ENEMISTAD POLÍTICA Y TRASCENDENCIA: Carl Schmitt y el concepto de lo político.


En este artículo quiero explorar una cuestión cuya incomprensión, a mi modo de ver, ha traído consigo muchos problemas a la política democrática. Voy a plantear el tema teniendo presente el reciente asesinato de Osama Bin Laden, que ha venido acompañado de un conjunto de declaraciones oficiales y festejos ciudadanos que no hacen más que sumar un capítulo a la larga historia de eso que Noam Chomsky llama “la excepcionalidad estadounidense”. Dice Chomsky:

“Se trata de la doctrina según la cual Estados Unidos es diferente de otras grandes potencias, pasadas y presentes, porque tiene un “propósito trascendental”, que es “el establecimiento de la igualdad y la libertad en América” y, más aún, en el mundo entero, ya que “la arena dentro de la cual Estados Unidos debe defender y promover su propósito tiene ya dimensiones mundiales.”

Ahora bien, es justamente esa noción de excepcionalidad la que ha permitido a los Estados Unidos justificar sus transgresiones a los propios ideales que dice encarnar. La labor encomendada a la gran nación del norte es tan excepcional, nos dicen, que los crímenes cometidos con el fin de promocionar dichos ideales resultan insignificantes.

No voy a detenerme ahora mismo a enumerar las violaciones a los principios elementales del derecho que ha cometido el gobierno de Obama al ordenar la ejecución del terrorista, ni tampoco me detendré en las consecuencias jurídicas que los hábitos transgresores de la potencia militarista han producido y continúan produciendo con su pretensión de excepcionalidad. Me he permitido referirme a esta cuestión únicamente para fijar el marco circunstancial en el cual se desarrollan los argumentos que siguen a continuación.

A lo que voy a referirme, en todo caso, y en línea con las reflexiones que he ofrecido en entradas anteriores, es a una cuestión que Carl Schmitt ha señalado de manera brillante en las primeras páginas de El concepto de lo político que gira en torno a la definición de la enemistad política.

La tesis central de Schmitt es la siguiente. Si queremos entender lo político, tenemos que definir cuáles son las categorías dicotómicas que establecen su realidad. De la misma manera que las dicotomías de lo bello y lo feo, del bien y del mal, de lo útil y lo dañoso instauran respectivamente las esferas de la estética, la moral y la economía, Schmitt señala que en la base de lo político encontramos la distinción amigo-enemigo.

Ahora bien, una afirmación de estas características ha hecho correr ríos de tinta, como el propio Schmitt señala en el prefacio de la edición de 1963 de la obra en cuestión, debido a la resistencia “moral” que una afirmación de estas características supone para los proponentes liberales. Mi intención no es atajar estas objeciones. Mi propósito es bien modesto. Quiero abordar la cuestión de lo político a la luz de las enseñanzas cristianas y budistas del ágape y karuna (bondad amorosa).

Creo que es preciso tomar nota sobre esta cuestión porque las enseñanzas espirituales han servido en los últimos siglos de modernización para promover un tipo de despolitización que ha acabado sirviendo al modelo de hegemonía unipolar que representa el capitalismo global. Por lo tanto, debemos encarar las tensiones que existen entre una concepción cuasipesimista de la naturaleza humana, que atribuye, al menos en la existencia relativa de los hombres, una enemistad radical que funda la politicidad, y las enseñanzas espirituales de budistas y cristianos que nos convocan o bien a una superación de la fijación identitaria que se encuentra en la base de emociones negativas como el odio y el apego, o a un descentramiento del yo en dirección a Dios que tiene como consecuencia la promoción de un amor al prójimo que supere los condicionamientos identitarios que nos separan a los unos de los otros.

Creo que en la propia obra de Schmitt encontramos un argumento que puede ayudarnos a sortear con éxito esta tensión aparentemente inconquistable. Me refiero a la manera en la cual Schmitt distingue entre el hostis, el enemigo público, el enemigo político, y el inimicus, el enemigo privado.

El tibetólogo Jeffrey Hopkins, en sus enseñanzas sobre el cultivo de la compasión solía ejemplificar el modo en el cual la ignorancia opera precipitando emociones como el odio o la aberración radical haciendo referencia a la manera en la cual el gobierno de los Estados Unidos y la corporación mediática presentaban a sus villanos favoritos antes de ser atacados y eventualmente aniquilados. En aquel momento, el malvado de moda era Saddam Hussein cuyo retrato público debía ser desfigurado hasta convertirlo en un monstruo, es decir, algo menos que humano, para justificar su destrucción.

Pero Schmitt nos dice que el enemigo político no debe necesariamente concebirse como un enemigo privado. No debe ser concebido como un ser moralmente malo o estéticamente feo, o incluso como un obstáculo para nuestra codicia económica. Por supuesto, desde el punto de vista psicológico, suele ocurrir que se equipara al enemigo público, es decir, aquel que estrictamente amenaza la unidad identitaria de nuestra pertenencia, y el enemigo privado, aquel que es percibido y tratado como malo o feo. Pero, desde el punto de vista estrictamente político, esta equiparación acaba siendo un obstáculo a la hora de identificar la especificidad de la relación política con nuestros adversarios.

Por lo tanto, podemos y debemos distinguir dos dimensiones en nuestras relaciones con los otros.

Por un lado, desde un punto de vista “trascendente”, como señala el Dalai Lama, podemos encontrarnos con los otros tomando en consideración, por ejemplo, que todos somos criaturas de Dios, o, si lo planteamos en términos cuasiutilitaristas, aceptar que somos iguales en vista a la aspiración común a lograr la felicidad y evitar el sufrimiento. Este reconocimiento básico puede ayudarnos, a través de diversas vías argumentativas a priorizar el bien del otro, promover el logro de sus aspiraciones, etc.

Pero eso no significa que podamos eludir los mecanismos relativos a través de los cuales establecemos nuestras identidades transitorias.

Aún si, como es el caso del budismo, negamos la existencia inherente de toda identidad. Es decir, aún si reconocemos que no existe un sustrato último sobre el cual podemos fundar sólidamente nuestra identidad individual y colectiva, debemos reconocer que la coyuntura, el entramado circunstancial, hace surgir de manera interdependiente una identidad. La pregunta es, en todo caso, cómo, de qué manera, están constituidas esas identidades. Lo que vemos es que dichas identidades (especialmente las identidades políticas) se encuentran ineludiblemente articuladas a partir de las relaciones adversariales que colaboran en la cohesión, en la unidad interna del ente en cuestión.

Esto tiene importantes consecuencias. Cuando leemos la historia del cristianismo o la historia del budismo, nuestro espíritu liberal se indigna ante lo que consideramos una profunda hipocresía. Esa gente que hablaba del amor a Dios y del amor al prójimo se embarcaba en proyectos como las cruzadas o en guerras fraticidas que resultan, desde nuestra perspectiva actual, absolutamente contradictorias con el espíritu de los ideales exaltados.

Sin embargo, lo que debemos observar es el tipo de enemistad del que estamos hablando en uno y otro caso. La guerra que ha invisibilizado la distinción categorial y que acaba promoviendo un pacifismo global militarizado, acaba siendo una guerra de aniquilación total. El otro es percibido, como decíamos, no sólo como un enemigo público, un enemigo político, que aún así merece mi respeto, e incluso mi amor desde el punto de vista privado, sino que se convierte en un enemigo absoluto, alguien a quien debo dejar fuera del concierto humano para ocultar la contradicción revulsiva que produce en el contexto del resto de mis ideales espirituales.

Cuando Obama, por ejemplo, nos habla de la bestia sobre la cual finalmente los Estados Unidos triunfaran, no utiliza una metáfora, sino que se hace eco de una comprensión literal de sus enemigos. Para los estadounidenses, sus enemigos son menos que humanos, incluso otros que humanos, y por esa razón, y en vista a la excepcionalidad de la misión que le ha sido otorgada, están justificadas las transgresiones sobre aquellos individuos o pueblos que amenazan la promoción de los ideales enaltecidos.

Hacer un llamado a la paz mundial que no tome en consideración la realidad fáctica de nuestras pugnas políticas, se convierte en un ejercicio vacuo que, como decía, sólo puede promover una utopía global que acaba deslegitimando cualquier otra alternativa existencial que no se ajuste a la hegemonía del capitalismo corporativo.
Como ha ocurrido con otras ideologías milenaristas en el pasado, el camino hacia el cosmopolitismo capitalista tiene como contracara la persecución y aniquilación despiadada de todos sus enemigos, en cualquier sitio en el que se escondan y a través de cualquier medio. Esa es la excepcionalidad de las potencias civilizadas y "civilizadoras"; y esa, y no otra, debe ser nuestra mayor preocupación ahora mismo.

BEATRIZ SARLO: El kirchnerismo, los medios y la nueva derecha


A diferencia de otras publicaciones políticas, el libro de Sarlo, La audacia y el cálculo, es brillante. Los militantes kirchneristas tienen el deber de leerlo. En sus páginas hay mucho material para masticar antes que sus críticas puedan ser digeridas y respondidas. Por esa razón, recomiendo que se lea y se debatan sus ideas.

Sin embargo, no creo que la lectura del mismo por parte de los habituales antiK pueda ser de mucha utilidad. Todo lo contrario, el libro sólo puede servir para continuar enquistando el fundamentalismo antipopulista que profesan la mayoría de los lectores de La Nación y Clarín.

Una demostración de ello es la respuesta que tuvo hoy el artículo de Luís Majul en el diario de los Mitre. En breve, el artículo mentado sonaba más o menos a rendición. Era un reconocimiento, atragantado, de la derrota cultural que han sufrido los bienpensantes de siempre, debido a los importantes aciertos del actual “modelo. En la última frase, un poco para salvar los papeles, Majul realizó una suerte de admonición a la actual presidenta, pidiendo, como es habitual, un cambio de formas (dialogismo y consenso).

Dicho esto, y habiendo declarado mi entusiasmo con el libro del que estamos tratando, cabe preguntarse quiénes son los destinatarios de la obra. A diferencia de otras escrituras sobre la cuestión, da la impresión que Sarlo escribe especialmente para sus contrincantes políticos.

Intenta decirnos quiénes somos, qué pensamos, cómo lo hacemos. En breve, intenta trazar una suerte de genealogía de nuestra esperanza. Una genealogía que explique nuestro voto de confianza al kichnerismo. Y lo hace, con talento, dibujando las circunstancias y los cálculos que llevaron al ex gobernador de Santa Cruz a convertirse en Presidente de la República y acertar en el tramado y acumulación de poder, a partir de la asunción de un legado “progresista” que, según nos dice la autora, nadie había reclamado como propio hasta el 2003.

Sarlo reconoce, más allá de sus hipótesis de maquiavelismo político, que Néstor Kirchner supo interpretar el momento que vivía la Argentina y asumir un discurso de compromiso con sectores postergados por el Estado, en buena medida, además de la falta de voluntad política, debido a la imposibilidad de movilizar a la ciudadanía detrás de esas banderas, y un contexto internacional que parecía abocado sin desvío a una interpretación postpolítica de la realidad social de aquellos días.

Lo mejor del libro de Sarlo, más allá de su apuesta por un “progresismo” más auténtico, consiste en el intento por tender un puente que permita transitar el abismo, percibido cada vez con mayor acentuación como infranqueable por una parte de la ciudadanía, entre la militancia K y una parte de la oposición que se ha quedado pegada (un poco debido a la estrategia comunicativa del oficialismo, pero también por la llamada funcionalidad a la que esos mismos grupos han sucumbido al apuntarse, con ambigüedades que no resultan exculpatorias, a la carroza del “todo vale” contra el gobierno nacional).

En este sentido, el libro de Sarlo resulta hoy mismo imprescindible. Lo cual no significa que uno coincida con el análisis que realiza sobre algunas cuestiones fundamentales que son cruciales a la hora de marcar el terreno donde nos jugamos el debate. Por ello, de manera preliminar, quisiera ofrecer algunas ideas que ya han aparecido en otras entradas del blog.

En primer lugar, me gustaría decir dos palabras sobre el análisis que realiza sobre los medios de comunicación. Aunque es posible coincidir en algunos aspectos de su crítica en lo que concierne al estilo comunicacional inaugurado por programas como 6-7-8, al que dedica un extenso capítulo, parte de su argumentación insiste en representar el contenido mediático como el producto de una estrategia paranoica, o meramente manipuladora, que insiste en leer la historia de nuestro país (y Latinoamérica en general) de manera conspirativa. Es difícil, sin embargo, pasar por alto la sucesión de fraudes periodísticos a los que nos ha acostumbrado la prensa hegemónica. No voy a enumerar los casos. Me remito a las palabras de Sarlo quien, citando con aprobación a un colega nos dice que es comprensible y prudente no hablar contra la corporación que a uno le paga. En vista a que una buena parte del conflicto gira en torno a la política de medios, la confesión de Sarlo suena más a denuncia encubierta que a justificación.

Aunque es posible (desde cierta perspectiva) aceptar la existencia de una cuota de oportunismo en algunos productores, conductores, actores y contertulios que se han subido a la estrategia gubernamental, parece muy complicador articular una argumentación seria a partir de aquí. Adoptar una estrategia discursiva de estas características no hace más que divertir el núcleo del debate, que no es otro que los hechos puntuales que se denuncian, que en su mayor parte han sido directamente ignorados por eso que llaman “la corpo” mediática.

A esta altura del partido, creer con sinceridad que los grupos mediáticos hegemónicos no se encuentran comprometidos con una agenda política que responde a intereses corporativos que han colaborado en la corrupción de la democracia y amenazan con sustraer a la ciudadanía su poder decisoria es, cuanto menos, grotesco.

Pero no es casual que una intelectual como Sarlo se niegue a reconocer este tipo de evidencia. Como no se ha cansado de repetir el lingüista y activista político Noam Chomsky durante los últimos cincuenta años, aquellos que han ascendido a una posición de privilegio mediático, como en su caso, han aprendido a moverse con destreza dentro del marco en el cual han sido adiestrados a debatir. Aquello que sale de ese marco es interpretado, sencillamente, como algo de lo que no se habla, algo que se ignora rotundamente, algo frente a lo cual nos tenemos que hacer los distraídos.

Por supuesto, frente al éxito cultural del kirchnerismo (siempre frágil, como todo lo que ocurre en los actuales escenarios sociales), no está demás cierta prevensión. Cualquier hegemonía es, de un modo u otro amenazante para la verdad, y es fuente de exclusiones. En parte, porque lo político, es esencialmente una construcción que se funda en cierta forma de exclusión. En parte por conflictos de los que hablaremos internos de los que hablaremos a continuación. Pero ahora mismo, lo que importa es observar la resistencia que las transformaciones culturales están produciendo en los sectores tradicionalmente hegemónicos, que han impuesto, a veces a sangre y fuego, y otras veces con pan y circo, el relato maestro de nuestros imaginarios sociales.

Finalmente, y con el fin de cumplir con la promesa del título, quisiera decir dos cosas sobre algo de lo que ya hablamos en un post anterior y que Sarlo nos ayuda a observar con mayor claridad. Como dijimos hace bien poco, el debate interesante ahora mismo (especialmente en vista a la claudicación paulatina de los aspirantes a la sucesión presidencial) está ocurriendo, veladamente, dentro del mismo “conglomerado” kirchnerista.

Después de una aguda caracterización de lo que Sarlo, siguiendo a la politóloga Chantal Mouffe, llama “la nueva derecha", se pregunta hasta qué punto, aspirantes como Scioli o Massa no se ajustan al modelo que claramente representan políticos como Macri o De Narváez en nuestro país, o Sarkozy y Berlusconi en Europa. Esto le sirve a Sarlo para cuestionar el supuesto “progresismo” de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, aludiendo, más allá de las políticas promovidas, a la sostenibilidad de un hipotético modelo que se encuentra articulado por cuadros que sólo responden a la dirección tomada debido a la capacidad de conducción vertical de sus mentores.

Creo que esta es una discusión interesante a la que debería prestarse debida atención. Por un lado, tenemos los aspectos funcionales, el entramado de poder, que permite continuidad de gobierno a los cuadros formales. Por otro lado, tenemos la orientación ideológica. No cabe duda que, pese a la coherencia que ha tenido en algunos aspectos cruciales de su gestión, especialmente aquellos de contenido fuertemente identitario, el legado kirchnerista es simultáneamente, como afirma Sarlo, fruto de la audacia que llevó a Néstor Kirchner a la recuperación de convicciones para muchos olvidadas, y el cálculo ante los avatares de una nación enfrentada con vivacidad y a veces de manera crispada, a la transformación de sí misma en algo que había soñado ser, pero que siempre se le resistía.

LITERATURA POLÍTICA: Horacio González y James Neilson sobre el Kirchnerismo



En este post voy a referirme a dos libros: Kirchnerismo: una controversia cultural, de Horacio González; y el libro del periodista argentino-escocés (de acuerdo con su propia autodefinición), James Neilson, titulado Los años que vivimos con K. Mi intención no es ofrecer una reseña completa de los libros en cuestión. Lo que me interesa es ejemplificar la "literatura política" que en estos días ocupa un lugar tan destacado en nuestras librerías.

Por lo pronto, se trata de dos libros muy diferentes. En el primer caso, el tratamiento que realiza González sobre Néstor Kirchner y el kirchnerismo se propone como una reflexión sobre la creencia. González se pregunta a sí mismo y nos pregunta a quienes de un modo u otro simpatizamos con el actual gobierno, qué es lo que nos ha llevado a creer. Qué hay detrás de nuestra militancia. Qué es lo que sostiene nuestro convencimiento, pese a la multiplicación de denuncias, las acusaciones del carácter dictatorial del gobierno K, y las reiteradas profecías de catástrofe.

Enfundada en una prosa rica, sinuosa, abierta de manera esmerada a la fluidez de la historia que nos toca vivir. Comprometida con eludir lo meramente panfletario, la estultificación de los contenidos, la reificación de la verdad, González intenta, desde una filosofía de raigambre sociológica, dar respuesta al trasfondo del advenimiento de esa “anomalía argentina”, en palabras de Ricardo Forster, que ha significado para una militancia desilusionada, el advenimiento de Néstor Kirchner.

A través de un análisis cuidadoso del circunstancial y fragmentado ideario de Néstor y Cristina, y una fina sensibilidad para medir las palabras y los gestos, González nos propone regresar al entusiasmo sorpresivo que suscitó en 2003 el recién llegado a la Casa Rosada quien, debido a la traición política de su contrincante, Carlos Menem, debió asumir con el porcentaje cosechado en la primera vuelta electoral. De acuerdo con González, contrariamente a lo que sostienen sus más firmes opositores, el gobierno de Kirchner estuvo marcado desde el comienzo por la fragilidad, pero también por una lucidez. La de entender el don de la fortuna, la inesperada responsabilidad presidencial, como una ocasión para darle la vuelta a una historia que había amenazado con acabar para siempre con los mejores sueños y aspiraciones del pasado.

Pese al evidente talante kirchnerista, la escritura de González avanza con sigilo y de manera serpenteante a través de las ideas y de los hechos que refleja. Detrás de su encomio hay siempre exigencias. No se trata de un cheque en blanco y no siente opacada su creencia política cuando advierte los peligros que toman forma como fantasmas en el foro interno de los responsables directos y los militantes de la actual conducción. El pensamiento de González no puede ser utilizado como panfleto, aunque es un testimonio del compromiso honesto de un intelectual con la comprensión de su tiempo a la luz de sus más firmes convicciones igualitaristas y libertarias.

Muy diferente es el libro de Neilson. Se trata de una escritura apurada, decididamente panfletaria, definida por la inminencia electoral. Desde el principio hasta el final el empeño de Neilson es convencernos que nada bueno hubo en el mandato del matrimonio K. Organizado con aspiración omnicomprensiva de la gestión de ambos mandatarios, Neilson ofrece una ilustración despiada que no le hace asco a la mitología más burda del ideario antiK. Desde el comienzo, nos señala que existe una estrecha semejanza entre el fundamentalismo islamista y el autoritarismo de la pareja presidencial, y a lo largo de los capítulos reitera su estribillo condenatorio aludiendo a las semejanzas con otras dictaduras truculentas que ha conocido la historia. La diferencia con estas, en todo caso, es meramente de grado.

Su intepretación de la historia universal es de una arbitrariedad ofensiva al sentido común. Asistido por la tosca literatura liberal-conservadora de nuestro tiempo, se empeña en hacernos creer que cualquier crítica al status quo es producto de las actitudes rencorosas e irresponsables de los individuos. Como Vargas Llosa, a quien se empeña en citar de tanto en cuando, cree que las desigualdades y las injusticias, cuando conciernen a las sociedades capitalistas libres, son el resultado de la araganería de los pobres y su adictiva fascinación por diversas formas de populismo.

En el imaginario de Neilson, los K son autoritarios, rotundamente inmorales, decididamente ineficientes y peligrosos. Pero no son los únicos. Para Neilson, el mal que ha aquejado a este país desde siempre ha sido haberse creído objeto de una conspiración internacional para saquearlo. Según nos dice, todas las potencias mundiales y organizaciones internacionales se han sentido siempre muy apesadumbradas por los sucesivos fracasos de la economía argentina. Creer lo contrario es fruto de una visión paranoica de la realidad. La solución a los problemas del país, de acuerdo con Neilson, son el ajuste y la apertura irrestricta de los mercados.

Pese a que Neilson insiste en tildar a los K de idealista hasta el punto de acusarlos de ser aficionados a la filosofía de George Berkeley (de acuerdo con el periodista, los K han estado convencidos que bastaba con inventar un buen relato para eludir la dura materialidad de la realidad), la socarronería no ha hecho más que volvérsele en su contra. Un lector atento cae en la cuenta a las pocas páginas que la proeza del escribiente no ha sido otra que sumar ordenadamente, con destreza, los lugares comunes que todos conocemos, lugares comunes a los que todo buen antiK alude a la hora de tomar el té. El mundo que nos describe Neilson es, ahora sí, un mundo inexistente, un mundo que sólo puede concebir un espíritu reduccionista anglosajón, hijo fiel de esa tradición prodigiosa inaugurada por Berkeley, Hume y Locke.

En su relato, todo se reduce a individuos y psicología. La política democrática, para Neilson, no es más ni menos que la ciencia donde se congregan la economía y la ética. Todo lo demás, nos dice con fruición descubridora de otros mediterráneos, no es más que metafísica

Toda mención a las identidades nacionales es interpretada por el heredero escocés como signo de un primitivismo mal curado. Eso le permite mofarse de cualquier reivindicación soberana, lo cual lo lleva a recomendarnos encarecidamente, por nuestro bien, que aceptemos nuestro legado europeo y dejemos de pelearnos con nuestros fantasmas. Para Neilson, la patria es el campo, y la industria un invento populista que tiene los días contados.

Neilson es un neoconservador, que en muchos momentos suena con estridencia un fiel hijo prodigo de la corona. A través de sus páginas se vislumbra con claridad la admiración que le regala a los integrantes del panteón que honran los de su ideología. Pero aún así, Neilson insiste en promover un mundo des-ideologizado, un mundo sin fronteras, un mundo donde los científicos sociales al servicio de las corporaciones (que su relato con fidelidad periodística invisibiliza) determinen el rumbo de la economía, mientras los políticos adoptan un aire moralizante mientras sirven sus funciones notariales.

EL PAÍS QUE NO MIRAMOS



En esta entrada me gustaría decir algo sobre el actual momento político, pero quisiera hacerlo embarcándome para ello en algunas cuestiones no siempre evidentes desde la perspectiva incómoda a la que nos obliga el fragor electoral.

Para ello voy a referirme a la significación cultural del kirchnerismo a la luz del acelerado proceso de modernización institucional que ha retomado el país después de varias décadas de estancamiento, o incluso franco retroceso, en términos relativos, si tomamos como referente los avances de las décadas peronistas de los años 40 y 50.

Creo que esto es importante, especialmente si queremos eludir las interpretaciones superficiales que nos propone la prensa liberal a la hora de dilucidar lo que nos jugamos en algunos debates simbólicos como el ocurrido a propósito de la intervención de Horacio González respecto a Vargas Llosa.

Como era de imaginar, el aparato mediático ha hecho un esfuerzo enorme en presentar toda la cuestión como si se tratara de un ataque a la libertad de expresión. No cabe la menor duda que tiene buenas razones para ello. En Argentina, como en otros lugares de Latinoamérica, pero de manera pionera en nuestro país, se está apostando a una pluralización de voces que atenta con la concentración monopólica de la que gozan algunas corporaciones en nuestra región. La visita de Vargas Llosa no estuvo exenta de intencionalidad política. Lo que se pretendió, con mayor o menor efecto, es dar una vuelta de tuerca al estribillo de la dictadura K. Pese al absurdo de semejante cosa en las presentes circunstancias, los adalides de siempre han vuelto a las andadas y han inundado todos los rincones de nuestra realidad mediatizada con sus indignaciones en pijama

Ahora bien, no es sobre este tema específicamente a lo que me voy a referir. Lo que me interesa, como decía, es hacer una lectura menos superficial para entender una de las aristas de la discusión, de la cosa, del objeto por el cual nos estamos peleando. Y para ello voy a intentar ofrecer dos o tres intuiciones que se vienen barajando desde hace tiempo que pueden ayudarnos a echar racionalidad a la disputa.

Para ello nada mejor que enmarcar la situación política dentro de un contexto más amplio. Y en este sentido podemos decir dos cosas:

1. En un artículo reciente (“Nationalism and modernity”), Charles Taylor señala que los procesos de modernización institucional han sido y siguen siendo como una gran ola que avanza sobre diversas culturas del planeta. Estos procesos resultan, en buena medida, ineludibles. Aquellas sociedades que no se acomoden a ello parecen destinadas a su extinción. La economía industrial de mercado, el Estado organizado burocráticamente y ciertos modelos de gobiernos populares, son algunas de las características de las sociedades modernas que se han impuesto sobre las culturas aborígenes.

2. Pero eso no significa que la modernización cultural deba corresponder a priori a los modelos de las sociedades insignia que han promovido (muchas veces a sangre y fuego) la modernización institucional de las sociedades periféricas. El modo en el cual se resuelven en cada caso las cuestiones identitarias en lo que respecta a la modernización cultural es algo que depende, en buena medida, de la materialidad histórica sobre la cual se ejecuta el proceso de formalización modernizante. La materialidad histórica es, a un mismo tiempo, la posibilidad misma de la modernización capitalista y su resistencia. En ese juego entre materialidad y formalización institucional capitalista surgen diversas alternativas de modernidad. Nuestro país no es una excepción.

Ahora bien, estoy convencido que una de las características de nuestra tradición liberal ha sido su desprecio hacia la materialidad histórica de nuestro ser nacional. Eso se ha puesto especialmente en evidencia en la tradición sarmientina que ha inspirado una política idealista que ha vivido de espaldas a la realidad nacional, y por ello sometida continuamente a la amenaza de la intratabilidad de nuestra facticidad. El pueblo argentino ha sido y sigue siendo para esta versión política, una entidad que debe ser vencida, transformada, incluso erradicada por medio de la violencia más atroz, para que finalmente ocurra la esperada correspondencia con la idea.

Algo semejante ha ocurrido con algunas líneas tradicionales del socialismo y el marxismo argentino. En uno y otro caso, el idealismo subyacente ha llevado a las élites políticas, económicas e intelectuales a concebir una política civilizatoria por vaciamiento del pasado. Desde esta perspectiva conservadora, por ejemplo, el fracaso de las políticas educativas ha sido el no hacer del pueblo argentino otro pueblo, a imagen y semejanza de su otro idealizado, el pueblo europeo, del colonizador.

Modernizar, desde este punto de vista consiste, no sólo, como decíamos más arriba, en desarrollar aquellos aspectos institucionales ineludibles en la presente etapa del capitalismo planetario, sino además, renunciar a las peculiaridades materiales de nuestro ser nacional. Se trata de políticas miméticas, que fantasean con convertirnos en algo que no somos. Hay, por lo tanto, una negación de nuestra historia que se traduce en un cosmopolitismo vacío, lleno de lugares comunes con los cuales pretendemos superar nuestro ser originario.

En ese sentido, el discurso de Vargas Llosa a favor de una libertad definida exclusivamente en términos individualistas pone en evidencia una construcción identitaria que no pertenece a la esfera del históricamente oprimido, que aún se encuentra en combate por su reconocimiento diferencial.

Es en este sentido que hablar de nacional y popular no es una fórmula vacía, como pretenden algunos representantes liberales, sino una apuesta por permitir que los habitus locales articulen una voz no distorsionada frente a los procesos de transformación social que amenazan sus identidades o, aún peor, cuando esas identidades han sido diezmadas debido a la violencia y el saqueo, que las mismas puedan ser recuperadas. Por esa razón, creo que hace falta una cuota de cinismo muy alta para creer que se puede reducir el debate a los términos que impone el liberalismo. Además de las cuestiones de derecho (cuestiones como la libre expresión o el derecho de propiedad, etc.) existen cuestiones identitarias que son ineludibles porque apuntan a la dignidad humana, es decir, a aquello que nos define como tal o cual entre otros seres humanos. Cuestiones que el liberalismo, en su afán libertario (en muchos sentidos encomiable), parece empecinado en olvidar.

Es en este sentido que deberíamos festejar los profundos aciertos de quienes lideran actualmente el país. Aciertos que giran alrededor de la recuperación paulatina del debate acerca de quiénes somos, que no es otra cosa que un debate en torno a lo que queremos ser y el modo de llegar hasta allí.

Un debate de esta naturaleza nos impone una reflexión acerca de nuestra historia, de nuestras limitaciones, de nuestra facticidad. La política liberal en Argentina, y en Latinoamérica en general, siempre al servicio de intereses foráneos, ha sabido imponer su verdad a espalda de la verdad más evidente. Nosotros no somos europeos ni norteamericanos, ni pretendemos serlo.

SOBRE POLÍTICOS E INTELECTUALES. El flaco y José Pablo Feinmann


En esta entrada voy a referirme a media docena de páginas en el corazón del último libro de José Pablo Feinmann titulado El flaco. Diálogos irreverentes con Néstor Kirchner.

Llevo varias semanas leyendo a Feinmann. Apenas llegué a la Argentina me fui corriendo a la librería Guadalquivir y compré La Filosofía y el barro de la historia y el primer tomo de Peronismo: Filosofía política de una obsesión argentina. Dos obras que llevaba varios meses deseando, cuando aún estaba en Barcelona. No me decepcionaron. Poco después, siguiendo los consejos del propio Feinmann, compré un ejemplar de su Filosofía y Nación (1974, publicado en 1982, reeditado recientemente por Seix-Barral). Tampoco me decepcionó. Todo lo contrario.

Pero el propósito de esta entrada no es hablar sobre Feinmann. Lo que me interesa, como señala el título de esta entrada, es retomar, acompañando las páginas de El flaco, algunas reflexiones de las que hablé en una entrada anterior, titulada: “Sobre pensamiento utópico y política pragmática”.

Pasemos a los fragmentos prometidos de Feinmann.

Pero antes, permítanme bosquejar un contexto que muestre la urgencia (¿también electoral?) de reflexionar sobre estos temas.

La cuestión central puede plantearse más o menos de este modo: ¿Qué puede significar ahora mismo considerarnos militantes de izquierda?

Pero planteemos la cuestión de manera aún más afinada: ¿Tiene sentido adherirse a una noción (aparentemente) maniquea como aquella que aún divide, para gracia y desgracia de muchos, la política por medio de una nomenclatura como la de izquierda(centro)derecha?

Los neoliberales contumaces y los (¿ingenuos?) posmodernos nos vienen repitiendo con estridencia que la interpretación ideológica esta pasada de moda. Sin embargo, como ha señalado recientemente Beatriz Sarlo, la revuelta cultural kirchnerista parece haber ganado la batalla, y una buena parte de la ciudadanía, entre ellos los más jóvenes, no parecen dispuestos a renunciar a estos criterios que tienen a la mano para dar forma, para construir sus identidades, para proyectarse en el futuro.

Con una mezcla de socarronería muchas veces mentirosa, sus contrincantes políticos se imponen la difícil tarea de reprobar los supuestos modelos perimidos de interpretación de la realidad política. Difícil tarea, digo, porque en su rechazo del ideologismo, como bien señaló Habermas (hace casi treinta años), los neoliberales y postmodernos, ponen en evidencia su conservadurismo (su herencia de derechas). Entre otras cosas porque la derecha se afirma en la convicción de la facticidad de lo real. O, para decirlo de otro modo, en la obsesiva naturalización de la pobreza, la injusticia y la desigualdad. En cambio, la política de izquierdas, en cualquiera de sus versiones (algunas más sabias que otras), se caracteriza por su afán de transformación, de reforma, incluso de revolución.

En cierto modo, la expresión de la izquierda es una expresión de cambio. La realidad es así, pero podría ser de otro modo. La militancia de izquierda es, de algún modo, muchas veces ambiguo, problemático, el compromiso con el cambio. Y eso significa, lo queramos o no, un compromiso con la lucha. Una lucha que tiene como adversaria eso que los poderosos llaman “la realidad”, el status quo, lo que el poder ha convertido en el sentido común. Todo esto para preguntar (para empezar a pensar), cómo se construye una identidad de izquierda.

Por supuesto, todo esto puede resultar para algunos algo cuasipatético. No es fácil recuperar un discurso tan denostado en una época post-postmoderna como la nuestra, una época que aún se debate por darse nombre a sí misma, después de los intentos fallidos de convertirse en un rostro vacío al que le cupieran todas las máscaras. Pero, justamente, si algo hay que agradecer al Feinmann de La Filosofía y del Peronismo es su empeño extemporáneo: su obsesiva persistencia ética, política y filosófica.

Lo importante, en todo caso, es que hablar de una política de izquierdas nos obliga, de nuevo, a plantear la relación entre la utopía (revolucionaria) y la praxis política, entendida esta como pragmática política en una época en la cual el capitalismo triunfante ha estrechado los márgenes de acción hasta el punto de hacer inoperante cualquier noción de transformación radical, y obligándonos a adoptar, como bien señala Feinmann, una política exclusivamente “reformista” por descarte.

Por lo tanto, de lo que vamos a hablar es de la relación que existe entre la utopía y la acción política. O, para decirlo en otros términos (clásicos, aristotélicos), cuál es la relación entre teoría y praxis. O, lo que es casi lo mismo: cuál es la relación entre el filósofo (pensemos en Platón, Aristóteles, Hegel y Heidegger), y el soberano; entre el intelectual y el político.

Todas estas cuestiones han sido pensadas extensamente por Feinmann en las obras que hemos citado. Los capítulos dedicados a Heidegger y su relación con el nacionalsocialismo en La filosofía y el barro de la historia deben consultarse. Lo mismo hay que hacer con los capítulos sobre Alberdi y Sarmiento en Filosofía y nación.

Pero, ahora sí, pasemos a estas páginas que me empujaron al ordenador a contarles sobre El flaco. Transcribo el fragmento que me interesa. Dice Feinmann:

“La cuestión es así: a orillas del lago Tiahuanco, Castelli convoca a los indios de la región a una asamblea. Entonces les habla, fogosamente les dice sus más hondas verdades, las que dan sentido a su vida y a la expedición que lo ha llevado desde Buenos Aires a ese lugar remoto. Dice: “Os traigo la libertad. Estamos en lucha contra el yugo español. Os traigo las nuevas ideas. Las de Rousseau. Las de los Enciclopedistas. Las de la Revolución Francesa. España sólo puede daros el atraso, la oscuridad y el yugo de la tiranía. Yo os ofrezco la vida republicana y libre. ¡Elegid! ¿La tiranía o la libertad? ¿Qué queréis?” Según parece, los indios respondieron: “¡Aguardiente, señor!” Reflexiona Salvador Ferla: “Los indios escucharon a este tribuno porteño, ardiente y honrado como el Che, con la misma enigmática impavidez con que lo escucharían a éste 150 años después”. Lo que nos lleva al comandante Guevara.
“En su diario, el 22 de septiembre, el Che anota: “Alto Seco es un villorio de 50 casas situado a 1900 m de altura que nos recibió con una bien sazonada mezcla de miedo y oscuridad (…) Por la noche Inti dio una charla en el local de la escuela a un grupo de 15 asombrados y callados campesinos explicándoles el alcance de nuestra revolución”. Y, en el resumen del mes, una confesión dolorosa: “la masa campesina no nos ayuda en nada y se convierten en delatores.”
“Quedan, así, planteados (continúa Feinmann) los temas que separan y oponen a políticos e intelectuales. Castelli y Guevara son ejemplos nítidos de hombres cultos que emprenden una revolución bajo el imperio de sus ideas. No son pragmáticos, son idealistas.”

En cierto modo, la figura del político y el intelectual ilustrados por Feinmann, tiene algo de los “tipos” weberianos. Sin embargo, Feinmann no acierta completamente en su intento, porque los ejemplos por él elegidos, Castelli y Guevara, además de ser personajes instruidos, en cierto modo, teóricos de la revolución, son preeminentemente, “políticos revolucionarios”. De todas maneras, creo que lo importante va por otro lado, y tiene que ver con eso de lo que hablábamos más arriba: ¿Cómo construimos nuestra identidad de izquierdas?

Como decía, creo que esto tiene una enorme relevancia a la hora de pensar nuestro voto en las próximas elecciones. Porque si estoy en lo cierto, y estoy convencido de que lo estoy, las próximas elecciones nos enfrentan a la más importante elección que ha debido tomar el país en las últimas décadas. Posiblemente, la más importante decisión que hemos tomado desde la época de nuestra relativa independencia. Y aunque no argumentaré en esta entrada acerca de por qué razón considero estas elecciones tan importantes (lo haré si puedo en una entrada futura), ya viene siendo hora que nos hagamos cargo de lo que en esta elección está en juego, dentro y fuera del kirchnerismo, para nuestra país, en las presentes circunstancias. Y también, la significación que dicha elección tiene desde una perspectiva regional y mundial. Porque aunque nos digan lo contrario. Aunque nos repitan día y noche que lo único importante es acomodarse a las políticas del gran imperio y sus cohortes europeas, so pena de desaparecer de la historia, lo cierto es que las transformaciones planetarias están atadas, ineludiblemente, a las políticas nacionales y a los entramados que esas políticas construyen que, quien puede dudarlo, acaban dando a cada época histórica una forma peculiar de dominación y resistencia.

Por lo tanto, seamos concientes de este punto y eludamos el provincianismo que la derecha intenta imponer sobre el sentido común. Un provincianismo que peca de cosmopolitismo idiota o nos enceguece en lo que respecta a la trascendencia de nuestra historia local, convirtiendo toda la pugna política en una cuestión de adoquines y dobles manos.

El político pragmático, dice Feinmann, pretende someter a la razón a la realidad. Su misión (nos dice) es hacer respetar el “mundo”, la realidad. La realidad es eso que persevera en su ser, eso que hace difícil cualquier transformación. La realidad es el poder. Pero eso que llamamos el “mundo”, la realidad, no es una entidad inamovible e ineludible. El mundo se encuentra siempre sometido a mutaciones. Y esas mutaciones implican la posibilidad de que el mundo, la “realidad”, pueda, a su vez, ser más o menos afectada por la razón, por la política. La labor del político, señala entonces Feinmann, es medir las resistencias de lo real con el fin de transformarla.

El problema, sin embargo, es que una política definida exclusivamente en términos pragmáticos resulta de una peligrosidad extrema. El pragmatismo es una “filosofía” que se esmera en eludir todo compromiso identitario. Heredera del empirismo, el pragmatismo fetichiza la realidad, se esmera por liberar a la cosa del sujeto, entronándola en detrimento del propio sujeto. Eso se traduce en una política de derechas (en el sentido que aquí le estoy dando) una realpolitik, una política a favor del status quo, antiutópica, consagrada a la defensa de un sentido común naturalizado que acaba convirtiendo lo meramente étnico, histórico, particular, en ontología de lo humano, aunque esa ontología sea, en su expresión última, una ontología del vacío, una ontología del fin del hombre y la realidad.

Pero lo que necesitamos, justamente, nos dice una y otra vez Feinmann, es recuperar al sujeto para la política. Lo cual nos obliga, a su vez, a recuperar el mundo en el que despliega ineludiblemente su existencia. Pero dicha recuperación -seamos francos, no es fácil. Se trata de un tránsito afilado en el que se nos exige un difícil equilibrio.

Se trata de sortear los peligros en los que incurre el político que se empeña en un exceso de realidad. Lo cual lo acaba empujándo a una carencia de ideología. Por otro lado, se trata de sortear la actitud (¿pose?) idealista, meramente utópica, que hace del intelectual un iluminado que pretende accionar desde la razón sobre la realidad, por medio de violencias y violaciones que enervan y destruyen.

La propuesta de Feinmann es una suerte de camino medio. Dice Feinmann:

“Un intelectual deberá entender que un político tiene que negociar permanentemente, pactar, dialogar, conciliar. Pero… señalará que hay cosas que no se pactan ni se negocian. Ya que hacerlo es dejar de ser lo que se quiere ser. Y éste es el punto definitivo: ¿Qué queremos ser? (…) Un movimiento político debe decidir qué es –ante todo- lo esencial. Aquello que no se negocia. Aquello que no transforma al otro en el enemigo pero sí en un adversario cuya identidad no es la nuestra.”

CUERPOS MIGRANTES: Ser y no ser de este mundo.


(1)

Se sabe que la filosofía es “una reflexión del día después”. No sería completamente descabellado afirmar que no puede haber “filosofía de la actualidad”.
El pensar filosófico tiene por objeto: (1) aquello que se aprehende hipotéticamente como universal, y en consecuencia, resulta atemporal; y (2) aquello que se articula como discurso histórico.
En el primer caso, hablamos de una “filosofía de la presencia” (que no es lo mismo que una filosofía del presente, de lo actual, de lo que está pasando ahora mismo). El filósofo sabe que el ahora (político, económico, social y cultural) es mudo. El filósofo sabe que únicamente por medio de un relato histórico, por medio de una hermenéutica del ahora, que implica hacer al presente inteligible a través de una narración que invente y descubra su sentido, puede hacerle hablar al momento actual. Por eso hablamos de una “filosofía genealógica”, de una filosofía histórica.
Si nos referimos a los asuntos humanos, la “filosofía de la presencia” es una filosofía de lo hipotéticamente universal, de aquello que nos concierne a todos, independientemente de las épocas y las geografías.
Quienes se dedican a la antropología filosófica están obligados a ofrecer una explicación de lo diferencial de la existencia humana, de aquello que nos define como humanos, y eso implica ofrecer una explicación de las condiciones de posibilidad, de las características perennes de nuestra existencia que nos permiten categorizarnos a nosotros mismos en el conjunto X que incluye no sólo a los habitantes de las megalópolis modernas de la era tecnológica, sino también a sus contemporáneos que habitan las “selvas vírgenes” del África subsahariana o la cuenca amazónica, por un lado, y sus lejanos antepasados del paleolítico.
La genealogía, en cambio, intenta dar cuenta de las peculiaridades humanas. Se trata de definir a los seres humanos concretos que en tal o cual geografía, en tal o cual época histórica, entendieron y “practicaron” sus vidas de tal o cual modo.
Todo esto como introducción al tema que voy a intentar desplegar en este post. Tema al cual volveremos con insistencia en futuras entradas: las migraciones.

(2)

Lo que me interesa es acercarme a la cuestión filosóficamente. Es decir, voy a comenzar intentando pensar la cuestión migratoria adoptando una postura constructivamente desafiante ante la perspectiva de las ciencias sociales. El propósito es eludir la mirada objetivante devolviéndole a la cuestión su raigambre existencial. Con esto quiero decir que, si nos aproximamos al fenómeno desde la perspectiva exclusivista de las ciencias políticas, económicas y sociales, no podremos eludir aprehender la “cosa” en cuestión como un fenómeno “flotante”. Visto desde este punto de vista, las migraciones se reducen a ser un objeto al cual el Estado burocrático y las organizaciones corporativas de la economía capitalista deben prestar su atención con el fin de resolver de manera efectiva los desafíos que estas conllevan. Lo cual no es otra cosa que acotar los criterios de análisis en función de la ecuación costo-beneficio.
Sin desmerecer la relevancia que poseen los estudios de las ciencias humanas que guían las políticas de gestión es importante abordar el tema de modo que salgan a la luz aspectos que se ocultan a la racionalidad instrumental. De ese modo, devolvemos la cuestión a su ámbito “natural”, es decir, al “mundo de la vida”.

(3)

El título de la entrada dice: “Cuerpos migrantes”. Empecemos desanudando esta imagen.
En primer lugar, es necesario precaverse: hablar de “cuerpos” puede llevarnos a confusión. Cuando digo “cuerpos” me refiero a cuerpos humanos. No se trata de meros cuerpos físicos. Por supuesto, cuando realizo una cuantificación acerca de los nacionales bolivianos y paraguayos que entraron en territorio argentino durante el 2010, por ejemplo, lo que se cuentan son meras entidades físicas dotadas de un registro de procedencia (que acredita cierta documentación). Sin embargo, la cuantificación es la cáscara del fenómeno migratorio. Quienes cruzan la frontera son, además de entidades físicas, entidades biológicas y culturales.
Por lo tanto, tenemos ciertas entidades que se desplazan en el espacio físico (a través de la geografía natural y política), y que, debido a ello, interactúan con otras entidades biológicas, exponiéndose a sí mismas y a esas otras entidades a las mutaciones previsibles en lo que concierne justamente a su propio estatuto biológico, al tiempo que entablan relaciones comunicacionales con otras entidades culturales, que las exponen a modificaciones relevantes en su autocomprensión, al tiempo que exponen a sus interlocutores a alteraciones semejantes en sus respectivas construcciones identitarias.
Todo esto es más o menos obvio, pero vale la pena recordarlo con el fin de justificar un tratamiento del fenómeno que tome en consideración, no sólo los registros cuantificados que establecen variables en función de los datos que conciernen a la procedencia de las entidades en cuestión que definen a los sujetos en función de la identidad que viene de suyo a partir de su nacionalidad, sino que se haga cargo de su carácter. Es decir, que tome en consideración aquello que es producto de la actividad inmanente de los sujetos en cuanto agentes autointerpretantes.

(4)

De esto se sigue, que al referirnos a los cuerpos que son objeto de las políticas de gestión migratoria, a los que sometemos, por ejemplo, a las modernas tecnología de vigilancia y control, debemos tomar en consideración que dichas entidades son afectadas, no sólo física y biológicamente al convertirse en objetos de dichas tecnologías (pensemos en lo que implica denegar un permiso de ingreso o la aplicación de una política socio-sanitaria), sino que además afectamos, por medio de la implementación del control y la vigilancia tecnológica, la propia autocomprensión del sujeto.
Esto es importante porque nos permite reconocer las limitaciones constitutivas de las políticas de gestión migratoria que, como hemos dicho, acaban reduciendo la discusión a las variables costo-beneficio, desnaturalizando a las entidades involucradas para convertirlas en objetos discretos que resultan adecuados para el tratamiento que les otorga el subsistema estatal y la corporación capitalista.
Nuestro interés, por lo tanto, gira en torno al migrante en cuanto agente que se autointepreta. Es decir, nuestro interés gira en torno al ser humano, como hacedor de acciones sujetas a las prácticas valorativas (éticas) del propio agente que en su labor de autointerpretación va construyendo su identidad peculiar.

(5)

De aquí que podamos volver a la noción de cuerpo de la que hablábamos más arriba y agregar a lo ya dicho dos aspectos que resultan esenciales para nuestra discusión futura.
Por un lado, vamos a hablar del cuerpo como cuerpo viviente, como esfera de experiencia.
Por el otro lado, vamos a hablar del cuerpo como una entidad que va tomando forma a través de sus prácticas discursivas.
En el primer caso, reconocemos que los cuerpos de los que hablamos no son realidades absolutas, es decir, entidades de ubicación simple. A diferencia de los cadáveres humanos, los cuerpos humanos vivientes (también los cuerpos animales vivientes) se caracterizan por su relacionalidad inherente.
El cuerpo viviente es un cuerpo cuya frontera física se encuentra, de algún modo, siempre en disputa. El órgano visual, por ejemplo, el ojo que ve, se encuentra en cuanto órgano visual, necesariamente abierto a lo visible. Lo visible lo constituye en cuanto ojo. De ese modo, lo que hace del ojo un ojo y no una masa orgánica inerte, es lo visible, en donde el ojo define su función de ver. Lo mismo ocurre con cada uno de los sentidos en particular, y de la totalidad del cuerpo que es siempre tal en función de su habitación en un espacio físico.
Algo semejante podemos decir del cuerpo en relación con su aspecto biológico. Pensemos en la reproducción. El material biológico (el esperma y el óvulo) que se encuentran en el origen de la totalidad de los desarrollos celulares que darán lugar al cuerpo adulto, no pertenecen originariamente al sujeto en cuestión. Todas y cada una de las células del cuerpo propio, de “mi” cuerpo, tienen su origen en la alteridad. Pero además, en su función biológica específica de supervivencia y sustentación, el cuerpo biológico es constitutivamente dependiente de su exterioridad. En ese sentido, del cuerpo biológico tampoco podemos decir que tenga una frontera definida. La alimentación, la excreción, la sudoración, la eyaculación, etcétera, ilustran este extremo. En breve: el cuerpo biológico se encuentra en diálogo con su entorno. Se define como cuerpo en su relación con dicho entorno.

(6)

El otro aspecto del que hablamos gira en torno a la discursividad.
Aquí es donde entra en juego la noción de libertad. Porque es en el discurso, en el lenguaje, en la práctica autointerpretativa que caracteriza al ser humano donde encontramos el mejor lugar donde dar cuenta de la libertad. No voy a extenderme. He dicho en otro sitio muchas cosas a este respecto. Permítanme, sin embargo, que de manera sumaria explique lo que hay detrás de esta afirmación.
Podemos decir que la identidad humana tiene dos facetas. Por un lado, cuando hablamos del ente humano tomando en consideración su realidad física y biológica, decimos, por ejemplo, que tal o cual ser humano es de tal o cual nacionalidad porque constatamos que ha nacido en cierta locación o es descendiente biológico de tales o cuales personas, etc. Cuando interrogamos a la persona respecto a su nacionalidad esperamos que la misma pueda certificarla a través de una documentación. Ahora bien, para constatar que tal o cual persona es el titular al que se refiere el documento utilizamos una serie de tecnologías que tienen como fin último determinar que el cuerpo que tenemos delante es el mismo del cual habla la documentación. Las fotografías, las huellas dactilares, los análisis de ADN cumplen dicha función.
Sin embargo, el fenómeno identitario no puede reducirse a la cuestión física y biológica. El agente humano, como dijimos, además de estar sujeto a los determinantes consideradas, construye su yo por medio de las prácticas discursivas que hacen inteligibles sus acciones. El sujeto humano es una entidad cuya existencia pugna por encontrar e inventar sentido. O, para decirlo de otro modo, el ser humano es un animal cuyo horizonte se encuentra siempre más allá de su determinación biológica (aunque siempre dependiente de ella). Ese horizonte “trascendente” respecto a lo exclusivamente biológico, es el que dibuja la discursividad humana, es el ámbito del lenguaje, especialmente cuando el lenguaje tiene por objeto, no únicamente la instrumentalización del mundo, sino su expresión. Es decir, cuando además de elaborar herramientas que le permiten (en comparación con otras entidades vivientes) un tratamiento más efectivo de la realidad circundante, está abocado a la expresión de sí mismo y del mundo que le toca vivir con los otros.

(7)

Ahora bien, lo que pretendemos con esta introducción, como dijimos, es comenzar a analizar la cuestión de la migración de manera integral. Hemos visto, en primer lugar, que debemos mantener una actitud sospechosa frente a las políticas de gestión migratoria en vistas a que, como ellas mismas se presentan, se trata de políticas que necesitan desnaturalizar el fenómeno en cuestión con el fin de hacerlo factible de tratamiento para el modelo reduccionista.
Aquí el reduccionismo consiste en hacer del agente humano un objeto adecuado a las tecnologías de vigilancia y control de la población en detrimento de aspectos cruciales del agente humano que giran en torno a su dignidad. Con esto hago referencia, en línea con lo que veníamos diciendo más arriba, a las consideraciones en torno a lo que de suyo se le debe para la plena persecución de su realización qua humano.
El migrante es un sujeto que en su acción de migrar (como en toda acción humana) pone de manifiesto su compromiso con la realización de su persona. En su decisión de migrar entran en juego, además de las circunstancias del caso, una serie de juicios que tienen como trasfondo el horizonte de ideales y bienes que estructuran y dan forma al relato identitario del individuo en cuestión.

SOBRE EL PENSAMIENTO UTÓPICO Y LA POLÍTICA PRAGMÁTICA


En este post me referiré a dos cuestiones. Por un lado, me gustaría decir algo sobre el "neocomunismo". En este sentido, me parece que la discusión que está teniendo lugar en ese marco plantea una serie de problemas muy interesantes que pueden ayudarnos a dar forma discursiva a la confrontación entre los reformistas débiles y los reformistas estructurales que se está planteando ahora mismo en el seno del kirchnerismo.

Por otro lado, me gustaría que abordáramos una cuestión ilustrativa: la seguridad (frente a la delincuencia común y el crimen organizado), que se ha convertido en un punto central, no sólo en el reproche opositor al gobierno K, sino, también, uno de los asuntos claves que dividen las aguas en el seno del propio kirchnerismo, y que puede darnos alguna pista acerca de lo que se cuece en la olla de donde saldrá el plato de donde todos comeremos.

Reitero: me refiero a la seguridad como ilustración que puede clarificar la naturaleza ideológica del paradigma del reformismo débil, que en vista a su pragmatismo y su centrismo electoralista, siempre corre el peligro de reproducir las tesis de las llamadas "derechas liberales", haciendo finalmente indistinguible (o sólo distinguible desde el punto de vista de una cierta estética) las opciones políticas de los votantes.

Ahora bien, para hablar del "neocomunismo" es necesario hacer una muy sucinta referencia a los problemas globales, nacionales y locales que nos aquejan. Hemos hecho esto en otros artículos. Por ello, rogamos al lector que visualice y rememore algunos de los desafíos que la maquinaria mediática ha archivado en los últimos años para dar rienda suelta a la fascinación que ha causado el descalabro financiero. En breve: me refiero a cuestiones centrales que nos conciernen a todos. La ecología, el hambre y la guerra, que de manera sintética nos esclareció en su momento George W. Bush cuando en una de sus ilustres intervenciones sentenció: "en el año 2020, el mundo estará sumido en un conflicto permanente por el aire y el agua".

Frente a este panorama, se ha vuelto a desatar el debate en torno al comunismo en el cual lo más significativo es (sigue siendo) la posibilidad de enfrentar el juicio definitivo de nuestra época, que ha logrado cerrar el horizonte de nuestras alternativas existenciales. Por supuesto, hay muchas maneras de decirlo. Una de ellas: el capitalismo (más o menos humano) es la única opción del homo sapiens sapiens. Y con ello, la confrontación política (e ideológica) queda reducida a establecer los criterios que definen en el seno de esta visión del hombre, la naturaleza y la historia, las posiciones que convierten a ciertos actores en progresistas, en neoconservadores, y en toda la gama de posiciones intermedias que tenemos a la vista.

Hablar de neocomunismo (es decir: volver a hablar de comunismo), como decía Badiou recientemente, implica, hoy, volver a pensar filosóficamente el capitalismo. Por supuesto, la palabra “comunismo” (en buena medida “proscrita” a partir de 1989), no deja de ser para nosotros sino un significante vacío (Laclau) que hace referencia a los malestares “radicales” de un modelo existencial que combina en su seno la aspiración a los goces paradisíacos que provee el privilegio y el glamour, y la más horrorosa de las secuelas de exclusión que ha conocido la historia de nuestra especie. 

Hablar de neocomunismo significa, en primer lugar, tomarse en serio el hecho incontestable de que la apuesta capitalista que prometía acabar con el hambre y el miedo en el planeta, en su carrera triunfalista hacia la hegemonía absoluta de nuestros imaginarios, ha fabricado más desperdicios humanos que ningún otro sistema imperante en nuestro mundo desde su origen. Por lo tanto, el debate neocomunista consiste, en breve, en atreverse a pensar el capitalismo, ahora que el capitalismo, como una esfera parmideana, parece no tener ya un afuera.

Por supuesto, no es únicamente alrededor del comunismo que se debaten estas cuestiones. Otra de las discusiones interesantes en el seno de la cultura del Atlántico Norte que en los últimos años se ha interceptado con el debate del neocomunismo a través de la labor infatigable de dos de sus más prestigiosos exponentes, Slavoj Zizek y John Milbank, es la que gira en torno a la naturaleza del cristianismo, de su catolicidad, leída desde la radicalidad de su “socialismo” primitivo.

Pero dejemos esto para otra ocasión. Lo que me interesaba evidenciar, en todo caso, es que existe una discusión de fondo. Y esto, para que podamos visualizar, aunque más no sea tras las penumbras del “marco inmanente” (Taylor) de la globalización contemporánea, “la utopía”, es decir, el lugar del afuera del capitalismo, sea en clave trascendente, o como una trascendencia en la propia inmanencia, que se articula de manera escatológica, a partir de una negación, de un "no", que es el "no" a esta forma mercantilizada de existencia que, como ha señalado en su momento con maravillosa claridad Karl Polanyi, es una anomalía en la historia de nuestra especie: la creencia de que la vida social debe estar sometida al mercado, al convertir el trabajo (al propio ser humano), y la tierra (la naturaleza) en commodities.

Dicho esto, pasemos a la periferia, al pensamiento desde la periferia, como insiste José Pablo Feinmann. Es decir, pasemos al debate que llevamos a cabo aquí aquellos de nosotros que hemos sufrido, o nos hemos beneficiado, con nuestra histórica situación “neocolonial”.

Desde el punto de vista circunstancial, se trata de visualizar lo que nos jugamos en este año electoral, las opciones “reales” y “utópicas” que tenemos a la vista. Lo que nos jugamos ideológicamente, y lo que pragmáticamente tenemos “a la mano”. Es decir, visualizar nuestros ideales y nuestras herramientas. 

Para hacerlo, como advertí, voy a tomar un tema candente, la seguridad, y utilizarlo como punto de partida para realizar una reflexión acerca de lo que nos jugamos en cada caso. 

Pero antes permítanme que clarifique que quiero decir con la palabra “seguridad” y que realice una breve disgresión que apunta a desanudar los usos que la seguridad ha tenido en las últimas décadas como mecanismo discursivo de control social. Es decir, de qué modo el miedo se ha convertido en el principal elemento de coacción política frente a un electorado sujeto (sometido) al poder corporativo.

En principio, aquí en Argentina, cuando nos referimos a la seguridad nos referimos a aquello que nos concierne frente a la delincuencia común y al crimen organizado (ej. el narcotráfico). En otras latitudes, y durante las últimas décadas, los problemas de seguridad hacían referencia a las amenazas terroristas (terrorismo internacional, como suele llamarse al terrorismo de corte islamista; o terrorismo local, como ocurre con los diversos movimientos de liberación nacional).

Como decía, aquí en Argentina, la cuestión de la inseguridad gira en torno a la delincuencia común y el narcotráfico. Entre ambos problemas, los analistas establecen de manera infatigable un nexo que hace muy compleja la situación. Por supuesto, nadie niega las causas sociales, políticas y económicas que subyacen el crecimiento de la delincuencia: los procesos de alienación y fragmentación social, fruto de políticas liberales articuladas en torno a la despiadada aplicación de recetas económicas neoliberales. 

Sin embargo, pese a tener a la vista el origen último de la delicuencia y el narcotráfico (consecuencias “lógicas” del modelo existencial capitalista que se alimenta de la exclusión y la aspiración descontrolada de goce y de glamour), las recetas que se ofrecen para abordar el problema son variadas y contrapuestas.

Nadie duda que es necesario, en primer lugar, tratar la patología en “urgencias”, lo cual implica, por ejemplo, implicarse en una política disuasoria apropiada para evitar la sangría constante que se está produciendo. Sin embargo, el reformismo débil, como en otras latitudes, tiende a menospreciar o a enfriar el debate en torno a las causas últimas. Se desentiende de la exclusión y ofrece en compensación un elaborado discurso que se alimenta de la experiencia traumática que produce la inseguridad para exigir soluciones cortoplacistas. 

El reformismo estructural, en cambio, se empeña en una descripción (objetiva) de la evolución del problema con el fin de encontrar una solución que tuerza la dirección de la historia para “redimir” (Benjamin) el pasado a través de un presente que rescate al excluido de su alteridad radical. Se trata, en última instancia, de definir una política social que se tome en serio el carácter excluyente de nuestro modelo de desarrollo al cual debimos (casi necesariamente) rendirnos frente al descalabro heredado, abocados, al mismo tiempo que desarrollamos nuestra labor instrumental, a mantener vivas nuestras aspiraciones “utópicas”; o rendirnos, como ha hecho el progresismo europeo, el reformismo liberal, al veredicto de muerte que ha clamado el neoliberalismo, al categorizar de facto la exclusión como un “daño colateral” ineludible en la larga marcha hacia la plena hegemonía corporativa que nos propone el capitalismo.

Esto nos lleva a lo siguiente: todo hace preveer que la verdadera discusión ahora mismo en Argentina, no se da entre los partidos opositores y el gobierno, sino más bien entre las diversas concepciones de lo real que pugnan por la articulación discursiva de nuestro presente y nuestro futuro dentro del propio aparato gubernamental. Deberíamos, de ahora en más, poner más atención a lo que aquí se cuece, como decía, en vista del fracaso de cualquier otra alternativa fuera del planeta kirchnerista.

¿PESE O GRACIAS AL KIRCHNERISMO?


Hace sólo un año, algunos de los "ilustres" analistas que hoy reconocen el acelerado crecimiento de la economía argentina y se esfuerzan por desconectar los éxitos relativos logrados por el proyecto político kirchnerista, sostenían que Argentina se iba al carajo. Me acuerdo con cierto cariño de esos días aciago en los que era posible confrontar las profecías catastrofistas de los gurúes que nos ponían peliagudos anunciándonos la muerte del cordero con los datos “duros” de la realidad macroeconómica. Ni tontos ni perezosos, los analistas en cuestión se deshacían de un plumazo de nuestra argumentación haciendo vagas referencias al INDEC o exasperados nos señalaban con desdén como kirchneristas supersticiosos, como fánáticos K, ciegos al caos que se avecinaba.

En fin, esos días han pasado sin pena ni gloria, dejando a su paso un reguero de mentiras de las cuales aún se hacen eco los más desinformados. Los gurúes, por su parte, sabedores de las evidencias ahora incuestionables, silenciosamente, han ido mutando su discurso para acomodarse a los signos ahora ineludibles de desarrollo que hace algunos meses negaban rotundamente.

Ayer, decían: "Argentina se desliza sin desvío hacia un abismo, debido al empeño populista de la clase dirigente K". Hoy, en vista a la innegable contundencia de los datos, la discusión se plantea de otro modo. "Crecemos, nos dicen, pero no podíamos hacer otra cosa. Crecemos pese a los K, no gracias a ellos."

Este arrebato de raciocinio materialista, determinista, cuasimarxista, pretende abstraer de la historia todo voluntarismo político.

Para estos analistas, el crecimiento que vive Argentina es producto de la ciega imposición de las leyes naturales del mercado, que en la encrucijada de este comienzo de milenio ha favorecido a los mercados emergentes, mientras las economías tradicionales que lideraron el impulso de crecimiento planetario se ven enfrentadas a una acumulación crítica de factores desfavorables, debido a problemas estructurales económico-financieros que amenazan los equilibrios socio-políticos de nuestros admirados mentores.

Por supuesto, ideas de este tipo no son nuevas en la historia de nuestro país. Recuerdo con especial "simpatía" el modo despreciativo en el cual, durante mi niñez, los antiperonistas recalcitrantes hablaban de las transformaciones políticas, económicas, sociales y culturales llevadas a cabo por el peronismo de la primera época.

Lo importante para estos analistas es dejar en claro que todo lo malo que está ocurriendo en la patria se debe al carácter despótico, ilegítimo de la actual gobernación del país, ocupada exclusivamente en amasar poder a cualquier costo, al tiempo que se invisibiliza cualquier consideración ideológica que otorgue validez ético-política al proyecto que promueven.

Para adoptar una lectura de este tipo es necesario distorsionar el análisis removiendo del mismo, como decíamos, toda consideración ideológica respecto a la promoción de condiciones secundarias que hayan colaborado en la potenciación de las causas coyunturales de crecimiento.

Pongamos un ejemplo.

De acuerdo con este relato, el desarrollo económico, ahora innegable, se encuentra conectado con la actualización relativa del potencial regional latinoamericano. Pero esta actualización relativa no está ligada de modo alguno, nos dicen, a la feliz coincidencia en la implementación y compromiso de concertadas políticas latinoamericanistas por parte de algunos gobiernos de la zona.

Estos analistas, aun cuando conceden importancia al desarrollo regional, se apuran a agregar que en modo alguno dicha importancia ha sido promovida voluntariamente por los gobiernos de turno, que con ello han dado la espalda a la perversa tradición neocolonial de fragmentación continental que han practicado los “gobiernos cliente” de otras épocas.

En este sentido, la relevancia internacional de Argentina nunca ha sido más consistente y prometedora. Esta presencia de Argentina en el mundo concuerda con una postura de relativa independencia adoptada respecto a cuestiones que históricamente eran decididas en términos obsecuentes, en consideración a los intereses de las potencias a las cuales habitualmente rendíamos nuestra pleitesía.

Desde el comienzo, el mandato Kirchnerista ha estado dirigido (pese a las abundantes críticas que el archivo saca a relucir con tremenda obstinación) a afianzar lazos comunitaristas con los pueblos hermanos de Latinoamérica, convirtiéndose, junto a Brasil y Venezuela, en uno de los principales promotores de la materialización institucional de los potenciales integradores en la cultura, la sociedad, la política y la economía, que la ruptura del paradigma de la globalización unilineal ha traído consigo.

Argentina, como otras potencias emergentes, se encuentra abocada a la tarea de construcción de una modernidad alternativa. Eso significa, por un lado, la promoción de los factores funcionales, operativos de la modernización, a los cuales estos analistas conceden absoluta relevancia. Pero también, el descubrimiento e invención de trazos peculiares de su modernización cultural.

No cabe la menor duda que el liberalismo y el neoconservadurismo latinoamericano tiende a confundir la modernización cultural y societal. Estas perspectivas pretenden que el honorífico “sociedad modernizada” a la que aspiramos, necesita, además de cumplimentar con los criterios operativos y funcionales de la modernización, adoptar las formas culturales de las sociedades del Atlántico Norte (sea en su versión estadounidense o en su variedad anglocontinental).

El kirchnerismo, en este sentido, forma parte de un movimiento nacional (y regional) que se encuentra abocado a interpretar y conducir una forma de modernización alternativa. El liberalismo y el neoconservadurismo local, insiste en leer nuestras peculiaridades culturales como signo negativo respecto a la modernización societal.

En consonancia con otros movimientos emancipadores latinoamericanistas con los cuales aspira a la invención de una soberanía regional, el kirchnerismo ha sido un factor ideológico imprescindible para esta nueva etapa.

Pese al desorden aparente de su advenimiento, se encuentra asociado a todos los movimientos emancipadores de nuestra historia, y se define en contraposición a los movimientos pseudocolonialistas que han urdido discursiva y activamente la fragmentación del continente a favor de relaciones carnales privilegiadas con las potencias hegemónicas en cada época histórica, y en detrimento del ejercicio efectivo de la soberanía popular.

Cualquier análisis que no tome en consideración estas cuestiones cruciales de nuestra época, o bien peca de una profunda incomprensión histórica, o bien está asumido como propaganda concertada para poner coto al desarrollo y mutación de la subjetividad sudamericana, abocada con fuerza a descubrir e inventar una nueva identidad para este nuevo siglo ya nacido, que ahora comienza a dar sus primeros pasos.

COINCIDENCIAS IDEOLÓGICAS



Hace unos días entrevistaron a Marcos Aguinis. Sin pelos en la lengua, el tipo animó al Estado a entrar a sangre y fuego en Villa Soldati y otros lugares conflictivos tomados por los pobres, y quiso ilustrar la recuperación violenta de los predios haciendo referencia al “gran Brasil” (la expresión es suya). Ni tonto ni perezoso (a diferencia de su entrevistador), interrogó a su anfitrión acerca del modo en que Lula se hizo cargo del problema: ¿Entraron repartiendo flores? No, claro que no, dijo el novelista “liberal”. Entró a sangre y fuego. Y por supuesto que murieron inocentes. A quién puede caberle alguna duda que así fue. Lo importante es que se hizo lo que se tenía que hacer - sentenció.

¿Está diciendo Aguinis que hay momentos que exigen de nosotros el sacrificio de los otros?

Ayer, el exdictador Jorge Rafael Videla ofreció su alegato ante el tribuntal que lo juzga en la ciudad de Córdoba por delitos de lesa humanidad. Videla se defendió de las acusaciones haciendo referencia a las motivaciones de sus enemigos. De acuerdo a Videla, el accionar represivo de las fuerzas armadas había sido reclamado por la sociedad civil en vista a la amenaza marxista que se cernía sobre la nación. De acuerdo con este relato, la Unión Soviética y su satélite, la Cuba castrista, estaban detrás de las insurrecciones guerrilleras.

En síntesis: las torturas, los secuestros de niños, la desaparición de personas (sus cadáveres), la privación ilegítima de libertad, las violaciones y abusos de todo tipo, es decir, todos estos delitos aberrantes y, desde su propia perspectiva, gratuitos, podían justificarse si uno tenía en cuenta que los enemigos tenían el propósito de asaltar el Estado para transformarlo en una dictadura marxista.

De nuevo nos encontramos con una lógica curiosa. Entre las víctimas, hay aquellas que eran inocentes de los crímenes perseguidos por los dictadores. Ellas también merecían ser sacrificadas en nombre de la cruzada emprendida: Una guerra justa, sentenció Videla.

El expresidente Duhalde no escapa a esta lógica del terror. Con cierto énfasis desmedido, atento a las posibilidades electoralistas, pretende que el principal problema de la Argentina de hoy es la ausencia del Estado, y con ello, la anarquía y la inseguridad que reina en su geografía. Nos ha regalado con ello una resuelta justificación del uso de la fuerza del Estado para atizar entre los ciudadanos el razonamiento de linchamiento social que su socio político del momento promueve desde el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Parafraséandolo, sentenció: El Estado tiene que aprender a matar cuando hay que matar.

Estas coincidencias son mucho menos coincidencia de lo que uno podría creer. Desde tiempos inmemoriales sabemos que el modus operandi más efectivo a la hora de recavar votos y apoyos populares con facilidad es a través de la promoción del miedo y los más bajos instintos de la población. Si los argentinos cayeran prisioneros de esta lógica no sería la primera vez que un pueblo actúa en contra de sus propios intereses. La historia argentina es una anécdota interminable que ilustra esta situación.

Sin embargo, téngase en cuenta que la Argentina de hoy tiene en su acervo una experiencia que pocos pueblos tienen a su disposición. No me refiero a la dictadura militar. Época espantosa de nuestra historia. Quizá, lo más ilustrativo de nuestra historia institucional fue lo ocurrido en el 2001.

Sabemos que los Duhalde y los Macri y los Aguinis jamás pusieron en duda la legitimidad de las instituciones internacionales, las entidades bancarias y financieras y la complicidad política en uno de los fraudes más pornográficos de la historia contemporánea.

Millones de argentinos vieron como se les robaban sus ahorros sin que nadie hiciese nada para protegerlos. El país fue lanzado al abismo del caos y la pobreza sin que nadie moviera un pelo.

El Duhaldismo y el macrismo, dos retoños del menemismo noventista, tienen las prioridades muy bien definidas en lo que respecta al lugar que le otorgan al pueblo en la construcción de la patria.

Ellos representan a otros intereses, en franca oposición con los de la más amplia mayoría ciudadana. Sin embargo, nada de esto puede ser explicitado sin que produzca una suerte de revulsivo en el electoral. Por lo tanto, como ha ocurrido desde siempre, la manera de ejercer su populismo descarado es ir a buscar al votante atemorizado y rabioso que pide sangre, ese monstruo feo que todos llevamos dentro y que la educación (al menos eso es lo que quisiéramos) debería estar dirigida a dominar.

Es muy curioso y edificante saber que Marcos Aguinis fue secretario de educación en la época de Menem. Es un dato que dice muchas cosas. Lo emparenta a ese otro gran actor catastrofista (Abel Posse) que presidió durante unas pocas semanas la cartera de educación en el gobierno de la ciudad de Buenos Aires en la presente administración de Macri.

MACRI, DUHALDE Y LA UNIÓN SUDAMERICANA


Hace algunos meses la principal denuncia de la oposición al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner era su crispación, ahora el macrismo y el duhaldismo, en una fuga desesperada hacia adelante, intentan hacer cómplice de la violencia de Estado a toda la ciudadanía.

El discurso violento, sin embargo, no es más que una vuelta de tuerca de un escenario incendiado que se viene promoviendo desde hace ya muchos años. La furia “descontrolada” de los políticos opositores, periodistas y ciudadanos de a pie identificados con la ideología corporativa, ha sido una constante en el enfrentamiento dialéctico de los últimos años.

Nada de esto debería sorprendernos. Sin embargo, los acontecimientos en Villa Soldati, y el estado de opinión imperante en una parte de la población que ha sacado a la luz rasgos xenófobos y racistas que se creían superados, ponen de manifiesto una herencia cultural preocupante en lo que concierne a la pujanza del proyecto de unión sudamericana que inspira, alimenta y empuja las políticas estratégicas, económicas y culturales de la mayoría de los Estados miembros de la región.

La lucha ideológica se renueva, como antaño, entre las élites neoconservadoras de la región, volcadas exclusivamente a la apertura de dominios de crecimiento sectorial que no por ello expongan a las élites al trance de difuminar los mecanismos de privilegios que los protegen, al tiempo que promueven una cultura de beligerancia ante el igualitarismo y la libertad so pretexto de que dicha cultura debilita los lazos sociales y las perspectivas de crecimiento que ahora se abren a la región debido, sostienen, a contextos meramente coyunturales; y los movimientos populares de masa que de manera desordenada intentan interiorizar una nueva dignidad que surge del reconocimiento mestizo y diferencial respecto a las sucesivas metrópolis que han marcado el paso de nuestra política desde el inicio mismo de nuestra andadura, sometiendo a la población a estrictos exámenes cuasi-eugenésicos a la hora de otorgarles o privarles de participación real en la construcción ciudadana.

El desprecio al extranjero de nuestro continente, al que se le tilda de inmigrante de mala calidad y se le acusa de algunos de los males que aquejan a nuestra sociedad (desempleo y violencia) no es un producto novedoso en nuestra historia. Sin embargo, en vista a lo novedoso de nuestras circunstancias continentales, debemos precavernos de lo que implica un discurso electoralista al estilo de Macri y Duhalde (candidatos presidenciales) para el proyecto regional.

¿Podemos esperar que las estrategias electoralistas del macrismo y el duhaldismo, inescrupulosos a la hora de utilizar la xenofóbia y el racismo arraigado de nuestra sociedad, no tengan efecto en el debate continental de integración iniciado con ímpetu a comienzos de este siglo? ¿Podemos confiar en candidatos que aún coquetean con un esquema geopolítico devaluado, en el cual Argentina sólo cumplía un rol periférico, ahora que empezamos, de la mano del resto de sudamérica, a forjar una voz propia que nos impone como protagonistas ineludibles en el debate en torno al futuro del planeta que habitamos?

De nuevo, hago un llamado a los votantes del PRO y otras formaciones afines a repensar su estrategia militante de manera patriótica, ofreciendo alternativas reales, en contraposición a discursos encendidos que están regresando a nuestra patria a lo peor de su pasado.

EL MACRISMO




En primer lugar, permítanme que ofrezca mis credenciales. No soy Kirchnerista, pero banco al actual gobierno de la presidenta Cristina Fernández. Punto. Creo que se ha hecho más a favor de la Argentina en los últimos 7 años que todo lo que se hizo por nuestro país desde la época de Juan Domingo Perón. No soy peronista, pero es cuanto menos miope no darse cuenta de la importancia que tuvo el peronismo de Perón en la construcción de nuestra identidad de extensa clase media relativamente educada y con pretensión de ascenso social. Quienes niegan ese reconocimiento deberían hacer memoria y ofrecer una respuesta a la política confiscatoria de futuro que siguió a la mal llamada “Revolución Libertadora”.

Sin embargo, lo que me interesa en esta nota es hablar del macrismo. No me refiero al PRO. Puede que en el PRO haya muchos despistados que aún no han caído en la cuenta del talante moral de algunos de sus dirigentes. Me refiero al macrismo, ese modelo político (o antipolítico, como más les guste) que nos ha regalado el ingeniero Mauricio Macri para que nada nos falte en nuestro rico museo local de los esperpentos.

Ayer, con un poco de aburrimiento por lo reiterativo del espectáculo, estuve leyendo lo que está ocurriendo en Italia. Berlusconi, ese otro monstruo paradigmático de la política europea, se enfrentaba a los parlamentarios de su país que se esfuerzan por echarlo del gobierno. Pero no pudo ser. Las mentiras y bravuconadas de Berlusconi tienen la extraordinaria virtud de encender adhesiones patoteras entre sus seguidores. Todos en el mundo sabemos que Berlusconi es un personaje decadente, un bufón poderoso que se relame manipulando a los votantes por medio de su emporio mediático. Todos sabemos que ha convertido a Italia en una juerga de mal gusto, que ha convertido la cultura política de su país en un circo. Una y otra vez aparece en algún show televisivo para hacer reír a los tele-espectadores con sus explicaciones desopilantes y caraduras cuando se lo descubre en flagrante delito.

Nosotros tenemos un personaje semejante en Argentina. Se llama Mauricio Macri, quien tiene el alto honor de haber convertido al macrismo en una suerte de berlusconismo a la criolla. Basta con escuchar dos minutos y medio al señor Rodriguez Larreta, uno de sus alfiles más destacados, para comprender hasta qué punto la política de la ciudad de Buenos Aires se maneja con códigos de indecencia berlusconiana.

Ahora bien, no todo es oscuridad. El macrismo ha traído consigo un llamado de atención a nuestros compatriotas que debería tomarse cuidadosamente en serio. La vaciedad del proyecto político del macrismo, vaciedad con la cual ganó las elecciones de hace tres años con 60% de los votos, nos recuerda el peligro que entraña una democracia de pandereta televisiva. Lo peligroso que es ponerse en manos de los monigotes que ensalza el poder corporativo. Lo que hay detrás del macrismo, como ocurre con el berlusconismo, es exclusiva voluntad de poder.

Recuerdo hace algunos años, cuando estudiaba la obra del filósofo escocés Alasdair MacIntyre la impresión que me causó su análisis sobre el aspecto nietzscheano ineludible detrás de las estructuras weberianas de la modernidad. MacIntyre decía que al fin de cuentas, hay un pathos nihilista en la concepción gerencial de la realidad que se pone de manifiesto en aquellos que van hasta el final de su lógica eficientista.

Aquí la palabra "eficiencia" no significa hacer las cosas de la mejor manera posible en vista a los recursos disponibles, como quisiéramos creer. No. Como la historia administrativa ha constatado en las últimas décadas, un buen gerente postmoderno es aquel que sabe cómo llevar a la quiebra a una ciudad, a una empresa, a una gran corporación, cuando los cálculos de dicha quiebra favorecen a sus padrinos. No se trata del "buen gerente" de antaño, aplicado a la construcción de una empresa. El gerente paradigmático de nuestro tiempo se caracteriza por una sóla virtud: la inescrupulosidad. Sabe que debe hacer oídos sordos a todo lo que se ponga en su camino. Lo único que cuenta es el poder por el poder mismo.

Los votantes deberían ser conscientes que el macrismo tiene interes en hundir a la ciudad autónoma de Buenos Aires en un caos. Lo que es necesario discernir es cuáles son los objetivos puntuales que en cada caso pretende conseguir con ello. Aquí el entramado es complejo. Hay muchos intereses en juego. No sólo los electorales. Aunque estos no deben menospreciarse.

Lo importante es que el macrismo nos ha mostrado con claridad lo que nos espera si seguimos creyendo que podemos hacer una política amoral, una política exclusivamente eficientista. Pero, ¡cuidado! La alternativa a una política amoral no es una política de valores, como propone la diputada Hotton. Porque los "valores" no tienen nada que ver con la política. Los valores son el resultado de la aplicación de un precio a las conductas en el mercado de la convivencia. La política tiene que ver con los derechos y las obligaciones, pero también con cierto horizonte del bien y la dignidad humana. Tres ejes frente a los cuales el macrismo es ciego.

El discurso macrista es un discurso político amoral, un discurso que surge de las premisas nihilistas que anidan en el imaginario gerencial postmoderno, en el que se epitomiza la concepción que toda la realidad es un mero recurso, un escenario neutral sobre el cual podemos proyectar nuestra voluntad de verdad, nuestra voluntad de dominio.

Por supuesto, para escapar al modelo gerencial no basta con hacerse Kirchnerista, ni latinoamericanista, ni neomarxista, ni ecologista. Necesitamos una profunda transformación en nuestros hábitos cognitivos: aprender a ver el mundo de otro modo. Aprehender a ver el mundo de una manera "antiepistemológica" - lo cual implica una verdadera revuelta o revolución política-espiritual.

Aún así, creo que hacer una política que aspira a la justicia social, a la emancipación económica y a la soberanía política, ayuda. Al menos nos previene del cinismo reinante que promueven algunos de nuestros compatriotas.

MACRI Y LOS BOLIVIANOS



En cierto modo, debería bastar con los comentarios vertidos por el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, desde el comienzo mismo de su mandato, acerca de las colectividades inmigrantes, para que las personas de bien se alejen de cualquier tentación de lealtad electoral hacia él y a sus colegas de partido.

Pero el problema es que la gente de bien en Argentina es más o menos como Macri. Y aunque puede que guarden sus comentarios xenófobos para su círculo íntimo de chismosos y bromistas, demasiados son los que opinan que los bolivianos, peruanos y paraguayos que rodean nuestras fronteras, y otros "morochos" latinoamericanos que no hayan probado con sus cuentas bancarias y modales de sobremesa su distinción de clase, deberían ser desaparecidos de la faz de nuestra tierra.

Hagamos transparente el discurso de esta gente de bien que tanto nos conmueve. Traduzcamos el contenido esencial del mensaje que promueven. Para ellos, estos hongos pestilentes que afloran en nuestras ciudades de manera descontrolada sólo tienen derecho a la presencia cuando son concertadamente invisibilizados, es decir, sujetos a la servidumbre que les impone su convivencia con nosotros. Esto se logra haciendo uso del consabido recurso que conceden todas las construcciones ideológicas que se fundan en una distorsionada explicación de la existencia en términos de jerarquías naturales. Es conocido por todos que la "raza" argentina, eminentemente europea y europeizada en sus rasgos y modales, está muy por encima de esas razas inferiores que destiñen el continente con su coloración claramente indígena o mestiza.

En fin, los comentarios del Ingeniero Macri no sorprenden. Están en línea de continuidad con lo mejor de esa parte de la población de nuestra patria que hace gala de su xenofobia sin avergonzarse, y que es igual a la xenofobia de todos lados del mundo. Es la misma xenofobia que muestran, quienes en Europa, se rasgan las vestiduras frente a la invasión del moro y del chino y del sudaca, y se encuentra en la tradición más encomiable de perseguidores de gitanos, judíos, palestinos y tibetanos.

Es el acné de nuestra naturaleza humana. La maniobra fácil del débil convertido en poderoso. Es el gesto del maltratador, del aprovechado, del mediocre venido a más por la fortuna. Es la manera en la cual todos los “vivos” del mundo hacen sus votos, agitando a la bestia de las masas que todos, de una manera u otra, llevamos dentro.

La acumulación ferviente de maldad discursiva, pensada o impensada, que el macrismo acumula sin vergüenza, en despecho de la importancia que tiene el discurso en la conformación de la cultura y la convivencia, no puede esconderse tras las melifluas entonaciones del jefe de gobierno. Inculto en todo aquello que no tenga que ver con el dinero y la acumulación de poder, Macri representa la más frívola, pero no por ello menos peligrosa, manifestación de la política argentina.

Las disculpas que el presidente Evo Morales exigió de Macri por la estigmatización que el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires ha ayudado a generar en relación al colectivo de bolivianos y bolivianas que residen en nuestro país, debería exigirse también a todas las personas que en su palabra y en sus gestos muestran incomodidad o desprecio hacia los extranjeros.

NO ME DIGAS QUE SOMOS UN PUEBLO

Milei viaja a España para apoyar a la extrema derecha, a esa derecha franquista y neoliberal que busca derrocar al gobierno de Pedro Sánchez...