Al día siguiente de las elecciones legislativas en la Argentina, estaba escuchando Radio M... a través del ordenador. No suelo hacerlo. Vivo muy lejos de la Argentina como para que sea mi preocupación política exclusiva. Sin embargo, no regateo la atención cuando la ocasión lo precisa.
Al aire, un periodista conducía una entrevista al consultor político del “Colorado” De Narváez, flamante triunfador en la provincia de Buenos Aires.
La primera pregunta giró en torno a la cuestión de los consejos que había ofrecido el consultor al candidato. La honestidad del ecuatoriano (el consultor es ecuatoriano) resultó esclarecedora. Mantenga las buenas maneras- le dijo. No haga del contrincante objetivo de su discurso. Sea positivo y optimista. No haga ningún tipo de apreciación ideológica: no hay izquierdas ni derechas.
La pregunta siguiente fue aún más interesante. El consultor, según supimos, fue en sus años mozos un activista político de izquierda. El periodista sacó a relucir la información que sus colaboradores habían encontrado en Google. El consultor dijo no sentirse avergonzado de su militancia de juventud. Sin embargo, aclaró, había servido a lo largo y ancho del continente durante una pila de años, y había tenido la fortuna de tener como clientes a toda clase de candidatos del amplio espectro que posibilita eso que llamamos las izquierdas y las derechas.
De acuerdo, dijo el periodista, pero ahora entre nosotros, ¿Digame si existen o no la izquierda y la derecha política?
El consultor hizo una pausa que parecía bien pensada y concluyó: Decir que uno es de izquierdas o de derechas no sirve para ganar votos. Eso es lo único importante respecto a mi trabajo. Mi función es asesorar al cliente para que gane una elección. Para eso me pagan.
Muy bien, apuró el periodista que con su entrenada intuición había comprendido que algo interesante se perfilaba por debajo de la respuesta del consultor, pero ahora dígame: estamos de acuerdo que las definiciones ideológicas no ganan votos, pero para usted ¿existe la derecha y la izquierda en la “realidad”, o se trata de etiquetas vacías?
El consultor volvió a hacer una pausa, y sentenció: Claro que existen, como no van a existir, a quién se le ocurre, pero con la ideología no se sacan votos.
¡Entonces, existen!, exclamó el periodista con cierta alegría. Claro, respondió el otro, pero al votante común no le importan ya esas cosas. Que sea de izquierda o de derechas es importante para la gente que piensa, para el votante informado, para aquel que lee, para el intelectual. Para el votante común lo importante es que el candidato sea próximo, íntimo, conectar con la imagen que ofrece, que su discurso sea próximo a sus preocupaciones. Yo le aconsejé a De Narvaez que dijera lo que la gente quiere escuchar.
El periodista estaba encantado con la honestidad del consultor. Aprovechó la euforia del buen hombre para sacarle más confidencias: Digame otra cosita, si usted tuviera que definir a De Narvaez, cómo lo haría. Bueno, dijo el consultor, De Narváez es un ejemplo de esta nueva clase de políticos que no necesitan ser de izquierdas o derechas, que saben acomodarse perfectamente a las circunstancias. ¿Y Macri?, interrogó hambriento el entrevistador. Bueno, Macri comenzó siendo un poquitín más inflexible, muy a la derecha, pero su experiencia en la Ciudad le está enseñando a ser flexible, a acomodarse sin preocuparse del perfil ideológico que pueda transmitir. Lo importante es seducir y dar tranquilidad a la gente.
¿Cree usted - siguió preguntando el periodista - que la confusión creada por los candidatos de Unión-Pro en la recta final, cuando De Narváez propuso la estatización de empresas privadas como YPF, y Macri por su parte señalaba la necesidad de re-privatizar las AFJP y Aerolineas Argentinas, causó alguna confusión en el electorado? No, no lo creo -respondió el consultor, sabiendo lo que decía. Esas cosas no son importantes para la gente común. Como le dije, eso le importa a la gente que piensa, que lee, que se informa, pero eso es un porcentaje muy pobre del electorado. Para el resto esas cosas son intrascendentes.
Muy bien, continuó el periodista, dígame en qué falló la campaña de Kirchner. En las maneras, respondió contundente el consultor. La verdad es que no es lo más importante el contenido de lo que se dice. Lo crucial es el modo. Kirchner sonó autoritario, no transmitió esperanza, fue muy negativo y se enfrentó con sus opositores con demasiada vehemencia. La gente quiere escuchar otra cosa. Es decir, quiere escuchar cualquier cosa, pero de otra manera.
(Esta entrevista que acabo de parafrasear no es una ficción literaria, es real como la palma de su mano o la palma de la mía)
Acabé de tomar nota en mi libreta de lo que había escuchado y bajé a la cocina a tomar un café.
Cuando regresé al ordenador había dejado de ser yo mismo. Estuve hasta la noche mirando como atontado como titilaba el cursor sobre la pantalla. No me salían las palabras.
Bajé a eso de las nueve y me encontré con mi mujer charlando con su madre sobre “cosas”. Habían llevado a los chicos a la cama y en la casa reinaba el feliz sociego que trae consigo el final de la jornada. Había olor a pan casero, a cocina de campo. Afuera llovía despacito. No llegué a sentarme cuando mi mujer me preguntó algo.
Quise responderle, pero no pude. Me había quedado mudo.
No podía hablar, no podía decir nada. Intenté articular alguna cosa, pero fue inútil, del fondo de la garganta me salía un ronquido incomprensible que no significaba nada.
Comprobé primero si podía pensar con cierta coherencia. Aparentemente estaba pensando. No sabría explicar como lo supe, pero lo supe. Recité mentalmente los primeros versos de la Divina Comedia; la primera entrada del Tractatus Logico Philosophicus de Wittgenstein; y una estrofa del Martín Fierro.
Pienso, sentencié.
Pero la lengua estaba hecha un nudo, y las cuerdas vocales se habían partido como una guitarra. No había manera de hacer que mis pensamientos salieran de mí.
Insistí durante unos minutos, pero ante el enojo de la familia que no creyó divertida mi bufonada, desistí.
Me metí en el baño.
Durante un rato largo me quedé ahí parado frente al espejo mirándome sin atreverme a nada. Se me escapó una lágrima, pero supe que ya no significaban nada. Las lágrimas ya no significan nada, pensé. Tampoco significa nada la risa. Tampoco el olvido. Tampoco ser.
Varias veces llamaron a la puerta, pero no quise abrirles. No me atrevía. Todo había dejado de ser real: todo estaba pérdido, hasta la importancia de la pérdida, hasta el pensamiento de la importancia de la pérdida y su contrario.
Una idea cruzó delante del escenario de mi mente como un pájaro frente a la ventana.
Maldije a Nietzsche.
Maldije a Platón.
Maldije a todos mis maestros de Oriente y Occidente.
Me maldije a mí mismo por haber creído en las malas palabras, en las palabras idiotas y no haber visto la verdad desde el principio.
Lo único que importa es ganar, ganar, ganar...
CONDENA MORAL PREVENTIVA
En una ocasión Noam Chomsky ofreció la siguiente imagen a fin de explicar la dificultad que existe para ofrecer cualquier punto de vista alternativo en un medio de comunicación convencional del siguiente modo. Supongamos, decía Chomsky, que fuera entrevistado por una cadena televisiva estadounidense y dijera, por ejemplo, que el gobierno de los Estados Unidos de América es la principal organización terrorista del planeta. Lo más lógico sería que me permitieran explicar una afirmación de este tipo que se contrapone de forma tan dramática con el modo en el cual el televidente medio concibe a su gobierno y comprende la noción de “terrorismo”. Sin embargo, si sólo puedo presentar mi tesis sin argumentación alguna que la sustente, es decir, si no se me concede el tiempo suficiente para desplegar los argumentos necesarios para contraponer mi posición con la opinión general, mi afirmación sonará más o menos como la siguiente: “He tenido una reunión secreta con agentes marcianos”. Es decir, será absolutamente descabellada.
Algo similar ocurriría si en un medio europeo se me ocurriera decir, por ejemplo, que los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y de los Kirchner en Argentina, son los mejores gobiernos que ha tenido Latinoamérica en muchas décadas.
Lo que me propongo, a continuación, es ofrecer una muy breve explicación de un mecanismo de condena moral a priori (la he llamado preventiva en alusión a la tesis defendida en su momento por la administración Bush) que tiene el propósito, en ciertos círculos, de evitar cualquier posibilidad de debatir racionalmente ciertas posiciones políticas, ciertos argumentos históricos, a fin de preservar el status quo.
El ejemplo que utilizaré a continuación es la concertada resistencia que existe a discutir ciertas cuestiones relevantes del devenir histórico y social (y por ende cultural) de Latinoamérica con la llegada al poder, en los últimos años, del conjunto de gobiernos llamados “progresistas” o "populista de izquierda", dependiendo de lo que se pretanda con ello, que han sido capaces, en una década, de redescribir y reconfigurar el escenario político haciendo factible la posibilidad “impensable” en otras épocas de establecer y dar continuidad a gobiernos populares que tengan como principal objetivo hacer partícipes a los desheredados, de los frutos que el continente tiene para ofrecer a sus habitantes. Estos frutos, apropiados durante siglos y de modo exclusivo por una élite, que aseguró su dominio hegemónico a través de la fuerza bruta y el apoyo explícito recibido de las grandes potencias que a través del poder de dichas élites defendían sus propios intereses, son ahora el objeto sobre el cual pugnan las fuerzas políticas y sociales.
No me considero una persona con una inteligencia inferior a la del común de la gente, ni pervertida moralmente de tal modo que mis opiniones deban ser puestas entre paréntesis como medida preventiva. Sin embargo, antes de ofrecer mi parecer sobre el asunto en cuestión, la mayoría de nosotros estamos obligados a realizar un largo preámbulo en el cual presentamos nuestro curriculum vitae a fin de probar que no somos descerebrados o aventureros del pensamiento, y a continuación, debemos ofrecer sonadas muestras de nuestra decencia moral, para evitar que de golpe y porrazo se nos acuse de desviados o trasnochados decadentes.
Una condena moral preventiva pone el onus de la prueba en los contrincantes en el debate hasta el punto que hace el mismo inexistente, y por lo tanto, interrumpe toda posibilidad de argumentación racional entre las partes a fin de hacer primar exclusivamente la visceralidad, el instinto, la piel, por sobre la razón. Quienes se encuentran encantados con el asunto son aquellos que tienen en sus manos el poder mediático, y a través de éste son capaces de hacer aflorar las reacciones más superficiales de la gente, aquellas que se fundan en el temor y el deseo.
En vista de la proximidad de las elecciones legislativas en la Argentina, y con el fantasma de la “chavización” que algunos medios han instalado en el escenario, quisiera ofrecer mi punto de vista, explorando, muy brevemente, si están sustentados en alguna razón objetiva (en contraposición a proyección meramente subjetiva) los dos odios que congregan y alimentan a muchos adherentes del movimiento anti-K, en cualquiera de sus versiones:
(1) Su profunda repulsión hacia el matrimonio K, y la acusación de que su gobierno es antidemocrático y autoritario; y
(2) la extendida opinión de que el gobierno de Hugo Chávez es una tiranía encubierta que amenaza a extenderse en el continente si no impedimos que el populismo vuelva a plantar su pie desnudo sobre nuestra tierra.
Mi tesis de fondo es la siguiente:
No me atrevería a sostener que los gobiernos K o el de Hugo Chávez han sido buenos gobiernos. Qué sea un buen gobierno, en términos generales, es algo difícil de responder. Sin embargo, si utilizamos el contraste como medida, la cosa se vuelve más asequible. Hay infinitas cuestiones que podemos reprochar a ambos ejecutivos, pero en vista a nuestra historia deberíamos ser capaces de reconocer que ambos gobiernos, en sus respectivos países, han sido los mejores que hemos tenido en muchas, pero muchas décadas.
Lo que pretendo es revertir el mecanismo argumentativo utilizado, y por una vez poner el onus (el peso) de la prueba en mis contrincantes en el debate. De este modo, pregunto:
¿Puede usted nombrar en la Argentina o en Venezuela, algún gobierno en los últimos cincuenta años que pueda competir con los logros de independencia, fortaleza institucional y logros sociales y culturales que han obtenido estos dos gobiernos después de sus respectivas catástrofes "neo-liberales"?
Con esto no pretendo convencer a nadie al Chavismo o al Kirchnerismo. Yo mismo no formo parte del clan Chavista, ni tengo afinidad con la ideología K. Lo que propongo es deconstruir un falso dilema, el que nos dice que estos gobiernos son un cáncer, un retroceso absoluto, una pérdida completa de perspectiva, o como pretende Vargas Llosas, un regreso a algo que creíamos superado.
Yo me opongo a esa lectura perversa de estos movimientos sociales que nos hacen creer que estamos asistiendo a la restauración de algo ya conocido y superado a partir de nuestra experiencia liberal y republicana recién consumada. Estos movimientos se nutren del pasado, pero son portadores de nuevos idearios morales, de nuevos órdenes de significación, y de prácticas sociales novedosas que no pueden compararse sin problematicidad con las que con tanta facilidad se las emparienta.
Lo que la oposición debería ofrecer son mejores programas para la Argentina del futuro. Lo que vemos, en cambio, son lustrosas políticas cosméticas, acompañadas de la denuncia concertada y el llamado a exorcizar el fantasma: una fantasma como el que anunciaba Marx en el Manifiesto, ese espectro espantoso que entonces recorría Europa asustando a la burguesía reinante, y que ahora parece hacer temblar a los hombres y mujeres de bien que se horrorizan ante los modales de los nuevos anti-héroes.
Me entusiasma que el siglo XXI haya comenzado en mi tierra con la promesa de una transformación que en el siglo que me vio nacer parecía sólo viable a través de las armas. Hoy, las instituciones democráticas, en plena forma, en contra de lo que proclaman los opositores con pocos argumentos, permiten a la izquierda latinoamericana ejercitar sin complejos su anhelo de construir sociedades más justas e igualitarias.
Estoy convencido de ello. ¿Acaso soy un ideólogo fanatizado, un pervertido moral o estoy ciego a la realidad por creer estas cosas?
Por supuesto, mis simpatías no son paralelas respecto a estos países. El respeto que me produce el proceso revolucionario venezolano es más profundo que el contenido reconocimiento que me produce la inteligente labor de la Presidenta Cristina Fernandez en algunos asuntos y los modestos logros (algunos destacables, como ha sido el tratamiento del pasado y la recuperación de estabilidad y fortalecimiento institucional) que ha tenido su gobierno y el de su marido en importantes áreas. Queda mucho por hacer, y desde mi perspectiva, habría razones para creer que este gobierno, en vista de sus propios postulados, no estaría capacitado para llevar a cabo dichas transformaciones o no estaría dispuesto a ello. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué alternativas reales existen para que nuestras aspiraciones sean cumplidas, lo cual equivale a interrogarse acerca de las intencionalidades de las propuestas opositoras y la viabilidad última de aquellas que coinciden con nuestros anhelos.
Aún así, lo que pretendo es más acotado: un debate político se lleva a cabo entre partes que se reconocen iguales. La acusación de populismo (que pretende deslegitimar a las bases representadas por dichos gobiernos) o de autoritarismo, que se despliega con cierta sospechosa sistematicidad en los medios de comunicación, y que con tanta facilidad repiten los despistados o cretinos de turno, promueve al menos la sospecha, de que lo que se pretende es desacreditar a priori todo argumento racional que soporte la labor de estos gobiernos de modo global, endilgando para ello a sus adherentes un carencia moral que impide que los tomemos en serio.
Creo que habiendo visto el modo en el cual esa condena moral a priori es injustificada, no es descabellado sospechar que quienes la aducen, o bien, (1) no conocen la realidad de la que hablan, (2) o están obstinados en que no la conozcamos nosotros.
Algo similar ocurriría si en un medio europeo se me ocurriera decir, por ejemplo, que los gobiernos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y de los Kirchner en Argentina, son los mejores gobiernos que ha tenido Latinoamérica en muchas décadas.
Lo que me propongo, a continuación, es ofrecer una muy breve explicación de un mecanismo de condena moral a priori (la he llamado preventiva en alusión a la tesis defendida en su momento por la administración Bush) que tiene el propósito, en ciertos círculos, de evitar cualquier posibilidad de debatir racionalmente ciertas posiciones políticas, ciertos argumentos históricos, a fin de preservar el status quo.
El ejemplo que utilizaré a continuación es la concertada resistencia que existe a discutir ciertas cuestiones relevantes del devenir histórico y social (y por ende cultural) de Latinoamérica con la llegada al poder, en los últimos años, del conjunto de gobiernos llamados “progresistas” o "populista de izquierda", dependiendo de lo que se pretanda con ello, que han sido capaces, en una década, de redescribir y reconfigurar el escenario político haciendo factible la posibilidad “impensable” en otras épocas de establecer y dar continuidad a gobiernos populares que tengan como principal objetivo hacer partícipes a los desheredados, de los frutos que el continente tiene para ofrecer a sus habitantes. Estos frutos, apropiados durante siglos y de modo exclusivo por una élite, que aseguró su dominio hegemónico a través de la fuerza bruta y el apoyo explícito recibido de las grandes potencias que a través del poder de dichas élites defendían sus propios intereses, son ahora el objeto sobre el cual pugnan las fuerzas políticas y sociales.
No me considero una persona con una inteligencia inferior a la del común de la gente, ni pervertida moralmente de tal modo que mis opiniones deban ser puestas entre paréntesis como medida preventiva. Sin embargo, antes de ofrecer mi parecer sobre el asunto en cuestión, la mayoría de nosotros estamos obligados a realizar un largo preámbulo en el cual presentamos nuestro curriculum vitae a fin de probar que no somos descerebrados o aventureros del pensamiento, y a continuación, debemos ofrecer sonadas muestras de nuestra decencia moral, para evitar que de golpe y porrazo se nos acuse de desviados o trasnochados decadentes.
Una condena moral preventiva pone el onus de la prueba en los contrincantes en el debate hasta el punto que hace el mismo inexistente, y por lo tanto, interrumpe toda posibilidad de argumentación racional entre las partes a fin de hacer primar exclusivamente la visceralidad, el instinto, la piel, por sobre la razón. Quienes se encuentran encantados con el asunto son aquellos que tienen en sus manos el poder mediático, y a través de éste son capaces de hacer aflorar las reacciones más superficiales de la gente, aquellas que se fundan en el temor y el deseo.
En vista de la proximidad de las elecciones legislativas en la Argentina, y con el fantasma de la “chavización” que algunos medios han instalado en el escenario, quisiera ofrecer mi punto de vista, explorando, muy brevemente, si están sustentados en alguna razón objetiva (en contraposición a proyección meramente subjetiva) los dos odios que congregan y alimentan a muchos adherentes del movimiento anti-K, en cualquiera de sus versiones:
(1) Su profunda repulsión hacia el matrimonio K, y la acusación de que su gobierno es antidemocrático y autoritario; y
(2) la extendida opinión de que el gobierno de Hugo Chávez es una tiranía encubierta que amenaza a extenderse en el continente si no impedimos que el populismo vuelva a plantar su pie desnudo sobre nuestra tierra.
Mi tesis de fondo es la siguiente:
No me atrevería a sostener que los gobiernos K o el de Hugo Chávez han sido buenos gobiernos. Qué sea un buen gobierno, en términos generales, es algo difícil de responder. Sin embargo, si utilizamos el contraste como medida, la cosa se vuelve más asequible. Hay infinitas cuestiones que podemos reprochar a ambos ejecutivos, pero en vista a nuestra historia deberíamos ser capaces de reconocer que ambos gobiernos, en sus respectivos países, han sido los mejores que hemos tenido en muchas, pero muchas décadas.
Lo que pretendo es revertir el mecanismo argumentativo utilizado, y por una vez poner el onus (el peso) de la prueba en mis contrincantes en el debate. De este modo, pregunto:
¿Puede usted nombrar en la Argentina o en Venezuela, algún gobierno en los últimos cincuenta años que pueda competir con los logros de independencia, fortaleza institucional y logros sociales y culturales que han obtenido estos dos gobiernos después de sus respectivas catástrofes "neo-liberales"?
Con esto no pretendo convencer a nadie al Chavismo o al Kirchnerismo. Yo mismo no formo parte del clan Chavista, ni tengo afinidad con la ideología K. Lo que propongo es deconstruir un falso dilema, el que nos dice que estos gobiernos son un cáncer, un retroceso absoluto, una pérdida completa de perspectiva, o como pretende Vargas Llosas, un regreso a algo que creíamos superado.
Yo me opongo a esa lectura perversa de estos movimientos sociales que nos hacen creer que estamos asistiendo a la restauración de algo ya conocido y superado a partir de nuestra experiencia liberal y republicana recién consumada. Estos movimientos se nutren del pasado, pero son portadores de nuevos idearios morales, de nuevos órdenes de significación, y de prácticas sociales novedosas que no pueden compararse sin problematicidad con las que con tanta facilidad se las emparienta.
Lo que la oposición debería ofrecer son mejores programas para la Argentina del futuro. Lo que vemos, en cambio, son lustrosas políticas cosméticas, acompañadas de la denuncia concertada y el llamado a exorcizar el fantasma: una fantasma como el que anunciaba Marx en el Manifiesto, ese espectro espantoso que entonces recorría Europa asustando a la burguesía reinante, y que ahora parece hacer temblar a los hombres y mujeres de bien que se horrorizan ante los modales de los nuevos anti-héroes.
Me entusiasma que el siglo XXI haya comenzado en mi tierra con la promesa de una transformación que en el siglo que me vio nacer parecía sólo viable a través de las armas. Hoy, las instituciones democráticas, en plena forma, en contra de lo que proclaman los opositores con pocos argumentos, permiten a la izquierda latinoamericana ejercitar sin complejos su anhelo de construir sociedades más justas e igualitarias.
Estoy convencido de ello. ¿Acaso soy un ideólogo fanatizado, un pervertido moral o estoy ciego a la realidad por creer estas cosas?
Por supuesto, mis simpatías no son paralelas respecto a estos países. El respeto que me produce el proceso revolucionario venezolano es más profundo que el contenido reconocimiento que me produce la inteligente labor de la Presidenta Cristina Fernandez en algunos asuntos y los modestos logros (algunos destacables, como ha sido el tratamiento del pasado y la recuperación de estabilidad y fortalecimiento institucional) que ha tenido su gobierno y el de su marido en importantes áreas. Queda mucho por hacer, y desde mi perspectiva, habría razones para creer que este gobierno, en vista de sus propios postulados, no estaría capacitado para llevar a cabo dichas transformaciones o no estaría dispuesto a ello. Lo cual nos debería llevar a preguntarnos qué alternativas reales existen para que nuestras aspiraciones sean cumplidas, lo cual equivale a interrogarse acerca de las intencionalidades de las propuestas opositoras y la viabilidad última de aquellas que coinciden con nuestros anhelos.
Aún así, lo que pretendo es más acotado: un debate político se lleva a cabo entre partes que se reconocen iguales. La acusación de populismo (que pretende deslegitimar a las bases representadas por dichos gobiernos) o de autoritarismo, que se despliega con cierta sospechosa sistematicidad en los medios de comunicación, y que con tanta facilidad repiten los despistados o cretinos de turno, promueve al menos la sospecha, de que lo que se pretende es desacreditar a priori todo argumento racional que soporte la labor de estos gobiernos de modo global, endilgando para ello a sus adherentes un carencia moral que impide que los tomemos en serio.
Creo que habiendo visto el modo en el cual esa condena moral a priori es injustificada, no es descabellado sospechar que quienes la aducen, o bien, (1) no conocen la realidad de la que hablan, (2) o están obstinados en que no la conozcamos nosotros.
EDUCAR EN LA COMPASIÓN (2): La mosca y la cuestión de la deliberación moral.
Quiero continuar con el tema de la mosca.
Las respuestas que he recibido en privado sobre la nota anterior han sido curiosas. Algunos estaban sorprendidos; otros creían que se trataba de una broma; otros sugirieron que era de mal gusto mezclar asuntos tan dispares: ¿moscas y niños? ¿acaso te has vuelto loco?
Me acuerdo que Jeffrey Hopkins, un famoso tibetólogo de la Universidad de Virginia, explicó las diferencias culturales de su país recordando que durante la guerra contra Vietnam abundaban en los medios de comunicación norteamericanos los retratos chauvinistas de los vietnamitas en los que se pretendía ridiculizar las costumbres de los “amarillos” dentro del marco de justificación de la guerra. En una ocasión, un articulista llamó la atención de la absurda y supersticiosa creencia sostenida por los budistas de ese país de que la vida de las moscas debían ser respetadas, que como nosotros los seres humanos tienen derecho a ser felices y no sufrir. Por otro lado, esa mosca concreta a la que intentamos dar muerte, dicen los budistas, ha sido en alguna ocasión entre las innumerables vidas pasadas que hemos tenido, nuestra madre.
Lo absurdo de la creencia desaparece cuando uno comprende lo que resulta de dicha creencia, el tipo de prácticas sociales y de formas que establece una sociedad que nos conmina a reflexionar acerca de la relación íntima que existe entre nosostros (cada uno de nosotros) y el resto de los seres vivos que habitan el cosmos.
Habiendo vivido en proximidad con la comunidad budista tibetana durante más de una década he visto el modo en el cual se ufanan de atrapar una mosca sin hacerle daño, cuando deben sacarla fuera de la habitación. La habilidad que aplauden es la de proteger y nutrir la vida de otros seres sentientes. Quien haya vivido en proximidad con culturas de este tipo, comprenderá lo que estoy diciendo. Yo mismo soy un experto en atrapar arañas, hormigas, moscas y otros insectos sin hacerles daño cuando invaden mi casa. Cuando por descuido o falta de habilidad mato uno de estos insectos, me apeno. ¿Por qué? Bueno, como decía en el artículo anterior, qué necesidad tenemos de quitar la vida gratuitamente.
Por otro lado, creo que una cultura que no entrena a sus niños en el respeto a la vida de otras especies vivas, le será infinitamente más difícil convencerlos del valor de la vida de otros seres humanos o la importancia de considerar instancias de existencia problemáticas, como es la existencia prenatal, las instancias de vulnerabilidad extrema o las vidas de generaciones futuras.
Por supuesto, habrá quienes piensen que todas estas son patrañas de la "Nueva Era". Sin embargo, una buena parte de nuestros problemas ecológicos, para poner sólo un ejemplo, giran en torno a nuestra incapacidad de ofrecer un relato más amplio que incluya en la consideración de nuestras actividades no sólo los resultados prácticos inmediatos para nosotros, los seres humanos de esta era, sino también, los seres humanos de generaciones futuras que no podrán habitar un planeta sano. ¿Por qué no incluir en nuestros cálculos a otras especies animales? ¿Acaso reduce el horror y el repudio que nos causa la utilización de bombas de uranio empobrecido informar que junto a decenas de miles de seres humanos asesinados, millones de organismos no humanos han sido aniquilados y que complejos ecosistemas han desaparecido para siempre?
Seguramente, esto resulte absurdo para las personas formadas en culturas ajenas a la tradición budistas u otras culturas análogas en este respecto, pero ¿Acaso prueba esto que debamos pasar por alto el asunto sin darle un segundo pensamiento?
Cuando criticamos las costumbres de otras civilizaciones lo hacemos porque consideramos que es posible contrastar las nuestras con las suyas; y a partir de esa contrastación, iniciar un proceso deliberativo para determinar cuál de ellas resulta más apropiada para nosotros con la vista puesta en el tipo de sociedad con la que estamos comprometidos.
Vivimos en un mundo plural, en el que ya no podemos afirmar con sencillez, como habríamos hecho en el pasado premoderno: “este es el modo en que nosotros hacemos las cosas, y sanseacabó”. Y esto porque el “nosotros” antes invocado, se ha convertido en un fenómeno complejo, el producto de múltiples maridajes. Nuestras convicciones, aún cuando nuestras lealtades sean firmes e inconmovibles, no pueden ya articularse del modo axiomático en que solían estarlo en el pasado. Nuestros valores habitan un campo de fuerzas contrapuestas que los fragiliza y los pone continuamente en cuestión. Con ello no me refiero a una “relativización” de los valores, sino al hecho de que dichos valores, los valores que admiramos y respetamos, se encuentran siempre en proceso de revisión y corrección, siempre estamos ante la posibilidad de que un evento, o un encuentro, o un argumento, nos obligue a repensar nuestros postulados y de este modo, nos fuerce a modificar nuestras prácticas.
Aquellos que hemos tenido la fortuna de vivir otras prácticas sociales, de estar sujetos a argumentaciones morales ajenas a la esfera de la matriz judeocristiana en la cual se asienta nuestra civilización, que hemos podido contrastar in situ diversas cosmovisiones; sino en otras cosas, al menos en esta, creemos que que no deberíamos matar porque sí, que no deberíamos causar sufrimiento inutilmente, que vale la pena el esfuerzo eludir el daño evitable.
Después de todo, bastaba llamar a alguna de las decenas de personas que rodean día y noche al presidente y pedir que sacara a la mosca de la habitación por la ventana. Hubiera sido un gesto bienvenido. Para ello solo es necesario una bolsa de plástico, y con cierta práctica resulta más gratificante verla volar fuera, que hacerla añicos.
Las respuestas que he recibido en privado sobre la nota anterior han sido curiosas. Algunos estaban sorprendidos; otros creían que se trataba de una broma; otros sugirieron que era de mal gusto mezclar asuntos tan dispares: ¿moscas y niños? ¿acaso te has vuelto loco?
Me acuerdo que Jeffrey Hopkins, un famoso tibetólogo de la Universidad de Virginia, explicó las diferencias culturales de su país recordando que durante la guerra contra Vietnam abundaban en los medios de comunicación norteamericanos los retratos chauvinistas de los vietnamitas en los que se pretendía ridiculizar las costumbres de los “amarillos” dentro del marco de justificación de la guerra. En una ocasión, un articulista llamó la atención de la absurda y supersticiosa creencia sostenida por los budistas de ese país de que la vida de las moscas debían ser respetadas, que como nosotros los seres humanos tienen derecho a ser felices y no sufrir. Por otro lado, esa mosca concreta a la que intentamos dar muerte, dicen los budistas, ha sido en alguna ocasión entre las innumerables vidas pasadas que hemos tenido, nuestra madre.
Lo absurdo de la creencia desaparece cuando uno comprende lo que resulta de dicha creencia, el tipo de prácticas sociales y de formas que establece una sociedad que nos conmina a reflexionar acerca de la relación íntima que existe entre nosostros (cada uno de nosotros) y el resto de los seres vivos que habitan el cosmos.
Habiendo vivido en proximidad con la comunidad budista tibetana durante más de una década he visto el modo en el cual se ufanan de atrapar una mosca sin hacerle daño, cuando deben sacarla fuera de la habitación. La habilidad que aplauden es la de proteger y nutrir la vida de otros seres sentientes. Quien haya vivido en proximidad con culturas de este tipo, comprenderá lo que estoy diciendo. Yo mismo soy un experto en atrapar arañas, hormigas, moscas y otros insectos sin hacerles daño cuando invaden mi casa. Cuando por descuido o falta de habilidad mato uno de estos insectos, me apeno. ¿Por qué? Bueno, como decía en el artículo anterior, qué necesidad tenemos de quitar la vida gratuitamente.
Por otro lado, creo que una cultura que no entrena a sus niños en el respeto a la vida de otras especies vivas, le será infinitamente más difícil convencerlos del valor de la vida de otros seres humanos o la importancia de considerar instancias de existencia problemáticas, como es la existencia prenatal, las instancias de vulnerabilidad extrema o las vidas de generaciones futuras.
Por supuesto, habrá quienes piensen que todas estas son patrañas de la "Nueva Era". Sin embargo, una buena parte de nuestros problemas ecológicos, para poner sólo un ejemplo, giran en torno a nuestra incapacidad de ofrecer un relato más amplio que incluya en la consideración de nuestras actividades no sólo los resultados prácticos inmediatos para nosotros, los seres humanos de esta era, sino también, los seres humanos de generaciones futuras que no podrán habitar un planeta sano. ¿Por qué no incluir en nuestros cálculos a otras especies animales? ¿Acaso reduce el horror y el repudio que nos causa la utilización de bombas de uranio empobrecido informar que junto a decenas de miles de seres humanos asesinados, millones de organismos no humanos han sido aniquilados y que complejos ecosistemas han desaparecido para siempre?
Seguramente, esto resulte absurdo para las personas formadas en culturas ajenas a la tradición budistas u otras culturas análogas en este respecto, pero ¿Acaso prueba esto que debamos pasar por alto el asunto sin darle un segundo pensamiento?
Cuando criticamos las costumbres de otras civilizaciones lo hacemos porque consideramos que es posible contrastar las nuestras con las suyas; y a partir de esa contrastación, iniciar un proceso deliberativo para determinar cuál de ellas resulta más apropiada para nosotros con la vista puesta en el tipo de sociedad con la que estamos comprometidos.
Vivimos en un mundo plural, en el que ya no podemos afirmar con sencillez, como habríamos hecho en el pasado premoderno: “este es el modo en que nosotros hacemos las cosas, y sanseacabó”. Y esto porque el “nosotros” antes invocado, se ha convertido en un fenómeno complejo, el producto de múltiples maridajes. Nuestras convicciones, aún cuando nuestras lealtades sean firmes e inconmovibles, no pueden ya articularse del modo axiomático en que solían estarlo en el pasado. Nuestros valores habitan un campo de fuerzas contrapuestas que los fragiliza y los pone continuamente en cuestión. Con ello no me refiero a una “relativización” de los valores, sino al hecho de que dichos valores, los valores que admiramos y respetamos, se encuentran siempre en proceso de revisión y corrección, siempre estamos ante la posibilidad de que un evento, o un encuentro, o un argumento, nos obligue a repensar nuestros postulados y de este modo, nos fuerce a modificar nuestras prácticas.
Aquellos que hemos tenido la fortuna de vivir otras prácticas sociales, de estar sujetos a argumentaciones morales ajenas a la esfera de la matriz judeocristiana en la cual se asienta nuestra civilización, que hemos podido contrastar in situ diversas cosmovisiones; sino en otras cosas, al menos en esta, creemos que que no deberíamos matar porque sí, que no deberíamos causar sufrimiento inutilmente, que vale la pena el esfuerzo eludir el daño evitable.
Después de todo, bastaba llamar a alguna de las decenas de personas que rodean día y noche al presidente y pedir que sacara a la mosca de la habitación por la ventana. Hubiera sido un gesto bienvenido. Para ello solo es necesario una bolsa de plástico, y con cierta práctica resulta más gratificante verla volar fuera, que hacerla añicos.
EDUCAR EN LA COMPASIÓN (1)
Quisiera decir algunas palabras en favor de la mosca. Puede que el asunto resulte para muchos una frivolidad, pero creo que es importante dedicarle al menos unos minutos para comprender el significado último de toda la escena. Como se habrán dado cuenta, estoy hablando de la entrevista en la que el presidente Obama, sin conmiseración, mató una mosca que le estaba causando problemas.
He dicho que muchos considerarán un artículo sobre esta triste escena un pasatiempo, o incluso puede que me acusen de haber convertido el blog en un espacio para la prensa rosa o amarilla. Sea como sea, el tema es muchísimo más serio de lo que a primera vista podría imaginarse. En realidad es tan serio que a partir de este momento, millones de personas en el planeta que de un modo u otro habían alimentado esperanzas respecto a Barack Obama, la habrán perdido para siempre.
Hemos visto el peor rostro del presidente usamericano y no creo en modo alguno que debamos olvidar lo más esencial del asunto: el modo en la cual se deshizo del insecto porque lo molestaba, y la manera en que se ufanó de haber acabado con la vida de ésta de modo chulesco y prepotente. La escena es ilustrativa. Deja a la vista un talante, un orden moral, una manera de concebir el mundo y el trato que este merece por parte del personaje en cuestión.
Aquellos que no hayan encontrado reprobable la actitud del mandatario, de seguro no comparten una imaginario existencial semejante con aquellos que en los próximos días protesten ante el evento. Para estos, la actitud del presidente Obama es una prueba de una falta de educación y violencia gratuita intolerable. Pero para que esto sea comprendido será preciso que ofrezca una explicación acerca de las razones por las que juzgamos profundamente desconsolador que el presidente del país más poderoso de la tierra, comandante en jefe de las fuerzas armadas más sofisticadas y destructivas del planeta, haya cometido el sacrilegio de arrebatar la vida de un ser viviente sin necesidad alguna, gratuitamente, y para colmo de males, que haya acompañado el asesinato enorgulleciéndose con su eficacia destructiva.
Los invito a que vuelvan a visionar el video. Verán que el periodista, los camarógrafos y sonidistas que presenciaron la escena, cómplices patoteros de la acción, festejaron la eficacia de su presidente con una vulgaridad obsecuente y obsena. El presidente, orgulloso de haber causado muerte con un golpe certero, conminaba a uno de los camarógrafos a filmar el cadáver para dar prueba de su heróico gesto, como si se tratara de un triunfo de caza.
Pues bien, si estas pocas frases no son suficientes para convencerles de lo que digo, deberé afilar mis argumentos para demostrar que el señor Obama, como otros responsables políticos, no poseen la compasión indispensable para ser conductores legítimos de un planeta como el nuestro, acosado por la destrucción, la inequidad y la injusticia.
Sin embargo, mi propósito no es sólo crítico, sino también constructivo. Lo que pretendo es que tomemos consciencia de nuestra falta de educación en la compasión, del enorme agujero educativo que nuestro sistema de enseñanza esta produciendo enfocados como estamos, exclusivamente, en la formación instrumental y en valores etnocéntricos [centrados exclusivamente en nuestra cultura] y especie-céntricos [centrados únicamente en nuestra especie], como señalaba Peter Singer. Si a esto sumamos que la persona en cuestión tiene en sus manos los instrumentos destructivos y coactivos más poderosos de la humanidad, deberíamos exigir, por sobre todas las cosas, compasión entre sus cualidades, es decir, una profunda aspiración y compromiso en la preservación, en la nutrición y cuidado de la vida.
Las guerras de la "Era Bush" nos enseñaron que a los poderosos no les tiembla el pulso en su cometido aún cuando este represente extensos "daños colaterales". "Daños colaterales" es el mantra que los servicios de noticias afines a la prepotencia han aprendido a repetir cada semana para evitar hablar de las personas inocentes, niños, mujeres, ancianos que no merecen por parte nuestra, ciudadanos de países poderosos, consideración alguna. Seres humanos cuyas muertes no influyen en exceso en los cálculos electorales o los índices de popularidad de los gobiernos de nuestros respectivos paises.
¿Qué es lo que nos dice todo esto?
Que nuestros políticos, nuestros dirigentes empresariales, nuestros comunicadores, banqueros y economistas, para hablar de unos pocos, no están educados en la compasión, no están educados en el respeto a la vida. Lo que cuenta y lo que premian es exclusivamente la habilidad estratégica. Y con el mismo descaro con que Obama se ufanó de matar a un ser, gratuitamente, estas gentes poderosas se burlan del sufrimiento ajeno con la indiferencia de esos dioses macabros de la antigüedad que eran capaces de enviar pestes y mortandades indiscriminadamente para demostrar quien mandaba.
Hemos visto cientos de cadáveres de niños, mujeres y ancianos en Oriente Medio, en Irak, en Pakistán a través de las pantallas de nuestras televisiones. Y hemos escuchado las explicaciones de los responsables militares sobre la imprecisión de sus bombas y misiles inteligentes como si se trataran las víctimas de monigotes virtuales en la pantalla de un ordenador. Hemos aprendido también que la memoria de los muertos en esta pantalla global en la que vivimos, es como una nube en un cielo ventoso que atraviesa la escena para desaparecer por completo, como si el drama de esas familias no significara nada.
Detrás de cada asesinato, el mismo gesto, la misma chulería, idéntica falta de compasión.
Los budistas creen que es imprescindible reconocer que todos los seres vivientes, independientemente de la forma de vida en las que se manifiestan, buscan satisfacción y rechazan el sufrimiento. No hace falta demasiada inteligencia, sino una observación paciente y cariñosa para comprender esta verdad de perogrullo. Tampoco se necesita especial sensibilidad para comprender que es sobre la base de esta comprensión esencial que se educa a una persona decente, es decir, alguien que ha toda costa intenta evitar la crueldad. Quienes se divierten maltratando otros seres vivos, quienes son incapaces de reconocer el sufrimiento que estos experimentan o defienden teorías que reducen la experiencia subjetiva que hay detrás de todo organismo vivo a mero mecanismo, sólo pueden articular una moralidad incompleta.
Eso no implica, por supuesto, hacer caso omiso de las enormes diferencias entre los seres vivos que habitan el universo. No es lo mismo un perro que una mosca. Tampoco podemos equiparar a un animal humano con un chimpancé. Sin embargo, a lo que este reconocimiento a la existencia sentiente pretende señalar, lisa y llanamente, es al deber que tenemos de honrar la búsqueda de felicidad o satisfacción y la evitación del sufrimiento en el que se encuentran embarcados todos los seres vivos. Puede que el modo en que articulemos esa búsqueda como animales humanos dotados de racionalidad y de un sofisticado sentido de la significación sea muy diferente a la de esos otros animales no humanos con los cuales compartimos el planeta, pero aún así, ese telos tiene una raíz común.
Es probable que Aristóteles y Santo Tomás compartieran está comprensión en nuestra civilización. No hay razón para creer que el lugar preponderante que otorgaron al ser humano en el cosmos ordenado que habitaban pueda traducirse en un desprecio gratuito por otras formas de existencia no humana. Más bien todo lo contrario, tanto Aristóteles como Tomás reconocían perfecciones a los animales no humanos. En especial, el aquinate, como ha mostrado recientemente el filósofo Alasdair MacIntyre, señalaba la continuidad inextricable entre la existencia de los animales no humanos y nuestra existencia animal racional que, según él, echaba sus raíces en ese animal que fuimos en nuestra primera infancia (filogénetica y ontogenética) y que no dejamos de ser por el hecho de haber desarrollado nuestras virtudes sociales y racionales.
Pero incluso en otras filosofías seculares, como el utilitarismo y el kantismo, se reconoce que la crueldad hacia otros seres vivientes no hacen un buen ser humano.
Parte del drama de la existencia sentiente, es decir, del hecho de que existamos con un cuerpo que nace y muere y se nutre de lo viviente, es el hecho de que nuestra vida, a fin de ser preservada, depende de incontables maneras de elementos que sólo podemos adquirir sometiendo a otras especies y produciéndoles daño.
Por esa razón, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer sufrir gratuitamente a otro ser, qué sentido tiene matar por matar, o matar por una insignificancia, y pero aún, matar ufanándose del poder que ejercitamos sobre los indefensos. ¿Qué necesidad había de matar a la mosca? ¿Qué necesidad de ufanarse de ello, de festejar de modo tan chavacano?
En breve, se trata de una enorme ignorancia, una ignorancia "moralmente reprochable", una verdadera falta de educación, no en el sentido superficial con que solemos usar la expresión; sino una falta de educación esencial: educación en la compasión.
He dicho que muchos considerarán un artículo sobre esta triste escena un pasatiempo, o incluso puede que me acusen de haber convertido el blog en un espacio para la prensa rosa o amarilla. Sea como sea, el tema es muchísimo más serio de lo que a primera vista podría imaginarse. En realidad es tan serio que a partir de este momento, millones de personas en el planeta que de un modo u otro habían alimentado esperanzas respecto a Barack Obama, la habrán perdido para siempre.
Hemos visto el peor rostro del presidente usamericano y no creo en modo alguno que debamos olvidar lo más esencial del asunto: el modo en la cual se deshizo del insecto porque lo molestaba, y la manera en que se ufanó de haber acabado con la vida de ésta de modo chulesco y prepotente. La escena es ilustrativa. Deja a la vista un talante, un orden moral, una manera de concebir el mundo y el trato que este merece por parte del personaje en cuestión.
Aquellos que no hayan encontrado reprobable la actitud del mandatario, de seguro no comparten una imaginario existencial semejante con aquellos que en los próximos días protesten ante el evento. Para estos, la actitud del presidente Obama es una prueba de una falta de educación y violencia gratuita intolerable. Pero para que esto sea comprendido será preciso que ofrezca una explicación acerca de las razones por las que juzgamos profundamente desconsolador que el presidente del país más poderoso de la tierra, comandante en jefe de las fuerzas armadas más sofisticadas y destructivas del planeta, haya cometido el sacrilegio de arrebatar la vida de un ser viviente sin necesidad alguna, gratuitamente, y para colmo de males, que haya acompañado el asesinato enorgulleciéndose con su eficacia destructiva.
Los invito a que vuelvan a visionar el video. Verán que el periodista, los camarógrafos y sonidistas que presenciaron la escena, cómplices patoteros de la acción, festejaron la eficacia de su presidente con una vulgaridad obsecuente y obsena. El presidente, orgulloso de haber causado muerte con un golpe certero, conminaba a uno de los camarógrafos a filmar el cadáver para dar prueba de su heróico gesto, como si se tratara de un triunfo de caza.
Pues bien, si estas pocas frases no son suficientes para convencerles de lo que digo, deberé afilar mis argumentos para demostrar que el señor Obama, como otros responsables políticos, no poseen la compasión indispensable para ser conductores legítimos de un planeta como el nuestro, acosado por la destrucción, la inequidad y la injusticia.
Sin embargo, mi propósito no es sólo crítico, sino también constructivo. Lo que pretendo es que tomemos consciencia de nuestra falta de educación en la compasión, del enorme agujero educativo que nuestro sistema de enseñanza esta produciendo enfocados como estamos, exclusivamente, en la formación instrumental y en valores etnocéntricos [centrados exclusivamente en nuestra cultura] y especie-céntricos [centrados únicamente en nuestra especie], como señalaba Peter Singer. Si a esto sumamos que la persona en cuestión tiene en sus manos los instrumentos destructivos y coactivos más poderosos de la humanidad, deberíamos exigir, por sobre todas las cosas, compasión entre sus cualidades, es decir, una profunda aspiración y compromiso en la preservación, en la nutrición y cuidado de la vida.
Las guerras de la "Era Bush" nos enseñaron que a los poderosos no les tiembla el pulso en su cometido aún cuando este represente extensos "daños colaterales". "Daños colaterales" es el mantra que los servicios de noticias afines a la prepotencia han aprendido a repetir cada semana para evitar hablar de las personas inocentes, niños, mujeres, ancianos que no merecen por parte nuestra, ciudadanos de países poderosos, consideración alguna. Seres humanos cuyas muertes no influyen en exceso en los cálculos electorales o los índices de popularidad de los gobiernos de nuestros respectivos paises.
¿Qué es lo que nos dice todo esto?
Que nuestros políticos, nuestros dirigentes empresariales, nuestros comunicadores, banqueros y economistas, para hablar de unos pocos, no están educados en la compasión, no están educados en el respeto a la vida. Lo que cuenta y lo que premian es exclusivamente la habilidad estratégica. Y con el mismo descaro con que Obama se ufanó de matar a un ser, gratuitamente, estas gentes poderosas se burlan del sufrimiento ajeno con la indiferencia de esos dioses macabros de la antigüedad que eran capaces de enviar pestes y mortandades indiscriminadamente para demostrar quien mandaba.
Hemos visto cientos de cadáveres de niños, mujeres y ancianos en Oriente Medio, en Irak, en Pakistán a través de las pantallas de nuestras televisiones. Y hemos escuchado las explicaciones de los responsables militares sobre la imprecisión de sus bombas y misiles inteligentes como si se trataran las víctimas de monigotes virtuales en la pantalla de un ordenador. Hemos aprendido también que la memoria de los muertos en esta pantalla global en la que vivimos, es como una nube en un cielo ventoso que atraviesa la escena para desaparecer por completo, como si el drama de esas familias no significara nada.
Detrás de cada asesinato, el mismo gesto, la misma chulería, idéntica falta de compasión.
Los budistas creen que es imprescindible reconocer que todos los seres vivientes, independientemente de la forma de vida en las que se manifiestan, buscan satisfacción y rechazan el sufrimiento. No hace falta demasiada inteligencia, sino una observación paciente y cariñosa para comprender esta verdad de perogrullo. Tampoco se necesita especial sensibilidad para comprender que es sobre la base de esta comprensión esencial que se educa a una persona decente, es decir, alguien que ha toda costa intenta evitar la crueldad. Quienes se divierten maltratando otros seres vivos, quienes son incapaces de reconocer el sufrimiento que estos experimentan o defienden teorías que reducen la experiencia subjetiva que hay detrás de todo organismo vivo a mero mecanismo, sólo pueden articular una moralidad incompleta.
Eso no implica, por supuesto, hacer caso omiso de las enormes diferencias entre los seres vivos que habitan el universo. No es lo mismo un perro que una mosca. Tampoco podemos equiparar a un animal humano con un chimpancé. Sin embargo, a lo que este reconocimiento a la existencia sentiente pretende señalar, lisa y llanamente, es al deber que tenemos de honrar la búsqueda de felicidad o satisfacción y la evitación del sufrimiento en el que se encuentran embarcados todos los seres vivos. Puede que el modo en que articulemos esa búsqueda como animales humanos dotados de racionalidad y de un sofisticado sentido de la significación sea muy diferente a la de esos otros animales no humanos con los cuales compartimos el planeta, pero aún así, ese telos tiene una raíz común.
Es probable que Aristóteles y Santo Tomás compartieran está comprensión en nuestra civilización. No hay razón para creer que el lugar preponderante que otorgaron al ser humano en el cosmos ordenado que habitaban pueda traducirse en un desprecio gratuito por otras formas de existencia no humana. Más bien todo lo contrario, tanto Aristóteles como Tomás reconocían perfecciones a los animales no humanos. En especial, el aquinate, como ha mostrado recientemente el filósofo Alasdair MacIntyre, señalaba la continuidad inextricable entre la existencia de los animales no humanos y nuestra existencia animal racional que, según él, echaba sus raíces en ese animal que fuimos en nuestra primera infancia (filogénetica y ontogenética) y que no dejamos de ser por el hecho de haber desarrollado nuestras virtudes sociales y racionales.
Pero incluso en otras filosofías seculares, como el utilitarismo y el kantismo, se reconoce que la crueldad hacia otros seres vivientes no hacen un buen ser humano.
Parte del drama de la existencia sentiente, es decir, del hecho de que existamos con un cuerpo que nace y muere y se nutre de lo viviente, es el hecho de que nuestra vida, a fin de ser preservada, depende de incontables maneras de elementos que sólo podemos adquirir sometiendo a otras especies y produciéndoles daño.
Por esa razón, cabe preguntarse qué sentido tiene hacer sufrir gratuitamente a otro ser, qué sentido tiene matar por matar, o matar por una insignificancia, y pero aún, matar ufanándose del poder que ejercitamos sobre los indefensos. ¿Qué necesidad había de matar a la mosca? ¿Qué necesidad de ufanarse de ello, de festejar de modo tan chavacano?
En breve, se trata de una enorme ignorancia, una ignorancia "moralmente reprochable", una verdadera falta de educación, no en el sentido superficial con que solemos usar la expresión; sino una falta de educación esencial: educación en la compasión.
LA IMAGINACIÓN ALTERNATIVA
Lo que me propongo a continuación es una muy breve reflexión en torno al modo en el cual podría efectuarse un tránsito a otro modelo de convivencia terrestre.
En realidad se trata de pensar cuáles son las condiciones de posibilidad para que dicha transición pudiera llevarse a cabo. Creo que hay elementos suficientes para ponderar la posibilidad de una mutuación, pero también obstáculos y resistencias profundas que dificultan la consecución de dichas transformaciones.
Lo primero es recordar que una transformación política de cualquier tipo necesita, fundamentalmente, de una comprensión e internalización teórica por parte de los actores, del significado de dicha transformación. Pero como bien se ha indicado, la comprensión teórica significa en este caso la puesta en práctica de dicha teoría en el mundo.
Por lo tanto, de lo que aquí estamos hablando es de una serie de prácticas que tienen sentido para los implicados en la transformación política. Como ha indicado el filósofo canadiense Charles Taylor, lo que da sentido a las prácticas es el imaginario social en el cual dichas prácticas se encuentran intrincadas.
¿A qué se refiere Taylor cuando habla de “imaginarios sociales”?
No a los esquemas intelectuales que la gente defiende, sino a las maneras en las cuales imaginamos nuestra existencia social, el modo en el cual nos relacionamos con los otros, las expectativas, nociones normativas e imágenes que subyacen a dichas expectativas.
Por tanto, aquí hablamos de imaginación en contraposición a teoría no sólo en cuanto se trata de algo que no es objeto explícito, necesariamente, de nuestra actividad intelectual, y por tanto, actividad exclusiva de una minoría, sino de las comprensiones comunes que hacen posible nuestras prácticas y el modo en el cual compartimos cierto sentido de legitimidad.
Eso que hemos llamado “la crisis”, y que con tanto esmero los medios corporativos se esfuerzan en circunscribir al ámbito económico-financiero, es en realidad el desenlace de un prolongado proceso de deslegitimación de las prácticas básicas y comunes de las llamadas sociedades democráticas liberales.
Los imaginarios sociales que subyacen y dan legitimidad a las prácticas que definen nuestras democracias se han ido deteriorando paulatina y sistemáticamente hasta convertirse, para una mayoría creciente de las comunidades planetarias (aquellas que viven bajo su reinado, y aquellas otras que forman parte de la periferia aun no “iluminada” por las ventajas y justicia de dicho sistema de pensamiento y acción) en escenografías vacías utilizadas por el poder fáctico para mantener a la población alejada de las verdaderas decisiones que se consideran demasiado importantes para que estén en manos de las masas.
Veamos que ha ocurrido con tres formas esenciales de nuestro imaginario social moderno.
El ejercicio democrático aparece, a la mayoría de la población, amañado por las grandes corporaciones que ejecutan una ruidosa puesta en escena que colabora en la producción de alienación perpetua de los individuos, principal factor de pujanza en las economías de mercado.
Dicha puesta en escena se caracteriza por una fingida pugna de alternativas que en modo alguno ponen en entredicho la estructura subyacente de nuestro modo de vida, pero que sirve como válvula de escape, como mecanismo catártico, para vehicular las frustaciones de la población.
En cuanto a la esfera pública, llamada a ser el ámbito extra-político e ilustrado que pusiera coto y articulara el sentir y comprensión “del pueblo” a través del ejercicio de sus intelectuales, el poder corporativo, a través de la producción, multiplicación, frivolización, relativización y distribución de opinión ha acabado por transformar dicha esfera en un dominio del mandarinato. Algo similar ha ocurrido y se está agudizando en nuestras universidades. La mayoría de la población se encuentra prevenida ante la multiplicación de falsedades producidas por los medios, y la vaciedad del pensamiento académico. Aún así, el desconcierto sirve para mantener a la población a raya, en cuanto el poder aliena por medio del exceso.
La actividad económica ha dejado de ser lo que nuestros ancestros imaginaron y pretendieron, una práctica civilizadora, promotora de la paz entre los pueblos, debido a la asunción de una prosperidad común que los intereses privados estaban destinados a promover pese a las motivaciones egoístas subyacentes de los individuos, para convertirse en una forma de guerra por otros medios, en los que la barbarie y el canibalismo son resultado visible.
La indiferencia electoral, el desprestigio de la clase gerencial y el abultado descrédito de los medios de comunicación de masas muestran los signos de una alarmante situación de deslegitimación de nuestras prácticas sociales.
Aún así, es evidente que la deslegitimación no es suficiente como alternativa. La actividad revolucionaria necesita positivar modelos alternativos: plasmar en el mundo su teoría.
Debemos revisitar las diversas experiencias revolucionarias que se encuentran en el origen de nuestros imaginarios sociales occidentales, los modos en los cuales nuestros antepasados redescribieron sus identidades, a fin de enaltecer nuestro derecho a la rebelión, nuestro derecho al cambio.
Latinoamerica es hoy un laboratorio revolucionario. Busca dar forma a ese interrogante que dirige el sentido de los pueblos: ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos llamados a ser?
El retrato derogatorio y caricaturesco que de este experimento ofrecen las grandes corporaciones mediáticas que nutren informativamente a nuestras democracias liberales no hace más que acentuar la evidente peligrosidad que dicha experiencia alternativa representa para el modelo dominante. Un modelo, como decíamos más arriba, que el imaginario social subyacente considera ya ilegítimo de manera amplia. Aún así, esta población, sometida a una sangrante alienación, es incapaz de imaginar siquiera una alternativa. Para muchos, el mito del fin de la historia anunciado por Fukuyama que auguraba el advenimiento del paraíso en la tierra a través del maridaje idílico entre el capitalismo y la democracia liberal, se ha convertido en la profecía de un infierno terrestre: totalitarismo blando (como nos prevenía Tocqueville) y profundas desigualdades.
No sabemos de antemano cuáles serán los resultados de esta apuesta histórica que los sudamericanos están llevando a cabo. Sin embargo, sea cual sea el derrotero de esta experiencia, es imprescindible enfrentarse al fenómeno con simpatía hermenéutica, es decir, intentando escuchar las voces que alimentan este desafío, las autointerpretaciones que promueven, conteniendo nuestros prejuicios, evitando las trampas que la propaganda fácil ofrece a fin de cegarnos a los auténticos bienes que subyacen a esas apuestas políticas y sociales.
Una transformación radical de nuestras prácticas no implica, necesariamente, una ruptura radical con nuestras convicciones, sino una recuperación de los imaginarios originales que promovieron las transformaciones pasadas y su rearticulación actual en vista a los bienes que aún nos inspiran.
Eso significa, para decirlo de modo torpe y problemático, volver a pensar la libertad, la igualdad y la fraternidad tomando en consideración los malestares que la sociedad disciplinaria ha traído consigo.
O, si preferimos una formulación diferente, por ejemplo, buscar en la noción cristiana de agapé, los orígenes de nuestro profundo compromiso (siempre frustrado) con la benevolencia práctica, la justicia, y la igualdad, que en este caso implican ofrecer las condiciones para que cada uno de nosotros tenga ocasión para descubrir/inventar el sentido último de nuestra existencia.
En realidad se trata de pensar cuáles son las condiciones de posibilidad para que dicha transición pudiera llevarse a cabo. Creo que hay elementos suficientes para ponderar la posibilidad de una mutuación, pero también obstáculos y resistencias profundas que dificultan la consecución de dichas transformaciones.
Lo primero es recordar que una transformación política de cualquier tipo necesita, fundamentalmente, de una comprensión e internalización teórica por parte de los actores, del significado de dicha transformación. Pero como bien se ha indicado, la comprensión teórica significa en este caso la puesta en práctica de dicha teoría en el mundo.
Por lo tanto, de lo que aquí estamos hablando es de una serie de prácticas que tienen sentido para los implicados en la transformación política. Como ha indicado el filósofo canadiense Charles Taylor, lo que da sentido a las prácticas es el imaginario social en el cual dichas prácticas se encuentran intrincadas.
¿A qué se refiere Taylor cuando habla de “imaginarios sociales”?
No a los esquemas intelectuales que la gente defiende, sino a las maneras en las cuales imaginamos nuestra existencia social, el modo en el cual nos relacionamos con los otros, las expectativas, nociones normativas e imágenes que subyacen a dichas expectativas.
Por tanto, aquí hablamos de imaginación en contraposición a teoría no sólo en cuanto se trata de algo que no es objeto explícito, necesariamente, de nuestra actividad intelectual, y por tanto, actividad exclusiva de una minoría, sino de las comprensiones comunes que hacen posible nuestras prácticas y el modo en el cual compartimos cierto sentido de legitimidad.
Eso que hemos llamado “la crisis”, y que con tanto esmero los medios corporativos se esfuerzan en circunscribir al ámbito económico-financiero, es en realidad el desenlace de un prolongado proceso de deslegitimación de las prácticas básicas y comunes de las llamadas sociedades democráticas liberales.
Los imaginarios sociales que subyacen y dan legitimidad a las prácticas que definen nuestras democracias se han ido deteriorando paulatina y sistemáticamente hasta convertirse, para una mayoría creciente de las comunidades planetarias (aquellas que viven bajo su reinado, y aquellas otras que forman parte de la periferia aun no “iluminada” por las ventajas y justicia de dicho sistema de pensamiento y acción) en escenografías vacías utilizadas por el poder fáctico para mantener a la población alejada de las verdaderas decisiones que se consideran demasiado importantes para que estén en manos de las masas.
Veamos que ha ocurrido con tres formas esenciales de nuestro imaginario social moderno.
El ejercicio democrático aparece, a la mayoría de la población, amañado por las grandes corporaciones que ejecutan una ruidosa puesta en escena que colabora en la producción de alienación perpetua de los individuos, principal factor de pujanza en las economías de mercado.
Dicha puesta en escena se caracteriza por una fingida pugna de alternativas que en modo alguno ponen en entredicho la estructura subyacente de nuestro modo de vida, pero que sirve como válvula de escape, como mecanismo catártico, para vehicular las frustaciones de la población.
En cuanto a la esfera pública, llamada a ser el ámbito extra-político e ilustrado que pusiera coto y articulara el sentir y comprensión “del pueblo” a través del ejercicio de sus intelectuales, el poder corporativo, a través de la producción, multiplicación, frivolización, relativización y distribución de opinión ha acabado por transformar dicha esfera en un dominio del mandarinato. Algo similar ha ocurrido y se está agudizando en nuestras universidades. La mayoría de la población se encuentra prevenida ante la multiplicación de falsedades producidas por los medios, y la vaciedad del pensamiento académico. Aún así, el desconcierto sirve para mantener a la población a raya, en cuanto el poder aliena por medio del exceso.
La actividad económica ha dejado de ser lo que nuestros ancestros imaginaron y pretendieron, una práctica civilizadora, promotora de la paz entre los pueblos, debido a la asunción de una prosperidad común que los intereses privados estaban destinados a promover pese a las motivaciones egoístas subyacentes de los individuos, para convertirse en una forma de guerra por otros medios, en los que la barbarie y el canibalismo son resultado visible.
La indiferencia electoral, el desprestigio de la clase gerencial y el abultado descrédito de los medios de comunicación de masas muestran los signos de una alarmante situación de deslegitimación de nuestras prácticas sociales.
Aún así, es evidente que la deslegitimación no es suficiente como alternativa. La actividad revolucionaria necesita positivar modelos alternativos: plasmar en el mundo su teoría.
Debemos revisitar las diversas experiencias revolucionarias que se encuentran en el origen de nuestros imaginarios sociales occidentales, los modos en los cuales nuestros antepasados redescribieron sus identidades, a fin de enaltecer nuestro derecho a la rebelión, nuestro derecho al cambio.
Latinoamerica es hoy un laboratorio revolucionario. Busca dar forma a ese interrogante que dirige el sentido de los pueblos: ¿Quiénes somos? ¿Qué estamos llamados a ser?
El retrato derogatorio y caricaturesco que de este experimento ofrecen las grandes corporaciones mediáticas que nutren informativamente a nuestras democracias liberales no hace más que acentuar la evidente peligrosidad que dicha experiencia alternativa representa para el modelo dominante. Un modelo, como decíamos más arriba, que el imaginario social subyacente considera ya ilegítimo de manera amplia. Aún así, esta población, sometida a una sangrante alienación, es incapaz de imaginar siquiera una alternativa. Para muchos, el mito del fin de la historia anunciado por Fukuyama que auguraba el advenimiento del paraíso en la tierra a través del maridaje idílico entre el capitalismo y la democracia liberal, se ha convertido en la profecía de un infierno terrestre: totalitarismo blando (como nos prevenía Tocqueville) y profundas desigualdades.
No sabemos de antemano cuáles serán los resultados de esta apuesta histórica que los sudamericanos están llevando a cabo. Sin embargo, sea cual sea el derrotero de esta experiencia, es imprescindible enfrentarse al fenómeno con simpatía hermenéutica, es decir, intentando escuchar las voces que alimentan este desafío, las autointerpretaciones que promueven, conteniendo nuestros prejuicios, evitando las trampas que la propaganda fácil ofrece a fin de cegarnos a los auténticos bienes que subyacen a esas apuestas políticas y sociales.
Una transformación radical de nuestras prácticas no implica, necesariamente, una ruptura radical con nuestras convicciones, sino una recuperación de los imaginarios originales que promovieron las transformaciones pasadas y su rearticulación actual en vista a los bienes que aún nos inspiran.
Eso significa, para decirlo de modo torpe y problemático, volver a pensar la libertad, la igualdad y la fraternidad tomando en consideración los malestares que la sociedad disciplinaria ha traído consigo.
O, si preferimos una formulación diferente, por ejemplo, buscar en la noción cristiana de agapé, los orígenes de nuestro profundo compromiso (siempre frustrado) con la benevolencia práctica, la justicia, y la igualdad, que en este caso implican ofrecer las condiciones para que cada uno de nosotros tenga ocasión para descubrir/inventar el sentido último de nuestra existencia.
PLATÓN Y EL SENTIDO COMÚN

En una ocasión afirmé: "El sentido común es pura ideología". Un lector me ha indicado que la expresión es pretenciosa. Me ha conminado a justificar con mayor detalle mi intención.En estas líneas pretendo apuntar algunas razones que legitimen mi pensamiento.
Aquí “sentido común” es lo que se nos presenta como evidente en un lugar del mundo, en una época determinada.
“Ideología” es lo que pretende pasar por verdadero y, sin embargo, es un constructo histórico y social. La relevancia en cada época histórica de reconocer que el sentido común es ideología es la base sobre la cual se articula nuestro anhelo básico de emancipación.
El ejemplo que voy a utilizar para justificar las afirmaciones anteriores es un fenómeno del mundo natural. El ejemplo tiene como propósito exponer la estructura del argumento. El objeto propio al que el argumento debe aplicarse son los seres humanos y, en particular, el ser humano que cada uno de nosotros es.
Pasemos al ejemplo. En este caso es un árbol. Lo que el árbol evidencia, es decir, lo que deja a la vista, son una serie de características relevantes para que lo que tenemos delante sea un árbol y no otra cosa. Elevándose con su sólida estatura, extiende su ramaje hacia el firmamento sin complejos. Ofrece sombra al paseante e intimidad a los enamorados campestres. La instantánea del árbol en el prado, o el bosque, resulta definitiva: todo confirma lo que tenemos delante como tal. No cabe poner en duda la evidencia.
Sin embargo, no es suficiente para comprender plenamente al árbol en cuanto árbol, lo que éste tiene para decirnos en su apariencia. A menos que utilicemos nuestra capacidad imaginativa y escapemos a la contundencia antes mentada de lo que tenemos delante, la semilla y el tallo naciente, el agua que lo alimenta, los nutrientes minerales de la tierra, los rayos solares, la atmósfera terrestre y la cartografía galáctica donde el árbol se localiza, desaparecerán de nuestra consideración.
Por esa razón se dice que el árbol, al mostrarse, esconde su verdad más verdadera. Esconde en su apariencia su naturaleza, que a diferencia de aquella, no es un hecho puntual al que podemos acceder a través de las instantáneas perceptivas o la mera abstracción.
Lo que se esconde a la mirada es su constitución genética. El hecho de que ser árbol, de que tal ente se muestre como tal árbol, con su contundencia y firmeza característica, es el resultado de la conjunción y congregación de lo no-árbol. El árbol, siendo un ente devenido tal, no está en la semilla, ni en la tierra, ni en el agua, ni en los rayos solares y nutrientes que lo alimentan, pero tampoco puede distinguirse de estos.
Los budistas dicen que el árbol está vacío de existencia inherente. Se refieren a la apariencia del árbol que dice ser algo que no es: una entidad sólida y definitiva, cuando en realidad es el producto efímero de las conjunciones y congregaciones mentadas. De este modo, el sentido común, el que nos otorga nuestra conexión inmediata con las cosas, el que nos ofrece el trato impensado con el mundo, oculta la verdad última del ser de las cosas. Hacia algo semejante apuntaba Heidegger.
Lo que ocurre con los árboles ocurre con las personas. No sólo somos objetos devenidos orgánicamente, sino que además, debido a nuestra constitución lingüística y autointerpretante, participamos en una dimensión semántica que da forma a diversas visiones del ser, a diversas versiones del mundo habitado por nosotros.
Recordemos a Platón: en el fondo de la caverna se proyectan verdades fragmentarias de las cosas que ocultan lo que éstas son en última instancia: apariencias construidas por los prestidigitadores que pasean estatuas de piedra y madera delante de una fogata para animar a los prisioneros encadenados con la vista puesta sobre la pared del fondo.
Emancipación es recorrer el camino que lleva de la sombra hacia la luz, que hace posible el engaño, para regresar con nuestros compañeros a fin de desvelar el secreto de nuestra existencia esclava.
Por lo tanto, las cosas no son lo que parecen. Pese a que los prisioneros se prodigan honores y reconocimientos mútuos y establecen jerarquías entre ellos en dependencia de la habilidad en la predicción y manipulación de las sombras, éstas no pasan de ser lo que son: proyecciones falsificadas de lo real de suyo. Son el sentido común de todos nosotros: lo que se ve y lo que se toca, lo que dicen los periódicos y enseñan los televisores, lo que estamos condenados a padecer como verdadero en nuestras perversas sociedades democráticas en las que hemos suplantado el control del pensamiento, por el despliegue totalitario de la alienación.
LO POLÍTICO Y LA NADA
Estamos instalados de modo impensado en una visión mecanicista y atomista de lo real. Concebimos la realidad, aún cuando nuestra articulación filosófica pueda ir en contra de dicha concepción, como un entramado de causas y efectos combinados de forma azarosa que dan como resultado la apariencia del mundo.
Incluso cuando imaginamos oscuras voluntades complotadas en la conformación del mundo, dicha aprehensión de la marcha de la historia concuerda a fin de cuentas con la afirmación de un cosmos neutralizado y sinsentido a la espera del azar o de la inteligencia (ambigua moralmente) que haga de ella lo que le plazca.
Nuestro atomismo se ve reflejado en la ontologización que hemos hecho de nuestras encomiables aspiraciones morales a la libertad. Hemos acabado creyendo que nuestra libertad ética y política no era otra cosa que la traducción de nuestra última constitución existencial.
O para decirlo de otro modo, nuestra aspiración a convertirnos en agentes responsables y, por tanto, libres, se ha convertido en la afirmación ontológica de que somos átomos individuales,es decir, que son nuestras actividades individuales, exclusivamente, las que dan forma a las colectividades en las que participamos (accidentalmente). Que dichas colectividades son meros epifenómenos de sus parcialidades.
En vista de esto, la pregunta acerca de lo político toma una dimensión inesperada. Porque lo político no tiene cabida en este relato. Lo político sólo puede ser articulado a partir de la convicción de que los humanos existen constitutivamente en lo social. Y esto no puede ser reducido a una confirmación empírica de que sin los otros seríamos incapaces de sobrevivir, sino que sólo existimos como humanos en cuanto somos parte de una comunidad humana. La política parte de esta convicción.
A partir de allí se puede decir que la primera preocupación que concierne a la comunidad política como tal es el hecho de su propia subsistencia. Lo que la política tiene como primera finalidad es la continuidad existencial de las comunidades de pertenencia donde la consciencia política ha tomado forma.
De este modo, lo que estamos diciendo es que lo que hace posible la política es la existencia de una comunidad que se imagina a sí misma como tal comunidad y que, tomando consciencia de su existencia, es capaz de comprender la posibilidad de su desaparición.
Quisiera, por lo tanto, apuntar dos cuestiones.
En primer lugar, cabe recordar que la visión mecanicista-atomista en cualquiera de sus versiones (voluntarista o ciega), en su proceso de individuación lleva, inexorablemente, después de un proceso de división y distinción intermedio, a una fragmentación radical que acaba en la desaparición de lo comunitario, que a su vez puede traducirse (1) en la coincidencia paradójica de las identidades con la esfera totalizante de lo global; o (2) el retorno a un caos mítico primigenio.
En segundo lugar, de acuerdo con nuestras premisas, en uno y otro caso, la desaparición progresiva de la comunidad (de lo político de la comunidad) tiene como consecuencia última la desparición de lo humano, al enajenar a los individuos humanos de sus trasfondos de significación, o reduciendo dichos trasfondos a un conjunto de discursividades vaciadas de sentido, de concreción.
La posibilidad de la trascendencia (de pervivencia) de la comunidad se funda en la memoria y en la esperanza. La memoria es la recuperación de lo dado en la forma de la articulación histórica, del relato acerca de cómo hemos llegado a ser quienes somos.
La esperanza es la sombra proyectada de nuestra libertad sobre el futuro, (1) en la forma de la donación (entregamos nuestro presente a las generaciones aun no nacidas); o (2) en la forma de la maldición (hipotecando el futuro de los nuestros a fin de lograr nuestro caprichoso presente).
Nuestras comunidades han estado sometidas a las fuerzas erosionantes de las concepciones atomistas desde hace mucho tiempo, hasta el punto de ser empujadas en un pasado reciente al abismo de la desaparición.
Algunos discursos, pese al descalabro planetario de los últimos años, insisten en ofrecer sus recetas imbatibles de aséptica eficiencia pragmática, vuelven los administradores, el espíritu gerencial, la técnica de "las calles límpias", como si la mejor opción a la pregunta de quiénes somos sea la pura nada, la neutralidad absoluta, para que el azar o "la voluntad de ellos" acabe de dar forma a nuestro futuro. Lo que concierne a la comunidad política es resistirse al olvido y al miedo. La supervivencia, como hemos dicho, tiene la forma de la memoria y la esperanza.
Incluso cuando imaginamos oscuras voluntades complotadas en la conformación del mundo, dicha aprehensión de la marcha de la historia concuerda a fin de cuentas con la afirmación de un cosmos neutralizado y sinsentido a la espera del azar o de la inteligencia (ambigua moralmente) que haga de ella lo que le plazca.
Nuestro atomismo se ve reflejado en la ontologización que hemos hecho de nuestras encomiables aspiraciones morales a la libertad. Hemos acabado creyendo que nuestra libertad ética y política no era otra cosa que la traducción de nuestra última constitución existencial.
O para decirlo de otro modo, nuestra aspiración a convertirnos en agentes responsables y, por tanto, libres, se ha convertido en la afirmación ontológica de que somos átomos individuales,es decir, que son nuestras actividades individuales, exclusivamente, las que dan forma a las colectividades en las que participamos (accidentalmente). Que dichas colectividades son meros epifenómenos de sus parcialidades.
En vista de esto, la pregunta acerca de lo político toma una dimensión inesperada. Porque lo político no tiene cabida en este relato. Lo político sólo puede ser articulado a partir de la convicción de que los humanos existen constitutivamente en lo social. Y esto no puede ser reducido a una confirmación empírica de que sin los otros seríamos incapaces de sobrevivir, sino que sólo existimos como humanos en cuanto somos parte de una comunidad humana. La política parte de esta convicción.
A partir de allí se puede decir que la primera preocupación que concierne a la comunidad política como tal es el hecho de su propia subsistencia. Lo que la política tiene como primera finalidad es la continuidad existencial de las comunidades de pertenencia donde la consciencia política ha tomado forma.
De este modo, lo que estamos diciendo es que lo que hace posible la política es la existencia de una comunidad que se imagina a sí misma como tal comunidad y que, tomando consciencia de su existencia, es capaz de comprender la posibilidad de su desaparición.
Quisiera, por lo tanto, apuntar dos cuestiones.
En primer lugar, cabe recordar que la visión mecanicista-atomista en cualquiera de sus versiones (voluntarista o ciega), en su proceso de individuación lleva, inexorablemente, después de un proceso de división y distinción intermedio, a una fragmentación radical que acaba en la desaparición de lo comunitario, que a su vez puede traducirse (1) en la coincidencia paradójica de las identidades con la esfera totalizante de lo global; o (2) el retorno a un caos mítico primigenio.
En segundo lugar, de acuerdo con nuestras premisas, en uno y otro caso, la desaparición progresiva de la comunidad (de lo político de la comunidad) tiene como consecuencia última la desparición de lo humano, al enajenar a los individuos humanos de sus trasfondos de significación, o reduciendo dichos trasfondos a un conjunto de discursividades vaciadas de sentido, de concreción.
La posibilidad de la trascendencia (de pervivencia) de la comunidad se funda en la memoria y en la esperanza. La memoria es la recuperación de lo dado en la forma de la articulación histórica, del relato acerca de cómo hemos llegado a ser quienes somos.
La esperanza es la sombra proyectada de nuestra libertad sobre el futuro, (1) en la forma de la donación (entregamos nuestro presente a las generaciones aun no nacidas); o (2) en la forma de la maldición (hipotecando el futuro de los nuestros a fin de lograr nuestro caprichoso presente).
Nuestras comunidades han estado sometidas a las fuerzas erosionantes de las concepciones atomistas desde hace mucho tiempo, hasta el punto de ser empujadas en un pasado reciente al abismo de la desaparición.
Algunos discursos, pese al descalabro planetario de los últimos años, insisten en ofrecer sus recetas imbatibles de aséptica eficiencia pragmática, vuelven los administradores, el espíritu gerencial, la técnica de "las calles límpias", como si la mejor opción a la pregunta de quiénes somos sea la pura nada, la neutralidad absoluta, para que el azar o "la voluntad de ellos" acabe de dar forma a nuestro futuro. Lo que concierne a la comunidad política es resistirse al olvido y al miedo. La supervivencia, como hemos dicho, tiene la forma de la memoria y la esperanza.
APUNTES SOBRE ARQUITECTURA, FILOSOFÍA Y POLÍTICA
en colaboración con Carla Habif Hassis Bosso
INTRODUCCIÓN
Lo que proponemos es recuperar el diálogo que mantuvimos a modo de un comentario impersonal sobre lo que se dijo, se presupuso y se intuyó en nuestra conversación.
En este primer párrafo haremos como si de un diálogo se tratara. Nombraremos a los participantes reales o ficticios. Haremos mención del lugar y la ocasión. Y dejaremos constancia del marco del diálogo, lo que permitirá señalar la intencionalidad de los autores.
Se trata de un grupo de amigos a quienes convocó una larga historia de intimidad y la accidentalidad de sus itinerarios. Reunidos a almorzar, conversaron durante algunas horas mientras en el exterior la ciudad continuaba burbujeando. El escenario del evento: un loft a pie de calle en el barrio Gótico de Barcelona, en la medianía de una primavera generosa.
La discusión política de los amigos en torno a una próximas elecciones legislativas en la Argentina cedió paso a una conversación teórica en torno a la arquitectura. De este modo, como en los antiguos diálogos platónicos en los que el proemio servía para ofrecer la dirección inicial de lo que devendrá, sabemos que aquí se ha querido hacer coincidir la cuestión de la Paideia (la formación/educación) con la Política.
Por lo tanto, aquí “ciudad” cuando hablamos de arquitectura sigue queriendo decir, aunque de manera diferida, Polis. Por lo tanto, el arquitecto, que es de lo que circunstancialmente vamos a ocuparnos en esta ocasión, es un filósofo que medita sobre el fondo del objeto que le incumbe. No se trata de un mero técnico de la construcción, sino un pensador filosófico y político.
1
En principio, reconocemos que el valor que otorgamos a lo histórico que es una obviedad para nosotros, debe convertirse en interrogante para poder ser pensado. Nuestras identidades están profundamente arraigadas en lo histórico. A diferencia de lo que ocurría y aún ocurre en otras articulaciones identitarias, la nuestra gira en torno a lo accidental como lo definitorio de lo que somos.
Para otras formas de ser persona, lo que cuenta no es la contingencia, lo que llamamos “secular” (saecolorum: lo que pertenece a los siglos, al tiempo), sino la relación que establecemos con lo divino, o con el tiempo mítico de los orígenes, o lo paradigmáticamente ideal. La historia, en estos casos, es lo ilusorio, aquello que debe superarse para acceder a lo “realmente” real, la realidad en sí, lo último. Lo que cuenta es el modo en que la eternidad o la divinidad se manifiesta en el tiempo; o el modo en que la estructura narrativa que recibimos de nuestros ancestros míticos se repite en el presente preservándose en el modo del rito.
El advenimiento de la modernidad, el desencantamiento del mundo, trajo consigo una redescripción de los procesos constitutivos de nuestras identidades: ahora somos lo que hemos llegado a ser: evolutivamente (biológicamente) y culturalmente (históricamente). Somos lo devenido. Es decir, que nos caracterizamos por nuestra radical contingencia. La estructura subyacente que compone nuestra identidad se manifiesta en la imagen del proceso. Por tanto, en nuestro imaginario somos el producto de un proceso, muchas veces ciego, que se articula a partir de la pura contingencia, pero que tiene como telos (como finalidad y propósito) la autoconciencia. Incluso el pensamiento postmoderno puede pese a sus malogrados intentos contar con cierta versión teleológica de la historia. El fin de la historia o el fin del relato o el fin del sujeto se dicen para significar cierta iluminación. Lo que se ilumina en este caso es que todo es contingencia, azar, nomadismo. Sin embargo, el nómade ha descubierto su verdad en su nomadismo, ha iluminado su condición de radical temporalidad. Lo que antaño era considerado ilusorio, aquello que era la superficie del ser, ahora se ha convertido en el material de nuestra existencialidad. Estamos hechos, como diría Shakespeare, del material de nuestros sueños. A lo que aspiramos, como ocurre con las sabidurias orientales, es a un despertar, un hacernos conscientes de estar hechos de ese material para adoptar una ética "líquida" (Bauman) "crepuscular" (Lipovesky), en pos de una fidelidad a nuestra auténtica condición como individuos-yo.
2
La ciudad, sea ésta concebida a partir de metáforas orgánicas o mecanicistas, puede resultar y de hecho resulta en un relato. Lo constitutivo de la categoría "ciudad" es, justamente, que su unidad no es meramente geográfica, sino histórico-narrativa. Se trata de una identidad que se forja a partir de los imaginarios sociales sobre los cuales se realizan las prácticas sociales, pero también a partir de lo que es donado a los habitantes de dichas ciudades como trasfondo de significaciones, como escenario, en principio no tematizado, donde descubren su ser-en-el-mundo. Las sucesivas generaciones contribuyen a la construcción de un escenario meta-histórico: la ciudad, en la que el pasado, presente y futuro confluyen como tres instancias de la psique, o como sucesivas capas geológicas componiendo un palimpsesto que testimonio nuestro devenir.
Los modernos nos definimos a nosotros mismos de modos plurales. Entre los elementos constitutivos de nuestra identidad tiene un lugar destacado el ser ciudadanos de esta o aquella urbe, por ejemplo. Un barcelonés, un porteño (de Buenos Aires) o un Neoyorquino son modelados por su pertenencia y participación en la vida urbana, y en el tránsito y convivialidad con la escenografía urbana. La Sagrada Familia o el Empire State forman parte del trasfondo destacado de los relatos de dichos ciudadanos como sujetos históricos.
En la ciudad moderna la consciencia de la pluralidad étnica, por ejemplo, convive con la consciencia de una pluralidad temporal. No sólo se mezclan lugares distantes: el barrio chino, la calle de los paquistaníes, etc., sino diversos tiempos históricos. En las estructuras arquitectónicas actuales conviven el pasado, el presente y el futuro en lo recuperado o restaurado, en lo escondido, en lo visible, en lo proyectado y en lo que está en construcción.
Como ocurre con la identidad de los individuos, las ciudades se despliegan en un proceso siempre inacabado y abierto. La planificación es incapaz de disolver la accidentalidad, que tuerce el rumbo, limita o expande el horizonte de las ciudades de modo análogo a lo que acontece con la “casualidad” que da forma o sirve como materia prima para la construcción de nuestros relatos identitarios.
3
La arquitectura (como ocurre también con la pintura o la escultura) debido a su materialidad, debe encontrar la manera de decir algo, preservando lo recibido sin anquilosarse en el pasado. Esto ocurre en muchos niveles. Nos detendremos en tres instancias:
1.Materialidad
2.corporalidad
3.Reflexividad
Pongamos un ejemplo sobre la materialidad. Una construcción arquitectónica que utiliza la madera debe decir algo del árbol, y en la medida que es capaz de preservar el árbol (materia) en su corporalidad (forma) ofrece a la construcción cualidades naturales específicas que contribuyen a su estética. Lo mismo ocurre con la piedra, el cristal o el aluminio. El arquitecto dice o esconde en la obra acabada (el cuerpo) lo que la materialidad de suyo ofrece a la forma para su individualidad. Esta noción es aristotélica: el principio material es a un mismo tiempo principio individual. Claro que es necesario distinguir dos modos de materialidad.
1.La materialidad burda
2.La materialidad sutil.
En el primer caso hablamos de los ladrillos y el cemento. En el segundo caso hablamos de algo que es inivisible, que no es el árbol propiamente, sino aquello que hace al árbol. En cierto modo que aun permanece velado, podemos hablar de la materia de la arquitectura en términos generales como de la naturaleza. La materia última y primera es la naturaleza, invisible e incognosible. Sobre la naturaleza el hombre hace su habitat haciéndola habitable a partir de su actividad formalizadora.
El arquitecto hace transparente o esconde los orígenes materiales de la materialidad al corporalizarla. En la materialidad, lo ideal formal, se hace cuerpo individual.
Lo ideal, sin embargo, supera lo material para lograr su propósito. La supera en cuanto es capaz de hacer flexible lo sólido o hacer opaco lo transparente, o viceversa. Todo esto ocurre constantemente, lo que muestra que la forma, la corporalización de la materia, implica no un dominio de ella, sino un diálogo en subordinación.
Respecto a la reflexividad lo crucial es el distanciamiento con la materialidad y la formalidad en la cosa para ofrecer dos respuestas al interrogante sobre la existencia de la cosa:
1.De dónde vengo
2.Quién soy
Llevado al ámbito arquitectónico, el edificio sale de si mismo para encontrarse con su historia y reconocerse constitutivamente como parte de la ciudad, del mundo y fundado en una naturaleza que reclama un reconocimiento pese a su ocultamiento aplastante en la urbe.
4
El pasado es materia como lo es la piedra o el cristal. El arquitecto se encuentra con el pasado como con un ladrillo. Debe ser capaz de hacerse dueño del pasado sin someterlo. Puede ocultarlo o ponerlo a la vista, permitir que se haga manifiesto, o aniquilarlo. Cualquiera sea la decisión que tome el arquitecto respecto al pasado, éste es ineludible. En el primer caso, el ocultamiento aparece como aniquilación y en el vacío se escucha el reclamo en la forma del reproche del ayer y en la alienación del hoy. En la recuperación, lo que se ofrece en las huellas de la memoria un homenaje que es también una esperanza de futuro.
En este último caso, el arquitecto se encuentra frente a los siguientes desafios:
1.Ofrecer respuestas a las exigencias funcionales
2.Resguardar el pasado que, como hemos dicho, es materia de nuestra identidad.
3.Proponer una estética de integración que no sea mera superposición, mero encolado de lo dispar, sino en la forma de un relato que haga posible la unidad existencial de la obra: la obra como una vida en la que la memoria, la exigencia de hoy, y la proyección del futuro, encuentren su sentido.
Respecto al pasado, podemos distinguir dos modos de recuperación:
1.La recuperación meramente historiográfica (que se reduce al registro del pasado y al hacerlo visible en el modo del monumentalidad)
2.La metafórica (que acompaña al registro con una interpretación de dicho pasado en función de lo que somos: el ejemplo que se ofreció fue el siguiente: El edificio en cuestión había sido originariamente un palacio del siglo XII. Hoy, debido a ciertas clausulas testamentarias, es destinado como refugio vigilado para el tratamiento de disminuidos mentales considerados de peligrosidad social.
Con respecto a la noción de una estética de integración temporal, decimos que la integración no sólo ocurre con el pasado, sino que hay consciencia del futuro de un modo jamás acontecido anteriormente. Por ejemplo, a partir de la noción de la “sostenibilidad” que se incorpora a la obra lo futuro que se encuentra en el presente como esperanza. Todo esto hace exige al arquitecto pensamiento y no mera técnica. Pensar significa aquí ir a la esencia del objeto particular al que dedica sus esfuerzos: el ser del objeto arquitectónico.
5
Walter Benjamin hablaba del tiempo moderno como un tiempo homogéneo. Y Heidegger hablaba de la espacialización del tiempo. Con ello mentaban lo siguiente: La existencia de un tiempo sagrado hacía posible una proximidad (una intimidad) impensable en lo secular entre dos fechas que se encuentran distanciadas cronológicamente por miles de años. Un ejemplo: las Pascuas de hoy están más próximas de la crucifixión de Cristo que del mundial de futbol de 1978. Cuando el carácter sagrado del tiempo desaparece, el tiempo se vuelve homogéneo. La homogenización equivale a una espacialización en el siguiente sentido: en un mismo espacio encuentran su lugar eventos disímiles que ocurren simultáneamente. El periódico de hoy, 23 de mayo de 2009, acomoda cosas que han ocurrido en todo el planeta en una única fracción de tiempo universal y homogéneo.
El tiempo de la recuperación abre la puerta para otra cosa, la experiencia epifánica. En un edificio en el que conviven rastros de siglos diversos, el diálogo que establece el arquitecto, y el transeúnte renueva en la lectura de la contemplación y habitación integrada del mismo, tiene el poder de llevarnos a la experiencia epifánica.
Aquí epifánico equivale a la superación de la cosa como mero instrumento. La cosa se muestra en su historia. Al mostrarse se expresa y en ella nos expresa a nosotros que a partir de nuestra participación en su escenario-mundo damos forma a lo que somos. La cosa rompe la tiranía de la funcionalidad y nos devuelve a un escenario de texturas, policromías, textualidades ocultas.
6
Cuando en la obra el arquitecto recupera el pasado desde un presente que exige su habilidad técnica pero también su capacidad de decir quienes somos a partir del ayer, y como hemos dicho, a partir de las exigencias mudas del futuro (el planeta-mundo no sólo quieren ver las piedras que estamos montando unas sobre otras, no sólo quiere la monumentalidad, también exige que nuestra tecnología no destruya el hipotético futuro que ellos-ello piden ser) cuando esto ocurre, decíamos, el arquitecto propone (con su particular estilo) un ejercicio de integración epifánico: como en Proust, el tiempo perdido es recuperado. Todos los arquitectos anteriores no sabían que iban a participar en ese diálogo, que iban a contribuir a esa escena de máxima consciencia del arquitecto de hoy. Proust no sabía que cada una de sus actividades olvidadas iban a ser recuperadas a través de la memoria para hacer posible el sentido de lo que ya no tenía sentido o sólo lo tenía de modo accidental y superfluo. Ahora el pasado puede reintegrarse en el presente y proyectarse en el futuro.
El arquitecto sabe, además, que su obra, para ser una muestra de dicha recuperación y proyección no puede actuar de espaldas a la comunidad, sino en diálogo con ella, porque sabe que la libertad (la posibilidad de establecer criterios para dar forma a lo que somos, si lo que queremos es dar forma a una identidad, y eso es lo que queremos siempre, porque estamos en la busqueda permanente de significación y de sentido en todo) debe hacerse no sólo atomisticamente, a través de un diálogo solipsista del edificio consigo mismo, sino en el diálogo con sus espejos, con aquello que es su entorno y que en su fachada se refleja en la forma de dar respuesta a los cuerpos, a la historia del lugar que dichos cuerpos arquitectónicos ocupan, en un ejercicio de radical reflexividad.
INTRODUCCIÓN
Lo que proponemos es recuperar el diálogo que mantuvimos a modo de un comentario impersonal sobre lo que se dijo, se presupuso y se intuyó en nuestra conversación.
En este primer párrafo haremos como si de un diálogo se tratara. Nombraremos a los participantes reales o ficticios. Haremos mención del lugar y la ocasión. Y dejaremos constancia del marco del diálogo, lo que permitirá señalar la intencionalidad de los autores.
Se trata de un grupo de amigos a quienes convocó una larga historia de intimidad y la accidentalidad de sus itinerarios. Reunidos a almorzar, conversaron durante algunas horas mientras en el exterior la ciudad continuaba burbujeando. El escenario del evento: un loft a pie de calle en el barrio Gótico de Barcelona, en la medianía de una primavera generosa.
La discusión política de los amigos en torno a una próximas elecciones legislativas en la Argentina cedió paso a una conversación teórica en torno a la arquitectura. De este modo, como en los antiguos diálogos platónicos en los que el proemio servía para ofrecer la dirección inicial de lo que devendrá, sabemos que aquí se ha querido hacer coincidir la cuestión de la Paideia (la formación/educación) con la Política.
Por lo tanto, aquí “ciudad” cuando hablamos de arquitectura sigue queriendo decir, aunque de manera diferida, Polis. Por lo tanto, el arquitecto, que es de lo que circunstancialmente vamos a ocuparnos en esta ocasión, es un filósofo que medita sobre el fondo del objeto que le incumbe. No se trata de un mero técnico de la construcción, sino un pensador filosófico y político.
1
En principio, reconocemos que el valor que otorgamos a lo histórico que es una obviedad para nosotros, debe convertirse en interrogante para poder ser pensado. Nuestras identidades están profundamente arraigadas en lo histórico. A diferencia de lo que ocurría y aún ocurre en otras articulaciones identitarias, la nuestra gira en torno a lo accidental como lo definitorio de lo que somos.
Para otras formas de ser persona, lo que cuenta no es la contingencia, lo que llamamos “secular” (saecolorum: lo que pertenece a los siglos, al tiempo), sino la relación que establecemos con lo divino, o con el tiempo mítico de los orígenes, o lo paradigmáticamente ideal. La historia, en estos casos, es lo ilusorio, aquello que debe superarse para acceder a lo “realmente” real, la realidad en sí, lo último. Lo que cuenta es el modo en que la eternidad o la divinidad se manifiesta en el tiempo; o el modo en que la estructura narrativa que recibimos de nuestros ancestros míticos se repite en el presente preservándose en el modo del rito.
El advenimiento de la modernidad, el desencantamiento del mundo, trajo consigo una redescripción de los procesos constitutivos de nuestras identidades: ahora somos lo que hemos llegado a ser: evolutivamente (biológicamente) y culturalmente (históricamente). Somos lo devenido. Es decir, que nos caracterizamos por nuestra radical contingencia. La estructura subyacente que compone nuestra identidad se manifiesta en la imagen del proceso. Por tanto, en nuestro imaginario somos el producto de un proceso, muchas veces ciego, que se articula a partir de la pura contingencia, pero que tiene como telos (como finalidad y propósito) la autoconciencia. Incluso el pensamiento postmoderno puede pese a sus malogrados intentos contar con cierta versión teleológica de la historia. El fin de la historia o el fin del relato o el fin del sujeto se dicen para significar cierta iluminación. Lo que se ilumina en este caso es que todo es contingencia, azar, nomadismo. Sin embargo, el nómade ha descubierto su verdad en su nomadismo, ha iluminado su condición de radical temporalidad. Lo que antaño era considerado ilusorio, aquello que era la superficie del ser, ahora se ha convertido en el material de nuestra existencialidad. Estamos hechos, como diría Shakespeare, del material de nuestros sueños. A lo que aspiramos, como ocurre con las sabidurias orientales, es a un despertar, un hacernos conscientes de estar hechos de ese material para adoptar una ética "líquida" (Bauman) "crepuscular" (Lipovesky), en pos de una fidelidad a nuestra auténtica condición como individuos-yo.
2
La ciudad, sea ésta concebida a partir de metáforas orgánicas o mecanicistas, puede resultar y de hecho resulta en un relato. Lo constitutivo de la categoría "ciudad" es, justamente, que su unidad no es meramente geográfica, sino histórico-narrativa. Se trata de una identidad que se forja a partir de los imaginarios sociales sobre los cuales se realizan las prácticas sociales, pero también a partir de lo que es donado a los habitantes de dichas ciudades como trasfondo de significaciones, como escenario, en principio no tematizado, donde descubren su ser-en-el-mundo. Las sucesivas generaciones contribuyen a la construcción de un escenario meta-histórico: la ciudad, en la que el pasado, presente y futuro confluyen como tres instancias de la psique, o como sucesivas capas geológicas componiendo un palimpsesto que testimonio nuestro devenir.
Los modernos nos definimos a nosotros mismos de modos plurales. Entre los elementos constitutivos de nuestra identidad tiene un lugar destacado el ser ciudadanos de esta o aquella urbe, por ejemplo. Un barcelonés, un porteño (de Buenos Aires) o un Neoyorquino son modelados por su pertenencia y participación en la vida urbana, y en el tránsito y convivialidad con la escenografía urbana. La Sagrada Familia o el Empire State forman parte del trasfondo destacado de los relatos de dichos ciudadanos como sujetos históricos.
En la ciudad moderna la consciencia de la pluralidad étnica, por ejemplo, convive con la consciencia de una pluralidad temporal. No sólo se mezclan lugares distantes: el barrio chino, la calle de los paquistaníes, etc., sino diversos tiempos históricos. En las estructuras arquitectónicas actuales conviven el pasado, el presente y el futuro en lo recuperado o restaurado, en lo escondido, en lo visible, en lo proyectado y en lo que está en construcción.
Como ocurre con la identidad de los individuos, las ciudades se despliegan en un proceso siempre inacabado y abierto. La planificación es incapaz de disolver la accidentalidad, que tuerce el rumbo, limita o expande el horizonte de las ciudades de modo análogo a lo que acontece con la “casualidad” que da forma o sirve como materia prima para la construcción de nuestros relatos identitarios.
3
La arquitectura (como ocurre también con la pintura o la escultura) debido a su materialidad, debe encontrar la manera de decir algo, preservando lo recibido sin anquilosarse en el pasado. Esto ocurre en muchos niveles. Nos detendremos en tres instancias:
1.Materialidad
2.corporalidad
3.Reflexividad
Pongamos un ejemplo sobre la materialidad. Una construcción arquitectónica que utiliza la madera debe decir algo del árbol, y en la medida que es capaz de preservar el árbol (materia) en su corporalidad (forma) ofrece a la construcción cualidades naturales específicas que contribuyen a su estética. Lo mismo ocurre con la piedra, el cristal o el aluminio. El arquitecto dice o esconde en la obra acabada (el cuerpo) lo que la materialidad de suyo ofrece a la forma para su individualidad. Esta noción es aristotélica: el principio material es a un mismo tiempo principio individual. Claro que es necesario distinguir dos modos de materialidad.
1.La materialidad burda
2.La materialidad sutil.
En el primer caso hablamos de los ladrillos y el cemento. En el segundo caso hablamos de algo que es inivisible, que no es el árbol propiamente, sino aquello que hace al árbol. En cierto modo que aun permanece velado, podemos hablar de la materia de la arquitectura en términos generales como de la naturaleza. La materia última y primera es la naturaleza, invisible e incognosible. Sobre la naturaleza el hombre hace su habitat haciéndola habitable a partir de su actividad formalizadora.
El arquitecto hace transparente o esconde los orígenes materiales de la materialidad al corporalizarla. En la materialidad, lo ideal formal, se hace cuerpo individual.
Lo ideal, sin embargo, supera lo material para lograr su propósito. La supera en cuanto es capaz de hacer flexible lo sólido o hacer opaco lo transparente, o viceversa. Todo esto ocurre constantemente, lo que muestra que la forma, la corporalización de la materia, implica no un dominio de ella, sino un diálogo en subordinación.
Respecto a la reflexividad lo crucial es el distanciamiento con la materialidad y la formalidad en la cosa para ofrecer dos respuestas al interrogante sobre la existencia de la cosa:
1.De dónde vengo
2.Quién soy
Llevado al ámbito arquitectónico, el edificio sale de si mismo para encontrarse con su historia y reconocerse constitutivamente como parte de la ciudad, del mundo y fundado en una naturaleza que reclama un reconocimiento pese a su ocultamiento aplastante en la urbe.
4
El pasado es materia como lo es la piedra o el cristal. El arquitecto se encuentra con el pasado como con un ladrillo. Debe ser capaz de hacerse dueño del pasado sin someterlo. Puede ocultarlo o ponerlo a la vista, permitir que se haga manifiesto, o aniquilarlo. Cualquiera sea la decisión que tome el arquitecto respecto al pasado, éste es ineludible. En el primer caso, el ocultamiento aparece como aniquilación y en el vacío se escucha el reclamo en la forma del reproche del ayer y en la alienación del hoy. En la recuperación, lo que se ofrece en las huellas de la memoria un homenaje que es también una esperanza de futuro.
En este último caso, el arquitecto se encuentra frente a los siguientes desafios:
1.Ofrecer respuestas a las exigencias funcionales
2.Resguardar el pasado que, como hemos dicho, es materia de nuestra identidad.
3.Proponer una estética de integración que no sea mera superposición, mero encolado de lo dispar, sino en la forma de un relato que haga posible la unidad existencial de la obra: la obra como una vida en la que la memoria, la exigencia de hoy, y la proyección del futuro, encuentren su sentido.
Respecto al pasado, podemos distinguir dos modos de recuperación:
1.La recuperación meramente historiográfica (que se reduce al registro del pasado y al hacerlo visible en el modo del monumentalidad)
2.La metafórica (que acompaña al registro con una interpretación de dicho pasado en función de lo que somos: el ejemplo que se ofreció fue el siguiente: El edificio en cuestión había sido originariamente un palacio del siglo XII. Hoy, debido a ciertas clausulas testamentarias, es destinado como refugio vigilado para el tratamiento de disminuidos mentales considerados de peligrosidad social.
Con respecto a la noción de una estética de integración temporal, decimos que la integración no sólo ocurre con el pasado, sino que hay consciencia del futuro de un modo jamás acontecido anteriormente. Por ejemplo, a partir de la noción de la “sostenibilidad” que se incorpora a la obra lo futuro que se encuentra en el presente como esperanza. Todo esto hace exige al arquitecto pensamiento y no mera técnica. Pensar significa aquí ir a la esencia del objeto particular al que dedica sus esfuerzos: el ser del objeto arquitectónico.
5
Walter Benjamin hablaba del tiempo moderno como un tiempo homogéneo. Y Heidegger hablaba de la espacialización del tiempo. Con ello mentaban lo siguiente: La existencia de un tiempo sagrado hacía posible una proximidad (una intimidad) impensable en lo secular entre dos fechas que se encuentran distanciadas cronológicamente por miles de años. Un ejemplo: las Pascuas de hoy están más próximas de la crucifixión de Cristo que del mundial de futbol de 1978. Cuando el carácter sagrado del tiempo desaparece, el tiempo se vuelve homogéneo. La homogenización equivale a una espacialización en el siguiente sentido: en un mismo espacio encuentran su lugar eventos disímiles que ocurren simultáneamente. El periódico de hoy, 23 de mayo de 2009, acomoda cosas que han ocurrido en todo el planeta en una única fracción de tiempo universal y homogéneo.
El tiempo de la recuperación abre la puerta para otra cosa, la experiencia epifánica. En un edificio en el que conviven rastros de siglos diversos, el diálogo que establece el arquitecto, y el transeúnte renueva en la lectura de la contemplación y habitación integrada del mismo, tiene el poder de llevarnos a la experiencia epifánica.
Aquí epifánico equivale a la superación de la cosa como mero instrumento. La cosa se muestra en su historia. Al mostrarse se expresa y en ella nos expresa a nosotros que a partir de nuestra participación en su escenario-mundo damos forma a lo que somos. La cosa rompe la tiranía de la funcionalidad y nos devuelve a un escenario de texturas, policromías, textualidades ocultas.
6
Cuando en la obra el arquitecto recupera el pasado desde un presente que exige su habilidad técnica pero también su capacidad de decir quienes somos a partir del ayer, y como hemos dicho, a partir de las exigencias mudas del futuro (el planeta-mundo no sólo quieren ver las piedras que estamos montando unas sobre otras, no sólo quiere la monumentalidad, también exige que nuestra tecnología no destruya el hipotético futuro que ellos-ello piden ser) cuando esto ocurre, decíamos, el arquitecto propone (con su particular estilo) un ejercicio de integración epifánico: como en Proust, el tiempo perdido es recuperado. Todos los arquitectos anteriores no sabían que iban a participar en ese diálogo, que iban a contribuir a esa escena de máxima consciencia del arquitecto de hoy. Proust no sabía que cada una de sus actividades olvidadas iban a ser recuperadas a través de la memoria para hacer posible el sentido de lo que ya no tenía sentido o sólo lo tenía de modo accidental y superfluo. Ahora el pasado puede reintegrarse en el presente y proyectarse en el futuro.
El arquitecto sabe, además, que su obra, para ser una muestra de dicha recuperación y proyección no puede actuar de espaldas a la comunidad, sino en diálogo con ella, porque sabe que la libertad (la posibilidad de establecer criterios para dar forma a lo que somos, si lo que queremos es dar forma a una identidad, y eso es lo que queremos siempre, porque estamos en la busqueda permanente de significación y de sentido en todo) debe hacerse no sólo atomisticamente, a través de un diálogo solipsista del edificio consigo mismo, sino en el diálogo con sus espejos, con aquello que es su entorno y que en su fachada se refleja en la forma de dar respuesta a los cuerpos, a la historia del lugar que dichos cuerpos arquitectónicos ocupan, en un ejercicio de radical reflexividad.
PERVERSIDADES: ética comunicacional y complicidad ciudadana. La cuestión del glifosato.
Supongamos que se descubre que cierto producto (le llamaremos “Producto X”) es el causante de una enfermedad que afecta, sobretodo, no a los usuarios de dicho producto, sino a personas inocentes que circunstancialmente viven su vida en los entornos donde el producto se utiliza.
Imaginemos que se abre un debate para decidir si el Producto X, que está dañando seriamente la salud y la vida de individuos que no se benefician con la utilización del mismo, debe seguir siendo utilizado por sus consumidores. Es decir, se discute la prohibición o no de dicho producto.
Ahora imaginemos el debate que se sucita:
1.Aquellos que batallan por la prohibición del producto ofrecen como prueba un conjunto de testimonios corroborados por expertos nacionales e internacionales, que declaran las malformaciones y enfermedades como efecto directo de la exposición a dicho producto X. Se acumulan casos, y se alerta a la población a fin de evitar un crimen prolongado que ha sido silenciado por los productores y usuarios del producto X, pese a las muchas sospechas que la utilización del mismo había levantado desde el comienzo. Se pide la prohibición cautelar de dicho producto hasta que se demuestre fehacientemente que no produce los daños mentados.
2.A continuación, imaginemos que toman la palabra los usuarios y representantes de los productores de X. En esta ocasión, no se habla de modo alguno de los efectos nocivos del producto. Incluso puede que se ignoren completamente los informes, se los tergiverse o intente deslegitimar los mismos anunciando que sus autores y defensores están motivados en la fabricación de las mentiras debido a que son envidiosos del progreso de otros.
Lo que si se enfatiza es lo siguiente: el producto X nos ofrece toda clase de beneficios materiales, nos ha hecho crecer como nunca antes, somos más ricos y modernos, y estamos a las puertas de la prometida república en la que soñamos convertirnos. Es decir, la prohibición del producto X sería una calamidad. No debemos dejamos engañar por quienes postulan 1.
¿Quiénes somos el “todos nosotros” en esta ocasión a quienes se dirigen los defensores de 2?
¿A quiénes les hablan los fabricantes y usuarios del producto X que se enriquecen gracias, dicen, gracias al milagroso invento?
¿Quiénes serán sus cómplices esta vez?
Los usuarios del producto X nos hablan a nosostros, los no usuarios del producto X, que sin embargo, no creemos sentirnos directamente afectados por los efectos nocivos de dicho producto.
Nos dicen:
“Señores, no hagan caso de las quejas de esta gente que dice estar aquejada por la utilización del producto X. Si lo hacen, será peor para ustedes, porque el país entrará en la bancarrota y sus vidas serán miserables. Volveremos al pasado, a la miseria, a no ser nadie, perderemos todos los logros que hemos conseguido (de lo que se desprende que las cosas no han estado tan mal para esta gente) Y continuan: ¡Escuchar a los defensores de 1 es equivalente a renunciar al progreso y al futuro!
Muy bien. Hemos entendido el ultimatum. También hemos entendido el dilema moral.
Por un lado tenemos a una parte de la población que debe pagar con sus vidas, con su calidad de vida y con sus órganos (literalmente) el sometimiento a un entorno envenenado.
Por el otro, una población (Productos y usuarios del producto X, y otros no usuarios que creen beneficiarse indirectamente del progreso de los Productores y usuarios de X) que no están dispuestos a hipotecar su futuro debido a la debilitante benevolencia tonta y compasión idiota de izquierdistas y naturalistas sin cerebro que no aprecian el beneficio que los sacrificios de hoy nos deparan en el futuro. (Claro que los sacrificios no son nuestros, sino de esta pobre gente que nunca cuenta en nuestros cálculos)
En vista de los “argumentos” ofrecidos, la población vuelve a ofrecer el veredicto solicitado por Pilatos. No hay que prohibir X. ¡Que se crucifique al inocente!
Para evitar la vergüenza es posible que se administre alguna medida “cosmética”. Lo importante es el futuro, nuestro futuro, “el futuro de todos”.
Ahora nos toca imaginar al niño A con sus riñones destrozados para toda la vida.
O al niño B con los miembros deformes para toda la vida.
O al feto C destrozada para siempre su promesa de ser alguien en este mundo debido a los efectos del producto X.
También concedamos que muchos de los defensores de la postura 2, pese a ser los privilegiados que se benefician con la utilización de tan sospechoso producto, son los mismos que se niegan a colaborar impositivamente a las arcas públicas con el fin de expandir servicios básicos como la salud de la población que ellos mismos ponen en peligro, mientras se rasgan las vestiduras por los despilfarros del Estado que no hace otra cosa más que robarles lo que han logrado con el duro trabajo.
¿Quién será entonces responsable de la maldad? ¿Quién será responsable de la barbarie?
La historia se repite. Los poderosos nos engañan, nos hacen cómplices de sus porquerías. Así fue en el pasado: ocurrió con los muchachos de Chicago, en la época menemista y vuelve ha ocurrir ahora. Como rebaños de imbéciles y cretinos nos dirigimos sin desvío al corral de nuestra perdición moral. No escarmentamos.
Recordemos:
Hace algunas décadas, se argumentaba que no se podía establecer la relación causal entre el consumo de cigarrillo y enfermedades como el cáncer de pulmón. Las políticas sanitarias se enfrentaron a las poderosas empresas tabacaleras cuando el porcentaje de los "fallecimientos por lo obvio" comenzó a convertirse en un problema para las arcas públicas. En aquella época lejana, los maridos fumaban en los pasillos de los hospitales mientras esperaban el nacimiento de sus hijos; fumaban las embarazadas; fumaban los niños porque todos fumábamos sin darle un segundo pensamiento al humo que pese a producir vozarrones pastosos, debía fingirse inocuo.
Con lentitud, se han ido implementando políticas para reducir el consumo de la nociva droga, amputando sus beneficios a través de impuestos, reduciendo su presencia publicitaria y restringiendo su consumo en los espacios públicos, a fin de revertir décadas de voluntaria ceguera por parte del poder político inducida generosamente por los interesados. Hay quienes se resisten, pero no hay quien niegue los males que produce.
Algo similar ocurrió con las políticas ecológicas. Durante muchos años fue obsesión de “radicales” desvariado y enemigos del progreso. Hoy, periodistas, estrellas de cine y políticos retirados se dedican a hacer campaña por preservar la naturaleza. Incluso las empresas que contaminan se adhieren publicitariamente a un bien que todos reconocemos: un planeta verde. Sin embargo, hace algunas décadas, algunas de esas empresas eran las que articulaban para las masas un discurso que denunciaba la disparatada creencia de que la actividad humana pudiera producir un efecto de deterioro en el ecosistema.
Estos ejemplos deberían ser suficientes para quienes, actualmente, se encuentran vacilantes ante cuestiones análogas.
No deberíamos dejarnos engañar por las campañas mediáticas-publicitarias que periodistas, analistas, técnicos de toda índole, aportan. La mayoría sostienen como argumento a su favor la ausencia de evidencias en su contra para justificar la legalidad de los productos que promueven, como si la política sanitaria estuviera obligada a someterse a garantías procesales a la hora de prevenir y proteger a la población.
En este caso me estoy refiriendo a los efectos criminales que la utilización de los desfoliantes utilizados en la producción de la soja transgénica están produciendo en algunas poblaciones argentinas y el carácter expoliador que el modelo de producción actual tiene si lo pensamos desde la perspectiva de las hipotéticas generaciones futuras.
Pese a que los dos grandes empresas de noticias de la Argentina (La Nación y Clarín, próximos al negocio agroindustrial en sus intereses) hayan silenciado importantes informaciones de interés público, hemos sabido que los estudios del CONICET (no son los primeros) han demostrado que existe una relación causal directa entre la exposición de mujeres embarazadas a dosis tres mil veces inferiores a las habituales en zonas de producción y las malformaciones a sus embriones y fetos. Aunque existen innumerables testimonios de los habitantes de algunos poblados que denuncian los efectos nocivos de estas prácticas y la ilegalidad de las mismas en vista a que atentan al derecho a habitar un entorno saludable, los grandes medios han preferido silenciar dichas cuestiones.
La nota que sigue a continuación fue editada por el diario La Nación en su campaña por aterrorizar a la población ante la posibilidad de que se sepa la verdad largamente anunciada.
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1121563
Imaginemos que se abre un debate para decidir si el Producto X, que está dañando seriamente la salud y la vida de individuos que no se benefician con la utilización del mismo, debe seguir siendo utilizado por sus consumidores. Es decir, se discute la prohibición o no de dicho producto.
Ahora imaginemos el debate que se sucita:
1.Aquellos que batallan por la prohibición del producto ofrecen como prueba un conjunto de testimonios corroborados por expertos nacionales e internacionales, que declaran las malformaciones y enfermedades como efecto directo de la exposición a dicho producto X. Se acumulan casos, y se alerta a la población a fin de evitar un crimen prolongado que ha sido silenciado por los productores y usuarios del producto X, pese a las muchas sospechas que la utilización del mismo había levantado desde el comienzo. Se pide la prohibición cautelar de dicho producto hasta que se demuestre fehacientemente que no produce los daños mentados.
2.A continuación, imaginemos que toman la palabra los usuarios y representantes de los productores de X. En esta ocasión, no se habla de modo alguno de los efectos nocivos del producto. Incluso puede que se ignoren completamente los informes, se los tergiverse o intente deslegitimar los mismos anunciando que sus autores y defensores están motivados en la fabricación de las mentiras debido a que son envidiosos del progreso de otros.
Lo que si se enfatiza es lo siguiente: el producto X nos ofrece toda clase de beneficios materiales, nos ha hecho crecer como nunca antes, somos más ricos y modernos, y estamos a las puertas de la prometida república en la que soñamos convertirnos. Es decir, la prohibición del producto X sería una calamidad. No debemos dejamos engañar por quienes postulan 1.
¿Quiénes somos el “todos nosotros” en esta ocasión a quienes se dirigen los defensores de 2?
¿A quiénes les hablan los fabricantes y usuarios del producto X que se enriquecen gracias, dicen, gracias al milagroso invento?
¿Quiénes serán sus cómplices esta vez?
Los usuarios del producto X nos hablan a nosostros, los no usuarios del producto X, que sin embargo, no creemos sentirnos directamente afectados por los efectos nocivos de dicho producto.
Nos dicen:
“Señores, no hagan caso de las quejas de esta gente que dice estar aquejada por la utilización del producto X. Si lo hacen, será peor para ustedes, porque el país entrará en la bancarrota y sus vidas serán miserables. Volveremos al pasado, a la miseria, a no ser nadie, perderemos todos los logros que hemos conseguido (de lo que se desprende que las cosas no han estado tan mal para esta gente) Y continuan: ¡Escuchar a los defensores de 1 es equivalente a renunciar al progreso y al futuro!
Muy bien. Hemos entendido el ultimatum. También hemos entendido el dilema moral.
Por un lado tenemos a una parte de la población que debe pagar con sus vidas, con su calidad de vida y con sus órganos (literalmente) el sometimiento a un entorno envenenado.
Por el otro, una población (Productos y usuarios del producto X, y otros no usuarios que creen beneficiarse indirectamente del progreso de los Productores y usuarios de X) que no están dispuestos a hipotecar su futuro debido a la debilitante benevolencia tonta y compasión idiota de izquierdistas y naturalistas sin cerebro que no aprecian el beneficio que los sacrificios de hoy nos deparan en el futuro. (Claro que los sacrificios no son nuestros, sino de esta pobre gente que nunca cuenta en nuestros cálculos)
En vista de los “argumentos” ofrecidos, la población vuelve a ofrecer el veredicto solicitado por Pilatos. No hay que prohibir X. ¡Que se crucifique al inocente!
Para evitar la vergüenza es posible que se administre alguna medida “cosmética”. Lo importante es el futuro, nuestro futuro, “el futuro de todos”.
Ahora nos toca imaginar al niño A con sus riñones destrozados para toda la vida.
O al niño B con los miembros deformes para toda la vida.
O al feto C destrozada para siempre su promesa de ser alguien en este mundo debido a los efectos del producto X.
También concedamos que muchos de los defensores de la postura 2, pese a ser los privilegiados que se benefician con la utilización de tan sospechoso producto, son los mismos que se niegan a colaborar impositivamente a las arcas públicas con el fin de expandir servicios básicos como la salud de la población que ellos mismos ponen en peligro, mientras se rasgan las vestiduras por los despilfarros del Estado que no hace otra cosa más que robarles lo que han logrado con el duro trabajo.
¿Quién será entonces responsable de la maldad? ¿Quién será responsable de la barbarie?
La historia se repite. Los poderosos nos engañan, nos hacen cómplices de sus porquerías. Así fue en el pasado: ocurrió con los muchachos de Chicago, en la época menemista y vuelve ha ocurrir ahora. Como rebaños de imbéciles y cretinos nos dirigimos sin desvío al corral de nuestra perdición moral. No escarmentamos.
Recordemos:
Hace algunas décadas, se argumentaba que no se podía establecer la relación causal entre el consumo de cigarrillo y enfermedades como el cáncer de pulmón. Las políticas sanitarias se enfrentaron a las poderosas empresas tabacaleras cuando el porcentaje de los "fallecimientos por lo obvio" comenzó a convertirse en un problema para las arcas públicas. En aquella época lejana, los maridos fumaban en los pasillos de los hospitales mientras esperaban el nacimiento de sus hijos; fumaban las embarazadas; fumaban los niños porque todos fumábamos sin darle un segundo pensamiento al humo que pese a producir vozarrones pastosos, debía fingirse inocuo.
Con lentitud, se han ido implementando políticas para reducir el consumo de la nociva droga, amputando sus beneficios a través de impuestos, reduciendo su presencia publicitaria y restringiendo su consumo en los espacios públicos, a fin de revertir décadas de voluntaria ceguera por parte del poder político inducida generosamente por los interesados. Hay quienes se resisten, pero no hay quien niegue los males que produce.
Algo similar ocurrió con las políticas ecológicas. Durante muchos años fue obsesión de “radicales” desvariado y enemigos del progreso. Hoy, periodistas, estrellas de cine y políticos retirados se dedican a hacer campaña por preservar la naturaleza. Incluso las empresas que contaminan se adhieren publicitariamente a un bien que todos reconocemos: un planeta verde. Sin embargo, hace algunas décadas, algunas de esas empresas eran las que articulaban para las masas un discurso que denunciaba la disparatada creencia de que la actividad humana pudiera producir un efecto de deterioro en el ecosistema.
Estos ejemplos deberían ser suficientes para quienes, actualmente, se encuentran vacilantes ante cuestiones análogas.
No deberíamos dejarnos engañar por las campañas mediáticas-publicitarias que periodistas, analistas, técnicos de toda índole, aportan. La mayoría sostienen como argumento a su favor la ausencia de evidencias en su contra para justificar la legalidad de los productos que promueven, como si la política sanitaria estuviera obligada a someterse a garantías procesales a la hora de prevenir y proteger a la población.
En este caso me estoy refiriendo a los efectos criminales que la utilización de los desfoliantes utilizados en la producción de la soja transgénica están produciendo en algunas poblaciones argentinas y el carácter expoliador que el modelo de producción actual tiene si lo pensamos desde la perspectiva de las hipotéticas generaciones futuras.
Pese a que los dos grandes empresas de noticias de la Argentina (La Nación y Clarín, próximos al negocio agroindustrial en sus intereses) hayan silenciado importantes informaciones de interés público, hemos sabido que los estudios del CONICET (no son los primeros) han demostrado que existe una relación causal directa entre la exposición de mujeres embarazadas a dosis tres mil veces inferiores a las habituales en zonas de producción y las malformaciones a sus embriones y fetos. Aunque existen innumerables testimonios de los habitantes de algunos poblados que denuncian los efectos nocivos de estas prácticas y la ilegalidad de las mismas en vista a que atentan al derecho a habitar un entorno saludable, los grandes medios han preferido silenciar dichas cuestiones.
La nota que sigue a continuación fue editada por el diario La Nación en su campaña por aterrorizar a la población ante la posibilidad de que se sepa la verdad largamente anunciada.
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1121563
EL VERDADERO SIGNIFICADO DE LA ESPERANZA
Hace muchos años, Platón imaginó que el universo estaba compuesto por tres esferas de realidad: (1) La esfera Ideal; (2) la esfera del devenir; (3) y el receptáculo material donde la Inteligencia demiúrgica imprimía su imitación del paradigma de las Ideas. El cosmos platónico era un orden óntico en el cual el ser humano participaba y alcanzaba su perfección por medio de la contemplación del mismo.
A finales del siglo XIX, Nietzsche ofreció su relato de la historia de la cultura occidental en el que pretendía haber superado la tradición metafísica clausurando el mundo de las Ideas como mera fabricación, a fin de afirmar el devenir en la forma del Eterno retorno de lo mismo y la Voluntad de Poder.
Nietzsche fue, en muchos sentidos, la culminación de un largo proceso orientado a liberar al hombre de toda determinación teleológica para hacerlo dueño absoluto de sí mismo. Sin Dios, ni Ideas Eternas, sin la autoridad de la tradición, ni el ejemplo paradigmático de un orden natural, el hombre, abandonado en la encrucijada de los fríos silencios espaciales, sólo tenía a su disposición el poder de su voluntad y la creatividad de su inteligencia para asegurarse un destino.
La democracia, el libre mercado y la ciencia moderna son tres de los productos de esa revolución. Sin embargo, a principios del siglo XXI nos encontramos con desafíos que ponen en entredicho la viabilidad del proyecto de emancipación al que habíamos apostado.
Como nos advirtiera Tocqueville en su momento, la fascinación por la acumulación, el enriquecimiento y el comfort privado han acabado por transformar la democracia en una suerte de "despotismo blando". Las campañas políticas recuerdan la llegada de los circos a los pueblos de antaño. La población parece entregada, a veces con escepticismo, otras veces con rabia y muchas veces con indiferencia, al poder de los más audaces buitres de la pirotecnia mediática. Asistimos a la orientalización de la política: El soberano es ahora una sociedad anónima.
La promesa del equilibrio económico, de la armonía que la pujanza de los egoísmos prometía llevar al planeta, ha sido desmentida por la desmesura de la inequidad en lo que respecta a la distribución de oportunidades para el logro de los bienes humanos, la extensión de la corrupción, y el carácter virtual del progreso que nos ha llevado a una bancarrota planetaria.
La ciencia moderna, convertida en cientificismo, y sometida a los mandatos de la tecnología y el mercado, ha alcanzado sus más sofisticados logros en el terreno de la industria de la muerte y la instrumentalización de la vida. Al servicio de la biopolítica, la ciencia amenaza con reducir definitivamente lo viviente a mero recurso. Junto a la destrucción del cuerpo y el entorno asistimos a la imposición de una disciplina de lo superficial que se concentra en la frivolización de todos nuestros logros espirituales.
Frente a las amenazas y desafios que tenemos delante, diversas modalidades de respuesta se ejercitan:
1.Hay quienes creen que es posible que la propia actividad del hombre "deshumanizado" y sus prácticas (consensuadas democráticamente, fieles al modelo de "crecimiento" liberal y su racionalidad desvinculada e instrumental) ofrezcan la solución que el mundo necesita.
2.Hay quienes consideran esta posición una arrogancia que ilustra a la perfección el espíritu de nuestra propia incapacidad y ponen su esperanza en un ser trascendente o un designio invisible que nos redima de nuestra propia ignorancia.
3.Hay, finalmente, quienes consideran que nuestra suerte está echada, y que deberíamos, contrariamente a lo que los “esperanzados” pretenden, preparar a la humanidad para una catástrofe ineludible.
Cualquiera sea la respuesta a la que uno se adhiera (probablemente fruto de nuestro temperamento y no el ejercicio de nuestra racionalidad práctica), resulta frívolo, en todo caso, creer que podemos desechar las restantes sin ofrecer una seria reflexión a las mismas, considerando la gravedad de lo que nos atañe.
A finales del siglo XIX, Nietzsche ofreció su relato de la historia de la cultura occidental en el que pretendía haber superado la tradición metafísica clausurando el mundo de las Ideas como mera fabricación, a fin de afirmar el devenir en la forma del Eterno retorno de lo mismo y la Voluntad de Poder.
Nietzsche fue, en muchos sentidos, la culminación de un largo proceso orientado a liberar al hombre de toda determinación teleológica para hacerlo dueño absoluto de sí mismo. Sin Dios, ni Ideas Eternas, sin la autoridad de la tradición, ni el ejemplo paradigmático de un orden natural, el hombre, abandonado en la encrucijada de los fríos silencios espaciales, sólo tenía a su disposición el poder de su voluntad y la creatividad de su inteligencia para asegurarse un destino.
La democracia, el libre mercado y la ciencia moderna son tres de los productos de esa revolución. Sin embargo, a principios del siglo XXI nos encontramos con desafíos que ponen en entredicho la viabilidad del proyecto de emancipación al que habíamos apostado.
Como nos advirtiera Tocqueville en su momento, la fascinación por la acumulación, el enriquecimiento y el comfort privado han acabado por transformar la democracia en una suerte de "despotismo blando". Las campañas políticas recuerdan la llegada de los circos a los pueblos de antaño. La población parece entregada, a veces con escepticismo, otras veces con rabia y muchas veces con indiferencia, al poder de los más audaces buitres de la pirotecnia mediática. Asistimos a la orientalización de la política: El soberano es ahora una sociedad anónima.
La promesa del equilibrio económico, de la armonía que la pujanza de los egoísmos prometía llevar al planeta, ha sido desmentida por la desmesura de la inequidad en lo que respecta a la distribución de oportunidades para el logro de los bienes humanos, la extensión de la corrupción, y el carácter virtual del progreso que nos ha llevado a una bancarrota planetaria.
La ciencia moderna, convertida en cientificismo, y sometida a los mandatos de la tecnología y el mercado, ha alcanzado sus más sofisticados logros en el terreno de la industria de la muerte y la instrumentalización de la vida. Al servicio de la biopolítica, la ciencia amenaza con reducir definitivamente lo viviente a mero recurso. Junto a la destrucción del cuerpo y el entorno asistimos a la imposición de una disciplina de lo superficial que se concentra en la frivolización de todos nuestros logros espirituales.
Frente a las amenazas y desafios que tenemos delante, diversas modalidades de respuesta se ejercitan:
1.Hay quienes creen que es posible que la propia actividad del hombre "deshumanizado" y sus prácticas (consensuadas democráticamente, fieles al modelo de "crecimiento" liberal y su racionalidad desvinculada e instrumental) ofrezcan la solución que el mundo necesita.
2.Hay quienes consideran esta posición una arrogancia que ilustra a la perfección el espíritu de nuestra propia incapacidad y ponen su esperanza en un ser trascendente o un designio invisible que nos redima de nuestra propia ignorancia.
3.Hay, finalmente, quienes consideran que nuestra suerte está echada, y que deberíamos, contrariamente a lo que los “esperanzados” pretenden, preparar a la humanidad para una catástrofe ineludible.
Cualquiera sea la respuesta a la que uno se adhiera (probablemente fruto de nuestro temperamento y no el ejercicio de nuestra racionalidad práctica), resulta frívolo, en todo caso, creer que podemos desechar las restantes sin ofrecer una seria reflexión a las mismas, considerando la gravedad de lo que nos atañe.
CONTRA EL NARCISISMO DEL AHORA
Existimos en una matriz de discursos siempre perimidos. Siempre llegamos tarde a nuestro tiempo. Eso es lo que tiene vivir bajo el imperio de la moda. Abocados a lo novedoso (que siempre viene desde el futuro), cuando finalmente reconocemos lo actual, este ya pertenece al pasado.
Se ha instalado en la Argentina, una reivindicación intransigente de la oportunidad de hoy (de lo que ahora tenemos entre manos, de la ocasión histórica) que el pasado y el futuro dan la impresión de poner en entredicho, incluso boicotear.
El 'ahora' reivindicado por algunos, quiere ser un ahora absoluto, radical, quiere ser un ahora libre, autónomo. Por un lado, escindido de las ataduras y obligaciones que tenemos con el pasado, con aquellos que nos han precedido, con quienes han sido 'heridos en su integridad corporal y personal'. Por el otro, libre de las demandas de responsabilidad que nos llegan desde el futuro por parte de aquellos aun no nacidos que exigen condiciones apropiadas para su existencia hipotética.
El pasado fue un presente pleno de promesas. Promesas incumplidas que aun exigen cumplimiento. Algunos ciudadanos de la patria actual pretenden no cumplir con su deber para con aquellos que se han ido o para con aquellos que sufren las injusticias de ayer.
Estar en el presente significa ser destinatario de un pasado, beneficiario de una heredad que trae consigo responsabilidades ineludibles. Pero para muchos ese pasado quiere ser clausurado: el pasado se condena por ser pasado, por ser historia.
"La Argentina es hoy", repiten. "Dejemos que el pasado sea pasado", es decir, que se convierta en olvido.
La memoria es dar ciudadanía a quienes ya no están, darles el lugar que les pertenece en el relato de lo que somos.
Pero eso no es todo. Quienes reivindican este "ahora" desvinculado, autónomo, irresponsable, no sólo pretenden silenciar el pasado sino también el futuro. No quieren que hablen los que nos precedieron, ni quieren que hablen los que aun no han llegado a nuestro mundo, porque unos y otros parecen complotar contra las promesas narcisistas del ahora.
Las identidades tiene algo de eterno que sólo se pone de manifiesto en el tiempo. Ningún instante es la totalidad, pero 'cada segundo, como señalaba Walter Benjamin, es una pequeña puerta por la que podría aparecer el Mesias'.
El 'nosotros' que somos no es como los objetos de ubicación simple estudiados por las ciencias naturales. Argentina no es un lugar, ni la suma de sus ciudadanos, ni el conjunto de las instancias históricas que la protagonizan como tal, aunque tampoco es algo diferente. Argentina es una entidad irreductible, no por ello menos real, en la que participamos ofreciendo nuestro relato en ese proceso siempre inacabado de auto-interpretación en el que intentamos decir lo que somos en vista de lo que fuimos y aquello a lo que aspiramos a convertirnos.
Contra aquellos que pretenden desentenderse del pasado, cabe esgrimir las promesas que no llegaron a ver la luz del día y por las cuales se sacrificaron nuestros antepasados. Contra aquellos que pretenden desentenderse del futuro, cabe esgrimir la posibilidad del no-ser que imponemos a las generaciones futuras.
De este modo, el pasado y el futuro se solidarizan contra el presente narcisista que pretende absolutizarse.
Voy a señalar dos cuestiones que ilustran esto que estoy intentando torpemente plantear ahora mismo y que ejemplifican esta fascinación obnubilada y destructiva que reina en nuestra patria.
La primera cuestión gira en torno al intento reiterado por desprestigiar la reescritura de la historia reciente con la excusa de que dicha reescritura, dicha memoria creativa, se ha convertido en un obstáculo para 'crecer'.
La segunda cuestión es el silenciamiento concertado ante la apuesta codiciosa de la agro-industria que se niega a participar en cualquier tipo de debate en torno al patrimonio común de las generaciones, "la tierra viva", que se encuentra en peligro de convertirse en "tierra muerta".
Se ha instalado en la Argentina, una reivindicación intransigente de la oportunidad de hoy (de lo que ahora tenemos entre manos, de la ocasión histórica) que el pasado y el futuro dan la impresión de poner en entredicho, incluso boicotear.
El 'ahora' reivindicado por algunos, quiere ser un ahora absoluto, radical, quiere ser un ahora libre, autónomo. Por un lado, escindido de las ataduras y obligaciones que tenemos con el pasado, con aquellos que nos han precedido, con quienes han sido 'heridos en su integridad corporal y personal'. Por el otro, libre de las demandas de responsabilidad que nos llegan desde el futuro por parte de aquellos aun no nacidos que exigen condiciones apropiadas para su existencia hipotética.
El pasado fue un presente pleno de promesas. Promesas incumplidas que aun exigen cumplimiento. Algunos ciudadanos de la patria actual pretenden no cumplir con su deber para con aquellos que se han ido o para con aquellos que sufren las injusticias de ayer.
Estar en el presente significa ser destinatario de un pasado, beneficiario de una heredad que trae consigo responsabilidades ineludibles. Pero para muchos ese pasado quiere ser clausurado: el pasado se condena por ser pasado, por ser historia.
"La Argentina es hoy", repiten. "Dejemos que el pasado sea pasado", es decir, que se convierta en olvido.
La memoria es dar ciudadanía a quienes ya no están, darles el lugar que les pertenece en el relato de lo que somos.
Pero eso no es todo. Quienes reivindican este "ahora" desvinculado, autónomo, irresponsable, no sólo pretenden silenciar el pasado sino también el futuro. No quieren que hablen los que nos precedieron, ni quieren que hablen los que aun no han llegado a nuestro mundo, porque unos y otros parecen complotar contra las promesas narcisistas del ahora.
Las identidades tiene algo de eterno que sólo se pone de manifiesto en el tiempo. Ningún instante es la totalidad, pero 'cada segundo, como señalaba Walter Benjamin, es una pequeña puerta por la que podría aparecer el Mesias'.
El 'nosotros' que somos no es como los objetos de ubicación simple estudiados por las ciencias naturales. Argentina no es un lugar, ni la suma de sus ciudadanos, ni el conjunto de las instancias históricas que la protagonizan como tal, aunque tampoco es algo diferente. Argentina es una entidad irreductible, no por ello menos real, en la que participamos ofreciendo nuestro relato en ese proceso siempre inacabado de auto-interpretación en el que intentamos decir lo que somos en vista de lo que fuimos y aquello a lo que aspiramos a convertirnos.
Contra aquellos que pretenden desentenderse del pasado, cabe esgrimir las promesas que no llegaron a ver la luz del día y por las cuales se sacrificaron nuestros antepasados. Contra aquellos que pretenden desentenderse del futuro, cabe esgrimir la posibilidad del no-ser que imponemos a las generaciones futuras.
De este modo, el pasado y el futuro se solidarizan contra el presente narcisista que pretende absolutizarse.
Voy a señalar dos cuestiones que ilustran esto que estoy intentando torpemente plantear ahora mismo y que ejemplifican esta fascinación obnubilada y destructiva que reina en nuestra patria.
La primera cuestión gira en torno al intento reiterado por desprestigiar la reescritura de la historia reciente con la excusa de que dicha reescritura, dicha memoria creativa, se ha convertido en un obstáculo para 'crecer'.
La segunda cuestión es el silenciamiento concertado ante la apuesta codiciosa de la agro-industria que se niega a participar en cualquier tipo de debate en torno al patrimonio común de las generaciones, "la tierra viva", que se encuentra en peligro de convertirse en "tierra muerta".
¿ARGENTINA PARA QUÉ?
Quisiera decir dos cosas sobre la cuestión de la identidad o auto-definición de la Argentina. Comenzaré explicando la pregunta que figura en el título de la nota: ¿Para qué algo como la Argentina?
O para decirlo de otro modo: ¿Qué sentido tiene seguir creyendo en la existencia de la nación Argentina?
O de otra manera: ¿Qué hay en el fondo de la argentinidad que merezca la pena ser preservado?
O: ¿Por qué razón no deberíamos, como propugnan algunos, reducir Argentina a una marca, un envoltorio vacío que sirva a los particulares a alcanzar sus fines privados?
La supervivencia de Argentina depende (ineludiblemente) de un tipo de lealtad que supere los intereses sectoriales que dividen al país. Pero esa lealtad sólo puede ser articulada si somos capaces de ofrecer respuesta a la pregunta acerca del por qué la nación, por qué y para qué la patria.
Ahora bien, si nos preguntamos ahora mismo cuáles son los factores que ponen en peligro la continuidad identitaria de la Argentina, su capacidad de auto-definirse de modo tal que sea factible la proyección de un futuro común en un escenario internacional caníbal como en el que nos encontramos, creo que debemos conceder que los mayores obstáculos giran en torno a dos cuestiones:
1.El modelo de Estado
2.El modelo de distribución de riqueza
Aunque los fantasmas golpistas permanecen en el imaginario colectivo, y en los discursos de los representantes políticos como acusación o amenaza, no parece que podamos regresar, de momento al menos, a la época de los cuartelazos. Eso no significa que no haya otros modelos destituyentes que puedan cumplir funciones análogas.
Sin embargo, lo que se encuentra en el camino (como obstáculo) para la construcción de una lealtad más amplia (es decir, la articulación de una identidad común que nos preserve) son las respuestas dispares con las que nos enfrentamos al '¿Para qué la Argentina?'.
Es decir, una vez que hemos asegurado acuerdo respecto a la cuestión del estado de derecho, lo que sigue es preguntarnos acerca de lo que nos motiva a participar en la construcción nacional.
La política, en última instancia, debe ofrecernos la ocasión de responder a las preguntas más sencillas. Pese al ruido mediático que la rodea, la persona ajena a los entreveros del poder tiene que ser capaz de decidir su propia lealtad eludiendo las cortinas de humo, la actividad panfletaria y las zancadillas que mutuamente se imponen unos a otros los candidatos.
Es por esa razón que empiezo por lo más sencillo, por una pregunta ingenua:
¿Argentina para qué?
O para decirlo de otro modo. ¿Por qué razón preferimos ser un 'nosotros' en contraposición a un 'cada cual a lo suyo'?
¿Qué razones nos impulsan a compartir una identidad a chaqueños, catamarqueños, santacruceños y porteños de mestizajes diversos?
¿Qué es lo que nos motiva a imaginarnos ciudadanos de una misma patria?
¿Qué es lo que nos conduce a imaginar y cultivar una proximidad con esos otros desconocidos que viven bajo una misma denominación nacional?
Una manera de decidir al respecto es la que ofrecen los diversos modelos 'ultra-liberales', que pretende reducir la nación a la suma exclusiva de los intereses particulares. El 'para qué Argentina' se responde de manera puramente instrumental. Somos argentinos porque es lo que nos toca y nos conviene por las razones que fueren. La Argentina es un nosotros fragmentado, un conjunto de átomos en pugna por lograr sus conveniencias: crecimiento económico, seguridad personal, educación y status social, etc.
Sin embargo, la explicación adolece de raigambre en la experiencia. ¿Es así como vivimos nuestra patria? ¿Es de ese modo como imaginamos lo que somos? Si esto es cierto, nos da lo mismo ser argentinos u otra cosa. Pero basta con ver la tristeza y la alegría que estampamos en nuestro rostro cuando la selección nacional gana o pierde un partido (algo tan futil como un partido de fútbol) para comprender que no experimentamos nuestra nacionalidad como un medio para el logro de nuestros fines particulares. No podemos reducir lo que somos a lo que nos conviene. Pero, si no es así, ¿Cómo entendernos a nosotros mismos: los argentinos?
Para empezar, recordemos lo más obvio: nosotros pasaremos, pero nuestros hijos estarán aquí cuando hallamos dejado de ser. Nuestros padres y abuelos, venidos de donde sea, y por las razones que fueran, hicieron posible nuestra existencia en esta tierra. Además de los emprendimientos materiales, nos regalaron una lengua y un sentido, un escenario que muchas veces transitamos indiferentes, como si nos hubiera caído del cielo. En eso que llamamos la argentinidad de la Argentina, la esencia de lo que somos, se aglutina el pasado y el futuro, y transversalmente hace iguales a un desposeido analfabeto del impenetrable chaqueño, un estirado de Recoleta y un ciudadano con plenos derechos de la villa 31.
Por eso, la primera pregunta que debemos hacernos a la hora de hacer política, a la hora de participar como ciudadanos del modo que sea en el quehacer nacional, es para quién hacen política nuestros políticos, o para decirlo de otro modo ¿Cuál es el 'nosotros' al que sirven?
La derecha vernácula siempre ha tenido algo de 'perverso' cosmopolitismo. Habrá que ver si hay una alternativa que pueda imaginar una Argentina para todos, que anteponga los intereses particulares de hoy, en pos de un mañana que nunca está asegurado; una cesión en los privilegios circunstanciales en pos de aquello que nos congrega.
O para decirlo de otro modo: ¿Qué sentido tiene seguir creyendo en la existencia de la nación Argentina?
O de otra manera: ¿Qué hay en el fondo de la argentinidad que merezca la pena ser preservado?
O: ¿Por qué razón no deberíamos, como propugnan algunos, reducir Argentina a una marca, un envoltorio vacío que sirva a los particulares a alcanzar sus fines privados?
La supervivencia de Argentina depende (ineludiblemente) de un tipo de lealtad que supere los intereses sectoriales que dividen al país. Pero esa lealtad sólo puede ser articulada si somos capaces de ofrecer respuesta a la pregunta acerca del por qué la nación, por qué y para qué la patria.
Ahora bien, si nos preguntamos ahora mismo cuáles son los factores que ponen en peligro la continuidad identitaria de la Argentina, su capacidad de auto-definirse de modo tal que sea factible la proyección de un futuro común en un escenario internacional caníbal como en el que nos encontramos, creo que debemos conceder que los mayores obstáculos giran en torno a dos cuestiones:
1.El modelo de Estado
2.El modelo de distribución de riqueza
Aunque los fantasmas golpistas permanecen en el imaginario colectivo, y en los discursos de los representantes políticos como acusación o amenaza, no parece que podamos regresar, de momento al menos, a la época de los cuartelazos. Eso no significa que no haya otros modelos destituyentes que puedan cumplir funciones análogas.
Sin embargo, lo que se encuentra en el camino (como obstáculo) para la construcción de una lealtad más amplia (es decir, la articulación de una identidad común que nos preserve) son las respuestas dispares con las que nos enfrentamos al '¿Para qué la Argentina?'.
Es decir, una vez que hemos asegurado acuerdo respecto a la cuestión del estado de derecho, lo que sigue es preguntarnos acerca de lo que nos motiva a participar en la construcción nacional.
La política, en última instancia, debe ofrecernos la ocasión de responder a las preguntas más sencillas. Pese al ruido mediático que la rodea, la persona ajena a los entreveros del poder tiene que ser capaz de decidir su propia lealtad eludiendo las cortinas de humo, la actividad panfletaria y las zancadillas que mutuamente se imponen unos a otros los candidatos.
Es por esa razón que empiezo por lo más sencillo, por una pregunta ingenua:
¿Argentina para qué?
O para decirlo de otro modo. ¿Por qué razón preferimos ser un 'nosotros' en contraposición a un 'cada cual a lo suyo'?
¿Qué razones nos impulsan a compartir una identidad a chaqueños, catamarqueños, santacruceños y porteños de mestizajes diversos?
¿Qué es lo que nos motiva a imaginarnos ciudadanos de una misma patria?
¿Qué es lo que nos conduce a imaginar y cultivar una proximidad con esos otros desconocidos que viven bajo una misma denominación nacional?
Una manera de decidir al respecto es la que ofrecen los diversos modelos 'ultra-liberales', que pretende reducir la nación a la suma exclusiva de los intereses particulares. El 'para qué Argentina' se responde de manera puramente instrumental. Somos argentinos porque es lo que nos toca y nos conviene por las razones que fueren. La Argentina es un nosotros fragmentado, un conjunto de átomos en pugna por lograr sus conveniencias: crecimiento económico, seguridad personal, educación y status social, etc.
Sin embargo, la explicación adolece de raigambre en la experiencia. ¿Es así como vivimos nuestra patria? ¿Es de ese modo como imaginamos lo que somos? Si esto es cierto, nos da lo mismo ser argentinos u otra cosa. Pero basta con ver la tristeza y la alegría que estampamos en nuestro rostro cuando la selección nacional gana o pierde un partido (algo tan futil como un partido de fútbol) para comprender que no experimentamos nuestra nacionalidad como un medio para el logro de nuestros fines particulares. No podemos reducir lo que somos a lo que nos conviene. Pero, si no es así, ¿Cómo entendernos a nosotros mismos: los argentinos?
Para empezar, recordemos lo más obvio: nosotros pasaremos, pero nuestros hijos estarán aquí cuando hallamos dejado de ser. Nuestros padres y abuelos, venidos de donde sea, y por las razones que fueran, hicieron posible nuestra existencia en esta tierra. Además de los emprendimientos materiales, nos regalaron una lengua y un sentido, un escenario que muchas veces transitamos indiferentes, como si nos hubiera caído del cielo. En eso que llamamos la argentinidad de la Argentina, la esencia de lo que somos, se aglutina el pasado y el futuro, y transversalmente hace iguales a un desposeido analfabeto del impenetrable chaqueño, un estirado de Recoleta y un ciudadano con plenos derechos de la villa 31.
Por eso, la primera pregunta que debemos hacernos a la hora de hacer política, a la hora de participar como ciudadanos del modo que sea en el quehacer nacional, es para quién hacen política nuestros políticos, o para decirlo de otro modo ¿Cuál es el 'nosotros' al que sirven?
La derecha vernácula siempre ha tenido algo de 'perverso' cosmopolitismo. Habrá que ver si hay una alternativa que pueda imaginar una Argentina para todos, que anteponga los intereses particulares de hoy, en pos de un mañana que nunca está asegurado; una cesión en los privilegios circunstanciales en pos de aquello que nos congrega.
G-20: EL FUTURO DE TODOS
La foto debía ser como los daguerrotipos que recuerdan una fecha ilustre en la que el mundo cambió de dirección irremediablemente.
Dicen que Hegel vio pasar a Napoleón bajo su ventana en Jena, y supo que presenciaba el final de la historia.
Sin embargo, pese a los artilugios mediáticos, el G-20 no acaba de convencernos, a nosotros que miramos desde la ventana el paso del tiempo. ¿Por qué? Puede que sea como dice Atilio Borón, a la reunión del G-20 que debía destronar una manera de hacer el mundo, le ha faltado lo más fundamental: la filosofía.
Es conocido el interrogante, pero no está de más reiterarlo para ponernos frente a los ojos aquello que es más esencial:
¿Por qué el ser y no la nada?
O para decirlo de otro modo, ¿qué es lo que nos mueve a la preservación?
y ya puesto en la faena, ¿qué bienes son los que nos convocan? ¿a qué Dioses sirven nuestros gobiernos?
Siempre hay un Dios (visible o invisible) detrás de los mandatos de los gobernantes terrestres.
Hay momentos en los que el lenguaje dice mucho más acerca de nuestras creencias implícitas que nuestras explícitas articulaciones.
¿Salvar la economía? ¿Salvar el sistema financiero?
El reinado de lo económico parece resistir las embestidas de la plebe. Da que pensar que la crisis en torno a la cual nos jugamos el destino, además de económica, sea medioambiental, alimentaria, laboral, hídrica, institucional, y un largo etcétera.
Ahora hay que preguntar de verás:
¿Para qué y para quién se toman las medidas que se toman?
¿Quiénes son los destinatarios reales de nuestros planes de ayuda?
¿Cuáles son los bienes a los que nos aferramos?
Asomados a las ventanas, ajenos a los cálculos de tecnócratas y abanderados, recibimos las decisiones con una mezcla de incredulidad e impaciencia. Mientras el sufrimiento de lo muchos se expande y el futuro de todos se estrecha, nos preguntamos a quién representan estas gentes que dicen representarnos.
Esa es la pregunta más sencilla y más urgente de la política, la única que debería incumbir a los hipotéticos ciudadanos libres de las presuntas sociedades democráticas en las que vivimos.
No es baladí la cuestión cuando el barco se hunde y no hay botes salvavidas para todos.
Hace muchos años Soren Kierkegaard habló alegóricamente de nuestro mundo como de un gran navío que avanza alocado a través de peligrosas aguas nocturnas mientras su capitán, indiferente al peligro, festeja con el resto de los pasajeros en las salas de juego. De nada valen las suplicas, nos dice Kierkegaard, de un único pasajero que sospecha y anuncia el peligro.
La alegoría se convirtió en un acorde de realidad con el hundimiento del Titanic. El pretendido progreso que se nos inculcaba, supimos, podía llevarnos a una catastrofe.
'A toda máquina', exclamaban.
'Llegaremos a Nueva York antes de lo previsto'.
La arrogancia de los ingenieros, la imbecilidad cómplice de los oficiales y la pretensión de los inversores, unidos, produjeron aquel crimen atroz.
Una nueva catástrofe, un nuevo acorde de la alegoría kierkegaardiana estamos viviendo en estos días. Mientras escribimos estas líneas, hay ya muchos que se han ahogado, y otros han caído al agua y patalean sin esperanza. No saldrán con vida del evento.
Mientras tanto, los ricos en la cubierta organizan los botes salvavidas para escapar al desastre. No veo por qué razón deberíamos permanecer como entonces, a la espera de que los oficiales organicen la escapatoria.
Sabemos lo que nos toca teniendo en cuenta el lugar que se nos han asignado en el barco.
Dicen que Hegel vio pasar a Napoleón bajo su ventana en Jena, y supo que presenciaba el final de la historia.
Sin embargo, pese a los artilugios mediáticos, el G-20 no acaba de convencernos, a nosotros que miramos desde la ventana el paso del tiempo. ¿Por qué? Puede que sea como dice Atilio Borón, a la reunión del G-20 que debía destronar una manera de hacer el mundo, le ha faltado lo más fundamental: la filosofía.
Es conocido el interrogante, pero no está de más reiterarlo para ponernos frente a los ojos aquello que es más esencial:
¿Por qué el ser y no la nada?
O para decirlo de otro modo, ¿qué es lo que nos mueve a la preservación?
y ya puesto en la faena, ¿qué bienes son los que nos convocan? ¿a qué Dioses sirven nuestros gobiernos?
Siempre hay un Dios (visible o invisible) detrás de los mandatos de los gobernantes terrestres.
Hay momentos en los que el lenguaje dice mucho más acerca de nuestras creencias implícitas que nuestras explícitas articulaciones.
¿Salvar la economía? ¿Salvar el sistema financiero?
El reinado de lo económico parece resistir las embestidas de la plebe. Da que pensar que la crisis en torno a la cual nos jugamos el destino, además de económica, sea medioambiental, alimentaria, laboral, hídrica, institucional, y un largo etcétera.
Ahora hay que preguntar de verás:
¿Para qué y para quién se toman las medidas que se toman?
¿Quiénes son los destinatarios reales de nuestros planes de ayuda?
¿Cuáles son los bienes a los que nos aferramos?
Asomados a las ventanas, ajenos a los cálculos de tecnócratas y abanderados, recibimos las decisiones con una mezcla de incredulidad e impaciencia. Mientras el sufrimiento de lo muchos se expande y el futuro de todos se estrecha, nos preguntamos a quién representan estas gentes que dicen representarnos.
Esa es la pregunta más sencilla y más urgente de la política, la única que debería incumbir a los hipotéticos ciudadanos libres de las presuntas sociedades democráticas en las que vivimos.
No es baladí la cuestión cuando el barco se hunde y no hay botes salvavidas para todos.
Hace muchos años Soren Kierkegaard habló alegóricamente de nuestro mundo como de un gran navío que avanza alocado a través de peligrosas aguas nocturnas mientras su capitán, indiferente al peligro, festeja con el resto de los pasajeros en las salas de juego. De nada valen las suplicas, nos dice Kierkegaard, de un único pasajero que sospecha y anuncia el peligro.
La alegoría se convirtió en un acorde de realidad con el hundimiento del Titanic. El pretendido progreso que se nos inculcaba, supimos, podía llevarnos a una catastrofe.
'A toda máquina', exclamaban.
'Llegaremos a Nueva York antes de lo previsto'.
La arrogancia de los ingenieros, la imbecilidad cómplice de los oficiales y la pretensión de los inversores, unidos, produjeron aquel crimen atroz.
Una nueva catástrofe, un nuevo acorde de la alegoría kierkegaardiana estamos viviendo en estos días. Mientras escribimos estas líneas, hay ya muchos que se han ahogado, y otros han caído al agua y patalean sin esperanza. No saldrán con vida del evento.
Mientras tanto, los ricos en la cubierta organizan los botes salvavidas para escapar al desastre. No veo por qué razón deberíamos permanecer como entonces, a la espera de que los oficiales organicen la escapatoria.
Sabemos lo que nos toca teniendo en cuenta el lugar que se nos han asignado en el barco.
LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA: ¿FLOR DE VERANO?
La democracia española tiene pocos años. Hay más de tiranía y opresión en la historia de este reino que las bondades que regala la libertad.
Las palabras bellas merecen un trato delicado. Se afianzan en la prueba que les impone la historia.
Mientras la necia ignorancia y la especulación acalorada hicieron creer a los españoles, a sus gobiernos de turno y a la corona que desde su pretendida neutralidad vigila los valores que alimentan a su pueblo, que el mundo estaba en sus manos, era fácil y apropiado para la ocasión posar de progresistas, y aparentar generosidades y hospitalidades a los recién llegados, los inmigrantes.
La hospitalidad no venía acompañada del reconocimiento que le correspondía. Se arreglaron, presuntuosos, para hacer pasar el trabajo que se le daba al extranjero por favores. No se decía mucho del milagro español, del milagro del ladrillo y la especulación. No se decía, por ejemplo, que el milagro se llevaba la sangre de los inmigrantes que como esclavos egipcios, fabricaban pirámides millonarias para los empresarios asociados a la partidocracia del reino.
Cada año el mismo cuento: sacar cuentas que no indignan a nadie. Ahí están las estadísticas que sirvieron para convertir a la península en el jolgorio inconsciente que precedió la tormenta. Mientras algunos inmigrantes caían de la altura de sus edificios, se multiplicaban las cuentas secretas en los paraísos fiscales.
Ahora golpea la crisis. Nos golpea la crisis de los números, pero también nos golpea otra crisis. No sabemos quiénes somos. ¿Somos esos que decíamos ser, nosotros, europeos hechos y derechos, generosos y hospitalarios? ¿o somos esto que somos, justificadamente xenófobos y perversamente intolerantes?
Se hace patente la mentira, la putrefacta mentira que huele en todos lados: huelen los ayuntamientos y sus alcaldesas, las cajas de ahorro y sus gerentes de turno, huelen los corredores de las diputaciones, los juzgados, la policía, los banqueros, los periodistas, los asesores financieros. Todo hiede de los mil demonios.
¿Qué hacer con este olor que lo invade todo, con el cretinismo y la imbecilidad que le viene siempre a la saga, como su sombra de la que se alimenta?
El presidente José Luís Rodríguez Zapatero, el campeón de los débiles en la pasada legislatura, fingió con talante democrático y socialista enfrentarse con indignada firmeza a Mariano Rajoy, que aconsejado por los asesores de campaña, pretendió hacer sangre electoral a costa de los que no tienen voz y no tienen votos, los inmigrantes.
Pero ¿cómo no caer en la tentación de utilizar la más rápida y eficaz de las estrategias (pan y circo para el pueblo) esa que han utilizado todos los políticos de todas las épocas? La democracia española es como otras democracias que se estilan, flor de verano. Pese a los gestos y las palabras engominadas de sus políticos que hablan sin que se les quiebre la voz de las firmes instituciones que representan, la política del chivo expiatorio es más 'prudente' que una política de honesta valentía ante la crisis.
Vuelven (aunque es posible que nunca se hayan ido) las iniquidades, las persecuciones indecentes, la detención del débil, la criminalización del indefenso. Política de cobardes, que prefieren encararse con aquellos que no tienen nada, a hacer frente a los responsables del hambre y la miseria que les depara a los muchos.
Esta es la hora de los pueblos: cuando se prueba su ángel y su arcángel. Treinta años de democracia y derechos humanos no es nada.
Cuando aprieta el tiempo, y lo que se necesita es paciencia, solidaridad y decencia, el gobierno español elige lo más perverso. Como en otras cuestiones oscuras que manda a esconder bajo la alfombra, sin que le tiemble su pulso socialista, hace de nosotros, los venidos de lejos, aquellos que somos como las cosas que no tienen voz, trastos que deja en la puerta de casa para que se las lleve el viento.
La crisis ha sido como la apertura de la caja de Pandora: todas las “asquerosidades” han dado la cara. No se salva nadie: jueces, legisladores, funcionarios del gobierno, militares, policías, partidos políticos, medios de comunicación, empresarios, constructores y educadores. No hay muchos que puedan regodearse de tener las 'manos limpias' en lo que respecta a esta crisis que todo se lleva por delante. Basta echar una mirada a las noticias del día para comprender que hay una podredumbre que se extiende de cabo a rabo.
La alternativa, para España y para Europa en general, no es salir del aprieto como los ejecutivos en boga, echando el resto en sus cuentas privadas mientras despiden personal. A España y a Europa solo puede salvarlas el Bien, sus propios bienes, sus ideales y promesas aun incumplidas: derechos humanos y solidaridad. El resto, como quien dice, es flor de verano.
Nuestra situación es difícil, pero más difícil es la situación de España, que en menos que canta un gallo, ha renunciado a los valores que decía perseguir con tanta gallardía.
El anteproyecto de la llamada “ley de extranjería” favorece condiciones que promueven el afloramiento de actitudes xenófobas en la sociedad. Extiende el período máximo de internamiento administrativo de los 'sin papeles', limitando el derecho fundamental de la libertad y vulnerando el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Penaliza y prohibe las actividades solidarias de entidades y particulares a los inmigrantes 'sin papeles'. Restringe el derecho a la reagrupación familiar. E ignora toda legislación nacional e internacional en lo que concierne a los derechos diferenciales del menor.
Las palabras bellas merecen un trato delicado. Se afianzan en la prueba que les impone la historia.
Mientras la necia ignorancia y la especulación acalorada hicieron creer a los españoles, a sus gobiernos de turno y a la corona que desde su pretendida neutralidad vigila los valores que alimentan a su pueblo, que el mundo estaba en sus manos, era fácil y apropiado para la ocasión posar de progresistas, y aparentar generosidades y hospitalidades a los recién llegados, los inmigrantes.
La hospitalidad no venía acompañada del reconocimiento que le correspondía. Se arreglaron, presuntuosos, para hacer pasar el trabajo que se le daba al extranjero por favores. No se decía mucho del milagro español, del milagro del ladrillo y la especulación. No se decía, por ejemplo, que el milagro se llevaba la sangre de los inmigrantes que como esclavos egipcios, fabricaban pirámides millonarias para los empresarios asociados a la partidocracia del reino.
Cada año el mismo cuento: sacar cuentas que no indignan a nadie. Ahí están las estadísticas que sirvieron para convertir a la península en el jolgorio inconsciente que precedió la tormenta. Mientras algunos inmigrantes caían de la altura de sus edificios, se multiplicaban las cuentas secretas en los paraísos fiscales.
Ahora golpea la crisis. Nos golpea la crisis de los números, pero también nos golpea otra crisis. No sabemos quiénes somos. ¿Somos esos que decíamos ser, nosotros, europeos hechos y derechos, generosos y hospitalarios? ¿o somos esto que somos, justificadamente xenófobos y perversamente intolerantes?
Se hace patente la mentira, la putrefacta mentira que huele en todos lados: huelen los ayuntamientos y sus alcaldesas, las cajas de ahorro y sus gerentes de turno, huelen los corredores de las diputaciones, los juzgados, la policía, los banqueros, los periodistas, los asesores financieros. Todo hiede de los mil demonios.
¿Qué hacer con este olor que lo invade todo, con el cretinismo y la imbecilidad que le viene siempre a la saga, como su sombra de la que se alimenta?
El presidente José Luís Rodríguez Zapatero, el campeón de los débiles en la pasada legislatura, fingió con talante democrático y socialista enfrentarse con indignada firmeza a Mariano Rajoy, que aconsejado por los asesores de campaña, pretendió hacer sangre electoral a costa de los que no tienen voz y no tienen votos, los inmigrantes.
Pero ¿cómo no caer en la tentación de utilizar la más rápida y eficaz de las estrategias (pan y circo para el pueblo) esa que han utilizado todos los políticos de todas las épocas? La democracia española es como otras democracias que se estilan, flor de verano. Pese a los gestos y las palabras engominadas de sus políticos que hablan sin que se les quiebre la voz de las firmes instituciones que representan, la política del chivo expiatorio es más 'prudente' que una política de honesta valentía ante la crisis.
Vuelven (aunque es posible que nunca se hayan ido) las iniquidades, las persecuciones indecentes, la detención del débil, la criminalización del indefenso. Política de cobardes, que prefieren encararse con aquellos que no tienen nada, a hacer frente a los responsables del hambre y la miseria que les depara a los muchos.
Esta es la hora de los pueblos: cuando se prueba su ángel y su arcángel. Treinta años de democracia y derechos humanos no es nada.
Cuando aprieta el tiempo, y lo que se necesita es paciencia, solidaridad y decencia, el gobierno español elige lo más perverso. Como en otras cuestiones oscuras que manda a esconder bajo la alfombra, sin que le tiemble su pulso socialista, hace de nosotros, los venidos de lejos, aquellos que somos como las cosas que no tienen voz, trastos que deja en la puerta de casa para que se las lleve el viento.
La crisis ha sido como la apertura de la caja de Pandora: todas las “asquerosidades” han dado la cara. No se salva nadie: jueces, legisladores, funcionarios del gobierno, militares, policías, partidos políticos, medios de comunicación, empresarios, constructores y educadores. No hay muchos que puedan regodearse de tener las 'manos limpias' en lo que respecta a esta crisis que todo se lleva por delante. Basta echar una mirada a las noticias del día para comprender que hay una podredumbre que se extiende de cabo a rabo.
La alternativa, para España y para Europa en general, no es salir del aprieto como los ejecutivos en boga, echando el resto en sus cuentas privadas mientras despiden personal. A España y a Europa solo puede salvarlas el Bien, sus propios bienes, sus ideales y promesas aun incumplidas: derechos humanos y solidaridad. El resto, como quien dice, es flor de verano.
Nuestra situación es difícil, pero más difícil es la situación de España, que en menos que canta un gallo, ha renunciado a los valores que decía perseguir con tanta gallardía.
El anteproyecto de la llamada “ley de extranjería” favorece condiciones que promueven el afloramiento de actitudes xenófobas en la sociedad. Extiende el período máximo de internamiento administrativo de los 'sin papeles', limitando el derecho fundamental de la libertad y vulnerando el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Penaliza y prohibe las actividades solidarias de entidades y particulares a los inmigrantes 'sin papeles'. Restringe el derecho a la reagrupación familiar. E ignora toda legislación nacional e internacional en lo que concierne a los derechos diferenciales del menor.
EL SENTIDO COMÚN ES PURA IDEOLOGÍA
Basta con transitar con cierta atención a través del entramado discursivo que nos envuelve para constatar que pese a los esfuerzos denodados de algunos de sus protagonistas por demostrar su pragmatismo y sentido común, lo que impera ineludiblemente es pura y simple ideología.
Digamos el asunto con cierto esmero popular: El más peligroso de los locos es aquel que no sabe el mal que padece. Eso es lo que ocurre con buena parte de nuestra concurrencia, que pese a la estrepitoso fracaso de las cosmovisiones a las que adhirieron y apostaron su pellejo, se aferran con uñas y dientes al sentido común que estas cosmovisiones nutrieron.
Entre las más firmes convicciones que el sentido común de la visión derrotada se esmera por perpetuar, es aquella extendida creencia que afirma que la política puede reducirse a la concertación o consensuación de los individuos o grupos de intereses; o su espejo ideológico, que afirma lo político como conflicto agonístico permanente.
Los posicionamientos de unos y otros se nutren, al fin de cuentas, de un presupuesto naturalista que pretende una aparente materialidad de la sustancia política. De ahí que la medición o contraposición se encuentre en el núcleo de estas dos nociones de la política moderna. Sea con el propósito de armonizar los elementos o de producir combinaciones químicamente reactivas, unos y otros otorgan a la medida el lugar hegemónico de lo político.
La crisis planetaria, que involucra no sólo las condiciones materiales de nuestra subsistencia como especie, sino que a su vez implica la posibilidad de un universo sin tiempo y espacio significativo debido a la desaparición de la conciencia humana de la esfera del ser, nos obliga a ejercitar un tipo de libertad de pensamiento, muy anquilosada en nuestro entramado genético actual, debido a la clausura a la que hemos sometido a nuestro cerebro después de siglos de pensamiento inmanentista y antimetafísico.
Ahora que hemos llegado al final del camino propuesto a comienzos del siglo XVII, la modernidad se ve obligada otra vez a pensar lo impensable, para que de esa im-pensabilidad vuelvan a encarnarse modelos planetarios que estén a la altura de los problemas a los que debemos enfrentarnos.
El sentido común es pura ideología: eso significa que los discursos anclados en estos tienden a retrasar el surgimiento de una nueva ideología que se ponga a la altura de los tiempos que nos tocan.
No se me mal entienda: lo nuevo no debe ser radicalmente original. Lo nuevo es también lo renovado, en el sentido de lo vuelto a pensar, que en el pasado quedó atisbado pero no para nuestra propia época.
No se trata de 'revolucionar', sino de re-volucionar, es decir, volver al pasado después de la ruptura, a lo originario en toda su diversidad, para encontrar allí lo que aun no siendo dicho entonces, fue apuntado ocultamente para nosotros.
Se trata de recuperar una política (una lectura de lo político) que haga de los que se han ido y los que aun están por nacer, la sustancia de un presente que se nos impone como lo único real, que se utiliza para alienarnos de lo que somos: un tipo de misteriosa continuidad y unidad a través del tiempo.
1) El 'presente' (al que se le pretende dar estatuto ontológico) es una ficción que sirve al proyecto instrumentalizador del cuerpo, la conciencia, la comunidad y el entorno planetario.
2) Lo que debemos afirmar es nuestro propio límite. En contraposición al eslógan del 'Yo puedo' deberíamos revalorizar el: No, no puedo (ni debería siquiera intentarlo).
3) El individuo (exigente agente de derechos inventado en los albores de la modernidad) debe ser recordado de su imposibilidad lógica y ontológica, reconocer su radical dependencia comunitaria, y actuar en consecuencia.
Puesto en términos hegelianos eso significa que no debemos concebir la comunidad como una maquinaria establecida colectivamente para servir los intereses individuales, como pretenden las formas atomizadas de liberalismo, donde lo individual o lo sectorial es la última meta, y el propósito de la sociedad es permitir la realización de las aspiraciones de dichos individuos o sectores, sino la esencail participación en una vida común, la expresión de una realidad superior a los meros individuos y los sectores de intereses.
Después de cuatro siglos de orgías inconscientes, es hora de volver a pensar.
Digamos el asunto con cierto esmero popular: El más peligroso de los locos es aquel que no sabe el mal que padece. Eso es lo que ocurre con buena parte de nuestra concurrencia, que pese a la estrepitoso fracaso de las cosmovisiones a las que adhirieron y apostaron su pellejo, se aferran con uñas y dientes al sentido común que estas cosmovisiones nutrieron.
Entre las más firmes convicciones que el sentido común de la visión derrotada se esmera por perpetuar, es aquella extendida creencia que afirma que la política puede reducirse a la concertación o consensuación de los individuos o grupos de intereses; o su espejo ideológico, que afirma lo político como conflicto agonístico permanente.
Los posicionamientos de unos y otros se nutren, al fin de cuentas, de un presupuesto naturalista que pretende una aparente materialidad de la sustancia política. De ahí que la medición o contraposición se encuentre en el núcleo de estas dos nociones de la política moderna. Sea con el propósito de armonizar los elementos o de producir combinaciones químicamente reactivas, unos y otros otorgan a la medida el lugar hegemónico de lo político.
La crisis planetaria, que involucra no sólo las condiciones materiales de nuestra subsistencia como especie, sino que a su vez implica la posibilidad de un universo sin tiempo y espacio significativo debido a la desaparición de la conciencia humana de la esfera del ser, nos obliga a ejercitar un tipo de libertad de pensamiento, muy anquilosada en nuestro entramado genético actual, debido a la clausura a la que hemos sometido a nuestro cerebro después de siglos de pensamiento inmanentista y antimetafísico.
Ahora que hemos llegado al final del camino propuesto a comienzos del siglo XVII, la modernidad se ve obligada otra vez a pensar lo impensable, para que de esa im-pensabilidad vuelvan a encarnarse modelos planetarios que estén a la altura de los problemas a los que debemos enfrentarnos.
El sentido común es pura ideología: eso significa que los discursos anclados en estos tienden a retrasar el surgimiento de una nueva ideología que se ponga a la altura de los tiempos que nos tocan.
No se me mal entienda: lo nuevo no debe ser radicalmente original. Lo nuevo es también lo renovado, en el sentido de lo vuelto a pensar, que en el pasado quedó atisbado pero no para nuestra propia época.
No se trata de 'revolucionar', sino de re-volucionar, es decir, volver al pasado después de la ruptura, a lo originario en toda su diversidad, para encontrar allí lo que aun no siendo dicho entonces, fue apuntado ocultamente para nosotros.
Se trata de recuperar una política (una lectura de lo político) que haga de los que se han ido y los que aun están por nacer, la sustancia de un presente que se nos impone como lo único real, que se utiliza para alienarnos de lo que somos: un tipo de misteriosa continuidad y unidad a través del tiempo.
1) El 'presente' (al que se le pretende dar estatuto ontológico) es una ficción que sirve al proyecto instrumentalizador del cuerpo, la conciencia, la comunidad y el entorno planetario.
2) Lo que debemos afirmar es nuestro propio límite. En contraposición al eslógan del 'Yo puedo' deberíamos revalorizar el: No, no puedo (ni debería siquiera intentarlo).
3) El individuo (exigente agente de derechos inventado en los albores de la modernidad) debe ser recordado de su imposibilidad lógica y ontológica, reconocer su radical dependencia comunitaria, y actuar en consecuencia.
Puesto en términos hegelianos eso significa que no debemos concebir la comunidad como una maquinaria establecida colectivamente para servir los intereses individuales, como pretenden las formas atomizadas de liberalismo, donde lo individual o lo sectorial es la última meta, y el propósito de la sociedad es permitir la realización de las aspiraciones de dichos individuos o sectores, sino la esencail participación en una vida común, la expresión de una realidad superior a los meros individuos y los sectores de intereses.
Después de cuatro siglos de orgías inconscientes, es hora de volver a pensar.
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