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 Introducción

 

La rebelión de un sector de la sociedad porteña frente a la decisión del gobierno nacional de imponer nuevas restricciones ante el crecimiento exponencial de contagios y muertes durante las últimas semanas, además de la amenaza de colapso sanitario, no ha dejado a nadie indiferente. Especialmente, debido al sesgo político y la utilización partidaria de la oposición más visceral, que ha acabado llevándose por delante a los «moderados», imponiendo una estrategia de sangre y fuego para desgastar al oficialismo, acosado por el descalabro planetario de una vacunación fallida, escasos recursos, y una indisciplina insolidaria de gran parte de la población que, como es nuestra costumbre, vive en ocasiones de espaldas al mundo, aunque empujada por sus vientos y tormentas. 

 

Lo cierto es que Argentina, mal que nos pese a unos y a otros, no es un caso especial en el mundo. Hacen mal quienes piensan que en nuestras venas corre sangre privilegiada, como quienes suponen que hay un mal argentino que nos condena irremediablemente. Argentina es solo un lugar en el mundo periférico, acosado por los mismos fantasmas que atormentan a la mayor parte de la población mundial. 


El capital es impiadoso, aquí y allá. Es racista, por definición, aunque ahora se esfuerce por reconocer a quienes meritocráticamente, pese a su color, se hacen un lugar entre los privilegiados. 


El capital es machista, por definición, aunque ese machismo se vea morigerado por el empeño corporativo y estatal de ofrecer a algunas mujeres privilegiadas un lugar en la tarea de explotación y desposesión sistémica que exige para su perpetuación. 


El capital es antiecológico, por definición, aunque las odas a la economía verde inunden nuestro mercado con sus pegatinas «Eco» y los ingenuos se sumen al conservacionismo light, o al «ecologismo espiritual» (que es aún peor). A fin de cuentas, eso que llamamos la naturaleza, para el capital, no es más que un cadáver donde rapiñar recursos, y un retrete donde deshacerse de sus desperdicios. 


Argentina, como el resto del planeta, no es más que un capítulo en esa tragedia planetaria que nos afecta a todos. 

 

En ese marco es donde tenemos que situar la discusión sobre la educación que ha planteado la crisis sanitaria. Sin esa contextualización, los arrebatos histéricos de las asociaciones de madres y padres, enervadas por los medios de comunicación afines a la oposición y consecuentes con sus propios intereses corporativos, y la familia política del ala más extremista de la derecha argentina, no parece comprensible. 


Por ese motivo, he pensado que vale la pena apuntar un par de cuestiones que pueden ayudarnos a clarificar lo que «verdaderamente» está en juego, más allá de la contienda electoral que parece nutrir las pasiones, y los arrebatos moralistas de las madres y los padres que en estos días vociferan a favor de una imaginaria educación impoluta amenazada por la perversidad peronista que, primero, quiso envenenar a la población con las vacunas rusas, y ahora se empeña, por decretar dos semanas de confinamiento parcial que afecta la circulación y la presencialidad en las escuelas, se dice, quiere «cargarse la educación y el futuro de nuestros hijos». Incluso un, aparentemente, moderado, como Facundo Manes, salió con los tapones de punta con una consigna indigestible: «No les fallemos a nuestros hijos». 


La conmoción, sin embargo, no tiene nada que ver con la falsa dicotomía entre salud y educación, como tampoco tenía nada que ver con la dicotomía entre economía y vida. Lo que ocurre es que una ciudadanía alienada por las circunstancias, azuzada por una clase política irresponsable e inescrupulosa, se aferra a la figura de un gobierno diabólico como expresión de su frustración creciente y su falta de resiliencia emocional, pese a ser, por lo general, la parte de la población mejor posicionada materialmente frente a la crisis. 

 

No son cientos, ni miles, sino millones

 

Alguien en Argentina, hace meses, twitteó una frase vergonzante cuando las víctimas del Covid-19 en el país alcanzó la cifra de 30.000. Dijo algo del estilo: «Ahora sí son 30.000», refiriéndose a los desaparecidos por la última dictadura militar. 


La indignación por la bravuconada negacionista fue momentánea, sumándose a la pila de agravios que la derecha argentina se ufana continuamente de reiterar con el fin de imponer a través de la tergiversación o la mentira sistemática, su verdad sobre la historia.


Envalentonada por el giro global neofascista que afecta a todas las sociedades a lo largo y ancho del planeta, producto del fracaso del «neoliberalismo progresista» y antídoto elegido por las élites globales para contener la ola de indignación planetaria, reinterpretándola en clave racista, machista y etno-nacionalista, no solo se escuchan estos arrebatos indecentes en la intimidad de los conciliábulos donde nunca cejó este desprecio, sino que ahora, a plena luz del día, y con insistencia sintomática, son los comunicadores mediáticos elegidos para hacer el trabajo sucio, y algunos políticos delirantes, quienes han comprendido el potencial electoral de encender y gestionar las miserias emocionales de los ciudadanos.

 

Ahora, sin embargo, esa frase cobra otra dimensión que, adrede, quiero incorporar irreverentemente para sacudir las consciencias. No son 30.000, son 3.000.000. 


3.000.000 de hermanas y hermanos que han sido aniquilados por el virus, en el marco de una reiterada impotencia y negligencia gubernamental y corporativa globalmente, que no ha sabido prevenir, ni contener la amenaza mortífera, tironeadas una y otra vez por las falsas dicotomías entre economía y vida. 

 

Pero no son solo 3.000.000. Uno debe sumar al menos 4 familiares directos que han sido conmovidos por cada una de esas muertes. Lo cual lleva la cifra de 3.000.000 a 12.000.00 de personas que están intentando gestionar la pérdida y atraviesan un duelo difícil.

 

Obviamente, 12.000.000 es un número conservador. Hay otros millones de personas, amigos y amigas del difunto, familiares no tan próximos, pero igualmente relevantes, colegas, vecinos, etc., que han debido enfrentarse directamente al azote de la tragedia.


No descontemos quienes han padecido durante semanas o incluso meses los efectos dañinos del virus y que aún padecen los efectos secundarios, las secuelas de la enfermedad. Un cálculo conservador de contagios confirmados de contagios sitúa el número 140.000.000 de personas. De los cuales, 18.000.000 siguen activos. 

 

Este es el otro dato que no puede faltar si queremos leer inteligentemente el pataleo histérico de políticos, comunicadores y ciudadanos radicalizados llamando a la rebelión. 

 

Como estamos hablando de América Latina, y como los datos que tenemos a nuestra disposición son incontestables respecto a los peligros crecientes que suponen las nuevas cepas en esta segunda ola de contagios para la región, la interpretación debe estar liberada de cualquier indignación moral y, por ello, debe tratarse como lo que verdaderamente es: un síntoma claro de una patología social. 

 

De qué educación estamos hablando

 

La palabra «educación», como la palabra «felicidad», están fetichizadas. La derecha, por ejemplo, utiliza el primer término como un marcador de privilegio, y la hipotética «falta de educación» de las clases empobrecidas, como una explicación del fracaso de nuestra sociedad. 


Sin embargo, ni «educación», ni «felicidad» son conceptos transparentes, entre otras cosas, porque están cargados de presupuestos ideológicos que, por definición, son invisibles en su mayor parte para quienes los utilizan. 

 

«El problema de la Argentina, decía un exministro de Educación de la coalición Cambiemos, es la educación». 


El estribillo es usual entre las clases privilegiadas, Pese a que es incontestable que en las ocasiones en las que (a sus representantes políticos) les ha tocado administrar el Estado, el esfuerzo ha estado enfocado, precisamente, en lo contrario: desfinanciar el sistema educativo; atacar al personal docente; cerrar escuelas, universidades, proyectos de investigación; reducir a niveles de pobreza los salarios de los educadores en todos los niveles de la educación pública; realizar abultadas transferencias de recursos a la educación privada en desmedro de la educación pública; etc. Pese a esta evidencia, sin embargo, el estribillo sigue repitiéndose sin que nadie se sonroje al hacerlo. 

 

De modo que debemos preguntarnos de qué educación estamos hablando nosotros y de qué educación están hablando ellos. 

 

Como nos recuerda la pensadora estadounidense Nancy Fraser, citando a Gramsci para ilustrarlo, vivimos un tiempo de crisis, caracterizado por que «lo viejo se está muriendo, pero lo nuevo no puede nacer».

 

La crisis actual no puede leerse como una mera crisis económica, debe interpretarse como una crisis multidimensional que algunos autores, como el sociólogo William I. Robinson, denominan «una crisis de la humanidad», que afecta todos los vectores de nuestra existencia social, política y medioambiental, fundamentalmente, porque estamos cautivos de una «figura», como decía Wittgenstein, «que nos mantiene cautivos». 


Esa «figura» es la de completa separación de la mente y el mundo en el ámbito epistemológico, pero también, en el ámbito de la filosofía política, la de un individualismo atomista, que concibe a la sociedad como una amenaza y, por ello, exacerba los ideales de la libertad en detrimento de los ideales de la igualdad y la fraternidad. Y en el orden ecológico, acaba convirtiendo a la naturaleza en un mero recurso que, excepto en la jerga esteticista de las clases medias empalagadas con una supuesta «naturaleza virginal» que merece preservación y protección frente a lo humano, en caso de conflicto, debe sacrificarse, como la salud y la vida, a las prerrogativas del mercado. 

 

Frente a estas circunstancias, eso que llamamos «educación» puede tener dos significaciones opuestas. 


Hay una educación diseñada para la perpetuación de la realidad agónica en la que estamos viviendo. En este caso, la tarea de los educadores es manufacturar administradores y soldados que mantengan vivo, a cualquier costo para nosotros mismos y para las generaciones futuras, un orden institucional y una forma de vida que amenaza con su defunción, llevándonos a todas y a todos con ello. 

 

La alternativa es una educación comprometida con el mundo que pugna por nacer, un mundo que se resiste a la explotación, a la dominación, a la destrucción medioambiental. 


Eso significa defender una educación que ponga por delante la vida, la salud, la preservación de las comunidades (sin olvidar sus pecados de dominación). Una educación para un mundo donde las condiciones de la libertad de unos pocos, no exija para su realización el sacrificio de los muchos. Y, viceversa, una educación para un mundo en el cual la igualdad no se construye mutilando los anhelos de libertad. 


En definitiva, una educación para un mundo fraterno, donde todas las vidas cuenten. Donde la educación misma no se imagine exclusivamente como un recurso para promover «oportunidades y sueños personales», o que se alimente exclusivamente de la pasión individualista por la felicidad individual. Una educación que sepa inspirarnos para lograr bienes sustantivos. Una educación que sea capaz de ofrecer nuevos horizontes de sentido colectivo. 


Una educación que nos enseñe, por ejemplo, la virtud de estar preparados, llegado el caso, para sacrificar unos pocos días de clase si eso es necesario para proteger a los más vulnerables. Una educación que nos ayude a cultivar un verdadero sentido de amor al prójimo. Una educación que promueva la responsabilidad ciudadana, las virtudes del cuidado y, sobre todo, un sentido íntimo de gratitud. 


Porque mientras discutimos la «perdida» de estos cinco o seis días de clase que, para los pocos que cuentan con instalaciones educativas de calidad, parece un desperdicio insoportable,  en el mundo jodido en el que vivimos, son millones los seres humanos que, diariamente, se exponen al peligro del virus para cumplir con tareas esenciales que preservan y protegen nuestras vidas y, por ello, merecen una consideración de nuestra parte.  


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Al cierre de esta nota, The Times of India informa que en el país se han producido 14.790.000 contagios, de los cuales, 261.500 se produjeron ayer. El virus se ha cobrado hasta la fecha 177.150 muertes. 1.500 de esos decesos ocurrieron en el día de ayer. 


Mientras tanto, los números de contagio en Brasil alcanzaron ayer los 13.900.000, entre los cuales se cuentan 371.899 fallecimientos hasta la fecha. 


Finalmente, en los Estados Unidos, el número de contagios se eleva a 32.374.572 casos, mientras los fallecimientos alcanza la cifra de 580.871 personas. 

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