MADRES Y ABUELAS: La legitimidad en la Argentina contemporánea


En esta entrada voy a hablar de dos cuestiones. Por un lado, me gustaría reflexionar brevemente sobre las organizaciones de Madres y Abuelas a la luz del escándalo desatado por el caso Schoklender.

En segundo término, me gustaría abordar esta misma cuestión desde la perspectiva de su tratamiento mediático y respecto a lo que se pretende conseguir con la deslegitimación de estas organizaciones.

Esto, evidentemente, está conectado muy estrechamente con una postura del establishment respecto del pasado, que se pone especialmente de manifiesto cuando consideramos causas como la de la supuesta apropiación por parte de la señora Ernestina Herrera de Noble, de los hipotéticos hijos de desaparecidos, Marcela y Felipe Noble Herrera.

Con respecto al supuesto lavado de dinero y otras supuestas prácticas fraudulentas por parte de Sergio Schoklender, no hay mucho que se pueda decir. En este momento, la causa está en la justicia. Quedan muchas cosas por esclarecer. En principio, la propia responsabilidad del imputado, y en segundo término la responsabilidad de los dirigentes de la organización que hayan permitido los supuestos ilícitos. Finalmente, la responsabilidad del gobierno nacional y municipal en estas causas. Como el asunto se encuentra en la justicia, no hay mucho más que pueda agregarse, excepto la convicción de que es necesario que las irregularidades y delitos sean clarificados y los responsables condenados por ello. Punto.

Ahora bien, la pregunta interesante gira en torno a otra cuestión. Lo que se trasunta a partir de las incontables editoriales de prensa, radio y televisión, es una voluntad deslegitimadora de las propias organizaciones de Derechos Humanos aliadas circunstancialmente con el gobierno nacional, y muy especialmente a una de sus caras visibles, la señora Hebe de Bonafini, un bocadillo especialmente apetecible de la oposición más reaccionaria.

No voy a detenerme en esta cuestión, ni en las razones formales que mueven a una parte de la ciudadanía a poner en entredicho a la señora Bonafini. Lo que pretendo, en todo caso, es responder a la pregunta de la legitimidad a través de un argumento que debería tomarse en consideración en vista a dos razones.

La primera es que ha sido una reiterada afirmación de la oposición mediática achacar al Kirchnerismo el haberse acercado a las organizaciones de Derechos Humanos con el propósito de obtener una legitimidad que el descrédito cultural y la sequía de las urnas no le prodigaban.

Esta crítica reiterada, que ha encontrado su mejor pluma en Beatriz Sarlo, quien retrató a Néstor Kirchner como un audaz calculador, dotado de una especial sensibilidad maquiavélica a la hora de construir poder, ha llevado además a que importantes referentes periodísticos de los Derechos humanos (Lanata, Tenembaum, entre otros) que en los noventa sostenían las banderas de las Madres y las Abuelas con pasión guerrera, se distanciaran de estas organizaciones al acusarlas de haber sido cooptadas por el kirchnerismo.

Creo que no está demás preguntarse si, además de las cuestiones estrictamente legales que definen el caso Schoklender, no existe detrás de la fascinación mediática intencionalidad política. Yo diría: ¿Quién puede dudarlo?

Más difícil es interpretar esta intencionalidad. Creo que la clave se encuentra en la propia lógica de la legitimación. Si es cierto que una buena parte de la legitimidad del Kirchnerismo se construye a partir de su adhesión plena a las causas de los Derechos Humanos, y su compromiso eminente con las organizaciones más emblemáticas que han sostenido durante décadas esas banderas en la Argentina, no cabe duda que para deslegitimar al Kirchnerismo (tarea en la cual se encuentran abocados de manera irresponsable día tras día la mayor parte de los opositores) es imprescindible, (A) o bien disminuir la identificación entre el Kirchnerismo y los Derechos Humanos (esa ha sido la estratégica mediática habitual en los últimos años), o bien, (B) horadar la misma fuente de legitimación, como es ahora mismo el caso.

Con respecto a (A), la explicación de Sarlo es la más consistente, aunque falaz. De acuerdo con Sarlo, quien comparte la política de Derechos Humanos elegida por Argentina, en contraposición a la elegida por nuestros parientes históricos y geográficos (Uruguay, Chile, Brasil, etc.) la perfidia kirchnerista ha sido desconocer la historia, autoerigiéndose a sí mismo como el comienzo de la propia historia de reivindicación de los Derechos Humanos en Argentina, para legitimarse a sí mismo como gobierno. De acuerdo con Sarlo, la política de Derechos humanos se inició con el proceso a las juntas militares, y con idas y venidas, nos dice Sarlo, esa ha sido nuestra política desde entonces.

Aunque uno simpatiza con el aspecto afín de su argumento, decir que las políticas finales de Alfonsín y Menem ( las leyes de Punto final y Obediencia debida, y los indultos) son meras “idas y venidas” y no giros copernicanos respecto al paradigma elegido por la ciudadanía para enfrentarse al terror de estado es cuando menos una interpretación forzada de la historia.

No cabe duda que, aun teniendo como precedentes los juicios a las Juntas, en función de las decisiones que el propio Alfonsinismo tomó posteriormente, frente al despilfarro moral del Menemismo y la indiferencia concertada del delarruismo, podemos considerar al Kirchnerismo como un “evento” fundacional que tiene como epicentro un extenso compromiso con los Derechos humanos de un modo inédito en la Argentina en lo que concierne al lugar que los mismos habían tenido para el Estado.

Ahora bien, para entender la importancia de los Derechos humanos en esta etapa de gobierno, es necesario retroceder.

Creo que efectivamente Kirchner construyó lo más esencial de su legitimidad soberana por medio de ese compromiso con el ideario de los Derechos humanos defendidos por organizaciones como Madres y Abuelas. Pero al contrario de lo que sostiene Sarlo, no creo que esto se debiera a la vocación calculadora, maquiavélica del político, sino más bien con su compromiso con los bienes que lo definen identitariamente.

La recuperación de una identidad apropiada no es sólo una urgencia individual, sino también un imperativo social. Existe una estrecha analogía entre la historia de vida de los niños apropiados que recuperan, ya adultos, un nombre, un entorno y una memoria de la cual se les había despojado, y un fenómeno análogo que aconteció colectivamente a la sociedad argentina entre 1976 y 2003. Kirchner, al promover la recuperación de las identidades sustraídas, ayudaba a la sociedad a reconocer su propia identidad militante, su propio compromiso con la construcción de una paz social sostenida sobre los pilares de la justicia social, la soberanía política y la independencia económica.

Sin embargo, una reconstrucción de este tipo debía encontrar su fundamento, su legitimidad. Recordemos lo que implica el 2001. La más profunda crisis institucional que ha vivido el país en toda su historia. Un verdadero estado de excepción. La propia norma constitucional había perdido toda autoridad. No había manera de legitimar un nuevo gobierno a través de la “mera” normatividad, era necesario tomar una decisión fundacional que le diera legitimidad al nuevo gobierno más allá de lo que dijeran o no dijeran las urnas. En este sentido, Néstor Kirchner funda la Argentina contemporánea. Pero para hacerlo debe encontrar un suelo, un pedazo de tierra firme. Lo sabemos: ni los partidos políticos, ni los sindicatos, ni los empresarios, ni los medios de comunicación, ni los militares, ni la Iglesia católica, pueden ofrecer la legitimidad necesaria para sacar al país de la catástrofe institucional que está viviendo. Todos estos estamentos están profundamente desprestigiados.

Sin embargo, hay dos organizaciones, especialmente, que representan la posibilidad de una nueva institucionalidad, de un nuevo basamento sobre el cual construir una nueva Argentina. Estas organizaciones son Madres y Abuelas. Hay muchas razones simbólicas que merecerían ser tratadas en detalle, pero no menor es el modo en el cual, con un coraje desacostumbrado, las Madres y las Abuelas se enfrentaron al desafío de recuperar a sus desaparecidos (hijos y nietos). El modo fue una paciencia enorme acompañada por una fe persistente en que sólo la justicia podía ser el camino de la reparación.

En este sentido, Madres y Abuelas fueron un hilo conductor que permitió la recuperación de la legitimidad de todo el entramado institucional. Madres y Abuelas permitieron reconstruir la justificación del poder soberano, una justificación que no se encuentra en las propias leyes, que en todo caso son el resultado del acto fundacional, sino en los bienes últimos que orientan la norma.

En este sentido, deberíamos andarnos con cuidado. Atacar a Madres y Abuelas, en la Argentina contemporánea, es como atacar a la bandera o el escudo. Se han convertido, por mérito propio, en símbolos de nuestra identidad. Son la ilustración de un Nunca más que se apoya en la memoria, pero también en la paciencia desarmada de las convicciones, en la fidelidad respecto a la justicia (pese a la injusticia de los hombres concretos que muchas veces la gobiernan), y el amor a la vida de todos.

LA DISCUSIÓN PÚBLICA Y EL RUIDO MEDIÁTICO: Sarlo y Forster sobre la sociedad del espectáculo en la era del terror.


Hace un par de días, asistió al programa de la televisión pública 6-7-8 la escritora y periodista Beatriz Sarlo. Nos hemos ocupado de ella en un post anterior en el cual advertimos que el brillante análisis de La audacia y el cálculo, su libro dedicado a dilucidar la naturaleza del Kirchnerismo, era de lectura obligada para aquellos que comulgan con el actual modelo político. Pero también decíamos entonces que poco jugo iban a poder extraer del mismo los fanáticos antiK, que harían oídos sordos al reconocimiento explícito de los importantes logros de este gobierno por parte de la señora Sarlo, para poner su atención exclusivamente en sus suspicacias. El ruido mediático ha logrado, hasta cierto punto, eludir la discusión pública. El propósito de este post es recuperar el contenido de la discusión. Para ello voy a centrarme en dos cuestiones centrales que se encuentran en el corazón del debate actual.

En lo que se refiere a la opinión de la señora Sarlo respecto al formato y calidad del programa al que fue invitada – el mismo que permitió una hora y media de un debate reflexivo entre Sarlo, el filósofo de Carta Abierta, Ricardo Forster, y el resto de los invitados y panelistas del día – creo que debe analizarse en términos relativos en función, no sólo del medio en cuestión – la televisión – en contraposición a otros medios como son los medios escritos o radiales, sino también en contraposición a la oferta informativa y crítica que nos ofrece la televisión pública y privada en general. Teniendo esto en cuenta, creo que los apuntes de Sarlo sobre el programa en vista a los criterios formales que rigen sus informes son interesantes. Aún así, no cabe duda que con todas sus imperfecciones, 6-7-8, como la propia Sarlo reconoce, se ha convertido en un fenómeno clave a la hora de entender el debate público que se libra actualmente en este país.

Pasemos, ahora así, a esas dos cuestiones a las que quiero referirme en este post. Por un lado, voy a hablar sobre la política de Derechos humanos del actual gobierno tomando como punto de partida la reflexión de la propia Sarlo. En segundo lugar, voy a referirme a la cuestión de la Ley de Medios promovida por el gobierno nacional a partir de las discrepancias que se pusieron de manifiesto entre Beatriz Sarlo y Ricardo Forster en lo que respecta a la relación entre poder y medios.

En los últimos días, a raíz del debate parlamentario en torno a la Ley de Caducidad desatado por el Frente Amplio en Uruguay, con el fin de derogar una ley que imposibilita el juzgamiento de crímenes de lesa humanidad durante la época del terror militar, y en vista a la posición adoptada por el presidente de nuestro país hermano, Mujica, se ha escuchado con insistencia la opinión de que Argentina debe tomar como ejemplo la madurez de nuestros vecinos. Lo cual significa, en breve, depositar el asunto de los crímenes de lesa humanidad en el cajón de la memoría, guardar la historia en un desván, archivando o congelando de ese modo las acciones judiciales al respecto. A nadie le cabe la menor duda a esta altura del partido, y en vista a las sentencias y procesos en marcha que las cuestiones que preocupan no son ya los juzgamientos que se realizan a los ejecutores materiales de los horrendos crímenes. Ahora mismo, la mayor preocupación en lo que respecta a estos crímenes gira en torno a la posibilidad real que se extienda la investigación más allá de las responsabilidades militares hacia la sociedad civil. Asuntos de actualidad como son Papel Prensa o la supuesta apropiación de Marcela y Felipe Noble Herrera que involucra a la dueña de la principal corporación mediática del país son los que verdaderamente preocupan a quienes insisten en archivar las causas. Exceptuando una muy reducida minoría recalcitrante, con escaso peso político, la actitud generalizada de la población frente a los juicios por delitos de lesa humanidad a los dictadores, asesinos, apropiadores y torturadores es, o bien de aprobación ante los mismos, o de indiferencia. Por lo tanto, es lícito sospechar que buena parte del barullo y la indignación mediática o la franca invisibilización de estos asuntos que las dos grandes corporaciones mediáticas concertadamente realizan en relación se debe, no tanto a cuestiones de carácter estrictamente ideológicas, sino más bien a fundados temores ante la posibilidad de ser sentados en el banquillo de los acusados por delitos aberrantes.

La posición de Sarlo fue más o menos contundente. En primer lugar, comparó la solución Argentina con otras soluciones a la transición realizadas por nuestros vecinos en el continente a la luz de la diversidad de situaciones que debían enfrentar cada uno de esos países. La conclusión de Sarlo es que la decisión inicial de sentar a los comandantes en jefe frente a la justicia durante el alfonsinismo es el puntapié inicial de una política frente al pasado criminal que nos distingue de nuestros vecinos. Con avances y retrocesos, esa política iniciada en los años ochenta ha seguido avanzando. El actual juzgamiento es parte de ese proceso. Puesta a elegir entre el modelo argentino y otros modelos de la región, nos dice Sarlo, ella prefiere la solución argentina. Pero además, nos dice, la revisión histórica no debe circunscribirse a los campos de concentración y a los asesinatos. Es imprescindible discutir la responsabilidad que tuvo la sociedad civil en estos asuntos. Y puso como ejemplo dos instancias en las cuales el pueblo argentino puede juzgar su propia responsabilidad: el mundial ’78 y la guerra de Malvinas. Sobre el primer acontecimiento, nos dice Sarlo, hay que recordar que a sólo diez cuadras de la cancha de River, donde Argentina disputó la final contra Holanda en la que se coronó campeona del mundo, estaba el centro de detención de la Esma. Respecto a Malvinas, Sarlo señaló que debemos recordar a los soldados muertos en el hundimiento del General Belgrano como los “mártires” que precipitaron el advenimiento de la democracia en la Argentina. Ahora bien, eso en lo que se refiere a la responsabilidad colectiva. Individualmente, la posición de Sarlo también fue contundente. Los “hijos” de la Señora Ernestina Herrera de Noble – nos dijo – deben hacerse los análisis de ADN. Lo cual implica que los involucrados en la causa de apropiación deben responder ante la justicia. En conclusión, con matices, la señora Sarlo comparte y aplaude el rumbo de la actual política de Derechos Humanos. En todo caso, sostiene que el Kirchnerismo pretende apropiarse de la cuestión, cuando en realidad la política de Derechos humanos del actual gobierno se encuentra en línea de continuidad, y tiene su origen, en la decisión inicial tomada durante el gobierno alfonsinista, de juzgar a la junta militar. Aunque el argumento es atendible, creemos que es importante recordar que las leyes de Punto final y Obediencia debida, así como las innumerables chicanas judiciales y mediáticas de estos años, muestran claramente que era necesaria una enorme voluntad política para anular dichas leyes y superar los obstáculos que el poder fáctico impuso con el fin de perpetuar su impunidad. Esa voluntad política es lo que caracteriza al Kirchnerismo en este asunto.

La segunda cuestión gira en torno a la ley de medios. Pero se articula alrededor de una discusión sobre el poder, en la cual la señora Sarlo no quiso participar. De acuerdo con Ricardo Forster, es bien poco lo que podemos decir acerca de los medios de comunicación si no hablamos del poder. ¿Dónde está el poder? – se pregunta Forster, y con ello hace referencia al encubrimiento de la injusticia y la justificación del horror a las que nos tienen acostumbradas las corporaciones mediáticas. La postura de Sarlo al respecto es la de una procedimentalista liberal. Su atención está dirigida exclusivamente a la constatación de la presencia o ausencia de ciertas formalidades que definen a la llamada “prensa libre”. Pero ante la pregunta acerca del poder, acerca de a quién sirven, que esconde o promueven los medios analizados, Sarlo permanece explícitamente en silencio. Su tesis central es que la discusión sobre el rol de los medios en la conformación del sentido común está sacada de quicio. Y cita estudios que han demostrado que un 70% de la población del país jamás incluye en sus temas de conversación la política. La respuesta de Forster es que las cuestiones políticas no pasan exclusivamente por las posiciones explícitas de los participantes. Forster cree, y nosotros compartimos su posición, que existe un trasfondo tácito a partir del cual actuamos. En este sentido, los medios de comunicación cumplen un rol crucial que no puede medirse, como bien afirma Sarlo, en términos de causalidad inmediata. El rol de los medios es la conformación del “sentido común”, la conformación del trasfondo de significación que da sustento a nuestro carácter de agentes humanos. A diferencia de Sarlo, Forster cree que en las presentes circunstancias, lo que se ha puesto en cuestión, lo que se revisa, deconstruye y articula es justamente el sentido común de los argentinos. Esa deconstrucción y rearticulación del sentido común es resistida por las élites. Lo cual se pone de manifiesto en la embestida mediática que ha sufrido este gobierno que ha encarnado, primero a través de Néstor Kirchner y ahora a través de Cristina Fernández, esa revuelta contra el sentido común hegemónico de la Argentina. Sarlo pretende, contrariamente, que el rol de los medios de comunicación no es tan importante. Que no nos preocupemos tanto. Es difícil coincidir con ella, habitando, como lo hacemos, una sociedad del espectáculo en esta "Era del Terror".

MULTITUD, NUEVA ERA Y POSTMODERNIDAD


Sigo con la lectura de Schmitt. Esta vez me gustaría hacer referencia a su obra titulada Romanticismo político, introducida en la edición castellana por el Dr. Jorge Dotti y editada por la Universidad de Quilmes.

Para comenzar voy a citar extensamente a Schmitt. Dice en el prólogo a la edición de 1924:

“Sólo en una sociedad disuelta por el individualismo la productividad estética del sujeto pudo ponerse a sí misma como centro espiritual, sólo en un mundo burgués, que aísla al individuo espiritualmente, lo remite a sí mismo y carga sobre él todo el peso que, de otro modo, estaba repartido jerárquicamente entre las distintas funciones de un orden social. En esta sociedad está abandonado al individuo privado ser su propio sacerdote, pero no sólo eso, sino también – a causa del significado central de lo religioso – ser poeta, el propio filósofo, el propio rey, el propio arquitecto en la catedral de la personalidad. En el sacerdocio privado se encuentra la raíz última del romanticismo y del fenómeno romántico.”

Cualquier observador puede notar la relevancia que tienen las palabras de Schmitt al prestar atención a dos fenómenos oscuramente relacionados de nuestra cultura contemporánea como son el postmodernismo y la llamada Nueva Era. No voy a detenerme en los detalles diferenciales. En todo caso, voy a intentar muy brevemente, utilizando las palabras del jurista alemán como punto de partida y algunas otras ideas significativas que puedan servirme como soporte reflexivo, decir dos palabras sobre la significación que las posturas postmodernas y espiritualistas de la Nueva Era tienen para la esfera política.

Creo que es un asunto interesante plantear esta cuestión por dos razones. En primer lugar, porque hace comprensible la extendida aunque relativa desaprensión que ha mostrado la ciudadanía de las naciones democráticas frente a los signos elocuentes de deterioro político-institucional que han sufrido durante las últimas décadas, permitiendo de ese modo la colonización progresiva de la esfera estatal por parte de las corporaciones capitalistas hasta convertir los regímenes liberales en infraestructuras plutocráticas. En segundo lugar, porque la llamada “crisis” financiera desatada durante el 2008 ha puesto de manifiesto, no sólo el resultado de una política desreguladora perniciosa para la salud económica del mercado mundial, sino también, y lo que es más importante, un tipo de connivencia por parte de la dirigencia política mundial que ha demostrado estar cautiva hasta el punto de estar dispuesta a disponer y sacrificar a sus respectivas poblaciones en beneficio de los poderosos. Ante la evidencia de ello, la sociedad civil se encuentra obligada a dar un giro cultural que le impone la búsqueda de elementos representativos que le aseguren una decisión fundacional que transforme la situación de servidumbre actual, devolviendo a los pueblos su autogobierno.

Pero para ello, los ciudadanos deben renunciar a la idolatría hacia esos dos espíritus perniciosos que han colaborado en la construcción cultural del yo contemporáneo. Me refiero, como decía, al espíritu postmoderno y a la cultura de la Nueva Era, que han colonizado el sentido común, colándose como trasfondo de comprensión, corroyendo de manera silenciosa nuestras prácticas sociales y nuestras autocomprensiones comunitarias.

Recuperar el autogobierno, apostar a una “Democracia real”, en contraposición a la democracia formal que nos ofrece el neoliberalismo fáctico que gobierna las democracias liberales actuales, implica, en primer lugar, renunciar al subjetivismo exacerbado que ha promovido la cultura hiperindivualista que ha facilitado el hiperconsumismo del capitalismo avanzado, en el cual la libertad se ha reducido a mera libertad de mercado, y la orientación moral se ha ofrecido en trueque a cambio de una cultura de valores.

“La democracia real” no la construyen los caceroleros indignados que en acción sumatoria confluyen como “multitud” indignada. La historia ha demostrado que los movimientos sociales que se resisten a articular y exponerse a la decisión fundacional de la política están llamados, o bien a disolverse a medida que la fuerza del evento originario que los dio a luz se aleja en el tiempo, o bien a ser instrumentalizados por el propio adversario al cual dicen combatir. La historia de connivencias de algunas organizaciones no-gubernamentales y los poderes fácticos directos e indirectos debería precavernos de las falsas utopías postmodernas de una emancipación cosmopolita no jerarquizada políticamente.

La decisión política que está detrás de la fundación de una soberanía popular, implica el alineamiento jerárquico que reorienta a las multitudes atomizadas hacia un horizonte moral común, es decir, hacia un realineamiento de las fuerzas individuales operantes que se pliegan a un “nosotros” renunciando a la inercia subjetivista y estetizante que se encuentra en la base de los imaginarios sociales que nos gobiernan.

El fetichismo de la independencia absoluta de criterio, el fetichismo de la autonomía radical, el fetichismo de una religiosidad universal que no conoce fronteras ni criterios diferenciales, es el caballo de Troya que ha acabado convirtiendo en ruinas nuestros logros civilizacionales planetarios.

Como ha señalado recientemente la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, además de la profunda crisis ecológica y social que vive el planeta, otra crisis silenciosa pero de consecuencias descomunales amenaza nuestro futuro, y esta consiste en una crisis “pedagógica”, cultural, que ha acabado en la convicción de que la única educación necesaria es la educación económica-tecnológica, en detrimento de eso que llamábamos las artes y las humanidades. No estoy muy de acuerdo con Nussbaum acerca de sus recetas. Ni siquiera estoy muy de acuerdo con los ideales que ella misma promueve. Pero me atrevo a decir que compartimos una común preocupación acerca de lo que implica educar un ser humano. Una mujer u hombre al que no le interesa la política, y se ufana de ello; una persona que desiste del pasado, de su historia y apuesta por la desmemoria; un individuo que evita pensar en el futuro colectivo, en las generaciones que nos heredarán; aunque salga a la calle a dar golpes de cucharón sobre la cacerola cuando le tocan el bolsillo, no es un ciudadano pleno, es decir, o bien no es una persona educada o ha recibido una educación fallida. En todo caso, es un usuario explícito o implícito del discurso postmoderno con el cual ha ido dando forma a su yo, un usuario de la Nueva Era que se ha convertido, sin saberlo, en una amenaza para la continuidad de nuestras más preciadas tradiciones, por un lado; y al mismo tiempo, a la auténtica voluntad revolucionaria que nos permita cambiar de rumbo para hacer viable nuestra supervivencia planetaria.

ENEMISTAD POLÍTICA Y TRASCENDENCIA: Carl Schmitt y el concepto de lo político.


En este artículo quiero explorar una cuestión cuya incomprensión, a mi modo de ver, ha traído consigo muchos problemas a la política democrática. Voy a plantear el tema teniendo presente el reciente asesinato de Osama Bin Laden, que ha venido acompañado de un conjunto de declaraciones oficiales y festejos ciudadanos que no hacen más que sumar un capítulo a la larga historia de eso que Noam Chomsky llama “la excepcionalidad estadounidense”. Dice Chomsky:

“Se trata de la doctrina según la cual Estados Unidos es diferente de otras grandes potencias, pasadas y presentes, porque tiene un “propósito trascendental”, que es “el establecimiento de la igualdad y la libertad en América” y, más aún, en el mundo entero, ya que “la arena dentro de la cual Estados Unidos debe defender y promover su propósito tiene ya dimensiones mundiales.”

Ahora bien, es justamente esa noción de excepcionalidad la que ha permitido a los Estados Unidos justificar sus transgresiones a los propios ideales que dice encarnar. La labor encomendada a la gran nación del norte es tan excepcional, nos dicen, que los crímenes cometidos con el fin de promocionar dichos ideales resultan insignificantes.

No voy a detenerme ahora mismo a enumerar las violaciones a los principios elementales del derecho que ha cometido el gobierno de Obama al ordenar la ejecución del terrorista, ni tampoco me detendré en las consecuencias jurídicas que los hábitos transgresores de la potencia militarista han producido y continúan produciendo con su pretensión de excepcionalidad. Me he permitido referirme a esta cuestión únicamente para fijar el marco circunstancial en el cual se desarrollan los argumentos que siguen a continuación.

A lo que voy a referirme, en todo caso, y en línea con las reflexiones que he ofrecido en entradas anteriores, es a una cuestión que Carl Schmitt ha señalado de manera brillante en las primeras páginas de El concepto de lo político que gira en torno a la definición de la enemistad política.

La tesis central de Schmitt es la siguiente. Si queremos entender lo político, tenemos que definir cuáles son las categorías dicotómicas que establecen su realidad. De la misma manera que las dicotomías de lo bello y lo feo, del bien y del mal, de lo útil y lo dañoso instauran respectivamente las esferas de la estética, la moral y la economía, Schmitt señala que en la base de lo político encontramos la distinción amigo-enemigo.

Ahora bien, una afirmación de estas características ha hecho correr ríos de tinta, como el propio Schmitt señala en el prefacio de la edición de 1963 de la obra en cuestión, debido a la resistencia “moral” que una afirmación de estas características supone para los proponentes liberales. Mi intención no es atajar estas objeciones. Mi propósito es bien modesto. Quiero abordar la cuestión de lo político a la luz de las enseñanzas cristianas y budistas del ágape y karuna (bondad amorosa).

Creo que es preciso tomar nota sobre esta cuestión porque las enseñanzas espirituales han servido en los últimos siglos de modernización para promover un tipo de despolitización que ha acabado sirviendo al modelo de hegemonía unipolar que representa el capitalismo global. Por lo tanto, debemos encarar las tensiones que existen entre una concepción cuasipesimista de la naturaleza humana, que atribuye, al menos en la existencia relativa de los hombres, una enemistad radical que funda la politicidad, y las enseñanzas espirituales de budistas y cristianos que nos convocan o bien a una superación de la fijación identitaria que se encuentra en la base de emociones negativas como el odio y el apego, o a un descentramiento del yo en dirección a Dios que tiene como consecuencia la promoción de un amor al prójimo que supere los condicionamientos identitarios que nos separan a los unos de los otros.

Creo que en la propia obra de Schmitt encontramos un argumento que puede ayudarnos a sortear con éxito esta tensión aparentemente inconquistable. Me refiero a la manera en la cual Schmitt distingue entre el hostis, el enemigo público, el enemigo político, y el inimicus, el enemigo privado.

El tibetólogo Jeffrey Hopkins, en sus enseñanzas sobre el cultivo de la compasión solía ejemplificar el modo en el cual la ignorancia opera precipitando emociones como el odio o la aberración radical haciendo referencia a la manera en la cual el gobierno de los Estados Unidos y la corporación mediática presentaban a sus villanos favoritos antes de ser atacados y eventualmente aniquilados. En aquel momento, el malvado de moda era Saddam Hussein cuyo retrato público debía ser desfigurado hasta convertirlo en un monstruo, es decir, algo menos que humano, para justificar su destrucción.

Pero Schmitt nos dice que el enemigo político no debe necesariamente concebirse como un enemigo privado. No debe ser concebido como un ser moralmente malo o estéticamente feo, o incluso como un obstáculo para nuestra codicia económica. Por supuesto, desde el punto de vista psicológico, suele ocurrir que se equipara al enemigo público, es decir, aquel que estrictamente amenaza la unidad identitaria de nuestra pertenencia, y el enemigo privado, aquel que es percibido y tratado como malo o feo. Pero, desde el punto de vista estrictamente político, esta equiparación acaba siendo un obstáculo a la hora de identificar la especificidad de la relación política con nuestros adversarios.

Por lo tanto, podemos y debemos distinguir dos dimensiones en nuestras relaciones con los otros.

Por un lado, desde un punto de vista “trascendente”, como señala el Dalai Lama, podemos encontrarnos con los otros tomando en consideración, por ejemplo, que todos somos criaturas de Dios, o, si lo planteamos en términos cuasiutilitaristas, aceptar que somos iguales en vista a la aspiración común a lograr la felicidad y evitar el sufrimiento. Este reconocimiento básico puede ayudarnos, a través de diversas vías argumentativas a priorizar el bien del otro, promover el logro de sus aspiraciones, etc.

Pero eso no significa que podamos eludir los mecanismos relativos a través de los cuales establecemos nuestras identidades transitorias.

Aún si, como es el caso del budismo, negamos la existencia inherente de toda identidad. Es decir, aún si reconocemos que no existe un sustrato último sobre el cual podemos fundar sólidamente nuestra identidad individual y colectiva, debemos reconocer que la coyuntura, el entramado circunstancial, hace surgir de manera interdependiente una identidad. La pregunta es, en todo caso, cómo, de qué manera, están constituidas esas identidades. Lo que vemos es que dichas identidades (especialmente las identidades políticas) se encuentran ineludiblemente articuladas a partir de las relaciones adversariales que colaboran en la cohesión, en la unidad interna del ente en cuestión.

Esto tiene importantes consecuencias. Cuando leemos la historia del cristianismo o la historia del budismo, nuestro espíritu liberal se indigna ante lo que consideramos una profunda hipocresía. Esa gente que hablaba del amor a Dios y del amor al prójimo se embarcaba en proyectos como las cruzadas o en guerras fraticidas que resultan, desde nuestra perspectiva actual, absolutamente contradictorias con el espíritu de los ideales exaltados.

Sin embargo, lo que debemos observar es el tipo de enemistad del que estamos hablando en uno y otro caso. La guerra que ha invisibilizado la distinción categorial y que acaba promoviendo un pacifismo global militarizado, acaba siendo una guerra de aniquilación total. El otro es percibido, como decíamos, no sólo como un enemigo público, un enemigo político, que aún así merece mi respeto, e incluso mi amor desde el punto de vista privado, sino que se convierte en un enemigo absoluto, alguien a quien debo dejar fuera del concierto humano para ocultar la contradicción revulsiva que produce en el contexto del resto de mis ideales espirituales.

Cuando Obama, por ejemplo, nos habla de la bestia sobre la cual finalmente los Estados Unidos triunfaran, no utiliza una metáfora, sino que se hace eco de una comprensión literal de sus enemigos. Para los estadounidenses, sus enemigos son menos que humanos, incluso otros que humanos, y por esa razón, y en vista a la excepcionalidad de la misión que le ha sido otorgada, están justificadas las transgresiones sobre aquellos individuos o pueblos que amenazan la promoción de los ideales enaltecidos.

Hacer un llamado a la paz mundial que no tome en consideración la realidad fáctica de nuestras pugnas políticas, se convierte en un ejercicio vacuo que, como decía, sólo puede promover una utopía global que acaba deslegitimando cualquier otra alternativa existencial que no se ajuste a la hegemonía del capitalismo corporativo.
Como ha ocurrido con otras ideologías milenaristas en el pasado, el camino hacia el cosmopolitismo capitalista tiene como contracara la persecución y aniquilación despiadada de todos sus enemigos, en cualquier sitio en el que se escondan y a través de cualquier medio. Esa es la excepcionalidad de las potencias civilizadas y "civilizadoras"; y esa, y no otra, debe ser nuestra mayor preocupación ahora mismo.

BEATRIZ SARLO: El kirchnerismo, los medios y la nueva derecha


A diferencia de otras publicaciones políticas, el libro de Sarlo, La audacia y el cálculo, es brillante. Los militantes kirchneristas tienen el deber de leerlo. En sus páginas hay mucho material para masticar antes que sus críticas puedan ser digeridas y respondidas. Por esa razón, recomiendo que se lea y se debatan sus ideas.

Sin embargo, no creo que la lectura del mismo por parte de los habituales antiK pueda ser de mucha utilidad. Todo lo contrario, el libro sólo puede servir para continuar enquistando el fundamentalismo antipopulista que profesan la mayoría de los lectores de La Nación y Clarín.

Una demostración de ello es la respuesta que tuvo hoy el artículo de Luís Majul en el diario de los Mitre. En breve, el artículo mentado sonaba más o menos a rendición. Era un reconocimiento, atragantado, de la derrota cultural que han sufrido los bienpensantes de siempre, debido a los importantes aciertos del actual “modelo. En la última frase, un poco para salvar los papeles, Majul realizó una suerte de admonición a la actual presidenta, pidiendo, como es habitual, un cambio de formas (dialogismo y consenso).

Dicho esto, y habiendo declarado mi entusiasmo con el libro del que estamos tratando, cabe preguntarse quiénes son los destinatarios de la obra. A diferencia de otras escrituras sobre la cuestión, da la impresión que Sarlo escribe especialmente para sus contrincantes políticos.

Intenta decirnos quiénes somos, qué pensamos, cómo lo hacemos. En breve, intenta trazar una suerte de genealogía de nuestra esperanza. Una genealogía que explique nuestro voto de confianza al kichnerismo. Y lo hace, con talento, dibujando las circunstancias y los cálculos que llevaron al ex gobernador de Santa Cruz a convertirse en Presidente de la República y acertar en el tramado y acumulación de poder, a partir de la asunción de un legado “progresista” que, según nos dice la autora, nadie había reclamado como propio hasta el 2003.

Sarlo reconoce, más allá de sus hipótesis de maquiavelismo político, que Néstor Kirchner supo interpretar el momento que vivía la Argentina y asumir un discurso de compromiso con sectores postergados por el Estado, en buena medida, además de la falta de voluntad política, debido a la imposibilidad de movilizar a la ciudadanía detrás de esas banderas, y un contexto internacional que parecía abocado sin desvío a una interpretación postpolítica de la realidad social de aquellos días.

Lo mejor del libro de Sarlo, más allá de su apuesta por un “progresismo” más auténtico, consiste en el intento por tender un puente que permita transitar el abismo, percibido cada vez con mayor acentuación como infranqueable por una parte de la ciudadanía, entre la militancia K y una parte de la oposición que se ha quedado pegada (un poco debido a la estrategia comunicativa del oficialismo, pero también por la llamada funcionalidad a la que esos mismos grupos han sucumbido al apuntarse, con ambigüedades que no resultan exculpatorias, a la carroza del “todo vale” contra el gobierno nacional).

En este sentido, el libro de Sarlo resulta hoy mismo imprescindible. Lo cual no significa que uno coincida con el análisis que realiza sobre algunas cuestiones fundamentales que son cruciales a la hora de marcar el terreno donde nos jugamos el debate. Por ello, de manera preliminar, quisiera ofrecer algunas ideas que ya han aparecido en otras entradas del blog.

En primer lugar, me gustaría decir dos palabras sobre el análisis que realiza sobre los medios de comunicación. Aunque es posible coincidir en algunos aspectos de su crítica en lo que concierne al estilo comunicacional inaugurado por programas como 6-7-8, al que dedica un extenso capítulo, parte de su argumentación insiste en representar el contenido mediático como el producto de una estrategia paranoica, o meramente manipuladora, que insiste en leer la historia de nuestro país (y Latinoamérica en general) de manera conspirativa. Es difícil, sin embargo, pasar por alto la sucesión de fraudes periodísticos a los que nos ha acostumbrado la prensa hegemónica. No voy a enumerar los casos. Me remito a las palabras de Sarlo quien, citando con aprobación a un colega nos dice que es comprensible y prudente no hablar contra la corporación que a uno le paga. En vista a que una buena parte del conflicto gira en torno a la política de medios, la confesión de Sarlo suena más a denuncia encubierta que a justificación.

Aunque es posible (desde cierta perspectiva) aceptar la existencia de una cuota de oportunismo en algunos productores, conductores, actores y contertulios que se han subido a la estrategia gubernamental, parece muy complicador articular una argumentación seria a partir de aquí. Adoptar una estrategia discursiva de estas características no hace más que divertir el núcleo del debate, que no es otro que los hechos puntuales que se denuncian, que en su mayor parte han sido directamente ignorados por eso que llaman “la corpo” mediática.

A esta altura del partido, creer con sinceridad que los grupos mediáticos hegemónicos no se encuentran comprometidos con una agenda política que responde a intereses corporativos que han colaborado en la corrupción de la democracia y amenazan con sustraer a la ciudadanía su poder decisoria es, cuanto menos, grotesco.

Pero no es casual que una intelectual como Sarlo se niegue a reconocer este tipo de evidencia. Como no se ha cansado de repetir el lingüista y activista político Noam Chomsky durante los últimos cincuenta años, aquellos que han ascendido a una posición de privilegio mediático, como en su caso, han aprendido a moverse con destreza dentro del marco en el cual han sido adiestrados a debatir. Aquello que sale de ese marco es interpretado, sencillamente, como algo de lo que no se habla, algo que se ignora rotundamente, algo frente a lo cual nos tenemos que hacer los distraídos.

Por supuesto, frente al éxito cultural del kirchnerismo (siempre frágil, como todo lo que ocurre en los actuales escenarios sociales), no está demás cierta prevensión. Cualquier hegemonía es, de un modo u otro amenazante para la verdad, y es fuente de exclusiones. En parte, porque lo político, es esencialmente una construcción que se funda en cierta forma de exclusión. En parte por conflictos de los que hablaremos internos de los que hablaremos a continuación. Pero ahora mismo, lo que importa es observar la resistencia que las transformaciones culturales están produciendo en los sectores tradicionalmente hegemónicos, que han impuesto, a veces a sangre y fuego, y otras veces con pan y circo, el relato maestro de nuestros imaginarios sociales.

Finalmente, y con el fin de cumplir con la promesa del título, quisiera decir dos cosas sobre algo de lo que ya hablamos en un post anterior y que Sarlo nos ayuda a observar con mayor claridad. Como dijimos hace bien poco, el debate interesante ahora mismo (especialmente en vista a la claudicación paulatina de los aspirantes a la sucesión presidencial) está ocurriendo, veladamente, dentro del mismo “conglomerado” kirchnerista.

Después de una aguda caracterización de lo que Sarlo, siguiendo a la politóloga Chantal Mouffe, llama “la nueva derecha", se pregunta hasta qué punto, aspirantes como Scioli o Massa no se ajustan al modelo que claramente representan políticos como Macri o De Narváez en nuestro país, o Sarkozy y Berlusconi en Europa. Esto le sirve a Sarlo para cuestionar el supuesto “progresismo” de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, aludiendo, más allá de las políticas promovidas, a la sostenibilidad de un hipotético modelo que se encuentra articulado por cuadros que sólo responden a la dirección tomada debido a la capacidad de conducción vertical de sus mentores.

Creo que esta es una discusión interesante a la que debería prestarse debida atención. Por un lado, tenemos los aspectos funcionales, el entramado de poder, que permite continuidad de gobierno a los cuadros formales. Por otro lado, tenemos la orientación ideológica. No cabe duda que, pese a la coherencia que ha tenido en algunos aspectos cruciales de su gestión, especialmente aquellos de contenido fuertemente identitario, el legado kirchnerista es simultáneamente, como afirma Sarlo, fruto de la audacia que llevó a Néstor Kirchner a la recuperación de convicciones para muchos olvidadas, y el cálculo ante los avatares de una nación enfrentada con vivacidad y a veces de manera crispada, a la transformación de sí misma en algo que había soñado ser, pero que siempre se le resistía.

LITERATURA POLÍTICA: Horacio González y James Neilson sobre el Kirchnerismo



En este post voy a referirme a dos libros: Kirchnerismo: una controversia cultural, de Horacio González; y el libro del periodista argentino-escocés (de acuerdo con su propia autodefinición), James Neilson, titulado Los años que vivimos con K. Mi intención no es ofrecer una reseña completa de los libros en cuestión. Lo que me interesa es ejemplificar la "literatura política" que en estos días ocupa un lugar tan destacado en nuestras librerías.

Por lo pronto, se trata de dos libros muy diferentes. En el primer caso, el tratamiento que realiza González sobre Néstor Kirchner y el kirchnerismo se propone como una reflexión sobre la creencia. González se pregunta a sí mismo y nos pregunta a quienes de un modo u otro simpatizamos con el actual gobierno, qué es lo que nos ha llevado a creer. Qué hay detrás de nuestra militancia. Qué es lo que sostiene nuestro convencimiento, pese a la multiplicación de denuncias, las acusaciones del carácter dictatorial del gobierno K, y las reiteradas profecías de catástrofe.

Enfundada en una prosa rica, sinuosa, abierta de manera esmerada a la fluidez de la historia que nos toca vivir. Comprometida con eludir lo meramente panfletario, la estultificación de los contenidos, la reificación de la verdad, González intenta, desde una filosofía de raigambre sociológica, dar respuesta al trasfondo del advenimiento de esa “anomalía argentina”, en palabras de Ricardo Forster, que ha significado para una militancia desilusionada, el advenimiento de Néstor Kirchner.

A través de un análisis cuidadoso del circunstancial y fragmentado ideario de Néstor y Cristina, y una fina sensibilidad para medir las palabras y los gestos, González nos propone regresar al entusiasmo sorpresivo que suscitó en 2003 el recién llegado a la Casa Rosada quien, debido a la traición política de su contrincante, Carlos Menem, debió asumir con el porcentaje cosechado en la primera vuelta electoral. De acuerdo con González, contrariamente a lo que sostienen sus más firmes opositores, el gobierno de Kirchner estuvo marcado desde el comienzo por la fragilidad, pero también por una lucidez. La de entender el don de la fortuna, la inesperada responsabilidad presidencial, como una ocasión para darle la vuelta a una historia que había amenazado con acabar para siempre con los mejores sueños y aspiraciones del pasado.

Pese al evidente talante kirchnerista, la escritura de González avanza con sigilo y de manera serpenteante a través de las ideas y de los hechos que refleja. Detrás de su encomio hay siempre exigencias. No se trata de un cheque en blanco y no siente opacada su creencia política cuando advierte los peligros que toman forma como fantasmas en el foro interno de los responsables directos y los militantes de la actual conducción. El pensamiento de González no puede ser utilizado como panfleto, aunque es un testimonio del compromiso honesto de un intelectual con la comprensión de su tiempo a la luz de sus más firmes convicciones igualitaristas y libertarias.

Muy diferente es el libro de Neilson. Se trata de una escritura apurada, decididamente panfletaria, definida por la inminencia electoral. Desde el principio hasta el final el empeño de Neilson es convencernos que nada bueno hubo en el mandato del matrimonio K. Organizado con aspiración omnicomprensiva de la gestión de ambos mandatarios, Neilson ofrece una ilustración despiada que no le hace asco a la mitología más burda del ideario antiK. Desde el comienzo, nos señala que existe una estrecha semejanza entre el fundamentalismo islamista y el autoritarismo de la pareja presidencial, y a lo largo de los capítulos reitera su estribillo condenatorio aludiendo a las semejanzas con otras dictaduras truculentas que ha conocido la historia. La diferencia con estas, en todo caso, es meramente de grado.

Su intepretación de la historia universal es de una arbitrariedad ofensiva al sentido común. Asistido por la tosca literatura liberal-conservadora de nuestro tiempo, se empeña en hacernos creer que cualquier crítica al status quo es producto de las actitudes rencorosas e irresponsables de los individuos. Como Vargas Llosa, a quien se empeña en citar de tanto en cuando, cree que las desigualdades y las injusticias, cuando conciernen a las sociedades capitalistas libres, son el resultado de la araganería de los pobres y su adictiva fascinación por diversas formas de populismo.

En el imaginario de Neilson, los K son autoritarios, rotundamente inmorales, decididamente ineficientes y peligrosos. Pero no son los únicos. Para Neilson, el mal que ha aquejado a este país desde siempre ha sido haberse creído objeto de una conspiración internacional para saquearlo. Según nos dice, todas las potencias mundiales y organizaciones internacionales se han sentido siempre muy apesadumbradas por los sucesivos fracasos de la economía argentina. Creer lo contrario es fruto de una visión paranoica de la realidad. La solución a los problemas del país, de acuerdo con Neilson, son el ajuste y la apertura irrestricta de los mercados.

Pese a que Neilson insiste en tildar a los K de idealista hasta el punto de acusarlos de ser aficionados a la filosofía de George Berkeley (de acuerdo con el periodista, los K han estado convencidos que bastaba con inventar un buen relato para eludir la dura materialidad de la realidad), la socarronería no ha hecho más que volvérsele en su contra. Un lector atento cae en la cuenta a las pocas páginas que la proeza del escribiente no ha sido otra que sumar ordenadamente, con destreza, los lugares comunes que todos conocemos, lugares comunes a los que todo buen antiK alude a la hora de tomar el té. El mundo que nos describe Neilson es, ahora sí, un mundo inexistente, un mundo que sólo puede concebir un espíritu reduccionista anglosajón, hijo fiel de esa tradición prodigiosa inaugurada por Berkeley, Hume y Locke.

En su relato, todo se reduce a individuos y psicología. La política democrática, para Neilson, no es más ni menos que la ciencia donde se congregan la economía y la ética. Todo lo demás, nos dice con fruición descubridora de otros mediterráneos, no es más que metafísica

Toda mención a las identidades nacionales es interpretada por el heredero escocés como signo de un primitivismo mal curado. Eso le permite mofarse de cualquier reivindicación soberana, lo cual lo lleva a recomendarnos encarecidamente, por nuestro bien, que aceptemos nuestro legado europeo y dejemos de pelearnos con nuestros fantasmas. Para Neilson, la patria es el campo, y la industria un invento populista que tiene los días contados.

Neilson es un neoconservador, que en muchos momentos suena con estridencia un fiel hijo prodigo de la corona. A través de sus páginas se vislumbra con claridad la admiración que le regala a los integrantes del panteón que honran los de su ideología. Pero aún así, Neilson insiste en promover un mundo des-ideologizado, un mundo sin fronteras, un mundo donde los científicos sociales al servicio de las corporaciones (que su relato con fidelidad periodística invisibiliza) determinen el rumbo de la economía, mientras los políticos adoptan un aire moralizante mientras sirven sus funciones notariales.

EL PAÍS QUE NO MIRAMOS



En esta entrada me gustaría decir algo sobre el actual momento político, pero quisiera hacerlo embarcándome para ello en algunas cuestiones no siempre evidentes desde la perspectiva incómoda a la que nos obliga el fragor electoral.

Para ello voy a referirme a la significación cultural del kirchnerismo a la luz del acelerado proceso de modernización institucional que ha retomado el país después de varias décadas de estancamiento, o incluso franco retroceso, en términos relativos, si tomamos como referente los avances de las décadas peronistas de los años 40 y 50.

Creo que esto es importante, especialmente si queremos eludir las interpretaciones superficiales que nos propone la prensa liberal a la hora de dilucidar lo que nos jugamos en algunos debates simbólicos como el ocurrido a propósito de la intervención de Horacio González respecto a Vargas Llosa.

Como era de imaginar, el aparato mediático ha hecho un esfuerzo enorme en presentar toda la cuestión como si se tratara de un ataque a la libertad de expresión. No cabe la menor duda que tiene buenas razones para ello. En Argentina, como en otros lugares de Latinoamérica, pero de manera pionera en nuestro país, se está apostando a una pluralización de voces que atenta con la concentración monopólica de la que gozan algunas corporaciones en nuestra región. La visita de Vargas Llosa no estuvo exenta de intencionalidad política. Lo que se pretendió, con mayor o menor efecto, es dar una vuelta de tuerca al estribillo de la dictadura K. Pese al absurdo de semejante cosa en las presentes circunstancias, los adalides de siempre han vuelto a las andadas y han inundado todos los rincones de nuestra realidad mediatizada con sus indignaciones en pijama

Ahora bien, no es sobre este tema específicamente a lo que me voy a referir. Lo que me interesa, como decía, es hacer una lectura menos superficial para entender una de las aristas de la discusión, de la cosa, del objeto por el cual nos estamos peleando. Y para ello voy a intentar ofrecer dos o tres intuiciones que se vienen barajando desde hace tiempo que pueden ayudarnos a echar racionalidad a la disputa.

Para ello nada mejor que enmarcar la situación política dentro de un contexto más amplio. Y en este sentido podemos decir dos cosas:

1. En un artículo reciente (“Nationalism and modernity”), Charles Taylor señala que los procesos de modernización institucional han sido y siguen siendo como una gran ola que avanza sobre diversas culturas del planeta. Estos procesos resultan, en buena medida, ineludibles. Aquellas sociedades que no se acomoden a ello parecen destinadas a su extinción. La economía industrial de mercado, el Estado organizado burocráticamente y ciertos modelos de gobiernos populares, son algunas de las características de las sociedades modernas que se han impuesto sobre las culturas aborígenes.

2. Pero eso no significa que la modernización cultural deba corresponder a priori a los modelos de las sociedades insignia que han promovido (muchas veces a sangre y fuego) la modernización institucional de las sociedades periféricas. El modo en el cual se resuelven en cada caso las cuestiones identitarias en lo que respecta a la modernización cultural es algo que depende, en buena medida, de la materialidad histórica sobre la cual se ejecuta el proceso de formalización modernizante. La materialidad histórica es, a un mismo tiempo, la posibilidad misma de la modernización capitalista y su resistencia. En ese juego entre materialidad y formalización institucional capitalista surgen diversas alternativas de modernidad. Nuestro país no es una excepción.

Ahora bien, estoy convencido que una de las características de nuestra tradición liberal ha sido su desprecio hacia la materialidad histórica de nuestro ser nacional. Eso se ha puesto especialmente en evidencia en la tradición sarmientina que ha inspirado una política idealista que ha vivido de espaldas a la realidad nacional, y por ello sometida continuamente a la amenaza de la intratabilidad de nuestra facticidad. El pueblo argentino ha sido y sigue siendo para esta versión política, una entidad que debe ser vencida, transformada, incluso erradicada por medio de la violencia más atroz, para que finalmente ocurra la esperada correspondencia con la idea.

Algo semejante ha ocurrido con algunas líneas tradicionales del socialismo y el marxismo argentino. En uno y otro caso, el idealismo subyacente ha llevado a las élites políticas, económicas e intelectuales a concebir una política civilizatoria por vaciamiento del pasado. Desde esta perspectiva conservadora, por ejemplo, el fracaso de las políticas educativas ha sido el no hacer del pueblo argentino otro pueblo, a imagen y semejanza de su otro idealizado, el pueblo europeo, del colonizador.

Modernizar, desde este punto de vista consiste, no sólo, como decíamos más arriba, en desarrollar aquellos aspectos institucionales ineludibles en la presente etapa del capitalismo planetario, sino además, renunciar a las peculiaridades materiales de nuestro ser nacional. Se trata de políticas miméticas, que fantasean con convertirnos en algo que no somos. Hay, por lo tanto, una negación de nuestra historia que se traduce en un cosmopolitismo vacío, lleno de lugares comunes con los cuales pretendemos superar nuestro ser originario.

En ese sentido, el discurso de Vargas Llosa a favor de una libertad definida exclusivamente en términos individualistas pone en evidencia una construcción identitaria que no pertenece a la esfera del históricamente oprimido, que aún se encuentra en combate por su reconocimiento diferencial.

Es en este sentido que hablar de nacional y popular no es una fórmula vacía, como pretenden algunos representantes liberales, sino una apuesta por permitir que los habitus locales articulen una voz no distorsionada frente a los procesos de transformación social que amenazan sus identidades o, aún peor, cuando esas identidades han sido diezmadas debido a la violencia y el saqueo, que las mismas puedan ser recuperadas. Por esa razón, creo que hace falta una cuota de cinismo muy alta para creer que se puede reducir el debate a los términos que impone el liberalismo. Además de las cuestiones de derecho (cuestiones como la libre expresión o el derecho de propiedad, etc.) existen cuestiones identitarias que son ineludibles porque apuntan a la dignidad humana, es decir, a aquello que nos define como tal o cual entre otros seres humanos. Cuestiones que el liberalismo, en su afán libertario (en muchos sentidos encomiable), parece empecinado en olvidar.

Es en este sentido que deberíamos festejar los profundos aciertos de quienes lideran actualmente el país. Aciertos que giran alrededor de la recuperación paulatina del debate acerca de quiénes somos, que no es otra cosa que un debate en torno a lo que queremos ser y el modo de llegar hasta allí.

Un debate de esta naturaleza nos impone una reflexión acerca de nuestra historia, de nuestras limitaciones, de nuestra facticidad. La política liberal en Argentina, y en Latinoamérica en general, siempre al servicio de intereses foráneos, ha sabido imponer su verdad a espalda de la verdad más evidente. Nosotros no somos europeos ni norteamericanos, ni pretendemos serlo.

SOBRE POLÍTICOS E INTELECTUALES. El flaco y José Pablo Feinmann


En esta entrada voy a referirme a media docena de páginas en el corazón del último libro de José Pablo Feinmann titulado El flaco. Diálogos irreverentes con Néstor Kirchner.

Llevo varias semanas leyendo a Feinmann. Apenas llegué a la Argentina me fui corriendo a la librería Guadalquivir y compré La Filosofía y el barro de la historia y el primer tomo de Peronismo: Filosofía política de una obsesión argentina. Dos obras que llevaba varios meses deseando, cuando aún estaba en Barcelona. No me decepcionaron. Poco después, siguiendo los consejos del propio Feinmann, compré un ejemplar de su Filosofía y Nación (1974, publicado en 1982, reeditado recientemente por Seix-Barral). Tampoco me decepcionó. Todo lo contrario.

Pero el propósito de esta entrada no es hablar sobre Feinmann. Lo que me interesa, como señala el título de esta entrada, es retomar, acompañando las páginas de El flaco, algunas reflexiones de las que hablé en una entrada anterior, titulada: “Sobre pensamiento utópico y política pragmática”.

Pasemos a los fragmentos prometidos de Feinmann.

Pero antes, permítanme bosquejar un contexto que muestre la urgencia (¿también electoral?) de reflexionar sobre estos temas.

La cuestión central puede plantearse más o menos de este modo: ¿Qué puede significar ahora mismo considerarnos militantes de izquierda?

Pero planteemos la cuestión de manera aún más afinada: ¿Tiene sentido adherirse a una noción (aparentemente) maniquea como aquella que aún divide, para gracia y desgracia de muchos, la política por medio de una nomenclatura como la de izquierda(centro)derecha?

Los neoliberales contumaces y los (¿ingenuos?) posmodernos nos vienen repitiendo con estridencia que la interpretación ideológica esta pasada de moda. Sin embargo, como ha señalado recientemente Beatriz Sarlo, la revuelta cultural kirchnerista parece haber ganado la batalla, y una buena parte de la ciudadanía, entre ellos los más jóvenes, no parecen dispuestos a renunciar a estos criterios que tienen a la mano para dar forma, para construir sus identidades, para proyectarse en el futuro.

Con una mezcla de socarronería muchas veces mentirosa, sus contrincantes políticos se imponen la difícil tarea de reprobar los supuestos modelos perimidos de interpretación de la realidad política. Difícil tarea, digo, porque en su rechazo del ideologismo, como bien señaló Habermas (hace casi treinta años), los neoliberales y postmodernos, ponen en evidencia su conservadurismo (su herencia de derechas). Entre otras cosas porque la derecha se afirma en la convicción de la facticidad de lo real. O, para decirlo de otro modo, en la obsesiva naturalización de la pobreza, la injusticia y la desigualdad. En cambio, la política de izquierdas, en cualquiera de sus versiones (algunas más sabias que otras), se caracteriza por su afán de transformación, de reforma, incluso de revolución.

En cierto modo, la expresión de la izquierda es una expresión de cambio. La realidad es así, pero podría ser de otro modo. La militancia de izquierda es, de algún modo, muchas veces ambiguo, problemático, el compromiso con el cambio. Y eso significa, lo queramos o no, un compromiso con la lucha. Una lucha que tiene como adversaria eso que los poderosos llaman “la realidad”, el status quo, lo que el poder ha convertido en el sentido común. Todo esto para preguntar (para empezar a pensar), cómo se construye una identidad de izquierda.

Por supuesto, todo esto puede resultar para algunos algo cuasipatético. No es fácil recuperar un discurso tan denostado en una época post-postmoderna como la nuestra, una época que aún se debate por darse nombre a sí misma, después de los intentos fallidos de convertirse en un rostro vacío al que le cupieran todas las máscaras. Pero, justamente, si algo hay que agradecer al Feinmann de La Filosofía y del Peronismo es su empeño extemporáneo: su obsesiva persistencia ética, política y filosófica.

Lo importante, en todo caso, es que hablar de una política de izquierdas nos obliga, de nuevo, a plantear la relación entre la utopía (revolucionaria) y la praxis política, entendida esta como pragmática política en una época en la cual el capitalismo triunfante ha estrechado los márgenes de acción hasta el punto de hacer inoperante cualquier noción de transformación radical, y obligándonos a adoptar, como bien señala Feinmann, una política exclusivamente “reformista” por descarte.

Por lo tanto, de lo que vamos a hablar es de la relación que existe entre la utopía y la acción política. O, para decirlo en otros términos (clásicos, aristotélicos), cuál es la relación entre teoría y praxis. O, lo que es casi lo mismo: cuál es la relación entre el filósofo (pensemos en Platón, Aristóteles, Hegel y Heidegger), y el soberano; entre el intelectual y el político.

Todas estas cuestiones han sido pensadas extensamente por Feinmann en las obras que hemos citado. Los capítulos dedicados a Heidegger y su relación con el nacionalsocialismo en La filosofía y el barro de la historia deben consultarse. Lo mismo hay que hacer con los capítulos sobre Alberdi y Sarmiento en Filosofía y nación.

Pero, ahora sí, pasemos a estas páginas que me empujaron al ordenador a contarles sobre El flaco. Transcribo el fragmento que me interesa. Dice Feinmann:

“La cuestión es así: a orillas del lago Tiahuanco, Castelli convoca a los indios de la región a una asamblea. Entonces les habla, fogosamente les dice sus más hondas verdades, las que dan sentido a su vida y a la expedición que lo ha llevado desde Buenos Aires a ese lugar remoto. Dice: “Os traigo la libertad. Estamos en lucha contra el yugo español. Os traigo las nuevas ideas. Las de Rousseau. Las de los Enciclopedistas. Las de la Revolución Francesa. España sólo puede daros el atraso, la oscuridad y el yugo de la tiranía. Yo os ofrezco la vida republicana y libre. ¡Elegid! ¿La tiranía o la libertad? ¿Qué queréis?” Según parece, los indios respondieron: “¡Aguardiente, señor!” Reflexiona Salvador Ferla: “Los indios escucharon a este tribuno porteño, ardiente y honrado como el Che, con la misma enigmática impavidez con que lo escucharían a éste 150 años después”. Lo que nos lleva al comandante Guevara.
“En su diario, el 22 de septiembre, el Che anota: “Alto Seco es un villorio de 50 casas situado a 1900 m de altura que nos recibió con una bien sazonada mezcla de miedo y oscuridad (…) Por la noche Inti dio una charla en el local de la escuela a un grupo de 15 asombrados y callados campesinos explicándoles el alcance de nuestra revolución”. Y, en el resumen del mes, una confesión dolorosa: “la masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores.”
“Quedan, así, planteados (continúa Feinmann) los temas que separan y oponen a políticos e intelectuales. Castelli y Guevara son ejemplos nítidos de hombres cultos que emprenden una revolución bajo el imperio de sus ideas. No son pragmáticos, son idealistas.”

En cierto modo, la figura del político y el intelectual ilustrados por Feinmann, tiene algo de los “tipos” weberianos. Sin embargo, Feinmann no acierta completamente en su intento, porque los ejemplos por él elegidos, Castelli y Guevara, además de ser personajes instruidos, en cierto modo, teóricos de la revolución, son preeminentemente, “políticos revolucionarios”. De todas maneras, creo que lo importante va por otro lado, y tiene que ver con eso de lo que hablábamos más arriba: ¿Cómo construimos nuestra identidad de izquierdas?

Como decía, creo que esto tiene una enorme relevancia a la hora de pensar nuestro voto en las próximas elecciones. Porque si estoy en lo cierto, y estoy convencido de que lo estoy, las próximas elecciones nos enfrentan a la más importante elección que ha debido tomar el país en las últimas décadas. Posiblemente, la más importante decisión que hemos tomado desde la época de nuestra relativa independencia. Y aunque no argumentaré en esta entrada acerca de por qué razón considero estas elecciones tan importantes (lo haré si puedo en una entrada futura), ya viene siendo hora que nos hagamos cargo de lo que en esta elección está en juego, dentro y fuera del kirchnerismo, para nuestra país, en las presentes circunstancias. Y también, la significación que dicha elección tiene desde una perspectiva regional y mundial. Porque aunque nos digan lo contrario. Aunque nos repitan día y noche que lo único importante es acomodarse a las políticas del gran imperio y sus cohortes europeas, so pena de desaparecer de la historia, lo cierto es que las transformaciones planetarias están atadas, ineludiblemente, a las políticas nacionales y a los entramados que esas políticas construyen que, quien puede dudarlo, acaban dando a cada época histórica una forma peculiar de dominación y resistencia.

Por lo tanto, seamos concientes de este punto y eludamos el provincianismo que la derecha intenta imponer sobre el sentido común. Un provincianismo que peca de cosmopolitismo idiota o nos enceguece en lo que respecta a la trascendencia de nuestra historia local, convirtiendo toda la pugna política en una cuestión de adoquines y dobles manos.

El político pragmático, dice Feinmann, pretende someter a la razón a la realidad. Su misión (nos dice) es hacer respetar el “mundo”, la realidad. La realidad es eso que persevera en su ser, eso que hace difícil cualquier transformación. La realidad es el poder. Pero eso que llamamos el “mundo”, la realidad, no es una entidad inamovible e ineludible. El mundo se encuentra siempre sometido a mutaciones. Y esas mutaciones implican la posibilidad de que el mundo, la “realidad”, pueda, a su vez, ser más o menos afectada por la razón, por la política. La labor del político, señala entonces Feinmann, es medir las resistencias de lo real con el fin de transformarla.

El problema, sin embargo, es que una política definida exclusivamente en términos pragmáticos resulta de una peligrosidad extrema. El pragmatismo es una “filosofía” que se esmera en eludir todo compromiso identitario. Heredera del empirismo, el pragmatismo fetichiza la realidad, se esmera por liberar a la cosa del sujeto, entronándola en detrimento del propio sujeto. Eso se traduce en una política de derechas (en el sentido que aquí le estoy dando) una realpolitik, una política a favor del status quo, antiutópica, consagrada a la defensa de un sentido común naturalizado que acaba convirtiendo lo meramente étnico, histórico, particular, en ontología de lo humano, aunque esa ontología sea, en su expresión última, una ontología del vacío, una ontología del fin del hombre y la realidad.

Pero lo que necesitamos, justamente, nos dice una y otra vez Feinmann, es recuperar al sujeto para la política. Lo cual nos obliga, a su vez, a recuperar el mundo en el que despliega ineludiblemente su existencia. Pero dicha recuperación -seamos francos, no es fácil. Se trata de un tránsito afilado en el que se nos exige un difícil equilibrio.

Se trata de sortear los peligros en los que incurre el político que se empeña en un exceso de realidad. Lo cual lo acaba empujándo a una carencia de ideología. Por otro lado, se trata de sortear la actitud (¿pose?) idealista, meramente utópica, que hace del intelectual un iluminado que pretende accionar desde la razón sobre la realidad, por medio de violencias y violaciones que enervan y destruyen.

La propuesta de Feinmann es una suerte de camino medio. Dice Feinmann:

“Un intelectual deberá entender que un político tiene que negociar permanentemente, pactar, dialogar, conciliar. Pero… señalará que hay cosas que no se pactan ni se negocian. Ya que hacerlo es dejar de ser lo que se quiere ser. Y éste es el punto definitivo: ¿Qué queremos ser? (…) Un movimiento político debe decidir qué es –ante todo- lo esencial. Aquello que no se negocia. Aquello que no transforma al otro en el enemigo pero sí en un adversario cuya identidad no es la nuestra.”

CUERPOS MIGRANTES: Ser y no ser de este mundo.


(1)

Se sabe que la filosofía es “una reflexión del día después”. No sería completamente descabellado afirmar que no puede haber “filosofía de la actualidad”.
El pensar filosófico tiene por objeto: (1) aquello que se aprehende hipotéticamente como universal, y en consecuencia, resulta atemporal; y (2) aquello que se articula como discurso histórico.
En el primer caso, hablamos de una “filosofía de la presencia” (que no es lo mismo que una filosofía del presente, de lo actual, de lo que está pasando ahora mismo). El filósofo sabe que el ahora (político, económico, social y cultural) es mudo. El filósofo sabe que únicamente por medio de un relato histórico, por medio de una hermenéutica del ahora, que implica hacer al presente inteligible a través de una narración que invente y descubra su sentido, puede hacerle hablar al momento actual. Por eso hablamos de una “filosofía genealógica”, de una filosofía histórica.
Si nos referimos a los asuntos humanos, la “filosofía de la presencia” es una filosofía de lo hipotéticamente universal, de aquello que nos concierne a todos, independientemente de las épocas y las geografías.
Quienes se dedican a la antropología filosófica están obligados a ofrecer una explicación de lo diferencial de la existencia humana, de aquello que nos define como humanos, y eso implica ofrecer una explicación de las condiciones de posibilidad, de las características perennes de nuestra existencia que nos permiten categorizarnos a nosotros mismos en el conjunto X que incluye no sólo a los habitantes de las megalópolis modernas de la era tecnológica, sino también a sus contemporáneos que habitan las “selvas vírgenes” del África subsahariana o la cuenca amazónica, por un lado, y sus lejanos antepasados del paleolítico.
La genealogía, en cambio, intenta dar cuenta de las peculiaridades humanas. Se trata de definir a los seres humanos concretos que en tal o cual geografía, en tal o cual época histórica, entendieron y “practicaron” sus vidas de tal o cual modo.
Todo esto como introducción al tema que voy a intentar desplegar en este post. Tema al cual volveremos con insistencia en futuras entradas: las migraciones.

(2)

Lo que me interesa es acercarme a la cuestión filosóficamente. Es decir, voy a comenzar intentando pensar la cuestión migratoria adoptando una postura constructivamente desafiante ante la perspectiva de las ciencias sociales. El propósito es eludir la mirada objetivante devolviéndole a la cuestión su raigambre existencial. Con esto quiero decir que, si nos aproximamos al fenómeno desde la perspectiva exclusivista de las ciencias políticas, económicas y sociales, no podremos eludir aprehender la “cosa” en cuestión como un fenómeno “flotante”. Visto desde este punto de vista, las migraciones se reducen a ser un objeto al cual el Estado burocrático y las organizaciones corporativas de la economía capitalista deben prestar su atención con el fin de resolver de manera efectiva los desafíos que estas conllevan. Lo cual no es otra cosa que acotar los criterios de análisis en función de la ecuación costo-beneficio.
Sin desmerecer la relevancia que poseen los estudios de las ciencias humanas que guían las políticas de gestión es importante abordar el tema de modo que salgan a la luz aspectos que se ocultan a la racionalidad instrumental. De ese modo, devolvemos la cuestión a su ámbito “natural”, es decir, al “mundo de la vida”.

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El título de la entrada dice: “Cuerpos migrantes”. Empecemos desanudando esta imagen.
En primer lugar, es necesario precaverse: hablar de “cuerpos” puede llevarnos a confusión. Cuando digo “cuerpos” me refiero a cuerpos humanos. No se trata de meros cuerpos físicos. Por supuesto, cuando realizo una cuantificación acerca de los nacionales bolivianos y paraguayos que entraron en territorio argentino durante el 2010, por ejemplo, lo que se cuentan son meras entidades físicas dotadas de un registro de procedencia (que acredita cierta documentación). Sin embargo, la cuantificación es la cáscara del fenómeno migratorio. Quienes cruzan la frontera son, además de entidades físicas, entidades biológicas y culturales.
Por lo tanto, tenemos ciertas entidades que se desplazan en el espacio físico (a través de la geografía natural y política), y que, debido a ello, interactúan con otras entidades biológicas, exponiéndose a sí mismas y a esas otras entidades a las mutaciones previsibles en lo que concierne justamente a su propio estatuto biológico, al tiempo que entablan relaciones comunicacionales con otras entidades culturales, que las exponen a modificaciones relevantes en su autocomprensión, al tiempo que exponen a sus interlocutores a alteraciones semejantes en sus respectivas construcciones identitarias.
Todo esto es más o menos obvio, pero vale la pena recordarlo con el fin de justificar un tratamiento del fenómeno que tome en consideración, no sólo los registros cuantificados que establecen variables en función de los datos que conciernen a la procedencia de las entidades en cuestión que definen a los sujetos en función de la identidad que viene de suyo a partir de su nacionalidad, sino que se haga cargo de su carácter. Es decir, que tome en consideración aquello que es producto de la actividad inmanente de los sujetos en cuanto agentes autointerpretantes.

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De esto se sigue, que al referirnos a los cuerpos que son objeto de las políticas de gestión migratoria, a los que sometemos, por ejemplo, a las modernas tecnología de vigilancia y control, debemos tomar en consideración que dichas entidades son afectadas, no sólo física y biológicamente al convertirse en objetos de dichas tecnologías (pensemos en lo que implica denegar un permiso de ingreso o la aplicación de una política socio-sanitaria), sino que además afectamos, por medio de la implementación del control y la vigilancia tecnológica, la propia autocomprensión del sujeto.
Esto es importante porque nos permite reconocer las limitaciones constitutivas de las políticas de gestión migratoria que, como hemos dicho, acaban reduciendo la discusión a las variables costo-beneficio, desnaturalizando a las entidades involucradas para convertirlas en objetos discretos que resultan adecuados para el tratamiento que les otorga el subsistema estatal y la corporación capitalista.
Nuestro interés, por lo tanto, gira en torno al migrante en cuanto agente que se autointepreta. Es decir, nuestro interés gira en torno al ser humano, como hacedor de acciones sujetas a las prácticas valorativas (éticas) del propio agente que en su labor de autointerpretación va construyendo su identidad peculiar.

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De aquí que podamos volver a la noción de cuerpo de la que hablábamos más arriba y agregar a lo ya dicho dos aspectos que resultan esenciales para nuestra discusión futura.
Por un lado, vamos a hablar del cuerpo como cuerpo viviente, como esfera de experiencia.
Por el otro lado, vamos a hablar del cuerpo como una entidad que va tomando forma a través de sus prácticas discursivas.
En el primer caso, reconocemos que los cuerpos de los que hablamos no son realidades absolutas, es decir, entidades de ubicación simple. A diferencia de los cadáveres humanos, los cuerpos humanos vivientes (también los cuerpos animales vivientes) se caracterizan por su relacionalidad inherente.
El cuerpo viviente es un cuerpo cuya frontera física se encuentra, de algún modo, siempre en disputa. El órgano visual, por ejemplo, el ojo que ve, se encuentra en cuanto órgano visual, necesariamente abierto a lo visible. Lo visible lo constituye en cuanto ojo. De ese modo, lo que hace del ojo un ojo y no una masa orgánica inerte, es lo visible, en donde el ojo define su función de ver. Lo mismo ocurre con cada uno de los sentidos en particular, y de la totalidad del cuerpo que es siempre tal en función de su habitación en un espacio físico.
Algo semejante podemos decir del cuerpo en relación con su aspecto biológico. Pensemos en la reproducción. El material biológico (el esperma y el óvulo) que se encuentran en el origen de la totalidad de los desarrollos celulares que darán lugar al cuerpo adulto, no pertenecen originariamente al sujeto en cuestión. Todas y cada una de las células del cuerpo propio, de “mi” cuerpo, tienen su origen en la alteridad. Pero además, en su función biológica específica de supervivencia y sustentación, el cuerpo biológico es constitutivamente dependiente de su exterioridad. En ese sentido, del cuerpo biológico tampoco podemos decir que tenga una frontera definida. La alimentación, la excreción, la sudoración, la eyaculación, etcétera, ilustran este extremo. En breve: el cuerpo biológico se encuentra en diálogo con su entorno. Se define como cuerpo en su relación con dicho entorno.

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El otro aspecto del que hablamos gira en torno a la discursividad.
Aquí es donde entra en juego la noción de libertad. Porque es en el discurso, en el lenguaje, en la práctica autointerpretativa que caracteriza al ser humano donde encontramos el mejor lugar donde dar cuenta de la libertad. No voy a extenderme. He dicho en otro sitio muchas cosas a este respecto. Permítanme, sin embargo, que de manera sumaria explique lo que hay detrás de esta afirmación.
Podemos decir que la identidad humana tiene dos facetas. Por un lado, cuando hablamos del ente humano tomando en consideración su realidad física y biológica, decimos, por ejemplo, que tal o cual ser humano es de tal o cual nacionalidad porque constatamos que ha nacido en cierta locación o es descendiente biológico de tales o cuales personas, etc. Cuando interrogamos a la persona respecto a su nacionalidad esperamos que la misma pueda certificarla a través de una documentación. Ahora bien, para constatar que tal o cual persona es el titular al que se refiere el documento utilizamos una serie de tecnologías que tienen como fin último determinar que el cuerpo que tenemos delante es el mismo del cual habla la documentación. Las fotografías, las huellas dactilares, los análisis de ADN cumplen dicha función.
Sin embargo, el fenómeno identitario no puede reducirse a la cuestión física y biológica. El agente humano, como dijimos, además de estar sujeto a los determinantes consideradas, construye su yo por medio de las prácticas discursivas que hacen inteligibles sus acciones. El sujeto humano es una entidad cuya existencia pugna por encontrar e inventar sentido. O, para decirlo de otro modo, el ser humano es un animal cuyo horizonte se encuentra siempre más allá de su determinación biológica (aunque siempre dependiente de ella). Ese horizonte “trascendente” respecto a lo exclusivamente biológico, es el que dibuja la discursividad humana, es el ámbito del lenguaje, especialmente cuando el lenguaje tiene por objeto, no únicamente la instrumentalización del mundo, sino su expresión. Es decir, cuando además de elaborar herramientas que le permiten (en comparación con otras entidades vivientes) un tratamiento más efectivo de la realidad circundante, está abocado a la expresión de sí mismo y del mundo que le toca vivir con los otros.

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Ahora bien, lo que pretendemos con esta introducción, como dijimos, es comenzar a analizar la cuestión de la migración de manera integral. Hemos visto, en primer lugar, que debemos mantener una actitud sospechosa frente a las políticas de gestión migratoria en vistas a que, como ellas mismas se presentan, se trata de políticas que necesitan desnaturalizar el fenómeno en cuestión con el fin de hacerlo factible de tratamiento para el modelo reduccionista.
Aquí el reduccionismo consiste en hacer del agente humano un objeto adecuado a las tecnologías de vigilancia y control de la población en detrimento de aspectos cruciales del agente humano que giran en torno a su dignidad. Con esto hago referencia, en línea con lo que veníamos diciendo más arriba, a las consideraciones en torno a lo que de suyo se le debe para la plena persecución de su realización qua humano.
El migrante es un sujeto que en su acción de migrar (como en toda acción humana) pone de manifiesto su compromiso con la realización de su persona. En su decisión de migrar entran en juego, además de las circunstancias del caso, una serie de juicios que tienen como trasfondo el horizonte de ideales y bienes que estructuran y dan forma al relato identitario del individuo en cuestión.

SOBRE EL PENSAMIENTO UTÓPICO Y LA POLÍTICA PRAGMÁTICA


En este post me referiré a dos cuestiones. Por un lado, me gustaría decir algo sobre el "neocomunismo". En este sentido, me parece que la discusión que está teniendo lugar en ese marco plantea una serie de problemas muy interesantes que pueden ayudarnos a dar forma discursiva a la confrontación entre los reformistas débiles y los reformistas estructurales que se está planteando ahora mismo en el seno del kirchnerismo.

Por otro lado, me gustaría que abordáramos una cuestión ilustrativa: la seguridad (frente a la delincuencia común y el crimen organizado), que se ha convertido en un punto central, no sólo en el reproche opositor al gobierno K, sino, también, uno de los asuntos claves que dividen las aguas en el seno del propio kirchnerismo, y que puede darnos alguna pista acerca de lo que se cuece en la olla de donde saldrá el plato de donde todos comeremos.

Reitero: me refiero a la seguridad como ilustración que puede clarificar la naturaleza ideológica del paradigma del reformismo débil, que en vista a su pragmatismo y su centrismo electoralista, siempre corre el peligro de reproducir las tesis de las llamadas "derechas liberales", haciendo finalmente indistinguible (o sólo distinguible desde el punto de vista de una cierta estética) las opciones políticas de los votantes.

Ahora bien, para hablar del "neocomunismo" es necesario hacer una muy sucinta referencia a los problemas globales, nacionales y locales que nos aquejan. Hemos hecho esto en otros artículos. Por ello, rogamos al lector que visualice y rememore algunos de los desafíos que la maquinaria mediática ha archivado en los últimos años para dar rienda suelta a la fascinación que ha causado el descalabro financiero. En breve: me refiero a cuestiones centrales que nos conciernen a todos. La ecología, el hambre y la guerra, que de manera sintética nos esclareció en su momento George W. Bush cuando en una de sus ilustres intervenciones sentenció: "en el año 2020, el mundo estará sumido en un conflicto permanente por el aire y el agua".

Frente a este panorama, se ha vuelto a desatar el debate en torno al comunismo en el cual lo más significativo es (sigue siendo) la posibilidad de enfrentar el juicio definitivo de nuestra época, que ha logrado cerrar el horizonte de nuestras alternativas existenciales. Por supuesto, hay muchas maneras de decirlo. Una de ellas: el capitalismo (más o menos humano) es la única opción del homo sapiens sapiens. Y con ello, la confrontación política (e ideológica) queda reducida a establecer los criterios que definen en el seno de esta visión del hombre, la naturaleza y la historia, las posiciones que convierten a ciertos actores en progresistas, en neoconservadores, y en toda la gama de posiciones intermedias que tenemos a la vista.

Hablar de neocomunismo (es decir: volver a hablar de comunismo), como decía Badiou recientemente, implica, hoy, volver a pensar filosóficamente el capitalismo. Por supuesto, la palabra “comunismo” (en buena medida “proscrita” a partir de 1989), no deja de ser para nosotros sino un significante vacío (Laclau) que hace referencia a los malestares “radicales” de un modelo existencial que combina en su seno la aspiración a los goces paradisíacos que provee el privilegio y el glamour, y la más horrorosa de las secuelas de exclusión que ha conocido la historia de nuestra especie. 

Hablar de neocomunismo significa, en primer lugar, tomarse en serio el hecho incontestable de que la apuesta capitalista que prometía acabar con el hambre y el miedo en el planeta, en su carrera triunfalista hacia la hegemonía absoluta de nuestros imaginarios, ha fabricado más desperdicios humanos que ningún otro sistema imperante en nuestro mundo desde su origen. Por lo tanto, el debate neocomunista consiste, en breve, en atreverse a pensar el capitalismo, ahora que el capitalismo, como una esfera parmideana, parece no tener ya un afuera.

Por supuesto, no es únicamente alrededor del comunismo que se debaten estas cuestiones. Otra de las discusiones interesantes en el seno de la cultura del Atlántico Norte que en los últimos años se ha interceptado con el debate del neocomunismo a través de la labor infatigable de dos de sus más prestigiosos exponentes, Slavoj Zizek y John Milbank, es la que gira en torno a la naturaleza del cristianismo, de su catolicidad, leída desde la radicalidad de su “socialismo” primitivo.

Pero dejemos esto para otra ocasión. Lo que me interesaba evidenciar, en todo caso, es que existe una discusión de fondo. Y esto, para que podamos visualizar, aunque más no sea tras las penumbras del “marco inmanente” (Taylor) de la globalización contemporánea, “la utopía”, es decir, el lugar del afuera del capitalismo, sea en clave trascendente, o como una trascendencia en la propia inmanencia, que se articula de manera escatológica, a partir de una negación, de un "no", que es el "no" a esta forma mercantilizada de existencia que, como ha señalado en su momento con maravillosa claridad Karl Polanyi, es una anomalía en la historia de nuestra especie: la creencia de que la vida social debe estar sometida al mercado, al convertir el trabajo (al propio ser humano), y la tierra (la naturaleza) en commodities.

Dicho esto, pasemos a la periferia, al pensamiento desde la periferia, como insiste José Pablo Feinmann. Es decir, pasemos al debate que llevamos a cabo aquí aquellos de nosotros que hemos sufrido, o nos hemos beneficiado, con nuestra histórica situación “neocolonial”.

Desde el punto de vista circunstancial, se trata de visualizar lo que nos jugamos en este año electoral, las opciones “reales” y “utópicas” que tenemos a la vista. Lo que nos jugamos ideológicamente, y lo que pragmáticamente tenemos “a la mano”. Es decir, visualizar nuestros ideales y nuestras herramientas. 

Para hacerlo, como advertí, voy a tomar un tema candente, la seguridad, y utilizarlo como punto de partida para realizar una reflexión acerca de lo que nos jugamos en cada caso. 

Pero antes permítanme que clarifique que quiero decir con la palabra “seguridad” y que realice una breve disgresión que apunta a desanudar los usos que la seguridad ha tenido en las últimas décadas como mecanismo discursivo de control social. Es decir, de qué modo el miedo se ha convertido en el principal elemento de coacción política frente a un electorado sujeto (sometido) al poder corporativo.

En principio, aquí en Argentina, cuando nos referimos a la seguridad nos referimos a aquello que nos concierne frente a la delincuencia común y al crimen organizado (ej. el narcotráfico). En otras latitudes, y durante las últimas décadas, los problemas de seguridad hacían referencia a las amenazas terroristas (terrorismo internacional, como suele llamarse al terrorismo de corte islamista; o terrorismo local, como ocurre con los diversos movimientos de liberación nacional).

Como decía, aquí en Argentina, la cuestión de la inseguridad gira en torno a la delincuencia común y el narcotráfico. Entre ambos problemas, los analistas establecen de manera infatigable un nexo que hace muy compleja la situación. Por supuesto, nadie niega las causas sociales, políticas y económicas que subyacen el crecimiento de la delincuencia: los procesos de alienación y fragmentación social, fruto de políticas liberales articuladas en torno a la despiadada aplicación de recetas económicas neoliberales. 

Sin embargo, pese a tener a la vista el origen último de la delicuencia y el narcotráfico (consecuencias “lógicas” del modelo existencial capitalista que se alimenta de la exclusión y la aspiración descontrolada de goce y de glamour), las recetas que se ofrecen para abordar el problema son variadas y contrapuestas.

Nadie duda que es necesario, en primer lugar, tratar la patología en “urgencias”, lo cual implica, por ejemplo, implicarse en una política disuasoria apropiada para evitar la sangría constante que se está produciendo. Sin embargo, el reformismo débil, como en otras latitudes, tiende a menospreciar o a enfriar el debate en torno a las causas últimas. Se desentiende de la exclusión y ofrece en compensación un elaborado discurso que se alimenta de la experiencia traumática que produce la inseguridad para exigir soluciones cortoplacistas. 

El reformismo estructural, en cambio, se empeña en una descripción (objetiva) de la evolución del problema con el fin de encontrar una solución que tuerza la dirección de la historia para “redimir” (Benjamin) el pasado a través de un presente que rescate al excluido de su alteridad radical. Se trata, en última instancia, de definir una política social que se tome en serio el carácter excluyente de nuestro modelo de desarrollo al cual debimos (casi necesariamente) rendirnos frente al descalabro heredado, abocados, al mismo tiempo que desarrollamos nuestra labor instrumental, a mantener vivas nuestras aspiraciones “utópicas”; o rendirnos, como ha hecho el progresismo europeo, el reformismo liberal, al veredicto de muerte que ha clamado el neoliberalismo, al categorizar de facto la exclusión como un “daño colateral” ineludible en la larga marcha hacia la plena hegemonía corporativa que nos propone el capitalismo.

Esto nos lleva a lo siguiente: todo hace preveer que la verdadera discusión ahora mismo en Argentina, no se da entre los partidos opositores y el gobierno, sino más bien entre las diversas concepciones de lo real que pugnan por la articulación discursiva de nuestro presente y nuestro futuro dentro del propio aparato gubernamental. Deberíamos, de ahora en más, poner más atención a lo que aquí se cuece, como decía, en vista del fracaso de cualquier otra alternativa fuera del planeta kirchnerista.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...