LUCHA SOCIAL O RESILIENCIA COOL


Wolfgang Streeck era hasta hace un par de años un académico desconocido en el mundo, cuyos artículos eran referencia exclusiva de expertos e investigadores radicales. La crisis de 2008, como ocurrió con otros destacados investigadores de las ciencias sociales, lo llevó a la fama. Sus ideas comenzaron a circular en las redes, y sus textos se tradujeron a varios idiomas. En castellano contamos con las traducciones de Editorial Katz y Traficantes de sueño de sus dos publicaciones más recientes: Comprando tiempo y ¿Cómo termina el capitalismo? Ensayos de un sistema en decadencia. Dos lecturas imprescindibles para contextualizar las agonizantes experiencias que vive la sociedad argentina desde la asunción de Mauricio Macri.


En esta nota quiero hacer referencia a una categorización de Streeck que resulta especialmente relevante para entender la alternativa cultural que nos ofrece Cambiemos como antídoto frente al desbarajuste estructural que su equipo de comunicación naturaliza, en completo acuerdo con la concepción ideológica neoliberal, cuya principal tarea consiste en abstraer enteramente de la discusión pública los intríngulis de la economía, ahora entregada enteramente a los tecnócratas de turno (en este caso, un oscuro periodista económico devenido ministro, un mesadinerista elevado a la categoría de presidente del Banco Central, y el funcionariado del FMI que maneja a los títeres detrás de bambalinas).

Mientras tanto, en la calle, evidentemente, aún se discute de economía, y más específicamente, en una sociedad cultivada y militante como la nuestra, se discute de economía política, y se resiste a la transvaloración y el ajuste que el gobierno avanza de manera inescrupulosa sobre la Argentina. 

Hace unos días, el grupo Fragata dio en el clavo cuando definió la orientación y espíritu subyacente que anima al presidente de la república, su odio y desprecio de clase que le hace pensar que la Argentina es "un país de mierda", que solo puede avanzar si se lo transforma de raíz, amputándole su idiosincracia, haciendo tabula rasa, aniquilando su idiosincracia popular.

Macri es el representate de las élites locales, entre las cuales él mismo es, paradójicamente, un arribista; y se proyecta en el mundo ambicionando convertirse en un jugador de las grandes ligas cuando regresé (junto con el resto de su funcionariado) al ámbito privado del cual proviene, con el capital engordado y las influencias multiplicadas. 

Ahora bien, a este desprecio y violencia responde la sociedad argentina de dos maneras. (1) Hay quienes se resisten, se juntan y movilizan para evitar las consecuencias presentes y futuras del descalabro causado, intentando construir una alternativa popular que ponga freno a la topador de la economía financiarizada y el saqueo. Pero, también, (2) quienes han comprado la receta sociocultural que fomenta Cambiemos con sus formas, y se acogen a su estrategia de resiliencia cool. 

A esta otra estrategia quiero referirme, pensando en el extendido negacionismo que practica una parte de la ciudadanía argentina de manera sistémica. No es coincidencia casual que el negacionismo del genocidio perpetrado durante la dictadura suela ir acompañado de un negacionismo del actual proceso de subasta del país que pone también en compromiso el futuro generacional de nuestra sociedad. 

De este modo, si no hay resistencia y lucha, para que este estado de cosas sea sostenible, la cultura de masas incentiva como alternativa, siguiendo a Streeck, cuatro tipos de comportamientos:

1) Coping. Se nos invita a enfrentar la adversidad con paciencia y buen humor. Hay que aguantar, conscientes que lo que nos pasa es producto de algo así como "nuestro karma", nuestra historia de fracasos, el infeccioso populismo que corre por nuestras venas mestizas, peronistas, negras (del cual deberíamos deshacernos de una vez para siempre: "es ahora o nunca"). Se habla de 70 años de decadencia. En la figura se reconoce el odio de clase, el gorilismo que caracteriza a muchos devenidos republicanos, paradójicamente indiferentes a la propia constitucionalidad que dicen defender, en un gesto de desprecio excluyente que, curiosamente, los hace herederos de esos otros 70 años de autoritarismo que acompañaron la lucha social de los de abajo que ellos defenestran.

2) Hoping. Se nos invita a la esperanza, a ilusionarnos con un futuro mejor que surgirá mágicamente después de haber atravesado las “catástrofes naturales” que padecemos, los "accidentes" que sufrimos, "las cosas que pasan" (entre las cuales se encuentran las decisiones programáticas del gobierno), y nos hayamos “desecho” de aquellos grupos y miembros de la sociedad que lo arruinan todo. Eso incluye, no solo a los dirigentes populares corruptos y las instituciones decadentes (sindicatos, movimientos sociales, kirchnerismo, organismos de derechos humanos, medios de comunicación y periodistas "desestabilizadores", etc.) sino también sectores populares no adscritos a ningún grupo, a quienes se estigmatiza vinculándolos con el crímen, o abiertamente a una inmigración invasora, concebida como delictiva.

3) Doping. A las estrategias anteriores pueden sumársele las ayudas externas para palear los efectos psicológicos que produce la crisis. Podemos aminorar el impacto que produce la vertiginosa decadencia producida por las decisiones políticas tomadas utilizando diferentes métodos narcotizantes: a las drogas, que extienden su reinado en amplios sectores de la sociedad, hay que sumar otros instrumentos aparentemente edificantes, pero que en muchos sentidos están al servicio de un propósito análogo (escapar a la fealdad del mundo que nos rodea): la meditación, el yoga y otras psicotécnicas destinadas a producir la felicidad artificial que tanto anhelamos.

4) Shopping. Pese a la malaria generalizada que nos rodea, a los que todavía están en disposición de hacerlo, se les conmina a seguir consumiendo, incluso a elevar su target de consumo, animársele al lujo para cumplir con el mandato consumista. Consumir en tiempos de crisis y miseria ofrece un doble beneficio. Como decía Santo Tomás acerca de los salvados, se goza no solo de la bienaventuranza del paraíso, sino también del placer de contemplar los padecimientos de quienes han sido castigados en el infierno. 

Los sectores más vulnerables multiplican su hambre y desesperación, convirtiéndose en un ejército de miserables que se amplía gracias a quienes hasta hace poco formaban parte de las clases medias ahora caídos en desgracia. Quienes por el momento se salvan, afilan sus armas para la guerra de clases que se asoma en el horizonte. Mientras tanto, las élites privilegiadas, como dioses olímpicos, contemplan indiferentes desde la absoluta distancia que de la riqueza absoluta que les prodiga la timba financiera o la renta agropecuaria extraordinaria, la acelerada debacle de la nación, con una mezcla de superficial filantropía y arrogante triunfalismo.



DOS PUEBLOS: CIUDADANÍA Y COMUNIDAD DE MERCADO


“Tenemos un problema comunicacional” – insisten algunas figuras mediáticas del gobierno cada vez que se les pregunta qué se hizo mal. El periodismo militante asiente cada vez más incómodo ante la aseveración de los referentes políticos que se excusan. Pero todos saben que ya no alcanza con la crítica formal. Lo que está en cuestión es el fondo de la cuestión.

El presidente parece confirmar la excusa de sus “ineficaces comunicadores”. En una muestra más de arrogancia política, se pone abiertamente contento cuando un cómico manifiesta de manera chabacana “su más genuino pensamiento” (lo que el presidente piensa verdaderamente de una parte de la ciudadanía) y participa del abuso enviándole un guiño a través de las redes sociales (el flan) que, acto seguido, produce la enervación de una parte de la ciudadanía que se siente justamente indignada ante el mamarracho mediático, mientras quienes se encuentran del otro lado del espejo de la grieta festejan orgásmicamente la patoteada. 

Mientras tanto, el propio Macri reconoce que (otra vez) se incumplirán las expectativas presupuestarias. El precio del dólar está por las nubes (muy lejos de lo proyectado para este año) y las expectativas de crecimiento asumidas están cuatro puntos y monedas por debajo de lo esperado. La economía real está descalabrada. Los despidos se multiplican. Los sectores más vulnerables viven una experiencia cotidiana de desesperación. 

El encorsetamiento del FMI augura años de malvivir para los argentinos de a pie. Esto servirá para asegurarle a los grandes jugadores del mercado que sus expectativas de ganancia no serán defraudadas. Mientras tanto, se desmantelan junto a las políticas sociales todos los proyectos de investigación y desarrollo inaugurados durante la última década, y todas las herramientas de incentivo para la industria nacional, cuyo éxito relativo hacia presumir a algunos que el futuro del país era próspero, pese a las evidentes limitaciones estructurales que supone nuestra situación geopolítica en un mundo en crisis, y nuestro heredado rol en el marco de la economía mundial en la era pos-imperial del todos contra todos. 

Mientras tanto, “el mayor escándalo de corrupción de la historia argentina” anunciado con estridencia en todos los medios oficiales, que la “Justicia” de Bonadio y sus secretarios investigan, para no ser menos, con igual corrupción en su rubro (violando todas las garantías procesales y parcialidad manifiesta) no alcanza para tapar el sol. El temor del gobierno (y de Wall Street, dicho sea de paso) es que a Macri no le alcancen los votos del año que viene para imponer los ajustes fiscales que (dicen) se necesitan para asegurar que Argentina no vuelva a la morosidad. 

Como señala Wolfgang Streeck, un “Estado deudor” tiene dos grupos políticos de referencia, “los ciudadanos y los acreedores”, a los que llama “dos pueblos”: el Staadvolk (la ciudadanía) y el Marktvolk (comunidad del mercado). En la década kirchnerista, en contra de las aspiraciones de la izquierda local, se trataba de ser leales a ambos “pueblos”. El kirchnerismo “honró” las deudas contraídas, excepto en aquellos casos en los que se reconocía un abuso flagrante que ponía en duda la viabilidad de la misma ciudadanía. La negativa del gobierno kirchnerista a pagar a los fondos buitres respondió a este posicionamiento. Razones no faltaban para sospechar que el disciplinamiento jurídico en Nueva York por parte del juez Griesa traería cola. Consecuencias a la vista. 

El macrismo, en cambio, actúa, según la categorización de Streeck, como un “Estado consolidado”. En el marco de la crisis fiscal que azota el país, el gobierno se ha decidido de manera rotunda a favor de la comunidad del mercado, poniendo en primer plano los compromisos con los acreedores en desmedro de los compromisos público-políticos que tiene con la ciudadanía. 

Sin embargo, un espectro acecha al gobierno de Macri, un espectro que se ha puesto de manifiesto ante la perspectiva del “tiempo intermedio”. El tiempo intermedio es el calculado período que se extiende entre la irrupción patente del colapso financiero que agita la amenaza aún teórica del default y las proyectadas elecciones generales. Algunos hablan ya de adelanto de elecciones para esquivar al espectro, conseguir legitimidad política, y aplicar con dureza el "proceso de reorganización nacional" que, dicen, necesita la patria ("después de 70 años", insisten, "de irresponsabilidad popular"). 

Sea lo que sea que ocurra en los próximos meses, lo cierto es que a esta altura ya podemos decir que el camino emprendido el 10 de diciembre de 2015 fue la peor opción disponible. Eso no significa que "podamos volver" al pasado. En política no solo el fatalismo es malo como consejero, también la nostalgia es una invitación al fracaso. La construcción de una alternativa kirchnerista o peronista no puede ser una repetición de los douze années glorieuses. Entre otras cosas, porque entre nosotros hay un "nombre que nos sucede". Ese nombre es Macri, y todo lo que Macri representa para una parte de ese “nosotros” que a duras penas es la sociedad argentina.

LA IMAGINACIÓN POLÍTICA. DISTOPÍA MACRISTA VS. UTOPÍA POPULAR


El problema central de la política argentina en este momento es que el debate gira de manera desencaminada y casi exclusivamente alrededor de cuatro cuestiones: 

1. El carácter regresivo del modelo distributivo (los pobres hacen más ricos a los hiper-ricos). 

2. El carácter represivo del modelo institucional (lo cual incluye, no solo la represión de la protesta social, sino también la persecución de los opositores políticos y el escarnio jurídico-mediático). 

3. La corrupción sistémica que afecta al entramado funcionarial de Cambiemos, con vinculaciones con los intereses corporativos que suponen mucho más que meros “conflictos de intereses”. 

4. El exponencial reendeudamiento del Estado argentino, acompañado de una masiva fuga de capitales, el exorbitante déficit fiscal y el preocupante desequilibrio de la balanza comercial.

Estos cuatro temas, que a la opinión pública aparecen como los más importantes de la agenda de discusión, son en realidad exclusivamente sintomáticos. El acento debería estar puesto en otro sitio, la raíz última de los problemas que enfrentamos: el proyecto político que encarna el macrismo. 

Eso no significa que estos temas no sean importantes. Obviamente, la preocupación que suscitan está plenamente justificada: la gente no llega a fin de mes, hay asesinatos a sangre fría cometidos por la fuerza de seguridad, cada día se descubre un nuevo caso multimillonario de corrupción, y el porcentaje del presupuesto dedicado al pago de los intereses de la deuda es cada día más abultado. Sin embargo, ni la pobreza y la indigencia, ni la represión, ni la corrupción, ni el reendeudamiento, por sí mismos, deberían entenderse como "pruebas suficientes" para condenar al gobierno de Macri o, para el caso, cualquier otro gobierno. Una guerra, una catástrofe medioambiental, un desastre financiero, podrían hacer comprensibles en parte esta situación. 

Por lo tanto, visto el síntoma, tenemos que ir a buscar el problema en otro sitio. Para ello comenzaría preguntándome: ¿Qué proyecto de país nos ofrece Cambiemos? Es cierto, llegó a la presidencia insistiendo en estos tres asuntos (más bienestar, más seguridad y orden público, y más transparencia), y efectivamente, en ningún caso cumplió con lo prometido, e incluso ha empeorado estas áreas notoriamente. No obstante, repito, esta no parece ser la cuestión de fondo. 

Y continuaría preguntándome: ¿Qué Argentina nos propone el macrismo que imaginemos? ¿Cómo sería un país en el que los objetivos del macrismo se lograran? ¿Qué tipo de sociedad y qué tipo de relaciones políticas tendríamos los argentinos entre nosotros? ¿Qué tipo de gente nos propone que seamos? ¿Qué clase de compromisos sociales y a qué tipo de proyectos globales pretende que nos sumemos? 

¿Qué tipo de mujeres y de hombres habitarán el ideal mundo macrista? ¿Cómo se educará un niño argentino modelado en la utópica macrilandia del futuro prometido? ¿Acabará como Esteban Bullrich, el ministro de educación ilustrado? ¿Queremos que nuestros hijos hablen como Peña? ¿Qué traten a sus empleadas como Triaca? ¿Cómo queremos hablar los argentinos? ¿Cuáles serán nuestras diversiones? ¿A qué seremos fieles? A la patria no parece el caso. ¿"A Boca" - como dijo el presidente? 

¿Cuál será la definición de la justicia y del bien que promoverá la hipotética república macrista? ¿Qué haremos con la crueldad, por ejemplo? ¿Condecorarla? ¿Con los derechos humanos? ¿Mofarnos de ellos? ¿Con la justicia social? ¿Dibujarla? 

¿Nos gusta de verdad una política hecha a golpes de coaching y encuestas telefónicas? ¿Somos tan burros los argentinos? ¿Queremos ser como nuestros periodistas estrella, como Lanata, Longobardi o Leuco? ¿Ese es el modelo de honestidad periodística a la que aspiramos? ¿Queremos que todo el mundo se reduzca a lo que encontramos en las páginas de los diarios Clarín y La Nación y lo que nos dicen las radios y programas televisivos del "monopolio"? ¿Qué tipo de inteligencia admiramos? ¿La "chabacana inteligencia" de los comunicadores que nos propone la "política-entretenimiento" que alienta el gobierno con sus tertulianas y tertulianos de moda? 

Esta es la utópica república que nos propone Cambiemos, una república gobernada por la tecnocracia de la comunicación y otras delicias de la asesoría política.

Prestemos atención a los modelos que tienen para ofrecernos. 

Una imagen del "mejor equipo de los últimos 50 años" reunido en Chapadmalal dice más que mil palabras: ¿Queremos de verdad que nuestro gobierno haga “retiros espirituales”? ¿No nos da un poco de vergüenza? ¿Es razonable tener a una Ministra de Seguridad como Bullrich? ¿A un CEO como Aranguren en energía? ¿A un propietario y asesor de fondos buitres como representante de nuestras finanzas? ¿Queremos ser un país de idiotas? ¿De verdad, estos son los líderes políticos, los ejemplos ciudadanos que, esperamos, nos conducirán de regreso a Ítaca?

La oposición al Frente Cambiemos, a horas de una marcha de protesta que promete ser multitudinaria, tiene que empezar a pensar si se conforma con jugar con las reglas de juego que nos impone el “modelo Durán Barba”, que consiste en reducir la política a la promesa del mal menor, o si de una buena vez por todas se atreve a permitirnos que imaginemos otra cosa. Eso significa que como pueblo nos reapropiemos de los restos de las tradiciones utópicas y rebeldes que aun corren por nuestras venas, para imaginar otra cosa: una sociedad buena y justa. 

La distopía macrista exigió el sacrificio de los más vulnerables y las clases medias para hacer más ricos a los super-ricos. La utopía de una sociedad buena y justa, por supuesto, también exige sacrificios. La oposición al Frente Cambiemos tiene que ser clara y explicitar sin ambigüedades quienes pagarán los platos rotos, y pelearles la batalla para iniciar un nuevo ciclo de gobiernos al servicio de los intereses populares.

SOBRE ESCLAVOS Y REBELIONES


Bryant S. Turner cita en Vulnerability and Human Rights (1) el estudio de Kevin Bales sobre la esclavitud económica en India, un tipo de esclavitud – nos dice Bales – que es fruto del endeudamiento de los individuos en relación con sus prestamistas. 

De acuerdo con Bales, al abordar fenómenos de estas características tenemos que tener en cuenta que las éticas que subyacen a las dos partes en pugna (el prestamista y el deudor esclavizado) no son coincidentes. Las creencias de los propietarios no son las mismas que las creencias de los esclavos. Lo que Bales demuestra con su investigación empírica y lo que se pone de manifiesto en los testimonios de los involucrados es que los propietarios de estas personas no ven necesariamente como negativa la esclavización de otros individuos. Todo lo contrario, el propietario cree que la pérdida de derechos por parte del individuo esclavizado es el resultado del precio que desembolsó para apoyar al devenido esclavo en la tarea de su subsistencia.

De esta manera, nos dice Bales, la relación que se establece entre el propietario y el esclavo es paternalista y patriarcal. Los esclavos son reducidos a una condición infantil. Entre las prerrogativas de los propietarios se encuentran el disciplinamiento y el castigo de los esclavos. Esto con respecto a las normas. 

Pero, además, en lo que concierne a la justificación subyacente, el propietario asume su condición como natural, como un don divino, o como el fruto de una superioridad cultural o civilizacional del propietario sobre el esclavo.

La citade de Bales en el texto de Turner la encontramos en un capítulo dedicado a la teoría del reconocimiento, cuya obra seminal es la Fenomenología del Espíritu, especialmente las sección sobre el amo y el esclavo en el capítulo sobre la conciencia. Turner nos recuerda que una parte considerable del tiempo y del esfuerzo que dedica el propietario (el amo) para el sostenimiento del orden social está dirigido a demostrar (y convencer implícitamente) al esclavo por qué motivo la esclavitud no solo no es ilegal, sino que no es mala, sino beneficiosa para la sociedad en su conjunto desde el punto de vista económico, justificando de este modo las normas paternalistas.

En contraposición, los testimonios de ex-esclavos recogidos por Bales demuestran que ninguno de ellos duda de la absoluta maldad de la práctica de esclavitud que padecieron. Si a esto agregamos la larga historia de rebeliones de esclavos en las Indias occidentales británicas, comprendemos que el control de esclavos dependió, en última instancia, no en la persuasión, sino en el uso concertado de la violencia como amenaza (3).

Ahora bien, la teoría de reconocimiento no está circunscrita a las relaciones individuales, sino que también se extiende a las relaciones de grupos, comunidades y estados. 


Una parte considerable del esfuerzo comunicativo del actual gobierno argentino y de otros gobiernos latinoamericanos en esta nueva dispensación neoliberal en la región está dirigido a convencer a sus poblaciones (especialmente a las clases medias más desfavorecidas y a los grupos subalternos) que el saqueo a las riquezas naturales por parte del poder corporativo transnacional, y el recorte a los derechos fundamentales de la ciudadanía están plenamente justificados en vista a las necesidades globales del país y la expectativa de un mejor futuro.

Es conveniente recordar que la ética de los gobernantes y la ética de los gobernados no es coincidente. Para empezar, los actuales gobernantes creen que su posición de liderazgo es fruto de algún tipo de  superioridad (natural o cultural) que justifica el ejercicio de sus prerrogativas. Mientras que los gobernados que han logrado escapar del disciplinamiento impuesto por los opresores juzgan el estado de cosas como el fruto de una serie de "injusticias primitivas" en la distribución de los recursos materiales e intelectuales. 


El disciplinamiento y el castigo social se asume como un deber de las élites en su ejercicio de poder paternalista y patriarcal, mientras que la educación (en todas sus dimensiones) se promueve, no como instrumento de liberación y realización de los gobernados, sino para justificar la opresión concertada y la estigmatización de quienes se rebelan frente al esquema excluyente y opresor. 

En contraposición, quienes se resisten ante el poder castrador y represivo entienden el poder político, conciben el poder en línea con el principio zapatista del "mandar obedeciendo" por parte del gobernante y no un mandar oportunista motivado por el afán de autoencumbramiento (4). 

Por otro lado, la exigencia continua de reprimir la protesta social, de encarcelar a los líderes opositores, de silenciar a las voces disidentes, o de asesinar ejemplarmente a miembros de las minorías más vulnerables, demuestra que los pueblos no aceptan de buena gana una ética que naturaliza la explotación, sino que la conciben como inherentemente perjudical y moralmente deplorable. 




(1) TURNER, Bryant. Vulnerability and Human Rights. Pennsylvania: Pennsylvania University Press, 2003.

(2) BALES, Kevin. Disposable People: New Slavery in the Global Economy. Berkeley and Los Angeles. University of California Press.

(3) BALES, Kevin. “Slavery and the Human Right to Evil”. Journal of Human Rights 3 (1): 55-65.

(4) DUSSEL, Enrique. 20 Tesis de Política. Buenos Aires: Docencia, 2013.  

LA MENTIRA COMO ARMA DE DESTRUCCIÓN MASIVA




Mauricio Macri encarna un nuevo tipo de política: una política que tiene como eje de implementación la mentira concertada. Con esto no me refiero a mentiras ocasionales. Cuantitativamente el gobierno de Macri es más mentiroso que cualquiera de los gobiernos que le precedieron. Tal vez el de Menem se le acerca un poco, quizá porque su programa económico - semejante al programa actual - necesitaba igualmente de las mentiras oficiales para poder implementarse. Pero sería un error creer que Macri y su equipo ha llevado la mentira y el cinismo al lugar destacado que ocupa simplemente por falta de integridad moral. Eso también, pero no es lo importante. Más allá del vicio, lo que importa es que se trata de una estrategia concertada: la construcción cultural del macrismo está basada en el falseamiento radical de la realidad. 


No se trata simplemente del coaching, de la asesoría de imagen, de la habilidad publicitaria de sus asesores, del ingenio de sus comunicadores abiertamente militantes y en manada. Toda la batería de medidas antipopulares que promueve el gobierno se impone sobre la base de dos registros paralelos que acompañan las decisiones estructurales: (i) la represión impiadosa de los descontentos, y (ii) la manipulación radical de la verdad hasta el punto de convertirla en un espantapájaros. Dispararle a las mentiras no cambia nada. Después de todo, las mentiras están hechas de paja y trapos sucios, y están allí solo para distraer, confundir y ofuscar. 


Dos elementos destacan en esta construcción falseada de la realidad: (i) la emergencia de una suerte de "enemigo interior", al que algunos periodistas y opinólogos han llegado a llamar "subversivos", en una muestra clara de lo que se pretende con esta construcción del campo de batalla y (ii) la consolidación de una masa fiel y visceralmente comprometida, alimentada por el odio y el deseo de revanchismo social.


Sin embargo, Macri no es una anomalía en los tiempos que corren. Una mirada atenta a la política internacional demuestra que las mentiras explícitas y sistemáticas se han convertido en un arma crucial en la estrategia de desconcierto que se impone a las poblaciones para facilitar los programas de ajuste y privatización que siguen su marcha triunfal, a caballos de las crisis que le sirven como alimento al neoliberalismo. 

Por lo tanto, no son las redes rusas, ni los hackers antisistema, como nos dice el presidente Macron, los que inundan las redes con sus fake news. Son los gobiernos, las agencias de noticias y las corporaciones mediáticas que forman parte de los grupos económicos, los que envenenan el debate público y socavan la democracia.



Donald Trump es, obviamente, el ejemplo más exacerbado. Pero no es el único. Trump ha puesto en aprietos a los poderosos medios opositores en los Estados Unidos (medios que han demostrado no estar a la altura del desafío de su embestida comunicacional) desnudando la debilidad de la esfera pública cuando se socava la credibilidad de la información disponible. La avalancha de engaños y la apretada agenda en las redes sociales que maneja el magnate devenido presidente y sus seguidores, hace imposible seguirles la pista, y el cúmulo de escándalos que provoca no hace más que facilitar que la información más delicada y pertinente para la población pase desapercibida. 

Con otro talante (quizá), o al menos con otro estilo, pero fruto de la misma educación en la escuela de empresarios tramposos y corruptos, Macri y sus secuaces (empresarios devenidos políticos y periodistas convertidos en lobbistas), mantienen a la población día y noche atontada con escándalos de toda índole. Escándalos que llenan los prime time, y ocultan lo que verdaderamente importa. 



De este modo, como en los Estados Unidos, pero de una manera infinitamente más corrosiva debido a la debilidad de los medios locales opositores, los periodistas y las empresas de noticias no saben cómo enfrentar de manera efectiva el diluvio de mentiras y provocaciones que produce el gobierno. La prueba de ello es que, pese al vertiginoso programa antipopular implementado en solo dos años, hay una parte importante de la población, que sufre como el resto sus políticas de empobrecimiento y restricción de derechos, que sigue cautiva del relato M sobre la herencia recibida y espera que el reendeudamiento y los recortes acaben floreciendo en su jardín privado. 


Las tretas que se utilizan son archiconocidas. Se trata de vapulear a los contrincantes políticos, estigmatizar a los opositores, desautorizar a los periodistas que no piensan como ellos (en el mejor de los casos), silenciarlos si no se pliegan a la voluntad del presidente, o incluso desmantelar los negocios o estructuras de información que no son afines al programa, con el fin de imponer una mirada homogénea sobre la realidad argentina que obliga a todos los actores políticos relevantes a rendirse ante la voluntad presidencial, o pagar las consecuencias con la ejecución pública (mediática y jurídica) que pende sobre todos los argentinos “independientes” desde la asunción de Macri al gobierno. 

Actores, periodistas, artistas, músicos, intelectuales, académicos, sindicalistas, legisladores, jueces, fiscales, todo aquel que no acepte las nuevas reglas del juego puede ser perseguido y escrachado. Primero, por el ejército de trolls que maneja desde la Casa Rosada Marcos Peña; luego, por los medios afines al gobierno que se encargan de linchar con la ridiculización y la estigmatización a todo aquel que ose levantar la voz contra el gobierno; y, finalmente, a través de la persecución judicial. 

Una persecución evidente, si pensamos en la doble vara que hoy impera en la justicia argentina. Mientras los crímenes de lesa humanidad son tratados con generosidad por los jueces después de la ofensiva decisión del 2x1, la provocación concertada contra las organizaciones de los derechos humanos y la reivindicación de facto del régimen genocida por los referentes "intelectuales" del macrismo (más del 50 por ciento de los condenados están hoy cumpliendo su condena en prisión domiciliaria, entre ellos personajes tan siniestros como Etchecolaz o Bianco), la prisión preventiva se ha convertido en una práctica extendida después del fallo del Juez Irurzun a la hora de encarcelar a los funcionarios y políticos opositores, quienes han sido paseados bajo la mirada humillante de las cámaras, en una reinstauración ejemplificadora del teatro del horror (El ejecutivo llegó al extremo de denunciar penalmente a una docena de legisladores de Unidad Ciudadana y la izquierda - algunos de ellos reprimidos violentamente por la Gendarmería, por el delito de obstrucción a las fuerzas de seguridad) en un claro gesto de provocación contra la división de poderes. Estrategias similares se han utilizado contra los jueces y fiscales que no se pliegan a los intereses arbitrarios del ejecutivo. 

Mientras se cierran o cajonean de manera escandalosa las causas contra el presidente y otros funcionarios de su gobierno, y la oficina anticorrupción se encarga de asesorar a los responsables cómo eludir estratégicamente las incompatibilidades evidentes y los conflictos de intereses que muchos de estos tienen en sus funciones, las fuerzas del Estado tienen vía libre, no solo para reprimir la protesta, no solo para pegar, gasear, detener, o disparar contra la población indefensa, sino para torturar e incluso matar a quienes están en la mira de los intereses del gobierno o sus socios económicos (el caso mapuche o la persecución contra la Tupac Amaru son notorios), con la impunidad garantizada que le provee el Ministerio de Seguridad que conduce Patricia Bullrich, y la complicidad de todo el arco de funcionarios y periodistas oficialistas. 

Poco a poco, la sociedad se acostumbra a este estado de cosas, las naturaliza. Lo que hace poco más de dos años hubiera sido juzgado como un atropello intolerable, hoy es justificado de manera abierta y bochornosa por una parte de la ciudadanía. No hace falta decir lo que eso significa. El gobierno de Macri está consiguiendo algo más que la implantación de un nuevo paradigma económico y social en la Argentina. No se trata solo de un trastorno estructural, sino un cambio cultural que convierte a la ciudadanía, otra vez, en cómplice vergonzosa de un gobierno con vocación autoritaria y represiva. ¿Hasta dónde llegarán? No lo sabemos. Pero en vista a lo que está en juego, los nubarrones que se asoman son oscuros… ¿Cómo responder? ¿Qué estrategia resultará efectiva? ¿Qué tácticas implementar? Si el lenguaje por momento parece belicoso por parte de la oposición, la responsabilidad es del gobierno, que ha decidido hacer política bordeando peligrosamente la frontera de la antipolítica que supone la violencia.  

EL EXHIBICIONISMO DE LA FELICIDAD




El título de este artículo se lo "birlé" a Rubén Amón, quien publicó la nota en el diario El País, con una bajada que dice “La tregua de la Navidad multiplica el estrés de la dicha y dilata los límites de la hipocresía”. 

Después de leer el título y su bajada, dejé descansar la nota en su pantalla, abrí un documento en blanco de Word y me puse a teclear lo que el título me había traído a la mente, que no es otra cosa que algo que llevo tiempo pensando acerca de la imagen publicitada del presidente, la cual en estos días ha pasado, del “estrés de la dicha” a hacer explotar los ya muy dilatados límites de su hipocresía. 


Pero antes de continuar, quisiera recordar una definición memorable de Beatriz Sarlo a poco de comenzar su mandato el actual presidente: "Macri no tiene densidad moral" - decía. Y yo agrego: "Y en eso consiste justamente su éxito". Como otros personajes de su calaña (pienso en Berlusconi o en Trump), lo que sostiene su liderazgo es el éxito económico y el desparpajo con el cual abusa de su poder y exhibe su desprecio. 


Mientras en Argentina se desata una ola sin precedentes recientes de represión, ataques indiscriminados y detenciones arbitrarias a magistrados, legisladores y líderes sociales que no son afines al actual gobierno; al tiempo que el gobierno impulsa una política económica y social que se ensaña con los más pobres para devolver a los más ricos los despojos que el "populismo" le hurtó a las clases privilegiadas para mejorar (aunque sea mínimamente) las condiciones de vida de las mayorías, la prensa oficialista se encarga de transmitir lo que piensa el presidente de estas cosas: 


“Al presidente de los argentinos, Mauricio Macri, le importa un carajo lo que les pasa a esos argentinos de a pie que en estas navidades vivirán con una mano en la garganta, ahogados por la angustia de la incertidumbre y la indignación que suscita la injusticia”. 

El texto está escrito con un lenguaje cifrado, que las rotativas empapelan y los medios audiovisuales retransmiten en vivo y en directo con el comentario de contertulios y chimenteros encantados de participar en la alta política nacional con sus recursos para ensalzar a las divas y hacer tropezar a los famosos. 

En las fotografías aparece Mauricio (el presidente) Juliana (su cónyuge) y Antonia (su hija) como protagonistas casuales de una publicidad escenificada en una Argentina de ensueños que les es enteramente indiferente. Ellos viven en su mundo, de espaldas al dolor, a los asesinatos, a las prisiones preventivas injustificadas, las detenciones ilegales, el astronómico reendeudamiento, el sufrimiento de los viejos, la pobreza inconcebible de los niños, el hambre de una población diezmada por la violencia y el espectáculo de una justicia corrupta al servicio de la persecución política. 

Sabemos que el día de la represión salvaje frente al Congreso, en el cual durante 9 horas la Gendarmería tiroteó a los manifestantes que protestaban contra el recorte feroz a jubilados, niños y discapacitados para llenar las arcas de los ricos, Macri apagó la televisión para evitarse el disgusto de las imágenes. 

Sabemos que su falta de autoridad moral la suplanta el presidente con el extremismo de la violencia institucional. Se regodea abiertamente con la mano dura de sus gendarmes y la obsecuencia enloquecida de su ministra de seguridad frente a las cámaras. No tiene reparos a la hora de estigmatizar de manera recurrente a sus oponentes políticos, animado por el coro mediático que le sigue la corriente, consciente, quizá, de que su colectiva complicidad con el gobierno los convertirá en responsables en el futuro próximo, cuando la historia finalmente dé su veredicto sobre el saqueo que justifica el republicanismo anti-K que con tanto empeño promueven.  

Sabemos (gracias al cualificado periodismo de investigación que ejercita el diario La Nación cuando se trata de sacar los trapos sucios al gobierno) que Macri recibió 433 regalos estas navidades (todo un récord según citan, esta vez sí, sus fuentes), e incluso se nos informa con detallado esmero, en qué consistieron los presentes de su fotogénica compañera y su hija (sobreexplotada por el equipo de marketing del presidente, que la arrastra como premio frente a las cámaras para compensar la insensibilidad que transmite su figura).


Sabemos también que, mientras todavía resonaban los balazos de goma, los estruendos de los gases lacrimógenos, las pedradas y el repiquetear de las cacerolas de los indignados, el presidente de los argentinos se marchó al sur aduciendo que su presencia en Buenos Aires no tenía sentido, dejando en manos de Patricia Bullrich y sus inquisidores judiciales el trabajo sucio, y en manos de Marcos Peña y sus periodistas amigos, la tarea de propaganda. 

Llega navidad, el exhibicionismo de la felicidad, las sonrisas de los funcionarios, y las listas de sus regalos. Del otro lado de las pantallas, los viejos despojados de sus míseras pensiones apenas tienen para acabar el mes, los discapacitados temen por los remedios y tratamientos a los que no podrán acceder, los padres miran a sus hijos con la tristeza que el bestial recorte del presidente les regaló antes de marcharse a descansar en un lugar paradisíaco que La Nación, otra vez, se encarga de publicitar para encanto de las señoras y los señores que animan al presidente a matar "kukarachas" y "zurdos", y la tristeza de quienes, a esta altura, ya han perdido la esperanza.  

No hay duda que el cuadro bosqueja numerosas formas de violencia que no justifican, pero explican, eso sí, por qué razón somos muchos los que tenemos ganas de tirarles cascotazos a los macristas y sus gendarmes. Y, parafraseando a Amón, autor del título de esta nota, concluyo diciendo que "el estrés de su dicha navideña (la del presidente y su gente), convertida en estas horas en portada de felicidad de un país hundido en la miseria, es un signo inequívoco de esa hipocresía sospechada y denunciada muchas veces por nosotros, que Macri y sus macristas expresan con especial esmero frente a las cámaras, endulzando su veneno para que nos mate suavemente". 

REDUCIR LA DEMOCRACIA PARA EXTENDER LA IN(I)QUIDAD



Que el gobierno de Mauricio Macri es un gobierno cuyo objetivo exclusivo es aumentar las rentas de los más ricos en detrimento de los pobres no es un tropo inventado por los opositores con el fin de menoscabar la legitimidad del gobierno votado en las últimas elecciones generales y refrendado en las últimas elecciones de medio término. Las modificaciones a la ley previsional, en el contexto de una fiscalidad regresiva en términos sociales, y la generosidad que el gobierno muestra hacia las corporaciones y la timba financiera, demuestran claramente que estamos ante una verdad, a esta altura, incuestionable. 

Desde tiempos inmemoriales, la desigualdad en democracia ha sido un tema relevante para los filósofos y analistas políticos. Noam Chomsky, en Requiem for the American Dream, nos recordaba recientemente que, desde el origen fundacional de los Estados Unidos, pugnan dos concepciones radicalmente antagónicas entre los constituyentes: la de los oligarcas y la de los demócratas. Los primeros pretendían recortar la democracia para proteger a los ricos frente a los pobres, mientras que los demócratas defendían que la condición de posibilidad de una democracia genuina era la reducción de la desigualdad. El propio Aristóteles, milenios antes, en su Política, conmina a los gobernantes de la democracia a actuar de modo de reducir la desigualdad, en vez de recortar la democracia para proteger a los ricos frente a los genuinos y legítimos anhelos de los más pobres. 



Esas tendencias existen hasta el día de hoy, aunque es evidente que tanto en los Estados Unidos, como en el resto del globo, la perspectiva oligárquica es la gran triunfadora. Lo cual ha impulsado las políticas nacionales e internacionales a una gran inestabilidad, fruto de las guerras, la desigualdad y el deterioro medioambiental que impulsan de manera concertada, en su huida hacia adelante, en su búsqueda de ganancias sin tregua, en un contexto de competencia salvaje, las élites económicas. 



Mientras los periodistas oficialistas enfatizan la acción de grupos minúsculos frente al congreso militarizado por el ejecutivo para “proteger la casa del pueblo”, justificando oblicuamente la represión a mansalva y las detenciones irregulares que han suscitado el descontento popular, la narrativa oficial pone en evidencia hacia qué concepción de la política se inclina el actual gobierno argentino. Como Madison hace más de 200 años en los Estados Unidos, Macri y sus secuaces tienen un único objetivo, proteger a los ricos de los pobres, o mejor, protegerlos de los más pobres. Pobreza e indigencia que en Argentina alcanzan, nada más y nada menos, que el 32% de la población. 

Ante esta situación, la pregunta sobre la violencia, tal como es planteada en el debate actual en Argentina, está claramente desencaminada. El intento por parte del oficialismo de circunscribir la violencia a las imágenes de “radicales” apedreando a la policía federal, y a la policia metropolitana, descontextualizando el evento, tiene un objetivo claro: ocultar otras formas de violencia más corrosivas y perdurables, que el gobierno ha ido alimentando con el cúmulo de situaciones opacas e injustas que ha ido creando desde el primer día, impulsado por la propia inercia de las violencias manufacturadas por el aparato mediático-comunicacional que lo llevaron al poder. 

La pregunta, en todo caso, tiene que llevarnos más allá de la violencia evidente manifestada en las calles, para pensar las abigarradas violencias simbólicas, institucionales y sistémicas que conducen a esas violencias puntuales. La estigmatización de las piedradas es de muy limitada utilidad. Los violentos son la punta del iceberg de una violencia que tiene en su epicentro la concepción oligárquica de una democracia sitiada que avanza a los atropellos en su afán de saqueo de los bienes colectivos. 



En ese contexto, la pregunta no es cómo desactivar la violencia, sino cómo conducirla. La represión la devuelve al corazón de las clases populares, indignadas ante el maltrato y el desprecio que se les depara, y si no se dirige directamente hacia los perpetradores de la injustica (el gobierno y sus socios financieros y empresariales), se traduce al lenguaje del racismo, la xenofobia, la delincuencia, la lucha a muerte de pobres contra pobres. 



En nuestras manos está no olvidar quiénes son nuestros genuinos antagonistas, los perpetradores del daño moral que padecemos, los criminales que hambrean al pueblo con sus políticas de ajuste y represión, y recordarnos los unos a los otros hacia dónde debemos dirigir de manera concertada y rotunda nuestra indignación. La oposición debe asumir en su conjunto la violencia que el gobierno ejercita sobre la ciudadanía indefensa y acompañar al pueblo en sus actos de genuina defensa. 


LA FRAGILIDAD DE LOS DERECHOS



Quizá, lo más difícil de aceptar es que no hay manera de garantizar nuestros logros societales de libertad, igualdad y justicia. La política democrática (la filosofía platónica es una larga reflexión acerca de ello) no garantiza en modo alguno la justicia. Ni siquiera los derechos humanos son una garantía, especialmente cuando los reducimos a regímenes institucionales y los dejamos en manos de expertos legales o diplomáticos. El caracter utópico de los derechos humanos es otra cosa. Es la voz de los oprimidos y excluidos, la voz de las víctimas que se resisten a ser interpretadas por los expertos. 



Por supuesto, eso no significa en modo alguno renunciar a un mundo más justo, más igualitario y fraterno, pero creo que resulta dudoso que podamos asegurar ese mundo a través de divesas estrategias de fundamentación o diferentes procedimientos de legitimación (ni la constitución, ni las mayorías populares pueden asegurar lo que ocurrirá, y tenemos que hacernos cargo de esa realidad). 


De hecho, empíricamente hablando, todos nuestros esfuerzos porque esto ocurra (que la justicia y el bien reinen por siempre en la Tierra), acaban con repetidas frustraciones colectivas (los derechos humanos suscitan indudablemente este tipo de frustraciones cuando constatamos el uso que se ha hecho y se hace de ellos - los derechos humanos no garantizan nada, aunque estemos comprometidos plenamente a defenderlos). Hasta cierto punto, el mismo deseo de asegurarnos esa justicia, ese igualitarismo y esa solidaridad universal por siempre jamás, parecen estar en la base del deterioro de la práctica democrática (en Europa es evidente, y en el caso de América Latina, también es notorio). 

Algunos autores ponen el énfasis en algún análogo del derecho natural para asegurar ciertos bienes constitutivos del orden político, otros se inclinan por alguna versión fundada en la antropología biológica o cultural para poner límites a ciertas prácticas y fomentar otras, hay quienes prefieren articular alguna fórmula pragmática o procedimentalista para lograr el mismo objetivo. 


El problema con todas estas estrategias (valiosas sin duda para asegurar cierta continuidad de nuestras propias convicciones en el tiempo) es que están basadas en una versión muy peculiar de la historia, una versión que dice que estamos avanzando moral, política o jurídicamente (o que estamos retrocediendo, si tenemos una perspectiva conservadora), y que la manera de asegurar esos avances morales, políticos y jurídicos es encontrar algún elemento (la constitución, la política democrática, la política de derechos, los procedimientos de comunicación) que nos aseguren que podemos continuar avanzando, progresando, evolucionando, moralmente, políticamente, jurídicamente. 

Por supuesto, es posible defender que hemos progresado mucho, material y éticamente. Muchos creen que las sociedades centrales están en todos los sentidos imaginables por encima de otras sociedades del pasado y de otras sociedades contemporáneas periféricas, no solo en lo que concierne al poder que ofrece el conocimiento científico y la tecnología, sino también en lo que concierne a nuestra perspectiva y actitud moral. 


Pero también hay quienes afirman lo contrario. Y sus críticas resultan convincentes. El avance científico-tecnológico es para estos críticos una catástrofe planetaria, y nuestras formas de vida capitalistas una aberración. Lo cierto es que, desde el punto de vista político, los avances y los retrocesos resultan paradójicos. No es claro que podamos dar un veredicto en blanco y negro. Si pensamos la historia como un continuo lineal, la idea de progreso resulta paradójica. Lo que ganamos por derecha, parecemos perderlo por izquierda y viceversa.

Nadie puede asegurarnos que la próxima generación no decidirá cargarse la actual constitución, o preferirá un tipo de política xenófoba, en contraposición a una política democrática abierta a la inmigración, si se inclinará por una política redistributiva, o abiertamente neoliberal, si será sensible a los desafíos medioambientales o vivirá de espaldas a ellos. 

Las sociedades cambian continuamente, nuevos seres humanos entran en el espacio público, los recién nacidos y los inmigrantes y refugiados que traen consigo formas novedosas de ver la realidad. La gente cambia, cambia sus modas y sus modales, cambia sus ideas acerca del mundo, y los imaginarios en los que están inmersos también cambian constantemente. Aunque nos cueste aceptarlo, nuestros hijos no pensarán como nosotros necesariamente, ni se harán cargo de nuestros proyectos, ni compartirán necesariamente nuestros valores. Cada generación establecerá sus propios horizontes éticos y políticos. 


Los derechos no están asegurados, y, por lo tanto, los llamados “derechos adquiridos” no garantizan su reconocimiento en el futuro. Lo vemos continuamente. Nuestras constituciones, nuestras concepciones de la naturaleza humana, la comprensión que tenemos acerca de nuestras propias capacidades, necesidades y vulnerabilidades existenciales, nuestras maneras de concebir el orden social, su límite y su rol, nuestra lealtad constitucional o nuestra fidelidad a la política democrática, nada de esto garantiza los derechos. Ni la ley, ni los jueces, ni los tribunales constitucionales, y tampoco las mayorías democráticas, que pueden ser “compasivas” o brutalmente impiadosas.

Creo que el problema de la política no gira en torno a cómo justificamos o legitimamos el orden político y jurídico en el que vivimos, sino que el problema es la manera en que vivimos la política en la vida cotidiana. Y para vivir la política cotidiana plenamente, estamos obligados a ser conscientes del carácter efímero de nuestros órdenes políticos y jurídicos, y los límites de nuestras convicciones éticas, y sobre todo la fragilidad de nuestros derechos.



El gobierno de Macri (que llegó a través de una mayoría electoral al ejecutivo) demuestra que la fuerza y la arbitrariedad exige una constante monitorización de sus políticas por parte de la ciudadanía. Para ello necesitamos una sociedad alerta y combativa. Más aún cuando sabemos que el poder corporativo monopoliza los medios de comunicación, las instituciones judiciales se encuentran cooptadas por el poder político, y el evidente fracaso de la división de poderes en Argentina. La relatividad de la constitución nacional y el deterioro en la confianza que suscitan sus interpretaciones por parte de los tribunales superiores, demuestran que nuestros derechos no están garantizados y que solo nos queda la precaución e intensidad de nuestro cuidado y compromiso democrático para enfrentarnos a quienes intentan someternos. 



En este sentido, podemos incluso coincidir con nuestros antagonistas, que hoy se llenan la boca afirmando que "no existe algo así como los 'derechos (perpetuamente) aquiridos'". Mayor razón para no esperar que la historia, la ley, la constitución o los tribunales, finalmente nos den la razón. Sin garantías (sin ningún Dios o instancia superior que legitime nuestros derechos o nos proteja) solo nos quedan las calles, convertida la multitud en el pueblo, la voluntad de cada uno en la voluntad de todos, siempre conscientes que nunca estaremos ciento por ciento seguros, si estamos en lo cierto, o acaso estemos siendo engañados. 

DEMONOLOGÍA Y ESTADO DE SITIO

El llamado "día de furia"

Durante 7 u 8 horas, la ciudad de Buenos Aires vivió una verdadera batalla campal. El gobierno de Mauricio Macri, a través de su ministra de seguridad, Patricia Bullrich (sospechada de complicidad, junto con otros funcionarios de su ministerio, en los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel) ordenó cerrar el Congreso de la Nación a cal y canto cuando se intentaba modificar la ley previsional, utilizando para ello a cuatro fuerzas de seguridad del Estado, entre las cuales, solo la gendarmería, contaba con 1.500 efectivos. La represión contra los manifestantes fue brutal, incluso fueron embestidos sin miramientos legisladores opositores. A la represión, como en otras ocasiones, siguió una cacería humana que se extendió durante horas y que acabó en detenciones injustificadas.

Mientras todo esto ocurría en el exterior del Congreso de la Nación, el oficialismo, apurado y ansioso por aprobar una ley regresiva en términos previsionales, que afecta de manera notoria a los más vulnerables en la sociedad, y que rechaza el 82% de la ciudadanía (según las encuestas) protagonizó una bochornosa jornada en la cual aún cabe la posibilidad de un intento flagrante de fraude, al sentar, aparentemente, a dos diputados truchos en el hemiciclo para fingir el quórum necesario para iniciar la sesión. Finalmente, entre gritos, insultos e incluso, por parte del propio Presidente de la Cámara Emilio Monzó, el intento de dar un puñetazo al diputado opositor Leopoldo Moreau, quien lo increpaba por las dilaciones en levantar la sesión, y denunciaba el bochornoso intento de fraude, la sesión quedo cancelada. Horas después, el ejecutivo anunciaba que estudiaba aprobar la modificación a la ley previsional a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU), en una prueba más de su absoluto desprecio al orden constitucional y la separación de poderes.

El ethos represivo


Poco a poco nos acostumbramos a este tipo de escenas en Argentina. La represión se ha convertido en una faceta reiterada en la vida cotidiana de los argentinos. Con dos muertos ya en el contexto de operativos contra la protesta social, y un sin número de ejemplos de excesos, abusos, patoterismo y arbitrariedades violentas por parte de las fuerzas represivas, con numerosas detenciones arbitrarias, la constatación de que el gobierno utiliza infiltrados en las manifestaciones legítimas contra las políticas de ajuste o contra los retrocesos en la política de derechos humanos, con la evidencia notoria de una caza judicial al servicio de la política partidaria que se traduce en una escalada sin precedente de detenciones arbitrarias, amenazas y aprietes a opositores políticos  para lograr disciplinarla, escraches mediáticos sin fundamento, que facilitan el cumplimiento de las metas ideológicas del gobierno, lo ocurrido ayer no es más que un aumento del volumen de una tendencia a la estridencia y el escándalo que resulta difícil negar.


La cultura política argentina

La cultura política argentina, históricamente, tiene diversos elementos que la conforman. El discurso típico del votante macrista (y radical) de estos días, se caracteriza, fundamentalmente, por su tendencia demonológica: inmigrantes, negros, zurdos, kirchneristas, feministas, etc., ocupan el lugar que los judíos, los anarquistas o los comunistas tuvieron en un pasado reciente (resucitado por los adalides de la derecha local).

El énfasis de esta cultura demonológica está puesto en la mano dura para afirmar una política de exclusión sin miramientos, ni complejos. La patria se entiende siempre de manera estrecha, y se exige que el “sobrante social” sea empujado a los confines (detrás de los muros), o se lo encarcele, o directamente se lo expulse, se lo mate o se lo haga desaparecer. El caso mapuche ilustra fehacientemente esta tendencia, y el odio anti-inmigrante o la llamada “bolivianización” de los ciudadanos argentinos de piel oscura (la extranjerización del “negro” - al que se le niega la ciudadanía y, con ello, sus derechos), es una muestra palpable del racismo y la xenofobia de esta cultura política.

En contraste, las llamadas fuerzas políticas "progresistas", ponen el acento en la inclusión y la igualdad. No es banal el nombre “Patria Grande” en su acervo discursivo. La patria es grande porque es de todos, y puede extenderse incluso más allá de las fronteras para incluir a aquellos que, junto a nosotros, comparten un destino análogo. 


Los límites de una política basada en los derechos

La derecha política no va a desaparecer. El desafío ha sido siempre romper el equilibrio a favor de las fuerzas progresistas. Esta grieta política, sin embargo, no se encuentra definida exactamente en términos partidarios. La presencia de algunos importantes representantes del antiguo kirchnerismo-PJ dentro del actual bloque demonológico que conduce Macri con "mano de hierro", cómplices necesarios de las actuales políticas de ajuste, reendeudamiento, privatización, pobreza y hambre, demuestra que la adscripción política circunstancial permite la transversalidad cultural dentro de la política partidaria. Pero también son notorios los límites de una política basada exclusivamente en los “derechos”.

El nombre “progresismo” es equívoco. Se entiende en el contexto de una visión lineal, unidireccional de la historia. En ese contexto, cuando se habla de “derechos adquiridos” se entiende que son derechos que, de por sí, una vez reconocidos, tienen la capacidad de autosostenerse, autolegitimarse y autoexpandirse con el paso del tiempo. 


La política “progresista” suele olvidar que el tiempo no es lineal (tampoco) cíclico, sino que es plural y por lo tanto abierto y embarrado y proclive a ocultar sus dimensiones geológicas inconscientes. Los derechos no son legitimados ni sostenidos por su facticidad histórica. Hay que pelearlos en cada encrucijada y renovar nuestra fidelidad hacia ellos con cada nacimiento. Todos los días nacen nuevos ciudadanos, llegan inmigrantes y hay conciudadanos que se marchan al extranjero, la gente cambia personal e ideológicamente, adopta nuevas modas, nuevos modales y sus imaginarios mutan, y con ellos sus anhelos y valores. 

Por ejemplo: nada obliga a las generaciones futuras a respetar las constituciones consagradas por sus antepasados. Tampoco están sujetos los recién llegados a mantener el orden jurídico construido por sus antecesores. La libertad, la igualdad y la fraternidad no son valores trascendentes que se autolegitiman, sino opciones humanas que pueden (y suelen) ser ferozmente resistidas por las demonologias de la derecha. 


Vida y supervida: la reivindicación de la utopía

Por ese motivo, una política “progresista” no puede centrarse exclusivamente en los derechos. Su enumeración y enunciados tienen una muy limitada fuerza. La promulgación de leyes inclusivas es bienvenida, pero de facto, los ejecutivos y los tribunales no tienen excesivo prurito en pisotearlas cuando obtienen el poder para hacerlo. Por esa razón, tampoco la indignación por la quiebra del orden constitucional tiene, en momentos de emergencia política y social, un largo recorrido, menos aún el detalle de las infracciones al orden jurídico, los procedimientos o el entramado administrativo. 


Lo que se necesita es una contrapolítica antidemonológica, una política visionaria que asuma la emergencia, el estado de excepción, y sea capaz de ofrecer algo más que la "mera vida" (derechos). Necesitamos super-vida (utopía). La ilusión de que estamos llamados a construir algo más que mera resistencia. Necesitamos recuperar el carácter ilusionante de la política que el macrismo le arrebató al progresismo al desplegar sus banderas de cambio que, como un caballo de Troya, permitió el regreso triunfante de la demonología al seno de la política democrática. 

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...