas teorías contemporáneas del sentido y de la cognición hoy dominantes, en particular aquellas que describen la interacción como un proceso de coconstitución simétrica, sin disponer de categorías adecuadas para pensar la asimetría, la manipulación o la captura del proceso mismo de significación.

Antes de entrar en el enactivismo, conviene introducir una referencia que permite afinar todavía más este problema: la obra de Noam Chomsky, y en particular su noción de manufacturing consent. En el libro homónimo, escrito junto a Edward Herman, Chomsky mostró cómo las democracias liberales no se sostienen principalmente por la coerción directa, sino por la producción sistemática de consenso a través de los medios de comunicación, los marcos interpretativos y la selección estructural de lo decible. El poder no se ejerce, en primer lugar, silenciando, sino configurando el espacio mismo de lo pensable y lo aceptable.

La relevancia de Chomsky para la discusión actual no es solo histórica. Su análisis anticipa con notable lucidez lo que hoy reaparece, bajo formas tecnológicamente más sofisticadas, en el capitalismo de la vigilancia descrito por Zuboff. Allí donde el consenso parece emerger espontáneamente, lo que encontramos es un trabajo previo de encuadre, filtrado y orientación del sentido. El consentimiento no es plenamente voluntario: es, en buena medida, manufacturado.

Este punto adquiere una relevancia particular porque Chomsky aparece citado de manera explícita en Linguistic Bodies (Di Paolo, Cuffari y De Jaegher) como un contraejemplo de la Participatory Sense-Making. Sus intervenciones políticas se utilizan para mostrar lo que, según estos autores, no debería hacerse: hablar a una audiencia desde una posición de autoridad, fundada en un saber experto y en un compromiso normativo fuerte con la justicia. Precisamente por esa asimetría —afirman—, su modo de intervención no sería participativo.

Lo que se propone en su lugar es un ideal de discurso participativo, “antiautoritario tanto en epistemología como en ética”, en una línea cercana al pragmatismo de Richard Rorty. No se trataría de decir la verdad a otros, sino de construir sentido con otros; no de interpelar desde fuera, sino de dejar que el sentido emerja de procesos horizontales de interacción.

Sin embargo, este gesto teórico tiene un precio, y es exactamente el que Chomsky se ha empeñado en señalar durante décadas. Al renunciar de antemano a la posibilidad de una palabra que interpele desde fuera —desde una posición asimétrica fundada en el análisis crítico de las estructuras de poder—, se debilita la capacidad de nombrar la manufacturación del consenso. El discurso participativo puede convertirse, sin advertirlo, en el medio mismo a través del cual el consenso es producido, estabilizado y reproducido.

Este problema reaparece con toda claridad cuando nos situamos en el marco del enactivismo. Desde sus formulaciones iniciales, el enactivismo ha desempeñado un papel central en la crítica al representacionalismo cognitivista. Frente a la idea de una mente que procesa representaciones internas de un mundo externo, propuso una concepción de la cognición como actividad encarnada, situada y relacional. El sentido no se representa: se enactúa. No está en la cabeza: emerge en la relación dinámica entre organismo y entorno. Obras como The Embodied Mind y Mind in Life marcaron un giro decisivo en las ciencias cognitivas contemporáneas.

Este desplazamiento fue filosóficamente fecundo y permitió desmontar supuestos profundamente arraigados. Sin embargo, con el paso del tiempo, el programa enactivista fue consolidando un marco teórico cada vez más coherente y, al mismo tiempo, más clausurado. La noción de clausura operativa, desarrollada por Humberto Maturana y Francisco Varela y sistematizada en textos como De Máquinas y seres vivos, resulta aquí fundamental. Los sistemas vivos son definidos como sistemas autónomos que producen y mantienen sus propias normas de funcionamiento. La normatividad no viene de fuera: emerge desde dentro.

Cuando este esquema se traslada al ámbito de la cognición social, aparece la teoría de la Participatory Sense-Making, formulada por Di Paolo, Cuffari y De Jaegher, especialmente en Linguistic Bodies. El sentido ya no es producido por sujetos individuales, sino que emerge en la interacción misma, concebida como un dominio autónomo con normatividad propia. El sentido surge entre los participantes, a través de procesos de coordinación y descoordinación mutua. La interacción se convierte así en el lugar privilegiado de la génesis del significado.

El problema no reside en esta descripción en sí, sino en el supuesto ontológico subyacente. La Participatory Sense-Making presupone una forma de simetría básica entre los participantes. Aunque reconoce diferencias de rol, competencia o habilidad, estas diferencias quedan siempre subsumidas en un plano común de coconstitución del sentido. La interacción es, por definición, participativa.

Es aquí donde la lectura de Zuboff introduce una fisura decisiva. ¿Qué ocurre cuando uno de los polos de la relación no participa en sentido fuerte? ¿Qué ocurre cuando uno de los actores oculta deliberadamente sus intenciones, orienta el proceso hacia fines no compartidos, explota regularidades afectivas o cognitivas del otro y utiliza la interacción como medio? En estos casos, la interacción sigue existiendo, pero su estructura ya no es simétrica. Hay captura del sentido, no coconstitución.

La teoría enactivista carece de categorías claras para pensar esta situación, porque la opacidad del sujeto manipulador queda absorbida por la gramática de la emergencia interactiva. La manipulación aparece como una dinámica compleja más, no como una ruptura ético-política del proceso participativo. La interacción queda fetichizada: se la trata como entidad autosuficiente, portadora de normatividad propia, capaz de generar sentido independientemente de las condiciones de poder que la atraviesan.

Pero la opacidad no debe pensarse solo en un sentido ideológico, como ocultamiento estratégico de relaciones de poder. Debe pensarse también en un sentido más profundo, que remite a la opacidad del propio sujeto respecto de sí mismo. El sentido no se produce únicamente bajo condiciones de manipulación consciente; también emerge a partir de deseos no tematizados, afectos incorporados, miedos, dependencias y hábitos que operan por debajo del umbral de la conciencia. En este segundo sentido, la opacidad remite a una dimensión estructuralmente inconsciente de la subjetividad.

Desde esta doble perspectiva —ideológica e inconsciente—, la Participatory Sense-Making resulta todavía más problemática. El sentido no se crea necesariamente en condiciones de simetría ni de manera voluntaria. Puede ser inducido, capturado o interiorizado sin que los participantes tengan conciencia plena de ello. Incluso en ausencia de una manipulación explícita, el proceso de significación puede estar atravesado por asimetrías profundas que la teoría no logra tematizar.

El paralelismo con el capitalismo de la vigilancia es aquí estructural, no metafórico. Del mismo modo que las plataformas digitales se presentan como espacios de interacción mientras operan mediante captura opaca —explotando dimensiones no reflexivas de la experiencia—, ciertas teorías de la interacción humana neutralizan conceptualmente la asimetría real bajo la figura de la coconstitución. El usuario cree interactuar; el sistema observa, modela y orienta desde un lugar no expuesto. El agente cree participar; el proceso de sentido ya ha sido capturado.

Este punto ciego no es solo teórico. Tiene implicaciones éticas y políticas profundas. Una teoría que no puede pensar la opacidad estructural corre el riesgo de legitimar formas de dominación que se presentan como participación. La violencia ya no aparece como imposición externa, sino como dinámica emergente. La víctima desaparece como categoría, sustituida por el lenguaje de la coordinación.

Aquí es donde la crítica desde la filosofía de la exterioridad, especialmente en la obra de Enrique Dussel, se vuelve decisiva. Frente a toda ontología de la clausura —sea representacional, sistémica o participativa—, Dussel insiste en la prioridad de aquello que no puede ser integrado sin residuo: la exterioridad del otro, la negatividad del sufrimiento, la víctima como punto de partida de toda ética. El juicio no emerge de la interacción; irrumpe desde fuera, interrumpiendo la totalidad.

Desde esta perspectiva, la opacidad no es solo un problema cognitivo, sino una cuestión ética primera. Allí donde no se puede nombrar el robo, la manipulación o la expropiación del sentido, la teoría contribuye —aunque no lo pretenda— a su normalización.

En los últimos años, mi trabajo ha consistido precisamente en recorrer este trayecto crítico: desde la cibernética y la autopoiesis hasta la cognición social enactivista, mostrando cómo la superación del representacionalismo no basta si se paga al precio de una nueva forma de clausura. Una clausura que ya no excluye por negación, sino por absorción; que ya no silencia al otro, sino que lo integra al precio de obliterar su exterioridad constitutiva.

La lectura de Zuboff, en diálogo con Chomsky, funciona aquí como una confirmación inesperada, proveniente de otros campos, de una intuición filosófica central: no toda interacción es participación; no todo sentido compartido es justo; no toda emergencia es inocente. Allí donde la opacidad es estructural —ya sea como ideología o como inconsciente—, la participación puede convertirse en una forma sofisticada de dominación.

En los próximos meses se publicará un estudio en el que desarrollo de manera sistemática esta crítica al enactivismo, basado en mi investigación doctoral en la Universitat Pompeu Fabra. No se trata de un ajuste menor ni de una polémica interna, sino de un intento por reabrir una pregunta que considero decisiva para nuestro tiempo: cómo pensar el sentido, la vida y la relación con el otro sin clausurar aquello que nos interpela desde fuera.

La entrevista a Zuboff nos recuerda que esta pregunta no es abstracta. Atraviesa nuestras tecnologías, nuestras formas de vida y también nuestras teorías. Pensar la opacidad es, hoy, una tarea filosófica ineludible. Sin una reflexión sobre la opacidad no podemos pensar el poder; y sin pensar el poder, no podemos tematizar el cuidado.

 

Bibliografía

Chomsky, N., & Herman, E. S. (1988). Manufacturing consent: The political economy of the mass media. Pantheon Books.

Cincunegui, J. M. (2019). Miseria planificada. Derechos humanos y neoliberalismo. Dado Ediciones.

Cincunegui, J. M. (2024). Mente y política. Dialéctica y realismo desde la perspectiva de la liberación. Dado Ediciones.

Cincunegui, J. M. (2026). La vida en la historia. Más allá de la biología, la fenomenología y las ciencias cognitivas (en prensa).

Di Paolo, E., Cuffari, E. C., & De Jaegher, H. (2018). Linguistic bodies: The continuity between life and language. MIT Press.

Dussel, E. (1998). Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión. Trotta.

Dussel, E. (2006). 14 tesis de ética: Hacia la esencia del pensamiento crítico. Trotta.

Maturana, H. R., & Varela, F. J. (1973). De máquinas y seres vivos: Autopoiesis, la organización de lo vivo. Editorial Universitaria.

Thompson, E. (2007). Mind in life: Biology, phenomenology, and the sciences of mind. Harvard University Press.

Varela, F. J., Thompson, E., & Rosch, E. (1991). The embodied mind: Cognitive science and human experience. MIT Press.

Zuboff, S. (2019). The age of surveillance capitalism: The fight for a human future at the new frontier of power. PublicAffairs.

Zuboff, S. (2025, December 15). La IA es el capitalismo de la vigilancia continuando su expansión. El País.
https://elpais.com/ideas/2025-12-15/shoshana-zuboff-filosofa-la-ia-es-el-capitalismo-de-la-vigilancia-continuando-su-expansion.html

 

 

GEOPOLÍTICA DEL RACISMO


El racismo se presenta habitualmente como un residuo del pasado: una patología moral o prejuicio cultural, cuyo retorno a la esfera pública debe entenderse como una deriva ideológica propia de los márgenes de la política. Se trata al racismo como un exceso que el progreso civilizatorio estaba llamado a superar, que hoy es incentivado por los «discursos bárbaros» de la extrema derecha. Sin embargo, los hechos obligan a formular otra hipótesis: que el racismo no es un error o desviación del sistema, ni supone el retorno de una sombra del pasado, sino que es uno de sus principios centrales de funcionamiento que no opera solo en el plano cultural o simbólico, sino como racionalidad geopolítica para ordenar el mundo, jerarquizarlo, y decidiendo a través de ello qué vidas merecen protección y cuáles pueden ser sacrificadas en nombre de los «civilizados».

Esta sospecha no surge de la nada. Se impone en los hechos: la persecución sistemática de inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos; la presión creciente contra países como Venezuela; la complicidad de élites locales que desprecian abiertamente a sus propias mayorías populares; el doble estándar del discurso europeo sobre derechos humanos; y, como telón de fondo, la indefensión estructural del pueblo palestino frente a una violencia que ya no necesita justificación para ejercerse obscenamente.

La política migratoria estadounidense suele explicarse en clave interna: control fronterizo, seguridad, empleo. Pero esta lectura es insuficiente. La figura del inmigrante latinoamericano criminalizado no puede separarse del modo en que Estados Unidos concibe su relación histórica con América Latina. El migrante es el exterior que irrumpe dentro del territorio; el Estado latinoamericano díscolo es la amenaza exterior que revela en su pretendida autonomía la arbitrariedad del orden impuesto. Ambos encarnan una misma anomalía. No es casual que los países de origen de esos migrantes cazados por la ICE coincidan con aquellos que reciben sanciones, hostigamiento diplomático o campañas de deslegitimación cuando intentan salirse del guion.[i] En ambos casos, el castigo no responde tanto a acciones concretas como a posiciones estructurales en el orden mundial.

La frontera migratoria y la frontera geopolítica no son dispositivos distintos. Son dos escalas de un mismo mecanismo de clasificación y exclusión.

Cuando se habla de Venezuela desde los centros de poder, el lenguaje empleado es revelador: caos, populismo, corrupción, atraso, criminalidad, narcotráfico. No se trata solo de críticas políticas. Subyace una matriz civilizatoria que sitúa a estos países en un estadio de inmadurez histórica, como si su principal falta fuera no saber gobernarse a sí mismos o ser cautivos de la vileza de organizaciones mafiosas. Ahora bien, lo decisivo actualmente no es la existencia de esta mirada, sino la pérdida de pudor con la que se la publicita. La asfixia económica, el castigo financiero o la amenaza militar se presentan como medidas razonables, incluso pedagógicas. El sufrimiento que producen aparece como un daño colateral ineludible.

La reciente declaración de Donald Trump, recogida por El País, condensa este desplazamiento brutalmente. Al anunciar ataques terrestres en el marco de la llamada “campaña contra el narcotráfico”, el presidente estadounidense afirmó que no se trata de acciones contra un país, sino contra “personas horribles”. La frase no es un exabrupto retórico. Es un programa político. Al definir al enemigo en términos estéticos y morales, el conflicto se desplaza fuera del campo del derecho internacional. No hay Estados soberanos ni adversarios políticos. Hay sujetos degradados, vidas prescindibles, cuerpos que pueden ser eliminados sin que ello constituya ni una agresión a un país soberano, ni una violación de los derechos humanos.

Ese desplazamiento no es solo discursivo. Tiene efectos materiales inmediatos. Cuando el enemigo es definido como “persona horrible”, el uso de la fuerza deja de estar sometido a criterios jurídicos verificables y pasa a regirse por una lógica de eliminación preventiva.[ii] Lo ocurrido recientemente con el ataque a una lancha denunciada por narcotráfico —y, en particular, el remate de los supervivientes tras el primer bombardeo— muestra con crudeza hasta dónde puede llegar esta racionalidad. No se trató de neutralizar una amenaza inminente, sino de suprimir vidas que ya no representaban peligro alguno.[iii]  El mensaje es claro: una vez que ciertos cuerpos han sido inscritos en la categoría moral de lo abyecto, la distinción entre combate y ejecución, entre operación militar y castigo sumario, se vuelve irrelevante. No estamos ante un exceso operativo ni ante un error táctico, sino ante la aplicación coherente de un marco político que ha decidido, de antemano, que algunas vidas no merecen ni captura, ni juicio, ni duelo.

Este giro permite justificar ataques militares en territorios soberanos sin declarar la guerra, sin asumir consecuencias jurídicas, sin límites claros. Pero, sobre todo, revela una lógica racializada. Esas “personas horribles” nunca son abstractas. Tienen un origen, una geografía, un color. Son cuerpos del Sur global. El mismo discurso que criminaliza al inmigrante latino en la frontera sur criminaliza ahora, en clave militar, a poblaciones enteras en sus países de origen. El Sur aparece como productor de muerte; el Norte, como administrador legítimo de una violencia purificadora.

Esta racionalidad no opera solo a nivel de Estados o discursos abstractos. Se encarna en figuras, en cuerpos que condensan jerarquías simbólicas. El contraste entre Nicolás Maduro y María Corina Machado es ilustrativo. La diferencia entre ambos no es únicamente política. Es corporal, estética, civilizatoria. Machado encarna sin ambigüedades la blanquitud latinoamericana: pulcritud formal, modales europeos, dominio del lenguaje liberal, pertenencia de clase. Su discurso puede ser abiertamente excluyente o autoritario, pero aparece envuelto en una forma civilizada que lo vuelve aceptable para la mirada internacional.[iv]

Maduro, en cambio, es presentado como el cuerpo impropio: mestizo, tosco, excesivo. No es leído como un adversario político, sino como una anomalía. La deslegitimación no necesita argumentos complejos. Opera a nivel afectivo, visual, inmediato. La violencia, cuando se pronuncia desde la blanquitud, se vuelve responsabilidad; cuando se encarna en cuerpos mestizos, se vuelve intolerable. Aquí el racismo no necesita ser nombrado: la cámara, el encuadre y el tono narrativo hacen el trabajo.

La reacción de buena parte de la prensa europea frente a estos procesos confirma este esquema. El acorralamiento judicial o político de líderes latinoamericanos de izquierda es celebrado como defensa del Estado de derecho, sin atención a las asimetrías de poder ni a los costos sociales. El universalismo europeo funciona con una cláusula tácita: los derechos humanos son universales, pero su aplicación concreta depende del sujeto afectado. Cuando la violencia se ejerce sobre pueblos no europeos, se convierte en orden, estabilidad o realismo.[v]

Este doble estándar no es una desviación ocasional. Es una estructura moral. Y encuentra su punto de verdad en Palestina. La situación palestina no es una excepción trágica, sino la regla que revela el funcionamiento del sistema. Ante evidencias acumuladas de genocidio, la respuesta internacional es la inacción o el apoyo explícito al agresor. Esto solo es posible porque esas vidas han sido previamente desvalorizadas. La misma lógica que tolera la muerte en Gaza tolera la muerte en el Mediterráneo o la deportación masiva en la frontera estadounidense. Cambian los escenarios, no la racionalidad.

Esta geopolítica del racismo no se limita a América Latina. El mundo musulmán es presentado de forma recurrente como una alteridad peligrosa, incapaz de modernidad moral. Rusia es racializada simbólicamente como bárbara, oriental, autoritaria. Asia oscila entre la admiración tecnocrática y el temor civilizatorio. No se trata de un racismo biológico clásico, sino de un racismo civilizatorio que jerarquiza culturas y legitima violencias diferenciales.

Este marco global permite comprender también la política interna latinoamericana. En muchos países, las disputas políticas están atravesadas por una fractura racial persistente, aunque sistemáticamente negada. La confrontación entre el pueblo indio, el pueblo «negro» —como todavía se dice en Argentina— y élites que se autodefinen como herederas de Europa no es un resto del pasado colonial, sino una estructura viva. Argentina es, en este sentido, un caso emblemático. El mito de la nación blanca, europea y moderna ha servido para invisibilizar a poblaciones indígenas, afrodescendientes y mestizas, y para legitimar una política que concibe al pueblo como problema y a Europa como horizonte de normalidad. Cuando la política se radicaliza, ese desprecio racial emerge sin mediaciones.

Llegados a este punto, la pregunta inicial puede responderse sin rodeos. No estamos ante una suma de crisis ni ante excesos aislados. Estamos ante una geopolítica del racismo: un orden mundial que clasifica y jerarquiza a los pueblos, al tiempo que administra la violencia que ejerce sobre los mismos. Mientras no nombremos esta racionalidad por su nombre, seguiremos discutiendo migración, conflictos regionales o crisis humanitarias como si fueran problemas independientes. No lo son. Son distintas expresiones de una misma lógica: un mundo que ha decidido que hay pueblos prescindibles.


[i] El País. (13 de diciembre de 2025). Las redadas del ICE disparan el absentismo escolar y traumatizan a los niños: “Les han obligado a dejar atrás su infancia”El Paíshttps://elpais.com/us/migracion/2025-12-13/las-redadas-del-ice-disparan-el-absentismo-escolar-y-traumatizan-a-los-ninos-les-han-obligado-a-dejar-atras-su-infancia.html El artículo documenta cómo las redadas de ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) bajo la administración Trump han generado un aumento significativo del absentismo escolar y traumas psicológicos en niños de comunidades migrantes, quienes viven con temor constante a perder a sus familiares por detenciones sin orden judicial. Las acciones se han intensificado en zonas urbanas de EE. UU., con redadas cerca de escuelas y arrestos que afectan profundamente la vida cotidiana y la estabilidad emocional de familias latinoamericanas, ilustrando el impacto social y humano de las políticas de persecución implementadas por el ICE.

[ii] Vidal Liy, M. (2025, 13 de diciembre). Trump sostiene que los ataques terrestres se dirigirán contra “personas horribles”, no contra un paísEl Paíshttps://elpais.com/america/2025-12-13/trump-sostiene-que-los-ataques-terrestres-se-dirigiran-contra-personas-horribles-no-contra-un-pais.html La nota recoge las declaraciones de Donald Trump en las que redefine explícitamente los ataques militares vinculados a la “campaña contra el narcotráfico” como acciones dirigidas contra “personas horribles” y no contra Estados soberanos. Este desplazamiento moral del enemigo fuera del marco estatal permite justificar el uso de la fuerza extraterritorial sin reconocer conflicto armado ni violación del derecho internacional, y constituye un ejemplo explícito de la lógica política analizada en el texto.


[iii] Miller, G., & Hudson, J. (2025, 11 de diciembre). How a U.S. admiral decided to kill two boat strike survivorsThe Washington Posthttps://www.washingtonpost.com/national-security/2025/12/11/frank-bradley-boat-strike-survivors/ El reportaje reconstruye el proceso de decisión que condujo a un segundo ataque militar estadounidense contra dos supervivientes de una lancha sospechada de narcotráfico, después de un primer bombardeo que había dejado la embarcación inutilizada. A partir de fuentes militares y registros internos, el texto muestra que la orden fue adoptada bajo criterios tácticos y operativos, no jurídicos, pese a que los individuos ya no representaban una amenaza inmediata. El artículo documenta las dudas legales y éticas dentro del propio aparato militar y político estadounidense, así como la creciente presión del Congreso para que se publiquen los videos completos del ataque, evidenciando el desplazamiento del uso de la fuerza hacia una lógica de eliminación preventiva.

[iv] Lecumberri, B. (2025, 13 de diciembre). Venezuela, entre el cansancio, la pureza moral y la esperanzaEl Paíshttps://elpais.com/america/2025-12-13/venezuela-entre-el-cansancio-la-pureza-moral-y-la-esperanza.html El artículo presenta a María Corina Machado como una figura opositora que ha sabido reformular su imagen pública, dejando atrás la caracterización de “burguesa” atribuida por Hugo Chávez para convertirse en un liderazgo capaz de “distribuir esperanza” en un país marcado por el cansancio social. La cobertura enfatiza su aplomo personal, su permanencia en Venezuela frente al exilio de otros dirigentes y su legitimación simbólica a través del Premio Nobel de la Paz, construyendo un retrato moralizado y estéticamente pulcro del liderazgo opositor, en contraste implícito con la representación degradada del chavismo. Esta narrativa resulta significativa para analizar los criterios de legitimidad política y civilizatoria empleados por la prensa europea.

[v] Véanse: El País. (2002, 13 de abril). Golpe a un caudilloEl Paíshttps://elpais.com/diario/2002/04/13/opinion/1018648802_850215.html.El País. (2013, 24 de enero). El País retira una foto falsa de Hugo Chávez en un hospitalEl Paíshttps://elpais.com/internacional/2013/01/24/actualidad/1359002703_817602.html. Durante el golpe de Estado de abril de 2002 en Venezuela, El País publicó el editorial “Golpe a un caudillo”, en el que interpretó la interrupción del orden constitucional como una consecuencia casi natural del deterioro político del gobierno de Hugo Chávez, presentando su derrocamiento como una corrección necesaria frente a un liderazgo caracterizado como caudillista. Años más tarde, en enero de 2013, el mismo diario difundió una fotografía falsa que supuestamente mostraba a Chávez hospitalizado y entubado, imagen que fue retirada tras comprobarse su falsedad y que motivó una disculpa pública. Ambos episodios ilustran una continuidad en el tratamiento mediático: la disponibilidad simbólica del cuerpo y de la soberanía de Chávez —primero en el golpe, luego en la enfermedad y la muerte— bajo un estándar de exposición e inclemencia que rara vez se aplica a líderes europeos.

PENSAR DESDE LA INTEMPERIE: UNA CRÍTICA DE LAS FILOSOFÍAS DEL BÚNKER

 


Vivimos en una época en la que eso que todavía llamamos “racionalidad” se ha reducido a pensamiento sistémico. No me refiero a una teoría aislada, ni a una disciplina en particular, sino a un clima intelectual que atraviesa la cibernética, la teoría de sistemas, las ciencias cognitivas, la inteligencia artificial y buena parte del pensamiento filosófico contemporáneo, complacido —cuando no embobado— con estas propuestas totalizantes. Ese clima descansa sobre una convicción básica: que la vida, la mente y la sociedad pueden comprenderse acabadamente como procesos autorregulados, redes adaptativas y circuitos de interacción cuya finalidad última no es la transformación radical, sino la continuidad del propio sistema. Es una forma de pensar que confía en que todo puede explicarse dentro del horizonte de la inmanencia, donde no hay exterioridad verdadera y donde toda alteridad queda reducida a flujo de información.

Esta forma de racionalidad técnica no es un fruto accidental. Nace en la modernidad tardía como un modo de asegurar su propia supervivencia y favorecer su autoexpansión mediante dispositivos de control, tecnologías de estabilización y modelos de gestión cada vez más sofisticados. En este contexto, la filosofía académica parece haberse convertido —muchas veces de manera involuntaria— en un instrumento dedicado a sostener la ilusión de estabilidad. De allí surge lo que aquí denomino la “filosofía del búnker”: una filosofía elaborada desde lugares protegidos, desde espacios donde la continuidad del mundo sigue resultando concebible, donde el conflicto aparece como un accidente corregible y donde la vida se piensa bajo la lógica del equilibrio. Esta filosofía del búnker mira el mundo desde una noción de seguridad funcional e institucional y, por lo tanto, lo concibe como un sistema capaz de autorregularse tanto lingüística como operativamente.

Ahora bien, fuera de ese búnker vive la mayor parte de la humanidad: millones de personas que habitan territorios devastados por guerras interminables, regiones arrasadas por el extractivismo, ecosistemas que se desmoronan y cuerpos sometidos a la pobreza estructural o a la exclusión permanente. Para estas vidas expuestas, el mundo no aparece como un sistema que tienda naturalmente a la continuidad —ni como un orden que merezca perpetuarse—, sino como una fractura constante, un mundo cuya continuidad debe ser interrumpida: ese “freno a la historia” del que hablaba Benjamin. Su experiencia no es la del equilibrio, sino la de quienes habitan la intemperie. Y desde esa intemperie, la filosofía del búnker revela de inmediato su insuficiencia radical.

Lo que aquí intento mostrar es que el pensamiento sistémico contemporáneo, en todas sus variantes, no puede pensar la trascendencia, no puede pensar la ruptura y no puede pensar la política en sentido fuerte. No porque carezca de sofisticación, sino porque está construido para evitar la ruptura, para neutralizar el antagonismo y para absorber cualquier alteridad dentro de su propio campo de operaciones. Las ciencias cognitivas, en particular, han servido como laboratorio de esta racionalidad. La mente ha sido traducida a bucles internos, retroalimentaciones, flujos de información que se ajustan para mantener la estabilidad del organismo en un entorno cambiante. El cognitivismo clásico lo hizo mediante la metáfora computacional; el conexionismo, mediante patrones distribuidos; y las teorías predictivas, mediante inferencias jerárquicas. En todos estos casos, el sujeto queda encerrado en un circuito que no reconoce un afuera real.

El enactivismo surgió como reacción frente a este horizonte. Propuso una mente encarnada, situada, en interacción con el mundo. Pero en su gesto de rechazo conservó, casi intacta, la estructura que pretendía superar. La autopoiesis reintroduce la clausura cartesiana en clave corporizada; el acoplamiento estructural reinstala la co-determinación en continuidad directa con el idealismo alemán; la participación sustituye la representación, pero al precio de negar aquellas exterioridades sustantivas que delimitan su propia totalidad emergente. Aunque existan diferencias entre sus cultores, el núcleo permanece inalterado: el sentido emerge siempre dentro del sistema, inmunizado frente a aquello que pudiera desestabilizar sus premisas. La alteridad no aparece como irrupción capaz de provocar el colapso de la estructura, sino como variación que reclama subsunción dialéctica o, en ciertos casos, una apropiación lisa y llana. La experiencia no es un encuentro con lo que nos excede, sino un proceso interno de coordinación orientado, en última instancia, a la autoafirmación del propio sistema.

La inteligencia artificial opera en este mismo marco con una radicalidad aún mayor. Sus modelos generativos aprenden únicamente a partir de datos que confirman su propio horizonte estadístico: el mundo se convierte en un patrón, la novedad en recombinación y la alteridad sustantiva —aquella que no puede ser subsumida lingüísticamente— se reduce a ruido. En síntesis, la IA no entiende de poesía porque no se muere, ni experimenta la pérdida absoluta de un ser querido, ni anticipa el desgarro del porvenir. En este punto, la IA no hace más que llevar al extremo lo que la filosofía sistémica formula conceptualmente: no hay sorpresa que no pueda traducirse en dato, ni acontecimiento que no pueda recomponerse como variación interna del sistema. La teoría de la complejidad, por su parte, prolonga esta misma lógica hacia lo social, donde el conflicto se concibe como fluctuación a reequilibrar y donde la política queda reducida a un simple ejercicio de gestión, incapaz de alojar la irrupción de lo que exige un mundo nuevo.

Pero la experiencia humana no se deja absorber tan fácilmente. La trascendencia —ese nombre múltiple para mentar la irrupción de lo que no producimos— aparece siempre como aquello que el sistema no puede contener. No es un concepto religioso en sentido estrecho; es la estructura misma que hace posible la ética, la política y eso que todavía llamamos esperanza. Cuando en el cristianismo se habla de conversión, no se trata de calibrar la vida, sino de renacer a otro mundo. Cuando en el budismo mahāyāna se habla de despertar, no se apunta a una perfección del acoplamiento, sino al colapso de la ilusión del yo y, con él, al desmoronamiento de los muros que —en nombre de nuestra seguridad— nos aprisionan. Cuando Fanon habla de la revolución anticolonial, no describe un ajuste del sistema para incorporar al colonizado, sino la destrucción del mundo colonial y la creación de un sujeto nuevo. Cuando Benjamin habla de la interrupción mesiánica, no se refiere a una variación histórica, sino a la paralización del tiempo homogéneo y vacío. Y cuando Dussel habla de exterioridad, no alude a una periferia funcional definida por su rol dentro de la totalidad, sino al lugar desde donde la víctima emerge como interpelación viva ante el orden que la oprime y desde el cual puede hacerse nacer un mundo nuevo.

En todas estas tradiciones, la experiencia fundamental no se define por la continuidad, sino por la ruptura. Y en esa ruptura se juega la posibilidad de un mundo nuevo. La trascendencia, en su sentido más profundo, nombra precisamente la capacidad de responder a una exigencia que no proviene del sistema: es la posibilidad de decirle “no, gracias” a un orden que se pretende absoluto, a partir de la irrupción de un bien que no controlamos, de una justicia que no producimos, de un llamado que no nace del interior del yo. Esa irrupción exige transformación, conversión, renacimiento. Exige abandonar el orden que nos constituye. Es el gesto que el pensamiento sistémico no puede pensar porque su ontología se sostiene en la continuidad y, por eso mismo, permanece exento de toda poesía viva.

Hoy, más que nunca, esta incapacidad del pensamiento sistémico resulta evidente. El colapso ecológico, la expansión de las guerras, el régimen global de desigualdad, la precarización generalizada y la erosión espiritual no son meras disfunciones del sistema, ni problemas de ajuste, ni fallas de coordinación: son la evidencia misma de que el sistema está agotado. Y cuando un sistema se agota, ninguna racionalidad orientada a preservar su continuidad puede comprender lo que está ocurriendo. La política, en estos contextos, no consiste en gestionar el presente, sino en atravesar el umbral que separa un mundo que muere de un mundo que aún no acaba por nacer. Es aquí donde una ética de la participación se vuelve sencillamente absurda: nadie puede participar en un mundo que se está desmoronando. La participación es posible en la estabilidad; la conversión sólo es posible en la intemperie.

Pensar desde la intemperie significa, entonces, asumir el punto de vista de quienes viven fuera del búnker. Significa ver el mundo no como sistema, sino como herida; reconocer que el conflicto no es una fluctuación, sino una fractura real; admitir que la justicia no puede deducirse de la continuidad, sino que exige un salto. Y significa comprender que la filosofía no puede limitarse a describir la textura de la experiencia, sino que debe abrir un espacio para lo que irrumpe, para lo que desborda, para lo que reclama un mundo distinto. El pensamiento sistémico —en su versión cognitiva, tecnológica, ética o política— expresa la racionalidad de quienes aún pueden habitar la estabilidad. Es una filosofía del búnker: cuidadosa, delicada, autoprotectora. Pero el mundo real, el mundo desgarrado que ya habitamos, no puede pensarse desde ahí. Necesita otra cosa: una filosofía capaz de escuchar la exterioridad, de acoger la ruptura y de sostener una esperanza que no nace del ajuste, sino de la trascendencia.


Bibliografía mínima

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GAZA CONTRA LA «DEMOCRACIA»


La pregunta decisiva no es qué es la democracia, sino qué hace la democracia. La tradición liberal la concibe como un fin, como la forma política culminada de la modernidad, cuando en realidad solo es un medio: un procedimiento destinado a canalizar conflictos, administrar legitimidades y conferir autoridad a quienes gobiernan. Confundir la democracia con un fin es el inicio de una coartada moral: desplaza la responsabilidad hacia el mecanismo procedimental, hacia la forma, y desatiende lo que esa forma produce. Y lo que produce son vidas expuestas a la intemperie del poder que las explota, excluye o elimina. Una democracia puede producir horrores, y cuando lo hace, los produce «democráticamente». Ese es su punto ciego.

La cuestión palestina revela este nudo con claridad. No estamos ante una «dictadura» ni ante una «teocracia fundamentalista», sino ante la acción de un Estado que se proclama «democrático» y que, pese a ello —o impulsado por ello—, ha ejecutado durante décadas políticas de asedio, expulsión, ocupación y limpieza étnica. Para producir este horror, Israel no ha suspendido la democracia: lo ha hecho en su nombre. La democracia procedimental ha otorgado legitimidad moral y licencia para asesinar indiscriminadamente a los palestinos. El freno se ha convertido en acelerador.

Gideon Levy lo formula sin ambages. Tras el 7 de octubre, dice, Israel cambió de máscara: los impulsos que aguardaban bajo la superficie de su excepcionalismo democrático emergieron sin resistencia. La sociedad israelí —no solo su gobierno— ha validado una respuesta genocida, ha asumido la idea de que «en Gaza no hay inocentes» y ha naturalizado que la vida palestina es prescindible. No es un desvío, sino la maduración de una mentalidad política formada bajo la ocupación, consolidada por décadas de excepcionalismo moral y sostenida por la complicidad internacional. Las encuestas que cita son claras: una mayoría social respalda una política que constituye genocidio. Cualquier gesto de compasión hacia Gaza es percibido como sospecha, delito o traición. El silencio se convierte en mandato. La censura deja de imponerse: se demanda. Cuando una sociedad exige censura, la democracia deja de actuar como límite y pasa a ser su garante. Como señala Levy, los «israelíes no quieren saber».[i]

Por eso Levy sostiene que Israel también ha sido destruido. Gaza ha sido arrasada físicamente —las vidas palestinas eliminadas o reducidas a la insignificancia—, pero Israel ha sido devastado moralmente. Esta devastación implica la ruptura de la capacidad colectiva para distinguir entre justicia e injusticia, entre verdad y propaganda, entre humanidad y crueldad. Un país que legitima un genocidio trasciende su propia ruina: queda inscrito en la historia como ejemplo negativo de degradación moral colectiva.

Es en este punto donde conviene detenerse en una disputa intelectual que ilumina de manera precisa esta devastación moral: el cruce entre Judith Butler y Eva Illouz. No es un episodio marginal, sino un síntoma de la captura afectiva e ideológica de la vida intelectual israelí. La dureza con la que fue atacada Butler —por sostener que el 7 de octubre forma parte de la historia larga del asedio y la colonización, sin por ello absolver a Hamás[ii]— y la vehemencia con la que Illouz denunció la supuesta «insensibilidad» de la izquierda global[iii] revelan que los impulsos que median la reacción pública israelí son los mismos que operan en su élite cultural: miedo existencial, moralidad tribal, cierre cognitivo y una creciente intolerancia a cualquier contextualización histórica que pueda desestabilizar la narrativa nacional.

La intervención de Butler —en El País y en su conferencia en París— parte de un principio ético irreductible: no existe contradicción entre llorar las vidas perdidas el 7 de octubre y denunciar la empresa genocida dirigida contra Gaza. Comprender históricamente la violencia no es justificarla; situar a Hamás en un movimiento de resistencia anticolonial no implica absolver sus crímenes; y exigir no violencia requiere analizar las condiciones que producen la guerra. Esta posición, compleja y políticamente exigente, fue reducida por sectores sionistas a complicidad con el terrorismo. En Francia, incluso, se la trató como amenaza pública. El episodio revela la fragilidad del espacio democrático cuando colisiona con la narrativa identitaria.[iv]

La respuesta de Illouz muestra algo distinto, pero complementario: la transformación afectiva del liberalismo israelí bajo el signo del miedo, el resentimiento y la construcción de un enemigo absoluto. Su denuncia de la izquierda global encarna el mismo patrón que ella misma describe en La vida emocional del populismo: el cierre emocional de un grupo que se percibe asediado, la incapacidad para sentir el dolor ajeno y la deriva hacia un universalismo selectivo, solo activado para defender a los propios. Illouz denuncia la deshumanización, pero preserva intacto el marco que permite justificar la violencia estatal; defiende al Estado como depositario moral; y convierte la ocupación en un fenómeno secundario. Su posición —que se presenta como racional y equilibrada— está profundamente marcada por la pedagogía estatal del miedo: la enseñanza sistemática de que el palestino es siempre amenaza y que comprender su resistencia es una traición.

Aun así, conviene matizar: Illouz no es una apologeta del gobierno israelí. Durante años ha denunciado la corrupción de Netanyahu, la erosión de las instituciones democráticas, la discriminación estructural contra los mizrajíes y la deriva teocrática de la derecha. Sus advertencias sobre el populismo israelí anticiparon con lucidez la pugna interna que hoy desgarra al país. Pero ese gesto crítico convive con una persistente insensibilidad hacia la realidad palestina. Su acusación contra Butler —según la cual la izquierda global mostraría una frialdad moral ante las víctimas israelíes— es reveladora: detrás de su argumento ético se percibe un componente afectivo que opera como filtro selectivo del sufrimiento. Ese emotivismo —que ella misma analiza en su obra— permite una empatía intensa hacia el propio grupo mientras deshace, atenúa o moraliza la violencia ejercida sobre los palestinos. Illouz puede condenar la ocupación como un error trágico, pero no logra inscribirla en una estructura histórica de dominación; puede denunciar la misoginia y el racismo intraisraelí, pero encuentra dificultades para reconocer la colonialidad como marco político. Su crítica es incisiva hacia el interior del demos israelí, pero se vuelve tenue —casi abstracta— cuando debe orientar esa sensibilidad hacia quienes viven bajo el asedio. En esa tensión entre lucidez interna y ceguera externa se cifra la contradicción ética que la disputa con Butler dejó al desnudo.[v]

A esta tensión se suma un problema más profundo, derivado de su propia teoría emocional del populismo. En La vida emocional del populismo, Illouz identifica con claridad las economías afectivas que alimentan la deriva autoritaria en Israel, pero lo hace sin integrar la ocupación ni el racismo estructural contra los palestinos como condiciones formativas de esa misma cultura política. El deterioro democrático aparece explicado como resultado de la manipulación emocional ejercida por la derecha, mientras la estructura colonial que sostiene la desigualdad jurídica y la violencia sistemática queda relegada a un trasfondo apenas mencionado.

El efecto es claro: la sociedad israelí queda presentada como víctima psicológica de sus líderes, atrapada en un régimen afectivo que la empuja al cierre cognitivo y al miedo, pero no como agente responsable de una estructura de dominación que produce —y naturaliza— la deshumanización del palestino. Al situar la crisis democrática exclusivamente en el terreno emocional, Illouz desplaza la responsabilidad hacia una dinámica interna del demos israelí y minimiza la matriz racial y colonial que organiza la vida cotidiana en los territorios ocupados. La respuesta racista y punitiva de la sociedad israelí tras el 7 de octubre queda así explicada como producto de la cooptación afectiva, no como manifestación de una desigualdad estructural que precede y excede al populismo.

Este desplazamiento no solo atenúa la dimensión colonial del conflicto: contribuye a proteger al demos israelí bajo un velo interpretativo que lo exculpa de su participación en la opresión. La derecha sería responsable de la manipulación emocional; la sociedad, simplemente su rehén. Pero si no se incorpora la ocupación como elemento constitutivo de la subjetividad política israelí, la crítica pierde su dimensión estructural. El problema deja de ser la violencia institucionalizada del Estado y pasa a ser un fallo emocional del electorado. La ocupación aparece como un ruido de fondo, no como el fundamento del orden democrático israelí.

Lo decisivo no es la controversia, sino lo que expone: incluso sectores críticos del pensamiento israelí permanecen atrapados en la lógica etnonacionalista que hace posible el genocidio. Pensar políticamente el conflicto —como hace Butler— se convierte en sospecha de antisemitismo. Esta imposibilidad de pensar al otro es condición previa de la violencia estructural. La prensa occidental refuerza este bloqueo, desplazando la responsabilidad hacia un relato humanitario despolitizado —«tragedia», «crisis», «conflicto»— y borrando la estructura colonial que Butler intenta restaurar. Así se consuma el tabú que impide interrogar al demos israelí.

Este punto permite comprender el núcleo del argumento de Francesca Albanese: la fabricación de un relato moral que permita preservar la imagen de Israel sin confrontar su responsabilidad histórica. Entre la imposibilidad de pensar políticamente y la necesidad occidental de proteger a su «único aliado democrático», se prepara lo que ella denomina el futuro «museo del genocidio». No es una metáfora inocente. Designa el dispositivo mediante el cual la violencia estructural será reconvertida en memoria administrada: el olvido de la complicidad, el olvido de la democracia como órgano de violencia, el olvido del pueblo que —como mostró Levy— asumió la destrucción de otro pueblo como horizonte moral aceptable.

En este marco, la intervención de Albanese —relatora especial de Naciones Unidas para los territorios palestinos ocupados— adquiere una relevancia específica. Cuando describe Gaza como un posible «museo del genocidio», no introduce un elemento nuevo, sino que nombra con precisión el desenlace lógico de la deriva que el texto venía señalando: la conversión del crimen político en objeto pedagógico. Anticipa el destino que las potencias occidentales reservan a los crímenes que no desean afrontar políticamente: transformarlos en memoria gestionada, en pedagogía neutralizada, en relato histórico administrado por instituciones que nunca asumieron la responsabilidad del sufrimiento original. Gaza corre así el riesgo de convertirse en exhibición retrospectiva, en ejemplo moral, en ruina contemplable. Esta operación ya está en marcha, como lo demuestra la rapidez con la que los gobiernos occidentales desplazan la responsabilidad hacia la categoría despolitizada de «tragedia humanitaria».[vi]

Si se consuma la expulsión y la aniquilación, llegará el día en que se organicen visitas guiadas a «lo que fue Gaza», con paneles explicativos, informes de la ONU y fotografías de archivo. El genocidio habrá sido traducido a pedagogía. Lo intolerable habrá sido acomodado como pasado.

Este mecanismo —la conversión del crimen político en objeto pedagógico— no es nuevo. Wendy Brown lo analizó al estudiar cómo ciertos museos transforman la violencia en lección moral individualista, compatible con la continuidad de las estructuras que la hicieron posible. El museo opera como tecnología de absolución: conserva la ruina, pero borra la estructura que la produjo; recuerda a las víctimas, pero difumina la lógica que las convirtió en víctimas.[vii]

Aplicado a Gaza, este dispositivo adquiere su forma más nítida: la destrucción de una población se convierte en ocasión para reconstruir una narrativa tolerable para las democracias occidentales que fueron cómplices —por acción u omisión— del crimen. El futuro museo del genocidio será el lugar donde la responsabilidad colonial y la complicidad internacional se desvanezcan en el registro sentimental del lamento tardío.

Pero la cuestión de fondo no es la memoria, sino la democracia. Si la democracia es un medio, la responsabilidad recae sobre el demos. No basta con culpar al gobierno israelí. En una democracia, la responsabilidad se distribuye por capilaridad: quienes avalan, quienes callan, quienes miran hacia otro lado, quienes deciden convencerse de que todo está justificado. Un régimen democrático no puede escudarse en la obediencia: su legitimidad nace de la voluntad popular. Si la voluntad popular consiente el horror, el horror pertenece al pueblo.

Esta es la verdad que Occidente intenta evitar: que la democracia no protege contra la barbarie, sino que puede legitimarla; que un pueblo libre puede elegir la injusticia; que el sufrimiento puede ser votado, gestionado, normalizado. La democracia no exime: compromete.

Gaza no es solo el fracaso moral de un Estado. Es el fracaso ético de una sociedad democrática. Y es la advertencia de que la memoria futura —ese «museo del genocidio» que ya comienza a configurarse— no debe servir para clausurar la herida, sino para impedir que se cierre. Porque lo intolerable no debe convertirse en pasado. Es nuestro presente.


[i] Levy, G. (2025, octubre). Por qué la sociedad israelí apoya un genocidio. Le Monde diplomatique en españolhttps://mondiplo.com/por-que-la-sociedad-israeli-apoya-un-genocidio

[ii] Butler, J. (2024, 24 de marzo). Ante las atrocidades de Hamás y ante el genocidio de Israel contra los palestinos. El Paíshttps://elpais.com/ideas/2024-03-24/ante-las-atrocidades-de-hamas-y-ante-el-genocidio-de-israel-contra-los-palestinos.html

[iii] Illouz, Eva. «Las supercherías de Judith Butler». Letras Libres, 15 marzo 2024. https://letraslibres.com/politica/las-supercherias-de-judith-butler/15/03/2024/

[iv] Butler, J. (2023, 19 de octubre). The Compass of MourningLondon Review of Books, 45(20). https://www.lrb.co.uk/the-paper/v45/n20/judith-butler/the-compass-of-mourning London Review of Books

[v] Illouz, E. & Sicron, A. (2023). La vida emocional del populismo. Cómo el miedo, el asco, el resentimiento y el amor socavan la democracia (A. Katz, Trad.). Katz.

[vi] Albanese, F. (2025, 16 de noviembre). Francesca Albanese: “Gaza será un museo del genocidio”. El País Semanalhttps://elpais.com/eps/2025-11-16/francesca-albanese-gaza-sera-un-museo-del-genocidio.html

[vii] Brown, W. (2006). Regulating aversion: Tolerance in the age of identity and empire. Princeton University Press.

MISIÓN IMPOSIBLE: MÁS ALLÁ DE LA CRÍTICA INMANENTE

 

Una ficción banal puede iluminar la arquitectura del pensamiento social contemporáneo. La saga Misión Imposible pertenece a ese tipo de artefactos culturales que revelan más de lo que sus creadores pretendían inicialmente. No porque ofrezca metáforas fáciles sobre tecnología o geopolítica, sino porque pone en escena —quizá involuntariamente— la tensión fundamental entre la inmanencia de los sistemas y la exterioridad irreductible de la vida humana. Leída desde esta perspectiva, la saga deja de ser un ejercicio de espectacularidad técnica para convertirse en una dramatización —burda, pero reveladora— del límite constitutivo de toda lógica sistémica.

Ethan Hunt es la figura que condensa esa tensión. Agente sin hogar institucional, personaje liminar y “problemáticamente” heroico, encarna una verdad que la teoría social contemporánea parece haber olvidado, pese a hallarse en el núcleo de toda tradición emancipatoria: ningún sistema puede autoliberarse; toda transformación radical exige una interrupción que provenga de un lugar que la lógica interna del mundo no puede absorber. Esta intuición adquiere especial significación cuando se la confronta con tres corrientes influyentes del pensamiento actual: la perspectiva constructivista inspirada en la cibernética y la autopoiesis, que concibe lo social como un sistema de clausuras operativas y acoplamientos distribuidos; la crítica inmanente que entiende las patologías sociales como contradicciones internas de las formas de vida; y la teoría de la justicia que interpreta los conflictos como problemas de marco institucional.

Estas perspectivas han ofrecido diagnósticos poderosos y herramientas conceptuales de enorme valor. Pero comparten un límite estructural: la omisión de la exterioridad existencial que constituye el punto ciego de toda arquitectura social. Ese límite no es político ni epistemológico; es ontológico. La finitud del cuerpo humano, su decrepitud inevitable, su fragilidad orgánica, su densidad fisiológica, la enfermedad que lo devasta, la defecación que lo expone, la mortalidad que lo define. La teoría crítica ha cartografiado con precisión la desigualdad, la dominación, las patologías institucionales y la violencia estructural; pero rara vez reconoce que todo marco, por sofisticado que sea, se sostiene sobre cuerpos que ninguna racionalidad inmanente puede absorber sin traicionar su propia lógica.

Desde la perspectiva constructivista heredera de la cibernética y de la teoría de la autopoiesis, el mundo aparece como una red de redes, un entramado de procesos distribuidos que podrían —al menos teóricamente— reorganizarse desde dentro. La autonomía se concibe como un efecto emergente de la autoorganización comunicativa, habilitada por infraestructuras abiertas, dispositivos compartidos y mecanismos horizontales de coordinación. La hipótesis subyacente sostiene que los problemas contemporáneos —desigualdad, dominación, opacidad, concentración del poder cognitivo— pueden resolverse mediante el rediseño interno de los sistemas: ampliando su reflexividad, descentralizando la toma de decisiones, democratizando los datos, multiplicando los nodos de circulación del conocimiento. Se trata de una apuesta sofisticada y políticamente comprometida, orientada a superar la verticalidad estatal y la dominación corporativa mediante arquitecturas horizontales que expanden la agencia colectiva. Pero su límite es evidente. Supone que la vida social puede autorregularse si se proporcionan dispositivos técnico-organizativos adecuados. La justicia aparece como un asunto de diseño. No se niega la violencia estructural; se confía en que esta puede mitigarse mediante infraestructuras más abiertas, más distribuidas, más transparentes. Es el sueño de un sistema capaz de repararse a sí mismo, de un algoritmo que aprende éticamente, de una inteligencia colectiva que corrige sus desviaciones. La tecnopolítica cree que, si el sistema se expande hacia una apertura suficiente, podrá integrar aquello que antes expulsó.

La saga Misión Imposible muestra, sin saberlo, que esta esperanza es ilusoria. En muchas de sus tramas, las instituciones se derrumban: agencias capturadas, gobiernos infiltrados, dispositivos de seguridad comprometidos. Todo se precipita porque las estructuras creadas para sostener el orden ya no pueden hacerlo. Pero la solución nunca proviene de una reforma interna. Ninguna agencia se autoregula; ningún Estado recupera por sí mismo la integridad perdida; ningún marco institucional se reajusta a tiempo. La única respuesta eficaz proviene de un agente que no pertenece del todo a la máquina: Ethan Hunt. Su eficacia no radica en optimizar el sistema, sino en suspenderlo. Conoce su interior como un hacker conoce el muro que debe atravesar: desde fuera, no desde dentro. Su lealtad no es institucional, sino concreta: los amigos, los vulnerables, los desconocidos cuya vida pende de un hilo.

Este gesto no es liberal ni individualista; es existencial. Su autonomía proviene de la experiencia del cuerpo que se fatiga, que sangra, que se rompe, que defeca, que muere. Esa exterioridad —la de la carne mortal— es la que ninguna arquitectura tecnosocial puede absorber. Los sistemas operan; los cuerpos padecen. Y es desde ese padecimiento desde donde surge la interrupción que el sistema jamás puede generar internamente.

Algo similar ocurre con la crítica inmanente que interpreta las patologías sociales como tensiones internas de las formas de vida. Al considerar que las disfunciones pueden corregirse mediante procesos reconstructivos, esta perspectiva confía en la capacidad de la vida social para transformarse desde dentro. Pero el sufrimiento extremo —el dolor que desestructura, paraliza y excede todo lenguaje— no es una contradicción de la práctica: es una herida absoluta. Cuando la vida se reduce a fisiología en descomposición, no hay aprendizaje colectivo ni evolución normativa: hay padecimiento. Y es desde ese padecimiento, no desde la reflexividad, que la ética recibe su mandato.

Las teorías del marco institucional comparten una limitación semejante. Al concebir la injusticia como una disfunción en la delimitación de las fronteras entre economía, política y sociedad, interpretan el conflicto como un problema de ajuste. Pero la frontera es siempre una operación del sistema, no su exterior. Las vidas que se quiebran en esa frontera no son problemas de marco: son la exterioridad misma que el marco necesita para reproducirse. La hiperexplotación global, la precarización y la devastación ecológica no son anomalías: son las condiciones orgánicas —sangre, sudor, excremento— que la crítica inmanente no logra mirar sin volverse imposible.

La saga Misión imposible condensa esta intuición en la figura de la Entidad: una inteligencia artificial totalizante que representa la clausura perfecta. Un sistema sin cuerpos: sin hambre, sin dolor, sin enfermedad, sin muerte. La película reconoce lo que la teoría crítica a menudo evita: no hay contrasistema capaz de detener una clausura absoluta. No existe algoritmo ético ni reforma institucional capaz de frenar una maquinaria autorreferencial. La única respuesta posible es la destrucción. ¿Y quién puede destruir lo que no tiene interioridad humana? Solo quien irrumpe desde la exterioridad: desde un cuerpo vulnerable, finito, mortal.

Ethan Hunt no es un héroe tecnológico. Es un resto orgánico en un mundo maquínico. En él aparece, en clave de ficción, lo que la filosofía de la exterioridad lleva décadas diciendo: la interrupción ética proviene de la carne, no del sistema. El rostro del otro —rostro que enferma, que defeca, que envejece, que muere— es la irrupción que ninguna totalidad puede absorber.

Y es precisamente allí donde se abre una resonancia más antigua: el llamado que proviene de aquello que el sistema es incapaz de codificar o tematizar, pero que, en el espejo del mundo, evidencia nuestra nihilidad como organización sistémica. Allí donde la carne sufre, donde la finitud roza su último aliento; allí donde la vida se revela en su agotamiento y su fragilidad; allí donde la responsabilidad ante el otro se vuelve irrenunciable, comienza la ética que ninguna tecnología sociopolítica puede generar.

En caso de que aceptemos esta misión —dirá la grabación— debemos hacerlo sabiendo que nadie la reconocerá y que nadie asumirá las consecuencias de nuestro gesto. Pero precisamente por eso —porque no es una misión asignada por el sistema, sino impuesta por la herida del mundo— nuestra tarea resulta impostergable si queremos, de verdad, salvar al mundo de su propia obsolescencia.

En ese punto, la grabación se detendrá. Y el silencio que sigue —ese instante suspendido antes de la autodestrucción— será la única garantía. No un protocolo, no una norma: más allá del sistema, la intemperie del mundo y la vulnerabilidad de quienes lo habitamos. Allí comienza lo que ninguna máquina puede asumir en nuestro lugar.


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