LA CULTURA DE LA MENTIRA

 

Vivimos en una época en la cual la verdad está acorralada bajo el fuego cruzado de la publicidad (ese monstruo amable), las campañas partidistas que sirven variados intereses de clase, y los hábitos en las relaciones interpersonales que la asimilación de los modelos del mercado capitalista y la política mediatizada imponen a los comportamientos individuales. 

 

Contrariamente a lo que usualmente se cree, la verdad es poderosa y se manifiesta con contundencia. Lo real se impone siempre con una pasmosa evidencia. Nuestros cuerpos no mienten: nacen, se unen y se separan unos de otros, envejecen, enferman y mueren. La naturaleza es tirana: de las semillas de arroz no nacerán durazno por mucho que insistamos. Nuestra consciencia moral tampoco miente: nuestras comportamientos producen siempre consecuencias análogas para nuestra vida interior. La crueldad no puede esculpir personalidades bondadosas, y el amarrete y codicioso jamás gozará como quien, consciente del carácter efímero y vulnerable de la existencia, se orienta apasionadamente hacia el bien propio y ajeno. 

 

Sin embargo, la evidencia exige videncia, y en un mundo de ciegos, la mentira florece y se multiplica hasta convertirse en una flora endémica que amenaza la biodiversidad. Aquí la biodiversidad se refiere a los puntos de vista y a las variadas perspectivas a través de las cuales los humanos expresamos el misterioso contacto que individualmente tenemos con lo real.

 

Por supuesto, no existe una verdad absoluta. Incluso el ojo de Dios es diverso, trinitario, plural. Sin embargo, existen verdades relativas cuyas hermenéuticas, no relativas son menos sustantivas, aunque reflejen en su expresión una relación dialógica, amorosa o conflictiva. El reconocimiento y el desacuerdo gozan ambos de su cuota de verdad, siempre que al articularse respondan a lo que genuinamente ocurre en el inasible contacto donde nacen las apariencias que somos y en las que participamos.

 

No obstante, este relativismo perspectivista y pragmático no debe confundirse con el «todo vale» del cual algunos se valen para dominar y explotar. 

 

En la verdad que expresa un punto de vista es posible constatar lo real. El reflejo de un rostro en el espejo, o el retrato fotográfico se refieren a un objeto real: la persona reflejada o retratada. Estos reflejos y retratos son siempre parciales, el espejo no puede captar la totalidad de la persona, su delante y su revés, su interioridad, mucho menos su historia o sus pensamientos. Lo mismo ocurre con la cámara que, como mucho, debe conformarse con un gesto sugerente y revelador. La razón de esta finitud de la mirada no es un misterio: la mirada es circunstancial, depende del ojo que mira y lo que el ojo ve.  

 

Ahora bien, en la mentira lo que sucede es que no hay un rostro reflejado en el espejo, ni imagen capturada por el ojo de la cámara. No hay perspectiva ni opinión. Solo fabricación.

 

Podemos discutir sobre perspectivas encontradas, puntos de vista parciales, ideas contrarias, pero no podemos, ni debemos discutir sobre fabricaciones. 

 

El problema que tenemos, por lo tanto, es asumir que una parte de la población se ha vuelto invidente, que vivimos en medio de un sonambulismo extendido, en un planeta de zombis. Da la impresión que la mayoría no puede o no quiere distinguir entre las mentiras y las genuinas opiniones que merecen participar del foro en el cual la cultura debate el alcance y relevancia de las verdades en disputa. 

 

El mentiroso, instalado en la relatividad incuestionable de todas las verdades, introduce prepotentemente su mentira contra toda evidencia, y la impone haciéndola pasar como opinión genuina y respetable. 

 

La pregunta es entonces, ¿por qué el mentiroso logra su cometido de engañarnos? Tal vez porque hemos perdido la pasión por la verdad. Esa pasión es la que garantiza que las opiniones deban enfrentarse al rasero de lo real antes de encontrar cabida en las discusiones en las que decidimos nuestro destino.  

 

Cuando hablamos de «justicia corrupta», «periodismo de guerra», «farsa publicitaria» y «marketing político», no estamos hablando de otra cosa sino de una crisis de las verdades, fruto de nuestro olvido y nuestra falta de pasión por volver a encontrarnos con lo real. 

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