«OTRA VEZ SOPA». Sobre la superficialidad de la política representativa en tiempos de crisis


Sobre la ilegitimidad de la deuda

En este artículo quiero referirme, a través de un par de anotaciones, (1) a la deuda contraída por Mauricio Macri y sus acólitos con la banca privada y el Fondo Monetario Internacional, y (2) a la legitimación que, en los días pasados, el gobierno de la Nación argentina encabezado por el presidente Alberto Fernández, acompañado por las dos Cámaras del Congreso de la Nación, hicieron de esos préstamos espurios al autorizar el acuerdo de refinanciación con el organismo internacional. 

Como ya se ha explicado de manera reiterada y es de público conocimiento, sin que ninguno de los involucrados intentara en modo alguno refutar dicha denuncia pública, el endeudamiento contraído por el gobierno de Mauricio Macri fue ilegítimo en un doble sentido. 

Por un lado, para lograrlo se incumplió la legislación local, con la complicidad manifiesta de algunos que hoy ocupan los más altos cargos gubernamentales en el oficialismo.

Por el otro, y lo que es aún más importante para nuestra argumentación, también se incumplieron las normativas del propio FMI, que facilitó el préstamo por motivaciones políticas y geopolíticas – la reelección de un halcón neoliberal en la región – permitiendo, además, la fuga deliberada y vertiginosa de divisas, con el fin de satisfacer los intereses de los especuladores, y establecer las bases de reformas estructurales que favorecen y favorecerán los intereses extranjeros en el país.


«No volver al pasado»

En estos días, hemos escuchado por activa y por pasiva por parte de los funcionarios gubernamentales y los periodistas alineados al relato oficial que el acuerdo con el FMI era la única alternativa. También se ha argumentado con creciente impaciencia que el acuerdo por firmarse es el mejor acuerdo posible. A continuación, se han enumerado de manera sospechosa y recalcitrante los usuales malos augurios si se hace caso a las opiniones extravagantes de los radicalizados de siempre: el ultrakirchnerismo, la izquierda alucinada y la extrema derecha.

Obviamente, los argumentos planteados por los opositores kirchneristas y la izquierda merecen una consideración sería, y el intento por asociarlos con los que ofrece la extrema derecha o el llamado frente libertario es solo una argucia de mala fe. 

Quienes acompañaron la decisión de Alberto Fernández enumeran las virtudes del acuerdo subrayando la posibilidad de lograr «estabilidad para empezar a crecer», y rechazan de plano cualquier planteamiento «contrafáctico» (así lo llaman) acerca del modo en el cual se llevó a cabo todo el proceso de negociación. La clausura del juicio histórico, en muchos sentidos, se hace eco de la exigencia macrista de «no volver al pasado». 

En este caso, nos dice el oficialismo, no estamos autorizados ni siquiera a echar la vista atrás al pasado inmediato para estudiar por qué motivo lo mejor que pudimos conseguir es, en muchos sentidos, peor de lo que recibimos del gobierno de Macri, pese a las relamidas expresiones de triunfo que articuló el ministro Guzmán, el propio presidente y todo el elenco que acompaña, en muchos casos con incomodidad evidente, el fracaso rotundo de la negociación, debido a una mezcla de negligencia, mala fe, y perversión ideológica del equipo presidencial. 


La solución albertista: explotación y desposesión

Ahora bien, la cuestión que nos incumbe es sencilla de explicar. Lo que los opositores al acuerdo han estado preguntando de manera insistente durante estas últimas semanas al ejecutivo, especialmente cuando los detalles del acuerdo se mantenían aún en secreto, es de qué modo se piensa saldar la deuda con el organismo internacional. 

La pregunta es pertinente, y tiene implicaciones éticas y políticas que no podemos soslayar. En primer lugar, convengamos que ha quedado meridianamente claro que ni el FMI, ni los grandes grupos económicos de la Argentina, ni las corporaciones extranjeras que operan en el país están dispuestos, pese a ser los principales beneficiados de la estafa perpetrada, a pagar los platos rotos. Eso simplifica enormemente el panorama, porque si no es así, la deuda solo puede ser saldada a través de dos vías. 

La primera vía es el ajuste, que afectará primariamente a los trabajadores y a la ciudadanía en general, de donde se extraerá el plusvalor que irá a parar a las arcas del FMI. Es decir, a través de la explotación concertada de la población, que el Estado argentino, administrado en este caso por un frente peronista, se ocupará de garantizar a través del robo concertado a los trabajadores y la ciudadanía en general para cumplir con las exigencias del FMI, dejando intacta la ganancia neta de quienes cometieron el crimen. 

La otra vía es la desposesión sistemática de los recursos del país. Sabemos que nos encontramos en una encrucijada global de competencia desbocada de las grandes potencias y las poderosas corporaciones por los recursos naturales y los mercados. Argentina es una presa deseada. Sus recursos alimentarios, mineros, energéticos, etc., son codiciados por los especuladores internacionales y las potencias globales. 

En este marco cabe preguntarse por qué motivo el gobierno de Alberto Fernández se entregó sin protestar a las exigencias de sus acreedores sin utilizar ninguno de los derechos que lo asistían para ejercitar un reclamo de justicia que hubiera ahorrado al pueblo argentino la indefensión y el oprobio, la miseria y la indignidad de la explotación, y la denigrante experiencia de ver su soberanía pisoteada. 


¿Una alianza de clases contra los sin-clase?

Todo indica que la «casta» político-burocrática de nuestro sistema democrático representativo, apoyada por las clases medias-medias y acomodadas del país, han entregado como moneda de cambio a las clases populares para salvarse. ¿O, quizá, sería mejor llamar a los miembros de la clase de los traicionados «la clase de los sin-clase», porque no pertenecen ya a esa totalidad que llamamos «Argentina» en las que sólo cuentan los subconjuntos de «las clases que cuentan», en la que «los que no cuentan» no tienen cabida? 

Es en este marco, en el debemos interpretar que, para quienes defienden la «estabilidad» como virtud en sí misma (y la consideran «la condición de posibilidad» para un futuro indeterminado de crecimiento) la pobreza extrema, la indigencia generalizada, la exclusión, la violencia social introyectada o expresada en el crimen, el cercenamiento de un  horizonte de futuro para las generaciones que vienen (generaciones perdidas) no son verdaderas «urgencias». 

Es como si creyeran que el hambre de hoy puede esperar a mañana para ser saciado. Como si las vidas truncadas en el presente, resucitarán entre los muertos cuando el programa diseñado con el FMI, finalmente, dé sus frutos. 

La desnutrición actual, y la profundización de los registros de la desigualdad y la exclusión, no se revierten con el tiempo, se cronifican en los cuerpos y en las almas, incapacitan de por vida. No comer hoy, no educarse hoy, no sanarse hoy, no se soluciona imaginando un mañana de oportunidades fruto de la estabilidad lograda en el presente a través de un programa de ajuste y legitimación de la injusticia. El país no necesita estabilidad, necesita transformaciones radicales. Necesita verdad y justicia.


Estabilización versus radicalización

En este contexto, entonces, si se piensa en términos de «estabilidad» lo que se reconoce es el rol en el mundo de la Argentina como país subdesarrollo, pobre, y a su gobierno como administrador de la exclusión y la pobreza crónica, con el fin de contener estos dos obstáculos que impiden (en la narrativa oficial) el «crecimiento» que exigen las élites locales y el poder corporativo internacional para su beneficio.

Reconozcámoslo: el discurso de Alberto Fernández y su política es «neoliberalismo con rostro humano», y su disposición y talante político es «neocolonial» en toda regla. 

Las clases medias y la casta burocrática ha aceptado con este acuerdo las reglas del juego impuestas por eso que algunos llaman sin pudor el poder «real». El Frente de Todos ha entregado a las clases populares, a los sin-clase, a los que no cuentan, y se prepara para defender la cuota de privilegio que supone la pertenencia, la propia inclusión en la totalidad social, a cualquier costo.  

El Frente de Todos ganó las elecciones con un promesa en la que daba cuenta de esta tensión entre los que cuentan y los que no cuentan. Prometió un país con «todos adentro». La negociación que llevó a cabo el gobierno con el FMI, y la complacencia que muestra con los poderes concentrados en el país, contradice esa promesa.

Esta nueva crisis nos recuerda, una vez más, que los problemas últimos a los que se enfrenta cíclicamente la Argentina, y con ella Latinoamérica en su conjunto y todos las naciones periféricas del mundo, no pueden definirse exclusivamente bajo el  término pretendidamente omniabarcante de «pueblo». Porque «pueblo» no es una entidad sustantiva, sino una composición o agregación de clases, construidas en el marco de relaciones sociales y ecológicas de explotación y desposesión. Entre todas las clases, la más destacada y paradójica es la clase de los «sin-clase». Es decir, la clase de los que no cuentan, quienes siempre acaban convirtiéndose en la moneda de cambio, justamente, del pueblo. 

Aquí las analogías teológicas son extraordinariamente educativas. El pueblo es quien, finalmente, crucifica a Jesús de Nazareth, el hombre-Dios que simboliza de manera sustantiva a los sin-clase, a los excluidos, a la «infinita exterioridad» que aterra al orden vigente o totalidad social que la política normal representa. 

Los que no tienen clase, los sin-clase, esa porción negada del «pueblo» cíclicamente traicionado, expulsado del reino, siempre ha sido el límite de ese entente que es, en términos peronistas, la «comunidad organizada».

Por ese motivo, hoy más que nunca, tenemos que mirar a esa parte del pueblo ninguneado por la política representativa, por la totalidad socialmente construida, para evitar una nueva crucifixión para que el resto vivamos. Hay que ser más cristianos que nunca, más anticapitalista que nunca, más decolonial que nunca. 

En ese sentido, nada es más arriesgado en tiempos de peligro como los que transitamos que permitir que las nuevas formas de fascismo que se asoman en el horizonte acaben cautivando la imaginación de los excluidos con la solución de la violencia y la voluntad de poder. De seguro, no lo evitaremos haciendo «odas a la política representativa», y denuncias contra la «antipolítica», como hicimos hasta el hartazgo en la época «luminosa» del kirchnerismo. Lo que necesitamos es radicalizarnos. Es decir, ir a la raíz de los problemas, dejar de ser «superficiales».



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