EL PODER Y LA GLORIA. Sobre los atributos y la legitimidad política.


Las transiciones ponen de manifiesto la debilidad de la legitimidad política de las democracias seculares modernas. Sin un Dios o algún otro fundamento, como la ley inmemorial o la constitución en un tiempo original, la legitimidad de los números es esquiva y la gobernabilidad la principal preocupación de las autoridades electas.

En este sentido, sólo me referiré tangencialmente a la telenovela de los últimos días en torno a los atributos presidenciales. Lo que me interesa, en todo caso, es explorar el tema del carisma que tanta gravitación tiene en nuestra geografía política, no sólo entre los populistas progresistas, sino también entre los candidatos de la nueva derecha, conservadora y liberal, como el mismo Mauricio Macri, quien ha sido sobre-caracterizado por uno de sus periodistas afines como una suerte de “Mandela argentino” (más allá del ridículo que supone semejante descripción) al tiempo que se lo define como una suerte de "restaurador" de un orden institucional republicano perdido, pese que ni en el distrito que gobernó (CABA), ni en sus primeras expresiones antes de asumir su rol como Jefe de Estado, haya dado muestra alguna de semejante talante. 

Muy por el contrario. Pareciera que Macri pretende poner entre paréntesis el orden institucional (en una suerte de "estado de excepción blando") con el propósito de retrotraer la política argentina (en la medida de lo posible) al status quo anterior al 2003. El propósito, según él mismo deslizó antes de las elecciones presidenciales de octubre, es borrar al Kirchnerismo de los libros de historia, convertirlo en una mera nota a pie de página.

Como señaló Cristina Fernández, la discusión en torno a los atributos esconde otra preocupación más profunda: la de la imagen de autoridad que pretende el presidente electo. A diferencia de Néstor Kirchner, cuya tarea fue restituir la figura presidencial después de un fracaso rotundo de la legitimidad política sufrida en la debacle de 2001, Macri es un presidente normal, que surge en unas elecciones normales, en circunstancias normales. La situación argentina es como la de cualquier país democrático del mundo. El contexto no es el más favorable debido a la profunda crisis multidimensional que azota a todo el globo, pero, en términos relativos, los recursos disponibles son envidiables. Prueba de ello es el sintomático (aunque también preocupante) entusiasmo internacional  suscitado por el cambio de gobierno: “hay torta para repartir”.

Todo eso significa que el macrismo tiene que hacer frente a una realidad. Los votos no alcanzan a la hora de consolidar un liderazgo político. La democracia, entendida de manera estrecha (como mera tramitación electoral) no es suficiente. Se necesitan otros aditamentos. En palabras de Agamben: "el poder y la gloria", las liturgias, los gestos sacramentales, las fuentes de legitimidad más allá de la desnuda mundanidad y el beneplácito popular frente a la gestión cotidiana. 

El kirchnerismo fue definido por sus seguidores como una anomalía (y lo fue en gran medida), aunque fruto de una historia que es posible rastrear genealógicamente para descubrir su lógica interna. Su personalidad es fruto combinado de voluntades y exigencias coyunturales. Argentina exigía una refundación. De este modo, el Kirchnerismo supo convertirse en heredero de una estirpe de gloriosas resistencias populares, imponiendo a través de ella su propia trascendencia (la "historia" tan mentada) y sus ceremonias de consagración. El macrismo está obligado a crear una ruptura en el tiempo (presentándose a sí mismo como una refundación) o aceptarse como heredero institucional de un ciclo fundado por el kirchnerismo.  

La respuesta de Cristina ante el desplante del presidente electo es interesante. Primero, porque pese a la enorme importancia que concede la mandataria a la escenificación del poder a través del contacto transparente con el pueblo, le ha señalado que no son los atributos (el lugar y la hora de la asunción: el bastón y la banda) los que le permitirán realizar plenamente lo que consiguió en las urnas: la autoridad política, sino la eficaz administración del estado para ganarse el favor del pueblo. 

De esta manera, se da la paradoja que Cristina Fernández (la presidenta populista) le señala al capo de los CEOs, cuyo discurso gira, precisamente, en pretender superar la política de las emociones y los gestos vacíos,  que preste atención a la gestión. No será a través de ceremonias que tendrá el beneplácito del pueblo, sino a través de la seria administración del Estado que ahora debe conducir. 

La bronca de Macri es sintomática. Pone de manifiesto lo que hay detrás de la pretendida transparencia zen que el periodismo adicto le ha endilgado estos días: una cuidadosa puesta en escena, una liturgia mediática que se alimenta, como en un espejo convexo, de la más pura concepción de la política en términos de confrontación. 

Hasta allí las odas al consenso. Hasta allí la pretensión de ir más allá de la grieta. Como dijo Cristina: "hasta allí llega el amor". "El amor después del amor" es la ley, la institucionalidad. Algo hacia lo cual el macrismo sólo tiene un respeto de boquilla: la disputa en torno a la continuidad de la Procuradora General del Estado, Alejandra Gils Carbó, y Martín Sabatella frente al Afsca lo demuestran con creces.



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