LA LÓGICA DE LA POLÍTICA Y LA LÓGICA DEL AMOR



Catalunya es una sociedad moderna, extraordinariamente plural, en la cual las hibridaciones son la regla. El círculo restringido de nuestras amistades y conocidos es un dibujo de abigarrados contrastes. Las identidades puras son excepcionales. Somos mestizos de muchas maneras. Nuestros cuerpos están hechos de herencias biológicas dispares. Nuestra lengua es el resultado de accidentados intercambios. Nuestros hábitos y estilos de vida combinan tendencias de orígenes variados. Incluso nuestras creencias más profundas son el fruto de la convergencia de múltiples tradiciones e idiosincrasias personales. No somos uno, somos muchos, y estamos hechos de relaciones directas e indirectas con todos.

Las pretendidas esencias, a poco de observarse, se disuelven en ese océano de relaciones. Los empecinados esfuerzos por definir una identidad fija, estable, esencial, acaban criminalizando la diferencia, negando una parte de la realidad que nos envuelve, y reprimiendo lo que hay de diferente dentro de nosotros mismos.

Basta con recorrer las aulas de nuestras escuelas públicas para comprobar que el tejido de nuestro país futuro estará hecho con hebras provenientes de los cinco continentes. Que la lengua normalizada no podrá contener los innumerables vocablos extranjeros que la enriquecerán, convirtiendo el idioma oficial de las élites en un lenguaje más entre innumerables expresiones culturales que escribirán, declamarán y cantarán la magnífica pluralidad que las nutre.

Las instituciones que otorgan ciudadanía, carta de identidad, no pueden contener el mundo, ni hacer oídos sordos, ni ocultar que somos muchos, diferentes, y que aquello que está llamado a unirnos podrá, circunstancialmente, ser apropiado y bautizado con un nombre, pero permanecerá abierto y en disputa. La ciudadanía, ese tropo que define quiénes somos, estableciendo nuestra diferencia respecto a los otros, siempre está en pugna con la democracia, que es la voz de los que no son parte y exigen ser tenidos en cuenta.

Basta con recorrer los hospitales cualquier día, ese lugar donde el sufrimiento, la angustia, el miedo, pero también la benevolencia y la compasión están siempre presentes, para reconocernos en la vulnerabilidad y la pérdida que a todos nos preocupa, pese a nuestras diferencias. Basta con salir a la calle, reencontrarse con la muchedumbre de desconocidos que habitan nuestra ciudad, para descubrir que la realidad no encaja en los moldes que intenta imponer la política sobre el mundo.

En momentos de extrema confrontación como los que vivimos, nuestra reacción cognitiva consiste en reducir de manera maniquea esa multiplicidad que somos. La singularidad de nuestras biografías se cancela para acomodar nuestra vida a la brutal cartografía que determina “amigos y enemigos.” En eso consiste la política.

En estas ocasiones, si queremos guardar la cordura, si deseamos fervientemente seguir siendo leales a nuestras convicciones morales, debemos prevenirnos de ser devorados por la voluntad política.

Mientras salimos a la calle con nuestras banderas y nos manifestamos en la calle y hacemos nuestras legitimas caceroladas, es bueno recordarlo: hay personas como nosotros que ahora mismo entierran a sus muertos, hay familiares que velan a sus enfermos, hay numerosos individuos que padecen el abandono y la miseria del desempleo y la pobreza. A todas esas personas la política no les resolverá la vida. A todas esas personas la política no les aliviará el dolor. A todas esas personas la política no les facilitará el tránsito a través de las difíciles pruebas que nos impone la existencia. La política no puede sustituir la vida sin convertirse en una patología.

Cuando la política se encuentra con su límite, la guerra – y no es casual que el lenguaje bélico tenga un lugar tan destacado en las crónicas de estos días – la política devora a la vida. Y al hacerlo nos ofrece la posibilidad de una ferviente militancia, y con ella la ilusión de una fraternidad que el silencio de la noche descubre falaz. Estamos otra vez solos. En cierto sentido, el momento insurreccional (cuya contracara es la represión) nos regala un sucedáneo del amor. Somos uno, pero nos hemos convertido en meras caricaturas de nosotros mismos.


Comentarios

  1. Hola Manu, cteo qud la política es la que se debe encargar de actualizar la cultura y disponer el orden social, para la convivencia en la misma medida que nuesra realidad va modificando nuestros esquemas de pensamiento. Debe comprometerse a la vanguardia de los cambios y la migración, bajo una mirada dinámica que se oponga a la regresión y el anquilosamiento, en lo que erróneamente podríamos interpretar como lugar seguro.
    Lo único que no se transforma es la impermanencia.

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  2. Gracias por tu comentario. Estoy de acuerdo, pero "cuando la política se encuentra con su límite, la guerra..." Mi intención no es "antipolítica." Todo lo contrario, creo que la política es la única posibilidad que tenemos de transformar la realidad, pero puede haber falta de "voluntad" política, como ocurre en estos momento, y entonces, a falta de política, lo único que nos queda es la guerra, el conflicto abierto. Entonces, ya no hay lugar para los matices que exige la política y la realidad se convierte en una caricatura, en una distorsión fruto de nuestro miedo y nuestra exclusiva voluntad de poder.

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  3. Si por supuesto es la dirección que asume la política ante el conflicto, la causa de la guerra, cuando debiese apropiarse de la resolución mediante la negociación de las partes, opta por desplegar su poder, recrudeciendo el conflicto.

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