En una entrevista publicada recientemente en
el diario El País, Shoshana Zuboff, autora de The Age of Surveillance
Capitalism, sostiene una tesis tan clara como inquietante: la inteligencia
artificial no constituye una ruptura histórica, sino la continuación —y
radicalización— del llamado capitalismo de la vigilancia, un régimen cuya
eficacia depende de una opacidad estructural que convierte la participación en
un mecanismo de captura del sentido.
Más allá de su valor inmediato para pensar
la tecnología contemporánea, la entrevista ofrece una ocasión especialmente
fecunda para abordar un problema filosófico que ha atravesado mi trabajo de los
últimos años: el problema de la opacidad participativa, no entendida como
defecto técnico ni como mera carencia de transparencia, sino como estructura
constitutiva de ciertos sistemas de producción de sentido.
Zuboff insiste en que el capitalismo de la
vigilancia solo puede funcionar si sus operaciones permanecen ocultas. La
captura de datos, la modelización del comportamiento, la predicción y la
modulación de la acción no pueden hacerse plenamente visibles sin perder
legitimidad social y jurídica. La opacidad no es accidental: es condición de
posibilidad. Si los sujetos supieran realmente cómo se extrae y se utiliza su
experiencia, el sistema entraría en crisis. La vigilancia necesita presentarse
como interacción.
Este punto resulta decisivo porque permite
desplazar la reflexión más allá del ámbito estrictamente tecnológico. Nos
obliga a interrogar también ciertas teorías contemporáneas del sentido y de la
cognición hoy dominantes, en particular aquellas que describen la interacción
como un proceso de coconstitución simétrica, sin disponer de categorías
adecuadas para pensar la asimetría, la manipulación o la captura del proceso
mismo de significación.
Antes de entrar en el enactivismo, conviene
introducir una referencia que permite afinar todavía más este problema: la obra
de Noam Chomsky, y en particular su noción de manufacturing consent. En
el libro homónimo, escrito junto a Edward Herman, Chomsky mostró cómo las
democracias liberales no se sostienen principalmente por la coerción directa,
sino por la producción sistemática de consenso a través de los medios de
comunicación, los marcos interpretativos y la selección estructural de lo
decible. El poder no se ejerce, en primer lugar, silenciando, sino configurando
el espacio mismo de lo pensable y lo aceptable.
La relevancia de Chomsky para la discusión
actual no es solo histórica. Su análisis anticipa con notable lucidez lo que
hoy reaparece, bajo formas tecnológicamente más sofisticadas, en el capitalismo
de la vigilancia descrito por Zuboff. Allí donde el consenso parece emerger
espontáneamente, lo que encontramos es un trabajo previo de encuadre, filtrado
y orientación del sentido. El consentimiento no es plenamente voluntario: es,
en buena medida, manufacturado.
Este punto adquiere una relevancia
particular porque Chomsky aparece citado de manera explícita en Linguistic
Bodies (Di Paolo, Cuffari y De Jaegher) como un contraejemplo de la Participatory
Sense-Making. Sus intervenciones políticas se utilizan para mostrar lo que,
según estos autores, no debería hacerse: hablar a una audiencia desde una
posición de autoridad, fundada en un saber experto y en un compromiso normativo
fuerte con la justicia. Precisamente por esa asimetría —afirman—, su modo de
intervención no sería participativo.
Lo que se propone en su lugar es un ideal de
discurso participativo, “antiautoritario tanto en epistemología como en ética”,
en una línea cercana al pragmatismo de Richard Rorty. No se trataría de decir
la verdad a otros, sino de construir sentido con otros; no de
interpelar desde fuera, sino de dejar que el sentido emerja de procesos
horizontales de interacción.
Sin embargo, este gesto teórico tiene un
precio, y es exactamente el que Chomsky se ha empeñado en señalar durante
décadas. Al renunciar de antemano a la posibilidad de una palabra que interpele
desde fuera —desde una posición asimétrica fundada en el análisis crítico de
las estructuras de poder—, se debilita la capacidad de nombrar la
manufacturación del consenso. El discurso participativo puede convertirse, sin
advertirlo, en el medio mismo a través del cual el consenso es producido,
estabilizado y reproducido.
Este problema reaparece con toda claridad
cuando nos situamos en el marco del enactivismo. Desde sus formulaciones
iniciales, el enactivismo ha desempeñado un papel central en la crítica al
representacionalismo cognitivista. Frente a la idea de una mente que procesa
representaciones internas de un mundo externo, propuso una concepción de la
cognición como actividad encarnada, situada y relacional. El sentido no se
representa: se enactúa. No está en la cabeza: emerge en la relación dinámica
entre organismo y entorno. Obras como The Embodied Mind y Mind in
Life marcaron un giro decisivo en las ciencias cognitivas contemporáneas.
Este desplazamiento fue filosóficamente
fecundo y permitió desmontar supuestos profundamente arraigados. Sin embargo,
con el paso del tiempo, el programa enactivista fue consolidando un marco
teórico cada vez más coherente y, al mismo tiempo, más clausurado. La noción de
clausura operativa, desarrollada por Humberto Maturana y Francisco Varela y
sistematizada en textos como De Máquinas y seres vivos, resulta aquí
fundamental. Los sistemas vivos son definidos como sistemas autónomos que
producen y mantienen sus propias normas de funcionamiento. La normatividad no
viene de fuera: emerge desde dentro.
Cuando este esquema se traslada al ámbito de
la cognición social, aparece la teoría de la Participatory Sense-Making,
formulada por Di Paolo, Cuffari y De Jaegher, especialmente en Linguistic
Bodies. El sentido ya no es producido por sujetos individuales, sino que
emerge en la interacción misma, concebida como un dominio autónomo con
normatividad propia. El sentido surge entre los participantes, a través de
procesos de coordinación y descoordinación mutua. La interacción se convierte
así en el lugar privilegiado de la génesis del significado.
El problema no reside en esta descripción en
sí, sino en el supuesto ontológico subyacente. La Participatory Sense-Making
presupone una forma de simetría básica entre los participantes. Aunque reconoce
diferencias de rol, competencia o habilidad, estas diferencias quedan siempre
subsumidas en un plano común de coconstitución del sentido. La interacción es,
por definición, participativa.
Es aquí donde la lectura de Zuboff introduce
una fisura decisiva. ¿Qué ocurre cuando uno de los polos de la relación no
participa en sentido fuerte? ¿Qué ocurre cuando uno de los actores oculta
deliberadamente sus intenciones, orienta el proceso hacia fines no compartidos,
explota regularidades afectivas o cognitivas del otro y utiliza la interacción
como medio? En estos casos, la interacción sigue existiendo, pero su estructura
ya no es simétrica. Hay captura del sentido, no coconstitución.
La teoría enactivista carece de categorías
claras para pensar esta situación, porque la opacidad del sujeto manipulador
queda absorbida por la gramática de la emergencia interactiva. La manipulación
aparece como una dinámica compleja más, no como una ruptura ético-política del
proceso participativo. La interacción queda fetichizada: se la trata como
entidad autosuficiente, portadora de normatividad propia, capaz de generar
sentido independientemente de las condiciones de poder que la atraviesan.
Pero la opacidad no debe pensarse solo en un
sentido ideológico, como ocultamiento estratégico de relaciones de poder. Debe
pensarse también en un sentido más profundo, que remite a la opacidad del
propio sujeto respecto de sí mismo. El sentido no se produce únicamente bajo
condiciones de manipulación consciente; también emerge a partir de deseos no
tematizados, afectos incorporados, miedos, dependencias y hábitos que operan
por debajo del umbral de la conciencia. En este segundo sentido, la opacidad remite
a una dimensión estructuralmente inconsciente de la subjetividad.
Desde esta doble perspectiva —ideológica e
inconsciente—, la Participatory Sense-Making resulta todavía más
problemática. El sentido no se crea necesariamente en condiciones de simetría
ni de manera voluntaria. Puede ser inducido, capturado o interiorizado sin que
los participantes tengan conciencia plena de ello. Incluso en ausencia de una
manipulación explícita, el proceso de significación puede estar atravesado por
asimetrías profundas que la teoría no logra tematizar.
El paralelismo con el capitalismo de la
vigilancia es aquí estructural, no metafórico. Del mismo modo que las
plataformas digitales se presentan como espacios de interacción mientras operan
mediante captura opaca —explotando dimensiones no reflexivas de la
experiencia—, ciertas teorías de la interacción humana neutralizan
conceptualmente la asimetría real bajo la figura de la coconstitución. El
usuario cree interactuar; el sistema observa, modela y orienta desde un lugar
no expuesto. El agente cree participar; el proceso de sentido ya ha sido
capturado.
Este punto ciego no es solo teórico. Tiene
implicaciones éticas y políticas profundas. Una teoría que no puede pensar la
opacidad estructural corre el riesgo de legitimar formas de dominación que se
presentan como participación. La violencia ya no aparece como imposición
externa, sino como dinámica emergente. La víctima desaparece como categoría,
sustituida por el lenguaje de la coordinación.
Aquí es donde la crítica desde la filosofía
de la exterioridad, especialmente en la obra de Enrique Dussel, se vuelve
decisiva. Frente a toda ontología de la clausura —sea representacional,
sistémica o participativa—, Dussel insiste en la prioridad de aquello que no
puede ser integrado sin residuo: la exterioridad del otro, la negatividad del
sufrimiento, la víctima como punto de partida de toda ética. El juicio no
emerge de la interacción; irrumpe desde fuera, interrumpiendo la totalidad.
Desde esta perspectiva, la opacidad no es
solo un problema cognitivo, sino una cuestión ética primera. Allí donde no se
puede nombrar el robo, la manipulación o la expropiación del sentido, la teoría
contribuye —aunque no lo pretenda— a su normalización.
En los últimos años, mi trabajo ha
consistido precisamente en recorrer este trayecto crítico: desde la cibernética
y la autopoiesis hasta la cognición social enactivista, mostrando cómo la
superación del representacionalismo no basta si se paga al precio de una nueva
forma de clausura. Una clausura que ya no excluye por negación, sino por
absorción; que ya no silencia al otro, sino que lo integra al precio de
obliterar su exterioridad constitutiva.
La lectura de Zuboff, en diálogo con
Chomsky, funciona aquí como una confirmación inesperada, proveniente de otros
campos, de una intuición filosófica central: no toda interacción es
participación; no todo sentido compartido es justo; no toda emergencia es
inocente. Allí donde la opacidad es estructural —ya sea como ideología o como
inconsciente—, la participación puede convertirse en una forma sofisticada de
dominación.
En los próximos meses se publicará un
estudio en el que desarrollo de manera sistemática esta crítica al enactivismo,
basado en mi investigación doctoral en la Universitat Pompeu Fabra. No se trata
de un ajuste menor ni de una polémica interna, sino de un intento por reabrir
una pregunta que considero decisiva para nuestro tiempo: cómo pensar el
sentido, la vida y la relación con el otro sin clausurar aquello que nos
interpela desde fuera.
La entrevista a Zuboff nos recuerda que esta
pregunta no es abstracta. Atraviesa nuestras tecnologías, nuestras formas de
vida y también nuestras teorías. Pensar la opacidad es, hoy, una tarea
filosófica ineludible. Sin una reflexión sobre la opacidad no podemos pensar el
poder; y sin pensar el poder, no podemos tematizar el cuidado.
Bibliografía
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Zuboff, S. (2019). The age of
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power. PublicAffairs.
Zuboff, S. (2025, December 15). La IA es el
capitalismo de la vigilancia continuando su expansión. El País.
https://elpais.com/ideas/2025-12-15/shoshana-zuboff-filosofa-la-ia-es-el-capitalismo-de-la-vigilancia-continuando-su-expansion.html