CHILE: EL FIN DE UNA ILUSIÓN



Alienígenas y comunistas


María Cecilia Morel Montes, la primera dama de Chile, la esposa del presidente Sebastián Piñera, caracterizó a los manifestantes que "invadían" las calles de Santiago como “alienígenas” y “extranjeros”. La prensa internacional de derecha no tuvo reparos en secundar sus dichos, calificando a las masivas protestas en el país andino de “comunistas”, fruto de la actividad subversiva de "países villanos" como Cuba o Venezuela. La estrategia es bien conocida.

La explicación resulta estrambótica y sintomática, especialmente si se conocen los datos de la desigualdad en Chile, un país que ha estado en boca de analistas, periodistas y académicos durante las últimas décadas como ejemplo de lo que tiene para ofrecer un buen programa de austeridad fiscal, y una economía ordenada y obediente a las recetas neoliberales que alientan los organismos multilaterales. 

Hoy, esos acérrimos publicistas del paraíso chileno "descubren" lo que para cualquier persona "decente", libre de prejuicios ideológicos, resultaba una evidencia palpable: que el "paradigma chileno" era una ficción oportunista. Chile es el país más desigual de Latinoamérica, una región - dicho sea de paso - cuyos registros estadísticos demuestran que es la más desigual del planeta. Chile, el ejemplo predilecto de periodistas, profesores y expertos liberales para validar sus recetas de buen gobierno, ocupa el décimo lugar entre los países más desiguales del mundo. ¡No es poca cosa saber esconder semejante realidad detrás de las máscaras del buen hacer!

La herencia pinochetista

Sin embargo, Chile no ha empezado a ser desigual ayer, ni antes de ayer, sino que ha forjado su hipotético éxito económico a través y gracias a esa desigualdad e injusticia social. 

Lo ha hecho blindando las estructuras de poder político para evitar la porosidad institucional que permitiría cuestionar el carácter elitista de su democracia, fundada (recordémoslo) en un régimen dictatorial que supo implementar el primer programa neoliberal integral de la historia. Un programa en cuyo diseño participaron, personalmente, sus más prominentes promotores internacionales: Milton Friedman y Fredrick Hayek, quienes desde el primer momento afirmaron su absoluta preferencia por la libertad de mercado por sobre la igualdad y la fraternidad entre los seres humanos, ignorando la crueldad y la muerte que sus programas de ajuste fiscal y privatizaciones exigían. Hayek decía en una famosa entrevista concedida al diario ultraconservador El mercurio en su visita a Chile de 1981:

Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la mantención de vidas: no a la mantención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas. Por lo tanto, las únicas reglas morales son las que llevan al "cálculo de vidas": la propiedad y el contrato.

Por lo tanto, el descalabro en Chile viene de lejos, y tiene fuentes ideológicas de calado. Frente a ello, sin embargo, la ciudadanía chilena no ha permanecido dócil. Muy por el contrario, la historia reciente ha estado marcada por protestas cívicas de estudiantes y trabajadores, a las que los gobiernos, tanto de centro izquierda, como de derecha, han respondido con una represión asesina. Recordemos que el saldo de la represión de los últimos días es de 18 muertos.  


Lealtad de clase: una izquierda para "los de arriba"

Las declaraciones del expresidente Ricardo Lagos en las últimas horas dan testimonio de la lealtad de clase que inspira a la dirigencia chilena. Pese a las diferencias cosméticas y estratégicas respecto a sus contrincantes electorales, la "izquierda" chilena ha sostenido de manera incuestionada la estructura de explotación que define al país. 

Es cierto, frente al carácter pornográfico de las declaraciones de la primera dama llamando alienígenas a sus conciudadanos, acusando de las revueltas a una supuesta internacional marxista, y reconociendo atemorizada ante el desborde social que tal vez había llegado el momento de "disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás", las de Ricardo Lagos o Michelle Bachelet parecen equilibradas e inteligentes. Pero, bien miradas, son expresiones que apuntan al nudo del problema. 

La clase dirigente chilena, de "izquierda" y de derecha, responde a una lealtad de clase por sobre cualquier formalidad democrática. Las opiniones del presidente Lagos sobre lo que está ocurriendo en su país lo ponen de manifiesto. Sus explicaciones falaces sobre las causas del malestar, y, con ello, la condena implícita e inmisericorde de los manifestantes, desnuda la visión de clase que lo informa. 

De acuerdo con Lagos, Chile ha hecho mucho por los pobres, aunque no haya sido suficiente. Los pobres, para Lagos, son la "alteridad" de Chile, alienígenas o extranjeros que los privilegiados disciplinan y soportan, una amplia mayoría de la población hoy disfrazada de clase media a través de aceitados malabares estadísticos. Porque, más allá de lo que indica el PBI, la pobreza es endémica en el país andino. Afecta a un enorme porcentaje de la población, mientras otro minúsculo porcentaje concentra de manera obscena el grueso de la riqueza. 

En ese sentido, los asesinatos perpetrados por las fuerzas policiales y militares en estos días, y las denuncias de torturas y abusos que no resultan difíciles de imaginar a la luz de lo que hemos visto en las pantallas televisivas, dejan al descubierto la mezquindad y complicidad de la izquierda chilena, que ha co-gobernado y facilitado la gobernanza pinochetista en el país, perpetuando la estructura neocolonial que le ha valido el aplauso del establishment global. 

La posdemocracia europea contra la igualdad

Pero, el terremoto político de Chile no es un hecho aislado en la región. El fracaso estrepitoso del gobierno de Mauricio Macri en Argentina, que ha regresado al país al abismo financiero y a la pauperización masiva de la sociedad; la catástrofe social y política que ha producido el gobierno de Bolsonaro en Brasil, que ha dinamitado las políticas de igualdad implementadas por el gobierno anterior y las políticas de integración regional con sus "trumputeadas misóginas, eco-negacionistas y racistas"; y la fragilidad institucional que hoy aqueja a Ecuador, debido a la traición electoral de su presidente, quien ha impuesto un programa de ajustes y privatizaciones salvaje contra quienes lo condujeron al Palacio de Carondelet; todo esto, sumado a lo que acontece en otras latitudes de la región, marca un nuevo giro con dirección incierta. 


En este escenario, los intereses de Washington parecen estar en entredicho. Su apuesta por las derechas locales para sepultar los proyectos populistas de integración regional parece haber encontrado su límite en la resistencia popular a los salvajes programas de saqueo y desposesión impuestos sin miramientos sobre las ciudadanías.

También la "centro izquierda" europea se encuentra comprometida, para no decir nada de la centro derecha y su parentela extremista. La ambigüedad consistente en sus discursos frente a la emergencia neoconservadora y neoliberal alineada a Washington, so pretexto de ser el mal menor frente al "populismo de izquierdas"; la connivencia en la promoción de programas de ajuste y reendeudamiento impulsados a través de los organismos multilaterales; la intimidad promiscua entre las élites posdemocráticas para imponer un encaje a tono con la propia política interior de la Unión, definida en función de un orden económico y social en el cual la salud se mide en términos de libertad de mercado, en desmedro absoluto de la igualdad y la justicia social, acaba desautorizando (una vez más) cualquier pretensión europea de apego a la democracia y los derechos humanos.

La austera y brutalizada Europa, que hoy se desangra a través de todos sus orificios territoriales debido a los malestares profundos que ha generado con sus políticas de desprecio hacia los intereses populares, y el oportunismo de sus élites regionales que los han traducido en reivindicaciones nacionalistas y xenófobas, había convertido a Chile en su niño mimado en América Latina y su ejemplo publicitario para contraponer a los Maduro, los Kirchner, los Correa y los Lula da Silva, la transparencia de un orden jurídico al servicio de la riqueza. 

Sin embargo, en su explosión de furia, la sociedad chilena ha dejado desnudo al rey y su corte: el problema, finalmente, no era el populismo (en todo caso, un síntoma). El problema es siempre el mismo en nuestra historia de luchas políticas y sociales: la desigualdad, la injusticia social, la desposesión y la explotación de los pueblos, el desprecio a los de abajo. Lo demás son cuentos de ricos, para seguir robándole a los pobres lo que por derecho les corresponde: vivir dignamente. 

DESAFECCIONES Y DISTURBIOS



Desafección I

Se habla mucho de la desafección de una parte de la población catalana respecto a España. No me extraña. Además de la historia de “larga duración”, los sucesivos gobiernos a nivel estatal han creado desconcierto y rabia entre la ciudadanía catalana, no solo en cuestiones relativas al llamado “problema territorial”, sino también en otras cuestiones que afectan de manera inmediata la vida cotidiana de los individuos y los colectivos.


De modo que la combinación de corrupción sistemática (esta vez sí, a nivel estatal y local) e injusticia social (esta vez también, a nivel estatal y local), junto con la narrativa identitaria (que también se asume de un lado y otro del Ebro, pese a sus estéticas opuestas)   han encontrado su "significante vacío". En ese marco, la formación  se ha convertido en una suerte de magma volcánica (fosilizada durante años por la estrategia separatista en la etapa “política” del procés) que en estos días de sobrecalientamiento ha explotado, esparciéndose por el territorio, produciendo ríos de lava de indignación y filtrándose en las "cavernas interiores" de la compleja sociedad catalana.

Desafección II

Menos se habla de las desafecciones que está sufriendo el independentismo frente al resto de la sociedad catalana. Pese a la insistencia comunicacional de los tertulianos locales, Catalunya es cada día más diversa, más plural, más contradictoria. Negarlo, so pretexto de que el reconocimiento de esa diversidad política y cultural sirve a las fuerzas “fascistas de ocupación", resulta doblemente peligroso. Primero, porque acaba extranjerizando a una parte de la población local que no acaba de acomodarse al ideal abstracto de una patria moralmente impoluta y unitaria; y, segundo, porque previene la asunción plena de las propias limitaciones a la hora de diseñar estrategias políticas de futuro. 

Todo esto nos deja atrapados, una vez más, en un voluntarismo mágico que acaba alimentando, en un nuevo ciclo espiralizado, el resentimiento y el moralismo reinante, emergente de las frustraciones que han producido, no solo los muros de piedra que impone la realidad estatal y la geografía política europea, sino también la "falsedad ideológica" que envolvió al mismo procés, con su fatal desenlace gestual, hoy traducido en términos jurídicos en una condena, cuanto menos, controvertida. 

Moralismo y voluntarismo 

En una época aún marcada por el imaginario posmoderno, pese a las exigencias de realismo que nos han impuesto las sucesivas crisis del capitalismo después del fin de la historia, estamos ante una doble encrucijada: (1) superar el moralismo reinante (feo para quien no comulga con la feligresía); y (2) el voluntarismo (que solo puede acentuar el resentimiento, y produce, además, desajustes intestinales). 

Obviamente, el moralismo y el voluntarismo afectan a todos los actores involucrados en el conflicto en el que estamos inmersos. Los unos, ponen el acento en la identidad y el derecho a la autodeterminación como alfa y omega de la justicia; los otros, hacen lo propio con el "orden y progreso" que impone el estado de derecho. Pero ni las ordenadas marchas multitudinarias organizadas por el independentismo oficial, ni las recurrentes referencias a la pulcritud cívica impuesta coercitivamente por un Estado cuyo poder, dicho sea de paso, sigue siendo inexpugnable pese a la dramatización de la protesta, convencen a quienes intentan observar la situación sin dejarse arrastrar por las emociones en curso, hábilmente capitalizadas por unos y otros para pertrecharse ante sus respectivos enemigos. 

Disturbios I

La discusión peregrina sobre la violencia de los manifestantes y la ferocidad represiva de las policías autonómica y nacional es más de lo mismo. Pese al fastidio que producen los tumultos y el impacto visual y emocional que producen automóviles y mobiliario urbano incendiados, pese a la medida ofuscación que producen los golpes de porra, los gestos autoritarios y las cargas concertadas de la policía (con las consecuencias previsibles que todo esto supone), la escenificación de la protesta sigue estando dentro de los parámetros habituales en un clásico futbolístico. 

Ha habido tarjetas amarillas, amenazas de expulsión, pero aún no estamos, ni siquiera frente a la antesala de un conflicto violento en toda regla. El moralismo de unos y otros (defensores solapados de las protestas "subidas de tono", o cultores de la "mano firme") exageran la dimensión del problema al que nos enfrentamos "en la calle". La grandilocuencia es muy latina, y los catalanes, como subgénero, no parecen estar muy alejados en sus "quijotescas" de la análoga pasión castellana. Otra cosa es la evidencia de una catástrofe política en ciernes. 

Disturbios II

Esto se explica cuando uno presta atención a la ausencia absoluta de perspectiva autocrítica reinante en el ala política del procés. No me refiero a hacer públicamente un mea culpa (pretensión absurda cuando en el "mercado electoral" la negociación está aún en marcha). Me refiero a la evidencia que supone volver a tropezar una y otra vez con la misma piedra (pasión humana, si las hay). 

En estos días se ha roto la formalidad rutinaria de la "fabrica independentista" que un hábil funcionariado libertario supo usufructuar para producir "preciosidades de masas" en las ocasiones requeridas. Ahora el procés ha dejado de ser un fenómeno de ingeniería política, para convertirse en un genuino fenómeno de expresión social. Omnium y la ANC se quejan de la falta de timing de los líderes políticos a la hora de conducir la nave, pero son en parte responsables de este traspasamiento político. Hablar de infiltrados y cloacas del Estado no convence. 

Realidad institucional 

Lo cierto es que el liderazgo institucional en estas horas está deshecho ("desfet" es la palabra). El Govern se ha convertido en un florero coronado por una flor mustia, angustiada y vacilante ante las brisas que la envuelven. 

Mientras tanto, en Madrid, en medio del enésimo revuelo electoral en curso, Pedro Sánchez se enfrenta a sí mismo y a la historia, después de haber perdido, quizá irremediablemente, el tren con destino a Finlandia. En la oposición, Pablo Iglesias se mira en el espejo y no se reconoce. Casado, como hemos visto, ha decidido dejarse la barba (tal vez para estar más a tono con el líder de Vox). Y Rivera ("pobre Rivera"), está como al comienzo, desnudo, viajando en la superficie publicitaria de un autobús que va a ninguna parte, haciendo gestos obscenos. 



XENOFOBIA SE ESCRIBE CON X

A muchos argentinos les cuesta hoy reconocerse en la historia del presente. Son como esas señoras y señores que, llegados a cierta edad, se siguen viendo como lo que eran, sin caer en la cuenta que ya no son lo que supieron ser. Sin embargo, un espejo casual, un día cualquiera, descubre el engaño sistemático del botox y el abuso cosmético, dejando al juvenil paralizado ante la evidencia de su decadencia.


Algo de eso está pasando en la cultura argentina. En este caso, quien nos mira del otro lado del espejo es el Papa Francisco, que en las últimas horas, sin pelos en la lengua, nos acusó de «xenófobos» y «racistas». Las palabras del Papa sorprenden, pero la realidad a la que se refiere es de una evidencia palpable. 

Si bien es cierto que una inmensa mayoría de los argentinos siguen comprometidos con los principios de la libertad, la igualdad y la fraternidad, un sector no desdeñable de la ciudadanía se anima, vociferante, como ocurre en otros lugares del mundo en este tiempo aciago que vivimos, a enervar la discusión pública haciendo culpable a los pobres y a los extranjeros de piel oscura de la miseria planificada por los ricos en su habitual tarea de «endeudar y fugar». 

Lo escandaloso para el «tilingo» son los inmigrantes que se curan en «nuestros» hospitales, y los pobres que viven de «nuestros impuestos». No importan las cifras que demuestran, entre otras variables, que una de cada dos niñas y niños argentinas está muy por debajo de la línea de la pobreza; que muchas familias apenas tienen para una comida diaria; que se hayan multiplicado los merenderos para atender el hambre generalizado; que haya vuelto el trueque en los barrios; que la caída del consumo de leche, por ejemplo, se haya duplicado en solo un año (2019), y que el registro sea un 21% menor que en 2016. Las causas profundas de la catástrofe social y el desbarajuste económico no suponen un escándalo para estos argentinos bienpensantes. Para los «Caseros» y «Brandonis» que abundan entre las clases medias lo indignante no es el programa de acumulación de riquezas por desposesión y explotación implementado por el gobierno de Macri, sino los bolivianos, peruanos o paraguayos que se atienden en la sanidad pública o estudian en «nuestras» universidades.

En cada fin de ciclo neoliberal, muchos argentinos recuperan su pasión xenofóbica. Contra el negro, el pobre, el extranjero o la feminazi el indignado vocifera y saca pecho. Él o ella son ejemplos a seguir: trabajadores honestos al que el Estado les roba para darle de comer a las mugrientas y perezosas clases bajas. Después de despachar su dosis de odio, el xenófobo espera, cautivado por su propia voz, el aplauso de los que «verdaderamente cuentan». Pero, ¿quiénes son los que cuentan? Ni más ni menos que aquellos que los explotan, que los empujan a los confines de la pobreza, que los enardecen contra el pobre haciéndoles creer, al mismo tiempo, que si no se espabilan, acabarán pasando al bando de los indeseables. 

Cada vez que las élites perpetran sus tropelías y pauperizan al pueblo, el discurso del odio, gorila y xenófobo, se exacerba para beneficio de los mismos privilegiados que han producido la debacle, quienes, a su vez, contemplan encantados como las clases medias engañadas, víctimas de su persistente anhelo de pertenencia, su «pasión trepa»,  depositan su ira contra los de abajo, garantizándose de este modo la impunidad que necesitan para perpetuar su reinado.  

La xenofobia argentina adopta muchas formas. Hay una xenofobia contra los de afuera (contra el bolita, el peruca y el paragua), pero también hay xenofobias hacia los de adentro (transformados en extranjeros en su propia tierra, debido a su pobreza). Y a esto hay que sumar la mera estigmatización del pobre por ser pobre. De este modo, el pobre, el indígena, el migrante son condenados al submundo de la inhumanidad. 

La discriminación y el desprecio hacia los más vulnerables se justifican con silogismos mentirosos, supuestamente pragmáticos, pretendidamente realistas. Se dice, por ejemplo, que los derechos humanos tienen un carácter condicional, es decir, se pretende que hay momentos excepcionales en los que se justifica la suspensión de dichos derechos. La crisis actual, dicen algunos, justifica que se recorten o suspendan enteramente los derechos constitucionales a extranjeros o pobres extranjerizados. 

Se habla livianamente, explícitamente o con eufemismos, de exterminar a la población sobrante, de extender la persecución policial sobre los desfavorecidos identificados como «criminales naturales».  Se exige una militarización de las calles y un control de sus transeúntes a partir del criterio arbitrario de «la portación de cara» - expresión que pone de manifiesto el carácter racista de la política de seguridad. Se habla del vulnerable como de un patógeno que debe extirparse. Se insiste que el pobre (incluso el niño pobre) es responsable de sus padecimientos. Como contrapartida, se le enseña al privilegiado que su condición es el resultado de una «justicia invisible», un «karma», que, contrariamente a lo que le ocurre a la víctima, cuya incapacidad y pereza existencial lo arroja a la miseria, lo convierte en autor exclusivo de su propia «felicidad». 

La «orientalización» de la sociedad argentina es un signo de la meritocracia y la indiferencia en ascenso que ha conquistado sus imaginarios. La indiferencia se extiende como el agua sobre el cerebro plano que promueve la cultura del mindfulness, y la la desigualdad es registrada de manera imperturbable en el espacio que habilita la posmodernidad contemplativa.

En el marco de estos registros, quien se resiste y protesta es juzgado como perverso y oportunista, y sobre todo de mal gusto. Los movimientos políticos que asumen las banderas de los sectores populares, como hipócritas y corruptos. Los movimientos sociales que asumen la responsabilidad de la crisis, pero no se conforman con cultivar un espíritu caritativo, de irresponsables y extremistas. En cambio, quien castiga arbitrariamente, maltrata con crueldad y mata sin escrúpulos es convertido en héroe de la patria imaginada para pocos. Como señalaba en agosto de 2018 la CORREPI (Coordinadora contra la represión policial e institucional) en Argentina, cada 21 horas una persona es asesinada por las fuerzas de seguridad. Eso supone, de acuerdo con la coordinadora, que las ejecuciones se han convertido en una política de Estado.  

El Papa no ha dudado en apuntar al corazón de esta enfermedad patológica que algunos argentinos sufren de manera crónica, al tiempo que se persignan y hacen ofrendas de luz a la virgencita o al santo budista de turno para que los proteja. Uno puede fingirse honesto y realista cuando abusa verbal y físicamente de una víctima social, cuando se enzarza en una disputa para probar la hipotética indecencia que supone garantizar sus derechos, pero al hacerlo demuestra finalmente que no es otra cosa sino un xenófobo, un racista, un abusador, nada más y nada menos.  El periodismo que azuza y lucra con las expresiones de quienes piden la crucifixión del pobre, del inmigrante, es practicado por los Poncios Pilatos que ilustran historias milenarias. Por eso el Papa no ha dudado en señalar en el Sínodo que en estos días se realiza en tierra latinoamericana, de manera clara y fuerte para que se escuche en Argentina, que en nuestra patria crece otra vez la maldad en su forma más perversa, la del odio hacia los más débiles.

EL ALMA DE LOS ARGENTINOS


En alguna ocasión, el Jefe de Gabinete, Marcos Peña, sostuvo que el objetivo de su gobierno era "el alma de los argentinos". La expresión suscitó críticas y adhesiones. Los propios contrapusieron a la "obsesión" por la heladera, las convicciones. Los ajenos intuyeron lo que ese alegado ponía al descubierto de la política oficialista.  

Desde aquel momento hasta la fecha "han pasado no pocas cosas" en Argentina. El descenso a los confines de las estadísticas mundiales posiciona al gobierno de Macri como el peor de la reciente democracia argentina. No solo por la situación que suscitó en términos absolutos, sino por su significación en términos relativos: en función de la herencia recibida. Hemos dejado atrás las referencias a la "pesada herencia", para recuperar críticamente la llamada "década ganada", para sopesar claros y oscuros, redefinir direcciones y corregir faltas.

Por otro lado, empezamos a tomar consciencia de que el triunfo de Macri en 2015 no fue el exclusivo logro de la derecha argentina revitalizada y modernizada, como nos quiso hacer creer ingenuamente el "periodismo lúcido de la tercera vía" en el 2016, cuando se hablaba del macrismo como de la "nueva derecha". Hoy sabemos que el triunfo macrista fue el efecto acumulado de un conjunto de límites intrínsecos de la economía argentina, combinado con estrategias globales de los poderes "imperiales", en el marco de una guerra geopolítica que tuvo en Latinoamérica uno de sus frentes de batalla. Esa estrategia imperial se encuentra desnudada: inteligencia, medios y judicatura son los actores que hoy reemplazan a la antigua alianza cívico-militar contra el Demos

Ahora bien, la derrota de Mauricio Macri en las urnas, el reconocimiento electoral del rechazo por parte de una amplia mayoría de sus políticas, no implica necesariamente un repliegue de los poderes que condujeron a Macri a la presidencia para llevar a cabo su cruzada “pro-ricos y pro-especuladores” en contra de las grandes mayorías, ni la renuncia de algunos de sus votantes a su épica excluyente. Por el contrario, lo que se espera es forzar a Alberto Fernández a que convierta su gobierno en una etapa (1) de contención de la explosiva situación que vive el país en el terreno social a través de un "nuevo contrato de ciudadanía", aún no definido, y (2) de autocontención en lo que respecta a corregir las políticas que permitieron la desposesión sistemática del pueblo argentino por parte del poder corporativo y financiero. La expresión "ministerio de la venganza" con la cual se amenaza al futuro gobierno denunciando un supuesto espíritu revanchista no tiene otra finalidad que condicionar la revisión de aquellas políticas de saqueo que el macrismo promovió en nombre de sus "amigos". 

El retorno a políticas social-demócratas (u ordo-liberales) no garantiza un futuro de prosperidad si —como proféticamente señaló Marcos Peña en su infame discurso— "el alma de los argentinos" se encuentra efectivamente bajo el imperio del poder pretendidamente "civilizador" que el imaginario macrista fue inoculando en la sociedad argentina, imponiendo gestos, hábitos, modos de comportamiento que condicionan la implementación de políticas genuinamente democráticas y populares. 

Foucault advertía sobre esta cuestión en Vigilar y castigar cuando—tal vez de manera hiperbólica— enfatizaba las "disciplinas" que impone el poder tecnológico que subjetivizan y subyugan al sujeto (político). Para Foucault no es a través (o sobre) el cuerpo que el poder se realiza, tampoco a través (o sobre) la consciencia que impone su dominio. La materialidad sobre la cual recae el poder es el "alma". En este caso, "el alma de los argentinos" donde el macrismo impuso su señorío.

La expresión "alma", sin embargo, puede llevar a malentendidos. Alma no es aquí una entidad metafísica o trascendente, tampoco es una ilusión promovida ideológicamente. Aquí "alma" es una realidad (material) que pesa sobre el cuerpo, o que lo envuelve, o lo posee desde su interior. El alma es como una nevada que cae sobre el mundo imaginado por Oesterheld y Solano Lima en El Eternauta, que envuelve y mata, que cae sobre la sociedad parejamente, pero se experimenta como un aura envolvente sobre los cuerpos y las consciencias de los individuos. El alma es esa realidad material a través de la cual el poder castiga, controla, entrena, supervisa. 

Por consiguiente, la herencia de Macri no debe leerse exclusivamente en términos economicistas, sino también políticos. Como señala la filósofa política Wendy Brown, entre el neoliberalismo y el neoconservadurismo existe una sinergia histórica que se materializa en los nuevos sujetos nacidos de esta copulación nefasta. Tras la fase economicista, tras las ruinas del neoliberalismo en su expresión tecnocrática, emerge la estrategia moralizante, neoconservadora a través de la cual se pretenden blindar ante la sociedad las ventajas adquiridas en el período de desposesión, inventando chivos expiatorios. En este sentido, es un error interpretar los desafíos que enfrenta el gobierno en ciernes de Alberto Fernández exclusivamente en términos económico-financiero y sociales, entre otras cosas porque, para hacer las transformaciones que esperanzan a los más afectados por esta crisis, se exige un rescate del alma de los argentinos.

En la esfera pública argentina no resulta difícil rastrear el trasfondo ideológico del proyecto político que el macrismo reivindicó, con su peculiar comprensión de lo "civilizado" y lo "bárbaro". Este imaginario reaccionario que anima a una parte importante de la ciudadanía se pone de manifiesto en los gestos, los hábitos, los comportamientos introyectados del nuevo sujeto neoliberal que resiste, pese a toda evidencia, el fracaso de su gobierno. 

El alma del sujeto que habita el planeta macrista, con sus satélites orbitando solapadamente en otros espacios, rutilantes u opacos, comparten una visión del bien en la que se conjugan, por un lado, la asunción del homo œconomicus como paradigma de la humanidad misma y, por el otro, un moralismo excluyente, detrás del cual se atrincheran las minorías privilegiadas y los sectores resentidos de la sociedad que en las "ruinas" que ha dejado tras de sí el neoliberalismo, han aprendido a despreciar las reivindicaciones de los más vulnerables. 

EL MORALISTA EN SU LABERINTO. ESPERT EN CIUDAD GÓTICA


Los neoliberales argentinos a la derecha de Macri han ganado prominencia en la esfera pública de un tiempo a esta parte. Se los ve a menudo en la pantalla chica, se los convida a hacer diagnósticos y pronósticos catastrofistas para beneplácito de la audiencia angustiada y el rating, y se los anima a mostrarse intransigentes y despiadados en sus opiniones. Se los trata como gurús incomprendidos y se respeta sus trinquiñuelas argumentativas como si se tratara de voces oraculares o magos estelares. 

Ahora «los neoliberales a la derecha de Macri» prometen desembarcar en la Ciudad de Buenos Aires con sus pretensiones de sospechosa novedad, después de los míticos 70 años de decadencia que ofrecen como veredicto condenatorio de la sociedad argentina en sus diagnósticos que, según nos dicen, han estado marcados por (1) el autoritarismo que suponen los anhelos de «justicia social» (ese nombre prohibido para los ideólogos del fundamentalismo del mercado) y (2) una política legislativa inquietantemente invasora, ocupada en cuestiones de interés público que van más allá del horizonte de sus funciones, que no serían otras que la de promulgar inocuas abstracciones legales universalistas dirigidas a garantizar la protección de la esfera personal, especialmente en el mercado (la principal víctima del mal populista). 

Los neoliberales son los paladines en la defensa de los individuos frente al insaciable apetito del Estado, la política partidaria y la patria contratista. Esto los define en contraposición a peronistas, kirchneristas, comunistas, chavistas y papistas «ingenuos», o no tan ingenuos, embelesados con la cultura popular, las peregrinaciones con santos al hombro, y las manifestaciones de tinte facistoide o carismáticas, los fetiches de la sociedad, la clase o el pueblo, según sea el caso. 

No hace falta mucho empeño intelectual ni dotes especiales para constatar que estos personajes que conquistan hoy las pantallas televisivas, envalentonados por productores, periodistas y conductores de pantalla, recurriendo a las fórmulas hayekeanas y miltonianas al uso, salpimentadas con las nuevas estrategias mediático-comunicacionales, son copia fiel de los visionarios de la Sociedad Mont Pellerin y tienen antecedentes locales que se remontan varias décadas en nuestro oprobioso pasado. Forman parte de esa tradición venerada entre los privilegiados que supieron articular de manera efectiva los imaginarios que las élites globales, a partir de la década de 1970, impusieron como «sentido común», como «nueva razón del mundo», a fuerza de descalabros financieros, extorsiones y guerras preventivas, o un aceitado entramado organizativo de think thanks, programas de investigación académica, organismos no gubernamentales, organizaciones internacionales y una agresiva agenda mediática para conquistar el corazón de los electores desorientados y resentidos. 

A la arrogancia calculada y la pretensión de profundidad de los adalides antipolíticos y antisociales que, primero, se presentaron como alternativa al macrismo y ahora se apañan para volver a su primera y última trinchera, la que defiende heróicamente el incomprendido Rodríguez Larreta, hay que sumar la teatralizada interpretación de sus papeles como enfants terribles en el debate público. Esa teatralización sirve para enmascarar su auténtica estrategia argumentativa que consiste en atacar, por un lado, cualquier agenda constructiva de la política, recurriendo a las acusaciones ad hominem y la caricaturización (cuando no ridiculización) de sus oponentes, basadas en groseras tergiversaciones históricas y teóricas; y por el otro, el vilipendio que exhiben ante cualquier discurso que haga referencia a la «justicia social» al que tildan como mera expresión de «imbecilidad» o, peor aún, «totalitarismo» (Milei, Espert dixit).

Estas dos estrategias se consolidan para facilitar la agenda de «protección de la esfera personal» supuestamente amenazada por las ambiciones desbordadas de las hordas socialistas, comunistas, chavistas y kirchneristas que, nos dicen, «quieren robarte lo que te pertenece» utilizando el Estado, la política, los derechos humanos, el discurso de la igualdad, el feminismo, y la pobreza, para estafarte. Sin embargo, lo que hay detrás de esta obsesión por la defensa del individuo frente al cuco socializante es el empeño por ampliar la esfera de lo privado más allá de todo límite justificable, con el fin de bloquear cualquier iniciativa democrática inspirada en los principios de la igualdad y la fraternidad, o promulgada para proteger a la sociedad misma de los excesos de un «mercado» en el cual los grandes y poderosos especuladores son protegidos en nombre de la «libertad», en desmedro de la vida y dignidad de las grandes mayorías, quienes padecen sistemáticamente la destrucción de sus «esferas personales y familiares».

En las últimas horas, Rodriguez Larreta ha conseguido unir fuerzas con los neoliberales de fuste en la ciudad de Buenos Aires para contener la creciente amenaza del candidato del Frente de Todos que le juega la partida: Matías Lammens. El acuerdo no es contra natura, como algunos quieren hacernos creer. Entre Macri, y tipos como Espert o Milei hay más coincidencias ideológicas de las que estos últimos estarían dispuestos a reconocer. Sin embargo, como ocurre con el hemisferio izquierdo, también en el hemisferio derecho hay rencillas y una geografía política compleja y disputada. Como el marxismo (o el peronismo), la derecha neoliberal y neoconservadora, no es un bloque homogéneo sino que se dice de muchas maneras, como el ser de Aristóteles. Se trata más bien de un mosaico de propuestas teóricas diversas y opciones estratégicas en pugna que, sin embargo, tienen algo más que un «aire de familia», porque además saben guardar las formas cuando es conveniente y fructífero para sus intereses de clase. 

De este modo, después del estrepitoso fracaso de Macri, empezamos a vislumbrar de qué material estará hecha la oposición al gobierno de Alberto Fernández que lentamente comienza a dibujarse ante nuestros ojos. La pasión neoliberal y neoconservadora, pese al fracaso de Macri, sigue estando vivita y coleando en la Argentina. Ninguna catástrofe que pueda achacársele a este bloque de poder apagará esta persistente obsesión argentina que, como ocurre con el peronismo, forma parte de nuestro ADN, y como el peronismo también, puede ser acusada sin exageración alguna de ser responsable de los últimos 70 años de hipotética «decadencia argentina».



DOS CITAS SOBRE LA GRIETA Y EL SHOPPING.

Como dice la escritora argentina Mónica Peralta Ramos:

«El miedo a los de abajo tampoco es algo nuevo. Por sus poros circula el sudor de una grieta que arranca en los orígenes de la República. Desde un inicio nuestro país se ha visto dividido por una lucha sin cuartel entre los pocos que tienen mucho y los muchos que nada tienen. Estas luchas nunca fueron saldadas y sus turbulencias impregnaron la visión del mundo y de la historia que emanó de los intelectuales que durante mucho tiempo hegemonizaron el discurso de la República. Así, por ejemplo, ese miedo se filtra en el asombro de Juan Bautista Alberdi al conocer a San Martín en 1843 en Francia y darse cuenta de que “no era un indio, como tantas veces me lo habían pintado. No es más que un hombre de color moreno”. El miedo irrumpe descontrolado en la ira de Sarmiento contra los gauchos, esa “chusma de haraganes… incivil, bárbara y ruda” contra la que “no hay que economizar sangre (que) es lo único que tienen de humanos”. (Carta del director de la guerra de policía, Domingo F. Sarmiento, al presidente Bartolomé Mitre, 20 de septiembre de 1861). También aparece en su apelación al exterminio de los indios “porque son incapaces de progreso. Se los debe exterminar sin siquiera perdonar al pequeño que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado” (El Nacional, 25 noviembre 1876)»

Por su parte, dice David Harvey en Espacios de Esperanza:

«Como remarca Benjamin en su libro sobre los pasajes parisinos del siglo XIX, todo el entorno parece diseñado para inducir el nirvana en vez de la consciencia crítica. Y muchas otras instituciones culturales - los museos, y los centros patrimoniales, las arenas de espectáculo, las exhibiciones y los festivales - parecen tener como propósito el cultivo de la nostalgia, la producción de la desinfección de la memoria colectiva, el cultivo de sensibilidades estéticamente críticas, y la absorción de posibilidades futuras en una arena no conflictiva que está eternamente presente. Los continuos espectáculos de mercancía cultural, incluida la mercantilización del espectáculo mismo, funciona como un molde para la actitud hastiada (la fuente de toda indiferencia) que, como hace mucho señaló Simmel, es la respuesta al excesivo estímulo de la configuración urbana. Las múltiples utopias degeneradas que hoy nos rodean - el shopping y las utopías «burguesas» comercializadas de los suburbios son paradigmáticas - son tanto una señal del fin de la historia como el colapso del muro de Berlín. Instancias de aceptación, en vez de crítica, de la idea de que «no hay alternativa», excepto la que nos ofrecen conjuntamente las fantasías tecnológicas, la cultura mercantilizada, y la interminable acumulación de capital.»

De este modo, combinando las citas de Peralta Ramos y de Harvey podemos caracterizar ese «otro lado» de la grieta que, pese a sus odas al diálogo, hoy furiosamente vocifera contra la democracia misma (ahora culpable de todos nuestros males); ese otro lado de la grieta en el que se expresa impunemente el odio al pobre y el deseo de apropiación; ese otro lado de la grieta que justifica las prácticas sistemáticas de exclusión, y aplaude la angurria desbocada. 

MACRI Y LA NATURALEZA HUMANA

El momento de la universalidad

En estos días de esperanza contenida, confusión, desengaño e ira, necesitamos, además de articular nuestra capacidad discursiva dirigida a volver a ganar en la próxima contienda electoral, reflexionar en profundidad el tiempo que se cierra frente a nosotros, para encarar el abismo que se abre a nuestros pies.


Las elecciones de las PASO, efectivamente, marcan un antes y un después. El gobierno derrotado se muestra iracundo, desorientado, ansioso y proclive a seguir cometiendo errores que empeoran nuestra situación. En algunos casos, la falta de templanza, sumada a la distorsión ideológica y la ausencia de «densidad moral» de sus referentes amenaza con convertir en catástrofe lo que debería ser, sin más, un traspaso de poder en el ciclo de alternancias que supone el ejercicio de las democracias modernas. 

Esta confusión no es fruto casual de las personalidades en pugna en la contienda electoral, ni es el resultado de la praxis política profesional. Tampoco es el fruto de una supuesta perversión o decadencia cultural de los argentinos, como se repite con demasiada asiduidad. Más bien es la expresión de una confrontación histórica, nunca saldada, entre diferentes «modelos de país». Los diversos hitos de esa historia deben leerse, primariamente (aunque no exclusivamente) en términos de «universalidades» en disputa. Por supuesto, los personajes no son irrelevantes. Los «próceres» que entroniza cada facción en su lucha por la hegemonía cultural encarnan dichas universalidades y las virtudes que supuestamente se promueven.

Pero, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de un «modelo de país»? Las coyunturas económico-financieras que atraviesa la Argentina cíclicamente invitan a pensar la cuestión de manera reduccionista. El nudo de la cuestión, nos dicen, gira en torno a la teoría económica que defienden los candidatos. De este modo, pertrechados con la argumentación consagrada globalmente para el caso, los economistas locales repiten sus razones para probar las bondades de sus propias recetas y las desdichas que causan (de maneras visibles o mediatas) las de sus contrincantes. Keynesianos, neokeynesianos, liberales clásicos, anarcoliberales, ordoliberales, marxistas y neoliberales de variados pelajes ocupan las pantallas televisivas explicando en lenguaje barrial para nuestras latitudes sus diagnósticos de época y las escasas recetas que en este presente incierto les es permitido delinear. 

Sin embargo, la cuestión del «modelo de país» queda oscurecida debido, entre otras cosas, a las fórmulas reduccionistas que imponen las ecuaciones económicas. Lo cierto es que, en el fondo, lo que se encuentra en disputa son «filosofías políticas y sociales» contradictorias, al borde de la inconmensurabilidad en algunos casos. 

Por consiguiente, lo que quiero defender es que lo que está en juego no son una serie de medidas económicas, ni siquiera concepciones económicas disímiles, sino que lo que disputamos es qué figura del Estado argentino imaginamos debería inspirar nuestras acciones políticas en el futuro que se abre ante nosotros. Y eso no significa, exclusivamente, pensar al Estado en el marco de su intervencionismo en el imaginario mercado que los liberales y neoliberales conciben como sagrado y exigen intocable. Implica también pensar el modo en el cual el Estado se entiende en relación a la sociedad civil de manera más amplia e incluyente. Entre otras cosas, cómo entender al Estado en relación a la ciudadanía y lo que implica ser ciudadano en términos de derechos y obligaciones en uno u otro Estado imaginado. 

En este sentido, el macrismo ha demostrado que la relación que imaginan entre el Estado y la población sobre la cual este ejerce su poder se da de bruces con nociones sustantivas de derechos de «ciudadanía». El macrismo concibe al Estado como instrumento al servicio de los mercados, y dentro de los mismos, como un instrumento al servicio de las corporaciones económicas. El macrismo llegó al poder con el propósito explícito de posicionar a sus electores («el mercado») en una posición estratégica para librar otras batallas, en otros escenarios, para los cuales los «accidentes» locales son insignificantes. La pasión macrista por «volver al mundo», por ejemplo, y la fascinación macrista por la figura del alto ejecutivo de multinacional (CEO) como paradigma de la nueva política dice mucho de la filosofía política y social que inspiró a este gobierno fallido.

Se non è vero, è ben trovato


Por ese motivo, tildar de necedad e insensibilidad a Macri y a su entorno resulta problemático, porque al hacerlo esquivamos el antagonismo ideológico. Los movimientos nacionales y populares en cualquiera de sus formas no son repudiados por la real o supuesta corrupción de sus líderes, sino que, por el contrario, la corrupción real o supuesta de esos líderes es bienvenida porque sirve para argumentar contra las posiciones ideológicas defendidas por los líderes de esos movimientos. Por ese motivo, suelo decir que, si un gobierno popular fuera inmaculado moralmente y tuviera éxito en sus políticas alternativas, habría que inventarle de todas maneras corrupciones y escándalos para desacreditarlo ideológicamente. Buena parte de la política internacional se justifica de este modo. Si los enemigos del capital no son corruptos, habrá que volverlos tales para beneficio del capital. 

En este sentido, el macrismo es una forma de «populismo», en contraposición de las «formas populares de hacer política» y, por consiguiente, promueve una forma de hacer política que es  profundamente «anti-popular»: es decir, está al servicio de intereses que perpetúan y extienden la explotación de los de abajo, utilizando estrategias discursivas e implementando políticas cuyo fin es manipular la voluntad popular para ponerla al servicio de los sectores oligárquicos.

Esto se ha puesto de manifiesto de manera reiterada en las expresiones de sus funcionarios, y en las expresiones del propio presidente en más de una ocasión a lo largo de toda su carrera como funcionario público, primero en la ciudad de Buenos Aires, como intendente, y luego como presidente de la República. Macri desprecia al pueblo argentino, como desprecian al pueblo argentino todos los representantes políticos al servicio de proyectos que dan la espalda a los intereses y necesidades de las grandes mayorías populares, que están preparados a hambrear y reprimir a esas mayorías en nombre de un ideal político que se basa, justamente, en imaginar nuestro país sin esas mayorías, o con esas mayorías «reconvertidas» para servir a los intereses de las minorías privilegiadas. 

Contra la justicia social

Hemos de ser claros en este asunto. Más allá de las alternancias circunstanciales y los «golpes» de efecto que han interrumpido cíclicamente la continuidad de los proyectos nacionales y populares con el fin de imponer la visión de una minoría y garantizar sus intereses de clase, la sociedad argentina se caracteriza por el persistente empeño en materializar un tipo de organización política basada en una noción muy peculiar de la «justicia social». Y con ello no me refiero exclusivamente al peronismo, aun cuando es evidente que es en el vocabulario «justicialista» que expreso en este contexto esa dimensión utópica de una «comunidad organizada» en la que se inspira la política popular en el ámbito local. Entre otras cosas, porque eso que llamamos peronismo o justicialismo es un movimiento diverso, que encuentra en su seno expresiones variadas, muchas veces en tensión antagónica, pero que en ocasiones es capaz de acomodar en su seno las más diversas expresiones dentro del espectro ideológico, especialmente cuando a lo que se enfrenta es a una concepción «neocolonial», si se me permite el vocablo, que en el presente adopta políticamente una forma cultural cosmopolita al servicio del capitalismo financiero y un acceso privilegiado a los mecanismos del Estado que facilita la apropiación y la monopolización de los recursos naturales y del trabajo humano.

Por consiguiente, cuando decimos que lo que está en disputa detrás de la ecuación de cada economista es una filosofía política y social, lo que estamos diciendo, en última instancia, es que los economistas responden implícitamente a una cierta concepción de la «naturaleza humana» o, al menos (y mayoritariamente en nuestras circunstancias locales), a una concepción de la naturaleza del «pueblo argentino». Cuando escuchamos a esos economistas y dirigentes políticos comparar a la sociedad argentina y a su gente con los llamados «países serios», estamos ante una descalificación en toda regla de las mayorías populares, y una distinción implícita de esa Argentina profunda con quienes emiten esos juicios despectivos respecto a los imaginarios y prácticas sociales del pueblo argentino, y se identifican con las minorías ilustradas. 

No se necesita demasiada perspicacia para identificar ese trasfondo en el macrismo. La derecha vernácula, tanto en sus formas neoconservadores como neoliberales, tiende a responsabilizar al pueblo y a sus líderes de todos nuestros fracasos, y se inclina por concebirlos como lo bajo, lo oscuro, lo corrupto, lo pecaminoso, la causa fundamental de nuestra frustración colectiva. En contraposición, identifica a las élites ilustradas como las portadoras de una verdad salvífica, conectada al mundo, sofisticada y civilizada. Es decir: sigue afirmando la concepción sarmientina de la antinomia «civilización y barbarie», lo cual le sirve de base, dicho sea de paso, para intentar imponer una nueva regla educativa que está enteramente al servicio del capital (en contraposición a una educación al servicio de la libertad) y un nuevo registro represivo (con el fin de contener los malestares que esta reconversión de «la gente» a mero instrumento produce). En síntesis: estas minorías están empeñadas y obsesionadas por superar las tradiciones políticas populares como el peronismo, a las que tildan de «populistas», al que acusan de supersticioso, y asocian a la fealdad moral y al oportunismo, y por medio del cual explican el fracaso histórico de la sociedad en la que vivimos: la famosa decadencia de los últimos 70 años de los que nos hablan personajes como José Luís Espert o Fernando Iglesias. 

Psicología y política

En este contexto, el enfado de Macri no es (o no es solo) una muestra de la debilidad moral del presidente frente a la adversidad de la derrota. Se trata más bien de la expresión de su fanatismo y su obsesión política. Macri es heredero de una tradición que tiene como principal objetivo contener las aspiraciones de las grandes mayorías populares, que desprecia sus reivindicaciones y considera a la patria como objeto de su exclusivo señorío. 

Como señalaba hace ya muchos años la filósofa política Ellen Meiksins Wood, los sistemas políticos de pensamientos institucionalizan específicas concepciones del ser humano que favorecen, premian, o privilegian ciertos tipos ejemplares de seres humanos. El macrismo pretendió convertir a figuras como Juan José Aranguren, Luís Caputo o Carolina Stanley, entre otros, en paradigmas de la nueva política argentina. El CEO, el especulador financiero, y la directora de ONG, imitando la estética de la gobernanza neoliberal, se unieron durante cuatro años con el fin de materializar el sueño cosmopolita de las élites argentinas para el siglo XXI. El resultado: un fracaso rotundo que, una vez más, los sectores populares tendrán la responsabilidad de subsanar.

«SI NO GANAMOS, LA GUERRA...»



Los senderos no se bifurcan


Macri eligió a los generales que librarán la batalla final por «el alma de los argentinos»: Marcos Peña y Elisa Carrió arengan a la tropa para que se inmolen por la República de Mauricio. 

La épica es mentirosa y berreta a esta altura del partido. No es solo la economía (¡Estúpido!), la sociedad está en terapia intensiva y las mismas instituciones de la patria republicana que el macrismo con aspavientos reclama como propia se han convertido en una caja de herramientas al servicio de la manipulación política, judicial y mediática. 

Una oscura conexión existe entre (1) los asesinatos a sangre fría perpetrados por las fuerzas policiales que la ministra Patricia Bullrich defiende a capa y espada, (2) las tramas corruptas que involucran a funcionarios de inteligencia, espías y periodistas en causas como las que investiga el Juez Ramos Padilla en Dolores, (3) las operaciones financieras al servicio de familiares y amigos, y las cuentas off-shore de funcionarios y (4) las declaraciones de guerra que el presidente Macri y sus secuaces pronuncian desatinadamente en estos días para revertir (dicen) el «palazo» de las últimas elecciones que (sin embargo) «no existieron»: extraña paradoja que expresa el maestro Zen devenido primer mandatario.

También existe un hilo invisible entre la catástrofe medioambiental en la Amazonia que mantiene en vilo a la opinión pública mundial en estas horas y la política de «tierra arrasada» que practica el gobierno y quienes con sus políticas se benefician: agroexportadores, compañías mineras y energéticas. 

¿Quién se acuerda hoy de las banderolas que Greenpeace desplegó en la exposición de la Rural hace unas semanas denunciando las practicas sistemáticas en el monte argentino que anuncian catástrofes análogas en nuestro territorio a lo que ocurre en la Amazonia? Macri, como Bolsonaro, reaccionó de manera análoga ante la denuncia: le inició una causa judicial penal contra la ONG internacional. Y Greenpeace respondió de manera análoga al modo en que lo hizo ante las denuncias de Bolsonaro, tildando las denuncias de ridículas y malintencionadas. 

¿Todos somos Amazonia?

Definitivamente, de poco sirve publicar mensajes en las redes sociales llamando la atención sobre la tragedia que los incendios suponen, al tiempo que hacemos oídos sordos o practicamos la equidistancia de los santos frente a los reclamos de justicia que apuntan a las causas profundas (políticas e ideológicas) de esas catástrofes naturales que todos repudiamos.

Sabemos que entre Bolsonaro, Trump y Macri existen coincidencias ideológicas notables, intimidades inconfesables y proyectos estratégicos convergentes. 


  • Los tres promueven y justifican la violencia (material y simbólica) como prerrogativa exclusiva y herramienta central de sus políticas sociales.
  • Los tres promueven el hambre, la opresión y la exclusión como método de control social y garantía de acumulación y monopolización de todas las riquezas a su alcance.
  • Los tres comparten alguna forma de desprecio moral hacia migrantes, minorías sociales o políticas, y apuestan por la confrontación como método de acumulación de poder.
  • Los tres han promovido a un mismo tiempo el desguace sistemático de cualquier política progresista promovida por el Estado y una generosa legislación a favor de los grandes capitales. 
  • Los tres han profundizado o facilitado las prácticas que ahondan el deterioro medioambiental, tanto en el ámbito urbano como rural, que en algunos casos (la Ciudad de Buenos Aires es un caso ejemplar) camuflan con «estética verde de ciudadanía responsable», dejando intacto el fondo del problema. 

El nuevo día de la marmota: 24A

El apoyo que su electorado brindó al gobierno de Macri en la jornada de ayer es encomiable en términos democráticos. Los porteños que apoyan a Macri salieron a la calle con sus banderas y vitorearon a su líder, y como en otros actos de signo contrario, dedicaron expresiones de oprobio a sus contrincantes. Nada que objetar, más allá de algunos gestos y actos de intolerancia que se viven en todas las marchas. 

En tiempos de crisis como los que vive el país, y con la encerrona en la que ha quedado atrapado debido a las «poco inteligente», tal vez «oportunistas» políticas desplegadas por el gobierno con la intención explícita de llevarnos a un nuevo idilio con el mundo que se traduciría en felicidad local para cada uno, sino colectiva, individualmente, las propuestas positivas que puede desplegar a esta altura son escasas. 

La oposición hace bien en señalar que a lo que se enfrenta son las políticas neoliberales promovidos por el gobierno, heredero del caudal ideológico y simbólico construido por el delarruismo, el menemismo, el ucederreismo, la dictadura militar y la llamada «Revolución Libertadora» y sus proles durante los 18 largos años de proscripción peronista. También hace bien en recordar que a sus espaldas, la coalición que lidera Fernández tiene una tradición y una historia de resistencias que ha dado muestras de firmeza frente a los descalabros que produjo esa otra Argentina que hoy representan las fuerzas conservadoras del PRO aliadas al mediopelo del radicalismo antipopular. 

Sin embargo, en este contexto, las definiciones respecto al futuro gobierno en términos de medidas son precavidas y se dejan caer con cuentagotas. Sabemos que estamos hablando de dos países que son como gemelos que se miran de uno y otro lado del espejo. Son el mismo país, pero uno es diestro y el otro «siniestro», como nos recordaban las señoras y los señores encendidos por la ira en el centro de la capital porteña en estas horas. En cualquier caso, Alberto Fernández se atiene a una obviedad, el saldo positivo de doce años de gobierno kirchnerista en términos de inclusión social y desarrollo que se ven resaltados si se aprecia el hundimiento «neoliberal» causado por la progenie macrista. 

El macrismo solo tiene para mostrar al «cuco populista». Paradójicamente, el propio Macri y algunos de su funcionarios parecen atraídos por el discurso neofascista de personajes como Bolsonaro y Trump, y en los últimos días han dado muestras que han elegido como estrategia electoral seguir profundizando la brecha entre los argentinos. Lugartenientes como Bullrich y Carrió audazmente admiran y emulan a estos influencers del radicalismo político. 

Razones y sinrazones

La razón de esta estrategia del odio es evidente. El listado de logros que el macrismo tiene para ofrecer a su electorado es etéreo y no admite chequeos o repreguntas: cloacas, baches e institucionalidad. 

Los datos no acompañan el empeño que intenta transmitir el latiguillo de moda en los medios con el cual se pretende minimizar la mala praxis y el dolo de este gobierno en lo que concierne a lo más básico (la alimentación, la salud y la educación de los argentinos). El latiguillo dice que «con las obras públicas no se come», dando a entender que se ha hecho mucho, pero se ha descuidado la heladera. 

El argumento es falaz, porque los datos autorizados desmienten la extensión de las obras, y la escasez en la heladera es mucho más grave que lo que que denota la palabra «ajuste». Estamos hablando de millones de nuevos pobres e indigentes. Estamos hablando de una crisis de desnutrición infantil que avergonzaría a los gobernantes de otras latitudes más desfavorecidas. Estamos hablando de un país que, en el mismo período en el que manufacturaba la miseria generalizada de la población local recibía préstamos astronómicos del mercado financiero internacional, y luego un salvataje del FMI que se encuentra ya en los anales de la institución como el más cuantioso de su historia. Estamos hablando de un «miseria planificada», basada en el endeudamiento y la fuga. 

Efectivamente, decenas de miles de millones de dólares se fugaron al exterior, mientras los niños y las niñas argentinas acababan en comedores abarrotados, obligadas a alimentarse con dietas de escaso valor nutricional, forzadas a regresar a la mendicidad, y por ello expuestas, otra vez, a la corrosiva, morbosa, desempoderadora caridad que las «damas» y los «damos» argentin@s del PRO, muchos de ellos adeptos a la espiritualidad reconvertida cool,  «socialmente responsable», ofrecen como sustituto de los difamados derechos que un gobierno peronista (ese demonio nacional tan denostado) se ocupó de reconocer a las mayorías populares y que un gobierno neocon y neoliberal se aplicó a recortar, para convertir a la patria, eso dicen, «en un país serio». 






EL YOGUI TONTO Y LA PATRIA FINANCIERA

El macrismo se presentó ante la sociedad argentina como una comunidad aggiornada de gente cosmopolita que valora la expertise y el esfuerzo personal por sobre todas las cosas, y cultiva formas cool de trato personal inspiradas en la cultura corporativa. El cambio que propuso estuvo basado en una reevaluación de la educación, en el desprecio hacia las formas críticas de pensamiento, y la exaltación del pragmatismo y la eficacia que son exigidas en las esferas transnacionales donde la habilidad financiera y la estética de la firmeza inescrupulosa frente al infantilismo popular y el sentido común de las poblaciones prima por sobre la compasión concreta hacia el otro de carne y hueso que padece nuestros triunfos.

El macrismo llevó como uno de sus estandartes más elevados el compromiso con el diálogo abierto, franco, constructivo, y salpimentó sus performances discursivas en el espacio público-mediatizado con metáforas extraídas de los libros de autoayuda que sus gurús le inculcaron para triunfar y asegurar su continuidad en la victoria, convirtiendo a su electorado en una masa acrítica de votantes que asumieron su heredada pureza histórica y reinterpretaron el desquicio socio-económico e institucional como un antídoto necesario para embarcar de una vez por todas a la Argentina en una senda de progreso. «Argentina tiene que convertirse, por fin, en un país serio». Y eso significa deshacerse de ese sector del pueblo, mediocre y oportunista, que aún confía en el peronismo, entendido como una banda de corruptos audaces. 

Estas fueron las marcas de identidad de una política que, como ocurrió con los representantes de la llamada «Revolución Libertadora», el onganiato, los militares genocidas, el menemismo y el delarruismo, tuvieron su tiempo de gloria, para regresar a los anales del despropósito en los que cíclicamente se repite la sociedad argentina, conduciéndola de regreso a sus acontecimientos catastróficos. 

Los números estadísticos son inimpugnables. Sin embargo, el heredado antiperonismo no conoce de razones. El fracaso del gobierno, pese a la apabullante realidad que las urnas dejaron a la vista de todos, no alcanza para sofocar el odio y el miedo que alimenta al núcleo duro de una ciudadanía que se empeña en su moralismo hipócrita y su discriminación sistemática de aquellos a quienes juzga diferentes. 

Las redes sociales no son una medida fiable, pero en estos días proliferan expresiones eugenésicas que explican, pese a la evidencia de la mala praxis de sus referentes gubernamentales, y el fracaso evidente del modelo promovido, los votos que aún conserva la coalición derrotada. Un militante de este espacio exigía de este modo a su círculo de contactos en las redes la necesidad de no dar el brazo a torcer en las elecciones de octubre: «El macrismo no será abono para nuestra tierra, pero es el pesticida que necesita el país para sacarse de encima a los parásitos que habitan en ella». 

Macri conquistó el gobierno con tres propósitos como banderas: (1) reducir la inflación y alcanzar el equilibrio fiscal, (2) pobreza 0, y (3) terminar con la grieta. Ninguna de estas promesas se cumplió. 

La inflación es hoy muchísimo más alta que en 2015, y el peligro de espiralización de la misma se encuentra latente, pese a la profunda recesión que vive la economía argentina. El desequilibrio fiscal ha crecido al ritmo del achicamiento de la economía en términos absolutos. 

En este contexto, la situación social es muy delicada. No solo han aumentado los índices de la indigencia y de la pobreza, sino que la totalidad de la sociedad argentina se ha visto empobrecida de manera alarmante, elevándose de modo preocupante los datos de la desigualdad. El endeudamiento a nivel nacional y provincial (especialmente la provincia de Buenos Aires que gobierna María Eugenía Vidal con cara de «yo no hice nada») es exorbitante. También las familias han debido hipotecar su futuro para subsistir en este presente de «crisis terminal». 

Finalmente, el desencuentro de los argentinos es hoy más profundo que el de ayer, debido, paradójicamente, al anti-republicanismo y a la inseguridad jurídica promovidos por el gobierno del Ingeniero Macri, quien ha elegido la estrategia de la persecución judicial y mediática, las prisiones preventivas, la opacidad frente a la transparencia, las operaciones de inteligencia, la extorsión y el escrache, en síntesis, el juego sucio, para enfrentar a una oposición que, contrariamente a lo que se predica, ha actuado durante estos cuatro años con mesura democrática y apego a la institucionalidad del país, aún en el descalabro y pese a las reiteradas muestras de autoritarismo del gobierno en funciones.  

Mientras una parte del electorado macrista, a pesar de la derrota de las PASO, vuelve a encender su discurso victimista y retoma la campaña, ahora más radicalizada que nunca entre sus bases, asumiendo sin miramientos formulaciones que en otras latitudes serían consideradas como «de extrema derecha», otra parte del electorado que en el 2015 apoyó su candidatura se esconde detrás de esa nueva cultura, indiferente políticamente, abocada a las prácticas onanistas de la espiritualidad posmoderna que ha inundado a la Argentina prometiendo apaciguar la zozobra que supone nuestro hipotético fracaso colectivo. 

El yogui tonto, el ciudadano políticamente indiferente y el macrista militante coinciden en un punto. Todos ellos juzgan que el país está cautivo de una supuesta obstinación populista. Anhelan trascender las vecindades de pobres que los rodean, el país «peronista» y sus modales poco sofisticados, los conflictos de clases, la miseria y la queja de la gente cualquiera. Para ello se imaginan volviendo al «mundo de los países serios», a la aventura del desarraigo cosmopolita, o a las purezas de sus inventados templos interiores. Todos ellos conforman el potencial mercado electoral donde se nutre y pesca votos Cambiemos para asegurarse algún tipo de supervivencia después del 10 de diciembre. 

Lo paradójico del asunto es que tanto uno como otro (el militante macrista y el yogui tonto) basan sus aspiraciones políticas en un axioma peligroso e imposible: que la Argentina real es una Argentina ilusoria que es posible reinventar desde cero. Digo que este axioma es «peligroso» porque todo proyecto que exija «tierra arrasada» para concretarse acaba sacrificando a las grandes mayorías populares a la exclusión y al olvido; y digo, además, que es «imposible» porque esas mayorías despreciadas no permanecerán pasivas y en silencio mientras las minorías iluminadas pretenden reconvertirlas. En una democracia sustantiva, como la argentina, estas mayorías, entre otras cosas, votan, defienden sus derechos, se movilizan. Y la historia nos cuenta que frente al poder autoritario se resisten, se rebelan y luchan. 

La tarea que tenemos por delante consiste en explicarle al yogui tonto y al ciudadano indiferente que no basta con descubrir o inventar nuestro Shambala personal en medio del descalabro, sino que debemos asumir el fracaso del país como una derrota y un fracaso propio, propiciando con ello la autocrítica, para empezar a construir una nueva visión para el futuro de la patria de todos.

EN EL ESPEJO «TRUMP». LECCIONES LOCALES

La discriminación no tiene dueño. Se manifiesta de muchas y variadas maneras. En nuestra época, la ejercita especialmente el rico contra el pobre, pero ha tenido históricamente innumerables iteraciones: religión, género, origen étnico, nacional, usos lingüísticos, costumbres, etc. Es fácil ver la paja de la discriminación en el ojo ajeno, pero más difícil asumir la barra que ciega nuestro propio aparato ocular. 

Hace un par de años pasé unos días en un pequeño pueblo de las Alpujarras, en la provincia de Granada: Capileira. Allí conocí a una madrileña que vive en la zona desde hace más de cuarenta años. Mientras me paseaba por los bares de la localidad, fue deshilvanando su historia personal. Un día, como muchos, la vida dio un vuelco. Dejó su piso en el centro de la capital y se mudó a un cortijo para ayudar a una amiga holandesa que estaba montando un emprendimiento equino para excursionista. Lo que se anunciaba como un evento efímero, se convirtió en la pasión de toda una vida por la Sierra Nevada y sus entornos. 

Entre copa y copa, me confesó que ella siempre será para la gente del lugar una madrileña, incluso para los capilurros y capilurras migrantes que han inventado sus vidas en otras latitudes de la península ibérica o más allá, que hoy solo pasan en el pueblo unas pocas semanas al año, y para sus hijos, que al llegar a la adolescencia empiezan a distanciar aún más sus visitas debido a la somnolencia pueblerina. 

Cuando en los veranos llegan los de «Barcelona», capilurrios y capillurias que migraron hace décadas a Catalunya para buscarse la vida, la tratan a ella como una extranjera. Llegan a la localidad como los dueños de la tierra. La gente del lugar los llama, sencillamente, «los de Barcelona», pero ellos mismos se reconocen como los verdaderos y genuinos herederos del pueblo. 

Pese a que ella ha hecho más por Capileira en todos estos años que cualquiera de ellos, que ha contribuido con sus emprendimientos cotidianos al mantenimiento de los tejidos sociales que hacen posible la existencia de la localidad, ella sigue siendo la de Madrid, y siempre será la de Madrid, con los derechos de opinión solapadamente coartados por la tácita discriminación de origen que imponen las reglas del juego. 

El cuento tiene miga, si uno se imagina el modo en el cual los capilurrios y capilurrias expresan sus indignaciones ante los catalanistas más fundamentalistas que, como ellos, establecen criterios de genuinidad y legitimidad entre los habitantes del país. Por más que lo nieguen las usinas mediáticas al servicio de la causa, es un lugar común la discriminación explícita o solapada basada en la cultura, la lengua o el origen de los ciudadanos. 

Sin embargo, como ocurre con el capilurro y la capilurra de mi anécdota es más fácil ver la semilla xenófoba o racista en el otro que ser capaz de identificarla en uno mismo. Como los peces, uno vive su atmósfera sin tener que pensar en ella. 

En cierta ocasión, el novelista estadounidense David Foster Wallace, hablando de la educación liberal, contó una anécdota sobre dos peces jóvenes que se encontraban animadamente discutiendo los acontecimientos de su arrecife coralino, cuando un pez adulto pasó a su lado y los saludos preguntándoles: «¿Cómo la están pasando en el agua esta tarde?» Una vez el pez adulto siguió su camino, los peces jóvenes se miraron atónitos preguntándose: «¿El agua? ¿Qué es eso?»

No cuesta mucho imaginarse a esos capilurros y capilurras despotricando contra la discriminación catalanista que les afecta, pero también imaginar a muchos de ellos coqueteando con las fórmulas xenófobas de Vox para afianzar sus privilegios locales. De igual modo, es habitual escuchar a muchos votantes de la ANC despotricando contra la xenofobia y el fascismo que anima a los votantes de Vox, pero más difícil que asuman su propia pasión como sujetos de privilegio en sus tierras.

Algo de eso nos pasa a todos cuando escuchamos a personajes como Trump, Salvini, Bolsonaro, Modo o Macri lanzando sus dardos envenenados contra minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, afirmando una esencia nacional o un pedigrí histórico que permite distinguir entre ciudadanos de primera y de segunda clase. Siempre hay alguien frente a quien nuestros compromisos democráticos parece poder suspenderse justificarse en vista de las siempre sospechosas razones que aducimos. 

Como hemos visto, entre algunos capilurros y capilurras de Granada y algunos catalanistas de fuste que ondean las banderas de sus privilegios, no parece que podamos establecer una diferencia sustantiva, sino más bien reconocer en ambos una común pasión humana: la de querer ser más que nuestro vecino a cualquier costo, incluso si para ello tienes que abrazarte a tu explotador o romper las lanzas con quien te ha ayudado a construir tu casa. Donald Trump acaba de mandar a varias congresistas a sus «países de origen». No es algo frente a lo que deberíamos indignarnos. Sería mejor aprender la lección en su espejo y actuar en consecuencia. 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...