EL PODER Y LA GLORIA. Sobre los atributos y la legitimidad política.


Las transiciones ponen de manifiesto la debilidad de la legitimidad política de las democracias seculares modernas. Sin un Dios o algún otro fundamento, como la ley inmemorial o la constitución en un tiempo original, la legitimidad de los números es esquiva y la gobernabilidad la principal preocupación de las autoridades electas.

En este sentido, sólo me referiré tangencialmente a la telenovela de los últimos días en torno a los atributos presidenciales. Lo que me interesa, en todo caso, es explorar el tema del carisma que tanta gravitación tiene en nuestra geografía política, no sólo entre los populistas progresistas, sino también entre los candidatos de la nueva derecha, conservadora y liberal, como el mismo Mauricio Macri, quien ha sido sobre-caracterizado por uno de sus periodistas afines como una suerte de “Mandela argentino” (más allá del ridículo que supone semejante descripción) al tiempo que se lo define como una suerte de "restaurador" de un orden institucional republicano perdido, pese que ni en el distrito que gobernó (CABA), ni en sus primeras expresiones antes de asumir su rol como Jefe de Estado, haya dado muestra alguna de semejante talante. 

Muy por el contrario. Pareciera que Macri pretende poner entre paréntesis el orden institucional (en una suerte de "estado de excepción blando") con el propósito de retrotraer la política argentina (en la medida de lo posible) al status quo anterior al 2003. El propósito, según él mismo deslizó antes de las elecciones presidenciales de octubre, es borrar al Kirchnerismo de los libros de historia, convertirlo en una mera nota a pie de página.

Como señaló Cristina Fernández, la discusión en torno a los atributos esconde otra preocupación más profunda: la de la imagen de autoridad que pretende el presidente electo. A diferencia de Néstor Kirchner, cuya tarea fue restituir la figura presidencial después de un fracaso rotundo de la legitimidad política sufrida en la debacle de 2001, Macri es un presidente normal, que surge en unas elecciones normales, en circunstancias normales. La situación argentina es como la de cualquier país democrático del mundo. El contexto no es el más favorable debido a la profunda crisis multidimensional que azota a todo el globo, pero, en términos relativos, los recursos disponibles son envidiables. Prueba de ello es el sintomático (aunque también preocupante) entusiasmo internacional  suscitado por el cambio de gobierno: “hay torta para repartir”.

Todo eso significa que el macrismo tiene que hacer frente a una realidad. Los votos no alcanzan a la hora de consolidar un liderazgo político. La democracia, entendida de manera estrecha (como mera tramitación electoral) no es suficiente. Se necesitan otros aditamentos. En palabras de Agamben: "el poder y la gloria", las liturgias, los gestos sacramentales, las fuentes de legitimidad más allá de la desnuda mundanidad y el beneplácito popular frente a la gestión cotidiana. 

El kirchnerismo fue definido por sus seguidores como una anomalía (y lo fue en gran medida), aunque fruto de una historia que es posible rastrear genealógicamente para descubrir su lógica interna. Su personalidad es fruto combinado de voluntades y exigencias coyunturales. Argentina exigía una refundación. De este modo, el Kirchnerismo supo convertirse en heredero de una estirpe de gloriosas resistencias populares, imponiendo a través de ella su propia trascendencia (la "historia" tan mentada) y sus ceremonias de consagración. El macrismo está obligado a crear una ruptura en el tiempo (presentándose a sí mismo como una refundación) o aceptarse como heredero institucional de un ciclo fundado por el kirchnerismo.  

La respuesta de Cristina ante el desplante del presidente electo es interesante. Primero, porque pese a la enorme importancia que concede la mandataria a la escenificación del poder a través del contacto transparente con el pueblo, le ha señalado que no son los atributos (el lugar y la hora de la asunción: el bastón y la banda) los que le permitirán realizar plenamente lo que consiguió en las urnas: la autoridad política, sino la eficaz administración del estado para ganarse el favor del pueblo. 

De esta manera, se da la paradoja que Cristina Fernández (la presidenta populista) le señala al capo de los CEOs, cuyo discurso gira, precisamente, en pretender superar la política de las emociones y los gestos vacíos,  que preste atención a la gestión. No será a través de ceremonias que tendrá el beneplácito del pueblo, sino a través de la seria administración del Estado que ahora debe conducir. 

La bronca de Macri es sintomática. Pone de manifiesto lo que hay detrás de la pretendida transparencia zen que el periodismo adicto le ha endilgado estos días: una cuidadosa puesta en escena, una liturgia mediática que se alimenta, como en un espejo convexo, de la más pura concepción de la política en términos de confrontación. 

Hasta allí las odas al consenso. Hasta allí la pretensión de ir más allá de la grieta. Como dijo Cristina: "hasta allí llega el amor". "El amor después del amor" es la ley, la institucionalidad. Algo hacia lo cual el macrismo sólo tiene un respeto de boquilla: la disputa en torno a la continuidad de la Procuradora General del Estado, Alejandra Gils Carbó, y Martín Sabatella frente al Afsca lo demuestran con creces.



LA DESDIBUJADA OROGRAFÍA DE LA GRIETA





Deberíamos preguntarnos: ¿a qué se debe este enorme malentendido entre nosotros, esta grieta profunda que atraviesa toda la historia de nuestro país? Sólo la miopía histórica o el cinismo puede hacer creer a alguien que la última versión de esta pugna protagonizada por el Kirchnerismo es el origen de esta “eterna” disputa identitaria.

Por supuesto, podemos seguir echándonos los trastos a la cabeza los unos a los otros. Y es probable que eso sea lo que tengamos que seguir haciendo durante mucho tiempo.

Primero, porque la pugna entre nosotros es asimétrica. Ha habido anomalías, por supuesto, pero poniendo en la balanza las décadas y los siglos, la violencia de los poderosos (la violencia de las armas, pero también de las palabras cautivas) ha sido la gran triunfadora de la mayoría de las batallas. Y la prueba de ello es la desigualdad, crónica, brutal: la verdadera grieta que caracteriza a nuestra sociedad.

En segundo término, porque la política, mal que nos pese, incluso en el marco de los consensos mínimos, se caracteriza por la pugna agonística entre los contrincantes que escenifican la pluralidad de medios y de fines en una sociedad.

Incluso en casos como el nuestro, después de una década de éxitos notorios, de avances impensables en circunstancias extremas, de festejos genuinos por derechos conquistados, cada uno de esos logros, cada una de esas metas alcanzadas, cada milímetro ganado a la injusticia, puede convertirse en causa de nuestra propia sepultura. Así ocurrió en el '55, en el '76, en el '89, y aquí estamos.

Todo en la vida termina: también el ímpetu de las naciones, y el coraje de los rebeldes.

Por eso, más que nunca, toca hacerle frente a la adversidad con inteligencia. La adversidad requiere, no sólo voluntad y lucidez, sino también imaginación.

De este lado, quien puede dudarlo, están los explotadores, los amos, los victimarios, los opresores. De este otro, los explotados, los esclavos, los excluidos y expulsados, las víctimas, los oprimidos. Ese es el mundo en el que vivimos, el mundo con su grieta de hoy y de siempre. 

Ahora bien, más allá de las banderas políticas, más allá de las siglas partidarias, más allá de los reconocimientos superficiales de los unos y de los otros y las falsas lealtades, hay quienes luchan por una Patria Grande y un mundo más justo que nos incluya a todos.

Hay también quienes sólo piensan en salvar el pellejo o apropiarse de un privilegio a costa de los otros. Es aquí donde la orografía de esa grieta de la que tanto  hemos hablado en estos últimos años resulta ambigua, difícil de dibujar con precisión: los hay  de esta estirpe traicionera en todos lados, a la izquierda y a la derecha de las baterías, en el centro también y más allá. Los egoístas se pasean engreídos entre quienes explícitamente se vanaglorian de ser brutalmente eficientes e inescrupulosos, pero también se camuflan entre los que se resisten a la injusticia. Hay egoístas que pasan de todo y otros que se ufanan de servir a la humanidad. 

En estos días de transición le hemos visto la cara a muchos expresando con sus muecas la ambición que los anima.

Esa es también la historia de nuestra Argentina inmigrante: historia de socialistas convertidos en conservadores, de radicales convertidos en liberales, de peronistas reconvertidos al menemismo y de  dictadores convertidos en demócratas republicanos. Hay parias de todos los colores y de todas las formas.

Es la historia de un país que lucha por encontrarse a sí mismo, darle forma a una identidad más allá del folclore de su fútbol mundialista, su mate y su dulce de leche. Un país que todavía pugna por enumerar el canon de sus próceres. Un país desconsolado ante la paradoja de su retórica fundacional de libertad, igualdad y fraternidad, y sus cíclicas recaídas en la barbarie de la opresión, la explotación y la crueldad. 

Por supuesto, yo elijo a los desposeídos, a los explotados, a las víctimas. No me atraen las astucias y estéticas de los explotadores, ni su moral travestida: ilustrada, católica, budista o posmoderna. Yo no acompaño los proyectos eficientes a costa de la gente, ni los discursos del orden que afilan los instrumentos de la tortura.

Puede que nuestra vida humana sea sólo un instante de inteligencia fortuita en la inmensidad de la nada de un universo inerte y despiadado.

O, quizá, el obsequio de un Dios todopoderoso y bondadoso.

O, tal vez, la oportunidad inconcebible de autoconsciencia en la historia de una evolución azarosa.

Sea cual sea el trasfondo narrativo que contiene nuestro presente, las preguntas que ahora nos conciernen son:
¿Para qué esta vida humana?
¿Para qué la cultura?
¿Para que la política?
Cuando la vida no es solo biología, sino también "construcción colectiva", cultura, política, lo que nos incumbe no es sólo nuestro yo separado, independiente, atrincherado, sino el "nosotros" que nos regala un nombre y un lugar en la historia. 

Desde esta perspectiva, la única política que vale la pena es una política de la inclusión: la política del amor y del "cuidado de sí como cuidado del otro", como condición de posibilidad de la justicia.

El amor y la justicia en términos políticos significa se traducen del siguiente modo:
1. Honrar con el reconocimiento los derechos inalienables de todos.
2. Acogernos mutuamente en nuestra diferencia.
3. Ofrecer las condiciones educativas que nos hagan capaces de restringir nuestras tendencias dañinas, dar sentido a nuestras vidas individualmente y permitirnos servir al bien común.

El cuidado del otro comienza con el reconocimiento del dolor ineludible de la vida (con sus pérdidas y fracasos inherentes), la profundidad de la insatisfacción y la impotencia que nos afecta a todos. En ese contexto, la política se esfuerza por hacer nuestra convivencia pacífica, y construye un marco de libertad y justicia que le permita a nuestra comunidad contribuir con el bien común de la humanidad en su conjunto.

La alternativa a una política de este tipo es aquella que se desentiende de aquellos que se quedan en el camino, o asume su costo a regañadientes, negándose a honrar los derechos a una justa redistribución de la riqueza, apostando enteramente a la eficiencia y al éxito como valores absolutos, sin tomar en cuenta los desequilibrios y la injusticias constitutivas de un sistema que se nutre y agiganta empobreciendo y explotando.

En democracia tenemos (todos) el derecho, pero también la obligación, de juzgar qué políticas expresan el amor y el cuidado que anhelamos, y qué políticas, por el contrario, expresan el espíritu prometeico y suicida que nos está llevando a la desintegración de nuestros lazos de identidad, y a la destrucción de nuestra casa común.

Los argentinos se han puesto en manos de Mauricio Macri y sus asociados. La decisión del pueblo es soberana. El voto popular, sin embargo, no es un cheque en blanco a sus gobernantes. A quienes no lo votamos, se nos exige respeto a la democracia. Lo cual no implica que estemos obligados a silenciar nuestras desavenencias, nuestras críticas a las políticas implementadas, o el rumbo que se le impone al país. El presidente electo, por su parte, debe respetar el parejo balance de las urnas, ceñirse al mandato constitucional y a las instituciones de la República, tal como proclamó con estridencia  durante los años en los cuales actuó como opositor.  

A quienes lo votaron se les exige estar alertas. La democracia no es flor de temporada. Se hace todos los días. La política de la mercadotecnia en la que estamos sumidos nos obliga a precavernos: los envases discursivos no siempre coinciden con los contenidos de las políticas implementadas, y no todo lo que aparece en los periódicos o se anuncia en los grandes medios es palabra santa.

No es hora de juzgar que hizo el kirchnerismo en los últimos doce años.  De hacerlo, lo adecuado es asumir de manera generosa su herencia y actuar en consecuencia. Más allá de las disputas por los gestos y las formas que marcaron la agenda mediática de los últimos años, si contrastamos el presente con el fresco recuerdo de la debacle sabemos que ha sido una etapa de crecimiento, de expansión de derechos, de multiplicación de oportunidades. Entre otras cosas, hemos aprendido a querer la democracia como no supimos quererla durante muchos años, a pensar genuinamente en términos de derechos humanos, a asumir críticamente los discursos políticos y mediáticos, a mirar a nuestros hermanos y hermanas del continente con humildad y cercanía. Hemos dejado atrás la vergüenza de nuestras agachadas y silencios cómplices. Hemos abierto la puerta a la posibilidad (impensable en el 2003) de vivir en un país normal. 


El 10 de diciembre, Mauricio Macri será el nuevo presidente de los argentinos. El Kirchnerismo es la fuerza política que ha conducido al país a la posibilidad de esta transición político-institucional de envergadura. 

MÁS ALLÁ DE ÍTACA. Apuntes del día después.



Emir Sader publicaba ayer un artículo titulado: "Te estamos mirando, Argentina", advirtiendo lo que implicaría una derrota del FpV a nivel regional y mundial. Todo esto en el marco del reconocimiento de un momento de crisis del pensamiento crítico latinoamericano, después de un período de resistencias extremas del kirchnerismo y el resto de gobiernos que hemos dado en llamar "progresistas". Resistencias corajudas a la embestida populista del neoconservadurismo emergente que ha sabido cobijar todas las broncas, todos los reclamos, todos los anhelos insatisfechos.

Sin embargo, seamos sinceros: el kirchnerismo, y lo que ha parido, es auténticamente una "anomalía" (como decía Ricardo Forster). El milagro son los doce años de rotundos éxitos y sonados y valerosos fracasos de su historia, además de la fortaleza y el empeño de una parte nada despreciable de la sociedad que se mantiene alerta ante los peligros que la acechan, desde adentro y desde afuera.

Claro, no alcanza. Y entonces hay que analizar qué hemos hecho mal. Sin embargo, la autocrítica tiene que venir acompañada de sensatez. Y esa sensatez comienza con el reconocimiento de que lo que ha estado pidiendo una parte de la ciudadanía (el 51, 40% de los electores - literalmente la mitad +1) es un cambio de identidad. En breve: "quieren ser otros". No es la economía, no es la política lo que se está díscutiendo, sino la identidad.

El problema es que las identidades no pueden ponerse en el mercado de los votos sin que las mismas le pasen cuenta a las convicciones. Es inherente a la vida moral: somos seres plurales, queremos diversas cosas y no siempre son compatibles las unas con las otras. En la identidad, por ejemplo, juega más la emoción que la convicción. Todos sabemos de las traiciones a nuestras propias convicciones cuando está en juega la identidad. Por esa razón, yo prefiero leer los resultados de ayer como un "éxito relativo".

Scioli, quien fue elegido para expresar la voluntad kirchnerista en estas últimas elecciones, hizo un viaje bastante extraordinario desde octubre a esta parte, una suerte de regreso Ítaca, a la más pura ilusión del origen. Lo acompañó un pueblo que lo obligó a levantar sus banderas.

Recuerdo la última imagen de la Odisea: Ulises, finalmente, vence a sus enemigos en Ítaca, descubre que su viaje no ha terminado, porque tendrá que viajar tierra adentro en busca de su más auténtico destino. La pregunta podría formularse de este modo: pese al fracaso en las urnas, ¿a quién le debemos el triunfo que hemos logrado en la derrota?

Hay que honrar ese 48,60% que hizo el aguante. De eso no cabe duda. Y parte de la tarea consiste en hacer autocrítica. Pero la autocrítca, perdonen que lo diga de este modo, debe ser "metacrítica", para que no acabemos enroscados en minucias comunicacionales, traiciones circunstanciales y fallas organizativas o exclusivamente discursivas.

Pero para ello debemos echar una mirada inteligente al mundo en el que estamos viviendo esta escena, un mundo que ya no encaja en nuestros esquemas. No puede leerse como resultado del fin de la Guerra fría, ni como inserta en la etapa de la Guerra contra el terror. Ni siquiera encaja perfectamente en la lógica de la crisis de las sub-prime. Por supuesto, todo esto forma parte de la genealogía del presente, pero estamos en otro mundo: y la Argentina de Macri (tenemos que decirlo así) es la Argentina insertada en un mundo de escasez y violencia global que nos envuelve como un manto. Utilizando un lenguaje "viejo" que necesitamos renovar: estamos en la época del neoliberalismo en su expresión más cínica.

Pero, ¿Qué es lo que llamamos hoy "neoliberalismo"? ¿Qué acompaña cultural, espiritualmente, esta barbarie tecnocrática? Hay que seguirle la pista a la ilusión de esta identidad emergente, despreocupada de las realidades objetivas y hambrienta de un lenguaje que la interpele en primera persona: “vos, vos, vos, cada uno de ustedes”, repetió Macri en cada encuentro, capitalizando un malestar que nos acecha a todos.

¿Cómo responder a esa "nueva espiritualidad" política? ¿Es posible entablar un diálogo creativo con ella? ¿O es preciso desarmarla? ¿Podemos reinventarnos asumiendo esa cultura soft en las formas, llenándola de un contenido militante fuerte, de manera análoga a lo que hizo el macrismo, que se apropió de las flores para usarlas como cachiporras? ¿Qué pasa con nuestras liturgias y palabras heredadas? ¿Cómo rearticularlas para que sean otra vez comprensibles para quienes exigen un nuevo estilo, para aquellos que se miran en el espejo de la transparencia y la pureza lúdica, sin que ello implique renunciar a nuestras convicciones?

En definitiva: ¿Quiénes somos? ¿En qué nos convertiremos ahora que hemos de ir más allá de nuestra Ítaca? Creo que ese es, al fin y al cabo, lo que nos toca. Lo más urgente. Redefinirnos. El pasado es eso, pasado. Forma parte de nuestra historia. Tenemos que pensar hacia dónde queremos ir, recogiendo nuestra parte y animándonos a ser otros sin dejar de ser nosotros mismos.

PODEMOS



Uno podría pensar que en la era de la globalización no es preciso desplazarse físicamente para entender lo que ocurre en un país. Bastaría con abrir el ordenador y merodear por las páginas de noticias para comprender lo que anda pasando en el mundo. Las cosas, sin embargo, no son tan sencillas. El blindaje periodístico es escandaloso. Los de aquí y los de allá atenazan la conciencia de los ciudadanos, descontextualizando sus circunstancias, recortando el presente de toda su historia con una estrategia esmerada de desinformación.

De regreso en Europa, después de cuatro largos y jugosos años en Argentina, aprendiendo de la movilización social, la militancia política, y vacunado ante el desparpajo de la “prensa libre” que el capital blande como una de sus armas más mortíferas, resulta difícil no hacer comparaciones. Sabemos que las comparaciones son odiosas, pero también que son inevitables.

No entraré en los detalles por todos más o menos conocidos. La situación económica, social y política en el sur de Europa se deteriora de manera vertiginosa. Los gobiernos de turno, pese al enfado de la sociedad y la crisis de legitimidad democrática, siguen empeñados en cumplir con el mandato que se les ha impuesto desde fuera: facilitar el desguace del Estado de bienestar a través de un acerado proceso de desinversión pública y una catarata de privatizaciones y capitalización vía subvenciones directas e indirectas a bancos y empresas. No empañan la tarea los escándalos políticos ni las luchas por la identidad que se asoman en varios rincones de la geografía mediterránea. En muchos sentidos, los escándalos y los nacionalismos sirven como cortina de humo. Y con ello no pretendo, ni deslegitimar los anhelos independentistas, ni minimizar la gravedad de la corrupción política.

Ahora bien, en el horizonte político español se ha asomado una organización que amenaza con entusiasmar a una parte importante del variopinto espectro de indignados que se vienen multiplicando ante el espectáculo de injusticia e impunidad cotidiana. Me refiero a PODEMOS, cuyo objetivo gira en torno a tres ejes: (1) el saneamiento moral de la política; (2) la reconstitución del tejido social a través de una política económica neo-keynesiana que conlleva generosa inversión pública acompañada de una política fiscal equitativa en un horizonte redistributivo; y (3) la reconfiguración del imaginario social a través de una revolución cultural que recupere los debilitados lazos comunitarios de una sociedad golpeada por el virus de la ideología neoliberal.

El ascenso sorpresivo de la nueva sigla PODEMOS, que al comienzo no era más que una curiosidad mediática mimada por el propio establishment periodístico como una novedad atractiva para su grilla de espectáculos, no ha tardado en producir violencia discursiva. Porque la posibilidad (ahora ya no tan lejana) de que PODEMOS hegemonice la izquierda y el centro indignado del electorado ha puesto a sus contrincantes con los pelos de punta. El asedio mediático comienza a resultar grotesco. Por un lado, se multiplican las editoriales incendiarias, las comparaciones perversas, las falsas denuncias, las sesudas interpretaciones divisivas para confundir a los ciudadanos. Por el otro, paulatinamente se silencia a sus representantes, se les expulsa del espacio público. Donde antes nos encontrábamos con la voz de Pablo Iglesias, por ejemplo, ahora encontramos la de alguno de sus intérpretes periodísticos, quien se empeña en recortarlo, distorsionarlo, ridiculizarlo, etc. Expertos tertulianos y académicos con títulos diversos, enumeran debilidades y peligros. La palabra de PODEMOS se corta y se pega y se ofrece a la esfera pública de manera terminante: Podemos es lo de siempre, pero mucho peor. Es un engaño. Con bravura nos recuerdan: nada va a cambiar, nada puede cambiar, porque nada debe cambiar. Cualquier expresión contraria puede ser utilizada en su contra: “Populismo”.

La palabra está en boca de todos. “Populismo” es el insulto que se reparte a diestra y siniestra a quienes “radicalizan” los problemas y exponen sus alternativas al modelo de saqueo impuesto por el capital transnacional en complicidad con los jerarcas europeos y sus capataces locales. “Populismo” es el “cuco” (el fantasma) que se le echa a la sociedad para blindarla ante la retórica de revuelta democrática que suscita una política forjada en la escucha de los movimientos liberacionista de otras latitudes, que supo interpretar la crisis del 2008 como otra fase del capitalismo catastrofista.

Acusado de chavista, fidelista y también (recientemente) camporista, PODEMOS es la expresión de otra Iberoamérica. No la del Rey Juan Carlos y los sucesivos títeres que asumieron la presidencia posfranquista. PODEMOS es la expresión de una resistencia política global de los de abajo, que habiendo comprendido las limitaciones de la movilización social, ha madurado una alternativa política.

BARTOLOMÉ Y EL PUEBLO IGNORANTE


Hace unos días, el director del diario La Nación, Bartolomé Mitre, ofreció una entrevista a la revista brasileña Veja. De acuerdo con el director del diario centenario, el gobierno de Cristina Fernández es una “dictadura con votos”. Los pobres votan a Cristina porque están desinformados y porque el gobierno hace todo lo posible para mantenerlos en una condición cuasi-analfabeta. De acuerdo con Mitre, la Argentina ha dejado de ser un país culto. Hay una élite que utiliza su sapiencia, y una gran masa de ignorantes que votan a personajes como Néstor Kirchner y Cristina Fernández. De esta manera, se reproduce la tiranía de las mayorías. 

El concepto es interesante, y pone al descubierto el trasfondo ideológico, xenófobo, que hay detrás de una buena parte de los caceroleros que se congregaron en estos días alrededor del obelisco. Es una expresión que se hace eco de un sentimiento muchas veces expresado por un conjunto de ciudadanos, pagados de sí, en muchos casos de poquísimas luces, que pretenden, contra toda evidencia, pertenecer a la élite cultural del país. 

Más allá del hecho incontestable de ser únicamente una clase imitativa, profundamente mediocre desde el punto de vista intelectual y de escasa imaginación, obsesionada por seguir a pie juntillas los mandatos que le vienen de fuera, las declaraciones de Mitre resultan inquietantes, por un lado, pero explicativas.

Por lo tanto, deberíamos tomar nota, porque, nosotros, quienes hemos insistido en la necesidad de una articulación, de una explicitación, de la ideología de las derechas locales, abocada en estos últimos años a camuflar sus convicciones políticas reaccionarias y antidemocráticas, su adhesión al modelo neoliberal de organización socio-económica y su moralismo ultraconservador, festejamos que un representante importante del aparato mediático que sostiene electoralmente a esta derecha, se atreva a dejar de jugar a la virginidad ideológica y nos muestre sus ideas sin disfraces.
  
A nadie debería sorprenderle la coincidencia en el tiempo de estas declaraciones de Mitre para la revista Deja y las recientes del CEO de Clarín, Héctor Magnetto, emitidas desde Uruguay. La estrategia discursiva es defensiva, ante la inminencia de la aplicación de una ley de la democracia que pone coto a la hegemonía monopólica de estos medios en el mercado audiovisual. 

Sin embargo, los argumentos utilizados por Mitre no hacen más que blanquear un sentimiento extendido entre muchos ultra-opositores del actual gobierno que viven la democracia con malestar. Para muchos de ellos sería mejor erradicarla (como ocurrió durante la dictadura del 76-83), readecuarla para hacerla inane (como en las las falsas democracias que se sucedieron a partir de la llamada "Revolución libertadora" en la cual fue sistemáticamente proscripta la candidatura apoyada por el pueblo), o engañando a la ciudadanía para que vote en contra de sus propios intereses (como ocurrió en la era menemista), utilizando para ello el engaño sistemático y la extorsión con el propósito de saquear el Estado.  Paradogicamente, estos son los que supuestamente defienden la "libertad de expresión" en la Argentina.

LA VERDADERA ARROGANCIA


Hace unas horas me ocurrió lo siguiente: Estaba con mi hijo de seis años en una cafetería,  cuando apareció la presidente Cristina Fernández en la pantalla de la TV. El canal que transmitía el discurso desde Santa Fe era Todo Noticias (TN). En cuanto la presidente apareció, un señor bien empilchado comenzó a gritar: "Morite yegua, morite. A vos y a todos los montoneros que te acompañan los vamos a liquidar", y otras cosas por el estilo. La gente en distintas mesas festejaron la ocurrencia del tipo. Lo cual lo animó a seguir insultando: "Hay que matarlos a todos. No aguanto más. No puedo esperar a que se termine".

Cansado de escuchar sus bestialidades y asqueado ante la evidente complicidad de la gente que lo rodeaba (incluido el dueño del local, que detrás de la caja se divertía con las ocurrencias, me levanté, dejé un billete sobre la mesa que cubría el gasto de mi consumición y le dije al tipo que no teníamos por qué escuchar sus insultos, que era un maleducado. La gente se puso de su lado apenas lo escuchó. "¿Sos K?", me gritó el desgraciado. Y me hizo el gesto que le enseñó Lanata, mientras el resto se reía. Alcancé a escuchar que alguien decía: "Son un asco" (se referían a los K, evidentemente). Eran unas siete u ocho personas, hombres y mujeres, que ahora me insultaban desde detrás del cristal, y yo estaba con mi hijo. Era gente adulta, bien vestida, de esas que vimos en la marcha del 8N y que se ufana de ser "civilizada", "educada" y cordial, que no tira papelitos en la calle, que va a las marchas porque quiere y no porque les pagan, que no corta el tránsito (lo cual demuestra que no son como otros "gronchos" piqueteros), y otras peculiaridades diversas. Era esa gente que se llena la boca con la intolerancia K y la dictadura montonera de La Campora, pero no tiene problemas en cagar a trompadas a periodistas (vimos unos cuantos el otro día, hábilmente invisibilizados por los medios). Mi hijo y yo salimos aturdidos de ese bar de Martínez donde quedó demostrado hasta qué punto nuestros temores no eran infundados.

Cuando me subí al automóvil, en la radio sonaba La Cornisa, el programa de Luís Majul. Un consultor de Poliarquía, la encuestadora del diario La Nación, con total desparpajo, ponía en duda el triunfo electoral de Cristina Fernández. Decía que había habido fraude, y que si ganaba en 2013 sólo podía entenderse por fraude (es evidente que el pueblo ya no la quiere). Y luego llamaba a los opositores (otra vez) a unirse para evitar el fraude. Como si Cristina Fernández hubiera ganado las elecciones por unos cuantos votos robados en alguna mesa no fiscalizada y no por 30 puntos de diferencia (lo cual, recordemos, suma algunos millones de votos). En fin, quieren incendiar el país. Quieren llevarnos a una guerra. Luís Majul concluyó su entrevista con el consultor de Poliarquía con una frase rotunda: "Este dato es importante".

No les importa nada, excepto defender sus propios intereses (lo cual destituye a la política). Hace muchos años que la sociedad argentina es arrastrada por las narices a creer cualquier cosa. Nos incendian el país con cualquier verdura.

Por supuesto, estoy seguro que hubo mucha gente bienintencionada que fue a la manifestación del otro día. Iban porque tocaba, porque iban todos, por la seguridad, el 82% móvil, la corrupción, los modales de Cristina, el derecho a comprar dólares, las ganas de protestar, la basura acumulada en la puerta de su casa, las inundaciones recientes, la frustración de no tener a nadie que te represente, contra la televisión pública, los modales de Moreno, las ganas de comprar productos importados que no llegan, los precios en los supermercados, el fin de los juicios de lesa humanidad, contra los programas sociales, la guita del Anses, el voto a los 16, los impuestos al campo, el ABL en la ciudad de Buenos Aires, el negraje de la Villa 31, la desprolijidad social que trajo consigo este gobierno de patanes. En fin, las razones fueron muchas, variadas, contradictorias. Por mi parte, qué puedo decir. Está bien. La gente tiene derecho a decir lo que se plazca. Por qué no. Mientras no atente contra las instituciones o incite a la violencia, está todo bien. Sinceramente, me algro que en este país puedan ocurrir estas cosas sin tener que ver a la policia montada rodeando a los manifestantes, como ocurre en otras latitudes. 

Pero manifiestarse no es sólo un derecho, tenemos que hacernos cargo de lo que hagan con nuestra manifestación. Y lo que están haciendo, y lo que van a hacer con lo que hicimos, no va a ser precisamente algo que merezca nuestros elogios.

Hoy miraba un videito estilo "Coca-cola es así" que colgaron en Facebook, que hablaba de los bonitos caceroleros y su lucha por la libertad, con un toque de publicidad "Benetton" ensalzando una falsa diversidad y pensé: "Nos venden la política como si fuera la última bondiola de moda", y somos tan giles que todavía nos damos el tupé de decir: "No me trajo nadie, vine porque quise". En verdad, me entristece. Porque después salimos a la calle y linchamos al primero que encontramos. Lo hicimos antes y lo seguimos haciendo y lo seguiremos haciendo, y eso es triste.

ELOGIO DE LA DEMOCRACIA



Hace un par de semanas, como la mayoría, ando con el 8N rondándome el pensamiento. La marcha vino y se fue como una tormenta de verano. Dejó a su paso un acotado anecdotario y una profusión de materiales para el análisis. La maquinaria mediática, partidaria y periodística, sabrá usufructuar del gesto ciudadano.

Antes de ayer, cuando todavía sonaban las fanfarrias llamando a la embestida, escribí varias entradas. No las publiqué. En su mayor parte, llamaban a la calma, al sosiego de las almas frustradas. La convocatoria de septiembre estuvo llena de sinsabores. Lo que se escuchó, de manera reiterada y ofensiva, no daba lugar a festejo alguno. Las insinuaciones golpistas y los reiterados gestos de discriminación que desplegaron algunos de los convocados resultaban incongruentes con el pretendido civismo del que se ufanaban los participantes.

Por lo tanto, seamos serios y regocijémonos por el empeño organizativo, que aparte de algunos incidentes puntuales (aunque graves) supo mantener contenida la rabia de la gente.  

Por mi parte, a esta hora, sólo me queda  alegrarme por el surgimiento de una nueva militancia. Gente a la que le “embolaba” la política, tiene necesidad ahora de mezclarse con sus compatriotas, pelear la calle y hacerse escuchar. La democracia es un llamado a mezclarnos los unos con los otros para hacer posible la “comunitas”. La democracia es, como dice el sociólogo Pierre Rosanvallon, una anomalía en nuestra época de extremas desigualdades. La idea de que cada ciudadano no vale más ni menos que un voto atenta contra la lógica discriminatoria que en nuestro fuero privado siempre estamos atizando. 

Por lo tanto, ¡bienvenidos a la política! La manifestación de ayer hace de cada uno de sus participantes un ciudadano, junto a otros 40 millones de ciudadanos que participan con su voz y con su voto en la imaginación y ejecución de nuestra Argentina.

Durante algunas horas, quienes no participamos, vimos transitar a través de las pantallas de la TV las protestas. A nadie se le ocurrió salir a detener a los manifestantes.  Quienes no concordamos con las demandas, respetuosamente dimos un paso al costado, escuchamos los cánticos exigiendo un cambio de rumbo y leímos las pancartas con el propósito de entender el ánimo de quienes sí lo hacían. Se trató, en última instancia, de un sano ejercicio democrático que nos hace bien a todos.

Sin embargo, hay que poner las cosas en fila. Yo voté a Cristina Fernández. No la voté por su cara bonita. Antes de emitir mi voto le eché muchas horas de pensamiento a las razones que me llevaron a elegirla como mi candidata a la presidencia. Esas razones son variadas. En ella confluyen cuestiones materiales (estoy convencido que ahora mismo el Kirchnerismo representa la mejor opción para la protección y reproducción de la vida en nuestro país), formales (el Kirchnerismo es la única opción que ha sabido articular orgánica e institucionalmente un proyecto), y de factibilidad (el Kirchnerismo es la única opción a nuestra disposición que puede llevar a término algunas de las transformaciones que urgentemente necesita el país).

Desde el día que emití mi voto, poco es lo que ha cambiado. Aunque lo que ha habido es una intensificación de la batalla política ahora en términos exclusivamente mediáticos, debido a la incapacidad personal, en algunos casos, o la deshora, en otros, de las propuestas alternativas.

El fracaso político de la oposición ha llevado a los actores sociales a lanzarse a la calle con consignas ambiguas, comprensibles en algunos casos, pero carentes de sustancialidad en otros. Ha devuelto la retórica al terreno de la simple emocionalidad,  primero histérica (como vimos en las primeras marchas), y ahora sí, gracias a la cuidadosa organización de estas marchas “espontáneas”, más medidas en términos estéticos. Todavía resuenan en nuestros oídos los gritos de algunos caceroleros y caceroleras de septiembre exigiendo el regreso de los militares. Pero esas expresiones han sido prudentemente  arbitradas por los organizadores y los participantes que obedientemente se plegaron a las consignas y a los métodos dispuestos. Lo cual – dicho sea de paso - pone de manifiesto un potencial interesante para lo que verdaderamente importa.

Porque en democracia las protestas son interesantes pero limitadas. Lo que cuenta es el voto. Y en particular, esto es así, cuando es posible distinguir con claridad cuáles son las opciones que tenemos delante. Y el problema de estos Idus de noviembre es el popurrí inconfesable de facciones que compuso la expresión callejera. Los socialistas de Binner, los ecosocialistas de Solanas, los neoliberales y los desarrollistas del macrismo, los conservadores desheredados, los indignados por cuestiones múltiples, las huestes neofascistas de Pando y sus secuaces, los deprimidos exvotantes de Lilita Carrió, los llamados peronistas federales, y un largo etcétera que incluye desorientados, festejantes y jóvenes apolíticos que se anotan sin demasiada sapiencia a un cosmopolitismo de poca sustancia.

En fin, lo que tenemos que decidir es adónde vamos con este batiburrillo de “bastas” y de hartazgos diversos. Porque si verdaderamente esta multitud legítima, que reclama algo que no se sabe muy bien qué es, quiere convertirse en una opción “política”, no basta el griterío y la chatarra culinaria. Pongámonos de acuerdo de una vez y para siempre: la seguridad la queremos todos; el fin de la corrupción también; el tema de la desigualdad social no parece ser ajeno al kirchnerismo según se viene haciendo. El problema es cómo definimos estas cuestiones y cómo las enfrentamos. Y es aquí donde no nos ponemos de acuerdo.

La corrupción es un problema transversal: no sólo involucra a los políticos nacionales, provinciales y municipales de todos los signos, también a los magistrados de todos los gustos, a los periodistas ni hablemos, el estamento gerencial da pena, y los muchachos de la agroindustria son famosos por delitos que merecen prisión como la evasión fiscal y otros chanchurros como la explotación infantil y otros males que tenemos el deber de combatir. La cuestión de la seguridad e inseguridad no es un invento de este gobierno, lo que se disputa es el modo en que la definimos y la manera en que enfrentamos el problema. Hay quienes pretenden, con una necedad difícil de comprender, que no tienen responsabilidad alguna en el desbarajuste social en el cual se cultiva el crimen. Me refiero a esa burguesía de medio pelo que no hace nada para devolverle al país una educación y una salud pública que permita palear las desigualdades, que saque a las grandes mayorías de la indignidad y de ese modo deshaga las causas que eficientemente acaban llevándonos a la desintegración social que tanto nos asustan.

Dicho esto, tenemos que ser conscientes que no todos los problemas de la agenda política se reducen a cuestiones de administración política. Hay razones de Estado que sólo se comprenden positivamente. Yo, personalmente, creo que nuestra alianza continental es un logro enorme del presente gobierno. No me asusta nuestra alianza con Venezuela, como no le asusta a Lula abrazar y apoyar explícitamente a Hugo Chávez cuando se reconoce un importante soporte de nuestro proyecto nacional y continental. Tampoco me asustan las medidas críticas que toma el gobierno en estas horas aciagas de peligro que vive el planeta en lo que se refiere a la crisis económica y humana. La alternativa eran los ajustes que pauperizan a otras sociedades. El empeño gubernamental por reducir el impacto en los estratos más humildes de la población resulta admirable.

Es decir, yo sigo apoyando el gobierno de Cristina Fernández. Mis críticas, en todo caso, van dirigidas a no hacer lo suficiente en la misma línea propuesta desde el comienzo. Pido que la épica venga acompañada de medidas pragmáticas que nos acerquen a los ideales que nos hemos trazado. 

 Por todas estas razones, agradezco a los participantes de ayer que hayan compartido sus preocupaciones y nos las hayan hecho saber. Pero yo le exijo al gobierno de Cristina Fernández que no tuerza su camino, que lo radicalice, porque esa es la dirección prometida que yo voté.

El año que viene hay elecciones. Harían bien los participantes en exigir a sus políticos que se hagan cargo del asunto y propongan un proyecto a consideración de la ciudadanía. Mientras tanto, dejemos gobernar, cumpliendo de ese modo con la voluntad popular. Permitamos que el país se conduzca a su destino autoimpuesto, sin interpretar perversamente el voto de las mayorías en clave gorila. 

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